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La dieta de chocoadictas es un feelgood romance que nos descubre a cuatro mujeres muy diferentes con una cosa en común: no pueden resistirse ante el chocolate. Para Lucy Lombard el cremoso, suave y delicioso chocolate es más que una simple tentación, es la cura de todos sus males. Pero no es la única. Comparte su pasión con otras tres adictas: Autumn, Nadia y Chantal. Juntas forman un singular club de amantes de esta dulce droga. Se reúnen a menudo en su santuario, El Cielo del Chocolate, donde descargan sus desasosiegos acerca del novio tramposo que promete que va a cambiar, el jefe coqueto, el esposo ludópata y un desapasionado matrimonio… --- «Deliciosa, tan placentera que nos hará sentir culpables al saborearla» People «Feelgood en estado puro: te hará volver a creer en la amistad y el amor» News of the World «Es uno de los mejores novelas de feelgood que he leído en bastante tiempo, con una interesante mezcla de personajes y verosímiles situaciones. Es a la vez emocionante y divertido, altamente recomendable.» The Book Forum «Una agradable sorpresa de principio a fin.» Woman's Own «Chocolate y feelgood: la combinación definitiva. Una lectura deliciosa.» Heat
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La dieta de las chocoadictas
Título original: The Chocolate Loversʼ Club
© 2007, Carole Matthews (Ink) Ltd. Reservados todos los derechos.
© 2024 Skinnbok. Reservados todos los derechos.
ePub: Skinnbok
ISBN: 978-9979-64-622-8
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.
— Otro más —digo.
Se hace el silencio.
— ¿Estás segura?
— Yo controlo.
— Te puede dar una sobredosis —le avisa—. Incluso a ti, a una consumidora habitual.
— Eso nunca.
En momentos de crisis mi droga preferida sale de la plantación Mangaro Madagascar. No hay nada —absolutamente nada— que no pueda curar. Es el remedio para todo, desde para cuando te rompen el corazón hasta para cuando tienes un mero dolor de cabeza, y puedo asegurar que he sufrido las dos cosas más que de sobra en mi vida.
— Tráemelo, venga —digo con seriedad, y mi camello me pasa la droga, lo que hace que suspire aliviada. Chocolate. Mmm. Mmm. ¡Mmm! Riquísimo, riquísimo, cremoso, dulce, delicioso chocolate. Nunca es suficiente.
— ¿Mejor?
— Poco a poco.
— Las chicas llegarán enseguida y ya verás como te vas a sentir mejor.
— Lo sé. Gracias, Clive. Eres mi salvador.
— De nada, querida —me choca los cinco de una manera muy amanerada, pero como es gay, lo tiene permitido.
Cojo mi alijo de chocolate, veo un sofá libre en la esquina y me hundo en él. Mis cansados músculos empiezan a relajarse y en cuanto me viene el fuerte olor a vainilla siento que mi cabeza también se está empezando a despejar.
No estoy sola en esta adicción. Ah, no. Formo parte de una pequeña, aunque perfectamente organizada, secta que hemos bautizado como «El club de las chocoadictas». Sólo somos cuatro las miembros de esta pandilla de pecadoras y quedamos aquí en el Chocolate Heaven tan a menudo como podemos. Este lugar es un paraíso para adictos, el equivalente a un fumadero de opio para los chocoadictos. Está situado en una callejuela perdida de un barrio fino de Londres, pero no voy a decir dónde está porque entonces se desvelaría mi secreto y millones de mujeres astutas y con antojos se lanzarían a este lugar tan especial y acabarían con él. Es como cuando descubres un lugar paradisíaco para ir de vacaciones: kilómetros y kilómetros de playas desiertas de arena blanca, con restaurantes íntimos y locales nocturnos con encanto: es entonces cuando le cuentas a todo el mundo lo fabuloso que es y al año siguiente los vuelos de Easyjet están a rebosar y no te puedes mover en la playa, abarrotada de gordos con sarongs de todo a cien y radiocasetes portátiles. Los restaurantes acogedores pasan a servir salchichas y patatas fritas y los locales nocturnos ofrecen alcohol de garrafón y tienen máquinas de espuma. Por ahora, sin embargo, el Chocolate Heaven es el lugar favorito de unos pocos afortunados y debería seguir siendo así durante mucho tiempo.
Echo la cabeza hacia atrás y me doy otro chute, metiéndome en la boca otro bombón celestial, acompañado de un suspiro profundo y sentido.
Me llamo Lucy Lombard y me temo que soy la miembro fundadora de esta secta, dado que soy el alma afortunada que descubrió por primera vez el Chocolate Heaven. Hoy el club de las chocoadictas ha convocado una reunión de emergencia. Si una de nosotras manda un mensaje al móvil: «emergencia de chocolate» todas las demás tratamos de dejar de hacer lo que sea que estemos haciendo y venimos a nuestro santuario. Es el equivalente a decirle al médico de guardia que su paciente con problemas de corazón está fibrilando. Esta vez soy yo la que he convocado la reunión. No puedo esperar a contarles a mis mejores amigas lo que ha pasado; no se lo van a creer. O a lo mejor sí.
Autumn es la primera en llegar. Mientras me termino mi último bombón irrumpe por la puerta.
— ¿Estás bien? —me pregunta sin aliento. Autumn Fielding vive para los demás.
— Marcus otra vez —le adelanto. Se supone que Marcus es mi queridísimo novio, pero eso ya lo contaré más adelante.
Ella chasquea la lengua de manera compasiva como respuesta.
Hace mucho tiempo solía venir aquí sola y me escondía en un rincón. No me gusta mucho comer enfrente de otras personas y sobre todo no me gusta sentirme observada cuando como chocolate. Me imagino que a los drogadictos tampoco les gusta que les miren, ya sea cuando se ponen crack o se inyectan heroína. Hay algo ligeramente sórdido en el hecho de que te miren cuando estás en medio de tu perversión particular (a no ser que tu perversión particular sea que te miren, imagino). No suelo babear pero me siento como si lo hiciese. E, imagino que estarás de acuerdo conmigo, es mejor babear a solas.
Fue en una de mis muchas visitas en solitario a este lugar cuando conocí a Autumn. Sólo había un sitio libre en la cafetería, el que estaba pegado al mío, así que se sentó y nos caímos genial inmediatamente. Aunque no creo que a nadie le pudiese caer mal Autumn, siempre y cuando no te moleste la gente que no puede evitar ser agradable todo el rato. Un consejo. Padres, quedáis avisados. Si vais a llamar a vuestra hija Autumn inevitablemente tendrá el pelo rizado, pelirrojo y votará a Los Verdes, tal y como hace ella.
Autumn es muy de chocolate negro. En el mundo de la psicología del chocolate —y estoy segura de que existe una— puede indicar que está escondiendo su lado oscuro. Autumn mordisquea su tableta de chocolate, saboreándola detenidamente y masticando cada trocito miles de veces, lo que creo que hace que no se sienta tan mal por la gente pobre. Se siente muy culpable cuando come chocolate. El resto de nosotras sufrimos con el número de calorías que ingerimos y por lo poco que van a tardar en asentarse en nuestras caderas. Autumn sufre por los niños que se mueren de hambre y que tienen que sobrevivir con un plato de arroz al día y no pueden comer chocolate, nunca. Yo no me preocupo por los niños que se mueren de hambre; trato de apartarlos de mi mente completamente ya que, para ser sincera, tengo miles de cosas sobre las que preocuparme en mi vida.
— Necesitamos chocolate caliente para que nos levante el ánimo —dice Autumn mientras se desata la bufanda (no hay duda de que está cosida a mano por algún pobre niño mexicano que gana una libra al año y vive en barriadas marginales). Tengo que comer más chocolate para sentirme mejor.
— Clive —le grito a nuestro amigo y camello, que está detrás del mostrador—. Las demás llegarán enseguida. ¿Qué te parece si vas preparando unas tazas de chocolate caliente?
— Eso está hecho —responde y se pone en marcha.
Entonces llega Nadia. Se acerca, me da un abrazo y me mira fijamente a los ojos.
— No te merece.
— Lo sé —todas lo sabemos. No ha necesitado ni preguntarme el motivo de mi crisis. Siempre es Marcus—. Acabo de pedir chocolate caliente.
— Genial.
Nadia Stone fue la siguiente en unirse al club y gracias a ella nuestra simpática pareja de amigas pasó al mundo de las pandillas. Nadia llegó al Chocolate Heaven un día a la hora de comer con aspecto estresado y triste y pidió al tuntún una gran variedad de dulces del negocio de Clive y de su compañero de vida Tristan, de manera impulsiva. Tanto Autumn y yo empatizamos con ella ya que hemos estado en esa situación un millón de veces. Hicimos lo correcto al darle cobijo en ese momento.
Autumn y yo ya habíamos cogido la costumbre de quedar como mínimo una vez por semana; dos si nuestros niveles de estrés lo merecían. Ahora todas tenemos una especie de compromiso fijo discontinuo.
Nadia es la única de nosotras que es madre. Tiene un niño de tres años que le exige mucha atención —¿cómo todos los niños del mundo, no?—. Su hijo se llama Lewis y la razón principal de sus males es que se pasa noche tras noche sin dormir, pero las cosas están mejorando. Lewis ya duerme casi todas de un tirón por lo que Nadia ya puede funcionar en el mundo real.
Nadia no sabe elegir chocolate. Dice que es su único respiro del día, pero parece que lo engulle sin saborearlo. Para mí es un pecado. Si tienes una adicción deberías ser al menos capaz de disfrutarla. Nadia come chocolate para sentirse mejor, junto al 99 por ciento de la población femenina, imagino. Como yo, tiene la talla 40. Dice que la culpa de no haber podido recuperar nunca su figura se debió al embarazo de Lewis. Yo le echaría la culpa al hecho de que arrasa con todo el chocolate de su hijo antes de que el niño lo pueda siquiera oler. Hasta admite que cuando su hijo no la mira chupa el chocolate de sus galletas.
— Odio el clima británico —el último miembro de nuestro cuarteto en llegar es Chantal. Se deja caer en la silla y se sacude la lluvia de su pelo brillante.
Originaria de la soleada California, Chantal Hamilton, al igual que Nadia, también está casada. Tiene un marido increíblemente rico, Ted, que es una especie de genio financiero en el centro de Londres. Chantal es la mayor de nosotras —roza los cuarenta—, pero es de lejos la más atractiva y glamurosa. Es alta, esbelta, siempre impecablemente arreglada, ridículamente guapa y con mucho talento. Si fuera un caballo sería un purasangre. Tiene el pelo lacio y brillante, una melena negra que le ha dejado uno de los mejores estilistas de Londres (uno de esos que salen en televisión todo el tiempo). Nunca tiene un pelo fuera de su sitio. Chantal va a esas peluquerías en las que te meten en una sala vip y te ofrecen champán gratis mientras te peinan. ¡Cómo vive la otra mitad del mundo! Se pone el tipo de zapatos que hace que me duelan los pies de tan sólo mirarlos y frecuenta el tipo de boutiques de diseñadores famosos en las que necesitas pedir cita, y en donde trabajan consejeros que aterrorizan a los clientes que tienen cuentas bancarias dentro de los límites normales. Sí, Chantal Hamilton lo tiene todo en la vida.
Todo menos un marido que quiera acostarse con ella.
Es cierto. Cuando damos por hecho que hoy en día todo el mundo se vuelve loco por eso, Chantal y Ted hacen el amor una vez al año. Dos si ella consigue emborracharle en Navidades con la combinación letal de vodka y algo que llama «ponche de huevo». Suena fatal. El día de San Valentín o el día de su cumpleaños pueden contar como tantos seguros, pero el resto está en brazos del destino. Chantal desearía estar más bien en los brazos de Ted.
A pesar de su imagen sofisticada, Chantal también come chocolate indiscriminadamente y se niega a admitir que es una adicta. Nuestra amiga americana insiste simplemente en que es muy «golosa». Yo lo llamaría «autoengaño total».
— Así que ¿por qué estamos aquí? —pregunta Chantal curiosa—. Deberíais haber visto el culo del fotógrafo que ha tratado de ligar conmigo —Chantal tiene otros medios además del chocolate para saciar la falta de deseo de su marido y ejercer sus derechos conyugales. Aunque hablando en plata normalmente prefiere irse a la cama con sus fotógrafos antes que decirles que no—. Espero que merezca la pena.
— No lo creo —digo malhumorada.
Clive trae una bandeja cargada con cuatro vasos de chocolate humeante con nata montada y virutas de chocolate. La deja en la mesita baja que hay entre nosotras. Una voluta de vapor se eleva en el aire. Es justo lo que necesitamos para que nuestros pies fríos entren en calor y mi corazón hecho pedazos se recomponga.
— He hecho feuillantines —nos sugiere levantando la mirada hacia el cielo con satisfacción de manera teatral. Finas capas de galleta con sabor a jengibre, clavo, nuez moscada y canela. Nos quedamos embobadas—. Tenéis que probarlas.
Para ser sinceras ¿quiénes somos nosotras para discutir?
— Allá voy, chicas —se oye un suspiro colectivo lleno de expectación mientras reparto los vasos.
Mi club de amigas y yo nos acurrucamos en los suaves sofás. Damos un sorbo al chocolate caliente al unísono y a continuación se oye un segundo suspiro de satisfacción.
— ¿Y bien? —dice Chantal.
Autumn tiene una mancha de chocolate alrededor de la boca y está con los ojos como platos de la expectación.
Miro fijamente a mis amigas.
— ¿Estáis bien sentadas? —todas ellas afirman con la cabeza a la vez que alargamos la mano para coger una gruesa feuillantine de chocolate—. Bueno, dejadme que empiece...
«Aquella que coma chocolate deberá hacer deporte», es una de las primeras reglas del universo. Así que los martes por la tarde voy a clase de yoga. Le doy el último mordisco a mi tableta de Mars y tiro el envoltorio a la basura. Son las seis en punto por lo que saco mi bolsa del gimnasio de debajo de la mesa con la esperanza de hacer una huida rápida.
Actualmente estoy trabajando en Targa, una empresa informática especializada en recuperación de datos (sea lo que sea eso). Todo lo que sé es que trabajo aquí con más frecuencia que cualquier otra persona que tenga mi puesto de secretaria temporal desaprovechando completamente el suficiente en Estudio de los Medios que tanto me costó sacar (a pesar del hecho de que todo el mundo piensa que es una carrera «absurda»). Targa alcanza niveles endémicos de estrés, enfermedades y bajas laborales. Creo que algunos de mis compañeros le sacarían más partido a mis clases de yoga que yo. Siempre que alguna compañera se queda embarazada parecen haber encontrado el motivo perfecto para despedir a esa pobre mujer desafortunada (que ahora puede disfrutar de su tiempo y creatividad). Así que me he pasado más de lo esperado sustituyendo despidos de maternidad en los últimos años. La legislación de los derechos del trabajador aquí pasa totalmente inadvertida.
Una de las pocas razones por las que me gusta trabajar en Targa es porque está muy cerca del Chocolate Heaven y si soy rápida, puedo ir a la hora de la comida. Mi trabajo actual es hacer realidad los amplios y variados caprichos de los seis ejecutivos de ventas de mi departamento bajo la mirada escrutadora del encargado, el señor Aiden Holby.
— Aquí tienes, preciosa —dice Aiden Holby al pasar por mi mesa—. ¿Lista para poner las piernas detrás de la cabeza esta tarde?
Targa también es una empresa políticamente incorrecta. Se fomenta el acoso sexual y el abuso al personal (en primer lugar porque es la única manera de liberar el constante estrés). La habilidad de coquetear de manera excesiva y de decir piropos ofensivos son requisitos necesarios para que te contraten.
— Sí. El yoga me reclama.
— ¿Qué daría yo para ver cómo te doblas con uno de esos pequeños y apretados maillots de licra?
— ¿En serio?
Levanta la mano.
— No me interrumpas. Estoy teniendo mi momento del día de machito.
— Sigue soñando —le digo mientras salgo por la puerta.
— Luego voy a ir a tomar algo con el resto de los chicos a la Barra Espaciadora —comenta, con su carismática sonrisa—. Vente.
— No puedo. Pero gracias.
— Te compraré unos cuantos de esos vodkas de chocolate que tanto te gustan.
Es tentador. Sólo hay una cosa en el mundo que podría considerarse mejor que el chocolate y eso es un combo de chocolate y alcohol.
— Me temo que no va a poder ser —digo, tratando de ser recatada.
— Quería emborracharte para que me sedujeras.
— No podrías pagar tanto vodka.
Se ríe con suavidad.
— Buenas noches, preciosa. Hasta mañana.
Aiden siempre se dirige a mí como «preciosa», pero no estoy segura de si es porque de hecho piensa que soy «preciosa» o porque tiene a tantas empleadas temporales en la oficina que un nombre genérico sirve para todas. Así evita lo molesto que es aprenderse todos los nombres. Sin embargo, yo no le llamo «precioso», a pesar de que lo es.
Aiden Holby posee un encanto extraño. Todos los miembros femeninos del personal, sobre todo aquellas de una cierta edad y de tendencia influenciable, piensan que es estupendo. Es alto, moreno y ridículamente guapo. El hecho de que tenga una sonrisa pícara y unos ojos traviesos y juguetones no me ha pasado exactamente desapercibido. A veces me doy cuenta de que estoy piropeando al señor Aiden Holby en el club de las chocoadictas y las chicas le han puesto el debido apodo de «Irresistible». No es que pierda la cabeza por mi jefe, no es eso. Además, mientras el señor Aiden Holby, el «Irresistible», es un hombre soltero y resolutivo yo soy una mujer en una relación sentimental larga y seria. Soy fiel a Marcus un cien por cien, a pesar de que mis amigas del club de las chocoadictas muy a menudo dicen que mi fidelidad es totalmente injustificada.
Me cuelo entre la multitud, me meto en el metro y pasan varias paradas hasta que llego al gimnasio al que voy para las clases de yoga. No es un gimnasio particularmente higiénico, pero está al ras de mi bajo presupuesto. En realidad se sale de mi bajo presupuesto, pero no voy a hacer de esto un drama. Aquí no hay superficies cromadas relucientes ni vidrio esmerilado. A pesar del olor a desinfectante barato los vestuarios no están tan limpios como deberían y nunca me pillarás entreteniéndome en la ducha (además del ligero olor a sudor en las salas de máquinas). El aire acondicionado nunca funciona bien y justo hoy está haciendo un día muy caluroso. El típico día en el que las barras de Kit-Kat se ponen blandas y correosas en tu mochila. Lo sé porque es lo que voy a cenar de vuelta a casa. Pero si vengo con regularidad aquí a machacar mi cuerpo entonces me puedo seguir permitiendo consumir el mismo número de calorías.
Tengo una batalla continuada conmigo misma para no pasar de ser gordita a gorda. Soy baja, rubia natural y no demasiado foca teniendo en cuenta mi adicción. Aunque si alguna vez saliera en un escándalo de prensa seguramente me llamases la «rellenita» o la chica «con curvas». «Lucy la Jugosa» o «Lucy la Sabrosa» serían los nombres de los titulares. No voy a decir que soy «Lucy la Lorzas».
Solía tener ambiciones en mi vida, pero no estoy segura de que las siga teniendo. Lo único que sé es que no quiero pasar el resto de mi vida archivando papeles y llevando café a gente que ni siquiera se molesta en conocerme porque saben que no voy a quedarme mucho tiempo en la empresa. Después de todos estos años sigo metida en un préstamo universitario, pero llegará el día en el que deje de gastarme todo mi dinero en un consumo excesivo de calorías y empiece a ahorrar para entrar en el mundo de la gente sensata. A pesar de que la balanza se inclina al terrible lado de los treinta años me siento muy a gusto.
No soy ni una soltera deprimida ni una casada prepotente. Tengo un novio estable (a veces). Marcus Canning es el hombre que me adora y que quiere casarse conmigo. Con el tiempo. Llevamos juntos cinco años y actualmente nuestra relación se está acercando poco a poco al «compromiso», lo que es algo bueno.
A medida que estoy más cerca del gimnasio se me empieza a caer el alma a los pies. Hago yoga pare reducir mis niveles de estrés, pero no estoy segura de si funciona ya que siempre me tumbo ahí con los puños cerrados pensando: «Que acabe pronto», cuando todos los demás están tumbados aparentemente felices en el suelo escuchando una especie de canto de pájaros y la voz grave y monótona de nuestra profesora Persephone. También trato con todas mis fuerzas de que mis piernas cedan en la retorcida postura de loto y hago la postura de medio arado con mucha desgana. Mi dedicación a mi lado espiritual también significa que no veo a Marcus los martes. Le quiero tanto que me cuesta mucho no verle todos los días así que me obligo a hacer otras cosas porque sé que no le gustan las mujeres demasiado empalagosas.
De manera ocasional Marcus me llama y me suplica que no persiga la búsqueda de un cuerpo en forma y en su lugar me engatusa en su casa ofreciéndome cantidades ingentes de chocolate y grandes sumas de vino tinto. Llamadme débil, pero siempre caigo, incluso a pesar de que a veces monto un numerito por perderme la clase. Marcus rara vez me toma en serio porque sabe que me tiene en la palma de la mano. Además, una copa de vino es buena para la salud. Aunque no estoy segura de las otras cuatro que siempre caen entre pecho y espalda. Dos onzas de chocolate negro al día también son beneficiosas para la salud. Estimulan los niveles de endorfinas y antioxidantes y eso tiene que ser algo bueno. ¿Cuántas veces se equivocan los científicos? ¿Eh? Por tanto, quedarme en casa, beber vino y comer chocolate es mucho mejor para mi salud que arriesgarme a lesionarme en clase de yoga. Y vamos a aceptarlo, sea o no un hecho científico la mayoría de la gente prefiere el alcohol y una caja de bombones a cuidarse la salud e ir a clases de hatha yoga, y yo no soy ninguna excepción.
Mi novio sabe que no puedo resistirme a la tentación de Mingles, ni a él. Pero a pesar de que he mirado fijamente el móvil mil veces durante el día de hoy deseando que me salvase de la postura del triángulo, Marcus no me ha llamado todavía. Le he marcado unas cuantas veces (unas diez más o menos), pero luego he pensado que quizá me estaba obsesionando. Y en cualquier caso me ha saltado directamente el buzón de voz.
Desenvuelvo el Kit-Kat de mi alijo de emergencia de mi mochila y le ataco de un bocado. Si hago ejercicio con el estómago vacío —incluso si es yoga— me mareo siempre. Francamente, me acabo de enganchar a las delicias de las plantaciones de chocolate puro. Adoro el chocolate en todas sus variantes, pero mi pasión actual es el chocolate selecto de plantaciones únicas de todo el mundo: Trinidad, Tobago, Ecuador, Venezuela, Nueva Guinea. Sitios exóticos, todos y cada uno de ellos. Son —sin duda alguna— el mejor chocolate que existe. En mi más humilde opinión. Son los Jimmy Choos del mundo del chocolate. Aunque las trufas son un competidor muy serio. (Si hablamos con propiedad las trufas entran dentro de la repostería y el chocolate no, pero me estoy dando cuenta de que estoy pareciendo una friki del chocolate). Pero no soy una elitista del chocolate y también añado a mi dieta miles de barritas de Mars, Snickers y Double Decker, tantas como si las fueran a quitar del mercado. Me he criado a base de Cadburys y Nestlé, siendo Milky Bars y Curly Wurlys mis favoritos, aunque estoy segura de que ambos han ido empeorando con el paso de los años. Walnut Whips también son una decepción hoy día. Ya no son los que eran. Pero por supuesto que eso no impide que me los coma; llamarme «testadora del producto».
Mastico a toda prisa el último trozo de mi Toffee Crisp a medida que entro por la puerta y digo un «hola» lleno de vitalidad a la recepcionista, una sílfide llamada Becky que parece como si la tentación del chocolate no hubiera llamado nunca a su puerta; entonces me apresuro para cambiarme.
— Oh, Lucy —grita a mi espalda—. Se ha anulado la clase de yoga de esta tarde. Persephone se ha lesionado la espalda.
Vaya, ésa no es una gran campaña para promocionar el yoga, ¿no?
— Maldita sea —digo—. Me moría de ganas por acabar con todas mis contracturas —llamarme mentirosa que no me importa.
— Puedes meterte en la clase de fitball en su lugar —sugiere Becky—. O siempre te quedará la sala de máquinas.
Las dos cosas suenan a ejercicio duro. Lo que me gusta del yoga es que puedes fingir que te estás esforzando cuando, sin embargo, haces lo contrario. Si te paras en clase de aeróbic todo el mundo se da cuenta. Si te duermes en yoga todo el mundo pensará que eres muy bueno meditando.
— Quizá la dé por perdida hoy —digo, como si estuviera decepcionada. Primer puesto a la mentirosa número uno, pienso con regocijo. Pongo una voz compasiva—. Espero que Persephone se recupere pronto.
— Debería estar de vuelta en unos días.
¿Y ahora qué? Podría ir derecha a la Barra Espaciadora y juntarme con los chicos del trabajo para tomar algo. La propuesta de vodka de chocolate es muy apetecible. La idea de socializar con Irresistible tampoco es tan horrible, aunque tendría que escuchar una gran ristra de chistes sobre yoga, tanto de boca de él como de los otros chicos del departamento. Quizá Irresistible tratase de emborracharme y a lo mejor, sólo a lo mejor, podría tratar de seducirle. No puedo ir. A Targa le gusta fomentar el espíritu de grupo y cuando interviene el alcohol acaba siempre en una desgracia, despidos o pleitos por acoso. Mañana tengo que ver a Irresistible en la oficina y, además, soy la novia a tiempo completo de un hombre estupendo.
También pienso que la casa de Marcus no está muy lejos de aquí. Podría volver a coger el metro e ir a darle a mi hombre una dulce sorpresa. Sopeso las opciones y decido que definitivamente debería correr a los calurosos brazos de Marcus. Es mucho más razonable. Pensar en ver a mi novio me llena de energía y creo que es lo mejor que puedo hacer.
Marcus tiene un apartamento maravilloso en el último piso de uno de esos antiguos edificios georgianos en un barrio que está muy de moda de Londres. Se lo compró él solo el año pasado, lo que me afectó un poco dado que me hubiera encantado que nos hubiésemos ido a vivir juntos cuando Marcus dejó el piso que estaba compartiendo con otros tres chicos, pero me dijo que no se sentía preparado. Sin embargo, me dio mi propia llave, lo que siempre he pensado que es un gran paso y una muestra de confianza en la relación. Además, me ha garantizado que este apartamento será una buena inversión para nuestro futuro. Cuando vivamos juntos (lo que estoy segura de que pasará algún día) entonces Marcus habrá conseguido que se revalorice esta propiedad y podremos usarla como aval para comprar nuestra propia casa. Marcus es muy bueno en la planificación de inversiones. Al igual que el marido de Chantal tiene un trabajo terriblemente bien pagado en el centro de Londres y es un completo adicto al trabajo. Su trabajo es su vida. Y yo, por supuesto.
Marcus es encantador. Es un rubio explosivo y me siento muy afortunada de tener un novio como él. A veces cuando me siento un poco insegura no puedo evitar pensar que realmente está en otra liga. Para una chica que se ha criado con el apodo de Mofletitos es raro tener un novio como Marcus. Con tan sólo cruzar la puerta de cualquier establecimiento todas las cabezas femeninas se giran en su dirección, a veces también las masculinas. Mi aspecto es de lo más corriente: no terrible, pero para que lo entiendas: nunca me va a descubrir una agencia de modelos por la calle para ser su nueva modelo madurita y gordita.
Marcus y yo nos conocimos en una librería, lo que siempre he pensado que suena muy romántico. Yo estaba comprando otro ejemplar de Orgullo y prejuicio para reemplazar el mío, que estaba muy manoseado, y él estaba comprando Ciudades horrorosas. Los 50 peores lugares para vivir en Reino Unido. Fue amor a primera vista. Bueno, al menos para mí. Marcus me pidió el número de teléfono, pero le llevó más de un mes llamarme, a pesar de que yo rezaba para que lo hiciera, cada día. Me confesó más tarde que dio con él de casualidad; estaba echando un vistazo a la agenda del móvil y cuando vio el número había olvidado de quién era, por lo que llamó por curiosidad. Me temo que fue mi día de suerte.
Meto la llave en la cerradura, le saludo como siempre.
— Hola, cariño. ¡Ya estoy en casita! —es nuestra pequeña broma.
Me recibe el olor fabuloso de algo picante.
— Mmm —no era consciente de lo hambrienta que estaba. Todo lo que he comido hoy es chocolate, chocolate y más chocolate (nada nuevo). Cuando estoy entrando en el salón Marcus sale de la cocina. Lleva puesto un delantal y tiene en la mano una cuchara de madera.
— ¿Qué haces aquí? —dice.
— ¿Significa eso «Hola cariño, cuanto te quiero»? —pregunto a la vez que dejo la bolsa del gimnasio en el suelo y me acerco a darle un beso—. Huele delicioso —cuelo mis brazos entre los suyos y le doy un abrazo—. Estoy impresionada. Deberías hacer esto más a menudo. ¿Qué estás cocinando?
— Ah, nada especial —dice distraído.
— Mmm —mojo un dedo en la deliciosa salsa de la cuchara y luego me chupo el dedo—. ¿Hay suficiente para dos?
— Sí. Justo para dos.
— Oh, genial.
Me aparta los brazos de su cintura con su mano libre.
— En realidad estoy esperando a alguien —y no es a ti, dice su tono de voz.
— Ah —sigo a Marcus tratando de esconder mi desilusión mientras sale de la cocina. Es una cocina preciosa, todo es de acero inoxidable y cristal, tal y como debería ser mi gimnasio. Demasiado sofisticado para lo que suele comer Marcus: platos precocinados o comida para llevar. Tiene armarios vacíos y un montón de artilugios de cocina que nunca ha usado. Me alegra ver que está descubriendo los placeres de cocinar. Mientras que él se pelea con la cena yo cotilleo en el frigorífico—. ¿A quién?
— A un antiguo compañero de clase —dice.
— Mmm. Mi preferido —dos cuenquitos con mousse de chocolate negro están ahí colocados, con una pinta muy seductora—. ¿Has hecho esto tú solo?
— Bueno...
— Un hombre de talentos ocultos —bromeo—. ¿Alguno más que desconozca?
— Me temo que no —dice Marcus.
También hay champán enfriándose. Una botella de una marca muy buena.
— ¿Es alguien especial?
— No —sacude la cabeza rotundamente—. Sólo un compañero. Nadie que conozcas. Pensaba que los martes era tu tarde de yoga.
— Anulada —informo, en el momento que veo una botella de vino tinto por la mitad en la encimera—. La profesora se ha lesionado la espalda.
— Eso no es una gran campaña para promocionar el yoga.
— Eso es justo lo que he pensado yo —a veces Marcus y yo estamos tan sincronizados que estoy convencida de que nos leemos el pensamiento.
— ¿No podías meterte en otra clase?
— Estoy demasiado cansada —digo—. Además, quería verte —apoyo la cabeza en su hombro mientras remueve la salsa. Mis ojos recorren la encimera de la cocina hasta el libro abierto de recetas. Pollo marroquí con aceitunas. Guau. ¿Y mousse de chocolate también?—. Estás tirando la casa por la ventana.
— Me apetecía esforzarme un poco. Me gusta cocinar —el libro de recetas es el que le regalé por Navidades hace dos años. Como ser Dios en la cocina para ella. Es gracioso que nunca haya probado a hacerme ninguna receta.
— ¿Qué es eso? —levanto la tapa en otra cazuela.
— Puré de patatas al azafrán —dice, con un poco de mala gana.
— Mmm. Eso suena genial. Espero que tu amigo no sea un tío de hamburguesa y patatas fritas.
Se aparta de mí otra vez.
— Un momento que haga una llamada, a ver si puedo anularlo.
— No lo anules por mi culpa. Me encantará conocerlo. ¿Estás seguro de que no hay para todos? Yo creo que hay más que de sobra —me pelearé con Marcus por la mousse de chocolate.
— Es mejor hacerlo otro día —Marcus coge el teléfono y marca un número—. Vamos a charlar sobre los viejos tiempos. Te aburrirías.
El cuenco en el que Marcus ha hecho la mousse de chocolate está en el fregadero. Lo cojo y paso el dedo por los restos de la deliciosa crema y luego me la meto en la boca, lamiendo con gula el chocolate. Está buenísimo. Si estuviera sola probablemente metería la lengua y relamería todo el cuenco, pero no quiero parecer demasiado cochina.
— ¿Estás insinuando que soy un estorbo?
— Bueno... —dice Marcus y lo deja colgando en el aire.
— Vale —no puedo evitar sentirme un poco triste porque Marcus no quiere que me quede. Con cosas como éstas es muy raro. Casi nunca socializamos con sus amigos o su familia. Prefiere que seamos él y yo. Me debería gustar eso, ¿no? Pero a veces me hace sentir como si no fuera lo bastante buena para él. Estúpido, lo sé. Marcus me dice todo el tiempo que no sea boba—. Sólo me quedaré a saludarle y luego desaparezco. Pensé que estarías tirado en el sofá.
— Normalmente es así —dice Marcus—. Pero es que hace mucho que planeamos esta cena.
— No me lo habías mencionado.
— No pensé que fuera importante —sigue al teléfono—. Buzón de voz —anuncia con un chasquido—. Hola, soy Marcus. ¿Me puedes llamar? Es urgente.
— No lo anules. Si quieres que me vaya me voy —trato de no parecer enfadada—. ¿Puedo ayudar en algo antes de irme? ¿Os pongo la mesa?
— Todo está listo —señala—. De verdad que no hace falta que hagas nada.
— Oh —no he tenido ni siquiera la oportunidad de servirme un vaso de vino todavía—. Vale. Tengo ropa en la habitación que quiero llevarme a casa para lavar. Voy, la cojo y me las piro vampiro.
— Genial —Marcus me da un beso en la mejilla—. Te veo mañana. A lo mejor podemos ir al cine.
— Eso estaría muy bien —a pesar de que vemos demasiadas pelis protagonizadas por Angelina Jolie.
Salgo de la cocina y entro en la habitación. Guau. Parece que Marcus ha limpiado a conciencia. Todo está como los chorros del oro. No hay ninguna de sus prendas tirada como siempre por la cama. Incluso toda la ropa sucia está metida en el cesto de la colada. Y hay velas por todas partes. Velas altas en candelabros de acero inoxidable. Muy elegante. Busco en el cesto de la ropa sucia y saco unas cuantas prendas.
— La habitación está impecable —digo cuando vuelvo—. Me encantan esas velas. ¿Cómo te dio por comprarlas?
Marcus se ruboriza. Para ser hetero está muy metido en la decoración del hogar, aunque no le gusta admitirlo. Su apartamento está impoluto. Tiene unos sofás blancos carísimos de piel que contrastan con unos cojines rojos en el parqué de madera oscura. Su casa es una perfecta fusión de colores moderna y con gusto.
— Pasé por delante de una tienda el otro día y las vi en el escaparate —explica—. Pensé que eran chulas.
— Lo son —afirmo mientras meto la ropa para lavar en la cada vez más abultada bolsa del gimnasio, y me la cargo al hombro—. Muy romántico —pongo el gesto más seductor—. No puedo esperar a probarlas.
Entonces me fijo en que la mesa del comedor está puesta para dos y que también parece muy romántico. Hay más velas y unas rosas rojas que Marcus claramente ha tenido que haber comprado hoy. No soy capaz de recordar un sola vez en la que me haya preparado una cena con flores en la mesa, ni siquiera el día de San Valentín. Al lado de las rosas hay una cajita de bombones y reconozco el envoltorio demasiado bien.
— Has ido al Chocolate Heaven —le digo sorprendida. Marcus nunca va al Chocolate Heaven; sabe que es mi sitio, el sitio al que voy con las chicas. De repente tengo el corazón en la boca.
Y es entonces cuando suena el timbre. Marcus se queda paralizado. Lo mismo que yo.
— Ése debe de ser tu amigo —digo como puedo, a pesar de que mi garganta está a punto de cerrarse.
Marcus claramente se debate entre permanecer inmóvil y abrir la puerta. El timbre sigue sonando.
— ¿Quieres que abra yo?
— No —contesta—. No.
Me quedo sin saber qué hacer mientras que él lentamente abre la puerta. Como es lógico el viejo amigo del colegio de Marcus es una morena extraordinariamente guapa y delgada. Entra en el apartamento y le da un beso en los labios a Marcus.
— Hola, cariño —saluda.
Marcus retrocede ligeramente y lanza una mirada de preocupación en mi dirección, la cual sigue su amiguita.
— Hola —digo, alargando la mano a la vez que trato de obligar a mi cara a sonreír. Me saluda. Tiene la mano fría y delicada, tan pequeña como el resto de su cuerpo—. Soy Lucy —sigo, sonriente—. La novia de Marcus.
Ahora es ella la que da un paso hacia atrás.
— Ella es mi amiga Joanne —me presenta Marcus con sequedad.
Miro fijamente a mi novio.
— Un antiguo compañero de clase. Es eso lo que dijiste, ¿no? —me giro hacia Joanne—. ¿A qué escuela fuiste con Marcus? ¿Primaria? ¿Secundaria? ¿O quizá fue a la dura escuela de la vida?
Su antiguo compañero de clase le mira perplejo.
— No sé de qué va esto, Marcus —le dice—. Pero me temo que no quiero tener nada que ver —se aparta de él y da media vuelta.
— Jo —le suplica Marcus a la vez que le coge de la manga—. No te vayas.
Y pienso que es el momento de irme.
— Oh, Marcus —digo con tristeza—. ¿Éste es todo el respeto que me tienes?
— Puedo explicarlo —responde, y me doy cuenta de que está más atento de Jo que de mí.
— Estás invitada a quedarte y escucharlo —le indico a Jo—. Soy yo la que se marcha —Marcus no hace nada por detenerme, así que cojo la bolsa del gimnasio y salgo por la puerta—. Ha sido un placer conocerte —le digo al nuevo amor de Marcus—. Te va a encantar la cena. Huele genial. Hasta disimula el olor a rata. Los bombones son buenísimos, por cierto. Ojalá se os atraganten.
Entonces mantengo la cabeza lo más alto que puedo y me largo.
Mi apartamento es menos glamuroso que el de Marcus, pero es mi hogar. Vivo en Camden, en un apartamento diminuto encima del salón de peluquería que en su día dirigía mi querida y difunta madre hace años cuando era estilista. La llamo querida y difunta madre no porque esté muerta sino porque se ha mudado a España. Mamá —divorciada de mi voluble padre desde hace mucho— se ha vuelto a casar con un hombre más viejo y más rico, y desde entonces no trabaja y se pasa todo el tiempo holgazaneando en su lujosa casa mientras la tiñen y la peinan en la Península Ibérica. La veo tan poco últimamente que quién sabe si habrá muerto. Sigue siendo la dueña de este apartamento en Camden y si vivo aquí es porque me deja el alquiler muy barato y no se estresa demasiado si a veces se me olvida pagarla. A cambio me comprometo a no incendiarle la casa ni dejo que la bañera se desborde, tal y como hacen muchos inquilinos hoy día.
Ahora el salón de peluquería lo lleva un gay muy majo que se llama Darren y que me corta y me seca el pelo gratis de vez en cuando para que le eche un ojo a la peluquería cuando no hay nadie. Imagino que si me mudase tendría que empezar a pagarle. Me hace uno de esos cortes muy modernos y desfilados que les gustan tanto a los presentadores de programas para adolescentes de la BBC y me gusta pensar que me hace parecer joven. Juguetona. Aunque a lo mejor sólo resalta mis mofletitos. La verdad es que debería presentárselo a Clive y Tristan algún día. Puede que estos chicos hagan un chocolate delicioso pero necesitan un cambio radical de imagen. Por ahora prefieren un exceso de gomina y algunas mechas desafortunadas. Adorarán a Darren. Darren está esquelético; el muy perro. Debe pesar alrededor de 55 kilos y tiene las caderas de un niño de doce años. Clive y Tristan le cebarán con verdaderos manjares. Pero bueno, volvamos a mi familia. Papá, en cambio, ahora está casado con una mujer mucho más joven que también es peluquera. Ella tampoco ha conseguido hacer nada con su imagen, ni ha tratado de ocultar su calvicie, pero a él se le ve muy contento, lo que se tiene que deber a otras cosas, no a su arte en el manejo de las tijeras. Papá vive en la costa sur y le veo todavía menos que a mamá.
Abro la puerta, tiro la bolsa del gimnasio al suelo y me dirijo al frigorífico sin encender la luz de la cocina. Me siento en los azulejos fríos y represento la escena de Nueve semanas y media en la que la protagonista se atiborra a comer, pero yo sola. Mi primer objetivo es una tarrina de helado de Ben and Jerry. Ni me molesto en coger una cuchara. Lo cojo con los dedos y me lo meto en la boca. He conseguido no llorar durante todo el trayecto de metro, pero ahora me caen unas lágrimas gordas por la cara y por mi helado de chocolate, lo que hace que todas las galletitas con forma de pez de chocolate y las nubes sepan saladas. Cuando me lo he acabado cojo los Snickers y me como tres barritas sin apenas masticar. La siguiente en caer es una tableta Bounty de chocolate con leche. Normalmente cuando voy a comerme un Bounty pienso en el filón que está perdiendo de consumidores por no poner una barrita de chocolate negro y otra de chocolate con leche en cada envoltorio, y así te tendrías que ahorrar el difícil momento de elegir una u otra; pero esta noche no me importa de qué sea y engullo el dulce choco. También tengo chocolate puro del Chocolate Heaven —aunque Clive se desmayaría con la idea de que me lo vaya a comer sin estar a la temperatura ambiente—, y a pesar de lo hundida que estoy hasta yo misma me doy cuenta de que si me lo como ahora lo estaría desperdiciando. Así que opto en su lugar por una barra de Cadbury’s Dairy Milk, tres barras de Thornton’s Alpini y una caja de Celebrations que desenvuelvo lo más rápido que puedo.
Mientras como apenas pienso en Marcus y en lo mal que me ha tratado, de nuevo. Por el momento sólo me consuela el chocolate. Me doy un atracón de Celebrations, uno tras otro: naranja, coco, caramelo. Apenas los saboreo. Pero cuando paro de comer me entran náuseas. Me duele el estómago. Así que me dirijo al baño, me meto dos dedos en la garganta y vomito toda la pasta pegajosa en la taza del váter. Luego, una vez que ha sido todo debidamente expulsado, me quito la ropa, me dirijo a la cama, me tumbo boca arriba y espero a que sea mañana.
Cuando me miro en el espejo del baño a la mañana siguiente estoy tan blanca como la nieve, aparte de los círculos negros de debajo de mis ojos. Me apoyo en el borde del lavabo y me vuelven a entrar arcadas; me doy asco a mí misma. No es la primera vez que Marcus me trata así de mal, simplemente ha sido la primera vez que me lo he encontrado en el preciso momento de una infidelidad.
Le he dado cinco años de mi vida a Marcus Canning. Cinco de mis mejores años. Y me siento muy estúpida de haberlos desperdiciado en él. He seguido con él porque siempre insiste en que no puede vivir sin mí. Pero de vez en cuando conoce a una chica en la vinoteca del barrio o en alguna parte —alguien delgada y guapa como Jo— y decide que es mejor comprobar si realmente es cierto que no puede vivir sin mí... o si en cambio está equivocado. Así que allá va, sin pensárselo dos veces. Hasta que decide que sí que puede vivir sin ella, pero no —después de todo— sin la pobre de mí. Entonces recurre a Lucy. Eso implica que me suplica —cada vez más—, y que yo le perdono y vuelvo con él. Y como consecuencia mi consumo del chocolate Single Madagascar está a estos niveles. Bueno, ¡se acabó! Esta vez, Marcus y yo hemos terminado.
Después de una ducha me lavo los dientes a conciencia y dejo que la menta se lleve el sabor amargo de mi boca. ¿Por qué demonios no hacen pasta de dientes con sabor a chocolate? Eso sería mucho mejor. ¿Por qué no existen diseñadoras de pasta de dientes?, así las habría con sabor a tiramisú o a brownie con dulce de leche, en vez de menta. Arg. Me visto. Me pongo la ropa que tiré en el suelo de la habitación anoche. Renuncio a desayunar dado que no soy capaz de volver a abrir el frigorífico y luego salgo del apartamento, saludando con una alegría forzada a Darren, el peluquero, que está llegando al trabajo. Entonces, en lugar de tomar mi ruta habitual a la oficina cambio de línea de metro y vuelvo al apartamento de Marcus.
Antes de entrar por la puerta principal cojo aire profundamente, pero no hay rastro de Marcus ni de su amante Jo. Como me suponía, ya se ha ido a trabajar. Este hombre es un completo adicto al trabajo y le gusta estar en la oficina a las 7.30 de la mañana. Le horroriza la idea de que sus compañeros puedan llegar antes que él y destaquen más que él. La mañana de Marcus empieza a las 6.30 con una sesión de footing y una ducha de agua fría y ni yo —ni, imagino, su nueva amante— le harían cambiar esa rutina.
Sin embargo, hay indicios de que anoche alguien se lo ha pasado muy bien. Puede que Jo se haya visto formando parte de un triángulo amoroso, pero claramente no le ha importado que prescindieran de uno de sus ángulos. Los restos de la cena siguen adornando la mesa: platos sucios, servilletas arrugadas, una copa de champán con una marca de pintalabios. Hasta queda una de las delicias del Chocolate Heaven en la caja, lo que es un absoluto sacrilegio desde mi punto de vista, así que me lo meto en la boca y disfruto su sabor. Resoplo porque me doy un poco de lástima. Si han dejado chocolate es porque no podían esperar a ponerse manos a la obra. Dos de los cojines rojos de uno de los sofás están en el suelo, lo que muestra una dejadez que Marcus no tiene. Están tirados sobre la alfombra de piel de oveja blanca y sedosa, lo que me debería hacer sospechar inmediatamente; y así es. Entro en la habitación y, por supuesto, no se ve tan impoluta como estaba ayer. Los dos lados de la cama están deshechos y pienso que eso sólo quiere decir una cosa. Pero, por si necesitaba confirmación, hay una botella de champán y dos copas al lado de la cama. Parece que Marcus no ha dormido solo.
Con gran tristeza me dirijo de nuevo a la cocina. El caos invade mis ojos. Marcus no ha hecho ni un amago de limpiar. No ha metido los platos en el lavavajillas, y los restos solidificados del pollo marroquí con aceitunas y puré de patatas al azafrán de anoche siguen estando en sus respectivas cacerolas sobre los fuegos. Vuelco el contenido de una cazuela en otra, cojo una cuchara de servir y llevo las dos cosas a la habitación. Abro las puertas del armario y lo primero que veo son filas de camisas cuidadosamente colgadas. Me apoyo la cazuela en la cadera como puedo, meto la cuchara de servir en el pollo y puré de patatas y la saco bien llena. Entonces abro el bolsillo del traje preferido de Marcus de Hugo Boss y deposito el puré de patatas frío ahí dentro. Eso sí, no voy a mentir, el puré es muy suave y cremoso. Voy chaqueta por chaqueta, adornando cada uno de sus trajes con trocitos de su plato gourmet, y cuando he acabado con todos, veo que todavía me sobra algo de comida. Parece como si después de todo los amantes no hubieran tenido mucho apetito. Me dirijo a los zapatos de Marcus —filas y filas de calzado de diseñadores famosos— a un lado están los de a diario y al otro los de salir—. Tiene una colección de zapatos que supera de lejos la mía: Ted Baker, Paul Smith, Prada, Miu Miu, Tod’s... Echo una cucharada sopera en cada uno y empujo el contenido bien delante, hacia la zona de los dedos, para lograr así el máximo efecto.
Dejo la cazuela en la cocina, encima de los fuegos. Dado el estado en el que estoy Marcus tiene mucha suerte de que no le incendie el apartamento. En su lugar abro el congelador. La perdición de mi novio, es decir, ex novio son los mariscos (y otras mujeres, por supuesto). Saco una bolsa congelada de gambas tigre y la abro. Quito los cojines del sofá del salón y coloco con delicadeza pero con firmeza un par de puñados de gambas tras el respaldo. Voy a la habitación y levanto el colchón de la preciosa cama de piel y dejo los restos de gambas, aplastándolas lo máximo que puedo. En un par de días deberán desprender un olor muy interesante.
Entonces vuelvo a la cocina y como guinda del pastel cojo la botella medio terminada de vino tinto —la que ni siquiera pude oler— y la vacío en la alfombra blanca y suave de Marcus. Coloco mi llave de su casa en mitad de la mancha. Entonces saco mi pintalabios, de un bonito rojo llamado Escarlata amargo —lo que es muy apropiado, para qué engañarnos— y escribo con mi mejor caligrafía en su sofá blanco de piel: «Marcus Canning eres un cerdo y un cabrón».
— Y entonces os llamé a vosotras —ahora que he puesto al día a mis queridas amigas del último episodio del culebrón de mi desastrosa vida amorosa me tiembla el labio. Cojo mi chocolate caliente, pero me tiemblan las manos. Sujeto la taza con firmeza hasta que el calor empieza a relajar mis dedos.
— Dios mío —dice Autumn, sorprendida.
— Muy bien hecho, maldita sea —interviene Nadia—. Di que sí. Marcus es un imbécil.
La venganza de las gambas me pareció el toque perfecto cuando lo hice. Ahora no estoy segura.
— No creo que me perdone nunca por lo que he hecho —farfullo.
Chantal resopla.
— ¡Como que él no te va a perdonar! Es él quien te ha llevado a esta situación. Es él quien debería suplicarte perdón. Sé fuerte Lucy. Es hora de que no dejes que te pisotee más.
— ¿Qué pasa si me denuncia por daños y prejuicios?
— No se atreverá —dice Nadia.
Clive y Tristan se han unido a nuestra mesa y mordisquean sus propias feuillantines. No hay nada que les guste más que un buen cotilleo.
— ¿Qué pensáis chicos?
— Has hecho lo mejor —asegura Clive mientras me da una palmadita en la mano—. Una combinación sublime de drama y venganza. Podrías ser un gay honorífico.
Tristan y Clive, los dueños del Chocolate Heaven y, por tanto, nuestros camellos, cuidan y protegen a sus más valiosas clientas. Con regularidad nos ayudan a desahogarnos de nuestros problemas, pero como son tan amanerados como Eddie Izzard me temo que su consejo no siempre es el mejor. Además, en cualquier caso no sería recomendable que solucionasen todos nuestros dilemas de pareja porque entonces se quedarían sin negocio. Si yo no viniera aquí en una semana sus beneficios descenderían un cincuenta por ciento como mínimo. Pero eso es una estupidez. No podría estar una semana sin venir aquí por lo menos una vez.
Se supone que Tristan, un antiguo contable y completo adicto al chocolate, es el empresario. Desea abrir una cadena de Chocolate Heaven por todo el país y hacerle la competencia a Starbucks. Clive es el maestro del chocolate. Empezó su carrera como repostero en uno de los mejores hoteles de Londres, de modo que pudo transformar su pasión por el chocolate en maravillosos postres exóticos. Cuando Tristan y él empezaron a salir dejaron sus trabajos diurnos y abrieron el Chocolate Heaven. Ahora Clive se dedica a crear las delicias más exquisitas que ha conocido el hombre, ¿o debería decir la mujer? y a pesar de que sean tan, tan gais, los dos saben exactamente como hacer a una mujer feliz.
— ¿Has llamado a Irresistible? —se preocupa Chantal—. Se deben de estar preguntando dónde estás en el trabajo.
— No —digo a la vez que resoplo con tristeza —ni siquiera se me ha pasado la oficina por la cabeza.
— Dame tu teléfono —me ordena—. Llamaré y diré que llegarás a la hora de comer —y lo hace. Mientras escucho cómo se inventa una excusa para justificar mi ausencia trato de no pensar en que todo el mundo de Targa hablará de mí en cuanto esto salga a la luz, tal y como pasa siempre.
— El señor Aiden Holby está preocupado por ti —dice Chantal nada más colgar—. Parecía mono.
Chantal piensa que cualquier persona viva que esté por debajo de los cuarenta es mono. Pero en este caso está en lo cierto. Un momento, ¿cómo puedo estar pensando esto cuando me acaban de destrozar el corazón? Me obligo a mí misma a decir con una sonrisa.
— Sí, es mono.
— Eso es —apunta Chantal—. Hay vida después de Marcus. Piensa en eso.
— Oye, Clive, necesitamos más chocolate.
Autumn y yo asentimos con la cabeza.
— Trufas —dice en un tono reflexivo, a la vez que se acaricia su perfecta perilla—. Eso es lo que necesitáis. Ideal para momentos de crisis.
Se escabulle para reponer las existencias.
— A mí no me traigas —pide Nadia, a la vez que se levanta—. Tengo que ir a recoger a Lewis a la guardería. Mi libertad ha terminado por hoy —levanta las manos con resignación.
El resto de nosotras no tenemos mucha relación con niños, aparte de cuando fuimos al colegio con ellos de pequeñas, por lo que cuando Nadia nos cuenta sus preocupaciones y dudas sobre cómo ser una buena madre asentimos sin más. Conseguir que Lewis comiera sólidos fue un tema especialmente largo y pesado, aunque nosotras le decíamos que el chocolate era un sólido y ¿quién puede resistirse a eso? Ahora come pizza, salchichas y chocolate. ¡Buen chico! Últimamente Nadia viene a nuestras reuniones siempre que puede para que no se le pudra el cerebro. Palabras textuales, no nuestras, aunque estamos de acuerdo con ella. A veces no se da cuenta y nos empieza a contar que a su hijo le gusta explorarse la naricita —un tema de conversación al que enseguida ponemos fin—. Pero hemos conseguido quitarle la costumbre de que nos cuente las peores anécdotas y conseguimos mantener la conversación en el mundo de los adultos todo lo que podemos.
Nadia sólo tiene mi edad, pero parece mucho mayor. Sus responsabilidades pesan mucho sobre ella. Tiene una casa adorable, un marido adorable y un bebé adorable, pero para ser sinceros —tal y como lo es ella con nosotras— a veces está harta hasta la saciedad de su vida.
El mayor inconveniente es que Nadia es asiática y su marido no. La familia de ella la desheredó porque se negó a casarse con su tercer primo Tariq. La desterraron de su numerosa y acogedora familia y a día de hoy nunca ha vuelto a ver a ninguno de ellos. Lo que significa, por el lado bueno, que se ha ahorrado miles de visitas de tías cargadas de tupperwares llenos de bahji de cebolla, pero también significa, por el lado malo, que tiene que hacerse cargo de todo prácticamente sola.
Cuando Nadia se quedó embarazada creyó que al menos haría las paces con sus dos hermanas con las que siempre había tenido una relación muy estrecha. Pero nunca sucedió eso y me temo que nosotras, el club de las chocoadictas, nos hemos convertido en sus hermanas postizas.
Siempre quiso escapar de un matrimonio tradicional asiático y, sin embargo, ahora se ve metida en un matrimonio con un hombre que parece que vive cincuenta años atrás. Después de que naciera su hijo, Toby insistió en que no quería que su mujer trabajara, y ahora Nadia se queda en casa con Lewis, lo que es un lujo que no pueden permitirse. Toby tiene su propio negocio de fontanería y todos sabemos lo barato que es un fontanero, pero los niños —como el buen chocolate— son extremadamente caros. Nadia ha cedido, lo que significa que ha dejado una carrera como publicista en una editorial de moda en la que se divertía muchísimo y por tanto no puede evitar sentir que se está fermentando algo de resentimiento. Trato de consolarla, de convencerla de que ese trabajo estaba «pasado de moda». Pero en el fondo sabe que daría lo que fuera por una oportunidad como ésa.
Nadia me da un beso en la mejilla y coge el último bombón del plato.
— A lo mejor os veo a finales de semana.
— Gracias por venir —de verdad que lo valoro dado que sé lo difícil que le resulta a Nadia sacar tiempo para ella.
Autumn trabaja a unas horas rarísimas por lo que normalmente puede escaparse una hora cuando la necesitamos. Ella se dedica a «hacer el bien» en un centro de rehabilitación de jóvenes drogadictos —estoy segura de que existe un término políticamente más correcto—. El programa que lleva tiene un nombre moderno, algo así como «¡Déjalo! o ¡Pasa de eso! o ¡A la mierda!», o algo parecido, no soy capaz de recordarlo. Les enseña técnicas para trabajar el vidrio, lo que estoy segura que debe ser muy útil cuando estás tratando de dejar la heroína. Pero no debería burlarme porque se toma todo esto muy en serio, sobre todo sus responsabilidades, quizá demasiado. Bendecida con el nombre de Autumn ha nacido con un excesivo gen de la conciencia, algo que normalmente le falta a las clases altas, creo yo. Todas la adoramos a pesar de sus excentricidades, y además, nos une la misma adicción.