El club de las chocoadictas - Carole Matthews - E-Book

El club de las chocoadictas E-Book

Carole Matthews

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Beschreibung

Hay tres reglas si uno quiere sobrevivir en tiempos de estrés. La primera es respirar profundamente. La segunda, contar hasta diez. Y la tercera, comer chocolate.   Lucy, Autumn, Nadia y Chantal apenas tienen tiempo de contar hasta diez antes de abalanzarse sobre este sustitutivo del sexo.   Y es que sus vidas sentimentales son un desastre: a Lucy la felicidad de que su jefe Aidan le declare su amor le dura un suspiro; el novio de Autumn va a conocer a sus padres; el marido de Nadia jura que ya ha dejado de robar, pero ella no le cree, y Chantal está intentando salvar su matrimonio. Por suerte, estas aguerridas mujeres no pierden su desternillante humor.   ---   «Es uno de los mejores novelas de feelgood que he leído en bastante tiempo, con una interesante mezcla de personajes y verosímiles situaciones. Es a la vez emocionante y divertido, altamente recomendable.» The Book Forum   «Deliciosa, tan placentera que nos hará sentir culpables al saborearla» People   «Feelgood en estado puro: te hará volver a creer en la amistad y el amor» News of the World   «Una agradable sorpresa de principio a fin.» Woman's Own   «Chocolate y feelgood: la combinación definitiva. Una lectura deliciosa.» Heat  

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El club de las chocoadictas

El club de las chocoadictas

Título original: The Chocolate Loversʼ Diet

© 2007, Carole Matthews (Ink) Ltd. Reservados todos los derechos.

© 2024 Skinnbok. Reservados todos los derechos.

ePub: Skinnbok

ISBN: 978-9979-64-623-5

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

Capítulo 1

He descubierto que existen dos clases de mujeres: las adictas al chocolate y las lagartas. Las lagartas son las que dicen: «Sería incapaz de tomarme una chocolatina Mars entera, ¡son tan empalagosas!». O bien: «Con un cuadradito de chocolate negro tengo más que suficiente, ¿tú no?». O peor aún: «La verdad es que el chocolate no me gusta mucho. Me va más lo salado». Y todo esto mientras mordisquean cautelosamente un Twiglet, como si semejantes palitos retorcidos de sabor inclasificable pudieran sustituir al placer más absoluto. Pero ¿esto qué es?

Nosotras, las socias del club de las chocoadictas, somos entusiastas empedernidas. Nos encanta el producto alimenticio más delicioso del mundo en todas sus variadas formas. Nada de lo que avergonzarse.

Hoy mis amigas y yo estamos reunidas en la sede de nuestro club, un acogedor refugio emplazado en una de las calles laterales más limpias y salubres de Londres. Se llama Chocolate Heaven y, como su nombre indica, es el paraíso del chocolate.

Queda una semana para Navidad y me gustaría describir una estampa callejera nevada y llena de encanto al estilo de Dickens, si bien no me resulta posible ya que estamos en el Londres del calentamiento global y, en consecuencia, el cielo luce el gris propio de las faldas de uniforme escolar, llueve a raudales y sopla un vendaval. No es que a nosotras nos importe. A pesar de que los elementos causan estragos a nuestro alrededor, nos mantenemos firmes. Chantal, Autumn, Nadia y yo, Lucy Lombard -adicta absoluta al chocolate y socia fundadora del club-, estamos arrellanadas en el sofá, frente al fuego. No es un crepitante fuego de leña, sino el equivalente moderno en gas; pero funciona igual de bien para nosotras, que nos hemos atrincherado para rato. Sinceramente, no vamos a consentir que nadie se aproxime a nuestro espacio privilegiado antes de la hora de cierre. Tenemos delante una bandeja con caprichos de chocolate -bizcocho ligero como el aire, rematado por un remolino de azúcar con sabor a capuchino- deliciosos brownies. También hay una selección de las trufas más exquisitas conocidas por el hombre, elaboradas con nata y cacao de Madagascar -se cuentan entre mis bocados favoritos-. Al ser la nata fresca, no duran más que un par de días -¡como si fuera un problema!-. Hazme caso, es lo más parecido a un orgasmo que se puede conseguir en un lugar público. Un leve gemido de placer se me escapa de los labios.

Los propietarios de Chocolate Heaven, Clive y Tristan, son dos gays maravillosos -no esperarías encontrar heterosexuales al frente de una chocolatería, ¿verdad?– que nos tratan a cuerpo de rey, ya que somos sus mejores clientes con diferencia. Si nos permitieran acordonar este espacio y colgar un letrero de ZONA VIP sólo para nosotras, no lo dudaríamos un segundo; pero, mezquinamente, insisten en aceptar otra clientela en su local a pesar de que no consume, ni mucho menos, la misma cantidad de chocolate.

Nuestros abrigos húmedos, amontonados a un lado, emiten una ligera nube de vapor. Mi juvenil melena corta y rubia, poco antes impecablemente arreglada con una plancha alisadora y medio kilo de acondicionador Frizz-ease, ahora se me adhiere a la cabeza como una lapa. Aun así, las cosas empiezan a mejorar. Las cuatro sujetamos nuestras respectivas tazas de chocolate caliente, sazonado con el intenso sabor de la guindilla y coronado por una cantidad de nata montada a todas luces excesiva. Mis papilas gustativas no saben si desmayarse o estallar en llamas. La felicidad se encuentra al alcance de la mano; bueno, así sucedería si no fuera por un pequeño inconveniente.

De la pared de Chocolate Heaven cuelga un risueño letrero de cerámica. Clive, llevado por el ambiente festivo de la época, lo ha rodeado con una tira de espumillón plateado. El letrero reza:

Consejos de supervivencia para momentos de estrés:

1. Respira hondo

2. Cuenta hasta diez

3. Come chocolate

He aquí nuestra declaración de principios, nuestro solemne decreto sobre la manera en que dirigimos nuestra vida. Respiro hondo, llego a contar hasta tres y acto seguido me como otra trufa. Un profundo suspiro de alivio se me escapa antes de que pueda reprimirlo. Éste es un momento de tremendo estrés. Llevo puestas las bragas con la leyenda: «Olvídate del amor, hártate de chocolate», lo que acaso te dé una pista sobre la naturaleza de mi dilema.

–¿Sigues sin saber nada de Crush? – pregunta Nadia bajo su espumoso bigote de nata montada.

He ahí el pequeño inconveniente. Niego con la cabeza. Mi novio actual, el señor Aiden Holby -también conocido como Crush- se encuentra en la actualidad Desaparecido En Acción (DEA). En Australia.

De alguna manera, el hecho de estar DEA en Australia, al otro extremo del mundo, empeora las cosas. Si estuviera DEA, por ejemplo, en Belsize Park, podría acercarme en autobús o en el metro y aporrear su puerta a intervalos regulares hasta averiguar con exactitud qué estaba pasando. Tal y como están las cosas, me encuentro en un aprieto. Los fervientes correos electrónicos que le he enviado no han recibido respuesta. Mis pacíficas -si bien teñidas de preocupación- llamadas telefónicas desembocan irremediablemente en el buzón de voz y, aunque su ordenador le dice al mío que Crush está conectado, nadie responde. No sé por qué. A través de nuestras respectivas webcams manteníamos largas conversaciones transcontinentales, algunas de las cuales llegaban a alcanzar un tono apasionado de lo más agradable. ¡Viva la tecnología moderna! Y luego, nada. El silencio más absoluto.

–No lo entiendo -digo yo-. No es propio de él.

Chantal suelta un sonoro resoplido como diciendo: «Es un tío, ¿qué esperabas?».

–En serio -insisto-. No es como los demás.

Por «los demás» léase el maldito cabrón de Marcus, mi reciente ex novio y el hombre más infiel en la faz de la Tierra, incluidos Bill Clinton, Tom Jones y Darren Day.

Mi amiga norteamericana, la del peinado perfecto y la cuenta corriente a rebosar, suelta otro resoplido. Procuro morderme el labio. Aunque es una de mis mejores amigas, las relaciones entre Chantal y yo siguen un poco tirantes por el momento. Esto se debe a que estuvo saliendo con mi ex novio -no me refiero a Marcus, sino a otro mucho más agradable que se llama Jacob-. Ahora mismo me encuentro en una situación bastante confusa. Mi vida amorosa ha sido el equivalente romántico de un accidente múltiple en la M1. Metal desgarrado, estruendo de sirenas, atasco total, catástrofe, cadáveres por doquier. Disculpa un momento, tengo que ingerir más chocolate para mantenerme a flote...

Permíteme que te ponga al corriente mientras el chute de chocolate surte efecto. Jacob y yo disfrutamos de un romance breve -si bien mutuamente satisfactorio-, a pesar de que nunca llegamos a intimar sexualmente debido a una combinación de circunstancias desafortunadas. Al contrario que Marcus, era un tipo encantador; aunque lo cierto es que nuestra relación se empañó un tanto cuando descubrí el método que había elegido para ganarse la vida. Jacob me había dicho que trabajaba en el sector del ocio, lo que en rigor no faltaba a la verdad. Lo malo es que se dedicaba a la prostitución. ¿Cómo es que siempre descubro demasiado tarde que los hombres de mi vida esconden oscuros secretos? Mi querida Chantal, sin embargo, sí estaba al tanto de la profesión de Jacob. Y supongo que, pensándolo bien, en realidad no estuvo saliendo con él; se limitó a contratarle por horas. La idea de que se acostara con Jacob, aunque fuera a escala profesional -mientras yo ni siquiera había podido verle en calzoncillos por mucho que me apeteciera-, ha dejado entre nosotras un cierto resquemor, como te puedes figurar. Entonces volví con Marcus, lo que fue una Gran Equivocación que puso la guinda a todas las Grandes Equivocaciones. En pocas palabras, me demostró que no me puedo fiar de él bajo ningún concepto. Jamás cambiará sus hábitos mujeriegos y nunca volveré a creer que lo hará. Esa fase de mi vida ha terminado. Una vez despejados los escombros, la autopista de mi existencia vuelve a discurrir sin contratiempos. He madurado emocionalmente, he pasado página. Por suerte, ahora mantengo un romance con mi antiguo jefe, Aiden Crush Holby. Sólo que éste parece encontrarse ausente de forma temporal. Puede que no sea más que un fastidioso cono de carretera, abandonado en mitad del camino.

–Aiden acabará por aparecer -asegura Autumn como si estuviera hablando de unas zapatillas de andar por casa que he perdido hace poco. Enrosca un dedo alrededor de uno de sus disparatados rizos pelirrojos y me clava la mirada. Me encantaría ser como Autumn, que siempre ve la botella medio llena. Por lo general, yo veo una gota solitaria que, infeliz, persiste al fondo del envase-. Habrá una explicación del todo convincente -continúa-, ya lo verás.

–Intentaré localizarle más tarde -les digo. Acto seguido, me como varias trufas con ademán desesperado y mi fachada distante se desmorona por completo.

Mantener una relación entre dos zonas horarias tan dispares siempre iba a resultar difícil, claro está; pero, te lo aseguro, por Crush merecía la pena. Es el hombre más encantador que te puedas imaginar. El mejor novio que he tenido nunca, con diferencia. La lista no será muy extensa, de acuerdo; pero ha habido unos cuantos.

Aiden Holby y yo trabajamos en Targa, una empresa de recuperación de datos que, en fin, se dedica a recuperar datos. No me preguntes nada más técnico que lo que acabo de decir. Como ya he mencionado, Aiden era mi jefe, y fue entonces cuando comenzó mi enamoramiento (crush, en inglés, de ahí el mote que las socias del club de las chocoadictas le hemos endosado). Ahora le han ascendido a director del no-sé-qué internacional, un puesto importantísimo, y por eso está en la otra punta del mundo mientras yo sigo en Londres estancada en el departamento de Ventas, donde desempeño un trabajo temporal e indeterminado y, en términos generales, paso el tiempo tratando de no hacer nada demasiado agotador. Puede que yo sea el trabajador temporal más permanente que Targa haya tenido en su existencia, pero no pienso pasarme aquí el resto de mis días. Para nada. Estoy esperando a encontrar mi papel predestinado en la vida, digámoslo así. El cual, por descontado, me está dando largas por el momento.

Se suponía que tenía que reunirme con Crush en Sídney para empezar una nueva vida de jolgorio y diversión en calidad de novia legal, reconocida y a jornada completa. Íbamos a vivir juntos y todo lo demás. Un final feliz, un «vivieron felices y comieron perdices». Pero quiso la suerte que me rompiera la pierna al caerme por las escaleras en cierta ocasión cuando el jolgorio se nos fue un poco de las manos. Por si esto no fuera bastante, me prohibieron volar en avión durante varias semanas debido a mi voluminosa escayola.

Crush tuvo que marcharse a Australia sin mí: los puestos importantes no esperan a nadie. Pero habíamos quedado en que lo organizaría todo para que yo pudiera reunirme con él lo antes posible. Sin embargo, ahora que mi extremidad fracturada se ha curado y me han quitado la escayola, no puedo permitirme el billete de avión a Sídney en estas fechas de buena voluntad en las que se produce un aumento de precios desorbitado. Mientras tanto Crush, mi encantador novio allende el mar, por lo que parece, se ha evaporado de la faz de la Tierra.

–Entonces, ¿no sabes si va a volver a casa por Navidad? – pregunta Nadia.

–No. Comentó algo, pero... -pero no ha contestado mis malditos mensajes telefónicos ni los correos electrónicos ni nada. En lugar de prepararse para disfrutar conmigo de la cerveza, las barbacoas y Bondi Beach, el susodicho novio ha desaparecido. Definitivamente, la circunstancia exige más chocolate y un refuerzo de nuestra declaración de intenciones. Da la impresión de que un poco de ese brownie funcionará.

Respira. Cuenta. Come. Mmm. Ah, eso está mejor...

Capítulo 2

Quien dijo que el dinero no compra la felicidad no gasta su capital en chocolate, eso está claro. Tras varias ociosas horas consumiendo con mis amigas nuestro alimento preferido -los caprichos, las trufas y los brownies desaparecieron hace rato- noto un resplandor rosado en mis mejillas y una cálida sensación de plenitud en el estómago. Me siento más que satisfecha y por fin empiezo a percibir en cierta forma el espíritu navideño. ¿Soy la única persona que opina que las navidades deberían celebrarse una vez cada cinco años, nada más? Sería estupendo. Una vez al año es demasiado. Apenas he terminado de guardar los adornos cuando, mira por dónde, llega el momento de desempolvarlos otra vez. Lo único que echaría de menos son los deliciosos productos a base de cacao elaborados especialmente para la época: los surtidos de bombones selectos y las monedas de chocolate, así como las cajas de Milk Tray de un kilo, envueltas en celofán con motivos de copos de nieve, técnicamente imposibles de acabar de una sentada.

Año tras año, a pesar de haber jurado no hacerlo, he llevado hasta el límite mi tarjeta de crédito para regalarle a Marcus, mi ex novio, un obsequio de precio desorbitado que él seguramente no necesitaba y, con toda probabilidad, nunca agradeció. No es agradable encontrarse endeudada hasta bien entrado junio sólo para que mi antiguo amado pudiera recorrer un circuito al volante de un Aston Martin DB9, experimentar los placeres del vuelo con ala delta o surcar el cielo serenamente a bordo de un globo aerostático, copa de champán en mano. Pero también es cierto que Marcus siempre me hacía regalos tan maravillosos por Navidad que me sentía obligada a corresponder; a veces, incluso, a competir. Cuando me regalaba un día en un balneario fabuloso o una caja gigantesca de delicias de chocolate belga, no podía limitarme a envolverle para regalo un CD de grandes éxitos y una colonia barata, ¿verdad? Crush es un hombre mucho más práctico y estoy convencida de que quedará más que satisfecho con una pequeña muestra de mi amor. Otra razón de peso para librarme de Marcus.

Dejándome caer en el sofá, me desabrocho el primer botón de los vaqueros y dejo que la tripa se relaje confortablemente. En esta época del año, controlar mi ingesta de chocolate supone una auténtica pesadilla; la tentación del consumo masivo de las latas de Quality Street Celebrations, las nueces de Brasil cubiertas de chocolate y las naranjas de chocolate de Terry’s es más de lo que una mujer debería tener que soportar. ¿Y qué me dices de las cajas de palitos de chocolate de Cadbury’s, de un metro de longitud, que no tienes más remedio que comerte por educación ya que un compañero de la oficina ha tenido la ocurrencia de regalarte una? Mmm. Una sola de esas pequeñas delicias nunca es suficiente, ¿a que no? Apuesto a que podrían incluirme en el Libro Guinness de los récords por el consumo más rápido de un metro de palitos de chocolate. Piensa en todo el entrenamiento que podría hacer. De pronto, mi panorama se ilumina. Sí, tal vez la Navidad no sea tan mala después de todo.

Por razones un tanto incomprensibles, he hecho un esfuerzo para decorar mi salón, más bien andrajoso. Tal vez fuera porque confiaba en que Crush volviera a casa por Navidad. He comprado un árbol de los de verdad en Camden Market, lo que no me ha costado un gran esfuerzo, ya que el mercadillo está justo enfrente de mi casa y el vendedor, llevado por una inesperada ráfaga de buena voluntad estacional, lo acarreó hasta el piso en mi lugar. Aunque tuve que pagar cerca de veinte libras. Y encima le di una generosa propina. Ahora el árbol está decorado con lucecitas con forma de guindillas que se encienden y se apagan alegremente de forma un tanto soporífera. Se supone que es una variedad de abeto azul indestructible o algo parecido, pero en mi moqueta se ha formado una pila de agujas de pino que va en constante aumento. A este paso, antes del veintiséis de diciembre estará más pelado que una bola de billar. Puede que me hayan dado gato por liebre. No me extraña que el tipo aquel tuviera prisa por librarse del dichoso árbol. Y luego hablan de los hombres -y las mujeres- de buena voluntad y todas esas pamplinas.

Contemplo las luces intermitentes un rato más y empiezo a entrar en trance. Antes de que mis ojos se cierren por completo, decido volver a llamar a Crush.

En Inglaterra es por la tarde, así que en su continente serán las... Bah, yo qué sé, alguna hora intempestiva, me imagino. Resulta prácticamente imposible encontrar un minuto para llamarle cuando ambos estamos despiertos pero no trabajando. Australia es un gran país, no me cabe duda; sólo que ojalá estuviera un poco más cerca. A continuación de Irlanda, por ejemplo, de modo que easyJet pudiera trasladarme por menos de lo que me ha costado este árbol navideño que se arruina por momentos.

Me pregunto qué haremos si Crush consigue volver a casa de vacaciones. Nos imagino dando largos paseos por Hampstead Heath, ambos envueltos en suaves y estilosas prendas de lana de colores primarios -posiblemente compradas en Gap- que nos protegen de la fría y blanca escarcha. Nos imagino tostando nubes de azúcar frente a una chimenea, aunque en realidad carezco de chimenea y por lo general renuncio a las nubes de azúcar, al considerarlas golosinas de clase inferior por no estar elaboradas con chocolate. Nos imagino tumbados en el suelo, haciendo toda clase de travesuras furtivamente festivas bajo mi debilitado abeto y mis luces parpadeantes con forma de guindilla.

Entro un momento en el cuarto de baño para pasarme un cepillo por el pelo. Seamos realistas: las cámaras web no suelen mostrarte muy favorecida. Quiero dar la sensación de no haberme esforzado demasiado, pero tampoco me apetece tener un aspecto descuidado. El glamour informal es muy difícil de conseguir. Mientras me aplico brillo de labios, decido que estoy preparada para reunirme con mi amado en el ciberespacio.

Enciendo el ordenador y aguardo a ver si mi novio me espera al otro lado. Pero en vez del encantador rostro de Crush inundando mi campo visual en la cámara web, aparece de pronto en la pantalla una mujer muy atractiva.

–Hola -me dice, bastante adormilada.

No consigo articular palabra. Estoy demasiado ocupada clavando los ojos en la escandalosa lencería que lleva puesta. Es negra y de encaje, con bordados rosa fucsia. La clase de ropa interior con la que no te gustaría que te pillaran en el departamento de Urgencias de tu hospital local. La clase de ropa interior que no favorece a las mujeres con celulitis.

La desconocida aporrea el ordenador por la parte de arriba.

–No oigo nada -protesta-. ¿Hola? ¿Hola? – Entonces, gira la cabeza y habla por encima del hombro-. ¿Dejaste esto encendido? Me parece que alguien trata de conectarse -otro golpe. Y otro más.

Mi voz aún se resiste a salir.

–¡Puaj! – frunce los labios-. Sólo se ve el interior de una nariz.

Me echo hacia atrás para apartarme de la cámara.

–Ven -dice-. A ver si consigues que funcione.

Acto seguido, mueve hacia un lado su figura extraordinariamente esbelta y, qué quieres que te diga, el interior de mi nariz no es nada comparado con la visión que tengo frente a mis ojos.

Tumbado en la cama, a espaldas de esta..., de esta fulana..., hay un hombre desnudo. Muy desnudo. Con el trasero al aire. Sin una triste sábana que lo cubra. Llegado este punto, he de mencionar que Crush y yo nunca nos hemos visto en una situación íntima de semejante naturaleza, por lo que no reconozco al instante el trasero desnudo. ¿Pero de quién iba a ser, si no? Barajo la posibilidad de haberme conectado a un ordenador equivocado. ¿Es posible que haya contactado en el ciberespacio con otra persona y que esta mujer encantadora, si bien ligera de ropa, no se encuentre en realidad en el dormitorio de mi novio? Por desgracia, no creo que sea el caso. Estoy segura de que es el ordenador de Aiden. Sin lugar a dudas, ésas son sus cortinas y ése, su papel pintado. Lo que significa que, en efecto, están en la cama de Crush. Ella, con su diminuto conjunto de sujetador y bragas; él, con su trasero completamente desnudo.

Es un trasero estupendo, debo decir, aunque no quiero familiarizarme con él en este contexto, la verdad. Me pongo a parpadear rápidamente, como si alguno de los parpadeos pudiera cambiar la escena y producir una imagen diferente, menos perturbadora.

–A lo mejor es para ti -dice doña «Bragas Promiscuas» por encima del hombro-. ¿A quién se le ocurre llamar a estas horas?

–Déjame ver -la voz no suena muy parecida a la de Crush, pero podría tratarse de una distorsión debida a la longitud de las ondas hertzianas, o las microondas, o como se llamen.

Definitivamente, el acento es inglés. No cabe duda. El hombre desnudo empieza a moverse y decido que no quiero ver más; ya he visto bastante. La situación me resulta habitual. He sido víctima de esta clase de traición en más ocasiones de las que quiero acordarme. Marcus era el antiguo maestro en la materia. Ahora, da la impresión de que Aiden Holby ha recogido el testigo.

No quiero que Crush me vea así, con la boca abierta, la mente paralizada, más gorda y más desaliñada que la mujer que le acompaña, de modo que me desconecto de inmediato. Luego me quedo sentada clavando la vista en el monitor, sin saber qué hacer. Las manos se me empapan de sudor y los ojos me escuecen por culpa de las lágrimas. Me clavo las uñas en las palmas. No pienso llorar por esto. De ninguna manera. Con toda serenidad y un grado supremo de control del que nunca me he considerado capaz, seguiré adelante con mi vida como si nada hubiera ocurrido. No volveré a abrigar pensamientos acerca de una nueva y hermosa vida en Australia con un hombre atractivo. Me quitaré de en medio y permitiré que continúe con su flamante novia, delgada hasta un punto ridículo. Dejaré de llamar o molestar al señor Aiden Holby en cualquier sentido y así, sin más, él dejará de existir en mi mundo. Eso es lo que haré.

Cojo una chocolatina Mars del alijo de emergencia que mantengo junto al ordenador y, aún sentada, me quedo mirándola con expresión ausente. Es una lástima, porque Crush era de veras encantador, y a mí de veras me gustaba, y confiaba en que las cosas fueran diferentes esta vez. ¿Qué tendré yo para que nadie me sea fiel durante más de diez minutos? A la mierda el respirar hondo. Y la puñetera cuenta hasta diez. Desenvuelvo la chocolatina y doy un buen mordisco. Un mordisco espectacular. Luego pienso: «¡Joder!», y me echo a llorar.

Capítulo 3

–¿Significa esto que Crush no va a volver a casa por Navidad? – pregunta Autumn con los ojos como platos por la sorpresa. Aunque también es verdad que Autumn suele poner los ojos como platos por cualquier cosa.

Me pregunto de qué hablaríamos si mi vida amorosa no fuera semejante desastre. Clavo la vista en mi taza con expresión malhumorada.

–Eso me figuro.

Apenas han pasado veinticuatro horas desde nuestro último encuentro y he tenido que enviar un SMS a mis mejores amigas convocando una reunión de emergencia. Como de costumbre, salieron corriendo en mi ayuda a la máxima velocidad.

Aún no pasa del mediodía, de modo que Clive nos ha servido pain au chocolat caliente y casero, así como café necesariamente cargado. Una selección de villancicos suena en el estéreo y, para ser sincera, me entran ganas de destrozar los altavoces. Bing Crosby y su maldita Blanca Navidad me están reventando la cabeza. Al contrario que él, yo no sueño con esa Navidad blanca, sino con otra en estado de embriaguez. Y me gustaría empezar lo antes posible.

–¿Crees que Crush llegó a reconocerte por la cámara web? – desea saber Nadia.

–De ser así, no ha tratado de ponerse en contacto conmigo -lo que le ha venido de perlas a Aiden Culo Desnudo Holby. Existen unas siete mil palabrotas en la lengua inglesa y las conozco prácticamente todas. Habría compartido mis conocimientos con él. A voz en grito.

–No pasarás sola las navidades, ¿verdad? – se interesa Chantal.

–No, no -sacudo la cabeza con vehemencia-. No, no, para nada -en realidad, las pasaré sola.

El caso es que al haber dado por hecho que Aiden volvería a casa y me tomaría entre sus brazos bajo un ramillete de muérdago, he declinado toda clase de emocionantes invitaciones con la única intención de dedicar mi tiempo libre a estar con él. Bueno, he declinado una invitación por parte de mi querida madre para viajar a España e instalarme con ella y su novio entrado en años y medio calvo, alias el Millonario, y ver cómo se arrullan mutuamente cual adolescentes. Unos adolescentes especialmente lascivos. También rechacé la invitación de mi padre para ir a la costa del sur de Inglaterra a pasar el tiempo observándoles a él y a su amante rubia de bote, alias la Peluquera, dándose achuchones en los momentos más inoportunos. Francamente, con semejantes perspectivas prefiero la única compañía de un espantoso programa de televisión y una lata de Cadbury’s Roses de tamaño familiar. Y da la impresión de que es precisamente lo que va a suceder.

–¿Y si vienes a comer con Ted y conmigo el día de Navidad?

–Estaré muy bien. En serio -Chantal y Ted continúan en unos términos un tanto inestables tras su reciente y amarga separación. Él quiere hijos, ella no. Ella quiere montones de sexo, él no. No acierto a entender cómo una posible procreación va a encajar en semejante escenario. Lo cual es, me imagino, el quid de la cuestión.

Chantal, a modo de inútil venganza por la carencia de libido de su marido, ha continuado su vida sexual exhaustivamente con cualquiera que se le pusiera por delante. Eso le ha conducido a algunas situaciones de lo más complicadas, te lo aseguro. Aunque Ted no se ha enterado ni de la mitad. No sabe nada de Jacob, El Hombre de Compañía, o de otro aún peor, el señor Smith, El Caballero Ladrón, quien tuvo una aventura de una noche con nuestra libertina amiga y luego le robó joyas por valor de treinta mil libras. ¿Quién ha dicho que la vida sexual de una mujer casada no es emocionante, ¿eh? Por desgracia, la única persona con la que Chantal no se acostaba era su querido esposo. Pero eso es agua pasada. Más o menos. Ahora tratan de rehacer su relación, si bien Ted no acaba de decidirse. En un momento dado piensa que pueden arreglar su matrimonio; al minuto siguiente, deja de responder a las llamadas de Chantal. Me figuro que cuando tu marido ha descubierto que te has estado acostando hasta con el lucero del alba -incluyendo uno de mis ex novios-, la herida no se cura con facilidad.

Chantal y Ted viven separados, pero han acordado pasar juntos las navidades. Lo que está muy bien, ¿verdad? Pero lo último que me apetece es hacer de carabina con la pareja. De eso nada, monada. ¿Te imaginas qué horror?

–¿Vas a ver a Addison estas vacaciones? – pregunta Nadia a Autumn.

–Sí -responde Autumn, si bien de una manera tan imprecisa que decidimos no insistir en el asunto.

Es su nuevo novio y están completamente embelesados, lo cual es estupendo teniendo en cuenta que Addison ha sido el único novio de Autumn desde hace una eternidad, ya que ella no tiene tiempo para los hombres porque está muy ocupada con sus buenas obras. Es magnífico ver que Autumn está haciendo algo que de verdad desea, en lugar de apoyar a su patético hermano, traficante de drogas, y a sus patéticos alumnos drogadictos del programa ¡DÉJALO! en el que trabaja.

Su hermano, Richard, está actualmente en rehabilitación en California o Arizona o Nevada -en uno de los estados norteamericanos que terminan en «a»-, aunque no viajó hasta allí tras haber reparado en lo erróneo de sus hábitos, sino para escapar de una banda de matones que exigían su cabeza.

–¿Cómo le va a Richard? – pregunto.

–Está bien -Autumn se encoge de hombros-. Sus correos electrónicos son muy esporádicos. Por lo visto, la clínica le limita el tiempo en el ordenador.

Muy razonable, la verdad. Mira los problemas en los que pueden meterte los ordenadores si empiezas a confiar en ellos. Aprieto las mandíbulas con fuerza para no sucumbir a la tentación de echarme a llorar otra vez.

–¿No va a volver a casa? – pregunto soltando un gallo.

–No -responde ella-. Gracias a Dios, a mis padres no les falta el dinero. Richard no volverá por aquí mientras le sigan financiando, eso seguro.

–Las temo -interviene Nadia-. Temo las puñeteras navidades. Lo último que necesito son más gastos.

Nadia es una hermosa británica de origen asiático y, en su lugar, yo sacaría a la luz algún aspecto de mi cultura -qué demonios, me lo inventaría- con objeto de conseguir una perfecta excusa para evadirme por completo de la Navidad. Tiene que haber algo, digo yo.

–De niña, me encantaban estas fiestas -sacude la cabeza-. Ahora se han vuelto comerciales a más no poder. ¿Por qué demonios lo hacemos?

Nadia y su marido, Toby, también acaban de separarse. Lo que, mirando el lado positivo, significa que no sólo mi vida amorosa es una zona catastrófica. En la compañía presente, aún tendríamos mucho de lo que hablar.

Toby se había enganchado a las apuestas por Internet y su costosa obsesión estaba arruinando la vida de ambos a toda velocidad. Ahora están hasta las cejas de deudas, pero se supone que está limpio -si es que se puede utilizar ese término para un jugador reformado-. Dada la precaria situación económica de Nadia, las demás socias del club de las chocoadictas financiamos sus visitas a Chocolate Heaven; es un pequeño precio que posibilita a nuestra amiga continuar acudiendo a su santuario. Además, de todas nosotras, es la que menos chocolate consume, de modo que sus cuentas son relativamente pequeñas.

–Toby y yo pasaremos el día jugando a las familias felices por el bien de Lewis -prosigue Nadia-. Menuda farsa. Ojalá desapareciera la Navidad.

Me figuro que es una época del año estupenda para las personas felices, optimistas, libres de preocupaciones. Para el resto, son los días que dejan al descubierto lo peor de tu insignificante y desdichada vida.

–¡Caray! – digo yo-. A este paso, nos vamos a cortar el cuello antes de Nochebuena. No puede ser tan malo.

Chantal y Nadia me lanzan una mirada furiosa. Hasta la misma Autumn se une a ellas.

–Pensad en los surtidos navideños especiales -trato de engatusarlas-. Las cajas de bombones selectos, los adornos de chocolate del árbol. Los calendarios de adviento y sus figuritas. ¿Qué mejor manera de empezar el día? – me siento en racha-. Las chocolatinas Galaxy de tamaño extra. Los Toblerone gigantescos -cuatro pares de ojos se agrandan involuntariamente ante mis comentarios. ¿Quién es capaz de resistirse a esos triángulos de chocolate con leche suizo, aderezados con miel y turrón de almendras? Yo no, desde luego. Aunque entrañen el riesgo de perder un diente. Miro a mis amigas-. Seguro que nos ayudarán en los peores momentos, ¿no?

–Puede que tengas razón -responde Autumn con nerviosismo. Coge el último pedazo de reconfortante pain au chocolat-. A lo mejor nos estamos dejando llevar por el pánico de forma innecesaria

Clive aparece de pronto a nuestro lado con refuerzos de chocolate y café recién hecho que coloca sobre la mesa. Silba suavemente para sí Serán unas navidades solitarias.

–¿Cómo están hoy mis chicas? – pregunta con tono alegre-. ¿Deseando que llegue la Navidad?

Todas a la vez agarramos un almohadón y, no sin cierta malicia desenfrenada, se lo lanzamos con fuerza.

–Sólo preguntaba -masculla mientras recoloca sus cojines de una manera más ordenada.

Mis amigas, con los brazos cruzados y un destello de miedo en los ojos, siguen dando un aspecto demasiado alterado para mi gusto.

–Podemos hacerlo -les aseguro mientras ofrezco las trufas grand cru que Clive nos ha traído-. Podemos superarlo. Siempre que dispongamos del chocolate suficiente.

Capítulo 4

Tengo un ingenioso plan de acción que me ayudará a superar el periodo festivo. Me imagino que si ahora me pongo a hacer ejercicio como una posesa, podré contar con algunas calorías de sobra para enfrentarme a mi atracón navideño anual. Como ocurre con todo en esta vida, es cuestión de alcanzar el equilibrio.

Lo malo es que he retrasado demasiado el comienzo de este nuevo régimen -unos seis meses, diría yo-. De manera que, por el momento, me sobran unas diez mil calorías de las que necesito. Apenas me da para una barrita de Toffee Crisp. Puede que menos de una naranja de chocolate de Terry’s. No es extraño que me encuentre en una preocupante fase de pánico. La Navidad será totalmente deprimente si estoy sola y, encima, no puedo darme un atracón. Es más de lo que una persona debería verse obligada a tolerar, aunque este año he jurado no pasarme. Pero parto de la premisa de que he jurado no pasarme los últimos quince años, más o menos, y siempre lo he hecho.

Para combatir mi exceso actual de calorías estoy pegando botes por el salón como una poseída por el demonio, hasta el punto de hacer temblar el suelo de mi piso. Tengo puesto a todo gas el DVD de aerobic de Nell McAndrew Máximo desafío, máximos resultados, y me esfuerzo al máximo por seguir el ritmo. Ay, quién tuviera como ella unos muslos tersos y un trasero del tamaño de una pelota de ping-pong. ¿Cómo lo consigue? Apuesto a que ni el más mínimo pedacito de Twix atraviesa jamás sus seductores labios. ¿Es que estoy permanentemente destinada a parecer la foto del «antes» en una comparativa de «antes y después»? Jadeo y resoplo un poco más. Pasaré este DVD otras tres veces y luego me tomaré una Bounty a modo de recompensa -la cual, claro está, descontaré del chocolate que he planeado consumir durante los próximos días.

Mañana es Nochebuena y aún no he recibido llamada alguna de Crush. Si digo que estoy hecha polvo me quedo corta. Estoy total y absolutamente destrozada. Puede que una pequeña lágrima se mezcle con el sudor mientras ejecuto mis flexiones de piernas, elevaciones de rodillas y sacudidas generalizadas que me machacan los muslos y Dios sabe qué más. Por una vez, esperaba con ilusión una Navidad romántica. Lo cual viene a demostrar lo que puede suceder cuando te implicas en exceso en un precioso sueño poco realista. A la edad de treinta y dos años, uno se imaginaría que soy capaz de detectar a un cabrón a un kilómetro de distancia pero, no sé cómo, me las sigo arreglando para ver lo mejor de las personas hasta que, de manera inevitable, me muestran lo contrario.

Estoy a punto de sucumbir a mi primer ataque coronario cuando suena el teléfono. Ahora no puedo parar; me provocaría una hernia o, como poco, un espasmo en la mandíbula. Incluso aunque contestara la llamada, no sería capaz de articular palabra. Dar boqueadas para recuperar el aliento no resulta atractivo en una mujer de mi tierna edad.

Salta el contestador y se oye una gran cantidad de zumbidos y sonidos secos. También llega por la línea una respiración un tanto irregular y me pregunto si habré recibido la llamada de un pervertido hasta que escucho una voz tristemente familiar, lo que me deja paralizada a mitad de una flexión.

–Lucy -dice Marcus. Entonces, se oye otra respiración estremecida y un profundo suspiro-. Soy yo. Marcus -como si mi ex novio, a quien he dedicado cinco largos y fieles años, necesitara presentación.

El corazón me golpea en el pecho y no sólo porque mi forma física se encuentre en estado terminal.

–Llamaba para ver cómo estás -muchas más pausas violentas. A este paso, la cinta del contestador automático se habrá agotado para cuando Marcus aclare de una vez el propósito de su llamada. Por extraño que parezca, me descubro urgiéndole a que continúe, al tiempo que carezco de una urgencia parecida para descolgar el auricular-. Sé que acabamos muy mal la última vez que nos vimos.

Ah, debe de referirse a la ocasión en la que se estaba follando a la tetuda y saltarina Joanne sobre la mesa de la cocina de su piso cuando llegué yo. Estuve a punto de devolverle mi anillo de compromiso introduciéndolo en un lugar donde, definitivamente, no brilla el sol. Marcus no se ha dado cuenta de que se libró por los pelos, salta a la vista.

–La cosa es -continúa- que te echo de menos y sigo enamorado de ti. Ya no estoy con Joanne -pues vaya sorpresa. Sospecho que ella también se cabreó bastante al descubrir que la supuesta ex novia se había convertido, en realidad, en su prometida-. Me estoy dando un tiempo a solas para reflexionar sobre mi conducta. Me doy cuenta de que es absurda. Está arruinándome la vida.

Tampoco hizo gran cosa por la mía, me parece recordar.

–Pero, sencillamente, no puedo parar de..., en fin -dice con tono triste-. Tú sabes demasiado bien lo que no puedo dejar de hacer.

Desde luego que lo sé.

–Incluso estoy pensando en apuntarme a algún curso sobre la adicción al sexo.

Un curso que le impida ser un adicto al sexo, y no que le enseñe a serlo, me imagino yo. Marcus tiene experiencia más que sobrada en ese terreno.

–Bueno... -otro montón de suspiros y de pausas-. Tengo que irme. Sólo quería decirte que pienso en ti y que espero que tengas una Navidad estupenda -se le quiebra la voz-. Siempre te querré, y si alguna vez quieres llamarme, ya sabes dónde estoy. Que seas feliz, Lucy. Adiós.

Acto seguido, cuelga.

Me quedo mirando la pantalla del televisor. Los dementes destellos de la ropa deportiva Nike que viste Nell se desdibujan ante mis ojos. No hay nada mejor para deprimirte que una llamada de tu ex novio en tono sosegado. Me hundo en el suelo, aturdida, y cojo mi chocolatina Bounty. Ahora más que nunca me merezco experimentar el sabor del paraíso. A la mierda los muslos obesos y el resto de ejercicios de la tabla. Necesito la clase de consuelo que sólo el chocolate puede procurar.

Capítulo 5

Autumn Fielding consultó su reloj y vio que al cabo de diez minutos daría comienzo su clase de mosaicos y vidrieras en el Stolford Centre. O su «buena obra para los desafectos terminales», como solía decir su hermano en tono burlón. Aprender a elaborar figuras sencillas de cristal esmaltado podría parecer poco importante dentro del gran esquema del universo, pero si Autumn era capaz de enseñar a uno solo de sus alumnos lo bastante como para ofrecerle un pequeño destello de alegría, de distracción, o incluso demostrarle que en su maltratado cuerpo existía una veta oculta de creatividad, para ella merecía la pena, dijeran lo que dijeran los demás.

Era poco frecuente que alguno de sus alumnos llegara con antelación, pero a ella le gustaba tener preparados los bancos de trabajo, sobre los que colocaba la última manualidad a medio realizar o bien una selección de láminas de cristal de colores brillantes entre las que pudieran elegir. Sus pupilos podrían ser ladrones, drogadictos y pordioseros, pero Autumn se preocupaba mucho por ellos y se esforzaba para que el breve tiempo que pasaban en sus clases les resultase lo más agradable posible. Además, confiaba en que su labor pudiera, de vez en cuando, hacer mella en algunos de aquellos jóvenes, favoreciendo así sus desdichadas vidas.

Casi todos los aprendices realizaban en la actualidad la clase de piezas propias de la estación: alegres móviles de vidrio con figuras de Santa Claus, estrellas de cristal coloreado que llevaban un hilo de plata para colgarlas del árbol y algún que otro candelabro festivo. Algunas de las piezas servirían para alegrar desastradas viviendas ocupadas ilegalmente; otras llegarían a hogares desestructurados, donde con tanta frecuencia empezaban los problemas, y las demás quedarían olvidadas sobre los bancos de trabajo, ya que no existía hogar alguno en el que pudieran colocarse. Resultaba difícil encontrar un sitio donde colgar un móvil de figuras de cristal esmaltado cuando tu residencia habitual consistía en una caja de cartón.

En los últimos tiempos, una nueva remesa de adictos a las drogas se había unido a ¡DÉJALO!, pero algunos de los más empedernidos permanecían en el programa o bien regresaban con desalentadora regularidad, incapaces de «dejarlo» por una deprimente variedad de razones.

Addison entró sigilosamente por la puerta y rodeó a Autumn con sus brazos.

–Hola, ¿qué tal? – la besó en los labios con ternura y firmeza al tiempo que la apretaba contra su amplio torso.

A Autumn siempre le había encantado su trabajo, y ahora contaba con otro motivo más para acudir cada día a toda prisa con una sonrisa en el semblante. Tal vez el hecho de mantener un romance con uno de sus colegas no fuera lo ideal, pero sin duda resultaba de lo más agradable. Addison era el primer hombre con el que había salido desde hacía mucho tiempo que se encontraba en la misma onda que ella. Era socialmente responsable, defensor del medio ambiente, amable, afectuoso y en absoluto carente de atractivo. En otros tiempos Autumn había llegado a la conclusión de que, para los hombres, la defensa del medio ambiente implicaba un exceso de vello facial, mal olor corporal y una cierta predilección por los jerséis marrones con agujeros. Por lo general nunca vestían con elegantes americanas negras y camisas impecables, como Addison, quien más parecía un traficante de droga que alguien situado al otro lado de la barrera; tal vez era eso lo que le granjeaba tanto éxito entre sus tutelados.

Su cargo como director de Desarrollo Empresarial del centro de rehabilitación consistía en buscar trabajo remunerado para personas que, por lo general, no habían conseguido conservar un empleo en ningún momento de su vida. Era extraordinariamente eficaz en la tarea, y con su encanto natural conseguía cultivar y mantener un conjunto de empleadores con un grado excepcional de tolerancia -los cuales, con frecuencia, pasaban por alto la tendencia de sus atormentados empleados a fugarse, a no presentarse en el trabajo o, las más de las veces, a robarles.

Autumn se apartó de Addison al tiempo que lanzaba una mirada nerviosa en dirección a la puerta.

–Alguien podría vernos -trató de alisarse su masa de rizos cobrizos que, de pronto, se habían puesto a rebotar salvajemente llevados por la excitación. Lástima que no tuviera el mismo cabello que Chantal, que jamás reflejaba las emociones de ésta y mantenía un comportamiento intachable en toda ocasión.

–¿No crees que a tus alumnos les agradaría enterarse de que su tutora está enamorada?

–¿Quién ha dicho que esté enamorada?

El hermoso rostro negro de Addison exhibió su amplia sonrisa característica.

–Creo que fui yo.

–Pues me parece muy presuntuoso por su parte, señor Addison Deacon -dijo ella, tratando de emplear un tono serio.

–Admítelo -dijo él-. Estás loca por mí.

–Estaría loca si no lo estuviera -coincidió ella-, pero mis alumnos se burlarían de mí sin piedad, y ya se han reído bastante de mi educación de clase alta y mi acento supuestamente pijo.

–En realidad, te quieren -repuso él con cariño-. Lo mismo que yo.

Autumn le devolvió la sonrisa y continuó con sus preparativos para la clase mientras Addison se apoyaba en el banco de trabajo y la observaba a través de sus gafas oscuras.

–¿Has decidido ya lo que quieres hacer en Navidad? – preguntó-. No quedan más que unos días.

–Dos días más de compras, como te habrás dado cuenta.

–¿Tus padres aún quieren que vayamos a comer con ellos?

Autumn arrugó la nariz.

–Mmm.

–No da la impresión de que te apetezca mucho.

–Addison -dijo ella-, hace muchos años que no llevo a nadie a comer con mis padres. Por buenas razones. No me siento cómoda con la situación.

–Les encantaré -repuso él-. Seré el invitado perfecto. Trataré de no emborracharme. No le contaré chistes verdes a tu madre. Incluso podría echar una mano a la hora de fregar los platos.

–Hay cosas de ti que no les he contado.

–¿Por ejemplo?

–Bueno... -Autumn se colocó un rizo recalcitrante detrás de la oreja-. No les he dicho a mis padres que eres...

–¿Extremadamente atractivo?

Autumn sonrió.

–Sí, pero...

–¿Qué no dispongo de un fondo de pensiones?

–Sí, pero...

–¿Qué soy más joven que tú?

–¿Ah, sí?

–Me metí de hurtadillas en el despacho de Recursos Humanos y consulté tu ficha.

–¿Cuántos años te llevo? – preguntó Autumn.

–Cinco añitos de nada.

–¡Vaya!

–¿Algún problema?

–No.

–En ese caso, todo irá a la perfección.

–Sí, pero..., Addison, no saben que eres... negro.

Él se mostró conmocionado.

–¿Negro? ¿Yo? – del banco de trabajo recogió un espejo al que aún había que adherirle en una esquina un Santa Claus de trasero redondo. El novio de Autumn se quedó mirándolo, estupefacto-. Dios mío, ¡soy negro! ¿Desde cuándo?

Autumn se echó a reír.

–De modo que no les importará que sea más joven que tú o más pobre que tú, pero podrían poner pegas porque pertenezca a una minoría étnica.

–Me avergüenza admitirlo; pero son blancos, de clase alta y muy conservadores. Me preocupa la manera en que puedan reaccionar al conocerte. Ya sé que, supuestamente, hoy vivimos en una sociedad multicultural, sin separación de razas; pero no creo que mis padres se hayan enterado.

Addison soltó una carcajada.

–¿Quieres decir que no se imaginaban que su hija mantendría una relación con un empobrecido trabajador social de raza negra especializado en adictos al crack y, por añadidura, más joven que ella?

–Creo que más bien confiaban en que sentara la cabeza con un abogado de mediana edad con gafas y llamado Rodney que sería capaz de poner freno a mis peores excesos liberales y me iniciara en los placeres del golf.

–En ese caso, se van a llevar una buena desilusión.

Autumn le cogió de la mano.

–Estoy dispuesta a correr el riesgo, si tú también lo estás.

Addison volvió a ceñirla con su brazo.

–Pues mira por dónde, pienso que por ti vale la pena un cierto escrutinio paternal -aseguró su novio-. Una cierta desaprobación, incluso. Me he pasado la vida teniendo que luchar por mi lugar en el mundo, de modo que me considero un contrincante a la altura de cualquier señor o señora Fielding a los que me tenga que enfrentar.

–Gracias -Autumn le besó con ternura-. Confiaba en oírte decir eso.

Capítulo 6

–Eh, Lewis -dijo Chantal-, pásame otro adorno, por favor -el interés del hijo de Nadia empezaba a disminuir y se dirigía hacia el DVD de Chicken Little que estaba en marcha en el televisor. Chantal dirigió una sonrisa indulgente a la nuca del niño y se cruzó de brazos-. Creía que ibas a ayudarme.

–Lo siento, tía Chantal -el pequeño desvió su atención de la pantalla e introdujo la mano en la caja de adornos para el árbol de Navidad adquiridos en Harrod’s. Eran juguetes de hojalata: soldados, trenes, trompetas y guitarras de colores chillones, elegidos por Chantal para satisfacer los gustos de su nuevo amigo de cuatro años, en lugar de sus preferencias minimalistas en tonos crema. Lewis sacó una caja de resorte.

–¡Qué guay! – se la entregó con una sonrisa, sujetándola como si estuviera fabricada de delicado cristal.

Era lógico que el niño empezara a aburrirse con los preparativos para las fiestas navideñas, pensó. Ella misma estaba harta, así que a la edad de cuatro años la espera debía de resultar interminable.

Chantal se había pasado el último par de meses elaborando reportajes de hogares decorados con motivos navideños para Style USA, la revista en la que trabajaba. Ya no podía más de guirnaldas de muérdago artificial, y había visto tanta cinta roja como para aborrecerla el resto de su vida. Sus compatriotas norteamericanos residentes en Gran Bretaña seguían adornando sus hogares para las navidades por todo lo alto. Si ella fuera a pasar las fiestas en el apartamento a solas, no se habría molestado en engalanarlo; lo hacía pensando en Lewis. Y no es que su joven amigo agradeciera sus esfuerzos. Estaba apoyado en el sofá, chupándose el pulgar con aire distraído y fijando la mirada a media distancia.

–El árbol está precioso -comentó Nadia, acercándose a ellos. Al menos, la madre del niño se mostraba más expresiva-. ¿Siempre eres tan perfecta? – preguntó.

–Sí -respondió Chantal-. Menos en lo tocante a las relaciones de pareja.

–Pues ya somos dos -Nadia se puso a juguetear con una sonriente figura de Santa Claus-. Sé que haces todo esto por nosotros.

–No estés tan segura. Es divertido, ¿verdad, Lewis? – Chantal se recostó en el asiento y se pasó los dedos por su lustroso cabello oscuro mientras admiraba su obra-. No está mal -el apartamento que compartían en la actualidad era cómodo, elegante y, ahora que Lewis se encontraba allí, reinaba un ambiente de alegría. No era un hogar propiamente dicho, pero sin duda se parecía bastante.

–No sé cómo nos las habríamos arreglado sin ti.

–Venga ya -repuso Chantal haciendo un gesto con la mano-, no empieces otra vez. Me encanta teneros en casa a Lewis y a ti.

Nadia y su hijo se habían mudado a vivir con Chantal cuando abandonaron su propio hogar huyendo de las deudas de juego de Toby, otro asunto más en el que su amiga les había ayudado. Al entregar a Nadia un préstamo indefinido de treinta mil libras, ésta había podido solucionar sus problemas de forma inmediata. Si Chantal no hubiera intervenido, tal vez Nadia habría tenido que presenciar cómo su marido se enfrentaba a la bancarrota, o cómo les arrebataban su vivienda. Por su propia salud mental, había decidido separarse de Toby hasta que éste consiguiera desengancharse de las apuestas, si es que alguna vez lo hacía.

El impacto que le supuso perder a su mujer y a su hijo, al parecer, había ayudado a Toby a mantenerse apartado de las centelleantes luces de los casinos en Internet. La convivencia actual de Chantal y Nadia era una solución transitoria que ayudaría a ambas a salir adelante hasta que, con un poco de suerte, pudieran solucionar sus respectivos problemas matrimoniales. Chantal nunca imaginó que semejante acuerdo les sería tan satisfactorio a ambas. Lewis se acercó y, apoyándose sobre Chantal, la rodeó con sus pequeños y robustos brazos. Ella le apretó con fuerza.

–Te quiero muchísimo -dijo.

Lewis soltó una risita.

–Yo también te quiero -balbuceó el pequeño, y una espontánea oleada de felicidad recorrió el cuerpo de Chantal.

–Quién iba a pensar que te llevarías tan bien con los niños -comentó Nadia.

–Con un solo niño -puntualizó su amiga. Resultaba irónico que, a pesar de que su matrimonio se había hecho añicos debido a su negativa a tener hijos, se hubiera encariñado hasta tal punto con el primer crío con el que realmente había tenido algo que ver. Tal vez se había perdido algo en ese terreno. Agitó el cabello de Lewis-. No nos dejemos llevar por el entusiasmo.

–¿Sigue sin apetecerte escuchar el correteo de los piececitos de un pequeño Hamilton?

–Es una cuestión sobre la que Ted y yo tratamos de ponernos de acuerdo -su marido estaba deseando tener hijos; sin embargo, semejante posibilidad nunca había figurado en los planes de Chantal.

Cuando le había pedido a Nadia que se mudara con ella después de que ambas hubieran roto con sus respectivos maridos, tuvo que admitir que se había olvidado por completo de la existencia de Lewis. Aunque había procurado incluir al niño como parte habitual de su estilo de vida, seguía sorprendiéndose cuando éste aparecía con su oso de peluche -adecuadamente llamado Señor Apestoso- bajo el brazo. Había tardado incluso más en acostumbrarse a los continuos añadidos de huellas de chocolate en la impoluta pintura de Kelly Hoppen. Y ahora no concebía la vida sin el pequeño. ¿Quién si no correría hasta la puerta de entrada y se lanzaría a sus brazos en el momento mismo en que llegaba a casa? Pero si Nadia se reconciliaba con su marido durante las navidades, Chantal tendría que acostumbrarse a pasar sin Lewis dentro de poco. ¿Y qué sería de Ted y ella? ¿Iba su marido a perdonarle alguna vez sus infidelidades y a otorgarle su confianza de nuevo?

–Más juguetes -Lewis dio una palmada. Ahora Chicken Little era lo aburrido.

–De acuerdo. Adelante -sugirió Chantal. El niño rebuscó entre los montones de papel de seda y, por fin, le entregó con regocijo una trompeta roja y dorada-. Fabulosa. Yo también la habría escogido. ¿Dónde la colgamos? – Lewis señaló un lugar adecuado-. Pues ahí la pondremos -Chantal colocó el adorno en la rama elegida-. ¿Quieres colgar el siguiente?

Lewis, emocionado, se puso a pegar botes. Mientras sacaba un tren de juguete de su envoltorio, mostraba una expresión de puro éxtasis. La escena resultaba conmovedora. Tal vez Ted había estado en lo cierto al afirmar que la vida materialista de ambos no tenía sentido al carecer de una familia con la que compartirla. Resultaría agradable ver a su marido haciendo estas mismas cosas con su propio hijo. Chantal sonrió para sí. Quizá, después de todo, se estaba ablandando con la edad.

Ayudó a Lewis a colgar el impecable tren en miniatura de una rama; luego le abrazó con fuerza.

–Buen trabajo, campeón.

Entonces, Chantal se volvió hacia su amiga.

–Casi hemos terminado. Voy a guardar las cajas en su sitio -se fijó en que los ojos de Nadia se cuajaban de lágrimas-. Después me parece que tú y yo deberíamos poner los pies en alto, abrir una botella de champán y unos deliciosos bombones de los de Clive y brindar por nuestro futuro.

–Me asusta pensar lo que me pueda traer -confesó Nadia con un hilo de voz.

–Encontraremos una solución, te lo aseguro -dijo Chantal mientras agarraba a su amiga de la mano y le daba un afectuoso apretón. Pero su tono no le sonó convincente ni a ella misma.

Capítulo 7

Las socias del club de las chocoadictas volvemos a reunirnos y, ya que es Nochebuena, intercambiamos regalos. Autumn nos ha traído una selección de bombones de comercio justo. Me encanta la idea de hacer buenas obras mientras consumo chocolate. Estoy segura de que existen cultivadores de cacao por todo el ecuador que habitan chabolas de hojalata y que para ganarse la vida dependen únicamente de mis crisis emocionales. Es mi aportación a la economía mundial. Si llevara una vida tranquila, estarían en bancarrota.

Nadia me ha regalado un libro de recetas a base de chocolate. Chantal nos ha traído a todas unas modernas camisetas teñidas con granos de cacao que encontró en uno de sus viajes a Norteamérica. Huelen a gloria y tienen un delicioso tono marrón chocolate. Sería capaz de comerme la mía si estuviera desesperada, lo que me sucede con frecuencia. Me tomo unos segundos para preguntarme qué me habría regalado Crush si hubiéramos seguido juntos estas navidades; algo maravilloso, me imagino, y vuelvo a notar una punzada de dolor en el corazón. Trato de arrinconar al fondo de mi mente la visión de su trasero desnudo y la figura de su bella acompañante. No estoy dispuesta a perder el tiempo sufriendo por otro hombre.

Lanzamos exclamaciones sobre nuestros regalos respectivos, intercambiamos grandes cantidades de besos y abrazos y luego regresamos a la conversación que tenemos entre manos. Clive nos ha traído tarta de queso y chocolate coronada por la suavísima crema de caramelo salado de su creación, y las porciones aguardan a ser devoradas. Ya es tarde y Chocolate Heaven ha cerrado sus puertas por hoy, de modo que constituimos una clientela privilegiada. Chantal ha pagado a una canguro para que cuide de Lewis, así que Nadia ha podido venir. Habría sido una lástima que se hubiera perdido nuestra última orgía antes de Navidad. El anfitrión nos pasa el vodka con sabor a chocolate y llenamos nuestros respectivos vasos.

–¿Dónde está Tristan? – pregunto.

Clive se muestra un tanto incómodo.

–Se ha marchado -nos dice-. Va a pasar la Navidad con su familia.

Nos quedamos desconcertadas. Mientras me sirvo mi vodka, me detengo a medio camino.

–¿Es que no vais a pasar el día juntos?

–Bueno -dice Clive con un carraspeo que denota un cierto embarazo-, las cosas entre nosotros están un poco complicadas en este momento.

Es la primera noticia que tenemos. Clive y Tristan parecían los únicos de nuestro entorno que se mantenían unidos. Deprime pensar que las dificultades en una relación no se deben sólo a la batalla entre sexos.

–No te quedarás solo, ¿verdad? – aunque lamento que Clive no vaya a pasar las navidades con Tristan, percibo un pequeño rayo de esperanza. Tal vez acabo de encontrar otro desafortunado sin pareja con quien pasar mis vacaciones. Después de todo, no me quedaré a solas con Chitty Chitty Bang Bang. ¡Hurra! Podré reservar mi selección de bombones de Cadbury’s para una ocasión más propicia, pues sin duda Clive proporcionará unas trufas exquisitas.

–Tengo otros planes -responde Clive con aire misterioso.

El alma se me cae a los pies. Clive se muestra azorado y desaparece en la trastienda.

–Lucy -Chantal me clava una mirada burlona-. ¿Has hecho planes para mañana?

–Sí, claro -respondo-. Desde luego que sí. He hecho mis planes.

–¿Que no tienen que ver con Marcus?

Noto que me sonrojo.

–¿Por qué diablos iba a ver a Marcus?

–Porque es a quien siempre recurres.

–No le habrás llamado, ¿verdad? – interviene Nadia mirándome con desconfianza-. Dime que no.

–No -respondo, si bien hasta yo misma percibo la nota de vacilación-. Yo no le he llamado.

Las tres se inclinan en mi dirección, con el ceño fruncido.

–¿Pero...?

Me rebullo, incómoda, en el asiento.

–Él me llamó a mí.

Mis amigas sueltan un sonoro suspiro.

–Fue una llamada corta -declaro con aire defensivo-, y ni siquiera descolgué el teléfono. Dejé que hablara al contestador. Y eso que yo estaba en casa -confío en que sepan apreciar mi actitud como el equivalente a una bola de nieve que no se derrite en las profundidades del infierno.

Creo percibir que mis amigas no lo ven de esta manera, de modo que procedo a explicarlo con detalle.

–Crush me ha hecho daño, y mucho. ¿De veras pensáis que soy tan estúpida como para exponerme a que me pase lo mismo con Marcus, una vez más?

Da la impresión de que sí lo piensan.

–No me toméis por idiota -espeto con malhumor.

–Es que estamos preocupadas por ti -dice Autumn-. ¿Por qué no pasas el día con una de nosotras? Puedes acompañarnos a Addison y a mí a casa de mis padres -pero ni la misma Autumn parece considerar que es una buena idea-. No te quedes sola.

–Dinos dónde vas a ir.

–No os preocupéis -suelto una risita desenfadada-. Estaré rodeada de gente.

–Lucy Lombard -dice Chantal con tono severo-. Te partiría las dos piernas si pensara que ibas a acercarte a Marcus lo más mínimo.