E-Pack Bianca octubre 2020 - Tara Pammi - E-Book

E-Pack Bianca octubre 2020 E-Book

Tara Pammi

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Secreto desvelado Caitlin Crews El multimillonario Pascal Furlani se enorgullecía del control que ejercía sobre sí mismo, por lo que lo sacaba de sus casillas no poder olvidarse de Cecilia. Pasión y fuego Dani Collins Ella mantuvo a su hija oculta, pero el secreto había sido desvelado… Después de la venganza Tara Pammi Una pareja destinada a la venganza… ¿o a la redención? Reina de conveniencia Natalie Anderson No veía su propia belleza, hasta que llegó él y se la reveló.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Bianca, n.º 219 - octubre 2020

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-239-6

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

Secreto desvelado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

 

Pasión y fuego

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Después de la venganza

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Reina de conveniencia

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

PERDONE, señor –dijo su secretario con la inseguridad que siempre conseguía transmitir el alcance de sus sentimientos.

Pascal Furlani los compartía.

Y no era un hombre que normalmente aceptara la existencia de los sentimientos, a no ser que lo beneficiaran de algún modo.

–Me he tomado la libertad de elaborar otra lista de candidatas –prosiguió Guglielmo en el mismo tono, porque no era de esos secretarios que temían dar a conocer sus opiniones, sentimientos o pensamientos– ya que en la última hubo varias que usted desaprobó.

Pascal sabía que era una indirecta. Estaba de pie, pero no frente a la ventana que daba a uno de los barrios más ricos de Roma, sino al lado del tabique de cristal de su moderno despacho que lo separaba del resto.

Pascal sabía perfectamente cómo era la vieja ciudad de tres mil años de edad, desde sus calles olvidadas a sus piazze más famosas. Sabía lo que era criarse con estrecheces a la sombra de las ruinas de antiguas glorias, y en lo que la ciudad lo había convertido: un canalla que solo reconocía sus legítimos aciertos y daba la espalda a sus errores.

Se había ganado cada centímetro de las vistas panorámicas de su despacho, pero aún estaba más orgulloso de lo que había conseguido en la Furlani Company.

Consideró que iba bien encaminado cuando su fortuna personal superó no solo la de su padre, sino la de todos sus hijos legítimos juntos. Lo había logrado el primer año después del accidente.

El accidente.

Pascal apretó los labios con desagrado al recordar la época de su vida que más deseaba olvidar, el periodo en que había estado a punto de perderse por completo.

Nunca olvidaría que su padre lo había apartado de sí como si fuera un desecho. Se negaba a perdonarlo. No ansiaba vengarse. Prefería dominar desde lejos y demostrar a su padre exactamente el mismo interés que él le había demostrado. Y no había vacilado en su propósito desde que era un niño, salvo en aquel lamentable invierno.

No todos podían decir que habían resurgido de sus cenizas, no de forma metafórica, sino literal. Pascal se llevó los dedos a las cicatrices de la mandíbula, producto del accidente de coche que lo había dejado marcado para siempre.

Le gustaban porque le recordaban quién era y lo cerca que había estado de olvidarse de su propósito y ambición por lo que, al final, había resultado ser una leve tentación.

Aunque los recuerdos de aquella época no eran precisamente leves.

De todos modos, el despacho le recordaba la dirección en la que se encaminaba, lo que había construido con sus manos y su fuerza de voluntad. Reforzaba sus objetivos, todos ellos elegantes y caros, y cada uno dirigido intencionadamente a un padre indiferente y a la memoria de una madre perdida que lo había abandonado a su destino simplemente con un leve encogimiento de hombros.

No tenía ninguna intención de olvidar cada uno de los momentos que lo habían llevado hasta allí.

–Si mira la tableta –la plácida voz del secretario lo sacó de sus pensamientos– he seleccionado a varias herederas y las he ordenado en función de su situación social.

Pascal se volvió, había llegado el momento de dar el siguiente paso y buscar esposa.

Nada tenía que ver que deseara casarse o no. Una esposa lo haría parecer más estable, más asentado, lo que algunos de su clientes más conservadores preferían. Una esposa lo mantendría alejado de la prensa sensacionalista, lo que, ciertamente, prefería el consejo de administración. Y una esposa le daría herederos legítimos de su fortuna y poder.

Se moriría antes de someter a un hijo suyo a lo que él había sufrido, especialmente a no poder llevar el apellido paterno.

Además, casarse acabaría con las murmuraciones en el consejo de administración: que Pascal, soltero y con un sano apetito, avergonzaba a la empresa y que era menos de fiar que otros consejeros delegados, casados y con hijos legítimos.

Nadie mencionaba a las amantes y los hijos bastardos, por supuesto.

Pascal dejó de acariciarse la mandíbula. Sus cicatrices lo estaban poniendo demasiado sensible.

«Ha llegado diciembre», le susurró una voz interior.

Sabía qué época del año era y por qué no dejaba de pensar en el accidente y en las llamas que habían estado a punto de acabar con él. Pero no tenía intención de celebrar el aniversario.

Nunca lo hacía.

Miró a su secretario que lo esperaba impaciente.

–¿Por qué crees que ese grupo de famosas de clase alta, desesperadas y avariciosas, me va a resultar más atractivo que el anterior?

–¿Buscamos que le resulten atractivas? Creí que queríamos que fueran adecuadas.

Pascal estaba seguro de que su secretario había comenzado a esbozar una sonrisa de suficiencia, aunque sin llevarla hasta el final.

–Cuidado, Guglielmo –murmuró– o voy a empezar a sospechar que no te tomas esta tarea con la seriedad que deberías.

Volvió a su escritorio. Guglielmo le indicó la tableta, que estaba en el centro, y Pascal reprimió un suspiro mientras la agarraba y comenzaba a mirar la lista.

Lady tal, hija de alguien con pedigrí; la hija de un filántropo chino; dos francesas de distintas familias relacionadas con antiguos reyes; una heredera argentina, hija de un rico ganadero…

Todas eran hermosas, a su manera, y todas con alguna clase de talento. Una dirigía su propia organización benéfica; otra tocaba la flauta en una orquesta de fama mundial; otra se dedicaba a misiones humanitarias… Y ninguna había aparecido en la prensa sensacionalista.

Pascal se negaba a tener en cuenta a ninguna por la que pudieran interesarse los paparazis. No quería escándalos, ni oscuros secretos que se desvelaran en el momento menos oportuno. Ni esos, ni secretos de ningún otro tipo.

Él mismo era un escándalo. Su vida había sido, primero, un secreto; después un shock. Su nacimiento ilegítimo y la firme negativa de su padre, un magnate naviero, a reconocerlo podían considerarse otras cicatrices al otro lado del rostro. Siempre se había sentido marcado por las circunstancias de su nacimiento y las malas decisiones de sus padres.

Por tanto, su esposa, no podía presentar mancha alguna.

–No parece contento –dijo Guglielmo con sequedad–. Pero debo volver a recordarle que una heredera sin mácula, de razonable posición social, constituye un recurso finito, que tal vez hayamos agotado.

–He quedado con la última de la selección anterior esta noche –le recordó Pascal.

–Yo mismo hice la reserva, momentos después de que me dijera que la cita que había tenido con otra de las mujeres de la lista había resultado, según sus propias palabras, «atroz».

–No se parecía a la fotografía.

–Por desgracia eso forma parte de la cultura digital que ahora…

–Guglielmo, en la foto que me enseñaste tenía un aspecto dulce, era rubia y vestía de forma conservadora. Y apareció con una cresta azul y rosa y llena de tatuajes. Me gustaba más así, para serte sincero, pero no puedo presentarme con una princesa punk en el consejo de administración. Si pudiera, lo haría.

–La mujer a la que va a ver esta noche tiene una importante presencia en las redes sociales y no parece punk en absoluto. Lo he comprobado.

–Tal vez me quede prendado de ella y todo esto resulte innecesario.

–La esperanza es lo último que se pierde –murmuró Guglielmo.

Una vez que su secretario se hubo marchado, Pascal no se dedicó a realizar ninguna de las numerosas tareas que requerían su atención, sino que se sentó al escritorio porque, de nuevo, lo único que tenía en la cabeza era a ella.

Su ángel de misericordia. Su mayor tentación.

La mujer que casi lo había hecho naufragar.

«Es diciembre», se dijo. «Siempre me pasa lo mismo en diciembre. Cuando empiece el nuevo año, ella desaparecerá, como hace siempre».

El teléfono sonó y lo devolvió a la realidad alejándolo de aquel pueblo del norte en un valle olvidado de los Dolomitas, donde se había estrellado y había estado a punto de arder, en sentido literal.

Y ella lo había cuidado y devuelto a la vida.

Y, desde entonces, su recuerdo lo había perseguido.

Esa noche, dejaría atrás el pasado y se concentraría en el siguiente paso de su glorioso futuro.

Mucho más tarde, la mujer con la que se había citado le dijo:

–Creo que es importante que fijemos unos límites claros desde el principio.

Había llegado tarde, muy pagada de sí misma por pertenecer a la nobleza danesa. Había entrado en uno de los restaurantes más caros de Roma con expresión de desagrado, como si Pascal le hubiera sugerido que se vieran en un restaurante americano de comida rápida. Su actitud no había mejorado al tomar el aperitivo.

–Es evidente que lo importante de cualquier fusión es asegurar la línea sucesoria.

–¿La línea sucesoria?

–Estoy dispuesta a comprometerme a tener un heredero y un hijo más –afirmó con altivez–. En un periodo de cuatro años. Y creo que lo mejor es que acordemos por escrito que la procreación debe llevarse a cabo en circunstancias controladas.

Pascal estaba convencido de que había tenido conversaciones más románticas en áreas industriales.

–Ya tengo un excelente especialista en fertilidad, discreto y capaz, que se ocupará, para satisfacción de todos, que el ADN correcto pase a la siguiente generación.

Pascal parpadeó. Había tenido cenas en que le habían sonreído tontamente; otras claramente sexuales, con acercamientos francos y directos. Pero aquello era nuevo, tan mecánico.

–Me miras como si hubiera dicho algo asombroso –dijo la mujer.

–Perdona –Pascal intentó sonreír–. ¿Me sugieres que procreemos en un laboratorio, en vez de como lleva siglos haciéndose?

–Esto es un acuerdo de negocios –respondió ella, con aspecto más severo que antes, si aquello fuera posible–. Espero que encuentres satisfacción en otro lado, como haré yo. Con discreción, por supuesto. No soporto el escándalo.

–Nada menos escandaloso que un matrimonio sin sexo, naturalmente.

–No hay necesidad alguna de ensuciar un matrimonio perfectamente funcional con eso.

–Has pensado en todo.

Más tarde, después de haberse despedido de la mujer con una leve inclinación de cabeza y la falsa promesa de volver a ponerse en contacto con ella, despidió al chófer y echó a andar.

Roma era su recompensa. La ciudad de su nacimiento y de su miserable infancia, donde se había convertido en un hombre y se había enrolado en el ejército para conseguir lo que sus padres no le habían dado: disciplina, una vida, una carrera. Le había parecido una buena solución.

Hasta esa noche de diciembre parecida a aquella, hacía ya seis años, en que, había actuado por capricho. Llovía en Roma, por lo que pensó que estaría nevando en los Dolomitas y decidió ir a aprender a esquiar.

Se rio al pensarlo, mientras cruzaba la Piazza Navona y su mercado navideño, abarrotado de turistas y habitantes de la ciudad.

La noche era fría y húmeda. Hacía un tiempo ideal para preguntarse cómo había acabado con aquella mujer tan fría y aséptica esa noche. ¿A eso había quedado reducido él? ¿A un experimento de laboratorio disfrazado de matrimonio?

Sabía que debía casarse, pero se había imaginado que sería algo más cálido y cordial.

No tenía la intención de seguir los pasos de su padre. Una vez casado, no engañaría a su esposa. No buscaría satisfacción en otro lado.

No tenía la intención de crear otra mujer como su madre, tan frágil y perdida que era incapaz de cuidar a su hijo. Y no se arriesgaría a tener un hijo ilegítimo.

La mera idea lo ponía enfermo.

Le sonó el móvil en el bolsillo. Seguro que sería Guglielmo para saber cómo había ido una más de aquellas insoportables citas, que eran poco más que sesiones de examen. Pascal seguía creyendo que podía dejarse de esas tonterías, pedir exactamente lo que deseaba y conseguirlo. Si había sido así en los negocios, ¿por qué no en el matrimonio?

No contestó la llamada.

Se perdió en el caótico abrazo de la ciudad. Roma era un monumento en continuo cambio, llena de contradicciones. En ella se sentía vivo. Era donde había llegado a entender que su existencia era una afrenta para algunos y donde había aprendido a darle sentido.

Caminar por Roma siempre lo calmaba. Y en los años oscuros lo había mantenido vivo.

Por eso no había motivo alguno para verse acosado por los recuerdos de un pueblecito de escasos habitantes, rodeado de altas montañas, donde había llegado destrozado.

Se detuvo en una fuente en un patio escondido y alejado del ruido de la calle principal. El agua caía de los labios de un viejo dios de piedra y, en la oscuridad, hubiera jurado que veía el reflejo de ella en el agua, del mismo modo que siempre la veía en su cabeza.

La dulce Cecilia, mitad ángel, mitad enfermera. Una mujer tan encantadora e inocente que él había estado a punto de traicionar todas las promesas que se había hecho a sí mismo y de quedarse allí, rodeado de aquel imponente silencio.

La mera idea era absurda. Era Pascal Furlani. No estaban hechas para él las delicias pastorales de un remoto pueblo de montaña sin interés para nadie, salvo para quienes habían vivido allí a lo largo de los siglos o para quienes formaban parte de la tranquila abadía, que también llevaba allí desde el comienzo de los tiempos.

No estaba hecha para él una vida olvidada y escondida.

Suponía que ella ya habría tomado los votos y que sería monja, como el resto de las mujeres de la orden. O tal vez la última noche que él había pasado allí había supuesto su caída. ¿Se habría quedado ella o habría ocupado su puesto fuera de los muros de la abadía? Tal vez ahora viviera en el propio pueblo o en el campo, con algún granjero. Habría dedicado la vida a Dios o estaría casada, y estaría irreconocible.

Igual que él.

A Pascal no lo perseguía el recuerdo de su niñez. Había llorado la muerte de su madre y la había enterrado con mucho más respeto del que ella le había mostrado en vida. Rara vez pensaba en su padre.

Nunca miraba atrás.

Salvo en el caso de Cecilia.

Su fantasma personal.

–Basta –murmuró. Se sacó una moneda del bolsillo, la lanzó al aire y la observó caer al agua. La última decisión imprudente la había tomado la noche en que había conducido como un loco a aquellas montañas buscando una estación de esquí. El ejército le había concedido un permiso y se le había ocurrido la idea.

No llegó a ninguna estación de esquí. Al tomar mal una curva en un puerto de montaña, el coche había comenzado a dar vueltas de campana. Él había salido despedido por el parabrisas con mucha fuerza, razón por la que había sobrevivido.

El coche se había incendiado y él habría ardido también de no yacer entre la vegetación.

El fuego había alertado a los habitantes del pueblo, que habían acudido en aquella oscura noche de diciembre, lo habían recogido e instalado en lo que hacía las veces de hospital local, en la abadía, donde las monjas lo habían cuidado.

Pascal estuvo escayolado y desvariando durante semanas. Después tuvo que aprender a moverse de nuevo, cuando le quitaron la escayola de las distintas partes del cuerpo.

Y el mayor peligro que corrió no fue arriesgarse a padecer una infección ni la tardanza de los huesos en soldarse; tampoco la baja del ejército ni la nueva vida que se vio obligado a concebir mientras estaba tumbado e inmóvil en la cama.

Fue que la vida en aquel pueblo apartado le gustaba, le parecía fácil y buena.

Quedarse allí había sido la mayor tentación de su vida.

Y su monja preferida fue, en parte, la causante.

No era monja del todo, se dijo, con las manos en los bolsillos mientras contemplaba la fuente, sino una novicia, joven, dulce e inocente hasta que lo había conocido.

Pero al recordar lo sucedido entre ambos aquella noche de insoportable pasión que aún lo conmovía, después de tantos años, pensaba que era ella la que lo había corrompido.

Él era el dueño del universo, desde luego, pero allí estaba, en un rincón perdido de una de las grandes ciudades de la Tierra, con el mundo literalmente a sus pies y el rostro de ella en sus recuerdos.

Era escandaloso e inaceptable.

Pascal se dirigió a su casa, tres plantas de un edificio de fachada antigua que había reformado a su gusto, en estilo moderno.

Al llegar al edificio no entró, sino que fue al garaje y, casi sin pensarlo, se montó en uno de sus coches y se dirigió al norte. Esa vez no estaba borracho ni era tan insensato como seis años antes, pero un coche tan rápido se tenía para usarlo.

Condujo seis horas, hasta el amanecer. Se detuvo a desayunar al llegar a Verona y llamó a Guglielmo para decirle dónde estaba.

–¿Puedo preguntarle qué hace tan lejos del despacho? ¿Debo suponer que su cita de anoche no fue tan bien como esperaba?

–Puedes suponer lo que quieras.

Mientras se tomaba un segundo café, se preguntó qué estaba haciendo. Obtuvo la respuesta al volver a la carretera.

Los meses pasados al cuidado de las monjas de la abadía habían sido los únicos en que recordaba haberse alejado de quien él era en realidad, y lo contrariaba amargamente. Cecilia lo había hechizado. Era una bruja con hábito de monja.

Cuando volvió de la montaña y recordó quién era, se dijo que se había librado de ella. Y lo creía en serio. Se dedicó a crear la empresa y a llevar a cabo todo lo que había soñado.

Sin embargo, parecía que no podía pasar página. Por muchos imperios que construyera, por mucho dinero que ganara, el rostro de ella lo seguía persiguiendo.

Había llegado la hora de exorcizarlo.

Dos horas después llegó a la misma montaña en la que había estado a punto de morir. Era una mañana fría de otro diciembre y circuló con mucho más cuidado por la carretera que la vez anterior.

Se detuvo al llegar a la cima a contemplar el pueblo ante él.

Parecía sacado de un cuento. Parecía un sueño a la luz matinal. Lo rodeaban montañas nevadas y, abajo, en el pequeño valle, campos que recorría un río. El centro del pueblo era un grupo de casas con siglos de antigüedad. La iglesia se hallaba en un extremo del pueblo, la abadía detrás y, unida a ella, el hospital en el que se había recuperado. Lo estuvo contemplando un buen rato mientras se acariciaba las cicatrices.

Sintió horror al pensar que un hombre como él, criado en una de las ciudades más frenéticas del mundo, por no hablar del estilo de vida que ahora llevaba, se hubiera imaginado que podía quedarse allí.

Era increíble.

Arrancó de nuevo y descendió al valle.

Todo estaba igual que lo había dejado.

No había razón alguna para que el corazón le latiera desbocado mientras seguía la carretera de la iglesia. Encontraría al viejo párroco y le preguntaría por Cecilia. Seguro que volverla a ver le resultaría horroroso y, después, se marcharía.

La verdad era que había recorrido una gran distancia para algo en lo que creía que solo tardaría unos segundos. Debería haber enviado a Guglielmo o a otro subordinado que le hubiera dicho si Cecilia seguía allí. De hecho, no tenía que haber conducido durante la noche como un poseso. Podía haber tomado el helicóptero de su propiedad y aterrizar en el campo que había detrás de la iglesia, el mismo que estuvo viendo durante semanas desde la cama del hospital.

No era de extrañar que se hubiera obsesionado con la novicia que lo cuidaba. No tenía nada más que hacer, salvo según la madre superiora, rezar.

«Más vale acabar de una vez», se dijo.

Se bajó del deportivo. Ya había entrado la mañana y, aunque el día era claro, soplaba un viento helado desde las montañas. Y él estaba vestido para una elegante cena en Roma, no para un viaje al interior.

Se ajustó la chaqueta del traje de dos tirones impacientes. El pueblo parecía desierto. Si la memoria no lo engañaba, los habitantes no solían salir antes de la tarde, y a veces ni eso. Las monjas habían elegido bien: aquel valle era un lugar ideal para el silencio contemplativo.

Subió los escalones de la puerta de la iglesia. La empujó y entró. Olía igual. Parecía la misma.

«¿En qué año estamos?», se preguntó.

Aunque la iglesia no hubiera cambiado en un siglo, él lo había hecho, y mucho, desde que se marchó de allí.

Oyó un ruido. Avanzó unos pasos y vio a una mujer fregando arrodillada el suelo del altar, de espaldas a él.

La mujer no se volvió cuando él avanzó por la nave, lo que dio la oportunidad a Pascal de recordar todas las veces que había recorrido aquella nave; todas las que el párroco lo había animado a mirar dentro de sí para cambiar, en vez de seguir mirando hacia fuera.

«¿Qué sentido tiene todo ese poder que anhelas, si tienes el corazón vacío?», le había preguntado el hombre.

«¿Qué sabe usted del poder o del corazón?», le había respondido él. Y se había reído.

Pero las palabras del anciano constituían otro fantasma del que nunca había podido deshacerse.

Se detuvo a unos metros de la mujer esperando que dejara de fregar, porque tenía que haberlo oído. Pero ella no lo hizo, ni siquiera cuando él carraspeó.

–Disculpe que la moleste, signorina.

Ella se sentó sobre las rodillas, se quitó los auriculares y se volvió a mirarlo sin levantarse. Y todo se detuvo.

Ese rostro.

Su rostro.

Llevaba años viéndolo.

Conocía cada milímetro de aquel rostro en forma de corazón y de aquel cabello castaño. Conocía aquella boca generosa y la delicada nariz.

Conocía a esa mujer, su ángel de misericordia y el fantasma que llevaba años persiguiéndolo.

Era Cecilia. Su Cecilia.

–Por Dios –susurró–. Eres tú.

–Soy yo –replicó ella con voz dura.

Y él se percató de que sus ojos de color violeta brillaban de forma asesina al mirarlo.

–Y no vas a quedarte con él.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CECILIA Reginald conocía muy bien el miedo y la desilusión.

Allí estaban cuando, muchos años antes, una señora inglesa, supuestamente su madre, se había alojado en la única pensión del pueblo un fin de semana, bajo nombre falso, y se había marchado dejando abandonada a su hija de tres años.

Cecilia siempre había sabido que era prescindible, aunque recordaba muy poco de aquella primera vida perdida. Del mismo modo que sabía que Pascal Furlani, que había prescindido de ella, pero eso lo recordaba perfectamente, volvería.

Al principio, soñaba con su regreso, lo deseaba fervientemente, como si hubiera desaparecido del pueblo por error. Porque suponer que él haría lo correcto, y era lo que había supuesto, habría resuelto sus problemas de forma limpia y ordenada. Porque su vuelta habría dado sentido al caos en que se había convertido su vida tras su partida.

Y porque se imaginaba que estaba enamorada de él.

Pero él no se había dignado a romper con su meteórico ascenso a la riqueza para volver. Entonces, ella habría recibido su regreso con placer. En lugar de eso, volvía ahora, cuando ella menos lo deseaba. Y no solo porque ya no creyera en algo tan infantil como estar enamorada.

–¿Quién es «él»? –preguntó Pascal–. ¿Y por qué te imaginas que quiero quedarme con «él», sea lo que sea lo que eso signifique?

A ella no le pasó desapercibida la afrenta en aquella voz profunda que había hecho lo posible por olvidar.

Seguía arrodillada en el suelo, apoyada en los talones. Tenía que alzar la cabeza para mirarlo. Le pareció más alto de lo que recordaba, mientras que se imaginaba que ella le parecería consumida e infinitamente endurecida por los años, porque así era como se sentía.

Años antes tenía fe. Creía que la gente era fundamentalmente buena y que las cosas le saldrían bien, aunque fuera una niña abandonada.

Pero había aprendido la lección.

Pascal, en cambio, parecía recién salido de una de esas revistas cuya existencia ella fingía no conocer y que hojeaba para ver su rostro. Se había convertido en hombre altivo y arrogante, que no se parecía en absoluto al hombre destrozado al que ella había cuidado con alegría.

Si no fuera por las cicatrices a la izquierda de la mandíbula, que ella sabía que continuaban hasta el pecho, aunque las recordaba más rojas e inflamadas que las líneas blancas que veía, le hubiera sido difícil imaginar que algo había afectado a aquel hombre.

Y mucho menos ella.

Al pensarlo, tuvo ganas de echarle por encima el cubo de agua sucia para estropearle el precioso traje que llevaba con tan inconsciente y masculina elegancia.

¡Cómo lo odiaba!

Le había resultado fácil burlarse de aquellas fotos suyas, decirse que estaba mucho mejor sin un hombre que iba a semejantes sitios, con semejante gente y vestido de aquella manera, con una ropa que costaba un dinero que ella nunca tendría ni por asomo. Un dinero que ni siquiera deseaba tener, porque era corrosivo.

Siempre había llevado una vida sencilla. Las cosas se le habían complicado seis años antes, pero de todos modos, su vida era sencilla.

Y nada referente a Pascal Furlani lo era.

Tampoco su forma de reaccionar ante él.

Cecilia había olvidado que su presencia llenaba el sitio en que se hallaba, la habitación del hospital o, ahora, la iglesia, simplemente estando allí, con los negros ojos brillándole

El problema era lo fascinante que resultaba.

Había cambiado desde su marcha del hospital. Había ganado peso y parecía sólido, grande y fuerte, con poderosos músculos que indicaban cuánto cuidaba su cuerpo.

Pero Cecilia no quería pensar mucho en su cuerpo.

El cabello negro era el que recordaba. Lo llevaba muy corto y aumentaba la fascinación de sus negros ojos.

Parecía un centurión romano de nariz aquilina, labios sensuales y rasgos graves e impasibles.

Y ella odiaba saber cuál era su sabor.

–No eres bienvenido –le dijo–. Se lo dejé claro a tus espías. No hacía falta que vinieras hasta aquí.

–No tengo espías, Cecilia.

–Llámalos como quieras –quería levantarse, pero se contuvo porque hacerlo haría aún más evidente que a ella le frustraba la diferencia de poder. Así que se quedó inmóvil, mirándolo de forma desafiante, como si fuera él quien estuviera en el suelo.

–Me dijeron que formaban parte del consejo de administración de tu empresa. Me perdonarás si supuse que tenían algo que ver contigo. ¿O de verdad esperas que me crea que dos visitas, la tuya y la de tus subalternos, en tres semanas son una coincidencia?

–¿Han estado aquí miembros del consejo de administración?

Ella tardó unos segundos en asimilar su forma de decir «aquí», como si aquel pueblo, en el que había estado a punto de morir y había vuelto a nacer, estuviera tan por debajo de él que lo consternara la mera idea de que alguien de su consejo de administración lo visitara.

–Voy a decirte lo que les dije. No tienes nada que hacer aquí ni conmigo. Te marchaste. Así que no deberías haber vuelto ahora, sea cual sea la razón. No lo permitiré.

Los oscuros ojos de él brillaron.

–¿Ah, no?

–¿Qué quieres, Pascal? –preguntó apretando los dientes.

Él la miró desde su irritante altura.

–Creo que he venido a deshacerme de antiguos fantasmas.

–No reconocerías un fantasma aunque apareciera a los pies de tu cama, envuelto en cadenas y diciendo tu nombre con un gemido.

–¿Crees que tu recuerdo no me ha perseguido durante estos años, cara?

A ella no le gustó el apelativo cariñoso, como si fuera una cuchilla afilada con la que la quisiera cortar.

–Pues aquí estoy, a pesar de haberme jurado que no volvería.

–Pues te sugiero que te vuelvas por donde has venido y mantengas tu juramento.

Él no aceptó la sugerencia, sino que se quedó donde estaba y la examinó durante unos segundos.

–No sé por qué le interesas al consejo de administración de mi empresa –dijo al cabo de lo que a ella le pareció una eternidad–. No he mantenido en secreto esa parte de mi vida. Todos saben que estuve a punto de morir en las montañas y que aquello me cambió profundamente. He hablado de ello con frecuencia. ¿Por qué han venido ahora? ¿Qué esperaban encontrar, además de a una antigua amante?

Cecilia se quedó sin aliento. No se imaginaba cuál sería la expresión de su rostro. «Una antigua amante». ¿Era eso todo lo que ella significaba para él?

Pero trató de serenarse. Debía hacerlo, no reaccionar ante la opresión que sentía en el pecho, la dificultad para respirar ni la aceleración del pulso.

Todo ello lo atribuía al miedo, mientas Pascal la miraba con arrogancia e impaciencia. Sin duda se trataba de pánico. Una extraña sensación, muy parecida a la anticipación, de que sus peores miedos iban a tomar forma, lo quisiera o no.

Esa reacción la entendía. Le preocupaban más las otras, sobre todo esa sensación, en el bajo vientre, de que se derretía, porque le indicaban la terrible verdad de lo que sentía ante la vuelta de Pascal y que intentaba negar desesperadamente.

Se levantó y al hacerlo se alegró de parecer quién y lo que era: una mujer que se ganaba la vida fregando suelos. En nada se parecía a las mujeres consentidas que siempre iban del brazo de Pascal en las revistas. No era como ellas ni nunca lo sería. No era elegante. Los vaqueros le quedaban grandes y estaban rotos y sucios. Llevaba una vieja camiseta debajo de la camisa de manga larga que se había atado a la cintura. Su cabello estaba hecho un desastre, a pesar de llevarlo recogido con un viejo pañuelo.

Suponía que su aspecto sería trágico para alguien como él. Sin duda se estaría preguntando cómo se había rebajado a tocarla. Ella se hacía la misma pregunta.

Pero eso era bueno, porque debía marcharse para no volver. Y si ahora lo desagradaba era porque había tenido que convertirse en esa mujer para sobrevivir a su abandono. Si eso hacía que se fuera, estupendo.

–Creía que habrías tomado los hábitos –dijo él en un tono perverso que ella prefirió pasar por alto.

–Decidí no hacerme monja –no le dijo que por su culpa.

–Pensé que era eso lo que deseabas. ¿No era así?

–La gente cambia.

–De hecho, pareces muy cambiada; endurecida, podría decirse.

–Ya no soy esa joven estúpida de la que fácilmente se aprovechaban los soldados de paso, si te refieres a eso.

Él ladeó la cabeza. Le brillaban los ojos.

–¿Me aproveché de ti, Cecilia? Yo no lo recuerdo así.

–Lo recuerdes como lo recuerdes, eso fue lo que pasó.

–Dime, ¿cómo me aproveché exactamente? ¿Fue cuando te metiste en mi cama, en el hospital, me echaste la pierna por encima y nos condujiste a ambos a un final de locura?

Al oírlo, ella lo recordó todo. La maravilla de acogerlo en su interior, la locura, el mareo; sus grandes manos en las caderas y su intensa y hambrienta mirada.

No le habían explicado que el problema de la tentación era que te parecía haber llegado a casa envuelta en luz y gloria.

La sensación de que se derretía por dentro aumentó, pero se mantuvo inmóvil.

Porque no se trataba de ella.

–Me he preguntado a menudo cómo sería mantener una conversación contigo como esta –dijo cuando estuvo segura de parecer calmada y levemente aburrida, como si fuera mentira que, a lo largo de los años, el contenido de la conversación había ido cambiando y disminuyendo el número de preguntas. La practicaba ante un espejo–. Me resulta menos productiva de lo que imaginaba. No sé qué haces aquí. A mí, tu recuerdo no me ha perseguido.

Lo había hecho y lo seguía haciendo de forma furiosa, pero no iba a decírselo.

–¿No puede ser algo tan sencillo como volver a ver a una vieja amiga?

–Por favor, no éramos amigos.

Él sonrió, lo cual la sorprendió.

–Claro que lo éramos.

Sintió algo distinto del pánico en el pecho: el deseo.

Porque también recordaba otras cosas. Las largas tardes que se pasaba sentada al lado de su cama agarrándole la mano o secándole la frente. Los primeros días, cuando no se sabía si sobreviviría, le cantaba canciones alegres, intercaladas con canciones infantiles, destinadas a tranquilizarlo.

Cuando fue recobrando las fuerzas, él le contaba historias. No se creía que no conociera Roma, que no hubiera salido del valle. Le hablada de antiguas ruinas mezcladas con el tráfico, cafés en las aceras y hermosas fuentes. Más adelante, cuando ella ya había abandonado el noviciado y no podía dormir, porque le preocupaba el futuro o porque dormir era poco habitual en una mujer en su estado, miraba fotos en Internet de la ciudad que él le había descrito.

–En cualquier caso –dijo con firmeza– ahora no somos amigos. ¿Quieres saber por qué lo sé? Porque los amigos no se evaporan una noche, sin decir palabra.

Lamentó haberlo dicho. Ya no se trataba de ella, y, a decir verdad, nunca se había tratado de ella, que podía haber sido el campo o las montañas que él veía por la ventana. Simplemente, estaba allí. Era él quien se había estrellado con el coche, se había destrozado el cuerpo y se había dado el lujo de contar en entrevistas televisivas lo que la dramática experiencia le había enseñado.

Aunque ella no iba a reconocer que las había visto.

Mientras tanto, ella era la que solo podía recordar aquel valle, aquel pueblo, la comodidad del interior de la abadía y los consejos de las mujeres que creyó que un día serían sus hermanas.

Era cierto que él le había arrebatado todo aquello. Pero sabía que no debería haber mencionado aquella noche.

Y no le cupo la menor duda cuando la expresión de Pascal cambió. Sus ojos llamearon y apretó los labios.

De pie, ella pudo distinguir mejor lo que los años habían hecho a su físico. Siempre había sido hermoso, como si estuviera tallado en piedra blanda. Ahora parecía hecho de granito. Era muy ancho de espaldas, y el traje hecho a medida no disimulaba que tenía el torso fuerte y musculoso.

Y no lo recordaba tan alto. Tenía que alzar la cabeza para mirarlo, aunque ya no estaba arrodillada.

–Hablemos de esa noche –dijo él con esa voz oscura y aterciopelada.

Ella se lo había buscado. Podría decirle lo que había llevado en su interior todos esos años o, al menos, lo más importante, porque no tenía intención de volver a tener aquella conversación.

–¿De qué vamos a hablar? Me quedé dormida en tus brazos. Era la primera vez que lo hacía, ya que siempre nos habíamos visto a escondidas, de forma furtiva. Pero no esa noche. Me pediste que me quedara y lo hice. Y cuando me desperté, te habías ido para siempre. Por si no lo sabes, me desperté como me habías dejado: desnuda. Con el sol entrando por la ventana y la madre superiora a los pies de la cama.

Por aquel entonces, ella era capaz de interpretar todas las expresiones de su rostro, la forma de brillar de sus ojos. Pero, ahora, aunque vio que algo cambiaba en su rostro, no fue capaz de interpretarlo.

–¿Por eso no eres monja?

Cecilia se preguntó si sabía lo complejo de la pregunta.

«No soy yo quién para decirte lo que debes hacer, hija», le había dicho la madre superiora, cuando su estado se hizo evidente. «Eso es algo entre tú y Dios. Pero te conozco desde que eras una niña, te he visto crecer y me alegré al saber que querías unirte a las hermanas. Pero la verdad es que la orden es la única familia que conoces. Y me pregunto si verdaderamente quieres dedicarte a esta vida o si lo que más deseas es tener una familia. Y ahora vas a tener una propia. ¿De verdad quieres renunciar a ella?».

–Al final –dijo Cecilia– no era una buena opción para la orden.

–¿Que no eras una buena opción? Llevabas viviendo en la abadía casi toda la vida. ¿Cómo no ibas a ser perfecta para ellas? ¿Por qué dejaron que te fueras?

Ella lo fulminó con la mirada.

–Son preguntas interesantes, pero no si proceden de alguien que huyó una noche. Si tenías preguntas que hacerme, Pascal, me las podías haber hecho entonces.

–No hui –le espetó él–. Supongo que sabías, cara, que mi destino no estaba aquí.

Ella notó que había cerrado los puños y se obligó a abrirlos.

–Lo tuve claro cuando te fuiste.

–Ahora estoy aquí.

–Y seguro que, en cualquier momento, el cielo se abrirá y nos lloverán hosannas. Pero, hasta entonces, permíteme que no me sienta tan entusiasta.

–La Cecilia que recuerdo no me hablaría así –dijo él enarcando una ceja–. Recuerdo sus manos suaves y frías, su cantarina voz y sus pómulos siempre sonrosados.

–Esa chica era idiota. Murió hace seis años, cuando se percató de que no era la persona que imaginaba ser.

–No sé qué quieres decir.

–¿Ah, no? Creía que era una persona decente, íntegra y pura; una mujer que quería dedicar su vida a servir a los demás. Pero resultó que era malvada, lo bastante desvergonzada para hacer alarde de ello en la abadía en que me había criado, y tan estúpida que creí que el hombre que había provocado mi caída se quedaría a mi lado para ayudarme a tomar tierra. Pero, ¡ay!, no lo hizo.

–Me dijeron que todos mis pecados se me perdonarían si hacía lo que era inevitable, lo que iba a hacer de todos modos, y me marchaba.

–¿Cómo que te dijeron?

Él no contestó, sino que la examinó durante unos segundos mientras se acariciaba la mandíbula.

–Todavía tienes que explicarme lo que hacían aquí los miembros del consejo de administración. A ver si adivino quiénes eran. ¿Un señor anciano, de barba y cabello blancos, con bastón y tendencia a vestir como en la época victoriana? ¿Y otro más joven, su compañero, rechoncho y con un gran bigote?

Había descrito a los dos hombres con exactitud.

Ella se encogió de hombros.

–No me dijeron cómo se llamaban.

–Pero, por tu expresión, veo que eran los hombres que vinieron. ¿Por qué?

–Tu relato de haber escapado por los pelos de la muerte y de tu larga recuperación, en la que tuviste tiempo de urdir un plan para apoderarte del mundo, se ha convertido prácticamente en un cuento de hadas. Todo el mundo lo conoce.

–Me encanta que le hayas prestado tanta atención.

–A eso voy –dijo ella con frialdad–. No hacía falta prestarle atención porque estaba en todas partes. En la actualidad eres ubicuo, ¿verdad?

–Si por eso entiendes rico y poderoso, acepto la descripción con orgullo.

–Porque eso es lo único que te importa –ella no pudo callarse, porque quería asegurarse de que realmente se había convertido en un desconocido, de que el hombre que ella creía que era había sido producto de su imaginación–. El dinero, cueste lo que cueste, sin importar a quien hagas daño.

–¿A quién le hago daño? Siempre habrá ricos, Cecilia. ¿Por qué no iba a ser yo uno de ellos?

–Creo que la verdadera pregunta es a qué has venido –afirmó ella después de tragarse el nudo que tenía en la garganta porque el hombre al que había cuidado tantas semanas y al que creía distinto nunca había existido–. Quiero que te quede clara una cosa, Pascal. Nos gusta este tranquilo y remoto valle. Las hermanas dedican la vida al silencio contemplativo. Si desearan el ajetreo de la ciudad, irían a Verona. Lo que no necesitamos, ni los habitantes ni las monjas, son las intrigas que tus subordinados o tú os traigáis entre manos.

–Te he dicho –afirmó él con voz dura– que he venido a enfrentarme a un fantasma. Nada más.

–Sé que ese fantasma no soy yo. Puede que sea el hombre que eras cuando estabas aquí. Porque, si somos sinceros, a él también lo abandonaste esa noche.

Él no movió un músculo ni se apartó de ella como si lo hubiera pegado. Sin embargo, Cecilia tuvo la impresión de que había recibido un golpe.

–Pero eso es algo que puedes resolver solo. No me concierne.

Si seguía allí un minuto más, se olvidaría de sí misma. Y ya sabía lo que ocurría cuando se permitía olvidar, sobre todo si estaba con Pascal. Más aún, su vida era distinta y no quería cambiarla. Otra vez no.

Ella agarró el cubo y se dirigió a la puerta a un lado del altar que conducía a la sacristía pensando que podría atrincherarse en la iglesia, si era necesario. Faltaban horas para recoger a Dante y dudaba que un hombre como Pascal se quedara esperando. Se aburriría y, fuera cual fuera el capricho que lo había llevado hasta allí, se marcharía.

–Cecilia.

Oír su nombre y su voz la detuvo contra su voluntad.

–Me voy –dijo ella mirando una vidriera–. Lo que buscaras con este repentino regreso es asunto tuyo. No quiero tener nada que ver.

–Me has dicho que no podía quedarme con él. Dime quién es.

Ella seguía mirando la vidriera, pero había llegado el momento de la verdad. Había intentado llamarlo, desde luego, cuando comenzó a aparecer en las revistas y la televisión. Trató de cumplir con su deber para con él. Pero nunca había ido más allá de la centralita de la empresa. Dio igual con quien hablara y las promesas que le hicieron de que se pondrían en contacto con ella. Nadie lo hizo.

Tres años después, dejó de intentarlo.

Desde entonces, tenía la certeza de que se lo contaría a la primera oportunidad.

Pero no lo había hecho.

No se lo había explicado a los miembros del consejo de administración con la excusa de que no debían saber algo que Pascal aún ignoraba. Pero, en su fuero interno, estaba convencida de que no volvería a verlo.

Ahora estaba allí. Y, estúpidamente, le había lanzado la existencia de Dante al rostro. Ahora él acababa de preguntar directamente.

Era otra oportunidad de descubrir quién era ella y volvía a enfrentarse al hecho de que no era quién creía ser, ya que, por encima de todo, quería mentirle, decirle lo que fuera necesario para que se marchara, la olvidara y no se acercara a Dante bajo ningún concepto.

Cerró los ojos con fuerza y tragó saliva. Tenía la boca seca.

Y se dio la vuelta. Había hecho cosas más duras que aquella, como estar sentada en una cama del hospital, sin nada que la cubriera, mirando a la madre superiora y explicándole qué hacía allí. O como, cuando había empezado a notársele, verse obligada a dejar la abadía, el único hogar que conocía, y buscar una casa para vivir con su vientre cada vez más abultado y su eterna vergüenza.

Y ninguna de esas cosas había sido tan difícil como dar a luz.

Así que miró a Pascal, el hombre al que había amado y odiado; perdido, en cualquier caso.

No se engañaba creyendo que lo que iba a decirle cambiaría las cosas.

En realidad, pensaba que las empeoraría.

–Es tu hijo –su voz resonó en la iglesia–. Se llama Dante. No sabe que existes. Y no, antes de que me lo preguntes, no tengo intención de contárselo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

ESO ERA imposible.

Sus palabras no tenían sentido, por mucho que le resonaran a Pascal en la cabeza.

No retrocedió ante aquella imposibilidad ni cayó al suelo, sino que se quedó petrificado, como una estatua, mientras la miraba horrorizado y confuso.

«Tiene que haber un error», insistió en su interior un resto de racionalidad.

–¿Qué has dicho? –consiguió preguntarle, aunque la boca ya no le parecía suya.

Estaba seguro de haberla oído perfectamente, pero sus palabras seguían sin tener sentido. No podían tenerlo.

–No se trata de algo que quisiera contarte –contestó Cecilia alzando la barbilla de forma beligerante, lo cual tampoco tenía sentido.

Porque la dulce novicia que había conocido no era beligerante en absoluto.

–Te lo he dicho porque es lo justo. Así que ya lo sabes.

Y, sorprendentemente, asintió con la cabeza, como si el caso estuviera cerrado.

–Me parece que no te entiendo –dijo él con una voz que comenzaba a aparecerse a la suya.

Cecilia suspiró como si estuviera poniendo a prueba su paciencia.

–Tienes un hijo. No debería sorprendente. Por si no lo recuerdas, no dedicaste ni un minuto a pensar en algún método anticonceptivo. ¿Qué creías que sucedería?

Lo insultante e injusto de sus palabras lo hicieron salir de la parálisis.

–Me estaba recuperando de un accidente de coche en un hospital –respondió entre dientes–. ¿Cuándo iba a haber ido a comprar protección adecuada? Supuse que te habrías encargado tú.

–¿Que me habría encargado yo? –se echó a reír, lo cual estuvo a punto de hacer perder a Pascal los estribos. Pero ella no se dio cuenta o no le importó–. Me había criado en un convento, con monjas de verdad. Puede que te sorprenda que los detalles del uso del preservativo en las relaciones sexuales prematrimoniales no fuera un asunto que se planteara con frecuencia en las oraciones matinales.

Pascal se mesó el cabello. Le temblaban las manos, lo cual, en cualquier otro momento, lo hubiera horrorizado. Ahora solo lo notaba, pero debía seguir adelante porque, si no, sucumbiría a la ola que amenazaba con tragárselo.

–No puede ser que tenga un hijo –dijo en tono airado–. No puede ser.

Cecilia aspiró con fuerza. Y sus preciosos ojos lanzaron chispas.

–Pues lo tienes. Pero no te preocupes: está perfectamente y no te necesita –el brillo de sus ojos se intensificó y él lo recibió como un golpe en el pecho–. Así que ya puedes volverte a tus revistas, tus modelos de ropa interior o lo que te apetezca. Finge que no existimos. Lo llevas haciendo seis años.

–¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono? –preguntó él en voz baja. Creía que la intensa furia que sentía le había quemado las cuerdas vocales y que no volvería a hablar con voz normal–. No me dijiste que estabas embarazada.

–¿Cómo iba a hacerlo? –preguntó ella al tiempo que dejaba el cubo en el suelo de un golpe. Incluso dio un paso hacia él, como si buscara el enfrentamiento físico–. La primera vez que te vi en un periódico habían pasado dos años. ¿Antes? Desapareciste de la noche a la mañana. El ejército te había dado de baja, y, aunque no lo hubiera hecho, no me habría dado tu dirección. ¿Qué podía hacer?

–Sabías que era de Roma. Sabías…

–Muy bien, ¿qué crees que debía haber hecho? ¿Subir y bajar las escaleras de la plaza de España, embarazada, mientras te llamaba a gritos? O, mejor aún, ¿subir a la Fontana di Trevi con un recién nacido en brazos y pedir que alguien de la multitud me llevara hasta ti?

Que ella tuviera razón lo angustió aún más.

¿Cómo podía haber pasado? Se negaba a aceptarlo, a creerlo. Quería derruir con sus propias manos aquella iglesia, como si eso fuera a cambiar el modo en que ella lo miraba o a hacer que retrocedieran en el tiempo.

Como si fuera a salvarlo de la desagradable realidad de haberse convertido, sin saberlo, precisamente en lo que más odiaba.

–No dejas de hablar de revistas, lo que indica que me viste en alguna –afirmó, como si quisiera echarle la culpa a ella y librarse él–. Tenías que conocer la existencia de mi empresa, así que podías haberte puesto en contacto conmigo. Pero decidiste no hacerlo.

Su risa lo traspasó.

–Llamé varias veces a tu empresa. Nadie me tomó en serio. Supongo que no lo hicieron porque en todo aquel tiempo no habías vuelto por aquí.

–Ya me encargaré de aquellos que no te hicieron caso –aunque mientras lo decía sabía lo que probablemente había sucedido. Guglielmo habría rechazado todo anuncio de embarazo, sin comunicárselo, por considerar que provenía de una oportunista que intentaba aprovecharse de su éxito–. Pero si hubieras ido allí, no te habría negado la entrada.

Ella puso los ojos en blanco.

–Bueno es saberlo. Si me vuelves a dejar encinta y a abandonarme como si fuera un desperdicio, seguiré esa vía. Acamparé en el vestíbulo con mis hijos y esperaré. ¿Qué podría ir mal?

–¿Qué clase de persona tiene un hijo y no se lo comunica al padre? –una grieta se abrió en su interior y le resultó cada vez más difícil fingir que estaba enfadado, porque era algo mucho más profundo: una fisura catastrófica–. Han pasado seis años. ¿Sabes lo que has hecho?

–Perfectamente. Sabías dónde estaba. Sabías que era imperdonablemente ingenua. Tú tenías experiencia, como te encargaste de señalar más de una vez. Era indudable que sabías que si se tienen relaciones sexuales, sobre todo sin protección, cabe la posibilidad de que ocurra eso. No me preguntaste nada.

–¿Cómo te atreves a hacerme responsable?

–No voy a quedarme a escuchar sermones sobre responsabilidad de alguien como tú –le espetó ella. Se le acercó más y lo señaló con el dedo, como si fuera a sacarle un ojo–. Intenta ser un progenitor soltero: dar de comer, cambiar pañales, soportar los lloros sin motivo y las repentinas enfermedades. ¿Dónde estabas? Aquí no, desde luego, ocupándote de tu hijo.

–No podía ocuparme de algo que desconocía.

Ella volvió a señalarlo con el dedo y Pascal se percató de que no la intimidaba. No recordaba la última vez que le había sucedido algo así con otra persona. Y no, desde luego, con una mujer a la que, horas antes, consideraba un fantasma y a la que recordaba por su extremada dulzura.

–No me malinterpretes. Ser madre proporciona enormes alegrías; en caso contrario, la especie se habría extinguido. Pero a lo que me refiero es a mantener con vida a un minúsculo ser humano. Y tú hablas de lo dolido que te sientes porque decidiste evaporarte y eso tuvo consecuencias. Y una de ellas es el niño que contribuiste a crear.

Él palideció a causa de la furia y la angustia.

–¿Te atreves a hablarme de consecuencias?

–Yo he vivido con las tuyas, Pascal: un bebé maravilloso que se ha convertido en un niño de cinco años, a consecuencia de tu negligencia. Y, tras haberlo intentado un número suficiente de veces, no seguí dándome cabezazos contra la pared para intentar localizar a un hombre que ni siquiera me había dejado un número de teléfono. Decidí dedicarme a criar a mi hijo. Y lo hice.

–Cecilia…

–No esperaba que volvieras a aparecer por aquí. Tampoco espero que te quedes. Te comportas como si haber sabido que estaba embarazada hubiera podido cambiar algo. Pero te diré un secreto: no habría cambiado nada. ¿Por qué no nos ahorras el dramatismo y te vuelves a marchar?

Pascal se tambaleó y tuvo que agarrarse al banco más cercano para equilibrarse.

–Te conté…

Lo asaltó el recuerdo de las horas que ella había pasado al lado de su cama hablando y cuidándolo; de las cosas que él le había contado, porque aquella cama le parecía desconectada del mundo. ¿Por qué no hablar a una amable desconocida de sus sentimientos? ¿Por qué no compartir todo lo que guardaba en su interior? Lo había hecho. ¿Cómo iba a imaginarse ella que el hombre que había hecho eso ahora le daría la espalda y se marcharía?

–Te conté cómo me crié, lo que significaba ser el hijo bastardo de un hombre cruel e insensible. ¿Lo has olvidado?

Los ojos de ella parecían llenos de pesar.

–No lo he olvidado, pero uno dice toda clase de cosas cuando cree que está a punto de morir. Pero después, si se tiene una segunda oportunidad, la gente cambia y vive de manera muy distinta.

–Te lo conté. Sin embargo, decidiste hacerme esto y hacérselo a mi hijo cuando sabías que era lo último que consentiría.

El pesar de ella desapareció y volvió a alzar la barbilla, airada.

–Me dejé de preocupar de lo que consentirías o dejarías de consentir –dijo ella con una calma que a él volvió a parecerle una bofetada, cuando apenas se sostenía en pie–. Lo hice cuando me di cuenta de que no volverías y de que debería tener a nuestro hijo sola. Y después criarlo. Me planteé darlo en adopción, porque mi plan era ser monja, no madre –dijo con amargura.

De un rincón del cerebro de Pascal surgieron las historias de Cecilia sobre su infancia, pero las apartó, porque ella había querido…

–¿Quisiste renunciar a tu hijo, a mi hijo?

De nuevo le resultaba difícil asimilar sus palabras. Bastante malo era ya que hubiera ido allí por capricho y enterarse de que la mujer cuyo recuerdo llevaba años persiguiéndolo había mantenido a su hijo en secreto, para, además, pensar que podía haber vuelto y no saber lo que había perdido.

La fisura en su interior se agrandó.

–Sí, Pascal. Nunca había planeado tener un hijo yo sola. ¿Por qué no me iba a plantear darlo en adopción?

Pascal se acarició las cicatrices de la mandíbula, lo que le recordó que ya había sobrevivido a lo imposible.

Sin duda volvería a hacerlo.

De un modo u otro.

–Supongo que querrás que te dé las gracias por haber elegido ser madre –dijo con amargura–. Pero me resulta imposible. Quiero verlo.

No la miró al decirlo y tardó unos segundos en darse cuenta de que ella no respondía. Cuando volvió a mirarla, por la expresión de su rostro le pareció que estaba rumiando su decisión.

A Pascal se le ocurrió por primera vez que ella podría impedirle ver a su hijo.

¿Cómo podía indignarlo que le negara algo que desconocía al llegar al valle? ¿Cómo era posible que se conociera tan poco a sí mismo?

–Voy a enseñarte una fotografía, pero, desde luego, no voy a presentártelo. Tiene cinco años y, por lo que a él respecta, no tiene padre.

Pascal volvió a sentirse mareado y tan fuera de control como cuando su coche había caído montaña abajo. Era como revivir el accidente una y otra vez. Y volvía a sentirse roto en mil pedazos.

Se obligó a recordar que era el presidente y consejero delegado de una compañía internacional que lo había convertido en multimillonario, por lo que era indudable que podía enfrentarse a una pueblerina y al resto de aquella situación.

Lo único que debía hacer era impedir que los malditos sentimientos le dictaran sus reacciones.

Creía haberlo logrado hacía años, seis para ser exactos, cuando había recibido el aviso definitivo para que despertara, había recordado quién era y se había marchado.

Ella no había podido localizarlo. Él no había mirado atrás. Era deprimentemente habitual.

Carraspeó.

–Así que, ¿vives aquí con él, en la abadía?

–Tenemos casa propia.

Él miró el cubo al lado de ella.

–Si no vives en la abadía ni eres monja ni novicia, ¿por qué limpias la iglesia?

–Limpio.

Cuando él la miró sin comprender, ella volvió a alzar la barbilla con expresión desafiante, lo que a él ya estaba dejando de sorprenderlo.

–¿Limpias para ganarte la vida?

–Es lo que acabo de decirte.

Esa vez, él la entendió completamente. Sus palabras dejaron de ser un ruido en su cabeza. Volvió a sentirse él mismo, con menos sentimientos y más furia.

Le gustaba más esa versión de sí mismo que la anterior.

–¿Verdaderamente eres tan vengativa? –le preguntó en un tono de velada amenaza, con el poder por el que tanto había luchado y que no estaba dispuesto a ceder a una monja fallida. Cambió el peso de una pierna a la otra y se metió las manos en los bolsillos, sin dejar de mirarla–. Me has dicho que habías leído sobre mí. Sabías que tenía una empresa y me has dicho que habías llamado allí. Así que es indiscutible que sabías perfectamente que no soy pobre y que, por encima de todo, no dejaría que mi hijo se criara en la pobreza.

A Cecilia se le colorearon las mejillas y a él le dio la impresión que era la primera reacción sincera de ella que veía. Por eso se deleitó mirándola, como un hombre sediento ante un riachuelo en la montaña.

No podía ser por ninguna otra razón.

–Tu hijo no se está criando en la pobreza –le espetó ella–. No se sube a un jet para ir a comprar, por supuesto, pero tiene una vida plena. No le falta de nada. Y lamento que creas que limpiar es indigno de ti, pero, por suerte, yo no soy de la misma opinión. Me gano bien la vida. Me cuido y cuido de mi hijo. No todos necesitamos ser ricos.

–No todos pueden serlo, es cierto, pero resulta que estás criando al hijo y al heredero de un hombre que lo es.

–El dinero solo compra cosas, Pascal –afirmó ella con el desdén de alguien que no ha tenido que sobrevivir en uno de los peores barrios de una gran ciudad–. No te hace feliz, como puede verse con solo mirarte.

–¿Cómo lo sabes? –preguntó él en tono sepulcral.

Ella volvió a sonrojarse.

–Dante vive feliz conmigo, que es lo único que importa.

–Vives en mitad de la nada, rodeada de monjas y vacas. ¿Qué vida es esa para un niño?

–Hubo un tiempo en que creías que este valle era un paraíso. No ha cambiado. Si tú lo has hecho, no hace falta que soportes a las monjas y las vacas ni un minuto más. Vete ahora mismo.

–Creo que no me entiendes –dijo él casi con dulzura, lo cual se contradecía con la furia que sentía–. Soy Pascal Furlani y estamos hablando del único heredero de todo lo que he creado. Mi hijo y heredero no puede criarse así, tan lejos de todo lo que importa.

Ella frunció el ceño.

–Entonces es una suerte que tu apellido no aparezca en su certificado de nacimiento. No tienes que preocuparte de cómo se cría.

Pascal volvió a quedarse petrificado, mirándola como si pudiera hacerla desaparecer y convertirla en el fantasma que debería ser, en vez de ser la madre de otro hijo bastardo, pero esa vez el suyo.

El escándalo que se produciría cuando se descubriera, porque Pascal sabía por experiencia propia que esas cosas siempre se descubrían, lo convertiría en el peor de los hipócritas, ya que nunca había ocultado sus sentimientos hacia el comportamiento de su padre. La prensa sensacionalista se cebaría en él.

Al pensar en el escándalo, otra inquietud distinta se apoderó de él.

–¿Hablaste del niño a los miembros del consejo de administración?

–No quería que te lo contaran –respondió ella con furia–. No, no dije nada a dos completos desconocidos que recorrieron el pueblo haciendo preguntas groseras.

–Pero eso no implica que no te vieran o que no preguntaran a otro.

–Me daba igual lo que hicieran –parecía impaciente, un insulto más a añadir a los anteriores– con tal de que se fueran, que es lo que también quiero que hagas. Ahora mismo.

Pascal pensó en su hijo, su niño. Era demasiado, lo sobrepasaba. Pensar en los miembros del consejo de administración era distinto. Era más fácil pensar en lo que harían con esa información que en la información en sí misma.