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E-Pack Bianca abril 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Bianca, n.º 388 - abril 2024
I.S.B.N.: 978-84-1062-864-9
Créditos
Venganza truncada
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Rehén del jeque
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Consecuencias de la pasión
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
AQUEL iba a ser el día, se dijo Amelia Seymore, escudriñando los nubarrones grises en el horizonte por la ventanilla del autobús. Entre el empalagoso perfume de la anciana junto a la que iba sentada, y los bruscos frenazos del autobús cada vez que se detenía antes de volver a arrancar, estaba sintiendo tales náuseas que acabó bajándose una parada antes. De pie en la acera, inspiró para llenar sus pulmones de aire puro… bueno, tan puro como podía ser el aire en el centro de Londres en la hora punta. Tal vez estuviera incubando algo, pensó.
«Tienes que centrarte», se ordenó con firmeza. Nada podía distraerla, ni apartarla de su objetivo. Llevaba diez años preparándose para aquel día, pero no eran las muchas horas de trabajo ni las noches sin dormir lo que la impelía, sino el recuerdo de la última vez que había hablado con su padre, el modo en que había apartado la vista de ella y había alargado su mano temblorosa para alcanzar la botella de whisky. Esa era la razón por la que su hermana Issy y ella estaban haciendo aquello. Por eso no podía fallar.
Demasiado impaciente como para esperar a que se abriera el semáforo, Amelia aprovechó un hueco entre los coches que pasaban para cruzar a la otra acera. Alzó la vista hacia la fachada del rascacielos que albergaba Rossi Industries, propiedad de dos apuestos magnates inmobiliarios para los que trabajaba.
Cada día, durante los últimos dos años, había hecho ese mismo recorrido hasta allí y había cruzado las puertas del edificio sabiendo que se adentraba en la guarida de los dos hombres que habían destruido a su familia. Y cada día se había prometido que su hermana y ella llevarían a cabo al fin su venganza.
La primera vez que habían visto a Alessandro y Gianni Rossi había sido cuando ella tenía quince años y su hermana Issy trece. Claro que entonces no habían sabido quiénes eran, solo dos jóvenes desconocidos que se habían presentado un domingo en su casa, cuando estaban preparando el almuerzo, para hablar con su padre. Y tras aquella visita le arrebataron la compañía a su padre y destruyeron todo lo que su hermana y ella habían conocido.
La sangre le hervía en las venas solo de pensar en ello mientras sacaba su tarjeta, que la identificaba como «gerente de proyectos» en Rossi Industries, y entraba en el edificio. Sonrió al guarda de seguridad a pesar de tener el corazón en un puño por aquellos amargos recuerdos, pasó la tarjeta por la ranura de los torniquetes de acceso, y se dirigió a los ascensores.
Mientras subía a la planta sesenta y cuatro, fue contando cada una de las anteriores para sus adentros, como si fuera una bomba de relojería, una bomba que los Rossi ignoraban por completo. No sabían que aquel día marcaría el inicio de su debacle. Y cuando hubiera llevado a cabo su venganza ya no importaría que hubiese estado a punto de echar a perder todo el plan en una noche, un mes atrás.
«No deberíamos estar haciendo esto…». Amelia apretó los dientes, intentando ignorar el recuerdo de esa voz ronca acariciándole la piel. Incluso después de más de un mes el deseo volvió a golpearla con la fuerza de un tsunami al rememorarlo.
«Quiero hacerlo…». Con esas dos palabras había traicionado a su familia, a su hermana y a sí misma. ¡No!, se dijo, no iba a dejar que una noche, un error, echara a perder sus esfuerzos y los de Issy.
Sí, había pasado una noche con su jefe, Alessandro Rossi, con el enemigo, y no debería haberlo hecho, pero eso no cambiaba nada. Solo tenía que bloquear la cascada de eróticos recuerdos que la asediaban. Daba igual lo que hubiera pasado hacía seis semanas en Hong Kong; nada podría justificar ni excusar jamás lo que Alessandro y Gianni Rossi le habían hecho a su familia diez años atrás.
Alessandro estaba de pie junto al ventanal de su despacho de la última planta del edificio, desde donde se divisaba toda la ciudad de Londres. Su primera reunión de aquel ajetreado día daría luz verde a un acuerdo que provocaría verdaderos movimientos sísmicos en el sector.
El apellido Rossi ya gozaba de renombre, pero aquel acuerdo haría que se escribiese en los libros de historia. En los años venideros, tal vez incluso habría jóvenes que, al leer acerca de su éxito, pensasen: «Eso es lo que yo quiero llegar a ser».
¿Cómo se sentiría su padre cuando supiera que su primo Gianni y él habían logrado un éxito que él jamás se habría atrevido a soñar? Y no con el apellido de los dos hermanos que los habían engendrado. No, en cuanto habían podido Gianni y él se habían cambiado el apellido, ansiosos por desligarse de sus progenitores, por hacer lo que sabían que les dolería más, que conseguiría hacer mella en sus almas emponzoñadas. Habían escogido el apellido Rossi en honor a su nonna, el único miembro de la familia que los había tratado con cariño y amabilidad.
«Mi sangre corre por tus venas, chico», le había dicho su padre al enterarse. «Y correrá por las venas de tus hijos, y por las venas de los hijos de tus hijos». Pero para Alessandro esa amenaza había sido irrelevante porque sus genes morirían con él; no pensaba tener hijos.
Rossi Industries era su vida, lo que consumía su tiempo y su energía. Su padre solo buscaba destruir, como el modo en que sobreexplotaba sus viñedos y el modo en que había maltratado constantemente a su esposa. Alessandro, en cambio, estaba decidido a abandonar el mundo habiendo hecho de él un lugar un poco mejor. Ese sería su legado.
Su reloj emitió un pitido. Era la alarma que había programado para que sonara cuando faltasen quince minutos para la reunión. Era una lástima que aquel día hubiese tenido que coincidir con el único día del año que era sagrado para Gianni, porque siempre se lo tomaba de vacaciones, pasara lo que pasara.
Sin embargo, se recordó, el acuerdo Aurora había sido aprobado por su primo, por todos los miembros del consejo y por sus asesores. Además, era un asunto que llevaba Amelia Seymore, la gestora de proyectos en la que había depositado su confianza –quizá más pronto de lo que debería, pues solo llevaba dos años trabajando para ellos–, y con ella al frente estaba seguro de que todo saldría bien. Se puso derecho el nudo de la corbata y comprobó que el botón tras él estaba bien abrochado, aunque su mente estaba evocando el recuerdo de aquel día, de sí mismo desanudándose la corbata y desabrochándose la camisa mientras Amelia lo observaba.
«Quiero hacerlo…», había murmurado ella, casi sin aliento por el deseo.
«¿Estás segura?», le había preguntado él. «Porque…».
«Solo esta noche», lo había interrumpido ella. «Y no hablaremos de ello. Nunca».
Aquella había sido la única vez que había cruzado la línea entre lo profesional y lo personal, algo que para él siempre había sido tabú, algo que estaba mal. Él no era esa clase de hombre, no se acostaba con sus empleadas…, pero era justo lo que había hecho.
Unos golpes en la puerta lo devolvieron al presente. Fue a sentarse tras su escritorio, para ocultar el estado casi constante de excitación en que llevaba desde que Amelia y él habían regresado de Hong Kong, hacía seis semanas y respondió con un:
–Adelante.
Su secretaria entró, avanzó unos pasos y se detuvo. Había aprendido muy pronto que no le gustaba que invadieran su espacio.
–No ha habido ningún cambio en la agenda de hoy –le dijo–. Asimov ya ha llegado a su hotel y su gente y él estarán aquí para la sesión informativa de las once. También está confirmada la reserva para el almuerzo en el restaurante Alain Ducasse del hotel Dorchester. Y Gianni llamó para decir: «No la fastidies».
–¿Usó la palabra «fastidiar»? –inquirió Alessandro.
–Solo lo estaba parafraseando.
Alessandro reprimió una sonrisilla al imaginar lo que realmente debía haber dicho su primo. Se habían criado como si fueran hermanos, y el que se conocieran tan bien era una de las razones de su éxito en los negocios.
–¿Y las reunión de las nueve? –le preguntó a su secretaria.
–La sala está preparada y la señorita Seymore ya está allí. Me ha dado una carpeta con la presentación y un CD por si quiere echarle un vistazo.
–No es necesario.
Y era verdad. Cuando Amelia Seymore se comprometía a algo, jamás defraudaba. Evaluaba los proyectos, se reunía con los clientes, elaboraba proyecciones, analizaba los flujos de trabajo y cumplía con lo que se esperaba de ella. Era casi tan rigurosa con los detalles como él. Y por eso le había confiado el proyecto Aurora. No porque hubieran compartido una noche ardiente, sino porque era la mejor en su trabajo. Era como si la hubiesen hecho a medida para él.
–¿Señor?
¡Si al menos no lo distrajera como lo distraía!
–Perdona –le dijo a su secretaria–, ¿qué me decías?
–Le preguntaba si quiere que le traiga el café aquí, o que se lo lleve a la reunión.
–Lo tomaré aquí –contestó él. Estaba claro que necesitaba recobrar la compostura antes de la reunión.
Mientras los miembros del equipo iban entrando en la sala de reuniones, Amelia fue colocando sobre la mesa, frente a cada silla, las carpetas con los documentos de la presentación, acompañando cada una con un bloc de notas y un bolígrafo. Alessandro era muy particular con esos detalles; le gustaba que todo se hiciese de un modo preciso y exacto.
Cuando terminó, retrocedió unos pasos, apartándose de la mesa, y apretó los labios. Todo estaba dispuesto. Issy y ella habían estado urdiendo aquella venganza durante diez años, y los astros parecían haberse alineado para que pudieran llevar a cabo su plan. Casi parecía algo predestinado.
Después de dos años de un proyecto tras otro, nadie cuestionaba su posición en Rossi Industries. Precisamente por eso le habían confiado el proyecto más importante en la historia de la compañía, y la suerte decididamente estaba de su parte, porque la presentación del proyecto había coincidido con las vacaciones que Gianni, el primo de Alessandro, se tomaba cada año en esas fechas. Todo el mundo sabía que juntos Alessandro y Gianni Rossi eran invencibles, pero por separado… Era el único punto débil que tenían, una debilidad que su hermana y ella aprovecharían para ponerlos de rodillas.
Issy había pasado años preparándose para convertirse en la Mata-Hari para seducir a Gianni, el legendario playboy, y el día anterior había volado al Caribe con él. Su misión era distraerlo y mantenerlo lejos de Alessandro hasta que el consejo hubiese tomado una decisión sobre el proyecto Aurora. Con Gianni fuera de escena, Amelia podría cometer el mayor acto de sabotaje industrial de la historia, el imperio de los Rossi acabaría arrasado, igual que ellos habían destrozado a su familia.
«Estamos haciendo lo correcto, ¿verdad?». Aquella pregunta que Issy le había hecho el día anterior, antes de marcharse al aeropuerto, había aguijoneado su conciencia una y otra vez. Y no porque no estuviera convencida de que estaban haciendo lo correcto –porque lo estaba–, sino porque para poner su plan en marcha se había visto obligada a mentir a su hermana. Algo a lo que jamás había pensado que llegaría.
Años antes, cuando se habían embarcado en su búsqueda de venganza, habían hecho un pacto: no llevarían su plan a término sin pruebas de corrupción. Porque desde el principio habían tenido muy claro que no querían convertirse en la clase de monstruos a los que querían abatir. Por supuesto, ella había estado convencida de que tenía que haber documentos, pruebas de innumerables corruptelas. Sin embargo, en esos dos años no había encontrado nada de lo que acusarlos, nada salvo lo que le habían hecho a su padre.
El pánico había empezado a apoderarse de ella. ¿Y si no pudiera cumplir la promesa que le había hecho a Issy? ¿Y si todo lo que habían sacrificado para conseguir aquella venganza hubiera sido en balde?
Mientras las adolescentes normales iban a fiestas y a discotecas, Issy y ella se habían volcado en sus maquinaciones. Ella se había apuntado a todos los cursos de negocios e idiomas posibles para convertirse en la candidata perfecta para conseguir un puesto en Rossi Industries.
Su hermana Issy, entretanto, había buceado incansablemente por Internet recopilando hasta los detalles más insignificantes sobre sus enemigos. No había habido un solo comunicado de prensa, un acuerdo de negocios, un tuit o una publicación en redes sociales que se le hubiese escapado.
Ambas habían dedicado años a aquella misión, renunciando a muchísimas cosas en su adolescencia y su juventud.
Y entonces, durante el viaje de negocios a Hong Kong, ella había estado a punto de echarlo todo a perder. Aquel había sido el tercer mayor proyecto de todos los que había gestionado hasta entonces para Rossi Industries, y su equipo y ella le habían dedicado meses y meses de trabajo.
Se suponía que Alessandro no iba a volar a Hong Kong para asistir a la reunión. Era algo tremendamente inusual, pero ella no había dejado que eso la desconcentrase. Había clavado la presentación y gracias a la sólida relación que había establecido con el cliente, Kai Choi, no solo había conseguido que se cerrase el trato, sino que este los había invitado a Alessandro y a ella a cenar con él. Habría sido un grave insulto que rehusaran, así que, mientras los otros miembros del equipo regresaban a Londres, Alessandro y ella permanecieron en Hong Kong.
Incluso ahora, echando la vista atrás, se le antojaba chocante recordar lo entusiasmada que se había sentido cuando habían cerrado el trato. Se suponía que su trabajo en la compañía no era más que una estratagema, un medio para conseguir la venganza que ansiaba.
Sin embargo, había visto reflejado su entusiasmo en la mirada de Alessandro. Y cuando los ojos de él habían permanecido fijos en los suyos más de lo necesario, un fuego abrasador se había apoderado de ella. En ese momento la línea que los separaba se había esfumado, y eso la había obligado a hacer algo que jamás había tenido intención de hacer. Había decidido que no podía seguir esperando a encontrar pruebas contra Alessandro y Gianni Rossi.
El sentimiento de culpa, la tensión y el deseo que aún sentía por Alessandro, por uno de los dos hombres que habían destruido a su familia, la estaban desgarrando por dentro; estaban haciendo que perdiera el control. Sus planes estaban empezando a desmoronarse y la situación se le estaba yendo de las manos.
Por eso había hecho lo impensable: le había dicho a su hermana que había encontrado pruebas de corrupción y, con ello, había puesto en marcha el acoso y derribo a los Rossi. Era una mentira que le haría perder la confianza de Issy; algo tan hermoso, delicado y frágil.
Había traicionado a la única persona que había estado siempre a su lado desde la muerte de su padre y del posterior aislamiento físico y emocional de su madre. Había traicionado a su hermana, un alma alegre y buena, y el solo pensarlo la hizo sentirse aún peor, por más que se repitiera que lo había hecho por una buena razón, porque los Rossi merecían ser castigados.
Eran tan culpables de la muerte prematura de su padre, Thomas Seymore, como si lo hubieran matado ellos mismos. Los demonios que Alessandro y Gianni Rossi habían desatado lo habían perseguido hasta que, incapaz de recobrarse del daño que había sufrido su reputación, el alcohol lo había llevado a la tumba.
Después de aquello su madre, Jane Seymore, una mujer antaño vivaz y muy activa, no había vuelto a ser la misma. El perder a su esposo, que se quedaran en la ruina, el verse desplazada de su círculo social, que sus hijas tuvieran que cambiar de colegio… Todo eso la había minado poco a poco y había acabado enajenándola.
–Espero que Gianni vuelva pronto –comentó una de las personas que estaban ocupando sus asientos–. Detesto las reuniones cuando solo está Alessandro.
–Sí, es tan estricto… –respondió otra.
–Al menos al final de esta reunión sabremos con qué compañía nos asociaremos para el proyecto. Llevamos meses con el tira y afloja…
Sí, se dijo Amelia para sus adentros, para cuando terminara la reunión ella habría conseguido que Rossi Industries se asociara con la compañía que no debía y sellaría su destino. Al fin podría servirle en bandeja a Issy la venganza que le había prometido. Y por fin, por fin, aquello terminaría y ella podría marcharse y no volver nunca la vista atrás.
La sala se quedó de pronto en silencio, y cuando alzó la mirada vio que Alessandro había llegado y estaba ocupando su lugar en la cabecera de la mesa. Sus ojos se encontraron, y él le indicó con un asentimiento de cabeza que comenzara su presentación.
Alessandro dejó a un lado el dosier que Amelia les había repartido y alzó la vista hacia ella, que estaba explicando cada punto de un modo elocuente y conciso. No malgastaba ni un minuto en nimiedades.
Amelia se colocó a la izquierda de la gran pantalla, donde podían verse los logotipos de las dos compañías que rivalizaban por asociarse con Rossi Industries en lo que sería una oportunidad única.
Su figura, recortada contra el tenue brillo de la pantalla, hacía que pareciera poco más que una silueta. Igual que aquel día, en la habitación del hotel en Hong Kong, de pie frente a la vaporosa cortina blanca de la terraza. Él se había acercado, había tirado de la cinta de seda que cerraba su vestido cruzado y este se había abierto, dejando al descubierto un cuerpo perfecto. Sus manos se habían visto atraídas irresistiblemente por el conjunto de lencería negra de encaje que llevaba. Al deslizar las palmas por su suave piel, la respiración de ella se había tornado agitada, y él había admirado sus pechos mientras subían y bajaban…
–Y ese es el problema.
La voz de Amelia lo devolvió al presente y dio un ligero respingo, que disimuló alargando la mano hacia su taza de café. Sin embargo, al instante volvió a dejar de escuchar sus palabras, y se puso a recordar la primera vez que la había visto.
Su currículum reflejaba un impresionante expediente académico, una notable motivación y unas referencias entusiastas. Se había desenvuelto muy bien en la entrevista, y había estado seguro de que destacaría en su puesto, igual que tantos otros empleados.
Y ahí debería haber terminado todo, pero lo había intrigado el poco interés que parecía haber despertado en ella. No era que fuese un idiota arrogante, sino que aquello era algo de lo más inusual. Rara era la mujer que no se sentía atraída por él. Claro que, a diferencia de su primo Gianni, que era un playboy, él no se aprovechaba de la situación para ir de flor en flor. No le parecía bien dar falsas esperanzas a mujeres con las que no pretendía llegar a tener una relación. Por eso en los medios lo llamaban «el monje».
En cualquier caso, la cuestión era que su atractivo físico, que se debía únicamente a una cuestión genética, llamaba la atención del sexo opuesto, lo quisiera él o no, pero Amelia Seymore lo había tratado desde el principio con la misma frialdad e indiferencia que a cualquier otra persona de la empresa. Tal vez su forma de ser no hiciese que cayera simpática entre sus compañeros, pero su talento y su eficiencia eran innegables.
Siempre llevaba el cabello –castaño, con vetas rojizas y cobrizas– recogido de un modo informal, o bien en un moño perfecto, o una trenza. Él no debería saber que cuando se lo dejaba suelto le llegaba justo a la mitad de la espalda, y no debería haberlo visto rozando sus pezones sonrosados.
Sus rasgos eran proporcionados y a primera vista no llamaban la atención. Sus labios eran de un rosa pálido, y no eran particularmente carnosos, ni sensuales, pero habían explorado su cuerpo con una voracidad que casi lo había vuelto loco. Y cuando se había colocado entre sus muslos temblorosos, y había hundido su miembro erecto en su húmedo calor…
Carraspeó, tratando de apartar esos pensamientos, y todo el mundo giró la cabeza hacia él. Le pidió a Amelia con un ademán que continuase. Tenía que recobrar el control sobre sí mismo, algo con lo que parecía que ella no tenía el menor problema.
Tal y como Amelia le había asegurado que haría, después de aquella tórrida noche juntos en Hong Kong, por cómo se comportaba cualquiera diría que no había ocurrido nada entre ellos. Pero tal vez fuera lo mejor. Así, cuando aquel proyecto estuviera cerrado, los dos volverían a sus rutinas y apenas se cruzarían en los pasillos.
Cuando Amelia estaba llegando al final de la presentación, una tensa expectación se apoderó de la sala. Sentía que su equipo quería que se tomara ya una decisión para poder avanzar, solo que no tenían ni idea de las consecuencias que se derivarían de a qué compañía se escogiese para el proyecto.
Había orquestado cuidadosamente la presentación para que pareciera que les estaba ofreciendo la posibilidad de elegir entre Chapel Developments y Firstview Ltd. Si Rossi Industries se asociaba con Chapel Developments, sería un éxito sin precedentes en el sector inmobiliario. En cambio, si escogían a Firstview Ltd., las expectativas que había estado generando durante la presentación con respecto a aquel proyecto, se convertirían en una pesadilla. Firstview no tenía ni la infraestructura ni el respaldo financiero necesario para que el proyecto diera frutos, pero era algo que ella se había esforzado al máximo por ocultar.
Paseó la mirada por los miembros del consejo directivo. En sus ojos había impaciencia y una avaricia más que evidente porque aquel acuerdo podía hacerlos millonarios. A Amelia se le revolvieron las entrañas. La misma avaricia que había destruido a su familia. De nuevo le sobrevinieron las náuseas, como en el autobús, y tuvo que hacer un esfuerzo para no perder la compostura.
Como si necesitara ver la cara de la persona de la cual quería vengarse para poder centrarse de nuevo, miró hacia donde estaba sentado Alessandro, y sus ojos se encontraron. Una auténtica llamarada de fuego la envolvió y de pronto su mente se vio asediada por los eróticos recuerdos de aquella noche en Hong Kong, la noche que había estado a punto de echar a perder todos sus esfuerzos, de tirar por la borda todos sus sacrificios. Tragó saliva y añadió:
–Personalmente creo que Firstview es la única opción posible si queremos conseguir los resultados deseados.
Y con esas palabras inició el proceso de destrucción de una de las mayores compañías inmobiliarias del mundo, asegurándose de que, diez años después de que Alessandro y Gianni Rossi les hubiesen arrebatado todo a su hermana y a ella, experimentaría en sus propias carnes lo que ellas habían sentido cuando su mundo se había derrumbado.
ALGO no iba bien, pero Alessandro no sabía qué era. Aquel mal presentimiento lo había asaltado cuando Amelia había terminado su presentación esa mañana, consiguiendo que toda la junta respaldara su propuesta de escoger a Firstview para el proyecto Aurora.
En aquellos diez años había aprendido a confiar en su instinto, y su instinto le decía que algo no iba bien. Se sintió tentado de llamar a Gianni. Le había mandado un mensaje para comunicarle la decisión de la junta –que habían decidido escoger a Firstview Ltd.–, pero más allá de eso no quería molestarlo. Su primo se dejaba la piel en el trabajo, y se merecía pasar tranquilamente esos doce días en el Caribe que reservaba para descansar cada año. Miró su reloj. La jornada casi había acabado. Lo mejor sería que se fuese a casa y se olvidase del asunto.
Cerró su ordenador, tomó su chaqueta, apagó las luces del despacho y se dirigió al ascensor que conectaba las distintas plantas a través del vestíbulo central del edificio, que era como un inmenso patio interior con iluminación natural por la cúpula de cristal que lo coronaba.
El edificio, que habían construido cinco años atrás, no solo albergaba las oficinas de Rossi Industries. Tenían alquiladas las plantas inferiores a varios negocios –entre ellos un periódico y un estudio de televisión– y habían reservado varios espacios para el esparcimiento y las necesidades de sus propios empleados: una consulta médica, una guardería, una cafetería y un restaurante, un gimnasio y una terraza ajardinada.
Alessandro se sentía orgulloso de esa filosofía de empresa, de poder decir que Rossi Industries se preocupaba de sus empleados, que ponían por delante su salud y su bienestar.
«Me da igual lo cansado que estés; queda mucho trabajo por hacer»… A diferencia de otras veces, Alessandro no trató de acallar aquel amargo recuerdo de su infancia, de las crueles exigencias de su padre, Saverio Vizzini. Lo alegraba haberse alejado de él, haberse negado a dejarse amedrentar por aquel hombre mezquino y violento. Todo lo que había hecho en su vida, desde entonces, había sido para asegurarse de que jamás sería como él.
El ascensor era panorámico y con cerramiento de cristal, por lo que cuando se entraba en él se podían ver todas las plantas. Como estaba anocheciendo, las pocas luces que aún permanecían encendidas en el interior del edificio, en torno al vestíbulo central, relucían como estrellas en el cielo. El personal de limpieza se encargaba de apagar las que se dejaban encendidas en los despachos y salas vacíos, pero una en concreto le llamó la atención y pulsó sin pensarlo el botón de esa planta.
Cuando el ascensor se detuvo en ella y se abrieron las puertas, vaciló un instante, diciéndose que no debería bajar allí, que debería seguir hasta la planta del aparcamiento y marcharse, como había pensado, pero no fue capaz de resistir la tentación.
Estaba hecho. Amelia le había mandado un mensaje a Issy para hacerle saber que la junta directiva había mordido el anzuelo, y que la destrucción de Alessandro y Gianni Rossi estaba prácticamente asegurada.
Aunque naturalmente no sería algo inmediato. No, no había planeado una venganza tan simple como una muerte rápida y sin dolor. Igual que con su padre, su madre, y su vida y la de su hermana, la destrucción de Rossi Industries sería algo que se alargaría durante meses. Quizá incluso pudieran resistir un año, si los directivos de Firstview lograban disimular su ineptitud mejor de lo que ella esperaba.
Claro que para entonces ella ya estaría fuera de escena. Con el falso pretexto de que le habían hecho una oferta de trabajo que no podía rechazar, abandonaría Rossi Industries antes incluso de que hubiesen concluido los quince días de preaviso.
Lo único que le quedaba era esperar unos días, mientras se firmaban los contratos con Firstview. Luego Issy podría regresar, dejando a Gianni Rossi en el Caribe, para que pudieran celebrar juntas su victoria.
Sin embargo, en ese momento Amelia estaba ocupada vaciando la mesa de su despacho. No podía sacarlo todo, obviamente, porque podría levantar sospechas. Además, tenía que seguir trabajando allí en los próximos días. Pero cuando llegase el momento debía estar preparada para salir de allí lo más rápido posible.
Alessandro se pondría furioso cuando descubriese lo que había hecho. Le daba igual, se dijo con firmeza, irritada porque una parte de ella se preocupara por él. ¿Por qué habría de preocuparse por un hombre que le había hecho un daño irreparable a su familia?
Acababa de apagar el ordenador cuando el vello de la nuca se le erizó y el corazón comenzó a latirle a toda prisa. Alessandro estaba allí…. No le hacía falta girarse para saber que era él…
–¿Amelia?
Inspiró profundamente para recobrar la compostura, se volvió y esbozó una sonrisa forzada.
–Alessandro… ¿Qué puedo hacer por ti?
Le pareció atisbar en sus ojos un destello de irritación, aunque, si no se lo había imaginado, duró tan poco como los frenéticos latidos de su corazón. También creyó ver que le miraba el cuello, que aquella noche en Hong Kong había cubierto de besos antes de llevarla a cotas de placer que jamás antes había experimentado, antes de poseerla y…
–¿Cómo es que aún estás aquí? –le preguntó él.
–Solo estaba acabando unas cosas. Estaba a punto de… irme –respondió Amelia. Y nada más decir eso cayó en la cuenta de que él también se iba, y que iba a pasar con él un buen rato dentro del reducido espacio del ascensor hasta la planta baja–. ¿Y tú?
Era una pregunta estúpida, pero… ¿qué podía decirle a un hombre con el que se había acostado y al que estaba a punto de llevar al borde de la destrucción?
–Sí, yo también me iba –dijo él.
Sin embargo, ninguno de los dos se movió. El tenso silencio los envolvió, y el aire se cargó de electricidad. Amelia bajó la vista, incómoda, y cuando sus ojos se posaron en la mano de Alessandro, que pendía junto al bolsillo del pantalón, se encontró recordando sus caricias, el instante en que se había deslizado entre sus muslos, y cuando la había sujetado mientras él la devoraba con la lengua…
¿Podía oír Alessandro los pesados latidos de su corazón? ¿Se había dado cuenta de que su respiración se había tornado algo agitada?
Cuando volvió a alzar la vista, los ojos de él descendieron un momento a sus labios antes de que girara la cabeza hacia otro lado. Si al menos no fuera tan guapo…, pensó, presa de una mezcla de sentimientos encontrados. Se sentía abrumada por su presencia a pesar de que estaba a más de medio metro de ella.
Alessandro se llevó la mano al cuello para ajustarse el nudo de la corbata, y ella se descubrió admirando sus anchos hombros, los hombros a los que se había aferrado aquella noche mientras él empujaba las caderas contra las suyas.
Detestaba pensar que había caído tan bajo como para dejarse seducir por su atractivo físico, pero era lo que había hecho. Aquel hombre había destruido a su familia, y ella casi le había suplicado que la hiciera suya en la suite de su hotel en Hong Kong. Se había agarrado con ambas manos al borde de la mesa donde él la había sentado, y había abierto las piernas un poco más para dejarle espacio entre ellas. El roce de su miembro contra su sexo le había provocado un escalofrío de placer que…
Amelia dio un portazo a esos recuerdos. Lo único que la había ayudado a sobrellevar las últimas seis semanas había sido el saber que jamás hablarían de aquello.
–Entonces… ¿nos vamos? –le preguntó, adoptando el tono indiferente que llevaba dos años empleando.
El tono despreocupado de Amelia irritó profundamente a Alessandro. Ahí estaba él, sintiendo que aquella joven inglesa había puesto su vida patas arriba, mientras que a ella, la que para él había sido la noche más erótica de su vida, parecía no haberla afectado en absoluto. Quizá estuviera obsesionándose con ella; quizá…
–¿Estás bien? –le preguntó Amelia, con una mirada preocupada.
–Perfectamente –contestó él con brusquedad, antes de salir del despacho y dirigirse al ascensor.
No debería haberse detenido en aquella planta. Luchó contra el deseo y la frustración que se revolvían en su interior, y se recordó que se merecía esa agitación que lo azotaba por haberse saltado sus propias normas y haberse acostado con una empleada.
–Quizá debería bajar por las escaleras –murmuró cuando llegaron al ascensor, decidiendo que sería una tortura encontrarse a solas con ella en un espacio tan reducido.
Amelia frunció el ceño ligeramente, como si estuviera pensando que estaba loco por querer bajar diez plantas a pie, y él se dio cuenta de que debía parecer un idiota por estar dispuesto a hacer algo así solo para evitar pasar un minuto y medio con ella en el ascensor.
Amelia lo miró, parpadeando, y se volvió para pulsar el botón del ascensor mientras respondía en un tono flemático:
–Como quieras.
Alessandro apretó la mandíbula, y estaba a punto de irse hacia las escaleras cuando llegó el ascensor y se abrieron las puertas. Bajar las diez plantas andando sería el culmen de la estupidez, porque con ello solo dejaría patente hasta qué punto lo afectaba su sola presencia, así que finalmente se quedó donde estaba. Le hizo un ademán para que entrara ella primero y él entró después.
Cuando las puertas se cerraron, sus ojos se encontraron un momento antes de que ella apartara la vista y pulsara el botón de la planta baja. A Alessandro no le pasó desapercibido el ligero rubor que había teñido sus mejillas. De modo que no era tan inmune a él como quería aparentar…, pensó. Su mirada se posó, por accidente, en la blusa de Amelia. Por el peso del bolso, que llevaba colgado en bandolera, el escote de la blusa se había bajado un poco y podía entrever las curvas de sus senos.
Se tiró del nudo de la corbata, acalorado. Debería haber bajado por las escaleras. Cerró los ojos para intentar sofocar el deseo que estaba apoderándose de él, pero se encontró recordando de nuevo aquella noche en Hong Kong, con Amelia a horcajadas sobre su regazo, cabalgando sensualmente sobre él, mientras el fuego de la pasión los consumía a los dos.
Resopló, frustrado, y volvió a abrir los ojos en el instante preciso en que las puertas del ascensor se cerraron y comenzaron a bajar.
–Enhorabuena. Por lo del proyecto Aurora –se obligó a decir.
Por un momento le pareció ver un atisbo de culpabilidad en los profundos ojos verdes de Amelia, que el día en que la había entrevistado para el puesto, increíblemente, no le habían llamado la atención. Sin embargo, sin duda era solo su imaginación y estaba proyectando en ella su propio sentimiento de culpa, porque era él quien tenía la culpa de lo que había pasado en Hong Kong.
–Gracias –murmuró Amelia, girando la cabeza brevemente, antes de morderse el labio y apartar la vista de nuevo.
–¿Vas a salir por ahí a celebrarlo? –inquirió él.
¿Cuánto iban a tardar en llegar a la planta baja?, se preguntó Amelia, tragando saliva.
–¿A celebrarlo? –repitió como una tonta–. No, estoy esperando a que llame mi hermana, que está… –se quedó callada, deseando haberse mordido la lengua–. Que está fuera –musitó, consciente de que Alessandro estaba esperando que terminara la frase.
Aquello debía ser un castigo divino, se dijo, encontrarse encerrada en aquel ascensor con el hombre que había destruido a su familia y al que, a pesar de todo, seguía deseando. ¡Era el enemigo, el enemigo, el enemigo!
–¿Perdona?, ¿que tu hermana qué? –inquirió Alessandro, inclinándose un poco, como para oírla mejor.
Amelia se apartó con un respingo, y lamentó de inmediato ese acto reflejo porque, a juzgar por el modo en que Alessandro apretó la mandíbula, su reacción no le pasó desapercibida y podía hacer que sospechara.
–Si esto es por… –comenzó él, pero se quedó callado, como si se sintiera incómodo. Aquello era algo nuevo para Amelia, que nunca lo había visto titubear. En la sala de reuniones siempre se mostraba decidido y exudaba confianza en sí mismo–. Si quieres que hablemos con el Departamento de Recursos Humanos…
Esas palabras disiparon de un plumazo el deseo que había enturbiado la mente de Amelia hasta ese momento. Incluso estuvo a punto de reírse.
–¿Hablar con Recursos Humanos? ¿De qué? –inquirió con cara de póquer.
Él frunció el ceño y la miró confundido.
–Pues… sobre lo de Hong Kong –dijo.
–Lo de Hong Kong fue todo un éxito. Se firmó el acuerdo con Kai Choi, nos fuimos a cenar con él y con su equipo para celebrarlo, y luego volvimos al hotel, cada uno a nuestra suite. No sé muy bien por qué tendríamos que hablar de eso con Recursos Humanos.
–Entonces, ¿no ocurrió nada entre nosotros?
–Nada de nada.
No estaba bien que hiciera aquello, negar lo que habían compartido. A diferencia de su primo Gianni, él evitaba a toda costa el foco mediático. Era muy celoso de su vida privada. Jamás aparecían fotos suyas en los periódicos, así que la gente por la calle no solía reconocerlo. Quizá Amelia pensase que para él acostarse con una empleada era algo habitual, pero nada más lejos de la realidad.
Antes de aquella fogosa noche juntos en Hong Kong, la última vez que lo había hecho había sido… Hacía por lo menos dos años. Era muy selectivo a ese respecto. Y por eso le había chocado tanto que Amelia, que a primera vista podría parecer una chica del montón, sin ningún atractivo especial, hubiese llamado su atención. Y mucho menos se habría imaginado que pudiese llegar a calificar una noche con ella como «inolvidable» o «indescriptible». Estaba a punto de abrir la boca para replicar, cuando las puertas del ascensor se abrieron y Amelia salió, sin darle tiempo a reaccionar.
–¡Amelia! –la llamó, saliendo del ascensor mientras ella se alejaba por el vestíbulo desierto hacia la salida del edificio.
–¡Hasta mañana! –contestó ella, girando apenas la cabeza por encima del hombro.
Alessandro se quedó plantado en medio del vestíbulo viendo como salía por la puerta y sí, se dijo, desde luego que se verían al día siguiente. Y no dejaría que huyese. Estaba seguro de que seguía deseándolo igual que él a ella. Era imposible que fuese el único de los dos preso de aquella locura…
Su móvil sonó en ese momento, y al sacarlo del bolsillo y ver que era su primo contrajo el rostro. Sabía lo que diría cuando le confesase que se había acostado con una de sus empleadas, le diría que a sus abogados no les haría ni pizca de gracia.
–Hola, Gianni –contestó–. ¿Cómo…?
–Andro, escucha, no… tengo… mucho tiempo.
–Se te oye entrecortado. ¿Dónde…?
–Amelia… Seymore –lo interrumpió Gianni de nuevo–. Es hija… de Thomas Seymore.
Alessandro frunció el ceño.
–¿Qué? Repítemelo… –le pidió. Tenía que haber oído mal por las interferencias en la línea.
–Escúchame: Amelia Seymore… una traidora. Ha esta–… espiándonos todo es–… tiempo. Su herma–… y ella… compinchadas… para destruirnos.
–¿Amelia Seymore? –repitió Alessandro.
–¡Sí, Seymore! El proyecto… en riesgo.
–¿Qué proyecto? –inquirió Alessandro.
Sin embargo, Gianni no debió oírle, porque siguió hablando.
–Y escucha, dice… encontrado pruebas… corrupción… contra noso…–
–¿Corrupción? ¿Qué corrupción?
–No lo sé. Pero… mensajes que leí… Amelia… encontró… pruebas… Estoy con su hermana. Trataré de… para que no se comunique… nadie y no cause más daños. ¿Te ocupas tú de Amelia? Tenemos… cortar esto de raíz… de inmediato.
–Dalo por hecho –contestó Alessandro.
–Te volveré a llamar… cuanto sepa… está pasando.
–De acuerdo.
Alessandro colgó y apretó la mandíbula. ¿Amelia era hija de Thomas Seymore… y estaba saboteando sus proyectos para intentar destruirlos? Resopló con incredulidad. Le parecía imposible. Sin embargo, al mismo tiempo que pensaba eso, acudieron a su mente imágenes de Amelia cuando había ido a su despacho y luego, en el ascensor. Imágenes de ella con expresión vacilante, culpable, irritada…
«Mi hermana está fuera», le había dicho. De pronto todo empezaba a cobrar sentido. La sangre le hervía en las venas. ¡Qué estúpido había sido! Había caído en la trampa más vieja del mundo… Sacudió la cabeza repugnado. Pero Gianni le había avisado a tiempo. Aún tenía la oportunidad de revertir aquello. En vez de irse a casa subió de nuevo a su despacho y empezó a trazar un plan. Las hijas de Thomas Seymore no tenían ni idea de a quiénes se enfrentaban. Se arrepentirían de haber intentado jugársela a los Rossi.
A LA mañana siguiente, con las manos apoyadas en el lavabo, Amelia observaba su reflejo en el espejo del baño. Tenía ojeras por la falta de sueño de la noche anterior y estaba muy pálida.
«Puedes hacerlo», se dijo con firmeza. «Serán solo unos días. Alessandro estará la mayor parte del tiempo en reuniones». Lo único que tenía que hacer era seguir fingiendo y sonreír.
Salió del baño, tomó su bolso y abandonó el pequeño apartamento que compartía con su hermana en Brockley. Como el ascensor estaba averiado tuvo que bajar por las escaleras, y con las temperaturas inusualmente altas que estaban teniendo para esa época del año, cuando salió a la calle estaba sudando e irritada. Quizá por eso cuando miró al frente se quedó aún más aturdida, preguntándose si lo que estaba viendo era real o no.
En la acera estaba Alessandro, con la espalda apoyada en un deportivo negro, los puños en los bolsillos y los ojos ocultos tras unas gafas de sol.
–Me has asustado –murmuró.
Se preguntó qué podría estar haciendo Alessandro Rossi allí, en su calle, frente a su bloque. ¿Estaba esperándola? ¿Podía ser que supiera…? No, era imposible que hubiera descubierto ya que Firstview no era un socio fiable…
–Sé que no debería haberme presentado sin avisar –le dijo él–, pero es que vamos un poco justos de tiempo.
–¿Para qué? –inquirió ella, mirándolo con recelo. Alessandro parecía tenso.
–Acabamos de recibir noticias de una importante propuesta de negocio y ahora que el proyecto Aurora ya está encauzado, eres la única líder de proyectos que está libre.
Tenía que zafarse de aquello como fuera; chocaba frontalmente con el plan que Issy y ella habían trazado. Tenía que abandonar Rossi Industries cuanto antes.
–¿Seguro que no hay ninguna otra persona que…?
–Me temo que no –la interrumpió él.
–Pero…
–¿Acaso hay algún problema?
Sonó como si ella fuera un perro, y él le hubiera dado un tirón a la correa, para demostrarle quién mandaba.
–No, por supuesto que no –replicó ella.
Fue hasta él, pero Alessandro siguió sin moverse de donde estaba. Ahora que estaba más cerca, Amelia se dio cuenta de que no se había afeitado, algo inusual en él. Un músculo de la mejilla de Alessandro se contrajo, y Amelia sintió cómo se acrecentaba la tensión entre ellos, hasta que finalmente él se irguió y se hizo a un lado para abrirle la puerta del coche.
Apenas se hubo sentado, Alessandro cerró la puerta y rodeó el vehículo para ponerse al volante.
–¿A dónde vamos? –le preguntó ella mientras él arrancaba.
–No muy lejos.
Le tendió una carpeta y le explicó que era una información que necesitaba leer antes de la reunión a la que iban. Con el ceño fruncido, Amelia hojeó los documentos, que ofrecían información detallada sobre un posible cliente. Eran casi cincuenta páginas.
Le estaba costando concentrarse, no solo porque resultaba difícil leer en un coche en marcha, sino también por tener tan cerca a Alessandro. «Céntrate», se ordenó. Solo era una reunión. Luego volvería con su equipo, y antes de que se diera cuenta el día habría terminado.
Sin embargo, para su sorpresa, en vez de tomar el desvío que llevaba al centro de Londres, continuaron hacia el este, como si fueran a salir de la ciudad.
–Es un acuerdo muy importante. No quiero dejar nada al azar –le advirtió Alessandro, como si se hubiera dado cuenta de lo distraída que estaba.
–Claro, lo entiendo –murmuró ella, bajando de nuevo la vista a la carpeta y haciendo lo posible de nuevo por concentrarse.
Unos minutos después sintió que Alessandro estaba disminuyendo la velocidad. Cuando se detuvieron, giró la cabeza hacia la ventanilla y vio que estaban en lo que parecía un aeródromo privado.
–Pero… ¿dónde es la reunión? –inquirió vacilante.
Alessandro no respondió a la pregunta de Amelia, sino que se bajó del coche y fue a abrirle la puerta. Estaba tan furioso que lo que quería era gritarle, pero había demasiado en juego. Por el momento su único objetivo era averiguar qué era lo que había hecho y ponerle freno antes de que fuera demasiado tarde.
Nadie excepto el padre de Amelia, Thomas Seymore, había conseguido engañarlos a Gianni y a él. Creían, pensó amargamente, que habían aprendido la lección, pero era evidente que no. ¡Y pensar que Amelia había tenido la desfachatez de no cambiarse siquiera el apellido! Había estado ahí todo el tiempo, delante de sus narices.
Cuando subieron a su jet privado, que estaba esperando ya en la pista, se dejó caer en uno de los asientos mientras seguía rumiando sobre aquello.
Amelia ocupó él asiento frente al suyo, se abrochó el cinturón y giró la cabeza hacia la ventanilla. Parecía algo desconcertada, pero quizá su desconcierto fuera solo fingido, se dijo. Ahora sabía de sus excelentes dotes de actriz. Tan absorto estaba en sus pensamientos, que no se percató de que la azafata estaba hablándole.
–¿Señor Rossi?
–¡¿Qué?! –exclamó él, irritado.
La pobre mujer, que llevaba casi seis años trabajando para Rossi Industries, dio un respingo.
–Perdone, Lucinda, le pido disculpas –murmuró él–. ¿Qué decía?
–Le preguntaba si le apetece café –respondió ella, señalando el carrito que tenía al lado.
–Sí, grazie mille, Lucinda.
La azafata le sirvió una taza y le ofreció café también a Amelia, pero esta lo rechazó y Lucinda se marchó con el carrito.
Alessandro tomó un sorbo de su taza, ansioso por llegar a Villa Vittoria. El llevar a Amelia allí, al «escenario del crimen», tenía algo de irónico. Se negaba a considerarlo un secuestro; solo la iba a llevar allí para que no pudiera comunicarse con nadie hasta que hubiese evaluado los daños que su sabotaje había causado a la compañía y a los cientos de miles de personas a las que daba trabajo en todo el mundo.
Lo primordial era que llegaran allí sin que ella descubriera qué estaba pasando. Por eso le había dado aquella carpeta con documentación falsa, para distraerla y evitar que hiciera demasiadas preguntas.
–¿Cuánto lleva Lexicon planteándose urbanizar esos terrenos? –le preguntó Amelia, mientras pasaba y volvía de una página del dosier a otra, como comprobando algo.
Alessandro sintió una punzada de inquietud en el estómago. No había tenido mucho tiempo para preparar aquel falso dosier. En media hora había hecho un popurrí a partir de cuatro viejas propuestas de negocio que no habían aprobado. En cualquier caso, en aquel juego no podía ganarle nadie, y mucho menos las hermanas Seymore.
–Bastante –contestó con vaguedad, a sabiendas de que ella esperaba una respuesta concreta.
Su lado perverso estaba disfrutando con aquello. Quería irritarla, fastidiarla.
–Despegaremos en unos minutos –les informó la azafata, saliendo de la cabina–. Deberíamos llegar a nuestro destino en menos de dos horas.
Amelia se sentía bastante incómoda cuando desembarcaron y se subieron a la limusina que estaba esperándolos. No había hecho más preguntas, porque sabía que Alessandro no las contestaría o le respondería de un modo burlón, así que había permanecido callada prácticamente durante todo el viaje, a pesar de lo extraña que era la situación.
Se llevó una mano al estómago, que se notaba revuelto, y aunque estaba desesperada por subir el aire acondicionado en la parte trasera del vehículo, donde iban sentados, se contuvo porque no quería llamar la atención de Alessandro.
Italia… Estaban en Italia…
A pesar de que habían salido de Londres relativamente temprano, por el viaje y la diferencia horaria era mediodía cuando llegaron, y hacía calor. Inspiró profundamente varias veces, tratando de calmarse.
Siempre la había maravillado la facilidad con que los Rossi viajaban de un continente a otro. Cuando la habían entrevistado para el puesto había sido consciente de que se esperaría de ella que viajara también con cierta frecuencia, y por eso no había podido dar un nombre falso. De hecho, Rossi Industries disponía de una copia de su pasaporte, y se le había advertido que debía llevar siempre encima algún tipo de documentación que la identificara, por si tenía que viajar de improviso.
Mientras miraba por la ventanilla de la limusina para intentar disipar su nerviosismo, el ver cipreses a lo lejos despertó en ella recuerdos de su infancia, de su hermana y ella riéndose, de olor a protector solar, el calor del sol en su piel, el sabor de un polo de limón…
No había vuelto a Italia desde que su vida y la de Issy había cambiado para siempre, pero se permitió un instante para solazarse con aquellos recuerdos: sus padres disfrutando de una tarde tranquila, junto a una piscina en una lujosa villa a las afueras de Capri; su padre en pantalón corto y sandalias, con las piernas llenas de picaduras de mosquito; las sonrisas de su madre al mirar a su padre mientras almorzaban…
Aquellas habían sido sus últimas vacaciones en familia antes de que los Rossi despedazaran todo lo que habían conocido.
Sintió la mirada de Alessandro sobre ella, fría, furiosa, y empezó a temer que tal vez hubiera descubierto quién era.
Aquella propuesta de negocio de Lexicon, que la reunión fuera a tener lugar en Italia… Era casi como si aquello hubiese sido hecho a medida para ella. Para empezar, hablaba italiano con fluidez, porque era uno de los tres idiomas que había estudiado para engordar su currículum y tener más posibilidades de trabajar para Rossi Industries. Y por otra parte, aquella propuesta era similar a una que habían rechazado dos meses antes de que la entrevistaran para el puesto, una propuesta sobre la que Issy se había informado para ayudarla con la entrevista.
Pero era el repentino cambio en el temperamento de Alessandro lo que más la hacía desconfiar. Era imposible que hubiera descubierto que algo cojeaba en el proyecto Aurora; había cubierto demasiado bien sus huellas como para que descubrieran que era la hija de Thomas Seymore. Pero… ¿y si sí la habían descubierto? ¿Y si le había ocurrido algo a Issy?
El gemido ahogado que se le escapó atrajo la atención de Alessandro, que giró la cabeza hacia ella.
–¿Ocurre algo? –inquirió.
–No, nada –contestó ella.
Tenía que averiguarlo, se dijo. Tomó el dosier, que había dejado a su lado, sobre el asiento, y repasó varias hojas hasta encontrar la fecha en que Lexicon había enviado la propuesta a Rossi Industries: el dos de junio. Era altamente improbable que nadie en Italia enviara una propuesta de negocio el día de la Festa della Republica, la fiesta nacional.
–¿Has preparado tú el dosier? –le preguntó.
Él asintió con una mirada inescrutable. «Ay, Dios…». Sabía quién era… Estaba metida en un buen lío. Y si lo estaba ella, también lo estaba su hermana.
Alessandro era consciente de que algo en el dosier podía hacer sospechar a Amelia, pero con tan poco tiempo para prepararlo no le había quedado otra opción que correr ese riesgo. Y en ese momento, cuando estaban llegando a su destino, ¿acaso importaba que se hubiese dado cuenta de que la habían descubierto? Porque el gemido ahogado que se le había escapado solo podía significar eso.
En contraste con esa reacción involuntaria que la había delatado, al mirarla cualquiera diría que estaba completamente calmada. A él casi podía impresionarlo; casi.
Giró la cabeza hacia la ventanilla. Ahora la tenía en sus dominios, y si aún no lo había hecho, pronto se daría cuenta de cuál era su situación: que estaba completa y absolutamente a su merced.
Las puertas electrónicas de la verja de entrada de Villa Vittoria se abrieron, y el chófer tomó la bifurcación que llevaba a la mitad de la propiedad que pertenecía a Alessandro. La otra bifurcación llevaba a la mitad de Gianni. Era una finca de unas cien mil hectáreas, cuyo valor ascendía a más de diez millones de euros. Sin embargo, la parte más importante para ambos era el terreno que dividía las dos mitades.
Al pasar con el coche lo que se veía era un bonito prado con flores silvestres, pero para Alessandro y para Gianni era algo muy distinto: era lo que podía haberlos destruido. Amapolas, margaritas y violetas cubrían ahora la extensión de tierra que habían adquirido tras años ahorrando en secreto cada céntimo que habían podido. Evitando todos los gastos innecesarios y haciendo muchos sacrificios, habían reunido el dinero suficiente como para comprar aquel primer terreno. Y esa compra había ido acompañada de un préstamo con unos intereses elevadísimos que se suponía que debía cubrir los costes de construcción… si no hubiera sido porque el prestamista era un tipo sin escrúpulos llamado Thomas Seymore.
Al verlos a Gianni y a él, un par de chicos de dieciocho años, con el brillo de la esperanza en la mirada, sin duda los había considerado presa fácil. Pero se había equivocado al subestimarlos y había pagado un alto precio por ello. Y ahora, según parecía, iban a tener que enseñarle la misma lección a su hija.
El coche dejó atrás aquel terreno que se les había vendido de manera ilegal. Podrían haber intentado revenderlo, por supuesto, cargar a otro pobre desgraciado con el muerto. Quizá incluso podrían haber pagado a un tasador, como había hecho Seymore, para asegurarse de que el comprador no descubriera, hasta que ya fuera demasiado tarde, que aquel terreno no era apto para construir en él.
Pero en vez de eso se lo habían quedado, como un recordatorio, para no olvidar jamás aquella traición, ni cómo lo habían superado y lo lejos que habían llegado. Poco a poco habían ido comprando las tierras que rodeaban aquella parcela que Seymore les había vendido, y habían convertido la propiedad en Villa Vittoria, su hogar y su refugio.
Cuando la limusina se detuvo, Amelia abrió la puerta, salió fuera y miró a su alrededor como abrumada. Él se bajó también, golpeó con los nudillos el techo del coche y el chófer se puso de nuevo en marcha, dejándolos solos frente a la casa.
–¿Por qué me has traído aquí? –exigió saber Amelia, con un ligero temblor en la voz.
–Para que te enfrentes a las consecuencias de tus actos –contestó él con aspereza.
–Tiene gracia –masculló ella entre dientes, con las mejillas encendidas, como de ira–. Eso es lo que os va a ocurrir a tu primo y ti.
A PESAR de su fiera respuesta, Amelia tenía la boca tremendamente seca por los nervios. Durante el tiempo que había pasado recabando información sobre los Rossi en Internet, Issy había encontrado menciones sobre la finca que compartían los dos primos, pero ninguna fotografía, ni indicación alguna de su localización. Sin embargo, por las escasas descripciones que había reunido, tenía que tratarse de aquel lugar.
Alessandro había descubierto quién era y la había llevado a su guarida, un movimiento calculado sin duda para provocar en ella la mayor inquietud posible. Sin duda pensaba que la tenía a su merced, pero estaba muy equivocado.
Su prioridad en ese momento era asegurarse de que su hermana estuviese bien. Necesitaba desesperadamente llamarla y hablar con ella, pero tenía que actuar con cuidado. Una vez se hubiese asegurado de que Issy estaba bien, averiguaría qué sabía exactamente Alessandro, o qué creía que sabía, y que daño podían causarles aún. Lo único que tenía que hacer era darle pie para hablar, y la mejor forma de lograrlo era que creyese que era él quien tenía el control.
Alzó la vista para mirarlo y vio que había vuelto a ocultar sus ojos tras las gafas de sol. Era un cobarde. Alessandro le señaló un sendero de baldosas de pizarra que se alejaba de la casa. Una hilera de frondosos árboles proporcionaba un cierto alivio del calor del sol, y a lo lejos Amelia divisó un edificio bajo con cristaleras tintadas junto a una piscina.
Desde fuera se adivinaba una pequeña cocina abierta y una sala de estar en un lado, y en el otro una ducha con mamparas de cristal esmerilado y una pared tras la cual supuso que se ocultaba un cuarto de baño. De pronto se encontró imaginándose a Alessandro nadando en la piscina con fuertes brazadas, apoyándose con ambas manos en el borde para impulsarse hacia arriba y salir del agua, entrando en el pequeño edificio, quitándose el bañador, entrando en la ducha y…
–¿Algún problema? –inquirió Alessandro, devolviéndola a la realidad.
Amelia se dio cuenta de que en algún momento, en medio de sus fantasías eróticas, se había detenido. Por amor de Dios, tenía que controlarse…, se reprendió.
–¿Te refieres a aparte de que me has secuestrado, que estoy atrapada en un país extranjero y que no llevo apenas dinero encima ni más ropa que la que llevo puesta?
Alessandro ladeó la cabeza.
–¿Tienes tu móvil contigo?
–Sí, pues claro que…
Él extendió su mano, como para que se lo entregara.
–Ah, no. Ni hablar –replicó ella, sacudiendo la cabeza.
–Nadie te va a ayudar, cara. Eres mía hasta que averigüe qué es lo que has hecho exactamente y cómo solucionarlo.
Amelia echó a andar de nuevo hacia el edificio junto a la piscina, mientras pulsaba en los contactos de su móvil para llamar a su hermana. Por el rabillo del ojos vio que Alessandro sacaba su móvil también y le daba unos cuantos toques a la pantalla. De repente las barras que indicaban la cobertura desaparecieron. ¿Pero qué…? ¿Tenía un inhibidor de frecuencia?
–¿Has bloqueado mi móvil? –exigió saber.
–Naturalmente. Eres una amenaza y tengo que vigilarte –respondió él, en un tono engañosamente civilizado–. Acompáñame.
El pánico hizo que el pulso de Amelia se acelerara, pero trató de mantener la calma mientras lo seguía hasta el edificio junto a la piscina. La puerta de entrada, una puerta corredera de cristal que debía tener un sensor de proximidad, se abrió automáticamente cuando se acercaron.
–¿Quieres almorzar? Le pedí al personal de servicio que preparara algo –dijo Alessandro, dirigiéndose a la cocina.
Un momento, pensó ella, si tenía personal de servicio, tal vez podría…
–Antes de darles el resto de la semana libre –añadió él, como si le hubiera leído el pensamiento.
¡¿El resto de la semana?! ¿Pero cuánto tiempo pensaba retenerla allí?
–Ah, ¿así que me vas a dejar comer algo antes de empezar con el interrogatorio? –le espetó.
–Si no tienes ganas, tampoco tienes por qué –contestó él encogiéndose de hombros, como si le diera igual que comiera o que muriera de hambre.
Amelia se cruzó de brazos, intentando aparentar calma, a pesar de que no podía dejar de preocuparse por Issy.
–No diré ni una palabra más hasta que no sepa si mi hermana está bien –masculló.
Alessandro maldijo para sus adentros. Amelia era una traidora que había causado quién sabía qué daños a su empresa, y aun así tenía la desfachatez de mostrarse desafiante.
Por primera vez en su vida se sentía al borde de perder los estribos, y era algo que no se podía permitir. Siendo como era hijo de un maltratador, siempre se había jurado que no se convertiría en un monstruo como su padre.