Dulce Tentación - Carole Matthews - E-Book

Dulce Tentación E-Book

Carole Matthews

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Beschreibung

Sadie conoce en Londres a Gil, un productor de Hollywood, y el flechazo es instantáneo. Cuando la protagonista llega a Los Ángeles dispuesta a conocerle mejor, se entera, después de superar todo tipo de hilarantes contratiempos, de que Gil tiene una ex mujer histérica decidida a amargarle la vida, así que se refugia en Tavis, un imponente actor con mala suerte con el que se siente muy cómoda.    Pero Tavis no parece muy atraído por ella, de modo que ¿lograrán ser algo más que amigos? Poco a poco, Sadie descubrirá que en California, todo, como en las películas, puede suceder.   Con este punto de partida, y con un interesante estilo narrativo, Carole Matthews construye una agradable y divertida comedia romántica, llena de equívocos y sugerencias.   ---   «Debe ser su mejor libro hasta ahora. Sé que probablemente ya habré dicho esto antes, pero es que es cierto, sigue mejorando» The Observer   «Sus novelas son hilarantes» The Guardian   «Carole Matthews es de las pocas escritoras que pueden rivalizar con Marian Keynes.» Daily Record

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Dulce Tentación

Dulce Tentación

Título original: The Sweetest Taboo

© 2000, Carole Matthews (Ink) Ltd. Reservados todos los derechos.

© 2024 Skinnbok. Reservados todos los derechos.

ePub: Skinnbok

ISBN: 978-9979-64-626-6

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

CAPÍTULO 01

Puedo decir con exactitud cuándo me he enamorado. El lugar exacto. El minuto exacto. La Feria del Libro de Londres. Aquí. Ahora. Déjame echar una ojeada al reloj para grabar el instante en mi memoria: las 15.45. No tengo ni idea de quién es él -todavía, -ni de que está a punto de poner mi vida patas arriba; pero ya he mordido el anzuelo, estoy atrapada. Me mira de nuevo y sonríe, y mis vísceras se inundan de un cálido cosquilleo que no sentía desde hace mucho, mucho tiempo. También noto un cierto hormigueo en los pies, pero eso tiene más que ver con la incomodidad de los zapatos y el incipiente juanete que con la mortífera flecha de Cupido.

- Necesitamos a una mujer preciosa -me dice, y caigo en la cuenta de que le estoy mirando de hito en hito.

Tiene un acento norteamericano que no consigo localizar. ¿Costa Este, Costa Oeste…? Es inútil, todos me suenan igual. Los hombres estadounidenses arrastran las palabras de una manera tan sensual que las rodillas me tiemblan. Los adoro. En el instituto, mi profesor de sociología procedía de Charleston, y yo esperaba con ansia la hora de la clase semanal para salir corriendo hacia el aula. Nunca aprendí lo más mínimo sobre sociología -hasta el día de hoy no sé absolutamente nada acerca del colapso demográfico de la población en el Reino Unido, o de la ética económica del comercio, o sobre los efectos en la colectividad de una sociedad cibernética, -pero disfrutaba cada minuto de las clases. Ya podría el profesor haber estado disertando sobre los placeres del coleccionismo de sellos, que yo, personalmente, habría seguido fascinada.

- Será cosa de unos diez minutos, no más -me está diciendo el norteamericano. -¿Podrías dedicármelos?

Siento deseos de decirle que si me lo pidiera amablemente, tal vez le dedicaría el resto de mi vida; pero sólo consigo balbucear:

- Sss… Sí. -Como por casualidad se llame Chuck, o Bud, o Richie, estoy acabada.

Alarga el brazo, me agarra por el codo y me acerca hacia él. Miro a mi alrededor con la mandíbula caída -habiendo fracasado en el propósito de cerrar la boca, -en busca de la aprobación de Nigel, el director del stand donde se supone que estoy echando una mano. Pero está ocupado discutiendo cifras con el dueño de una librería, que viste una chaqueta de pana del color del agua estancada. A ninguno de los demás le interesa en absoluto lo que yo haga.

Y lo que hago es ejercer un empleo temporal para Bindlatters Books, editores de una colección -altamente sospechosa- de libros de terror en tecnicolor dirigidos al mercado juvenil, que parece comportar más cantidad de sangre que la que se ve semanalmente en un matadero de tamaño medio, así como montones de cabezas arrancadas.

Trabajar para una editorial puede sonar divertido -me oigo a mí misma dejándolo caer durante la conversación en las cenas con amigos, -pero lo que hago en realidad es llevar puesto un uniforme de poliéster rojo e intentar entregar folletos a unas personas que no quieren recogerlos. Posiblemente, en los últimos días les han echado encima catálogos suficientes como para no necesitar más en toda la vida, si bien, es poco probable que sean como los nuestros, adornados con cabezas decapitadas.

- ¿Editora? -me pregunta mi norteamericano a medida que me va abriendo camino entre la aglomeración.

Imagino que, en una feria literaria, semejante suposición es razonable. Ojalá pudiera presumir de una categoría tan ilustre. Podría fingir ser editora pero ¿qué ganaría con ello? Ahora bien, no creo que sea imprescindible admitir que mi conocimiento de los libros se limita a comprar ejemplares destrozados que ya han pasado por diversas tiendas de segunda mano y que utilizo para llenar mis largas noches vacías. Soy una entusiasta de las novelas de Danielle Steel desgastadas por los bordes.

- No -respondo. ¿Cómo hacer que esto parezca fascinante? No tengo ni idea. No soy tan ingeniosa; al menos a tan corto plazo. -Repartidora Ejecutiva de Folletos.

El intenta mostrarse impresionado, como si acabara de decirle que soy ministra de Hacienda.

- Es un puesto temporal. -¡Por todos los santos! Mi voz está teñida de una amargura patética.

La Feria del Libro de Londres se celebra en Olimpia, y tardo años en llegar aquí por las mañanas -vivo en Battersea, en la otra orilla del río. -Pero sólo será por una semana, me recuerdo sin parar. Con todo, lo que pase al final de la semana podría ser mucho peor. Un enorme y orondo «nada» sobresale, amenazante, sobre el horizonte de mi vida.

Miro con disimulo mi chapa oficial de identificación. No lleva mi nombre -Sadie Nelson, -ni ningún otro detalle que pudiera distinguirme de Fulana de Tal. Sólo el nombre de mi stand. Imagino que la gente que ejerce esta tarea tan ingrata no permanece lo suficiente para justificar la posesión de una chapa impresa con su nombre. «Burro de Carga» habría sido un título apropiado, pero se ve que tampoco disponían de un distintivo con tal denominación.

- Me llamo Gil -dice el apuesto norteamericano por encima del hombro. -Gil McGann. -¿Editor? -No.

- ¿Agente literario? -Esta semana hay muchos por aquí. Se les distingue porque uno tiene la impresión de que no les da el sol a menudo.

- No. -Sacude la cabeza con cierto desprecio y me aprieta el brazo con más fuerza a medida que nos abrimos camino entre el gentío que se nos echa encima. -Soy productor de cine, en Hollywood.

Sí, claro; y yo soy Halle Berry.

- Acabo de comprar un libro fantástico -continúa. -Amante a la fuga. Una comedia romántica, divertidísima. He conseguido a Bob para el papel. Me mira como si yo debiera desmayarme.

- ¿Bob?

- Bob Redford.

- ¡Ah! -Siento deseos de señalar que el resto de los mortales lo llamamos Robert.

- He venido para hacerme el simpático con la autora.

Genial. A ver, aclaremos la situación: estoy aquí de pie, enfundada en un uniforme de poliéster rojo que, además de conferirme el aspecto de quien tiene la tarde libre en Butlins, ha sido específicamente diseñado para una mujer más baja, más gorda y unos cuarenta años mayor que yo. Bueno, pues aquí me encuentro con un guapísimo productor de cine de Hollywood, hablando sobre su última adquisición cinematográfica. Por el lado positivo, hoy tengo un buen día en cuanto al pelo. Si no me mira más abajo del cuello, quizá no se dé cuenta de que voy vestida con restos de saldo de cuando C amp;A cayó en desgracia. Además, a pesar de no preguntarme mi nombre, me ha llamado «preciosa». De un momento a otro va a sonar el despertador y no voy a ser capaz de decidir si esto ha sido un sueño o una pesadilla. Por el momento, la cosa podría decantarse hacia uno u otro lado.

A base de empujones, conseguimos atravesar la muchedumbre y llegar a un stand cien veces más grande y más lujoso que el de Bindlatters Books. Lo adornan enormes pósters de libros de última moda; algunos incluso me suenan, si bien no los he leído porque aún no han llegado a los modestos estantes de las tiendas de segunda mano. En una esquina, veo a un grupo de gente que bebe champán y ríe a carcajadas. En uno de los laterales del recinto han colocado una mesa de acero inoxidable con un tablero de cristal carente de churretes. Se aprecia un cierto ambiente de expectación entre las pocas personas presentes, quienes parecen compartir la condición de siervos obedientes y se arremolinan entre sí.

Gil está de pie, a mi lado, pero no me suelta el brazo. No me quejo. Tengo carne de gallina por todo el cuerpo y, sin embargo, no hace nada de frío. De hecho, se podrían freír hamburguesas en mis mejillas.

- Espero que no te tomes esto como un exceso de confianza por mi parte.

- No, en absoluto. -Mis hormonas me dan codazos para que esboce mi sonrisa más encantadora. No puedo; los pies me duelen a rabiar después de pasarme el día de pie, en tacones, clavada en el mismo sitio. Ahora sé por qué las casetas de las ferias de muestras se llaman stands1. Estiro los labios ligeramente por encima de los dientes y, desde algún lugar al fondo de mis reservas, le envío una desfallecida sonrisa. -Aunque, la verdad, no me has dicho todavía lo que tengo que hacer.

- ¡Joder! -exclama Gil. -Perdona. Queremos que poses con Elise Neils. -Con un gesto de la cabeza señala una masa de rizos rubios rodeada de hombres estupefactos, de aspecto refinado y enfundados en trajes. -Quiero que te hagas pasar por una fan incondicional para las fotos de prensa. Si no te importa, claro está.

- Entiendo. -Podría haber sido peor, digo yo. Podría haberme pedido que me apostara en un stand y repartiera folletos.

Si exceptuamos mi presente y placentero interludio, éste ha sido un empleo abominable; pero los indigentes no pueden andar con remilgos, y yo era prácticamente una indigente antes de que apareciera esta dudosa «oportunidad» con Bindlatter Books.

Anteriormente, yo trabajaba en la City -excelente empleo, excelente piso, excelente coche- hasta que, debido a la crisis económica, la recesión mundial, el desplome del valor de las acciones, bla, bla, bla, me encontré con que me había convertido en un riguroso y fulgurante excedente según los requisitos de la empresa. Primero desapareció el empleo; después, el coche, el piso y los que decían ser mis amigos y, con cada paso, una porción más de mi autoestima. Me había dejado las entrañas y el hígado trabajando para esa compañía -jornadas interminables, mínimos descansos para el almuerzo, una vida social dedicada a agasajar a los clientes con copiosas cantidades de vodka- y el alma se me partió en mil pedazos cuando alguien a quien yo consideraba un buen compañero me dijo que limpiara mi escritorio y que nunca más volviera a oscurecer con mi presencia la puerta de Allen-Jones Holdings.

Juré no volver a trabajar en la City nunca más. El pánico se apoderó de mí cuando me percaté de que, de todas formas, nadie allí me quería. «Hemos congelado la contratación de personal» fue la frase que escuché con más frecuencia. «Nos encantaría poder contar con alguien de tu talla, pero…» No tardé en descubrir que las congelaciones de contratación no afectaban únicamente al sector en el que yo había elegido trabajar.

Desde entonces me las he ido arreglando con una serie de trabajos temporales y mal remunerados que a duras penas me han permitido pagar mi parte del alquiler del apartamento en Battersea, más bien deteriorado, en el que mi adorable amiga Alice me ha permitido apretujarme con ella, aunque es consciente de que constituyo un riesgo de crédito. Mis ahorros están menguando a un ritmo alarmante.

Dirijo la mirada a Gil. Por una vez, no se me ocurre qué decir. No soy persona conocida por su reticencia, pero de repente todas mis palabras parecen haberse evaporado. Tal vez el hecho de encontrarme rodeada de un exceso de ellas en todos estos honorables tomos es lo que me hace sentirme mera de lugar.

- Aquí está. -Gil baja la cabeza para situarla a la altura de la mía y me susurra al oído con cierto matiz de reverencia. La carne de gallina mete el turbo.

La afortunada autora, perseguida por medio Hollywood -Gil incluido- es demasiado joven y demasiado guapa para su beneficio, y en este instante podría arrancarle los ojos de cuajo. Me pregunto hasta qué punto Gil McGann va a «hacerse el simpático».

Elise Neils es moderna y diminuta, y muestra el aire confiado de quien está acostumbrado a que lo mimen. Tras colocarse detrás del escritorio especialmente traído para ella, como si lo hubiera hecho mil veces antes, lanza a su público una radiante y ensayada sonrisa. Debe de ser una estúpida integral. Me pongo a pensar que quiero un empleo con glamour, pero entonces una mujer con pinta de publicista y gafas de concha a la última moda me arranca del lado de Gil y me planta junto a Elise Neils para que me muestre como una devota admiradora.

- Hola -me dice la autora.

La verdad es que parece simpática, pero ya estoy decidida a que no me caiga bien. Coge el bolígrafo y adopta una pose acertadamente literaria mientras que yo me inclino sobre la mesa con actitud servicial, como si mi vida fuera a mejorar en un mil por ciento si ella se dignara a garabatearme una dedicatoria en su libro. Un póster que declara «¡AMANTE A LA FUGA!» nos hace sombra. Ambas sonreímos como dementes ante la ingente cantidad de cámaras centelleantes. Puede que esto sea algo corriente para Elise Neils; pero si van a ser mis quince minutos de fama, voy a asegurarme de salir triunfante.

Las cámaras siguen con su clic-clic-clic mientras giramos la cabeza de un lado a otro, esbozando sonrisas estilo boda, y para cuando terminamos ya he llegado a la conclusión de que, después de todo, no quiero ser una celebridad.

- Gracias -dice él. -Has estado magnífica. No estoy segura de si está siendo sincero o me está tomando el pelo, pero por si acaso sonrío, agradecida.

Señala con la cabeza el pelotón que acude al champán, desde donde nuestra futura ganadora del Pulitzer no le quita ojo, aunque él no se da ni cuenta.

- ¿Nos unimos al tumulto?

- Tengo que volver -respondo con un destello de lealtad incontrolada que me sorprende incluso a mí. ¿Pero en qué estoy pensando? Champán con un productor de Hollywood o repartir folletos en el stand de una feria por menos de cinco libras a la hora, ¡y elijo lo segundo! No hay duda de que una enfermedad me está atacando. O tal vez he perdido la cabeza.

- Te acompañaré -dice Gil. -Espérame un minuto.

Se dirige a un lateral del stand para recoger algunos bártulos. Tengo tiempo para observar más detenidamente a mi alrededor y me arrepiento de mi decisión de volver a toda prisa a Bindlatters Books.

Gil es alto y delgado, y el traje que viste parece haber sido estrujado en una maleta durante un vuelo trasatlántico y llevado demasiado tiempo en una feria de muestras. No parece un usuario habitual de traje y corbata. Tampoco luce el típico bronceado de Hollywood, y eso que yo creía que todo el mundo por aquellas tierras era esclavo del sol. Quizá pase demasiado tiempo puertas adentro, viendo películas, qué sé yo. Sin embargo, le sienta bien; no le pega estar moreno. Tiene pinta de jovencito, pero con facciones afiladas. No estoy segura de su edad, si bien sospecho que aún está en el lado bueno de «la vida empieza a los…». Tiene una sonrisa encantadora y el suficiente carisma como para asegurarse de que la mayoría de las mujeres le miren por segunda vez. Eso es lo que a mí me pasa.

Gil regresa cargando con una gabardina -como de costumbre, esta semana ha estado lloviendo a cántaros en Londres, -un Times doblado y un ejemplar en cartoné de Amante a la fuga. Lo agita en el aire para llamar mi atención. No me atrevo a decirle que lo leeré dentro de cinco años, cuando haya pasado por varias tiendas de segunda mano, cuando todas las escenas de sexo muestren antiestéticas e inidentificables manchas y probablemente falten varias páginas cruciales. Odio cuando eso pasa; pero, por otra parte, no es el aspecto más molesto de encontrarse financieramente avergonzado. El hecho de que la despensa sólo contenga arroz con leche Ambrosia y una lata de sardinas pasada de fecha es mucho, muchísimo peor. Creedme, sé lo que digo.

Me entrega el ejemplar de Amante a la fuga.

- Para ti.

- Gracias.

Siento un sofoco de profunda gratitud hasta que reparo en una fotografía de la hermosa, afortunada y probablemente multimillonaria Elise Neils en la contraportada.

Me agarra del brazo otra vez y nos dirigimos de vuelta a lo que he llegado a conocer cariñosamente como «mi stand». Hay mil preguntas que debería encajar en los próximos dos minutos, pero no se me ocurre ninguna. Ésta podría ser mi gran oportunidad… Aunque no sé de qué, la verdad. Pero lo que sí sé es que la estoy fastidiando a base de bien.

- Bueno -dice.

Nigel está delante del stand observándome con lo que únicamente se me ocurre calificar como «mirada asesina».

Gil y yo actuamos de forma indecisa, mirándonos y no mirándonos al mismo tiempo.

Nigel observa su reloj con gestos exagerados.

- En mi hotel preparan un té de media tarde estupendo -salta Gil de repente. -Muy pintoresco. Muy inglés.

- Qué bien -replico yo, debido a que a mi brillante y rutilante ingenio no se le ocurre nada mejor que decir.

- Más vale que me marche.

- Buena idea.

- ¿A qué hora terminas?

- ¿Yo? -No parece haber estrellas de cine ni frívolas escritoras jóvenes por los alrededores. Él asiente con la cabeza. Me quedan varios miles de folletos de los que librarme antes de acabar. A lo mejor podría arrojarlos a alguna papelera de por ahí. -Dentro de una hora, más o menos.

- Ven a mi hotel, señorita Repartidora Ejecutiva de Folletos. Toma conmigo el té de la tarde.

- ¡Ah! -Sería incapaz de deciros cuándo tomé un té de la tarde por última vez. De hecho, no sé si he llegado a hacerlo. ¿No es cierto que los turistas y las señoras de pelo blanco con reflejos azules son las únicas personas que practican esta tradición británica? -De acuerdo.

Gil saca una tarjeta de visita de un tarjetero de plata, escribe algo en la parte posterior y me la entrega.

Y, efectivamente, la tarjeta reza: GIL MCGANN. PRODUCTOR, en negrita y letras grandes.

- No queda lejos. Confío en que puedas venir.

- Iré -respondo, antes de que mi cerebro tenga tiempo de procesar la respuesta y decidir que uno de los dos está loco de atar.

- Nos vemos luego.

Y se marcha a sumarse al gentío de editores y agentes literarios mientras yo me quedo meditando sobre el hecho de que acabo de acceder a ir al hotel de un hombre que ni siquiera me ha preguntado cómo me llamo y que, aunque podría haber elegido a una joven escritora frívola y coqueta para hacerse el simpático, claramente siente una atracción fetichista hacia las mujeres enfundadas en uniformes rojos de poliéster. Le sigo con la mirada hasta que desaparece mientras acaricio los afilados bordes de su tarjeta.

Nigel se acerca hacia mí furtivamente.

- Folletos -anuncia mientras me entrega otro montón interminable.

- Folletos -repito yo.

Y la tierra se eleva para encontrarse conmigo con «¡zas!» escrito por todas partes.

1 Stand también significa «estar de pie». (N. de la T.)

CAPÍTULO 02

Gil cayó sobre la cama como un fardo. Aquella habitación que le había costado un precio desorbitado era poco más que un armario de limpieza. Un armario de limpieza en el ático. Se suponía que gozaba de encanto, con sus vigas de madera originales y techos pronunciadamente inclinados -y, más desconcertante aún, suelos pronunciadamente inclinados; -pero Gil prefería las habitaciones en las que uno puede permanecer de pie. Si se alojara allí más de una semana, acabaría con una joroba en la espalda, eso por descontado; ya notaba en el cuello las molestias de una tortícolis incipiente. El desplazarse por la estancia implicaba en toda ocasión golpearse el dedo gordo contra los recios muebles de caoba. El hotel carecía de gimnasio, y había llovido tanto que era impensable salir a hacer jogging. El desfase horario se hacía notar pesadamente en sus huesos, faltos de ejercicio. La próxima vez se alojaría en el Hempel y asunto concluido.

Tumbarse era la opción más fácil, por lo que Gil se estiró y por unos instantes disfrutó del momento. Al rato, la tensión volvió a atenazarle. ¿En qué estaba pensando? Había un millón de cosas que tendría que estar haciendo durante su estancia en Londres, y no se le ocurría más que ligar con desconocidas. Durante su paso por la ciudad pensaba haber establecido contacto con algunas de las jóvenes promesas del panorama literario británico. Últimamente había muy pocos estudios filmando comedias románticas con clase, y en opinión de Gil había llegado la hora de plantarles competencia. Precisamente había reservado aquella noche para salir a la caza. ¿Qué le había ocurrido a su cerebro? ¿Cómo es que se había dejado dominar tan fácilmente por una atractiva joven con un uniforme espantoso? ¡Como si su vida no fuera ya lo bastante complicada!

Gil era incapaz de relajarse; lo consideraba una pérdida de tiempo. Se levantó y encendió su ordenador portátil. La diferencia horaria era un fastidio. Cuando él estaba en condiciones de ponerse en marcha, todo el mundo en Los Ángeles seguía acurrucado en la cama -o andaba por ahí de fiesta. -Tecleó la contraseña. El primer mensaje de correo electrónico era de Georgina, con el encabezamiento de «urgente».

Soltó un gemido para sus adentros. Nada de lo que Georgina hacía jamás tenía carácter de urgencia. Al menos para el resto del mundo. Pinchó sobre el mensaje para abrirlo. «¡Llámame!», decía. «¡Ahora mismo!»

Gil echó una ojeada al reloj. No era buena hora para llamarla. Ni siquiera estaba convencido de que ella entendiera que el resto del universo no funcionaba bajo la «franja horaria Georgina». Lo más probable es que se hubiera roto una uña, o algo similar de la máxima trascendencia.

Abrió el resto de los mensajes -en su mayoría quejas y protestas de los estudios con respecto a los últimos proyectos de Gil- y envió las respuestas con la soltura propia del profesional. «Menos mal que el correo electrónico nunca duerme», pensó. Se pasó la mano por la cara. No tenía más remedio que afeitarse. Todo su vestuario «informal», consistente en un jersey y unos pantalones vaqueros, estaba extendido sobre el respaldo de una butaca tapizada de cretona. Gil deseó haber empacado más ropa adecuada para hacer vida social; pero no pensó que iba a quedar cautivado por una hermosa rubia. ¿Hacía cuánto tiempo que no sentía algo parecido? Desde luego, nunca desde su boda con Georgina, eso seguro.

La pantalla digital del despertador situado a un lado de la cama parpadeaba perezosamente. Gil fijó la atención en la uña de su pulgar en señal de preocupación. Debería llamar a Georgina por si acaso se tratara, por una vez, de una emergencia. Con Gina siempre existía el horrible elemento de duda de que algún día pudiera cumplir una de sus incontables amenazas. Mirando al teléfono, se preguntó dónde estaría ella en aquel momento. Resolvió que lo mejor era retrasar la llamada lo más posible.

Gil se encaminó hacia la ducha con la esperanza de que saliera más agua que la última vez. Necesitaba refrescarse, y rápido; intentar parece presentable. Por alguna absurda razón quería que le fuera bien con esa mujer.

También tenía que tomar medidas acerca de la situación con Georgina, pero para eso se necesitaban unas cuantas maniobras diplomáticas. Gil era totalmente consciente de que lo había ido posponiendo durante demasiado tiempo.

CAPÍTULO 03

Me doy perfecta cuenta de que quizá el señor «Magnate Cinematográfico de Hollywood» sólo busque sexo fortuito. Puede que resulte más fácil impresionar a un humilde miembro del personal administrativo al decir que eres productor de cine que a una joven y frívola autora, quien podría bostezar y exclamar para sus adentros: «¡Otro más no, por favor!». No tengo amigas en la Feria del Libro con las que comentar el asunto, y no puedo llama por teléfono a Alice porque tiene un empleo de verdad y está ocupada a más no poder veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Tampoco puedo llamarla porque me diría que me estoy comportando como una verdadera estúpida.

Estoy a punto de olvidarme para siempre del trepidante alboroto de esta feria, y me alegro. Sólo un día más. Si estás involucrado en estas cosas, es genial; pero si te encuentras en la periferia, realizando tareas que pasan inadvertidas, es un tostón. Cuando yo pertenecía al selecto grupo de triunfadores de la City, pocos meses atrás, me encantaban los congresos. Me desplazaba por todo el mundo: París, Praga o Preston- y decidía si dedicarme al trabajo, o no. Ya sé que encontrar un amante en un congreso no es algo insólito, ni siquiera original. Lo cierto es que esa clase de eventos tiene muy poco que ver con trabajar y mucho que ver con dejar atrás las responsabilidades o los sofocantes deberes familiares, perder la cabeza y embarcarse en un período de sexo anónimo, en un hotel anónimo, con un desconocido de una empresa rival a quien una está segura de que no volverá a ver (hasta el congreso siguiente). Ni que decir tiene que hablo de otras personas, y no de mí. Siempre fui una mera observadora de aquellas travesuras sexuales.

Esto se debe a que no apruebo el concepto de sexo fortuito. ¿Por qué iba una a quedar al descubierto ante un completo desconocido? En especial uno cuyo volumen de ventas es mayor que el tuyo. Soy partidaria del compromiso, el amor y la lealtad. El señor Gil McGann, productor de cine, va a llevarse un buen chasco si piensa que las chicas inglesas somos fáciles. Bueno, al menos yo; no pondría la mano en el fuego por mis amigas. Da la impresión de que son capaces de llevarse a la cama cualquier cosa que respire. ¿Estoy siendo mojigata, quizá? Es algo de lo que me han acusado con anterioridad. Algunas de mis amigas tienen novios y «novias». ¿De qué va eso? ¿Es acaso la moda? ¿Afán de sexo? Yo no lo entiendo, en absoluto. ¿O es que resulta más práctico salir con alguien con quien puedas compartir el esmalte de uñas?

En cualquier caso, me acechan otros problemas más inmediatos. Por fortuna, Bindlatters Books me ha proporcionado una taquilla, de manera que n tengo que presentarme en el hotel de Gil con el conjunto rojo -si bien soy consciente de que a lo mejor eso es lo único de mí que encuentra altamente deseable. -Ay… Mi autoestima se encuentra bajo mínimos.

Hoy he venido a trabajar con pantalones pirata negros y unas botas negras de tacón de Russel amp; Bromley que datan de cuando podía permitirme semejante dispendio. La mala noticia es que también llevo una camiseta con una Betty Boo bordada, con la leyenda: «Diamonds are a girl’s best friend!2». Alice me la trajo de los estudios Universal cuando estuvo de vacaciones en California el verano pasado, su último despilfarro antes de convertirse en una atribulada propietaria de vivienda. Parece un poco hortera llevar puesta una camiseta de unos estudios cinematográficos para tomar el té con un hombre que bien podría ocupar allí una importante posición, en lugar de tener que pagar la entrada para acceder al parque temático y experimentar una multitud de formas diferentes con las que marearse y acabar empapado.

Miro en el monedero. Contiene tres libras y cincuenta peniques, además de una tarjeta de crédito que sigo amenazando con cortar en pedazos. Saco la tarjeta de Gil de mi bolsillo de poliéster le doy la vuelta. El hotel Townham. Tiene razón. No queda lejos. Un escalofrío de indecisión me recorre el abdomen. Eh, un momento. ¿Quién está al mando aquí? ¿Mi estómago, o yo? Ésta es la única situación emocionante que he tenido en días, semanas, ¡meses! Es otro de esos temas que podré dejar caer como quien no quiere la cosa en las cenas de amigos durante años y años. ¡Ja! Puede que yo no sea lo bastante moderna como para tener novia -ni lo bastante deseable como para tener novio, -pero esto es algo que mola y que debería otorgarme unos cuantos puntos de popularidad. Siempre será mejor que comentar otra maldita entrevista fallida en House of Pizza.

Está claro que soy la viva imagen de la desesperación. Antes de mi última entrevista de trabajo, me empollé todos los tipos de pizza diferentes que el restaurante servía e intenté dejarles deslumbrados con mis impresionantes conocimientos, citando ofertas especiales y haciendo referencia a la reciente campaña televisiva en la que se presentaba la masa «gruesa y crujiente». El encargado se quedó boquiabierto y estoy convencida de que vio en mí a toda una rival, ya que prometió hacerme saber aquella tarde si me concedía el empleo, pero nunca llamó. Posiblemente creyó que yo era un topo de la Dirección General. El hombre era tan grueso como su maldita pizza. La próxima vez debería llenarme la cara de acné falso y refunfuñar durante toda la conversación. Me contratarían en un santiamén.

Me pongo encima una versión de Karen Millen el clásico abrigo con forro de borrego que hizo furor en los setenta. Tiene varios años, y ha conocido días mejores. Salgo disparada del centro de congresos y tomo el metro hasta South Kensington, donde me apretujo contra una serie de delegados de la feria que hablan con voz cantarina sobre el tipo de escritores que suelen verse en la editorial Lorraine. Los trenes tardan una eternidad en hacer su recorrido desde esta parada, lo que implica que todos los días tenemos que sufrir al mismo cantante callejero apestoso y peinado a lo rastafari, que interpreta fatal los viejos éxitos de Simón amp; Garfunkel. A pesar de todo, a la auténtica manera británica, entregamos los obligatorios cincuenta peniques antes de que nos permitan salir de la estación de South Ken a paso de tortuga.

El hotel Townham está a la vuelta de la esquina, pero antes de encaminarme hacia allí me abro camino entre dos carriles de vertiginoso tráfico y cruzo la calle en dirección a una pequeña boutique que vende ropa estupenda a precio rebajado (que sigue siendo caro, la verdad). Aunque la denomine boutique, es más bien una tienda de segunda mano con pretensiones. Sí, tan bajo he caído; no sólo en cuanto a mis necesidades literarias, sino también de vestuario. Entro en el comercio a toda prisa y rebusco como una posesa entre cientos de leras de blusas arrugadas. ¡Ya está! Por veintidós libras esterlinas me convierto en la orgullosa propietaria de un top negro de encaje con mangas acampanadas y un escote que no hace nada ocultar el hecho de que soy mujer. ¡Ja! ¡Abajo con el poliéster rojo!

Le pido disculpas a mi tarjeta de crédito y le planto un beso agradecido antes de maltratarla una vez más. Me precipito hacia el vestuario del fondo, del tamaño de un armario de la limpieza, para quitarme la camiseta de Betty Boo, que meto a presión en mi bolso sin ningún tipo de ceremonia. Me recojo el pelo con horquillas y llego a la conclusión de que no estoy tan mal; bueno, al menos mejor que con el uniforme rojo de Butlins. No estoy segura de si el top de veintidós libras sobrevivirá a los rigores de la lavadora de Alice; pero por el momento, servirá. Ojalá hubiera traído colorete. Sin lugar a dudas, un brochazo de Raspberry Whisper cuidadosamente aplicado resulta de lo más favorecedor.

2 «Los diamantes son los mejores amigos de una chica» canción interpretada por Marilyn Monroe en Los caballeros las prefieren rubias. (N. de la T.)

CAPÍTULO 04

El Townham es un hotel pijo. No como el Ritz, por ejemplo; sino pijo más bien a la manera de Victoria Beckham. Me siento ridículamente nerviosa y me detengo unos momentos fuera, bajo la lluvia torrencial, pensando que podría estar rozando la enajenación mental.

Antes de morir ahogada por el aguacero, decido que me da igual si es una locura o no. Podría tratar se de mi gran oportunidad. Gil, productor de cine, podría ofrecerme un papel en su última película. ¿Por qué no? Una actriz archifamosa fue descubierta mientras servía mesas en Los Ángeles. No me acuerdo de quién se trata, porque no estoy al tanto de los cotilleos de Hollywood, pero sé que era muy, pero que muy famosa.

Allá voy. Respiro hondo. Espalda recta, cabeza erguida. No es cuestión de vencer o morir, sino de quedarme aquí o marcharme a casa a comer las sobras del rissoto de anoche y gimotearle a Alice que nunca me ocurre nada emocionante.

La recepcionista me brinda una mirada absolutamente arrogante cuando pregunto por el señor McGann. ¡Ja! Apuesto a que Gil no le ha pedido que tome el té con él, a pesar de que está enfundada en un uniforme de poliéster azul marino.

- Seniog McGann está en el shalon -dice con el acento extranjero apenas inteligible que estos días tiene todo aquel que trabaja en los hoteles londinenses. Y cuando miro, efectivamente, el señor McGann está en el salón. Se encuentra frente a un rugiente fuego de leña, repanchingado sobre un enorme y mullido sofá, con The Times descartado sobre el regazo. El traje y corbata han desaparecido. Lleva pantalón vaquero y un jersey tipo universitario tejido a mano que le debe de haber costado un millón de libras esterlinas en Fred Segal o algún emporio parecido; lo único que sé acerca de Hollywood es que Fred Segal es una tienda a la última moda porque la revista Glamour dice que Madonna y Calista Flockhart compran allí. ¿Puede pedirse algo más fashion?

Gil está dormido como un tronco, pero me siento bastante satisfecha, porque al menos no ronca, algo que siempre he detestado en los hombres. El flequillo le cae sobre los ojos y siento ganas de alargar la mano y apartárselo con suavidad de la frente. De repente, me envuelve una abrumadora y cálida sensación de cariño. Si yo tuviera más edad, la interpretaría como un sofoco propio de la menopausia; pero, lamentablemente, no puedo describir el estremecimiento con tanta facilidad. Miro a este hombre que en realidad no conozco y que, sin embargo, deseo abrazar. Sólo he sentido algo parecido una vez, pero entonces contaba con la excusa de tener quince años y ser altamente impresionable. Además, Simón Le Bon no estaba nada mal en su día.

Me quedo de pie sin saber qué hacer. Gil tiene un aspecto tan pacífico que podría quedarme horas observándole; pero, por otra parte, habiendo acopiado el valor para llegar hasta donde estoy, me gustaría que se despertara y se diera por enterado, la verdad.

La estancia está sumida en una suave penumbra. La única luz proviene del chispeante fuego de la chimenea y de una serie de lámparas de mesa repartidas por la sala. También hay un par de sillones Chesterfield color marrón y varios sofás mullidos. La noche se ha cerrado, alentada por la lluvia torrencial. No me extraña que Gil se haya quedado roque.

Mi dilema queda resuelto por dos ruidosos ejecutivos alemanes que irrumpen en el salón como una avanzadilla de la división Panzer, hablando a gritos con sus voces germanas. Acarrean grandes copas de coñac y marchan a través de la sala hasta un lejano Chesterfield como si estuvieran invadiendo Polonia. Los ojos de Gil se abren de repente y, una vez que han dejado de circular a causa de la sorpresa, se detienen en mí. Una sonrisa le ilumina el semblante.

- Hola -digo yo.

- ¡Eh!

Se levanta del sofá para saludarme, aunque aún se le nota algo aturdido. Rodea mis dedos con los suyos, cálidos a causa del fuego.

- Debo de haberme quedado dormido -se disculpa.

- Desfase horario -sentencio yo, como si entendiera de estas cosas.

- Supongo que sí.

Gil vuelve a tomar asiento y da unas palmaditas al sofá.

- Siéntate a mi lado. He encargado el té; sólo tengo que llamar a Justine cuando estemos preparados.

Gil mira a Justine -la chica del uniforme de poliéster azul marino, que acaba de aparecer y nos observa como un águila- y asiente con la cabeza. Ella le sonríe de oreja a oreja, en una actitud exactamente contraria a la que tuvo conmigo. Me quito el abrigo, lanudo y empapado, y lo arrojo a la esquina de la alfombrilla de la chimenea, que probablemente lo confunde con uno de sus amigos hace tiempo desaparecidos. Me siento en el extremo más alejado del sofá. El hecho de sentarme en un sofá junto a un desconocido siempre ha sido para mí una especie de pesadilla. Nunca estoy segura de la distancia exacta que marca la etiqueta. Demasiado cerca, y acabas deslizándote hasta la ranura entre dos cojines; demasiado lejos, y adquieres cierto aire de superioridad. Intento colocarme en el centro del cojín, lo que debe de emitir su propio mensaje.

- Bueno. -Gil se gira y me observa detenidamente. -Te noto diferente.

Albergo la esperanza de que «diferente» signifique «mejor». Detiene los ojos en mi escote.

- No creo que esos uniformes sean un diseño de Armani -bromeo yo, incómoda.

- No -responde él entre risas. -Lo más probable es que no.

Justine trae la bandeja -con los ojos y la sonrisa fijos en Gil. -Deduzco que le hubiera gustado arrojármela encima. Pestañeo varias veces al tiempo que le ofrezco mi sonrisa más empalagosa. Ella vuelve a su mostrador con sonoras pisadas.

En la bandeja hay una botella de champán, pero ni rastro de una tetera.

- Pensé que podríamos tomar el té de la tarde saltándonos el té. -Gil me sirve una copa de champán. -Para serte sincero, no me gustan mucho las infusiones. El café me va más.

Me pregunto si éste es su único secreto oscuro. Odio esa parte de conocer a la gente en la que te crees que estás ante un ser humano extraordinario y al poco tiempo descubres que tiene más esqueletos escondidos en el armario que una película de Christopher Lee, amén de toda clase de hábitos indeseables. También odio el hecho de vivir permanentemente con la esperanza de estar equivocada. Gil levanta su copa.

- ¿Qué celebramos? -pregunto. -¿Amante a la fuga, quizá?

Gil niega con la cabeza.

- La señorita Neils ya ha tenido brindis suficientes. -Choca su copa contra la mía. -Tal vez deberíamos brindar por alguien que no se ha dado a la fuga.

Imagino que se refiere a mí, pero no estoy segura del todo.

- Sólo voy a estar en Londres una noche más. -comenta Gil, al tiempo que me mira con ojos centelleantes. -Me gustaría pasarla contigo.

Estoy a punto de escupir el champán. ¡Caramba! Esto sí que va rápido. Ni siquiera hemos llegado a los sándwiches de salmón ahumado o los pastelillos escarchados. ¿Acaso todos los norteamericanos son tan fulminantes? Me las arreglo para tragar las burbujas, en vez de esparcirlas por los alrededores; pero me atraganto y empiezo a toser.

- ¡Joder! -farfulla Gil. -No me refería a eso.

Me da unas palmadas en la espalda con fuerza exuberante. Los alemanes nos lanzan miradas furiosas por encima de sus copas de coñac. Gil y yo nos echamos a reír y antes de que me acabe matando a golpes, consigo que deje de doblegar mis vértebras a base de manotazos.

- Estoy bien, perfectamente -insisto.

Nos echamos hacia atrás, nos hundimos en los cojines entre carcajadas y se me olvida por completo la ocupación territorial del sofá. Entonces, juntamos las cabezas como un par de colegiales traviesos.

- ¿Empiezo desde el principio? -pregunta Gil por fin.

Me seco las lágrimas, que me han descendido hasta las orejas, confiando en que el rímel siga en su sitio.

- Más vale que sí.

- Ésta es mi última noche en Londres. Se supone que tengo que ir a una firma de libros con Elise. Pero preferiría pasar la velada cenando contigo.

¡Me prefiere a mí, y no a la atractiva y famosa escritora!

- ¿No se pondrá furiosa?

- Acabo de acceder a pagarle un montón de dinero; supongo que se mostrará comprensiva.

- Aún no nos hemos tomado los sándwiches.

- No alimentarían ni a un pajarillo -dice con el fallido acento cockney de Dick Van Dyke en Mary Poppins.

¿Por qué intento pensar en excusas para que se deshaga de mí?

- ¿Es que tienes otros planes? -pregunta.

- Sí. -Hago girar el fuste de mi copa de champán. -Se supone que tenía que comer el risotto de anoche con mi colega de piso.

- ¿Le importaría a él que no lo hicieras?

- A ella -le corrijo. -No. Pero mejor la llamo.

- Yo también voy a llamar a Elise.

- De acuerdo.

Con una inclinación de cabeza, sacamos nuestros móviles y tecleamos los números.

El teléfono de Alice pasa directamente al contestador y dejo un confuso mensaje mientras intento enterarme de la conversación de Gil. Le dice a Elise que no puede quedar, si bien caigo en la cuenta de que no explica la razón. Minúsculo detalle, pero me pregunto si tendrá importancia. Concluimos nuestras llamadas y nos miramos, un tanto avergonzados.

Los alemanes parecen percatarse de que esta empieza a convertirse en una reunión íntima, y se marchan. Gil se pone en pie y arroja otro tronco en la chimenea. Durante unos instantes, escuchamos cómo crepita y emite sonidos sibilantes en señal de protesta.

- No suelo hacer esta clase de cosas -admite Gil.

- Yo, tampoco.

- Salir con alguien es un asunto bastante complicado en California.

- Me parece que en Londres, también.

- ¿Mantienes una relación estable?

- ¿Yo? -Niego con la cabeza. -No.

¿Estaría aquí si la tuviera? Siento deseos de decir que me he dado por vencida en lo que atañe a los hombres; aunque más bien creo que son ellos los que se han dado por vencidos en lo que a mí respecta. Que yo recuerde, he tenido tres novios auténticos, a tiempo completo y libres de cargas, a los cuales adoraba y los cuales me abandonaron por alguien más chispeante y con pechos más saltarines que los míos. Tal circunstancia me ha dejado con una especie de complejo.

Sí que tengo alguna cita de vez en cuando, normalmente cuando una de mis amigas me obliga, pero encuentro el asunto de lo más traumático. A los dieciocho años, aquello de «¿Me llamará? ¿No me llamará?» forma parte del contrato. A los treinta y dos, soy de la opinión de que ya no tengo edad. No quiero jugar a las citas. No quiero pasar las noches en ensordecedores bares de copas con gente que me importa un comino. No quiero tener a siete hombres a la vez. Quiero relaciones estables. Sensatas y maduras. Que preferiblemente impliquen a dos personas que se aman. No quiero poner poses, ni hacerme la interesante, ni mantener mis opciones abiertas. No quiero simular que soy alguien que no soy. Intento con todas mis fuerzas no manipular ni engañar. Llevo todas mis relaciones bajo la máxima de que la honradez es la mejor política. Podría pensarse que a los hombres les agradaría semejante postura; pero no es así. Por lo general, son incapaces de hacerle frente.

- ¿Y tú?

- No -responde Gil.

Me doy cuenta de que no existe una delatora banda blanca alrededor de su dedo anular indicativa de haberse arrancado a toda prisa el anillo de boda. Los años de asistencia a congresos me han hecho volverme desconfiada. Prefiero no acordarme de todos los I hombres casados que han intentado ligar conmigo alegando que sus esposas no les comprendían.

- La verdad es que no necesitaba que posaras junto a Elise -me espeta Gil de repente con una sonrisa nerviosa. -Llevaba observándote casi toda la semana y no se me ocurría otra manera de hablar contigo. ¿Te parece una confesión terrible?

- No.

Sin embargo, sí que es una confesión sorprendente. Yo habría imaginado que los productores de Hollywood estaban acostumbrados a tener colgada del brazo una ristra de complacientes actrices den ciernes, y no que dudaran sobre cómo entablar conversación con alguien insignificante como yo.

- Para una persona que profesa no estar interesada en repartir folletos -prosigue con una sonrisa, -lo hacías con un fervor encomiable.

- La necesidad obliga -replico. -Me encuentro en un estadio en el que me tomo cada empleo como si pudiera ser el último. -Subo las rodillas y me dejo hundir en el sofá en un intento por convencer a mi cuerpo de que no estoy tan cansada como me siento. -Yo era ejecutiva en la City, pero el mundo de las finanzas de altos vuelos decidió que podía arreglárselas sin mí. -Jugueteo con mi copa de champán para evitar que nuestras miradas se encuentren. -Pasé de un plan de desarrollo profesional a diez años de duración, concebido con la ayuda de un entrenador muy ambicioso, a no saber qué voy a hacer la semana que viene.

Gil se encoge de hombros.

- El sector del cine es siempre así. Un día estás en la cresta de la ola; al siguiente, ya no. Tienes que aprovechar los buenos tiempos e intentar no tomarte a título personal el hecho de que un día pases a ser tan popular como un pedo en un traje espacial. Los éxitos se olvidan pronto. El fracaso tiende a quedarse estancado.

- Como un pedo en un traje espacial.

Gil suelta una carcajada. -Exacto.

- ¿Has producido alguna película de la que yo haya oído hablar?

- aventuro.

Me gusta pensar que entiendo un poco de cine siempre que se trate de algo que pueda verse en Sky Home. -Casi todas las tardes, cuando llego a casa del trabajo, lo único que soy capaz de hacer es sentarme y mirar la televisión. Si Gil hace películas profundas y llenas de significado, no sabré nada sobre ellas.

- Puede ser. -Gil recita de memoria una lista de filmes que fueron éxito de taquilla tanto en Gran Bretaña como en EE. UU. -¿Te suenan Los comediantes, Sueños de adolescencia, Frankie y Sallie, Una noche abrasadora, Recordando a Maude o Podría ser magia?

¡Madre mía! Sí que es un productor de verdad. Una fábrica de éxitos. He aquí un hombre que, efectivamente, trata con Bob de tú a tú. Puede que esto indique una inherente falta de confianza en los hombres, pero estaba convencida de que Gil acabaría siendo un impostor. No me apetece analiza ahora por qué llegué a semejante conclusión. Siempre puedo acercarme al Blockbusters a comprobar los títulos de crédito en las carátulas de los DVD asegurarme de que él aparece.

- Me encantó Una noche abrasadora -comento, y me sonrojo ante las implicaciones del título.

- ¿En serio? -Gil se sonroja igualmente. -Es mi preferida.

- Estoy impresionada.

- Tengo que confesar -dice Gil- que ésa era mi intención.

- Yo también tengo que confesarte algo -tercio yo. -Me gasté veintidós libras que no tengo este top, en un esfuerzo por impresionarte.

- Pues ha funcionado -responde él. -Estás preciosa.

- Gracias. -Suspira.

- ¿Por qué no nos habremos conocido antes?

Ignoro la respuesta. Nos sentimos demasiado cómodos en demasiado poco tiempo, y ya estoy temiendo el momento en el que tenga que marcharse. Entonces me pregunto si, de habernos conocido antes, las cosas habrían sido mejores o peores.

- ¿Cómo es posible que me sienta de esta manera? -pregunta Gil. -Ni siquiera sé cómo te llamas.

Puede que no sea más que una artimaña para ligar, pero me trago el anzuelo.

- Sadie -respondo complaciente. -Sadie Nelson.

En este momento, es lo único de lo que estoy segura.

CAPÍTULO 05

¿Por qué las noches pasan tan deprisa justo cuando no quieres? ¿Es acaso una regla del universo al estilo de las leyes de Murphy, que decretan que la tostada siempre cae por la cara de la mermelada, sobre todo si el portador viste ropa blanca o carísima? ¿Por qué no pueden las horas avanzar lentamente como cuando uno está sentado en la sala de espera del dentista? Como reza el dicho, el tiempo vuela; pero sólo si te estás divirtiendo. Incluso si da la casualidad de que por una vez en tu vida te encuentras en el país de los sueños y te lo estás pasando en grande.

No fuimos a cenar -ni tampoco a la habitación para el caso. -Seguimos charlando horas y horas a continuación, sin darnos cuenta, nos quedamos dormidos. Me sorprende que Justine no acudiera zarandearnos y despertarnos. Cuando abrimos los ojos, fue porque estábamos ateridos de frío debido a que el fuego del salón del Townham se había extinguido mucho tiempo atrás. Me gustaría calificar de romántico el hecho de que nos acurrucáramos como niños y nos quedáramos profundamente dormidos -aunque diversas partes de mi cuerpo empiezan a lamentarlo, -pero lo cierto es que hubiera preferido que permaneciéramos despiertos, hablando toda la noche. Ese es el lado inaceptable de hacerse mayor: la mente todavía quiere, pero el cuerpo es un viejo aguafiestas. La costumbre de irme temprano a la cama con la única compañía de un deteriorado libro de bolsillo ha hecho que todas las células de la juerguista que hay en mí se encuentren en estado de hibernación.

- ¡Eh, dormilona! -dice Gil, y yo pienso: «Mira quién habla».

Aunque me alegro de que no haya surgido la «situación dormitorio», caigo en la cuenta de que ha pasado toda oportunidad de conocimiento carnal, y eso trae consigo una ligera melancolía. Por no decir una clara frustración sexual. La Reina de Inglaterra tiene jubileos con más frecuencia de la que yo tengo sexo, si bien debo admitir que parte de la culpa se debe a cierta reticencia por mi parte.

- Hola -respondo yo, aunque tengo la lengua pegada al paladar. -¡Ay! -Noto dolores por todo el cuerpo y ni me atrevo a pensar cómo tendré el pelo. Gil me coge de la mano.

- Tengo que irme -dice. -Voy a llamar a un taxi, o si no perderé el avión.

No se me ocurre nada que decir. No, no es verdad. Se me ocurren demasiadas cosas que decir.

- Ojalá pudiera retrasar el vuelo. -Parece sinceramente apesadumbrado. -Tengo trabajo, cosas que hacer. No tengo más remedio que volver.

Sólo sería retrasar lo inevitable.

- No pasa nada -replico. -Yo también tengo que ir a trabajar. -Todo el universo del reparto de folletos se desmoronaría si no estuviera en mi puesto a las nueve en punto.

- Volveré a Londres -asegura Gil. -Pronto. Suelo venir a los estrenos en septiembre.

¿Septiembre? ¡Pero si queda a meses de distancia! Siete meses, para ser exactos. Yo no le llamaría «pronto» a eso.

- Genial.

- ¿Te gustaría volver a verme? -pregunta Gil. -¿Quieres que estemos en contacto?

- Sí, claro que sí.

- ¿Tienes correo electrónico?

Puedo utilizar una de las direcciones libres del Alice. Es una buena amiga. Entenderá que la causa merece la pena.

- Sí. No. En realidad, no. Pero puedo arreglarlo.

- ¿Conservas mi tarjeta?

Asiento con la cabeza.

- Lleva mi número de teléfono y mi dirección de e-mail.

Asiento en silencio otra vez. Esto es demasiado apresurado, demasiado precipitado, demasiado importante.

- Acompáñame a la habitación -dice Gil.

- Yo… Nosotros…

- No -interrumpe Gil. -Mejor espera aquí. No serán más de cinco minutos. Tres.

Entonces, me besa con firmeza y sale a toda velocidad, pidiendo un taxi a medida que sube corriendo las escaleras sin ni siquiera pararse.

Tengo ganas de llorar, pero me digo a mí misma: «¡No des el espectáculo! Estás hecha de una pasta mucho más resistente. Ese hombre no significa nada para ti. Sólo le conoces desde ayer. ¿Cómo puedes ser tan estúpida, cómo puedes llorar por él? Pasasteis una tarde agradable y eso es todo. Aunque existe la posibilidad de que nunca jamás en toda tu vida vuelvas a repetirla». Aquí sigo de pie, cautivada, saboreando su beso en mis labios, e intento urdir un plan de actuación; pero para cuando Gil regresa, no lo he conseguido.

Aún tiene el aspecto de acabar de despertarse, pero ahora está enfundado en su traje, en lugar del jersey de universidad privada, y acarrea una maleta.

- El taxi ha llegado -anuncia. No hay duda, su voz denota un matiz de desilusión y tristeza, y algo más que no acierto a definir.

Agarro el abrigo forrado de borrego, aún húmedo, me lo echo por encima y nos encaminamos al exterior.

Es un amanecer londinense húmedo y gris. El cielo tiene el color de las sábanas lavadas demasiadas veces. El sol, débil y pálido, se asoma por la estación de metro y parece tan lánguido como yo me siento. El abrigo no me aporta calor alguno, y golpeo la acera con los pies en un intento por reanimarlos.

Gil abre la puerta del taxi y arroja la maleta al interior.

- Heathrow, por favor -le dice al conductor, quien parece reacio a soltar su periódico. Entonces, Gil se vuelve hacia mí: -Bueno, se acabó.

- Ha sido agradable conocerte -digo yo.

- ¿Agradable? -Gil, sorprendido, se echa a reír. -Confío en que se trate de la tradicional reserva británica -protesta, -porque en mi opinión, ha sido mucho más que agradable.

- Muy agradable. -Noto que estoy empezando a llorar. -Ha sido muy agradable.

Gil me rodea con los brazos.

- Imagino que tendré que conformarme con ese «muy agradable».

Me besa de nuevo, y esta vez el beso es tierno y cálido, de lo más inapropiado para una calle londinense fría y desapacible. Un «no te vayas» me surge rápidamente y se me queda en la garganta. Gil se desembaraza y me sujeta a distancia. -No quiero recordarte así -dice, -triste y sola. Y muerta de frío.

- Estoy perfectamente. -Golpeo el suelo con los pies para demostrar que soy capaz de generar mi propio calor. -En serio.

Gil roza sus labios con los míos por última vez

- Te llamaré -promete al tiempo que se su al taxi.

Suplico al Señor que así sea.

- Adiós.

Pongo los dedos en el cristal cuando cierra puerta. El taxista, ajeno a nuestro tormento, se adentra en las primeras insinuaciones del tráfico de hora punta.

- Adiós -leo en los labios de Gil.

Y se alejan conduciendo, dejándome de pie en la acera, siguiéndoles de forma patética con la mirada una vez que he abandonado toda pretensión de no llorar. El taxi de Gil dobla la esquina y desaparece.

Encuentro en el bolsillo un pañuelo de papel arrugado y me echo una buena llorera, justo en el momento en el que Justine, la arisca recepcionista, llega a trabajar. Me sonríe burlonamente, lo que me ayuda a poner freno a las lágrimas.

- ¿Se ha ido? ¿Sí? -pregunta.

- Sí.

- A enemigo que huye, ponte de plata -declara altivamente. -A estos ameguicanos les gustan las mujegues para usag y tigag.

¡Ja! Eso significa que ha intentado ligárselo y él no ha mostrado el mínimo interés.

- Acabamos de prometernos en matrimonio -le informo, y obtengo un gran placer al observar cómo su barbilla se desploma hasta casi golpear la acera. Antes de que tenga tiempo de felicitarme, me encamino al metro a grandes zancadas y comienza mi último día como repartidora de folletos.

¡Madre mía! ¿Qué he dicho? La falta de sueño reparador ha provocado que pierda la cabeza. Está muy bien hacerse el gallito delante de una necia chica extranjera, pero de vuelta a la realidad, sé que quizá no vuelva a ver a Gil nunca más. La mera idea hace que mi estado de ánimo se derrumbe hasta las botas de Russell amp; Bromley. Mientras Gil regresa a toda velocidad al sol de California y al demente, desalmado y artificial mundo del cine, aquí, en mi mundana e insignificante vida, en el triste y deprimente Londres, empieza a llover.

Si mi vida fuera una película, el sol siempre brillaría, todo sería amor y risa… y conseguiría al chico. Caminaríamos cogidos del brazo bajo la luz del crepúsculo. Y un yunque de diez toneladas, al estilo de los dibujos animados de Tom y Jerry, caería sobre la cabeza de la antipática recepcionista.

Pero está lloviendo a mares y no tengo paraguas. No he conseguido al chico, y me estoy calando hasta los huesos. Sin haberme lavado los dientes. Me escapo del chaparrón, me lanzo al metro y me doy cuenta de que en algún lugar entre el Townham y la estación he perdido mi abono de transporte semanal y tendré que comprar otro billete. Un sincero «¡joder!» me roza los labios y pienso: «Un día perfecto para repartir folletos».

CAPÍTULO 06

Alice y yo estamos sentadas en el Wing-Wah, restaurante chino de comida para llevar, esperando a que Li, el dueño, aporte algo de magia a nuestras vidas a base de cerdo en salsa agridulce. Llevo años acudiendo a este local, aunque nunca ha estado ni remotamente cerca de donde he vivido. Lo que pasa es que es el mejor en kilómetros a la redonda.

- ¿Por qué chica tan triste? -pregunta Li mientras introduce nuestras galletas de gambas en una bolsa de plástico.

- Problemas con los hombres -le informa Alice. -Ella. Yo, no -añade, al tiempo que gira la cabeza en mi dirección.

- Gracias -digo yo, no muy convencida de querer que el mundo entero, y en particular la cola en el Wing-Wah, comparta mis dilemas románticos.

- Confucio decir «todos los hombres gilipollas».

Li nació en Bermondsey y ha vivido la mayor parte de sus treinta y cinco años en el sur de Londres. Nunca ha estado en China y se hace un verdadero lío con las religiones orientales. Sin embargo, cocina un espléndido pato crujiente, por lo que toleramos sus lunáticas divagaciones, desde su particular interpretación de las citas menos conocidas de Confucio a la pura genialidad de Jackie Chang (quien, según me cuentan, realiza personalmente todas las escenas de riesgo de sus películas).

- A éste vamos a darle el beneficio de la duda -prosigue Alice. -Es productor de cine.

Mientras en silencio me muero de vergüenza, el resto de la cola aprueba con la cabeza.

- No intentó acostarse con ella en la primera cita.

La cola asiente de nuevo.

- Sólo se quedaron dormidos, uno en brazos del otro.

Los rostros de la cola se suavizan y sonríen con calidez. Yo les devuelvo una sonrisa forzada.

- Entonces -Li se encoge de hombros, -¿qué problema?

- Él está en Los Ángeles -responde Alice.

Un compasivo «ah» recorre la cola.

- ¿Y qué? Viajes avión muy baratos.

«Barato» es un concepto relativo cuando uno está sin blanca. Por el momento, Alice tiene que subvencionarme esta comida china hasta que cobre el cheque de Bindlatters. Es más, una vez que he sobrevivido a mi empleo temporal en la Feria del Libro de Londres, soy un miembro de pleno derecho en las filas del desempleo. Llama la atención el hecho de que Li conduzca un Mercedes de gama alta, debe de costar un montón de galletas de gambas.

Mientras Li introduce en una bolsa nuestro cerdo en salsa agridulce, miro el reloj del horóscopo chino que cuelga de la pared. Acaban de dar las nueve de la noche y estamos en el Año del Cerdo. Definitivamente, ese artilugio marcha mal. Decido que Li no tiene ni idea de cómo ajustarlo. Cuando el resto del mundo celebraba el Año del Tigre, el reloj de Li marcaba Rata. Sea cual sea el año, chino o no, me pregunto dónde estará Gil en este momento. Su avión salía al amanecer y el vuelo dura unas once horas. Y ellos van con… ¿cuántas?, ocho o nueve horas por detrás. ¿O es por delante? No lo sé. Ojalá se me diera mejor el cálculo del tiempo en los viajes internacionales. No tengo ni puñetera idea de dónde está. Sólo sé que no está aquí. El labio me tiembla ligeramente.

- Celdo en salsa aglidulce. Galletas gambas. Aloz flito con huevo. Dos buñuelos al vapol.

Li es perfectamente capaz de pronunciar la «r»; sólo utiliza este acento chino para impresionar. Cuando nos lo encontramos en el pub, habla con un marcado acento del sur londinense y dice «¡joder, tronco!» sin parar.

- Ya está todo -dice Alice, y se levanta para recoger nuestro pedido.