E-Pack Bianca noviembre 2021 - Dani Collins - E-Book

E-Pack Bianca noviembre 2021 E-Book

Dani Collins

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Beschreibung

Un bebé en la puerta del griego Lynne Graham Él no recordaba la noche que pasaron juntos… Hasta que, dieciocho meses después, conoció a la consecuencia de ese encuentro. Una Navidad para la novia del jeque Abby Green Descubriendo su inocencia… Cuatro noches en su cama Clare Connelly Mi acuerdo con el multimillonario… ¡Se ha complicado! Cinco años de ausencia Dani Collins Ella quería ser su esposa…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Bianca, n.º 277 - noviembre 2021

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-238-2

Índice

 

Créditos

Índice

Un bebé en la puerta del griego

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Una navidad para la novia del jeque

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Cuatro noches en su cama

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Cinco años de ausencia

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

TOR SARANTOS observó el ceño fruncido de su jefe de seguridad cuando le dijo que esa noche no iba a necesitar su coche ni a su habitual guardaespaldas.

–Tú sabes qué día es hoy –se limitó a decir–. Salgo solo.

–Con el debido respeto, salir solo es un riesgo para una persona en su posición –replicó el hombre.

–Lo sé, pero es lo que hago siempre.

Cada año, sin faltar uno durante los cinco últimos años, Tor había ido solo a esa cita en particular, pero no había nada que celebrar porque era el aniversario de la muerte de su mujer y su hija.

Tor no se consideraba a sí mismo un hombre emotivo o sentimental. No, él recordaba lo que le había pasado a Katerina y Sofía porque el triste destino de su mujer y su hija era el mayor de sus fracasos. La rabia, el orgullo herido y la amargura habían llevado a esa tragedia que no olvidaría jamás.

Por respeto a la familia que había perdido, las recordaba durante ese día, regodeándose en su vergüenza y en el odio hacia sí mismo.

Había cometido un error que le había costado la vida a su mujer y a su hija cuando un hombre más indulgente y comprensivo habría sabido lidiar con la situación.

Lamentablemente, la comprensión y la indulgencia no eran virtudes de Alastor, conocido como Tor, Sarantos.

Aunque su familia siempre había sido cariñosa, él era severo e intolerante, con el carácter inflexible que correspondía a un banquero multimillonario cuyos consejos buscaban desde gobiernos a inversores privados.

En los negocios era un éxito. En su vida privada era un perdedor, pero ese era un secreto que pensaba llevarse a la tumba.

No pensaba volver a casarse, por eso raramente volvía a la casa de su familia en Grecia. Y no solo para evitar encontrarse con su hermanastro, Sebastiano, sino porque no quería escuchar los consejos de «pasar página» de sus bienintencionados parientes, que insistían en presentarle a atractivas jóvenes, aunque él había dejado claro que no tenía el menor deseo de volver a casarse.

El hombre felizmente casado con su primer amor se había convertido en un mujeriego conocido en toda Europa por sus apasionadas, pero cortas, aventuras.

A los veintiocho años no tenía nada que ver con el joven idealista que había sido una vez, pero su familia se negaba a aceptar que había cambiado. Sus padres seguían tan enamorados como el día que se casaron, convencidos de que eso era lo normal, y Tor no quería ser el aguafiestas que les hablase de los engaños y traiciones que habían florecido en su propio círculo familiar. Prefería que sus parientes siguieran viviendo en su feliz versión de la realidad.

Pero él había descubierto de la peor forma posible que una vez perdidas, la confianza y la inocencia eran irreparables.

Mientras se vestía, Tor apartó los gemelos de oro, el reloj de platino, todos los signos visibles de riqueza, y eligió unos vaqueros gastados y una chaqueta de cuero. Iría solo a un bar y bebería hasta perder el conocimiento mientras recordaba el pasado. Y luego subiría a un taxi y volvería a casa.

Eso era lo que hacía cada año porque debía hacerlo. Permitirse olvidar, pasar página, sería un alivio que no merecía.

 

 

Dieciocho meses después

 

Tor frunció el ceño cuando su ama de llaves apareció en la puerta del estudio, claramente agitada.

–¿Ocurre algo?

–Alguien ha abandonado un bebé en la puerta, señor Sarantos –dijo la señora James–. Un niño de unos nueve meses.

–¿Un bebé? –repitió él, atónito.

–Los de seguridad están revisando el vídeo de la cámara de vigilancia –dijo la mujer–. Y había una nota dirigida a usted.

–¿A mí? –repitió él mientras la señora James dejaba encima del escritorio un sobre blanco con su nombre escrito en mayúsculas.

Tor rasgó el sobre y leyó el mensaje.

 

Es tu hijo. Cuida de él.

 

Se quedó atónito. Evidentemente, no podía ser hijo suyo. ¿Pero y si era hijo de alguno de sus parientes? Tenía tres hermanos pequeños que se alojaban en su casa cada vez que iban a Londres. ¿Y si el niño fuera su sobrino? La madre debía estar desesperada para abandonar al bebé en la puerta de su casa.

–¿Quiere que llame a la policía? –preguntó la señora James.

–No, aún no –respondió Tor. Si el niño era hijo de alguno de sus hermanos no quería un escándalo en los medios–. Antes voy a intentar averiguar qué está pasando aquí.

–¿Entonces qué hago?

–¿Con qué?

–Con el bebé –respondió la señora James–. Yo no tengo experiencia con niños pequeños.

Tor frunció el ceño.

–Busca una niñera.

El bebé no podía ser hijo suyo, pensó. Claro que ningún anticonceptivo era seguro al cien por cien. Podría haber ocurrido un accidente. O un accidente «deliberado» si se trataba de una mujer manipuladora.

Había oído historias de preservativos agujereados y otras tretas repugnantes, pero no conocía a nadie que hubiera pasado por algo así.

Eran historias falsas, estaba seguro. Sin embargo, por un momento se sintió inquieto al recordar a la chica histérica que había aparecido en su oficina el año anterior…

 

 

Dieciocho meses antes

 

Pixie entró en la lujosa casa que sería su hogar durante un par de semanas. Varios estudiantes adinerados compartían la residencia y para ella, una estudiante de enfermería sin un céntimo, era un regalo poder escapar de su hermano y su novia, Eloise, que, tristemente, parecían a punto de romper la relación.

Soportar las constantes peleas de Jordan y Eloise en una casa tan pequeña, sin intimidad alguna, se había vuelto inaguantable.

Por esa razón, había sido una alegría saber que Steph, la hermana de uno de sus mejores amigos, tenía un precioso gatito siamés al que no quería dejar solo mientras trabajaba fuera del país como modelo.

Le había sorprendido que no pidiese ayuda a sus compañeros, pero cuando se mudó a la casa para cuidar de Coco entendió que allí cada uno hacía su vida sin el menor interés por las de los demás.

De modo que, por el momento, Pixie estaba disfrutando de un enorme dormitorio y un baño para ella sola a cambio de cuidar de Coco.

Un largo baño, se prometió a sí misma mientras entraba en la habitación y acariciaba al gatito, desesperado por jugar con alguien después de pasar todo el día solo.

Pixie llenó la bañera, intentando no pensar que durante su turno de prácticas en Urgencias había tenido que lidiar con la muerte de una paciente, una mujer joven y sana. Eso era algo para lo que el entrenamiento en el curso de enfermería no te preparaba.

Sabía que no debía involucrarse personalmente. Su trabajo consistía en lidiar con el lado práctico de las situaciones y atender a los afligidos parientes con tacto y compasión. Se sentía satisfecha de hacer bien su trabajo, pero la trágica realidad de la muerte era abrumadora.

No debía llevarse a casa las inevitables tragedias que ocurrían en el hospital, pero a los veintiún años, aún marcada por el trágico fallecimiento de sus padres seis años antes, era difícil aceptar la muerte como algo que ocurría todos los días.

Después de bañarse se puso un cómodo pijama y entró descalza en la cocina. Era muy temprano y los ocupantes de la casa aún no habrían vuelto de sus fiestas.

A esa hora del día solía tener la casa para ella sola y suspiró, emocionada, cuando encendió la luz. Era una cocina tan bonita, con encimeras brillantes, electrodomésticos nuevos y un solárium que llevaba al jardín. A veces se permitía soñar que era su casa y estaba cocinando algo especial para el hombre de su vida.

Un hombre especial, menuda broma, pensó, haciendo una mueca al ver su reflejo en el cristal de la puerta del patio. Una figura bajita y voluptuosa con el pelo verde.

¡Verde!

¿Cómo se le había ocurrido teñirse el pelo de ese color?

La novia de su hermano, Eloise, la había convencido para que lo hiciese en un momento en el que Pixie se sentía triste porque el hombre que le gustaba ni siquiera sabía que estuviese viva. Antony era un médico simpático y encantador, la clase de hombre que sería perfecto para ella, pero teñirse el pelo de verde había sido una idea horrible. Cuando leyó las instrucciones descubrió que no era recomendable para el pelo rubio, pero ya era demasiado tarde.

Ella había odiado sus rizos rubios desde que empezaron a llamarla «Caniche» en el colegio, pero en las últimas semanas había descubierto que los rizos verdes eran una tragedia aún mayor.

Todos, desde sus profesores del curso de enfermería a sus colegas del hospital, habían dejado claro que el pelo verde era un error, pero no podía ir a la peluquería porque no recibía un salario durante el curso.

Suspirando, Pixie sacó su sandwichera y reunió los ingredientes para hacerse un sándwich de queso. Era lo único que podía permitirse. De hecho, Coco comía mejor que ella.

Mientras llenaba la tetera le pareció oír un ruido, pero pensó que sería el gato jugando con su pelotita de goma. Coco era muy alegre, pero como la mayoría de los cachorros enseguida se cansaba de jugar y se dormía en su camita forrada de piel.

Mientras esperaba que se tostase el pan, pensó que tendría que volver a su casa ese fin de semana. La relación entre Jordan y Eloise era cada día peor y, como su hermano había perdido el trabajo por un problema en la cuenta de gastos, que a su jefe le había parecido fraudulento, Jordan estaba pasándolo fatal.

Todas sus peleas con Eloise eran por dinero. Las facturas crecían desde que lo despidieron y Pixie se sentía fatal porque sabía que ella era una carga.

Jordan se había convertido en su tutor cuando sus padres murieron de forma inesperada cuando ella tenía quince años y él veintitrés. Podría haberse lavado las manos y dejarla con una familia de acogida, ya que solo eran hermanos por parte de padre, pero Jordan no le había dado la espalda y había tenido que pasar muchas pruebas con objeto de convencer a los Servicios Sociales de que sería un tutor responsable para una chica adolescente.

Siempre estaría en deuda con Jordan, que la había ayudado en el colegio y, más tarde, con el curso de enfermería…

–Algo huele muy bien.

Pixie estuvo a punto de dar un salto al escuchar esa voz masculina. Cuando giró la cabeza vio a un extraño en la tumbona del solárium, donde parecía haber estado sentado todo ese tiempo sin que ella se diese cuenta.

«En el cielo debe faltar un ángel» era la frase para ligar más ridícula del mundo, pero por primera vez miraba a un hombre que podría haber inspirado tal frase.

Era tan apuesto como un ángel caído, pensó, con el corazón acelerado. Y tenía ojos de predador, poderosos y oscuros como la noche.

–No te había visto. ¿Quién eres? –le preguntó en cuanto pudo encontrar su voz.

–Soy Tor –respondió él–. Creo que debí quedarme dormido antes de llamar a un taxi.

–No sabía que hubiese nadie en casa. Acabo de volver del trabajo y estaba haciéndome algo de cena –le contó Pixie–. ¿A quién has venido a visitar?

–No recuerdo su nombre. Una pelirroja de piernas largas con una risita muy irritante.

–Saffron –dijo ella, intentando disimular una sonrisa–. ¿Pero por qué te ha dejado solo aquí?

El extraño se encogió de hombros.

–No lo sé, se marchó. La rechacé y se enfadó conmigo.

–¿Rechazaste a Saffron? –exclamó Pixie, incrédula.

Saffron, que quería ser actriz, era una chica guapísima.

–Un malentendido –dijo él–. Pensé que venía a una fiesta, pero ella pensó otra cosa. Lo siento, aún estoy un poco borracho. No sé lo que digo.

No podía estar tan borracho, pensó Pixie. Ella estaba acostumbrada a lidiar con borrachos en Urgencias y, normalmente, no eran capaces de formular una frase comprensible. Él, en cambio, hablaba correctamente, con una dicción perfecta.

Aunque resultaba increíble que hubiera rechazado a Saffron. ¿Y dónde estaba ella? Tal vez se había escondido en su habitación, en el piso de arriba, o había vuelto a salir. En cualquier caso, era muy raro que aquel hombre hubiera rechazado a la impresionante pelirroja.

–¿Qué estás cocinando? –le preguntó él.

–Un sándwich de queso –respondió Pixie, levantando la tapa de la sandwichera.

–Huele de maravilla.

–¿Quieres uno? –le preguntó.

Tal vez no debería hacerlo. Al fin y al cabo era un extraño y, como le había advertido tantas veces la novia de su hermano, ella era la clase de mujer de la que los hombres se aprovechaban. Tal vez tenía razón. Le gustaba cuidar de la gente, hacerlos felices. Satisfacía algo en ella que, según Eloise, debería suprimir.

–Me encantaría. Estoy muerto de hambre.

El extraño sonrió y a Pixie se le doblaron las rodillas porque era como verse envuelta en un rayo de sol. Esa carismática sonrisa provocó un revoloteo de mariposas en su estómago.

Una tontería, claro, se dijo a sí misma.

–Cómete este. Yo me haré otro.

Mientras sacaba más platos y cubiertos, él se levantó de la tumbona para sentarse en uno de los taburetes frente a la encimera. La ponía nerviosa tenerlo tan cerca. Más que nerviosa. No sentía nada de eso cuando estaba con Antony.

El pelo de la chica era raro. No había otra forma de describirlo, pensaba Tor. Pero si una mujer podía llevar el pelo de color verde, era ella.

Tenía los ojos más azules que había visto nunca, unos labios sensuales y una complexión de porcelana, pero era tan bajita que apenas podía verla tras la encimera.

–¿Cuánto mides? –le preguntó, por curiosidad.

Pixie hizo una mueca.

–Un metro cincuenta.

–¿Cuántos años tienes?

–¿Por qué quieres saberlo?

–Estoy en una casa que no conozco. No quiero descubrir que estoy charlando con una niña…

–Tengo veintiún años –lo interrumpió Pixie–. Estoy terminando un curso de enfermería, así que soy adulta e independiente.

–Veintiuno sigue siendo muy joven –comentó él.

–¿Cuántos años tienes tú, ancianito? –bromeó Pixie mientras cerraba la tapa de la sandwichera–. ¿Quieres un café?

–Sí, por favor. Solo, sin azúcar. Y tengo veintiocho años.

–Y estás casado –comentó Pixie señalando la alianza en su dedo–. ¿Que hacías con Saffron entonces? Bueno, perdona, no es asunto mío. No debería haber preguntado.

–Soy viudo –dijo él entonces.

Pixie se dio la vuelta para ofrecerle una taza de café.

–Ah, lo siento.

–No pasa nada –dijo Tor, incómodo–. Han pasado cinco años desde que mi mujer y mi hija murieron.

–¿Tu hija también?

Que hubiera perdido a su mujer y su hija al mismo tiempo debió ser un golpe terrible.

–Ya nadie habla de ellas –murmuró él entonces, como hablando consigo mismo–. Para ellos es como si hubiera ocurrido hace cien años –añadió, con evidente amargura.

–La muerte incomoda a la gente. Evitan hablar de ello por miedo a meter la pata.

–O como si fuera algo contagioso –dijo él, irónico.

–Sí, es verdad. Cuando mis padres murieron, mis amigos me evitaban en el colegio –le contó Pixie.

–¿Un accidente de coche?

–No, contrajeron legionela durante unas vacaciones. Los dos eran diabéticos y no acudieron al hospital a tiempo, pensando que era un simple virus –Pixie suspiró–. Mi padre murió el primero, mi madre al día siguiente y fue desolador. Yo no sabía que estuviesen en peligro de muerte.

–¿Por eso estudias enfermería?

–En parte, sí. Quería ayudar a la gente, me gusta ser útil –Pixie suspiró de nuevo mientras esbozaba una sonrisa–. Además, cuando era pequeña le ponía tiritas a mis muñecas y cuidaba de los pajaritos que se caían del nido. Mi hermano dice que quiero salvar al mundo. Bueno, en realidad es mi hermanastro.

–Yo también tengo un hermanastro, pero apenas tenemos relación –dijo Tor, aunque se arrepintió inmediatamente.

Estaba claro que el alcohol te soltaba la lengua porque estaba parloteando como un loro, algo que él no hacía nunca porque era muy reservado.

¿O era ella quien lo afectaba?

Era tan natural y sencilla como el pijama gris con flamencos rosas que llevaba puesto. Aunque, cuando se sentó en el taburete para comerse el sándwich, también se fijó en el vaivén de un par de estupendos pechos bajo el pijama.

–¿No os lleváis bien? Vaya, es una pena.

–No, no lo es. ¡Se acostó con mi mujer!

El propio Tor se quedó sorprendido por esa revelación. Jamás le había contado a nadie el sórdido secreto que había pensado mantener oculto para siempre.

Pixie lo miró, horrorizada.

–¿Tu hermano se acostó con tu mujer?

–Mi hermanastro. No crecimos juntos y nunca nos hemos llevado bien. Y jamás podré perdonarlo por esa traición.

–No, claro que no.

Por alguna razón inexplicable, Tor no podía callar.

–Esa noche, mi mujer me confesó que estaba enamorada de Seb antes de casarse conmigo, pero que había luchado contra esos sentimientos por lealtad hacia mí, pensando que se olvidaría de él.

–No debería haberse casado contigo –opinó Pixie–. Debería haberte dicho que tenía dudas antes de la boda.

–Eso habría sido menos devastador –asintió él–. Descubrir años después que nuestro matrimonio era una mentira fue terrible… y yo no supe lidiar con esa revelación.

–Imagino que te quedarías conmocionado –dijo Pixie.

–Aun así, no es excusa.

Su bronceado rostro podría haber sido esculpido en granito y sus ojos eran tan oscuros como la noche, pero unos puntitos dorados los hacían parecer de color bronce. Eran unos ojos muy bonitos, enmarcados por unas pestañas larguísimas.

Era tremendamente atractivo, pensó Pixie, intentando concentrarse en la conversación y dejar de mirar las perfectas cejas oscuras, los pómulos altos y los sensuales labios.

–¿Por qué? ¿Qué hiciste?

–Cuando llegué a casa, ella estaba metiendo las maletas en el coche. Entonces me contó lo de su aventura con Seb… en el último momento. Yo no sospechaba nada, pero después de tres años de matrimonio ella iba a abandonarme dejando una simple nota –Tor hizo una mueca–. Tuvimos una tremenda discusión. Yo estaba tan enfadado que no sabía lo que decía.

–Estabas conmocionado. No eras tú mismo.

–Dije muchas cosas que lamenté después. Fui muy cruel con ella –admitió él.

Pero no le contó la última confesión de Katerina, la que le había roto el corazón: que la hija a la que tanto quería no era hija suya sino de su amante.

–No estabas preparado para recibir esa noticia. No tuviste tiempo para pensar.

Animado por su comprensión y su deseo de consolarlo, Tor apretó la mano de la joven.

–Puede que seas capaz de salvar al mundo, pero no puedes salvarme a mí –murmuró, pensativo–. Katerina corrió a la habitación para sacar a la niña de la cuna. No estaba en condiciones de conducir e intenté razonar con ella, pero no quería escucharme. Sofía empezó a llorar…

No pudo terminar la frase y, al ver que se pasaba una mano por la cara, a Pixie se le encogió el corazón.

–Fue todo una locura esa noche, un caos –siguió Tor–. Katerina arrancó a toda velocidad, pero el camino estaba helado… el coche patinó y chocó contra un muro.

–¿Tú presenciaste el accidente? –exclamó Pixie, horrorizada.

–Y no pude hacer nada –dijo él, con gesto torturado.

Pixie quería consolarlo, pero no sabía cómo hacerlo.

–Cuando mi madre murió, yo me recriminaba constantemente haberle contestado mal cuando me decía que limpiase mi habitación. Uno recuerda todo lo malo que hizo o dijo a esa persona… todas las emociones se exageran. Somos humanos, es lo que pasa.

–No sé por qué te he contado todo esto. Nunca se lo había contado a nadie.

–¿A nadie?

–No quería contarle a nadie la verdad sobre lo que pasó esa noche. No quería que juzgasen a Katerina o que pensaran mal de ella porque eso no iba a cambiar nada. Katerina y Sofía estaban muertas y la verdad solo habría causado más dolor.

–Pero al guardar silencio te forzaste a ti mismo a vivir una mentira y eso lo hizo más difícil para ti –comentó ella.

–Tengo una espalda muy ancha… y no sé qué estoy haciendo aquí –dijo Tor entonces, con una sonrisa triste.

Por alguna razón, Pixie sentía una conexión con aquel extraño que no había sentido con nadie más.

–Estás comiendo un sándwich –intentó bromear.

Tor sacudió la cabeza.

–Debe ser verdad que es más fácil hablar con un extraño, pero creo que es hora de llamar a un taxi.

–Sí, claro –murmuró ella, saltando del taburete para guardar la bolsa de pan en uno de los armarios superiores.

–¿Cuál es la dirección? –le preguntó él, sacando el móvil del bolsillo–. Ni siquiera sé dónde estoy.

Pixie no podía apartar los ojos de esas facciones morenas, la sombra de barba, los dorados ojos de tigre.

Había tal poder en él, una energía apenas contenida.

Tuvo que pensar un momento antes de darle la dirección, corrigiéndose a sí misma cuando le dio el número.

Era tan guapo. Y, por supuesto, no estaba a su alcance. Ella era una chica normal y corriente mientras él parecía un dios.

–El taxi llegará en cinco minutos, así que esperaré fuera –dijo Tor mientras guardaba el móvil en el bolsillo–. Gracias por el sándwich… y por escucharme. Ni siquiera te he preguntado tu nombre.

–Pixie.

–¿Pixie?

–Fui un bebé prematuro y era muy pequeñita. Mi madre pensó que era un nombre simpático.

Él media un metro ochenta y cinco y Pixie apenas le llegaba a la mitad del torso.

–Soy Alastor Sarantos, pero me llaman Tor –dijo, ofreciéndole su mano.

–Encantada de haberte conocido.

–Adiós, Pixie.

Tor se dio la vuelta para salir de la cocina, pero se golpeó la cabeza con la puerta de uno de los armarios, que ella había olvidado cerrar y, aturdido por el golpe, tuvo que agarrarse a la encimera para no perder el equilibrio.

Pixie corrió hacia él.

–¿Te has hecho daño?

Él se llevó una mano a la sien.

–No te puedes imaginar –intentó bromear.

Pixie miró la puerta del armario. ¿Por qué no la había cerrado? Era culpa suya que se hubiese golpeado.

–Deja que te mire la cabeza…

–Estoy bien, no es nada –la interrumpió él.

Pero Pixie notó que se tambaleaba. Además, no parecía capaz de centrar la mirada.

–No estás bien. Nadie estaría bien después de darse un golpe así –murmuró, pasando los dados por su sien. Había cierta hinchazón, pero por suerte no se había hecho ningún corte–. No estás sangrando, pero vas a tener un buen chichón. Tal vez deberías ir al hospital.

–No, en absoluto. Estoy perfectamente –dijo Tor, intentando apartarse.

–Estás mareado y, al menos, deberías tumbarte hasta que llegue el taxi –sugirió Pixie, pasándole un brazo por la cintura para llevarlo a su habitación.

A los hombres altos y fuertes no les gustaba mostrar debilidad, pensó, sintiéndose culpable mientras lo ayudaba a tumbarse en la cama y le quitaba los zapatos.

–Descansa un momento.

–No tienes que salvarme, Pixie. Ve a salvar a otro.

Ella torció el gesto.

–Por el momento, no hay otro al que salvar.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

POR QUÉ verde? –murmuró Tor.

–¿El pelo? –Pixie se llevó una mano a los rizos, avergonzada–. No sé, quería algo diferente.

–Es diferente –asintió él.

Pixie se puso colorada.

–Esperaba que un médico del hospital se fijase en mí. Y se fijó –admitió, haciendo una mueca–. Antony me dijo que parecía un gnomo.

Tor soltó una carcajada.

–Supongo que no era eso lo que tú esperabas.

–Desde luego que no.

–Perdona, no debería bromear… estoy borracho –murmuró Tor, mirando el techo de la habitación–. ¿Dónde está el taxi?

–Tranquilo, llegará enseguida.

–No puedo estar tranquilo. Soy impaciente por naturaleza.

Pixie se sentó al borde de la cama porque no había ningún otro sitio donde sentarse. Estaba cansada, pero debía mantenerse despierta hasta que llegase el taxi. Al menos, él había conseguido que dejase de pensar en la muerte de esa paciente en un accidente de coche, una chica joven que estaba a punto de casarse, dejando un prometido desolado y una familia rota de dolor.

–¿Cómo es ese hombre que querías que se fijase en ti? –le preguntó él entonces.

–¿Qué más da? Los duendecillos no son atractivos –respondió ella con gesto derrotado–. Antony es un médico del hospital, pero no sé mucho sobre él, solo que es encantador. Ni siquiera sé si tiene novia.

–Yo creo que pareces más un hada del bosque que un gnomo –dijo Tor.

No estaba acostumbrado a que una mujer le hablase de su interés por otro hombre. Estaba seguro de que no le había pasado nunca y era una curiosa novedad. Las mujeres solían encontrarlo interesante. Era joven, rico, soltero. Así era como funcionaban las cosas y el sexo de una noche siempre estaba a mano.

Antes de casarse no tenía mucha experiencia porque había crecido con Katerina. Sus familias eran y seguían siendo amigas. Cuando era adolescente ya sabía que se casaría con ella y había insistido en hacerlo cuando cumplió veinte años.

Tal vez sus padres tenían razón cuando intentaron convencerlo para que esperase, diciendo que eran demasiado jóvenes. Él estaba preparado para el compromiso del matrimonio, pero Katerina no. Había creído que lo amaba como la amaba él, pero evidentemente estaba equivocado.

¿Un hada del bosque? Eso sonaba como un cumplido, pensó Pixie. Bueno, al menos esperaba que lo fuese porque la atracción que sentía por Antony era risible en comparación con la fascinación que sentía por aquel extraño.

Tal vez se había concentrado en Antony porque no había nadie más interesante en el hospital.

–Si te interesase una mujer tú no la compararías con un gnomo, ¿verdad?

–No, claro que no.

–Porque tienes labia. Sabes lo que debes decir.

–Eso es verdad.

Pixie lo estudió. Al menos era sincero. Un hombre tan guapo como él no podía ser inocente o torpe con las mujeres. Además, ya había estado casado. Claro que el matrimonio había sido un fracaso porque su mujer lo había traicionado, pensó, conmovida.

Y era eso contra lo que estaba luchando, pensó. No solo tenía que lidiar con el dolor por la muerte de su mujer sino con el dolor de haber sido traicionado por alguien a quien había querido y en quien había confiado.

Pixie salió a la puerta para ver si había llegado el taxi, pero la calle estaba vacía. Cuando volvió a la habitación, se encontró con unos ojos oscuros con puntitos dorados. De verdad tenía unos ojos preciosos, con unas pestañas espesas y larguísimas.

–¿Por qué estabas solo esta noche?

–Salgo una vez al año en esta fecha para recordar la muerte de Katerina y Sofía –le confió él–. Salgo y me emborracho.

–Beber para lidiar con los recuerdos es un hábito muy destructivo. Sería más sensato hablar de ellas y olvidarte del alcohol.

Tor se apoyó en los codos para mirarla a los ojos.

–¿Y qué sabes tú de eso?

–Perdí a mis padres hace seis años –le recordó Pixie–. Tengo que lidiar con familiares desolados todos los días y, a veces, su tristeza me rompe el corazón, pero poder ayudarlos me sirve de consuelo.

–Lo entiendo.

–Deja que te mire la cabeza.

Tenía los ojos más azules que había visto nunca, pensó Tor. Y unos labios suaves y rosados que lo excitaban de una forma sorprendente.

–¿Y cómo lidias con eso todos los días? –le preguntó, intentando concentrarse en la conversación.

–Tengo una especie de caja en la cabeza. Mientras estoy trabajando, meto ahí todo lo que me duele o me hace sentir incómoda y luego cierro la tapa. No me permito pensar en nada hasta que termina mi turno.

Tor suspiró cuando Pixie trazó delicadamente el bulto en la frente con la punta de los dedos. Ya estaba imaginando esos dedos sobre una zona más sensible de su cuerpo y se regañó a sí mismo porque Pixie estaba siendo cariñosa y amable con él. Además, era demasiado joven. Seguramente no tenía experiencia y no merecía que se aprovechase de su generosa naturaleza.

–Todo eso suena más bien agotador.

Tor inclinó a un lado la cabeza para mirarla a los ojos y el corazón de Pixie se volvió loco. Experimentaba un salvaje aleteo en el estómago y un latido casi doloroso entre las piernas.

Nunca había sentido algo así. Era deseo, instantáneo y crudo, no simple curiosidad sexual.

Antony nunca había despertado eso en ella. Ningún hombre le había hecho sentir algo tan poderoso y esa sorprendente intensidad la asustaba.

Él levantó una mano para enredarla en sus rizos, tirando de ellos para empujar su cabeza.

–Quiero besarte –murmuró.

–Hazlo –dijo Pixie sin la menor vacilación, avariciosa de esas nuevas sensaciones que él había despertado.

Y Tor la besó, abriendo sus labios suavemente con la punta de la lengua y provocando un torrente de calor líquido en el centro de su ser que la hizo inclinarse instintivamente hacia su boca.

Luego tiró de ella para tumbarla a su lado y Pixie no se apartó. De hecho, mientras Tor se colocaba sobre ella y separaba sus piernas con la rodilla sintió un escalofrío de emoción.

Nunca había experimentado nada tan placentero como la ardiente urgencia de su boca, el roce de la punta de su lengua en el paladar. Ella no era inocente del todo, pero ningún hombre había provocado un incendio con un simple beso.

Sus pechos se habían vuelto pesados y los tensos pezones se marcaban bajo la camiseta del pijama mientras una mezcla explosiva de calor y ansia ardía en su pelvis.

Tor deslizó una mano por debajo del pijama para acariciar sus pechos, rozando suavemente uno de sus pezones con el pulgar, y Pixie se apretó contra él, dejando escapar un gemido.

Cuando él levantó la camiseta y envolvió el pezón con los labios, provocando un torrente de sensaciones en la hendedura entre sus piernas, Pixie pensó que no podría soportarlo.

–Me encanta tu cuerpo –dijo Tor, con voz ronca–. Es tan sexy.

Pixie abrió los ojos, sorprendida, porque nadie le había dicho nunca que fuera sexy.

No, ella era la chica a la que los hombres contaban sus problemas. Le hablaban de las rupturas con sus novias o de qué clase de chica les gustaría conocer y nunca era una rubia, bajita y voluptuosa que no hacía mucho ejercicio. No, ellos siempre esperaban una chica alta y delgada que fuera al gimnasio.

Sus amigos, muchos de ellos gais, solían aconsejarle que se mostrase más segura de sí misma y fuese más extrovertida si quería que los hombres se fijasen en ella.

Pero dejó de pensar en todo eso cuando Tor acarició sus pechos con una intensidad que amenazaba con hacerle perder la cabeza.

La hacía sentir sexy. La hacía sentir bien consigo misma y con su cuerpo y el insoportable cosquilleo que sentía entre las piernas, haciendo que moviese las caderas adelante y atrás, era lo único que le importaba en ese momento.

La tocaba ahí, donde necesitaba que la tocase, acariciando los húmedos pliegues con dedos expertos, jugando con ella, haciéndola gemir. Cuando empezó a hacer círculos sobre el sensible capullo entre los rizos, perdió la noción del espacio y del tiempo. Solo sabía que su cuerpo era como un grito gigante de deseo buscando liberación.

Se agitaba sin control, como una muñeca de trapo, experimentando un deseo enfebrecido que no había sentido nunca.

–¿Me deseas? –preguntó él con voz ronca mientras le quitaba el pantalón del pijama.

–¡Sí! –exclamó ella, anhelando satisfacer un ansia todopoderosa.

–Thee mou… nunca he deseado a nadie como te deseo a ti en este momento –dijo Tor mientras bajaba la cremallera de su pantalón con una mano y acariciaba sus pechos con la otra.

Se enterró en ella, saciando parcialmente aquel deseo irrefrenable, pero eso provocó una irresistible oleada de nuevas sensaciones.

Pixie experimentó una ligera quemazón cuando entró en ella y luego un dolor agudo cuando empezó a empujar para abrirse paso. Tuvo que apretar los dientes, pero la invasión provocaba tal cantidad de sensaciones nuevas que se olvidó enseguida.

–Eres tan estrecha… me gusta tanto, moraki mou –musitó él, jadeante.

La miraba con los ojos ardientes, agarrando sus caderas para moverla a su gusto, provocando una sacudida que la hizo contener el aliento.

Lo que un segundo antes le había parecido nuevo y desconcertantemente intenso, ahora le parecía sencillamente perfecto. Las embestidas de Tor provocaban una marea de euforia y su viril ardor incrementaba la excitación.

Pixie sentía como si su corazón estuviese a punto de explotar. Apenas podía respirar hasta que, por fin, la insoportable tensión se rompió y su cuerpo se cerró sobre él en una exquisita oleada de alivio que la envió al precipicio.

En la estela de ese desenlace, Pixie intentó apartarse torpemente.

–¿Tor?

Saltó de la cama, mirándolo con gesto preocupado, pero estaba dormido. Rozó su frente con los dedos y notó que empezaba a enfriarse después de… después del ejercicio.

Se puso colorada mientras volvía a ponerse el pantalón del pijama, haciendo una mueca de dolor cuando rozó una zona en la que no quería pensar en ese momento.

Tor le había advertido que estaba borracho, pero no lo había creído. Algunas personas eran capaces de mantener una conversación normal a pesar de haber consumido una gran cantidad de alcohol. Su conducta, sin embargo, era más reveladora. Una persona borracha era más desinhibida y acostarse con ella podría haber sido un impulso incontrolable, algo que no habría hecho en otras circunstancias.

Pixie tragó saliva. Saffron lo había llevado allí para acostarse con él y Tor la había rechazado porque no quería acostarse con una desconocida mientras recordaba la muerte de su mujer y su hija, así que no podía explicar por qué había perdido el control de la situación hasta el punto de acabar en la cama con él.

¿Cómo había pasado? ¿Cómo había podido aprovecharse de un hombre borracho y afligido?

Corrió al baño para darse una ducha rápida, consternada al pensar que no habían usado preservativo. Y ella no tomaba la píldora, una precaución innecesaria porque nunca había tenido relaciones sexuales con nadie.

Por supuesto, podría tomar la píldora del día siguiente, pero esa idea la angustiaba. Pensó en su madre acariciando sus rizos y diciendo: «tú fuiste mi bebé sorpresa, la alegría de mi vida».

Aunque había sido una hija inesperada, y sus padres estaban en la cuarentena cuando nació, la habían querido desde el primer día.

¿Cómo iba ella a negarle eso a su hijo?

En fin, estaba siendo muy teatral al pensar en esas cosas unos minutos después de su primer encuentro sexual, se dijo a sí misma, pero la verdad era que estaba atónita por lo que había hecho. Ella no era una persona impulsiva y, sin embargo, desde el primer beso había sucumbido e incluso lo había animado. No había hecho el menor intento de parar.

Había estado cautivada por el cuerpo de Tor, por su fiera seducción y por su ardiente respuesta. Al parecer, durante todos esos años había subestimado el poder del deseo sexual, pero ahora sabía que podía hacerte perder la cabeza por completo.

Tor le había dicho que estaba borracho y, además, el golpe en la cabeza no habría ayudado nada. Se había acostado con un hombre borracho y dolido por el recuerdo de su mujer y su hija y solo podía culparse a sí misma por el bochorno que sentía en ese momento.

Se había aprovechado de Tor.

Pixie volvió al dormitorio, donde él seguía durmiendo. En un par de horas tendría que levantarse para ir a trabajar, pero volvió a meterse en la cama y se agarró al borde del colchón para no rozarlo, avergonzada por haberse dejado llevar como una adolescente descerebrada.

En cuanto fuera posible visitaría una clínica de planificación familiar para pedir algún tipo de anticonceptivo. Aunque el sentimiento de culpa que la asaltaba en ese momento le decía que no volvería a acostarse con nadie en mucho tiempo.

Un móvil empezó a sonar en ese momento. Era el móvil de Tor, en el bolsillo de su pantalón. Debía ser el taxista, pensó Pixie, sacándolo con cuidado del bolsillo para apagarlo antes de volver a dejarlo en su sitio.

No quería despertarlo porque no quería enfrentarse con un hombre enfadado y confuso, pero sobre todo porque no sabría explicar lo que había pasado.

Empezaba a amanecer cuando se levantó de nuevo y, en silencio, se vistió para ir al hospital.

Tor seguía dormido y Pixie decidió dejarle dormir. Cuando volviese por la noche él se habría ido y sería lo mejor.

No quería volver a verlo en toda su vida.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

SENTADA en la sala de espera del lujoso edificio de oficinas, Pixie hacía un esfuerzo para no ponerse a llorar. La recepcionista estaba exasperada con ella por negarse a aceptar las indirectas de que debía marcharse. Tor Sarantos no estaba disponible para recibirla o para mantener una conversación telefónica con nadie cuyo nombre no estuviese en la lista de personas aprobadas.

Pero tenía que hablar con él. Tenía que contarle que estaba embarazada y poner algo tan confidencial en una carta le parecía demasiado arriesgado. Seguramente, algún ayudante leería la carta y pensaría que era alguna loca que quería importunar al jefe. Y Tor se sentiría abochornado al saber que sus empleados habían descubierto algo que él no le había contado a nadie.

Según lo que había leído en las revistas y en las páginas de internet durante esos meses, Tor Sarantos era un banquero multimillonario. Solo un loco accidente del destino podría haber hecho que se conocieran y concibiesen un hijo.

Había tardado varios meses en decidirse hablar con él, pero Tor tenía derecho a saber que iba a ser padre de nuevo.

Pixie nunca olvidaría la desolación que había visto en sus ojos cuando le habló de la muerte de su mujer y su hija. Había querido mucho a su hija y era eso, más que otra cosa, lo que la había convencido para ir a verlo.

Podría no querer saber nada de ella, pero tal vez querría mantener una relación con su hijo y ella no iba a poner impedimentos.

Estaba embarazada casi de seis meses y, por el momento, el embarazo estaba siendo agotador. Había terminado el curso de enfermería antes de hacerse una prueba de embarazo porque no quería creerlo. Había perdido muchas semanas enterrando la cabeza en la arena para no enfrentarse con algo que la asustaba: la posibilidad de estar embarazada y sola.

Su hermano se había mostrado incrédulo cuando se lo contó.

–¡Eres enfermera! –le había gritado cuando le dio la noticia–. ¿Cómo te has podido quedar embarazada? ¿Por qué no tomabas la píldora? ¿Y por qué no has interrumpido el embarazo?

Sí, había habido muchas conversaciones incómodas en las que no había podido contar con la ayuda de Eloise porque su hermano había roto con ella. Tristemente, eso había empeorado la situación y pagar la hipoteca de la casa era cada día más difícil.

Pixie había terminado el curso de enfermería y ahora ganaba un salario con el que contribuía a pagar los gastos, pero cada día era más agotador hacer un turno de doce horas.

El agotamiento había sido otro factor que la había convencido de que necesitaba ayuda. Debía hablar con Tor, aunque eso fuese lo último que quería hacer.

Después de todo, solo había sido un revolcón de una noche que, seguramente, él no recordaría porque estaba borracho. Había hecho el amor con ella porque se había quedado dormido en la casa equivocada.

Y ella lo había animado a cada paso. Debería haber dicho que no, debería haber parado, pero no había sido capaz de hacerlo.

Pixie seguía convencida de que Tor no se habría acostado con ella si hubiera estado sobrio. El alcohol, el dolor por la muerte de su mujer y su hija y el golpe que se había dado en la cabeza lo habían hecho vulnerable. Y ella lo había animado.

Cuando se dio cuenta de que era el orgullo lo que evitaba que se pusiera en contacto con Tor, por fin tomó la decisión de hablar con él, pero pedir una reunión con Tor Sarantos parecía tan difícil como tomar el té con la reina.

–Señorita Miller, no tiene sentido que siga esperando cuando el señor Sarantos no está disponible –le informó la recepcionista con una sonrisa helada.

Aquella mujer no iba a ayudarla, de modo que, sin pensarlo dos veces, Pixie se levantó y se dirigió a la imponente puerta de roble tras la que imaginó estaría el despacho de Tor.

–¡Oiga! No puede entrar ahí. ¡Seguridad, Seguridad! –gritaba la recepcionista.

Sin dejarse amedrentar, Pixie empujó la puerta y entró en el despacho. Tor se dio la vuelta, con el móvil en la mano. Tremendamente alto y elegante, llevaba un traje de chaqueta oscuro con una camisa blanca y una corbata de tonos rojos. Tenía un aspecto sofisticado e imponente. No se parecía nada al hombre que había comido un sándwich de queso en la cocina mientras le contaba sus penas.

–¿Se puede saber qué quiere? –le espetó él con tono imperioso.

Pixie contuvo el aliento y esperó… esperó que Tor la reconociese, pero no fue así y se le encogió el corazón.

–¿No te acuerdas de mí? –le preguntó por fin.

–No te conozco. ¿Cómo voy a acordarme de ti? –replicó Tor con tono cortante.

–Estuvimos juntos una noche el año pasado –empezó a decir ella, con los ojos empañados–. He venido a decirte que estoy embarazada.

Él la miró con gesto desdeñoso.

–No te he visto en toda mi vida.

–¿No recuerdas…?

–Sugiero que te pongas en contacto con mis abogados si insistes en hacer una acusación tan absurda.

La recepcionista entró en ese momento.

–Lo siento mucho, señor Sarantos. Le advertí que no debía entrar aquí –empezó a decir, tomándola del brazo.

Pixie no se había sentido más humillada en toda su vida.

«No te conozco». «¿Cómo voy a acordarme de ti?».

Había sido una ingenuidad esperar que Tor Sarantos la recordase después de una noche, pero no estaba preparada para que la mirase como si no existiera.

Un hombre de uniforme entró en el despacho en ese momento para llevársela, pero Pixie lloraba con tal angustia que apenas podía caminar.

Y qué terrible ironía cuando Tor intervino diciendo:

–Tenga cuidado, está embarazada.

 

 

–¿Y bien? –le preguntó Jordan cuando volvió del trabajo esa noche–. ¿Qué te ha dicho?

Pixie le contó a su hermano lo que había pasado y, también, la verdad de su encuentro con Tor Sarantos aquella noche. Jordan se había encogido de hombros, diciendo que eso era irrelevante y que el padre de su hijo tenía obligaciones. Insistía en que hablase con un abogado, pero ella no estaba convencida del todo.

–Cuando nazca el niño –había dicho Pixie.

Jordan solía ponerse agresivo en situaciones difíciles, pero ella no era así. Tardó semanas en superar su encuentro con Tor en la oficina, cuando negó conocerla. Se había preguntado si estaría diciendo la verdad o se negaba a reconocerla porque se sentía avergonzado.

Ella no era una belleza como las mujeres con las que solía aparecer en las revistas. No era modelo o actriz ni llevaba vestidos de diseño. Ella solo era una chica normal que había terminado en la cama con él por razones que aún no entendía.

Tor había sido especial para ella, pero ella no lo había sido para él. Y daba igual, todo había sido un error, de modo que no importaba si Tor la recordaba o no.

Aunque estaba esperando un hijo, Tor prefería no saberlo y eso tranquilizó su conciencia.

Pixie decidió que no necesitaba su ayuda, por muchos argumentos que le diera su hermano.

 

 

El presente

 

Pixie se sentó en la cama, bostezando alegremente mientras disfrutaba del silencio de la casa. Seguramente Jordan habría llevado a Alfie al parque.

Sonrió al pensar en su hijo. Tenía nueve meses y era tan grande para su edad que ya intentaba caminar.

Coco entró en la habitación para saludarla con sus encantadores maullidos y Pixie jugó un rato con él. Steph viajaba mucho y, al final, le había preguntado si quería quedarse con el siamés porque le resultaba muy difícil cuidar de él. Pixie, por supuesto, había aceptado encantada.

Unos minutos después se levantó de la cama para darse una ducha. Esa era su rutina diaria. Trabajaba por la noche en el hospital y, por la mañana, volvía a casa, daba de comer a su hijo, lo vestía y luego se iba a dormir mientras su hermano se encargaba del niño durante unas horas.

No tenía que pagar a una niñera porque Jordan podía elegir su turno de trabajo en el bar. Y, considerando las deudas que su hermano había adquirido desde que perdió su puesto en la empresa de Seguros, eso era una gran suerte.

Con unos vaqueros gastados y una camiseta de color frambuesa, bajó a la cocina por la estrecha escalera y se quedó sorprendida al ver a su hermano sentado frente a la encimera, con una cerveza en la mano.

–¿Dónde está Alfie? ¿Y por qué estás bebiendo tan temprano?

Jordan la miró con gesto desafiante.

–Lo he solucionado todo –respondió.

–¿Qué has solucionado? –le preguntó Pixie, mirando alrededor.

¿Dónde estaba Alfie?

–Tu situación, el lío que organizaste al tener a Alfie en contra de mi consejo –dijo su hermano entonces.

–¿Dónde está mi hijo?

Cuando su hermano se lo contó, Pixie no podía creerlo.

–¿Has perdido la cabeza? –gritó, asustada.

–Alfie también es hijo suyo y debería cuidar de él –replicó Jordan.

–¿Has abandonado a mi hijo en la calle, donde podría pasarle cualquier cosa?

–No, me quedé agazapado hasta que lo metieron en la casa. No soy idiota y Alfie es mi sobrino. Puede que sea un incordio, pero le tengo cariño.

–¿Qué casa? –preguntó Pixie, atónita.

Jordan le explicó que había pagado a un hombre al que conoció en el pub para que averiguase la dirección de Tor Sarantos en Londres. Para cuando le dio esa información, Pixie ya había pedido un taxi y corría hacia la puerta.

Jordan fue tras ella, gritando, diciendo que su actitud había sido un error desde el principio.

–Podrías haberle sacado una fortuna desde el primer día, pero ahora al menos tendrás una oportunidad. Y todo, gracias a que yo he mirado por tus intereses.

Ella lo miró, horrorizada.

–Yo no he tenido a Alfie para hacerme rica.

Pixie entró en el taxi sintiéndose enferma. ¿Desde cuándo era el dinero más importante para Jordan que su propio sobrino?

¿Había estado ciega sobre su hermano? En realidad, solo había apoyado su decisión de tener a Alfie cuando supo que su padre era un multimillonario. Jordan solo veía al niño como una potencial fuente de ingresos, pensó, con el corazón encogido.

¿Y qué había esperado que pasase cuando dejó al niño en la puerta de la casa? ¿Esperaba que Tor le diese dinero para que se lo llevase y no volviese a molestarlo?

Y lo peor de todo, ¿cómo iba a seguir viviendo con Jordan después de saber que había puesto en peligro la vida de su hijo?

Al borde de un ataque de pánico, Pixie bajó del taxi y corrió hacia la imponente casa de tres plantas, en una placita con un parque privado.

Llamó al timbre con manos temblorosas y luego golpeó la puerta con el puño, desesperada por recuperar a su hijo.

Una mujer mayor abrió la puerta unos segundos después.

–Soy Pixie Miller y alguien ha dejado a mi hijo aquí por error –empezó a decir Pixie–. He venido a buscarlo.

La mujer dio un paso atrás, haciéndole un gesto para que entrase en el elegante vestíbulo.

Una sola mirada alrededor y Pixie se sintió desaliñada con su barata gabardina y sus gastadas zapatillas. El elegante interior, lleno de antigüedades y espléndidas esculturas de mármol, parecía un museo.

–Voy a preguntarle al señor Sarantos si puede recibirla –dijo la mujer.

Pixie vio a dos hombres con traje de chaqueta al final del pasillo, estudiándola en silencio, y giró la cabeza, avergonzada.

Fue un alivio cuando la mujer reapareció y le pidió que la siguiera, pero estaba asustada y su corazón latía acelerado mientras contemplaba la idea de volver a ver a Tor, un hombre que la había rechazado cuando estaba embarazada, un hombre que había dicho no conocerla.

Por supuesto, no quería volver a verlo, pero tristemente Jordan había forzado su mano y ya no era posible seguir evitando el tema de la responsabilidad de Tor hacia el niño.

Ahora tendría que hablar con un hombre que era un extraño sobre algo que había ocurrido dieciocho meses antes, por humillante y bochornoso que fuera.

Pixie levantó la barbilla, diciéndose a sí misma que no había nada por lo que sentirse culpable. Había sido un error de juicio por parte de los dos, sencillamente.

La horrible escena en la oficina de Tor había borrado el sentimiento de culpa y, después de haber pasado el embarazo y el parto sola, era menos crítica consigo misma.

Le había ido bien estando sola, había sacado a su hijo adelante. Tal vez no lo había hecho de forma brillante, pero otras personas habrían lidiado peor con la situación. No tenía nada por lo que disculparse.

Tor estaba de mal humor. No le gustaban los misterios ni las sorpresas, y cuando la misma mujer que había entrado a la fuerza en su despacho unos meses antes apareció en la puerta del estudio, tuvo un presentimiento.

¿Quién era aquella chica?

No había conseguido averiguar su identidad y había esperado impaciente que reclamase una pensión alimenticia para el niño. Cuando no hubo tal reclamación, decidió que tal vez solo era una loca.

Pero si era la madre de su hijo, ¿quién era el hombre que había visto en las imágenes de la cámara de seguridad dejando al bebé en la puerta?

–He venido a buscar a mi hijo –anunció Pixie, levantando los hombros–. Siento mucho que te hayan involucrado en esta situación. No ha sido idea mía.

Allí estaba, tan alto y tan guapo, con esos ojos de depredador clavados en ella. Parecía enfadado y receloso, aunque era lógico. Y le daba igual lo guapo que fuese, estaba allí para recuperar a su hijo y nada más.

Pero su imponente aspecto físico le recordaba lo extraño que era que hubiese tenido un hijo con aquel hombre. La noche que pasaron juntos parecía una lejana e irreal fantasía…

Pixie se puso colorada porque esa noche era en lo último que debía pensar en ese momento.

–Siéntate y explícame qué está pasando aquí –dijo Tor con tono seco.

Era increíblemente bajita y voluptuosa, con un torrente de rizos rubios que enmarcaban un rostro ovalado y unos ojos de un azul cristalino.

Algo en esos ojos le resultaba extrañamente familiar. Y esos labios rosados y gruesos que parecían tan suaves despertaron un vago recuerdo que lo asustó tanto como si le hubieran puesto una pistola en la cabeza.

Porque Pixie Miller, quien quiera que fuese, no era su tipo. A él siempre le habían gustado las morenas altas y no las rubias diminutas. De lejos, aquella chica casi parecía una niña.

–Yo no quiero hablar, solo quiero recuperar a mi hijo –insistió ella.

–Me temo que no es tan sencillo. Quiero saber qué está pasando aquí antes de llamar a los Servicios Sociales.

–¿Para qué? –preguntó Pixie, asustada.

–Siéntate –repitió él.

No entendía por qué no quería hablar cuando dejar un bebé en la puerta de su casa era la manera más efectiva de llamar su atención y forzar tal encuentro.

Pixie apretó los dientes mientras miraba el sillón frente al escritorio que él estaba señalando.

–No pienso sentarme si tú vas a permanecer de pie –le advirtió–. ¿Dónde está mi hijo?

–En un sitio seguro, al cuidado de una niñera. Y si así te sientes más cómoda, también yo me sentaré.

Tor se dejó caer sobre el sillón detrás del escritorio con gesto impaciente.

–¿Por qué vas a llamar a los Servicios Sociales? –preguntó Pixie.

Él pasó por alto la pregunta. Antes de nada quería conocer los hechos.

–¿Quién era el hombre que dejó el bebé en la puerta de mi casa?

–Mi hermano, Jordan, pero fue un malentendido.

–¿Pero por qué aquí? ¿Por qué dejó al niño en mi casa?

–Jordan sabe que tú eres su padre –respondió Pixie, concentrándose en un bolígrafo de oro que había sobre el escritorio.

–¿Y cómo puede saber eso si yo no lo sé? –le preguntó Tor–. ¿Soy la víctima de la mentira que le has contado a tu hermano sobre el hombre que te dejó embarazada?

Pixie palideció. Aquello iba a ser más difícil de lo que había esperado.

–Intenté hablar contigo el año pasado. Fui a tu oficina, pero tú dijiste no reconocerme. ¿Tampoco te acuerdas de eso?

Él la estudió con el ceño fruncido, sus ojos brillantes como caramelo derretido bajo las larguísimas pestañas; esos ojos preciosos que la habían seducido aquella noche inolvidable.

–Sé que fuiste a mi oficina hace unos meses, pero pensé que… pensé que era una broma de mal gusto.

–No es una broma.

–A ver si lo entiendo –empezó a decir Tor entonces–. ¿Estás diciendo que ese bebé es hijo mío?

–Sí –respondió Pixie.

–Es imposible porque no te conozco. Tu rostro me resulta vagamente familiar, pero nada más.

–Siento mucho que no fuese un evento memorable para ti, pero es la verdad –replicó ella–. Estuvimos juntos una noche y me quedé embarazada.

–Nunca mantengo relaciones sin usar algún tipo de anticonceptivo.

–Pues lo hiciste conmigo y Alfie es el resultado. Tal vez cometí un error al no ponerme en contacto con un abogado cuando descubrí que estaba embarazada, pero me horrorizaba tener que contárselo a un extraño. Y esto es lo que hay, estuvimos juntos una noche y me quedé embarazada, nos guste o no.

Tor se levantó del sillón, airado. Él no se acostaba con cualquiera y siempre era prudente.

–Sigo sin creerlo. En cualquier caso, si insistes en decir que ese bebé es hijo mío, lo más sensato sería proceder a través de cauces legales y…

–Si de verdad no te acuerdas de mí es porque estabas borracho esa noche –lo interrumpió ella–. Borracho y dolido. Aunque, en mi defensa, debo decir que no supe lo borracho que estabas hasta después.

Tor se quedó inmóvil.

–¿Borracho, dolido? Yo no suelo emborracharme.

–Era el aniversario de la muerte de tu mujer y tu hija. Me contaste que solías salir esa noche y te emborrachabas mientras pensabas en ellas.

Tor se dejó caer sobre el sillón, horrorizado. Que ella supiera eso confirmaba sus peores miedos. ¿Se lo había contado todo? No podía haberle contado todos sus secretos…

–Y, seguramente es un poco grosero decir esto, pero cuando estás borracho eres mucho más agradable –dijo Pixie entonces–. Si esa noche hubieras sido tan antipático como ahora no habría pasado nada. Y eso, por supuesto, habría sido lo mejor para ti, pero yo no renunciaría a Alfie para que tú te quedases tranquilo.

–¿Quedarme tranquilo? Nada de lo que me has contado hasta ahora hace que me quede tranquilo.

–Tú eres de los que siempre ven el vaso medio vacío, ¿no? –Pixie suspiró–. Bueno, ahora que nos hemos quitado de encima la parte más bochornosa ¿puedo ver a mi hijo?

–Me temo que no es tan sencillo.

–¿Por qué no? ¿Cuál es el problema?

–¿Dónde estabas tú mientras tu hermano dejaba al bebé en plena calle?

–En la cama –respondió Pixie–. Soy enfermera y trabajo en el turno de noche. Y Jordan no dejó al niño en plena calle.

–Sí lo hizo –insistió Tor.

–Lo dejó en la puerta y se quedó cerca hasta que alguien lo metió en la casa. Mira, sé que lo que hizo Jordan está mal y también yo estoy enfadada con él, pero la cuestión es que mi hermano me ayuda a cuidar de Alfie desde que el niño nació. Le debo mucho.

–Lo entiendo.

–No, no lo entiendes. ¿Cómo vas a entenderlo? Tú no puedes entenderlo cuando vives así… –Pixie señaló el opulento estudio, los cuadros, la decoración–. Tú y yo vivimos en mundos diferentes. En mi mundo hay que luchar para salir adelante y pagar las facturas.

–Lidiaremos con todo eso en un momento más apropiado –dijo Tor–. Ahora mismo lo que me preocupa es el bienestar y la seguridad del niño.

–Alfie no es asunto tuyo. ¿Crees que quiero algo de un hombre que desearía que mi hijo no existiera?

–Ya te he dicho que este no es el momento para esa conversación. Si el niño es hijo mío, evidentemente no quiero involucrar a los Servicios Sociales, pero tampoco estoy dispuesto a darle la custodia a alguien que no es capaz de cuidar de él.

–¿Cómo te atreves? –le espetó Pixie, saltando del asiento.

–Te guste o no, me has dado derecho a interferir. Puedo actuar como un ciudadano responsable o como el posible padre para que el niño esté debidamente protegido –dijo Tor–. Puedes verlo, pero no permitiré que te lo lleves de aquí hasta que me haya convencido de que es en interés del niño.

–No puedes hacer eso –protestó ella.

–O aceptas mis condiciones o tendré que ponerme en contacto con las autoridades. Les contaré lo que ha pasado y dejaré que ellos tomen la decisión más oportuna. Pero si eliges la segunda opción, te advierto que ninguno de los dos será capaz de controlar el resultado.

–Tú ni siquiera crees que sea hijo tuyo –le recordó Pixie–. ¿Por qué intentas destruir su vida? Alfie es un niño feliz.

–Necesito tu permiso para hacer una prueba de ADN –anunció Tor entonces–. Quiero una prueba irrefutable de que el niño es hijo mío.

–Muy bien, de acuerdo.

Tor estuvo tentado de decir que una vez había pensado que una niña era hija suya para descubrir después que no lo era. Ahora no daba nada por sentado y no confiaba en nadie.

–¿Estás de acuerdo con la prueba de ADN?

–Sí, claro.

Tor tenía derecho a confirmar que Alfie era su hijo biológico y sería un error por su parte negarle esa prueba, pero la situación se le había escapado de las manos, pensaba Pixie. Había sido una ingenua al pensar que iría a casa de Tor, recuperaría a su hijo y se marcharía de allí sin que hubiera consecuencias.

Tor no dejaría que se llevase a Alfie hasta que sus preguntas hubieran sido respondidas. Y, evidentemente, lo había juzgado mal aquel día en la oficina. De verdad había olvidado quién era o que se habían acostado juntos.

Él tomó el teléfono y habló con alguien en un idioma que Pixie no entendía, griego seguramente. Sus gestos eran tensos y controlados, dejando claro que estaba de mal humor.

La noche que se conocieron, Tor había sido tan natural, tan relajado y sincero con ella. Sobrio era una persona diferente y estaba claro que veía la aparición de un posible hijo en su vida como una catástrofe.

No quería a Alfie, por supuesto. Podía hablar de la seguridad del niño, pero no estaba interesado o emocionado ante la posibilidad de ser padre.