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En la cama del siciliano Sharon Kendrick Su esposa, de la que vivía separado, pasaría un último fin de semana en su cama. En deuda con el jeque Annie West ¡Por fin podía reclamar su herencia! Batalla sensual Maggie Cox No tenía elección, tenía que casarse con él. A merced del deseo Tara Pammi ¿Decidirá ella pagar el precio que él pide?
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Seitenzahl: 734
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca, n.º 141 - enero 2019
I.S.B.N.: 978-84-1307-717-8
Portada
Créditos
Índice
En la cama del siciliano
Portadilla
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
En deuda con el jeque
Portadilla
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Batalla sensual
Portadilla
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
A merced del deseo
Portadilla
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
ROCCO Barberi estaba encolerizado y eso hizo que se detuviera un momento. Porque él no se encolerizaba, él era un hombre frío y calculador. Y sus implacables facciones sicilianas no lo traicionaban nunca, ni un destello de emoción. Sus rivales en los negocios solían decir que hubiera sido un gran jugador de póquer.
Entonces, ¿por qué experimentaba esa ira mientras miraba por el escaparate de aquella tiendecita de objetos de arte en un pueblo de Cornualles?
Él sabía por qué. Por ella, su mujer. Rocco hizo una mueca. Su mujer, de la que vivía separado. La mujer que estaba en la tienda estudiando un jarrón, con los densos rizos oscuros cayendo en cascada por su espalda, destacando la estrecha cintura y la seductora curva de su trasero. La mujer que lo había abandonado sin el menor escrúpulo, sin importarle su reputación o todo lo que había hecho por ella.
Cuando empujó la puerta sonó una campanita y vio que ella levantaba la cabeza. Rocco disfrutó de un breve momento de placer al ver un brillo de incredulidad en los ojos verdes que una vez lo habían hechizado. La oyó contener el aliento y, cuando dejó el jarrón en la estantería, vio que le temblaba la mano.
«Estupendo».
–Rocco –Nicole tragó saliva, llamando su atención hacia el largo y pálido cuello que una vez había cubierto de besos antes de hundir la cara en el suave valle de sus pechos–. ¿Qué… qué haces aquí?
Rocco se mantuvo en silencio para aumentar la tensión, que parecía una nube de tormenta dentro del pequeño local.
–Me has enviado la solicitud de divorcio –respondió por fin–. ¿Qué creías que iba a pasar? ¿Pensabas que te daría la mitad de mi fortuna sin pensarlo dos veces?
Ella se apartó un rizo de la cara, con la timidez de una mujer insegura de su aspecto, y Rocco no estaba preparado para la repentina oleada de deseo que experimentó. ¿Habría puesto más atención en su atuendo de haber sabido que iban a encontrarse, algo más favorecedor que los tejanos gastados y la camisa blanca que ocultaba sus generosos pechos?
–No, claro que no –respondió ella, en voz baja–. Pero pensé…
–¿Qué? –la interrumpió Rocco.
–Que me avisarías antes de venir.
–¿Como hiciste tú cuando me abandonaste?
–Rocco…
–¿O cuando tu abogado me envió los papeles la semana pasada? Ni siquiera tuviste la cortesía de llamar por teléfono para decirme que ibas a pedir el divorcio. Y, naturalmente, eso me hizo pensar que te gustaban las sorpresas. ¿No es así, Nicole? Por eso estoy aquí, para darte una sorpresa.
Nicole empezaba a marearse y no solo por las acusaciones de su marido. No había visto a Rocco Barberi en dos años y, sin embargo, el impacto de su presencia era tan devastador como siempre. Tal vez más aún.
Había olvidado que era capaz de dominar todo a su alrededor, hacer que cualquier habitación pareciese pequeña cuando entraba. Lo había olvidado porque tenía que olvidar al hombre al que había amado, el hombre que solo le había puesto una alianza en el dedo para cumplir con su deber.
Tal vez había sido una ingenua por esperar algo más profundo cuando su relación había estado condenada desde el principio, porque ese tipo de relaciones siempre lo estaban. Hombre rico, mujer pobre. Sí, estaba muy bien en teoría, pero en la práctica…
Recordó entonces los morbosos titulares. Había sido una gran historia en su momento: Multimillonario siciliano se casa con limpiadora. Y luego el inevitable: El fracaso del matrimonio de cuento de hadas.
Todo había terminado tan abruptamente como empezó. Se había alejado de él porque necesitaba hacerlo. Las diferencias que existían entre ellos los habían distanciado y ella sabía que no había marcha atrás. Cuando perdió el hijo que esperaba ya no había ninguna razón para que volviesen a intentarlo. Tenía que alejarse para sobrevivir.
Se había dicho eso a sí misma una y otra vez cuando se marchó de Sicilia. Al principio cada doloroso minuto le había parecido una eternidad, pero los días se convirtieron en semanas y meses. No había respondido a las llamadas de Rocco ni a sus cartas porque sabía que esa era la única manera de olvidarse de él, aunque entonces le había parecido una tortura. Cuando los meses se convirtieron en años pensó que Rocco había aceptado que estaban mejor separados, como ella. Y, sin embargo, allí estaba. En su tienda y en su vida. Era como si una garra le apretase el corazón, devolviéndola al pasado.
Pero debía concentrarse en la realidad, no en el cuento de hadas que no había existido nunca. Cuando el influyente multimillonario siciliano, que la había tratado como si fuera una propiedad que se había visto forzado a adquirir contra su voluntad, dictaba hasta qué ropa debía ponerse.
El traje de chaqueta oscuro destacaba su físico atlético y la anchura de sus hombros. Nicole tuvo que tragar saliva al ver el contraste de la inmaculada camisa blanca con su bronceada piel.
¿Creía haberse vuelto inmune a él en esos años? Por supuesto que sí, porque la esperanza era una emoción que desafiaba a la lógica y hacía que te levantases cada mañana por sombrío que pareciese el mundo. Sin embargo, Rocco parecía más imponente que nunca, como si su ausencia hubiera añadido otra dimensión a su poderosa sexualidad.
Su piel morena y esos preciosos ojos azules, unos ojos que podían inmovilizarte con una sola mirada, que podían desnudarte en un segundo antes de hacer esa tarea con las manos.
La última vez que lo vio, el dolor y el vacío no dejaban sitio para nada más. Pero ahora…
Era como si Rocco hubiera despertado sus sentidos sin intentarlo siquiera. De repente, sentía un cosquilleo en los pechos, un río de ardiente lava entre las piernas. Su cuerpo parecía haber despertado a la vida haciendo que se pusiera colorada. Pero esos pensamientos solo eran una distracción y una pérdida de tiempo. Era absurdo desear a Rocco. Ella no era nada para él y nunca lo había sido. Solo la mujer con la que se casó y que no pudo darle el hijo que esperaba. Todo había terminado. En realidad, no había empezado nunca, de modo que no tenía sentido prolongar su matrimonio.
–¿Qué puedo hacer por ti? –le preguntó, intentando controlar su expresión–. No sé qué podrías querer discutir conmigo, pero sea lo que sea, ¿no sería mejor hacerlo a través de los abogados?
–Estoy aquí porque creo que podemos hacernos un favor el uno al otro.
Ella lo estudió, recelosa.
–No entiendo. Estamos separados y la gente separada no se hace favores.
Rocco se pasó la yema del pulgar por el labio inferior. Sabía que mucha gente describiría lo que estaba a punto de hacer como un chantaje emocional, pero le daba igual. ¿No se lo merecía su traidora esposa? ¿No había llegado el momento de hacerle ver que no se traicionaba a Rocco Barberi a menos que se estuviera dispuesto a pagar por ello? Por eso estaba allí, para decirle exactamente lo que quería, sabiendo que se vería obligada a concederle ese deseo si quería el maldito divorcio.
Había pensado que sería muy sencillo, pero no había contado con el deseo. Un deseo que lo había tomado por sorpresa. Se había imaginado que la miraría con la fría imparcialidad con la que miraría a cualquier otra examante porque una vez que has probado varias veces el cuerpo de una mujer el apetito disminuye. Pero no era así.
Se preguntó qué tenía Nicole que lo excitaba de ese modo, tanto que le resultaba difícil pensar en algo que no fuera estar dentro de ella de nuevo, poseyéndola hasta que gritase su nombre. ¿Era porque una vez había llevado su alianza en el dedo y eso era más importante de lo que había creído?
–Necesito que hagas algo por mí –anunció.
–Lo siento, pero estás hablando con la persona equivocada –respondió ella, sacudiendo la cabeza–. No tengo que hacer nada por ti. Vamos a divorciarnos.
–Tal vez sí –dijo él entonces–. O tal vez no.
Nicole lo miró, consternada.
–La ley dice que podemos divorciarnos después de estar dos años separados.
–Sé lo que dice la ley, pero solo se puede obtener el divorcio si las dos partes están de acuerdo –Rocco hizo una pausa–. Piénsalo, Nicole. Necesitas mi consentimiento para romper nuestro matrimonio y yo podría retrasar el proceso durante años.
La innegable amenaza estuvo a punto de hacer que ella saliese corriendo. El instinto le decía que se alejase hasta que no pudiese encontrarla. Pero entonces recordó que el instinto nunca le había servido de nada con Rocco Barberi. Al contrario, la había llevado a sus brazos y a su cama, aunque en su fuero interno sabía que él solo quería sexo.
Pero ya no era esa mujer, esa virgen enamorada que había permitido que su poderoso jefe la sedujese, la víctima de sus expertas caricias, la inocente joven limpiadora que se había creído sus mentiras. La mujer que se había puesto obedientemente las bragas sin entrepierna que él le había comprado en Londres y se había revuelto de placer cuando él introdujo un dedo entre los húmedos pliegues. Incluso había fingido disfrutar del azote de un látigo acariciando sus desnudas nalgas porque quería darle tanto placer como le daba él. Porque había querido complacerlo, ser la amante perfecta con la esperanza de que un día llegase a importarle tanto como Rocco le importaba a ella.
Sin embargo, poco después de entregarle su virginidad, Rocco había empezado a distanciarse, a evitarla en la oficina. De repente, tenía continuos y urgentes viajes de negocios. De hecho, si la naturaleza no hubiese intervenido poniéndolos en el inesperado papel de futuros padres, tal vez no habrían vuelto a verse.
Nicole sacudió la cabeza, diciéndose que todo aquello era el pasado. Las cosas eran diferentes ahora y estaba acostumbrándose a su vida como mujer soltera. Era difícil subsistir con el poco dinero que ganaba en la tiendecita de arte que había abierto con una beca del Ayuntamiento, pero al menos estaba haciendo realidad su sueño en lugar de vivir una pesadilla.
No necesitaba a Rocco Barberi, ni sus millones ni su frío corazón, de modo que levantó la cabeza para mirarlo directamente a los ojos.
–¿Y por qué no ibas a dar tu consentimiento cuando los dos sabemos que nuestro matrimonio está roto?
–¿Es por eso por lo que nunca respondiste a mis cartas? ¿Porque habías tomado esa decisión sin contar conmigo?
–Tú lo sabías tan bien como yo –replicó ella–. No tenía sentido alargarlo más.
Él iba a responder cuando sonó la campanilla de la puerta y una mujer de mediana edad entró en la tienda. ¿Habría notado la tensión en el ambiente? ¿Era por eso por lo que miraba insegura de uno a otro?
–Lo siento –se disculpó automáticamente–. Yo quería…
–Está cerrado –la interrumpió Rocco.
Nicole iba a protestar, pero era demasiado tarde porque la mujer había salido de la tienda murmurando una apresurada disculpa. Y entonces se volvió hacia él, con sus ojos de color esmeralda echando chispas.
–¡No puedes hacer eso! –exclamó, indignada–. ¡No puedes entrar en mi tienda y ordenarles a mis clientes que se marchen!
–Acabo de hacerlo –dijo él, sin disculparse–. Así que deja que te explique esto con cuidado para que no haya malentendidos. Tienes una alternativa, Nicole. O le doy la vuelta al cartel ahora o aceptas verme cuando cierres la tienda. Porque no quiero más interrupciones mientras te hago mi proposición.
–¿Proposición?
–Eso es lo que he dicho.
–¿Y si me niego?
–¿Por qué ibas a negarte? Quieres tu libertad, ¿no? La preciosa libertad que es tan importante para ti. Por eso podría interesarte… darme ese capricho.
Su voz seguía teniendo ese tono aterciopelado que siempre la había empujado a sus brazos para besarlo.
Pero ya no. Daba igual que su cuerpo anhelase sentirse cerca de él. Tenía que luchar contra esa atracción con todas las fibras de su ser.
Además, tenía razón. No era muy profesional que los clientes la viesen discutiendo con alguien en la tienda. No pasaría nada por escucharlo, por darle ese capricho para recuperar su libertad.
–Muy bien –dijo por fin, suspirando–. ¿Qué tal si tomamos algo cuando cierre la tienda? En el muelle hay un café con un toldo rojo y blanco. Nos veremos allí.
–No quiero que hablemos en un sitio público –se apresuró a decir él–. Quiero ir a tu apartamento para ver el sitio por el que cambiaste tu casa de Sicilia.
Nicole estuvo a punto de decirle que el lujoso complejo Barberi había sido más una prisión que un hogar, pero no tenía sentido. Sería mejor mostrarle el sitio en el que vivía. Tal vez así Rocco entendería que el dinero y los privilegios no significaban nada para ella cuando estaba en juego su paz interior.
–Vivo en un estudio sobre el salón de té de Greystone Road. En el número treinta y siete –le dijo, a regañadientes–. Pero no vayas antes de las siete.
–Capisce –asintió él.
Iba a salir de la tienda, pero se detuvo frente a una pequeña exposición de cerámica y tomó una de las piezas para estudiarla de cerca. Era una jarra de terracota con un asa en forma de rama retorcida, como la de un limonero, y varios limones pintados sobre un fondo azul, una representación artística del mar.
Rocco la estudió atentamente antes de volverse para mirarla a los ojos.
–Es bonita –le dijo–. Me recuerda a Sicilia.
Ella asintió, apretando los labios.
–Eso fue lo que me inspiró.
–Tal vez debería comprarla. Tengo la impresión de que necesitas clientes.
–Sobre todo cuando tú te encargas de espantar a los que entran. Pero esa jarra no está en venta –replicó Nicole, señalando la pegatina roja.
No era verdad, aunque nunca había estado en venta. Era la última pieza de una colección que había hecho cuando volvió de Sicilia con el corazón roto. La colección que mejor había vendido, pero no iba a contárselo. Como no iba a hablarle de la ranita para bebés que había comprado después de hacerse la primera ecografía, que estaba guardada en la cómoda de su dormitorio. Pensaba vender la jarra en cuanto hubiera conseguido el divorcio, pero nunca podría deshacerse de esa prenda.
Rocco dejó la jarra sin dejar de mirarla con esos increíbles ojos de color azul zafiro. Era el hombre más atractivo que había conocido nunca y eso no había cambiado. Aún podía hacer que se le acelerase el corazón, aún podía hacerla temblar y que sus pechos se hinchasen bajo el sujetador mientras recordaba el momento más amargo de su vida y el miedo de no poder recuperarse nunca.
Pero se había recuperado y lo había hecho sin él porque no estaban hechos el uno para el otro. Había aceptado eso y era hora de que Rocco lo aceptase también.
Y quería que saliera de su tienda antes de que el dolor que crecía dentro de ella asomase a sus ojos. Antes de disolverse en amargas lágrimas al recordar todo lo que había perdido.
DESPUÉS de dos tazas de té y un serio recordatorio de que poniéndose emotiva no conseguiría nada, Nicole intentó mantener la calma cuando por fin salió de la tienda y encontró a Rocco esperando en la puerta de su apartamento.
Sabía que dejarse llevar por los tristes recuerdos no servía de nada, que debía mantener la calma, pero tal vez eso era imposible con un hombre como Rocco.
Parecía tan fuera de lugar en la estrecha calle, tan alto, oscuro y poderoso en contraste con las pintorescas casitas que lo rodeaban. Frente a las jardineras llenas de flores, su marido era una figura imponente, inmóvil.
Y se le aceleró el corazón mientras se acercaba a él.
Un grupo de gente salía del salón de té que había debajo de su apartamento, mezclándose con los que paseaban por la calle. Todos se volvían para mirar a Rocco, hombres y mujeres, como sorprendidos por el solemne desconocido. Aunque era el presidente de una importantísima empresa farmacéutica, y uno de los hombres más ricos del mundo, Nicole sospechaba que hubiese atraído la misma atención aunque no poseyera nada.
Y no debía olvidar eso. No debía olvidar que, a pesar de los dolorosos recuerdos, seguía siendo tan susceptible ante Rocco como cualquier mujer.
Y él podía volver a hacerle daño.
Los ojos de color zafiro estaban clavados en ella y Nicole se sintió ridículamente tímida.
–Has llegado temprano –le dijo, mientras buscaba las llaves en el bolso.
–Ya sabes cómo soy –bromeó él–. Siempre impaciente.
–Entonces será mejor que subamos.
Rocco se apartó para dejarla pasar, respirando su aroma mientras abría la puerta, un aroma que no tenía nada que ver con el perfume. Era su propia esencia, que una vez le había parecido embriagadora.
Seguía siendo así, y eso era algo que no había esperado en absoluto. Pero Nicole tenía un talento especial para despertar en él emociones inesperadas. Casi tres años antes había caído rendido ante el provocador brillo de sus ojos verdes. Se había saltado todas sus normas cuando la conoció porque… aún no sabía por qué. Tal vez había perdido la cabeza por esas abundantes curvas, que le daban un aspecto irresistiblemente femenino.
Cuando la sedujo pensó que era una mujer con experiencia. ¿Por qué no iba a pensarlo cuando había tonteado con él desde su primer encuentro? Sin embargo, no la había tocado hasta la cuarta cita, algo inaudito en él. Sabía que Nicole lo deseaba, pero había hecho un esfuerzo para contenerse. Aún no sabía por qué. Tal vez solo había querido retrasar en lo posible la gratificación para preservar ese delicioso ardor que tanto lo excitaba.
Pero cuando descubrió que era virgen todo se había puesto patas arriba. La intimidad con Nicole Watson había eclipsado cualquier otro encuentro sexual y Rocco sintió la tentación de tomarla entre sus brazos para ver si era tan excitante como recordaba. Quería perderse en su cuerpo, tan suave y femenino, y entrar en la húmeda cueva que siempre lo recibía con ansia.
Pero ella había desertado de él.
Ese recuerdo fue suficiente para disolver el deseo mientras la seguía por la desvencijada escalera de madera, incapaz de contener un gesto de desprecio cuando entró en un abarrotado salón. ¿Una Barberi viviendo en un sitio como aquel? Hasta un criado habría tenido un aposento mejor.
Rocco miró a su alrededor. Era diminuto, con un viejo sofá cubierto por una tela de colores, un viejo sillón, una anticuada estufa eléctrica y un arco que llevaba a una minúscula cocina. Y nada más.
Había una fotografía de su madre en la pared, pero ninguna de él. Rocco apretó los labios. ¿De verdad había pensado que conservaría alguna foto suya? Tal vez una de los dos en la puerta de la catedral siciliana el día que se casaron, el velo de tul blanco flotando sobre los rizos oscuros de Nicole y su estómago plano escondiendo un embarazo de varias semanas.
Se preguntó entonces qué lo había hecho pensar en ese tema tabú, pero apartó esa imagen de su mente mientras miraba a la mujer que estaba frente a él, pensando en lo diferente que parecía.
Nada de joyas, ninguna de las elegantes prendas con las que había llenado su vestidor. Al contrario, tejanos y grandes aros plateados entre los oscuros rizos, el aspecto bohemio que siempre le había gustado.
Un atuendo que le parecía atractivo para una amante, pero no para la esposa de un Barberi.
–¿Qué querías pedirme, Rocco? –le preguntó ella, apretando los labios.
Él hizo una mueca. La había sacado de la pobreza y le había dado una vida mejor. Le había enseñado todo: cómo debía vestir, cómo debía comportarse, cuándo debía hablar y cuándo debía guardar silencio. Y ella lo trataba con la impaciencia con la que trataría a un vendedor ambulante.
–¿Ni siquiera vas a ofrecerme un café?
–No tengo tiempo… y no sabía que pensabas quedarte un rato –replicó ella–. ¿Qué tenías que decirme?
Rocco se sentó en el brazo del sofá y estiró sus largas piernas.
–Necesito que hagas un papel… durante un tiempo.
–¿Un papel? –repitió ella–. ¿De qué estás hablando?
–El papel de mi esposa. O, más bien, la esposa con la que me he reconciliado.
–¿Estás loco?
Rocco se había hecho esa misma pregunta muchas veces. No entendía cómo podía haberse enamorado de alguien como ella, por qué una humilde limpiadora de su oficina de Londres lo había hechizado. Por ella, se había comportado de una forma que aún le hacía sentir escalofríos. Como aquel día, cuando cerró la puerta de su despacho para tomarla sobre el escritorio. Recordaba cómo Nicole levantaba las caderas, rogándole en silencio que le quitase las bragas, y él haciéndolo con manos temblorosas, deslizando los dedos en su húmedo calor antes de entrar en ella con un ansia que lo consumía, que lo volvía loco.
Su legendario autocontrol había desertado de él la primera vez que la tocó. El presidente de las industrias Barberi haciendo el amor con una empleada en la oficina. ¡El presidente de las industrias Barberi con los pantalones por los tobillos como un adolescente!
Tuvo que tragar saliva antes de responder:
–Al contrario, cara, hablo completamente en serio. La petición de divorcio no podría llegar en peor momento para mí.
–¿En serio?
–Quiero firmar un trato importantísimo que está en la cuerda floja.
–Pensé que siempre tenías éxito en los negocios. Parece que has perdido facultades.
Él esbozó una sonrisa impaciente.
–Este trato es muy importante, el más importante en mucho tiempo. Se trata de la adquisición hostil de una empresa europea que convertirá a Barberi en la empresa farmacéutica más importante del mundo.
–Entonces, ¿cuál es el problema?
–El problema es que hay cierta oposición a que yo me involucre. Varios de los accionistas han contratado a una agencia de investigación para buscar trapos sucios y mi complicada vida personal podría provocar algún problema. Además, uno de los mayores accionistas es Marcel Dupois, un hombre extremadamente conservador y gran defensor de los valores familiares –Rocco hizo una pausa–. Lo último que necesito ahora es una esposa que pida el divorcio.
–Pues entonces suspende la adquisición.
–Pero es que no quiero hacerlo –replicó él–. Es demasiado importante para mí.
Nicole asintió con la cabeza. Por supuesto que sí, los negocios eran lo único importante para Rocco. Lo único que le interesaba de verdad y que tenía preferencia por encima de todo. Incluso por encima de su esposa. Especialmente por encima de su esposa.
–¿Y esperas que retire la petición de divorcio?
–Solo de forma temporal –dijo Rocco–. Quiero que hagas un papel. Siempre se te ha dado bien hacer papeles, ¿no, Nicole? Será muy fácil. Lo único que tienes que hacer es fingir que sigues siendo mi esposa durante un par de días.
–Que finja ser tu esposa –repitió ella.
–Así es. Tenerte a mi lado este fin de semana sería muy útil para mí.
–¿Útil?
–¿No te gusta esa palabra?
Nicole hizo una mueca. No le gustaba la palabra porque parecía enfatizar lo único que había sido para él: alguien conveniente que podía ser utilizado y abandonado cuando le apeteciese.
Le daban ganas de empujarlo hacia la puerta, de decirle que no volviese nunca, hasta que recordó lo que había dicho su abogado antes de enviar la solicitud de divorcio.
«Su marido es un hombre muy poderoso, señora Barberi. Nadie querría enredarse en una batalla legal con alguien así. Mi consejo es que el proceso sea lo más amistoso posible».
Nicole lo entendía, pero aun así… ¿hacerse pasar por su amante esposa? ¿Abrirse al dolor y la frustración, hacer una burla de su fracasado matrimonio?
De ningún modo.
–Es una petición absurda. Siento que hayas venido hasta aquí para nada, pero no puedo hacerlo.
–Hablo en serio, Nicole. Si decides no cooperar, puede que no te conceda el divorcio.
–No puedes impedírmelo.
–Claro que puedo. Llevamos dos años separados, pero sigues necesitando mi colaboración –Rocco hizo una pausa–. He hablado con muchos abogados y sé que puedo defender mi petición alegando que no creo que nuestro matrimonio esté irrevocablemente roto.
–No puedes hacer eso…
–Haré lo que tenga que hacer para conseguir mi propósito –la interrumpió Rocco–. Es tu decisión, cara.
Su tono era decidido, implacable. Su abogado tenía razón, Rocco haría lo que quisiera porque tenía fondos ilimitados y ella no. Era tan sencillo como eso.
En teoría, podía esperar para obtener el divorcio, pero no quería hacerlo. ¿Tres años más atada a los recuerdos de Rocco Barberi? ¿Sintiendo que algo la retenía, impidiéndole rehacer su vida? ¿Soportando que esos ojos de color azul zafiro invadiesen sus sueños cada noche?
No, imposible.
–Y, si decidiese participar en esa farsa, ¿qué tendría que hacer?
Rocco no mostró entusiasmo alguno. Su expresión era tan fría e impasible como siempre. Seguía siendo el maniático del control que ella conocía bien.
–Acompañarme a un estreno, una cena y un cóctel durante un par de días, solo eso.
–Solo eso –repitió ella lentamente.
–Debemos fingir que queremos volver a intentarlo. A todo el mundo le gustan las historias de reconciliación –dijo él, con tono burlón–. Tú conseguirás un fin de semana en Mónaco y yo conseguiré firmar la adquisición.
–¿Mónaco?
–Allí es donde vivo ahora.
–¿No vives en Sicilia?
–No, ya no.
Había cierta tristeza en su tono, o quizá eran imaginaciones suyas. Pero de verdad le sorprendía que hubiese abandonado su país.
Intentó sopesar sus opciones mientras él la miraba, preguntándose si podría tomar parte en aquel descabellado plan. Qué ironía que tuviese que interpretar a su esposa para dejar de serlo oficialmente.
¿Podría hacerlo?
En público tal vez, pero en privado…
Nicole se pasó la lengua por los labios, secos de repente. Porque seguían en guerra el uno con el otro, pero las cosas no eran tan sencillas. Nunca lo eran con Rocco. Él era el único hombre al que había deseado en toda su vida y estaba empezando a reconocer que seguía siéndolo.
Él no había dado a entender que sintiese lo mismo y no había forma de saber qué pasaba por esa insondable cabeza. ¿Qué pasaría si Rocco seguía deseándola? ¿Sería capaz de resistirse si intentaba seducirla con su encanto siciliano?
No quería que volviese a romperle el corazón y, por lo tanto, no podía dejar que se acercase a ella. Y, para eso, debía recordar cuánto le había dolido tener que dejarlo. Pero aun así…
No, el riesgo era demasiado grande.
–No puedo hacerlo –dijo por fin, tragándose la emoción–. Tienes que entenderlo.
Si había esperado un mínimo de consideración estaba muy equivocada. Rocco la miró con ese gesto decidido que ella conocía tan bien y luego miró su reloj antes de encogerse de hombros.
–Entonces, nos veremos en los tribunales.
Y Nicole lo creía porque Rocco Barberi no era un hombre que hablase por hablar. Tenía poder para hacer lo que quisiera y, si eso incluía utilizar a una esposa a la que nunca había amado para conseguir algo, lo haría sin dudarlo. La tenía acorralada y lo sabía.
El corazón le latía acelerado cuando se enfrentó con la brillante mirada azul, incapaz de disimular su encono.
–Muy bien –le dijo–. Si no me dejas otra opción… lo haré.
Rocco asintió solemnemente. Había conseguido lo que quería, pero no podía dejar de preguntarse por qué estaba dispuesta a hacer algo que claramente detestaba solo para conseguir el maldito divorcio.
–¿Por qué tanta prisa? –le preguntó, mirando a su alrededor con gesto despreciativo–. ¿Estás deseando poner tus manos en mi dinero? ¿Te despertaste una mañana y decidiste que este sitio andrajoso no era para ti? ¿Pensaste que tu rico marido debía darte una indemnización?
Ella negó con la cabeza.
–No es por el dinero, Rocco. No tengo intención de sangrarte.
–¿No?
–Nunca te he pedido nada.
Era cierto, nunca le había pedido nada…
Pero entonces se le ocurrió otra posibilidad y, de repente, Rocco experimentó una oleada de deseo y posesión tan poderosa como un veneno. Porque creía haberla olvidado. Lo había creído desde que volvió de Estados Unidos y descubrió que Nicole lo había abandonado.
–Entonces, tal vez sea otra cosa, algo más común en estas situaciones.
–¿De qué estás hablando?
–Tal vez hay otro hombre en el horizonte y quieres ser libre para él. ¿Es eso, mi pequeña seductora?
Si era así, tendría que esforzarse para conseguir el divorcio. ¿Y no se sentiría indignado su nuevo amante al saber que iba a pasar un fin de semana con su marido? Rocco experimentó una punzada de sádico placer.
–Te equivocas.
–Tal vez ya tienes una nueva relación y él te ha pedido que te libres de tu marido siciliano lo antes posible.
Nicole estuvo a punto de reírse en su cara. Ningún hombre había mostrado interés por ella desde que llegó a Cornualles, seguramente porque emitía vibraciones negativas, pero aunque el hombre más guapo e interesante del mundo le hubiese pedido una cita la habría dejado fría porque ningún otro hombre podía ser Rocco y él era el único al que deseaba. Y, a veces, temía que eso no fuese a cambiar nunca. ¿La incapacidad de olvidarlo sería otro legado de su fracasado matrimonio?
Pero él no tenía por qué saber eso, pensó. No tenía que saber nada sobre ella. Desafiante, Nicole se enfrentó con su mirada.
–Mis razones son cosa mía –respondió con frialdad–. No son asunto tuyo, Rocco.
DE MODO que aquello era Mónaco.
Nicole bajó del avión privado y miró a su alrededor, entornando los ojos tras las gafas de sol. A lo lejos podía ver el brillante azul del Mediterráneo y los elegantes yates que flotaban en el puerto.
Nunca había estado allí, pero sabía mucho sobre el principado situado al Sur de Francia, el hogar de algunas de las personas más ricas del mundo. Un sitio para el lujo, los excesos y el glamour. Y, al parecer, aquel sitio era ahora el hogar de Rocco.
Era extraño imaginárselo viviendo en aquel patio de juegos para millonarios cuando siempre había sido fieramente leal a los rústicos valores de su tierra. A él le gustaban los placeres sencillos, no los casinos o los restaurantes lujosos. Y, no por primera vez, se preguntó por qué se habría ido de Sicilia.
Se dirigió hacia la elegante limusina negra que la esperaba, alegrándose de haberle pedido unos días antes de tomar el avión. Le había dicho que debía encontrar a alguien que se encargase de la tienda y era cierto, pero también necesitaba tiempo para ordenar sus pensamientos y fortalecer su resolución de no hacer nada que pudiese lamentar más tarde. No podía dejar que el deseo nublase su buen juicio y durante el viaje se había convencido a sí misma de que todo iba a salir bien. Pero, cuando miró a su alrededor, esperando en vano ver la oscura cabeza de Rocco, y su cuerpo espectacular, se dio cuenta de que tenía el corazón acelerado. Y, si eso no era deseo, ¿qué era?
Un chófer uniformado le abrió la puerta de la limusina.
–Bienvenida a Montecarlo, señora Barberi –la saludó, con acento francés–. Desgraciadamente, su marido no ha podido venir a buscarla, pero me ha pedido que la acompañase.
Nicole abrió la boca para decir que prefería que la llamase señorita Watson, pero entonces recordó que estaba haciendo un papel. Nada de aquello era real. Ella no era una joven soltera e independiente forjándose una nueva vida. Supuestamente, debía ser una mujer que estaba luchando por salvar su matrimonio.
Suspirando, subió a la limusina y juntó las rodillas, intentando no pensar en lo desaliñados que parecían sus tejanos en contraste con el lujoso vehículo.
El asiento era muy blando y el aire acondicionado estaba encendido, pero no podía relajarse. Mientras recorrían las limpísimas calles de Montecarlo estaba tan tensa como si fuera a una entrevista de trabajo. Apenas había dormido desde que Rocco apareció en la tienda, poniendo su mundo patas arriba.
Durante esos dos años había guardado su recuerdo en un rincón oculto de su corazón, donde guardaba todos los recuerdos prohibidos. Y, de repente, se preguntaba cómo iba a fingir que estaba intentando salvar un matrimonio que nunca lo había sido en realidad. Cuando no eran nada más que dos extraños sin nada en común más que una tragedia en sus tempranas vidas.
Los dos eran huérfanos. Nicole había sido abandonada en las puertas de un hospital y los padres de Rocco habían muerto en un accidente de barco cuando él tenía catorce años. Nicole había pensado que ese lazo los uniría, pero Rocco se negaba a hablar del pasado. Cada vez que intentaba sacar el tema, él sacudía la cabeza diciendo que había ocurrido mucho tiempo atrás y que debería olvidarlo. Ella había sido adoptada y su abuelo y él habían hecho lo posible para criar a sus dos hermanos pequeños, asunto resuelto.
Nicole miró los elegantes escaparates de diseño, las joyerías. Era tan raro que Rocco viviera en un sitio así. Pero… ¿qué sabía sobre él en realidad? Rocco Barberi, un multimillonario que no se habría casado con ella si no se hubiese quedado embarazada, nunca le había abierto su corazón.
Seguía sin poderse creer cómo dos personas de tan diferentes clases sociales se habían convertido en amantes, algo que había provocado indignación en las elegantes oficinas de la empresa Barberi, donde Nicole había sido limpiadora y Rocco el gran jefe.
Aunque no era su intención ser limpiadora para siempre. Había conseguido una beca en una de las escuelas de Arte más prestigiosas de Londres cuando su madre adoptiva cayó enferma con una virulenta forma de cáncer. Empujada por el miedo y la devoción, Nicole había cuidado día y noche de Peggy Watson, la mujer que la había salvado, después de pasar por varias casas de acogida. No se imaginaba la vida sin ella, pero a pesar de sus plegarias Peggy murió y algo en su interior había muerto con ella.
El dolor le había impedido volver a tomar un pincel y mucho menos hacer algo que mereciese ser plasmado en papel. Ignorando los ruegos de sus profesores, había renunciado a la beca. De repente, se sentía vieja, como si no tuviese nada en común con los alegres estudiantes de arte que la rodeaban. ¿Cómo iba a mostrarse feliz cuando por dentro estaba entumecida? Lo único que quería era un trabajo en el que no tuviese que pensar y limpiar las oficinas de la empresa Barberi le había parecido la solución ideal.
Se había dicho a sí misma que solo necesitaba recuperar la confianza y ahorrar algo de dinero hasta que se sintiera con fuerzas para retomar las clases de Arte. Ese era el camino que pensaba seguir… hasta la noche que se encontró con el multimillonario siciliano que, contra todo pronóstico, estaba destinado a ser su marido.
Era el hombre más atractivo que había visto nunca, pero ella veía a Rocco como podía ver a una estrella de cine. Era fácil fantasear con él sabiendo que no estaba a su alcance… hasta una noche en la que chocaron literalmente, cuando iba por el pasillo de la oficina con la fregona y el cubo.
Estaban tan ensimismados mirándose que acabaron chocando. El cubo se volcó, mojando los elegantes pantalones y los zapatos hechos a mano.
–Ay, Dios mío, cuánto lo siento –se había disculpado Nicole, transfigurada por los ojos más azules que había visto nunca–. Lo siento, no miraba por dónde iba.
–Yo tampoco –había dicho él–. No te preocupes, no pasa nada.
Seguía mirándola fijamente, como si la conociera, o como si no se pudiese creer lo que estaba viendo. Y Nicole sentía exactamente lo mismo. Era virgen e ingenua con los hombres, pero no podía negar la poderosa atracción que parecía haberlos incapacitado temporalmente a los dos. No le había importado llevar el uniforme azul, ni que sus rizos se hubieran salido de la coleta, ni que el hombre que tenía delante fuese un famoso multimillonario. Sentía como si lo conociera, como si se hubieran conocido en otra vida o algo así.
Cuando lo analizó después, se dio cuenta de lo tonta que había sido. Se había sentido cautivada por un hombre increíblemente apuesto y poderoso. Era una conexión puramente física, o química. Una abominación que no debería haber llegado a ningún sitio, pero así había sido.
Al día siguiente estaba arrepentida, pero se sentía intensamente viva, como si hubiera despertado de un largo sueño. Por primera vez desde la muerte de su madre adoptiva volvió a tomar los pinceles para hacer un dibujo de Rocco en medio de un mar de agua jabonosa en el que flotaba un cubo. Y dos sencillas palabras en el dorso de la tarjeta: Lo siento.
Solo era una disculpa. No había esperado nada, pero Rocco le dijo que la tarjeta lo había hecho reír… y luego la invitó a cenar. Y tal vez ella solo quería experimentar un momento de alegría después de esos dos tristes años cuidando de su madre adoptiva.
Había sido la noche más maravillosa de su vida, pero Rocco no la había tocado. Aunque ella quería desesperadamente que lo hiciese.
Cenaron juntos de nuevo una semana después, cuando Rocco volvió de un viaje a Milán, y mientras tomaban una copa le preguntó si había estado alguna vez en La Rueda del Milenio. Ella le dijo que no y Rocco insistió en que subieran a la gigantesca noria. Mientras daban vueltas sobre los imponentes monumentos de la ciudad, Nicole había tenido que aceptar que estaba completamente colada por su multimillonario jefe. Tanto que se encontró en su apartamento más tarde, con Rocco atravesando su himen con un rugido que era una mezcla de deseo e incredulidad.
Al parecer, la virginidad era muy importante para un hombre siciliano y Rocco le había hecho el amor durante horas. Habían seguido así durante varios días, robando momentos de felicidad en todas partes, incluso en la oficina. La tarde que hicieron el amor sobre su escritorio estaría grabada en su memoria para siempre. No sabía que el sexo pudiera ser tan adictivo y Rocco le había dicho que sentía lo mismo.
Pero entonces algo cambió.
Rocco había empezado a comprarle prendas de ropa interior cada vez más atrevidas. Nicole estaba dispuesta a obedecer sus órdenes, dictadas siempre en el tono más sexy, pero empezaba a desconfiar porque cuanto más escandalosas eran sus demandas, más parecía Rocco distanciarse de ella.
¿Su aquiescencia habría ayudado a destacar lo impropio de esa relación? Estaba a punto de decirle que la hacía sentir como un objeto cuando descubrió que no había tenido la regla ese mes. Y sus pechos hinchados le habían dicho lo que la prueba de embarazo había confirmado después: estaba esperando un hijo de Rocco Barberi.
Contárselo no había sido la versión romántica que ella había anhelado en secreto. Había querido darle la noticia de inmediato, pero él le había dicho que esperaba una llamada urgente y tal vez sería mejor verse en otra ocasión. Además, se iba de viaje a Estados Unidos y tardaría semanas en volver. Y fue entonces cuando Nicole se lo dijo, en la oficina, con la fregona y el cubo a sus pies.
–Rocco, estoy embarazada.
Nunca podría olvidar su gesto de sorpresa, seguido de una mirada de recelo.
–¿Estás segura?
–Del todo.
–Y es…
Rocco no terminó la frase, pero un escalofrío la recorrió de arriba abajo.
–¿Tuyo? –lo interrumpió, sintiéndose enferma–. ¿Eso es lo que ibas a preguntar?
–No, claro que no.
Nicole no lo había creído y se echó a llorar cuando «en broma» Rocco sugirió que tal vez ella había roto a propósito el preservativo para embaucarlo. Tal vez su angustia lo había hecho sentir culpable porque se levantó del sillón para abrazarla. La gratitud que experimentó cuando la tomó entre sus brazos y le dijo que se casaría con ella hizo que Nicole olvidase tan desagradable «broma». Que Rocco prometiese estar a su lado significaba mucho para una niña abandonada. Y, por supuesto, se había creído enamorada de él. Sin embargo, notó que organizaba los preparativos de la boda como si se viera forzado a hacer algo que no quería hacer.
Si hubiera sido una mujer independiente en lugar de una limpiadora sin un céntimo en el banco tal vez su reacción hubiera sido diferente. Tal vez habría intentado criar sola a su hijo.
No, pensó entonces. Aunque hubiera podido ser madre soltera, Rocco habría querido formar parte de la vida de su hijo. Desde su punto de vista, era «su hijo» y eso convertía a Nicole en «su posesión». Tenía algo que ver con ser siciliano y con ser un Barberi.
Su insólito matrimonio había despertado un gran interés en los medios de comunicación europeos, pero el cuento de Cenicienta era una mentira. Rocco solo se había casado con ella porque estaba embarazada, pero había sido incapaz de retener el bebé que tanto deseaba. Había fracasado.
A Nicole se le llenaron los ojos de lágrimas que apartó furiosamente con el dorso de la mano.
No iba a pensar en eso. No podía pensar en eso.
Pero le temblaban las manos mientras el poderoso coche se detenía frente a una casa de color rosa con una extraordinaria vista del puerto. Le parecía raro que Rocco viviese en un sitio como aquel cuando había crecido en una finca rodeada de olivares y viñedos en la maravillosa Sicilia rural.
La puerta principal se abrió inmediatamente, casi como si hubieran estado esperando su llegada. Pero no fue Rocco quien la recibió, sino una mujer joven con un elegante uniforme blanco y negro y los labios pintados de color coral.
–Bienvenida, signora –la saludó–. Soy Veronique, el ama de llaves. La ayudante del signor Barberi, Michèle, está esperando en el estudio. Venga conmigo, por favor.
Un poco desorientada por el tamaño del vestíbulo, Nicole se volvió para mirar el coche.
–Pero mi maleta…
–El chófer la subirá a su habitación. No se preocupe.
Nicole la siguió por un largo pasillo con suelo de mármol hasta una habitación con un enorme escritorio y una fila de relojes con diferentes zonas horarias colgados en la pared. Una rubia alta la esperaba allí, sus zapatos de tacón hacían juego con el vestido de color rosa, y Nicole se preguntó de cuántas mujeres guapas se rodeaba Rocco y si alguna de ellas trabajaría «horas extra».
Pero eso no era asunto suyo, pensó, intentando contener una punzada de celos. Si Rocco quería acostarse con sus empleadas era cosa suya.
La rubia dio un paso adelante para estrechar su mano.
–Hola, soy Michèle, la ayudante de Rocco. Encantada de conocerla, signora Barberi.
–Por favor, llámame Nicole.
La joven sonrió.
–Me temo que Rocco está ocupado en este momento –le dijo, haciendo un gesto de disculpa–. Su última reunión ha durado más de lo que esperaba y ahora mismo está hablando por teléfono, pero vendrá enseguida. Si quieres, yo puedo enseñarte la casa.
Sin saber si la ayudante de Rocco era consciente de que aquello era una farsa, Nicole intentó mostrar la apropiada curiosidad.
–Sí, te lo agradecería.
–¿Por qué no empezamos por la planta de abajo?
Nicole siguió a la atractiva ayudante por la lujosa casa. Las habitaciones tenían techos altísimos y muebles modernos, nada que ver con la casa de Rocco de Sicilia. Allí no había muebles de madera oscura, antigüedades o serios retratos. Todo parecía nuevo y radiante. Le gustaba porque no tenía historia, como ella.
Después de admirar la bien provista biblioteca y el imponente gimnasio, Nicole miró con anhelo la piscina de horizonte infinito frente al Mediterráneo. Había seis dormitorios en total. El más grande era, evidentemente, el de Rocco y le dio un vuelco el corazón al ver la maleta en medio de la habitación.
–Y este es el dormitorio principal –estaba diciendo Michèle–. Si necesitas algo, no dudes en decírmelo. Vendrán a buscaros a las ocho, así que tienes tiempo para aclimatarte. ¿Quieres deshacer la maleta? Rocco ha dejado sitio para tus cosas y me imagino que querrás colgar tus vestidos –Michèle miró diplomáticamente la vieja maleta mientras señalaba el vestidor.
Nicole no tenía intención de poner sus cosas al lado de las de Rocco y de ningún modo dormiría allí. Podía respirar ese embriagador aroma que era todo suyo, una sutil mezcla de sándalo y bergamota, y sentir su presencia en la novela que había sobre la mesilla, seguramente abierta en la misma página que cuando la compró, y en los gemelos de oro y lapislázuli sobre la cómoda…
La intimidad de estar en su dormitorio le producía una mezcla de emociones que empezaba a marearla.
–Ven, he reservado lo mejor para el final –dijo Michèle mientras la llevaba a la terraza.
Y no había exagerado. La vista era sencillamente espectacular, de las que solo podían comprarse con muchísimo dinero, pero su primer pensamiento fue que le gustaría recrear esos colores con arcilla: el profundo azul del mar, el cielo de un tono más pálido. Le encantaría hacer una colección de cerámica con esos diferentes tonos de azul y tal vez un toque de verde y gris de las lejanas montañas.
Era espléndido, impresionante, casi irreal. Ella se sentía irreal. Pero ¿no se había sentido siempre fuera de lugar en el opulento mundo que había dejado atrás?
–¿Te apetece un refresco, un té? –le preguntó Michèle–. También tenemos champán, si lo prefieres.
–No, solo un vaso de agua. Gracias.
–Le pediré a Veronique que lo traiga.
Cuando Michèle la dejó sola, Nicole se apoyó en la barandilla y miró el mar, pensando en la niña que había sido una vez, en la intrusa que había ido de casa en casa hasta que Peggy Watson la adoptó.
¿Podía esa niña huérfana haberse imaginado estar en un sitio como aquel, a punto de romper su matrimonio con un multimillonario siciliano?
A pesar de todo, sintió una punzada de pena por no haber podido salvarlo. Tal vez podría haber hecho algo, tal vez su propio dolor había alejado a Rocco. Quizá ahora sería capaz de enfrentarse a ello de un modo diferente.
«Pero no puedes volver al pasado. Es demasiado tarde para hacer nada. Todo ha terminado».
–Una vista preciosa, ¿verdad?
Nicole se dio la vuelta, con el corazón acelerado, porque Rocco se dirigía hacia ella con un vaso en la mano mientras el sol creaba reflejos azulados en su pelo negro.
–Maravillosa –respondió, sin aliento.
–Eso es Cap Ferrat –le explicó él–. Y lo que ves a lo lejos es Italia –agregó, ofreciéndole el vaso–. Creo que le has dicho a Michèle que querías agua.
A Nicole se le había acelerado el corazón y, de repente, no era capaz de pensar con claridad. En realidad, nunca podía hacerlo cuando él estaba tan cerca. Su cuerpo reaccionaba de un modo que no podía controlar y, por un segundo, deseó echarle los brazos al cuello, derretirse sobre su poderoso torso mientras él la acariciaba de ese modo que siempre la hacía temblar de gozo…
Hasta que recordó que era Rocco, un hombre despiadado a quien ella le importaba un bledo; un hombre que había pisoteado sus sentimientos y la había llevado allí solo para consumar sus ambiciones.
–Gracias –murmuró, tomando el vaso.
–De nada –dijo él, con un brillo burlón en los ojos azules–. ¿Ya te has instalado?
–Es más fácil decirlo que hacerlo. Este sitio es tan grande… me recuerda a las mansiones de Londres. Si tu adquisición fracasa siempre podrías cobrar la entrada para ganar algo de dinero extra.
–Una sugerencia novedosa –murmuró él.
–Llevo un par de años con mi tienda y no se me da mal dirigir un pequeño negocio.
Rocco sonrió, a regañadientes. Había olvidado que sus ideas irreverentes sobre el mundo de los negocios, su mundo, siempre lo hacían reír. Como había olvidado lo fresca y vibrante que era. Comparada con el falso glamour de la mayoría de las mujeres que él conocía, su belleza natural era irresistible y el repentino y poderoso latido de su entrepierna era una indicación de cómo respondía su cuerpo ante esa belleza.
–¿Michèle te ha dicho dónde está todo?
–Sí, claro –respondió ella, tomando un sorbo de agua antes de dejar el vaso sobre la mesa–. Pero pensé que irías al aeropuerto a buscarme.
–¿Te llevaste una decepción?
Nicole se encogió de hombros.
–Pensé que, después de haber insistido tanto en que viniera, podrías haber hecho el esfuerzo de ir a buscarme. Se supone que eres un amante esposo dispuesto a salvar su matrimonio, ¿no?
–Pensaba ir a buscarte, pero recibí una llamada urgente.
Sus rizos brillaban bajo la luz del sol y, de repente, Rocco se encontró deseando enredar los dedos en ellos como solía hacer.
–¿Y no se te ocurrió postergar la llamada en lugar de dejarme en manos de tu ayudante que, evidentemente, no sabe qué hacer conmigo?
–Era una llamada muy urgente, Nicole.
–Siempre tienes algo urgente que hacer. El trabajo está por encima de todo.
Rocco enarcó las cejas.
–¿Crees que la empresa Barberi se lleva sola?
–No, no creo eso, pero sí creo que el trabajo puede convertirse en una adicción y un sustituto.
–¿Un sustituto de qué?
–Dímelo tú. ¿Cuándo fue la última vez que te tomaste unas vacaciones?
–Ya sabes que yo no me tomo vacaciones –Rocco frunció el ceño–. Además, ¿qué más da quién te enseñe la casa?
Ese era el problema, pensó Nicole. Rocco no lo entendía. No se daba cuenta de que trataba a la gente como si fueran meros accesorios. ¿Y no era hora de que alguien se lo dijera?
Nicole se apartó el pelo de la cara. Sabía que podría parecer el cliché de la esposa criticona, pero había cosas que nunca se había atrevido a decirle cuando estaban juntos y ya no tenía nada que perder.
–¿No se te ha ocurrido que yo podría sentirme incómoda cuando tu ayudante pensó que íbamos a compartir dormitorio?
–Se supone que queremos darle otra oportunidad a nuestro matrimonio y, naturalmente, para eso tenemos que compartir dormitorio.
Ella negó con la cabeza.
–Ahí es donde te equivocas. Solo es un juego, Rocco, una farsa. Eso es lo que tú dijiste.
Solo era una farsa, sí, pensó Rocco, pero en ese momento le resultaba difícil recordarlo. Nicole era más decidida que antes y esa desacostumbrada muestra de carácter le aceleraba el pulso. Pensó entonces en otras mujeres con las que había salido antes de su matrimonio; mujeres clásicas, elegantes, que llevaban ropa de diseño en lugar de tejanos, y sutiles diamantes en las orejas, no grandes aros de plata colgando entre los rizos.
Sin embargo, era Nicole quien más lo había excitado. Y seguía siendo así. Nicole era quien le aceleraba el corazón, quien lo hacía sentir como si volviese a tener dieciséis años. Recordó entonces sus gemidos, los espasmos de su cuerpo cuando hacían el amor, y el latido de su erección se volvió insoportable.
Intentó controlarse, algo que se había visto obligado a hacer desde los catorce años, cuando tuvo que hacerse adulto de la mañana a la noche, pero por una vez le resultaba imposible. ¿Sentiría Nicole esa atracción casi tangible entre ellos? El brillo de sus ojos le decía que estaba tan afectada como él.
–Puede que solo sea un juego, pero debemos hacer que sea lo más convincente posible, ¿no te parece?
–No voy a compartir dormitorio contigo –replicó ella–. Y me da igual lo que piensen tus empleados. Ya que la lealtad es algo que siempre has exigido, me imagino que todos ellos te serán leales.
–¿Y tú fuiste leal, Nicole? –le preguntó Rocco entonces.
Esa pregunta la tomó por sorpresa.
–Sí, lo fui, del todo. Más de lo que te puedas imaginar –Nicole torció el gesto–. No sabes la cantidad de ofertas que recibí para contar mi historia.
Rocco se apoyó en la barandilla, estudiándola.
–¿Qué tipo de ofertas?
–Ya sabes, revistas, periódicos. Los periodistas me perseguían a todas horas. Se preguntaban por qué la esposa de Rocco Barberi vivía una existencia tan sencilla cuando había estado casada con uno de los hombres más ricos del mundo. Por qué trabajaba en una tiendecita en lugar de vivir en un lujoso apartamento gastando tu dinero. ¿No es por eso por lo que la gente compra revistas de cotilleo? El matrimonio de cuento de hadas que tuvo tan abrupto final era interesante para ellos.
–¿Pero no hablaste con ninguno?
–No, claro que no –respondió Nicole, frustrada. ¿Cómo podía preguntarle eso? El dolor de perder a su hijo había sido reemplazado por una sensación de vacío tras el fracaso de su matrimonio. Se habían alejado tanto el uno del otro que no quedaba nada entre ellos y se había limitado a dejar pasar los días, sabiendo que debía empezar de nuevo.
Sicilia no había sido más que un corto interludio y necesitaba volver a Inglaterra, pero no había sido fácil. Se sentía como un barquito en medio del océano, sin saber qué dirección iba a tomar su vida. Unos meses antes era limpiadora y luego la esposa de un multimillonario. Unas semanas antes, una mujer a punto de ser madre y, de repente… nada. Nicole tragó saliva. De ningún modo habría querido revivir ese dolor y verlo todo impreso en papel.
–¿De verdad pensabas que hablaría con algún periodista?
Rocco se encogió de hombros.
–La recompensa económica habría tentado a mucha gente.
–Pero yo no soy como todo el mundo, Rocco. ¿Cuándo vas a aceptar que nunca estuve interesada en tu dinero? No fue eso lo que me atrajo de ti y nadie echa de menos lo que no ha tenido nunca.
–¿Por eso te fuiste sin llevarte nada?
Nicole vaciló. Tal vez eso era lo único que le importaba porque para Rocco todo el mundo tenía un precio. Le había hablado de mujeres hechizadas por la fortuna de los Barberi y de los hombres que intentaban entablar amistad con él cuando descubrían quién era. En realidad, no confiaba en nadie.
Era mucho más fácil creer que todo el mundo tenía intenciones ocultas porque eso le daba una razón legítima para mantenerse a distancia. Se preguntó entonces lo sincera que podía ser con él… aunque era una pérdida de tiempo intentar ocultarle la verdad ahora, en esos últimos días de su relación. Porque daba igual. Fuera lo que fuera lo que quería Rocco, no era a ella.
–No me llevé nada porque quería cortar todos los lazos que había entre nosotros. De hecho, no quería volver a verte en toda mi vida.
Lo miraba a los ojos con gesto retador y Rocco se quedó inmóvil. ¿Cómo se atrevía a ser tan despreciativa? Era un insulto a su orgullo, sí, pero había algo más. Algo que lo hacía desear replicar a tan evidente rechazo.
Pero no había necesidad de pelearse cuando había otras formas de desahogar su frustración y demostrarle que había cometido un gran error; unas formas de desahogarse que habían estado en su mente durante todo el día, toda la semana, desde que entró en la tiendecita de Cornualles. Y, a pesar de haberse jurado a sí mismo que no iba a pasar nada, se encontró dando un paso hacia ella.
–Así que no querías volver a verme –dijo con tono aterciopelado–. Y, sin embargo, aquí estás.
Ella seguía mirándolo con gesto desafiante.
–Y puedo irme cuando quiera –le recordó–. Con divorcio o sin divorcio. O aceptas que no vamos a compartir dormitorio o me iré. No estoy interesada en ti, Rocco.
–¿Estás diciendo que no tienes interés en acostarte conmigo?
–Eso es exactamente lo que estoy diciendo.
Sin pensar, espoleado por el rechazo, Rocco la tomó entre sus brazos. Vio que sus pupilas se dilataban y notó que sus generosas curvas se volvían maleables.
–Entonces, tal vez sería buena idea ponerte a prueba, mi desafiante esposa –murmuró mientras inclinaba la cabeza para buscar sus labios.
IBA A BESARLA y Nicole sabía que debería detenerlo, pero se sentía empujada por un ansia más profunda que preservar su cordura o su orgullo. Un ansia que se apoderó de ella con la velocidad de un incendio en el monte.
Cuando Rocco inclinó la cabeza, el pasado y el presente se mezclaron por un momento y se olvidó de todo salvo del urgente deseo de su cuerpo. Su marido siempre había sido capaz de hacer eso, cautivarla con el más ligero roce y embriagarla con esa mirada llena de ardientes promesas. Muchas noches desde que se separaron se despertaba anhelando el calor de sus labios una vez más… y allí estaba.
Una vez más.
Abrió la boca y, cuando Rocco aprovechó la oportunidad para aplastar sus labios, de inmediato se sintió impotente, atrapada en el ardid de una maestría sexual que la hacía olvidar todo lo demás. Pero, a pesar de sí misma, dejó escapar un gemido de placer porque había pasado tanto tiempo desde la última vez. Había olvidado cómo era besarlo porque los besos habían sido la primera víctima de su fracasado matrimonio. Habían dejado de besarse y después de eso fueron incapaces de tirar la barrera de hielo que se había creado entre los dos.
Nicole se había sentido como una estatua desde que se separaron, como si estuviera hecha de mármol. Como si su carne y su sangre fueran un sueño olvidado. Lentamente, pero con precisión, había aniquilado su sensual naturaleza hasta convencerse a sí misma de que estaba muerta por dentro. Pero allí estaba Rocco para despertar su dormida sexualidad con un simple beso. No deseaba aquello y sabía que era un error, pero…
Lo deseaba a él.
Abrió los labios y dejó que introdujese la lengua en su boca, dándole permiso para esa caricia que preparaba el camino para otra, más íntima aún. Se estremeció cuando él empezó a explorarla con las manos, redescubriendo su cuerpo con impaciencia, como si fuese la primera vez que la tocaba. Rozó sus pechos con un dedo, masajeando los hinchados contornos con las palmas de las manos hasta que sus pezones se levantaron en un exquisito estado de excitación. Instintivamente, se apretó contra él y sintió el duro roce de su deseo.