4,99 €
El amor nunca duerme Carole Mortimer Durmiendo con el enemigo… A Gregorio de la Cruz le daba igual que la inocente Lia Fairbanks lo considerara responsable de haber arruinado su vida. Sin embargo, al comprender que no iba a lograr sacarse a la ardiente pelirroja de la cabeza, decidió no descansar hasta tenerla donde quería…. ¡dispuesta y anhelante en su cama! Lia estaba decidida a no ceder ante las escandalosas exigencias de Gregorio, a pesar de cómo reaccionaba su cuerpo a la más mínima de sus caricias. Sabía que no podía fiarse de él… pero Gregorio era un hombre muy persuasivo, y Lia no tardaría en descubrir su incapacidad para resistir el sensual embate del millonario a sus sentidos… Pasión junto al mar Andrea Laurence ¿Cómo iba a luchar contra un hombre con tanto dinero, con tanto poder y con un encanto al que no era capaz de resistirse? Un error cometido en una clínica de fertilidad convirtió a Luca Moretti en padre de una niña junto a una mujer a la que ni siquiera conocía. Y, una vez que lo supo, Luca no estaba dispuesto a apartarse de su hija bajo ningún concepto, pero solo contaba con treinta días para convencer a la madre, Claire Douglas, de que hiciera lo que él quería. Claire todavía estaba intentando superar la muerte de su marido cuando descubrió que el padre de su hija era un desconocido. Un rico soltero que no pensaba detenerse ante nada para conseguir la custodia de la niña.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 341
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca y Deseo, n.º 142 - junio 2018
I.S.B.N.: 978-84-9188-352-4
Portada
Créditos
Índice
El amor nunca duerme
Portadilla
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Pasión junto al mar
Portadilla
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
QUÉ HACE él aquí? –Lia fue incapaz de apartar la mirada del hombre que se hallaba al otro lado de la tumba abierta en la que no iban a tardar en introducir el ataúd de su padre.
–¿Quién…? Oh, no….
Lia ignoró el intento de su amiga por retenerla y se encaminó hacia el hombre moreno cuya peligrosa imagen había consumido sus días e invadido sus noches de pesadillas durante las dos semanas anteriores.
–No… Lia…
Lia ignoró a Cathy y avanzó hasta detenerse ante Gregorio de la Cruz. El mayor de los hermanos Cruz era un hombre alto, de aproximadamente un metro noventa. Era evidente que su pelo negro, ligeramente largo, había sido peinado por un peluquero. De complexión morena, su rostro era atractivo como el de un conquistador.
Pero Lia también sabía que era tan frío y despiadado como uno de ellos.
Era el implacable director del billonario imperio empresarial de la familia Cruz, un imperio que aquel hombre había erigido para sí mismo y para sus hermanos a lo largo de doce años a base de pura voluntad.
Y también era el hombre responsable de haber llevado al padre de Lia a tal estado de desesperación que había acabado sufriendo un mortal ataque al corazón hacía dos semanas.
El hombre al que Lia odiaba con cada célula de su ser.
–¿Cómo se atreve a venir aquí? –espetó.
Gregorio de la Cruz la miró con los ojos entrecerrados, unos ojos tan negros y carentes de alma como su corazón.
–Señorita Fairbanks…
–He preguntado que cómo se atreve a venir aquí –siseó Lia a la vez que apretaba los puños a sus lados con tal fuerza que sintió las uñas clavándose en las palmas de sus manos.
–Este no es el momento…
Las palabras de Gregorio, matizadas por un ligero acento, fueron interrumpidas por la vigorosa bofetada que Lia le propinó en la mejilla.
–¡No! –Gregorio alzó una mano para detener a dos fornidos hombres vestidos de negro que estaban a sus espaldas y parecían dispuestos a entrar en acción en respuesta a aquel ataque–. Esta es la segunda vez que me abofetea, Amelia. No pienso permitir que suceda una tercera vez.
¿La segunda vez?
Oh, cielos, era cierto. El padre de Lia los había presentado hacia dos meses en un restaurante. Ambos estaban comiendo con un numeroso grupo de gente, pero Lia solo había sido consciente de la penetrante mirada de Gregorio de la Cruz, mirada que apenas había apartado de ella después de las presentaciones. A pesar de todo se vio sorprendida cuando, al salir del servicio, lo encontró esperándola en el vestíbulo. Y se sorprendió aún más cuando Gregorio le dijo cuánto la deseaba antes de besarla.
Y aquel fue el motivo por el que lo abofeteó la primera vez.
En aquella época estaba comprometida y tanto ella como su prometido habían sido presentados a Gregorio antes de la comida, de manera que el comportamiento de este había estado totalmente fuera de lugar.
–A su padre no le habría gustado esto –dijo Gregorio en voz baja, con la evidente intención de que los demás asistentes al entierro no escucharan sus palabras.
Los ojos de Lia destellaron de rabia.
–¿Cómo puede saber lo que le habría gustado o no a mi padre si no sabía nada de él? ¡Excepto que está muerto, por supuesto! –añadió con vehemencia.
–Como ya le he dicho, no creo que este sea el momento adecuado para hablar de esto. Volveremos a hablar cuando esté más calmada.
–En lo que a usted se refiere, eso no va a suceder nunca –aseguró Lia con aspereza.
Gregorio reprimió la respuesta que tenía en la punta de la lengua, consciente de que la agresión de Amelia Fairbanks se había debido a la intensidad de su dolor por la pérdida de su padre, un hombre que siempre le había gustado y al que siempre había respetado, aunque dudaba que la hija de Jacob llegara a creerlo.
La prensa se había visto invadida de fotos de Lia desde la muerte de su padre, pero Gregorio la había conocido antes de aquello, la había deseado, y sabía que ninguna de aquellas imágenes le hacía justicia.
Su melena no era simplemente pelirroja, sino que estaba matizada por destellos dorados y color canela. Sus grandes ojos, de un profundo e intenso gris, tenían un círculo negro en torno al iris. Estaba comprensiblemente pálida, pero aquella palidez no mermaba en lo más mínimo el magnífico efecto de sus altos pómulos, de la suavidad de magnolia de su piel. Unas largas y oscuras pestañas enmarcaban aquellos hipnóticos ojos. Su nariz era pequeña y respingona, y sus carnosos labios formaban un arco perfecto sobre una resuelta y deliciosa barbilla.
Aunque esbelta, no era alta, y el vestido negro que llevaba parecía colgarle ligeramente, como si hubiera perdido peso recientemente.
A pesar de todo, Amelia Fairbanks era una mujer increíblemente bella y sensual.
Pero, teniendo en cuenta las circunstancias, el deseo que despertaba en él el mero hecho de mirarla resultaba completamente inapropiado.
–Hablaremos de nuevo, señorita Fairbanks –replicó con una firmeza que no admitía discusiones.
–Lo dudo mucho –dijo Lia con evidente desdén.
Pero volverían a verse. Gregorio se aseguraría de que aquel encuentro se produjera.
Su mirada se volvió más cautelosa antes de hacer una inclinación de cabeza y girar sobre sí mismo para encaminarse hacia la limusina negra que lo aguardaba fuera del cementerio.
–¿Señor De la Cruz?
Gregorio se volvió hacia Silvio, uno de sus guardaespaldas, que le estaba ofreciendo un pañuelo.
–Tiene sangre en las mejillas. De ella, no suya –explicó Silvio mientras Gregorio lo miraba con expresión interrogante.
Tomó el pañuelo y se lo pasó por la mejilla. Luego miró la mancha roja que había quedado en su blanquísima tela.
La sangre de Amelia Fairbanks.
Guardó el pañuelo en su bolsillo mientras volvía la mirada hacia ella. Amelia parecía muy pequeña y vulnerable, pero su expresión fue de serenidad mientras se inclinaba a dejar una rosa roja sobre el ataúd de su padre.
Quisiera ella o no, Amelia Fairbanks y él iban a verse de nuevo.
Gregorio ya llevaba dos meses deseándola, de manera que podía esperar un poco más antes de reclamar sus derechos sobre ella.
NO SABÍA que tenía tantas cosas acumuladas –murmuró Lia mientras entraba en el apartamento con una gran caja de cartón y la dejaba junto a otra docena acumulada en un lado del cuarto de estar. El resto estaba lleno de muebles–. Estoy segura de que no necesito la mayoría de las cosas y no sé dónde voy a ponerlas –añadió mientras miraba en torno a su nuevo y pequeño apartamento londinense, que constaba de una habitación, un baño y salón-cocina.
Suponía un gran contraste respecto a la mansión de tres plantas en la siempre había vivido con su padre.
Pero los mendigos no podían escoger. Aunque Lia no era exactamente una mendiga. Aún le quedaba parte del dinero que había heredado de su madre, pero el estilo de vida al que había estado acostumbrada a lo largo de sus veinticinco años de vida había pasado a la historia.
Todos los bienes y cuentas de su padre estaban legalmente bloqueados hasta que sus deudas quedaran saldadas, algo que aún llevaría meses, si no años. Y dada la situación financiera en que se había encontrado su padre antes de su muerte, Lia dudada que fuera a quedar nada.
Su casa familiar era uno de aquellos bienes y, aunque Lia podría haber seguido viviendo en ella hasta que hubiera una sentencia firme sobre las deudas, no quiso seguir allí sin su padre. Además, los tiburones financieros ya tenían sus fauces abiertas, dispuestas hacerse con todo lo que quedara de las Industrias Fairbanks.
Lia había utilizado su propio dinero para pagar el funeral de su padre, y la entrada de aquel apartamento. Había renunciado a todos sus cargos en las asociaciones benéficas con las que había colaborado y había tenido que buscarse un trabajo para tener un sueldo con el que poder alimentarse además de pagar la renta.
Había tomado las riendas de su vida, y le producía una peculiar satisfacción haber sido capaz de hacerlo.
Cathy se encogió de hombros.
–Supongo que cuando hiciste las cajas pensabas que necesitabas todo –dijo, aunque no añadió lo que ambas sabían: que en las cajas no solo había objetos de Lia, sino también montones de recuerdos de su padre.
Lia había tenido todas aquellas cajas almacenadas durante dos meses, mientras se alojaba en casa de su amiga Cathy y de su marido Rick. Aquello había supuesto un bálsamo para sus baqueteadas emociones, pero era una situación que no podía prolongarse para siempre, y por eso había decidido trasladarse a aquel apartamento.
Aunque ya había superado la terrible conmoción que supuso encontrar a su padre muerto en su despacho debido a un infarto fulminante, a veces anhelaba volver a sentir el entumecimiento de los sentidos del que había ido acompañada. La sensación de pérdida que sentía era constante y profunda, y aún la asaltaba en los momentos más inesperados.
–Creo que ya nos merecemos una copa de vino –dijo Cathy animadamente–. ¿Tienes idea de en cuál de las cajas puede estar?
Lia sonrió traviesamente y fue directa a la caja en la que sabía que estaban las botellas.
–¡Ta-chán! –exclamó a la vez que sacaba una.
Lia no sabía qué habría hecho sin Cathy y Rick tras la muerte de su padre. Eran amigas desde pequeñas y para Lia, Cathy era como una hermana. Pero sabía que no podía abusar de la amistad de su amiga.
–Deberías irte a casa a ver a tu marido –dijo mientras se sentaban en un par de cajas para disfrutar del vino–. Rick no te ha visto en todo el día.
Cathy frunció el ceño.
–¿Seguro que estarás bien?
–Seguro –dijo Lia cálidamente–. Voy a sacar lo justo para poder prepararme algo rápido de cenar antes de acostarme –añadió con un bostezo–. No solo tengo un nuevo apartamento que organizar, sino un nuevo trabajo al que enfrentarme mañana por la mañana.
Cathy se levantó y se puso la cazadora.
–Lo vas a hacer genial, verás.
Lia lo sabía. Tras los dos meses pasados desde la muerte de su padre no dudaba de su capacidad para cuidar de sí misma. A pesar de todo, aún le producía vértigo pensar en todos los cambios que había experimentado su vida desde la muerte de su padre. Aún le conmocionaba la palabra muerte, probablemente porque aún no podía creer que su padre se había ido de su vida para siempre.
Y no habría sido así si Gregorio de la Cruz no hubiera retirado su oferta de comprar Industrias Fairbanks. Aunque hubieran sido los abogados los que hubieran presentado la sentencia de muerte de su padre, Lia sabía que quien se encontraba tras todo aquello era Gregorio de la Cruz.
Su padre había sido testigo del declive de su empresa durante meses y, consciente de que estaba al borde de la bancarrota, decidió que no tenía otra opción que vender. Y Lia estaba convencida de que la repentina retirada de la oferta De la Cruz había sido la causante del infarto de su padre.
Y por eso odiaba a aquel hombre, aunque era consciente de la futilidad de su pretensión de vengarse de alguien tan poderoso como Gregorio de la Cruz era. No solo era inmensamente rico, sino que además era un persona fríamente distante y inalcanzable. ¡Incluso se había presentado acompañado por dos matones en el funeral de su padre!
A pesar de todo, sentía cierta satisfacción por haber podido abofetear el austeramente atractivo rostro de aquel español.
Pero según habían ido transcurriendo las semanas y los meses sin que se cumpliera la promesa que le había hecho Gregorio de la Cruz de que volverían a verse pronto, Lia casi había logrado apartar el recuerdo de su mente, sobre todo porque había tenido que centrarse en asuntos más inmediatos, como buscar alojamiento y un trabajo.
Y ya había logrado ambas cosas, pues se había asegurado un puesto de recepcionista en uno de los principales hoteles de Londres. Para evitarse complicaciones mientras buscaba trabajo, había utilizado el apellido de soltera de su madre, Faulkner. Al dueño del hotel debió gustarle de inmediato su aspecto y modales, pues casi enseguida le dio la oportunidad de hacer una prueba de un día como recepcionista, prueba con la que se quedó encantado.
El pobre hombre no sabía que Lia estaba muy acostumbrada a hallarse al otro lado de escritorio de recepción, reservando habitaciones en hoteles tan exclusivos como aquel por todo el mundo.
De manera que ahora tenía un nuevo apartamento y un nuevo trabajo.
Cathy tenía razón: Todo iba a ir bien.
Pero no si uno de sus vecinos tenía la brillante idea de llamar a su puerta justo cuando se hallaba tomando el delicioso baño con que había prometido premiarse al finalizar aquel agotador día.
Tenía que tratarse de uno de sus vecinos porque, excepto Cathy, nadie conocía todavía la dirección de su nuevo apartamento.
Aunque tampoco esperaba tener muchas visitas. Mucha gente a la que había considerado cercana, incluso amiga, había demostrado no serlo en cuanto dejó de ser Amelia Fairbanks, la hija del millonario Jacob Fairbanks. Incluso David había roto su compromiso con ella.
¡Pero se negaba a pensar en aquellos momentos en su exprometido! Y, después de cómo la había abandonado cuando más lo había necesitado, no pensaba volver a pensar en él nunca más.
Acudir a abrir envuelta en una toalla de baño no era precisamente la forma ideal de aparecer ante uno de sus nuevos vecinos, pero sería aún más grosero que no acudiera a abrir, pues las luces evidenciaban que había alguien en la casa.
Se detuvo ante la puerta de entrada y tomó la precaución de echar un vistazo a la mirilla, aunque no vio a nadie al otro lado. Afortunadamente, siempre estaba la cadena de seguridad para prevenir que alguien entrara a la fuerza.
La razón por la que su visitante no estaba a la vista se hizo evidente en cuanto Lia abrió la puerta y vio a Gregorio de la Cruz al otro lado.
Su primer impulso fue cerrar de golpe la puerta, pero Gregorio se lo impidió introduciendo rápidamente un pie calzado con un carísimo zapato italiano de cuero entre la puerta y el quicio de esta.
–¿Qué hace aquí? –preguntó Lia entre dientes mientras presionaba la puerta con todas sus fuerzas.
Gregorio vestía uno de sus oscuros trajes de sastre con una camisa blanca y una corbata de seda gris con el nudo perfecto. Unido a su pelo, ligeramente revuelto, parecía un modelo de pasarela.
–Parece que ha tomado por costumbre hacerme esa pregunta cada vez que me ve –respondió con calma–. Tal vez sería mejor que en el futuro anticipara la posibilidad de verme cuándo y dónde menos lo espera.
–¡Váyase al diablo! –espetó Lia a la vez que trataba de cerrar la puerta sin ningún éxito.
–¿Qué lleva puesto? O, más bien, ¿qué no lleva puesto?
Gregorio se vio completamente distraído ante la visión de los hombros desnudos de Lia, aún húmedos a causa del baño y el pelo sujeto informalmente en lo alto de la cabeza.
–¡Eso no es asunto suyo! –replicó Lia, ruborizada–. Váyase de inmediato, señor De la Cruz, o me veré obligada a llamar a la policía.
Gregorio arqueó una de sus morenas cejas.
–¿Por qué motivo?
–¿Qué le parece acecho y acoso? Pero no se preocupe. Le aseguro que ya se me habrá ocurrido algo adecuado mientras llegan.
–No estoy preocupado. Solo quiero hablar con usted.
–No tiene nada que decir que me interese escuchar.
–Eso no puede saberlo.
–Claro que lo sé.
Gregorio no era precisamente conocido por su paciencia, pero había esperado dos largos y tediosos meses antes de decidirse a localizar de nuevo a aquella mujer. Pero era evidente que el paso del tiempo no había hecho que sus emociones fueran menos volátiles ni que su resentimiento amainara.
Decir que él se había sentido conmocionado por la muerte de Jacob Fairbanks habría sido un eufemismo, aunque sin duda debía haber supuesto una gran tensión para este y su negocio haberse visto sometidos al escrutinio de la implacable reguladora financiera FSA. Aún seguían investigando y todos los activos y bienes de Fairbanks permanecían congelados.
Gregorio estaba convencido de que la causa de la investigación iniciada por la FSA sobre la empresa de Fairbanks había sido la retirada de la oferta que había hecho Industrias De la Cruz. Pero él no podía ser considerado responsable de las malas decisiones económicas que habían llevado a Jacob Fairbanks al borde de la quiebra. Ni de su muerte a causa de un infarto fulminante.
Pero, al parecer, Amelia Fairbanks sí lo consideraba culpable.
–¿No ha traído hoy a sus gorilas? –preguntó Lia burlonamente–. ¡Es muy valiente enfrentándose a solas a una mujer de metro sesenta y cinco!
–Silvio y Raphael están esperando fuera, en el coche.
–Por supuesto –dijo Lia en tono despectivo–. ¿Lleva un botón del pánico que pueda pulsar para que vengan corriendo?
–Se está comportando de un modo muy infantil, señorita Fairbanks.
–Simplemente me estoy comportando como alguien que trata de librarse de una visita no deseada –la mirada de Lia pareció destellar cuando añadió–. Y ahora, haga el favor de quitar su maldito pie de la puerta.
La mandíbula de Gregorio se tensó.
–Necesitamos hablar, Amelia.
–No, no necesitamos hablar. Y Amelia era el nombre de mi abuela. Mi nombre es Lia, y no es que le esté dando permiso para utilizarlo. Solo mis amigos tienen ese privilegio –añadió con aire despectivo.
Gregorio sabía con certeza que él no era uno de aquellos amigos. Pero, desafortunadamente para ella, Gregorio no sentía lo mismo. Y no solo quería ser amigo de Lia, sino que tenía intención de convertirse en su amante.
Doce años antes, cuando sus padres murieron, él y sus dos hermanos pequeños tan solo heredaron un viejo viñedo. Gregorio se empeñó en conseguir que prosperara y en aquellos momentos él y sus hermanos poseían unos viñedos de los que podían sentirse muy orgullosos, así como diversos negocios por todo el mundo.
Deseó a Lia en cuanto la conoció y, acostumbrado a conseguir todo aquello que se proponía, no pensaba parar hasta conseguirla.
Casi estuvo a punto de sonreír al imaginar cómo reaccionaría si se lo dijera.
–En cualquier caso, necesitamos hablar. Si no le importa abrir la puerta y vestirse…
–Hay dos errores en esa exigencia.
–Ha sido una petición, no una exigencia.
Lia alzó sus cejas color castaño rojizo.
–Viniendo de usted es una exigencia. Pero no pienso abrir la puerta ni vestirme. No me interesa nada que pueda tener que decirme. Mi padre está muerto por su culpa –las lagrimas hicieron brillar los ojos grises de Lia–. Váyase, señor De la Cruz, y llévese su sentimiento de culpabilidad consigo.
–No tengo ningún sentimiento de culpabilidad.
–Por supuesto, cómo iba a tenerlo –Lia lo miró con desprecio–. Los hombres como usted arruinan vidas a diario, de manera que ¿qué más da una más?
–Está siendo demasiado melodramática.
–Estoy exponiendo los hechos.
–¿Los hombres como yo?
–Tiranos ricos y despiadados que arrasan con todo lo que se interpone en su camino.
–No siempre he sido rico.
–Pero siempre ha sido despiadado… y sigue siéndolo.
Gregorio había hecho lo que había hecho por su propio bien y el de sus hermanos. En el mundo de los negocios si no engullías te engullían, y no había tenido más remedio que volverse despiadado. Pero aquello era lo último que quería ser con Lia.
Movió la cabeza.
–No solo está siendo excesivamente dramática, sino que está completamente equivocada en lo referente a sus acusaciones. Con respecto a su padre y a todos lo demás, algo de lo que podría enterarse si me dejara pasar para hablar.
–Eso no va a suceder.
–No estoy de acuerdo.
–En ese caso, prepárese para asumir las consecuencias.
–¿Y eso qué quiere decir?
–En estos momentos me estoy conteniendo, pero si insiste en su acoso le prometo que tomaré las medidas legales adecuadas para que no le permitan acercarse más a mí.
Gregorio alzó una ceja con expresión irónica.
–¿Qué medidas legales?
–Una orden de alejamiento.
Gregorio nunca había experimentado tantas ganas de estrangular y besar a la vez a una mujer.
–¿Y no necesitaría contratar los servicios de un abogado para lograrlo?
Lia se ruborizó intensamente ante la evidente referencia de Gregorio al hecho de que David Richardson ya no era ni su abogado ni su prometido.
–¡Miserable!
Gregorio había lamentado aquel comentario en cuanto lo había hecho. Pero tampoco podía retirarlo, y tan solo era la verdad. Sacó la cartera del bolsillo interior de la chaqueta y extrajo de ella una tarjeta.
–Ahí está mi teléfono privado –dijo a la vez que la alargaba hacia Lia–. Llámeme cuando esté preparada para escuchar lo que quiero decirle.
Lia miró la tarjeta como si fuera un víbora.
–Eso no sucederá nunca.
–Tome la tarjeta, Lia.
–No.
La frustración del español se hizo evidente en la firmeza que adquirió su mandíbula. Lia estaba segura de que no estaba acostumbrado a que lo trataran de aquel modo. A lo que estaba acostumbrado era a dar órdenes.
Pero ella no tenía ningún problema para decir no a Gregorio de la Cruz.
Lia no recordaba a su madre, porque murió en un accidente cuando ella era un bebé. Pero, a lo largo de toda su vida, su padre había sido una constante; siempre allí, siempre dispuesto a escucharla y a pasar ratos con ella. Los lazos que los unían eran muy fuertes. Cuando su padre murió Lia no solo perdió al padre, sino también a su mejor amigo y confidente.
–Le pido por última vez que se vaya, señor De la Cruz –dijo con toda la firmeza que pudo mientras una intensa sensación de pesar se adueñaba de ella.
Gregorio frunció el ceño al ver la repentina palidez del rostro de Lia.
–¿Tiene alguien que se ocupe de usted? –preguntó.
Lia parpadeó en un intento de liberarse de la sensación de profundo agotamiento que se estaba adueñando de ella.
–¿Si le digo que estoy sola se ofrecerá a entrar para prepararme una taza de chocolate, como solía hacer mi padre cuando me veía preocupada o disgustada?
–Si eso es lo que desea –contestó Gregorio.
–No puedo tener lo que más deseo –dijo Lia débilmente.
Gregorio no necesitó que le dijera que lo que más deseaba era que su padre regresara. La desolada expresión de Lia, las sombras de sus ojos, sus temblorosos labios mientras se esforzaba por contener las lágrimas fueron suficiente.
–¿Puedo avisar a alguien para que venga a hacerle compañía?
Lia permaneció en silencio y Gregorio notó que se tambaleaba. En aquellos momentos parecía tan frágil que una leve brisa habría bastado para hacerle perder el equilibrio.
–Quite el cierre y déjeme entrar –dijo en su tono más dominante, un tono que desafiaba a cualquiera a desobedecerlo.
Lia trató de negar con la cabeza, pero incluso aquel movimiento supuso demasiado esfuerzo.
–No estoy segura de poder hacerlo –dijo con un hilo de voz.
–Alce lentamente la mano derecha y deslice la cadena –Lia hizo lo que le decía–. Así. Un poco más –añadió con paciente suavidad–. Ya está.
Gregorio respiró de alivio cuando cayó la cadena y pudo abrir la puerta. Lo hizo sin prisa, con delicadeza y entró en el apartamento.
Por fin iba a estar a solas con Lia.
A OJOS DE Gregorio, el apartamento estaba hecho una auténtico caos. Había cajas por todos lados, muebles colocados en cualquier sitio, y en la cocina parecía haber habido una explosión de utensilios.
No era de extrañar que Lia estuviera agotada.
Lia logró despejarse un poco cuando escuchó el ruido de la puerta al cerrarse. No estaba completamente segura de cómo había sido, pero Gregorio de la Cruz estaba dentro se su apartamento. Su profunda voz, hipnótica y resonante, le había ordenado soltar la cadena y ella se había sentido demasiado exhausta como para no obedecerle.
En los confines del apartamento Gregorio parecía aún más grande, más alto, más oscuro, y directamente peligroso. Era como estar encerrado en una habitación con una pantera. Sus hombros parecían enormes bajo la chaqueta, el pecho definido y musculoso, la cintura estrecha, los muslos poderosos…
Cuando Lia alzó la mirada hacia su rostro fue inmediatamente atrapada por unos brillantes ojos de intenso color negro.
–Yo…
–Te conviene sentarte, o podrías caerte aquí mismo –mientras decía aquello, Gregorio retiró varios objetos de un sillón cercano y tomó a Lia del brazo para ayudarla a sentarse–. ¿Tienes coñac?
–Vino –contestó Lia con un lánguido gesto de la mano en dirección a la cocina.
Gregorio encontró rápidamente la botella y sirvió un poco en un vaso antes de volver junto a Lia.
–Toma –dijo, y ella aceptó el vaso con mano temblorosa–. ¿Has comido algo hoy?
–Um… unos cereales con leche por la mañana y una tostada por la tarde… creo…
Gregorio manifestó su desagrado con un intenso fruncimiento de ceño y se volvió de nuevo hacia la cocina. Pero tan solo encontró una botella de leche medio vacía y un paquete de mantequilla.
–No tienes comida –dijo en tono casi acusador.
–Tal vez se deba a que solo hace unas horas que me he mudado.
Gregorio sonrió al captar el regreso del sarcasmo al tono de Lia. Esperaba que fuera indicio de que se encontraba mejor.
–Por cierto… ¿cómo ha sabido que me he mudado aquí hoy? –preguntó Lia con suspicacia.
Gregorio había estado al tanto de todos los movimientos de Lia desde hacía dos meses, y había recibido informes diarios de su jefe de seguridad sobre ella.
No había duda de que Lia lo consideraría una intromisión en su vida, pero Gregorio estaba convencido de que el asunto Fairbanks aún no había terminado, y, entretanto, quisiera o no, Lia iba a aceptar su protección.
–Bébete el vino –ordenó mientras sacaba el móvil de su bolsillo.
–Escuche, señor De la Cruz…
–Llámame Gregorio. O Río, si lo prefieres. Así es como me llaman mis familiares y amigos.
–Pero yo no soy ninguna de esas cosas, y no tengo intención de llegar a serlo –replicó Lia con la barbilla ligeramente alzada–. ¿Qué hace? –preguntó con el ceño fruncido al ver que Gregorio estaba a punto de ponerse a hablar por teléfono.
–Tenía intención de invitarte a cenar, pero después de comprobar lo cansada que estás voy a pedir que nos traigan aquí la cena.
Lia empezaba a preguntarse si se habría quedado dormida en el baño y estaría teniendo una pesadilla. No era posible que Gregorio de la Cruz estuviera en su apartamento pidiendo la cena para ambos.
Pero el hombre que tenía ante sí parecía muy real, alto, musculoso.., y muy mandón.
Tras los meses de tormento que acababa de pasar por su culpa, aquella situación resultaba surrealista.
«Estás siendo un poco injusta», murmuró una vocecilla en el interior de la cabeza de Lia.
Gregorio no era responsable del declive de la empresa de su padre, ni de los problemas de la economía. Y había estado en su derecho de retirar su oferta por las empresas Fairbanks si había decidido que la compañía no era viable.
Pero Lia creía que la retirada de aquella oferta había llevado a la muerte a su padre. Y si debía culpar a alguien por ello, Gregorio de la Cruz era la persona obvia.
En cuanto terminó la llamada, Gregorio fijó sus penetrantes ojos negros en ella.
El corazón de Lia latió más deprisa al notar que algo se agitaba en las frías profundidades de aquellas oscuras órbitas. Algo parecido a una llamita prendió en su interior, una llama que comenzó a hacerse más intensa por momentos, dejando la habitación sin aire, al igual que sus pulmones.
Tragó saliva. El corazón le estaba latiendo con tal fuerza que temió que Gregorio pudiera escucharlo. Aquel hombre ya la había besado una vez y, aunque Lia lo había abofeteado por ello, nunca lo había olvidado.
–En realidad no tengo hambre –dijo a la vez que se levantaba para dejar el vaso de vino en la encimera de la cocina. Titubeó ligeramente al darse cuenta de lo cerca que estaba Gregorio de ella.
–Supongo que has pasado una temporada sin apetito –reconoció Gregorio con suavidad–. Pero eso no significa que tu cuerpo no necesite sustento.
¿Por qué sonó aquello tan íntimo a oídos de Lia? ¿Estaría hablando de comida? ¿O de otra cosa?
Lia reconoció el brillo que había en la mirada de Gregorio exactamente por lo que era: deseo. Un deseo intenso, ardiente. Por ella. Un deseo que ya le había demostrado cuatro meses atrás y que, obviamente, aún sentía.
Dio un pasó atrás, pero Gregorio dio otro hacia delante.
Lia se humedeció los labios con la punta de la lengua.
–Creo que ahora debería irse.
–No –murmuró Gregorio, tan cerca de ella que Lia pudo sentir su aliento en la sien.
–No puede decir que no.
–Acabo de hacerlo –replicó Gregorio con satisfacción.
Lia parpadeó.
–Esto es una locura –debía estar loca, desde luego, porque una parte de sí misma estaba respondiendo a la parpadeante llama que brillaba en aquellos ojos color carbón.
Sentía la piel increíblemente sensibilizada, los pezones le cosquilleaban y se estaba humedeciendo entre los muslos.
–¿Lo es? –preguntó Gregorio a la vez que alzaba una mano para apartar con delicadeza un mechón de pelo de la frente de Lia.
–Sí…
La muerte de su padre y la deserción de David implicaban que hacía bastante tiempo que nadie tocaba a Lia, sin contar los abrazos de su amiga Cathy por supuesto. Pero el cuerpo de Lia anhelaba otra clase de contacto físico.
Pero aquel hombre era un tiburón financiero que no sentía el más mínimo reparo en tragarse a los peces chicos. También era un hombre que llevaba una mujer distinta del brazo cada vez que aparecía en la prensa. Normalmente eran altas y rubia y, además de quedar muy bien a su lado, sin duda compartían su cama de noche.
Pero Lia no era ni alta ni rubia.
Y tampoco estaba en venta.
Dio un paso atrás con toda la firmeza que pudo.
–Voy a ir a mi dormitorio a vestirme. Le aconsejo que no siga aquí cuando salga.
Gregorio esbozó una sonrisa.
–Suelo escuchar los consejos, pero raras veces los sigo.
–¿Acaso siempre tiene razón?
La sonrisa de Gregorio se ensanchó.
–Tengo la sensación de que, responda como responda a esa pregunta, elegirás retorcerla para que se adapte a tus propósitos, o, más bien, para que encaje con la opinión que te has formado de mí sin siquiera conocerme.
Lia lo miró con impaciencia.
–Sé lo suficiente como para que no me apetezca que siga aquí.
–Y, sin embargo, aquí estoy.
–¡Quiero que se vaya de una vez de mi apartamento! No sé a qué jueguecito está jugando, pero no me interesa.
Gregorio se puso serio.
–No me dedico a jugar, Lia.
–Resulta extraño escuchar eso, porque estoy segura de que ahora mismo está jugando a algo.
Gregorio respiró profundamente.
Era lógico que Lia desconfiara de él, que incluso creyera que tenía motivos de sobra para que no le gustara, pero la reacción de la que acababa de ser testigo en su cuerpo revelaba que lo deseaba tanto como él a ella.
Si no había más remedio, podía esperar a satisfacer aquel deseo. Y, al parecer, así iba a ser.
–Estoy de acuerdo. Deberías ir al dormitorio a vestirte.
–Muchas gracias, ¡pero no necesito su permiso para hacer nada!
Gregorio entrecerró los ojos.
–La cena no tardará en llegar.
–Ya le he dicho que no quiero nada.
Gregorio contempló pensativamente a Lia durante un momento.
–¿Tenía tu padre algún límite que no era conveniente cruzar?
–Sí –contestó Lia, ligeramente desconcertada a pesar de sí misma.
–Y estoy seguro de que sabías muy bien hasta qué punto podías acercarte a esa línea.
–Sí…
–Yo acabo de alcanzar mi propia línea –dijo Gregorio con calma.
–¿Y se supone que eso debería asustarme?
Gregorio estaba a punto de contestar cuando sonó el timbre de la puerta.
–Debe ser Silvio con la comida. Ve a vestirte –ordenó Gregorio con aspereza–. A menos que quieras que Silvio te vea tan solo con una toalla.
Lia tuvo la impresión de que aquello le preocupaba más a él que a ella. Tuvo la tentación de seguir exactamente como estaba, aunque solo fuera para irritarlo aún más.
Pero sabía que se sentiría mucho más cómoda vestida, de manera que giró sobre sus talones para encaminarse hacia su dormitorio, consciente de la ardiente mirada de Gregorio mientras se alejaba.
Una vez en el dormitorio, Lia tuvo que apoyarse de espaldas contra la puerta y respiró profundamente varias veces. ¿Qué estaba pasando allí? Porque era obvio que estaba pasando algo.
Dos meses atrás Gregorio le había asegurado que volverían a verse y así había sido. Y no parecía tener intención de ocultar el hecho de que aún la deseaba.
Y la respuesta de su traicionero cuerpo había sido mucho más intensa de lo que estaba dispuesta a reconocer.
¡Aquel hombre era nada menos que Gregorio de la Cruz, responsable de haber allanado el camino de su padre hacia la tumba!
¿Desde cuándo había dejado de considerarlo culpable?
No era así… ¿O sí…? No, por supuesto que no.
Gregorio era un hombre duro, despiadado, y asustaba. Y también tenía diez años más que ella, con la experiencia añadida que aquello suponía.
¡Cielo santo! ¡Debía estar mucho más necesitada de calor humano de lo que creía si se había sentido físicamente excitada por un hombre al que debería odiar!
–¿Y bien?
La respuesta de Lia fue un ronco «mmm» mientras mojaba en la salsa de mantequilla otro espárrago antes de comérselo con evidente placer.
Cuando, ya vestida con unos ceñidos pantalones negros y un jersey gris oscuro que iba a juego con sus ojos, había regresado al cuarto de estar, encontró a Gregorio sin la chaqueta ni la corbata y con la camisa arremangada, terminando de preparar la mesa en la que estaba la comida que acababan de traer.
Tras asegurar que no tenía hambre, Lia había devorado los suculentos langostinos con aguacate con evidente fruición, seguidos del bistec con patatas asadas y los espárragos. También había bebido dos vasos de vino tinto para acompañar la comida, lo que parecía indicar que le había gustado la selección de Gregorio de uno de los vinos más especiales de sus propios viñedos.
Aunque Gregorio también encontró la comida tan deliciosa como siempre, de lo que más disfrutó fue de ver a Lia comiendo. Según fue pasando el rato el color volvió a sus mejillas, al igual que el brillo de sus ojos. Estaba claro que llevaba una larga temporada sin comer como era debido.
Y Gregorio estaba decidido a impedir que aquello volviera a suceder.
Finalmente, sin que se hubiera producido la más mínima discusión o tensión durante el transcurso de la comida, Lia dejó el tenedor y el cuchillo en su plato vacío y suspiró.
–Casi había olvidado cuánto solía gustarme la comida de Mancini.
Gregorio notó que había hablado en pasado. El mundo de Lia se había puesto de pronto patas arriba y ya no podía permitirse comer en restaurantes tan exclusivos.
–Estaba todo delicioso, gracias –añadió Lia con cierta incomodidad–. Pero ha sido un día muy largo y creo que lo que necesito ahora es dormir unas cuantas horas.
Gregorio tuvo que reconocer que parecía realmente cansada. ¿Y qué más daban un par de días más después de haber esperado tanto tiempo?
Miró en torno al desorden que reinaba a su alrededor.
–¿Quieres que venga mañana a ayudarte a terminar de colocar las cosas?
–¿Por qué estás siendo tan amable conmigo? –preguntó Lia con el ceño fruncido.
Gregorio se encogió de hombros
–Resulta agradable ser amable contigo.
Lia entrecerró los ojos. ¿Cuáles serían las intenciones de aquel hombre? ¿Desconcertarla y aturdirla para luego atacar?
Cathy no la iba a creer cuando la llamara al día siguiente por teléfono para contarle la inesperada visita de Gregorio y cómo habían acabado cenando juntos.
Ni ella misma estaba segura de poder creerlo.
Cada vez le costaba más esfuerzo pensar en aquel hombre como el monstruo que había contribuido a destruir a su padre. Fuera como fuese, no había dejado de tratarla con respeto y amabilidad.
Lia se levantó para indicar que había terminado y que Gregorio debería irse.
Pero Gregorio ignoró la indirecta y permaneció sentado.
–Aún no hemos comido el postre.
–Por mí puedes llevártelo. No podría probar ni un bocado más.
–No querría que te privaras de la exquisita tarta de chocolate de Mancini.
Lia no ocultó su sorpresa.
–¿De verdad te ha enviado su famosa tarta de chocolate?
–Nos la ha enviado –corrigió Gregorio.
–No podía saber que ibas a cenar conmigo.
–Lo sabía. He hablado con él personalmente y le he pedido que enviara todos tus platos favoritos.
Lia abrió los ojos de par en par.
–¿Le has dicho que íbamos a cenar juntos?
Gregorio la observó un momento.
–¿Supone algún problema?
–Para mí no.
–Para mí tampoco.
Desde luego, Gregorio no parecía preocupado por haber contado a un tercero que iba a cenar con la hija de Jacob Fairbanks. Teniendo en cuenta la velocidad con que se habían esfumado sus supuestos amigos y su prometido, Lia encontraba como mínimo peculiar el comportamiento de Gregorio.
–Eres un hombre extraño –dijo lentamente.
–¿En buen o en mal sentido? –preguntó Gregorio mientras se levantaba.
–Aún no lo he decidido.
Gregorio sonrió y Lia miró instintivamente sus sensuales labios.
–Cuando lo decidas, házmelo saber.
–Eres diferente a lo que había imaginado.
–¿En qué soy diferente?
–Aquella noche en el restaurante… cuando me besaste, pensé que no eras más que otro cretino arrogante al que no le gustaba escuchar la palabra no.
–Una de las dos cosas, desde luego.
Lia no necesitaba que Gregorio le explicara que no le gustaba escuchar un no por respuesta. No había duda de que era un hombre arrogante, pero también había algo más.
–¿Has dicho que no siempre fuiste rico?
–No –contestó Gregorio–. Cuando terminé mis estudios de empresariales volví a España y me encontré con que el viñedo familiar estaba prácticamente en la ruina. Varios años de sequía y malas cosechas casi habían acabado con él. Pero mis dos hermanos pequeños aún tenían que ir a la universidad, de manera que dejé mi vida en suspenso y me dediqué a asegurarme de que pudieran hacerlo.
–¿Y entonces fue cuando fundaste el negocio De la Cruz?
–Sí.
–¿Y sigue tu vida en suspenso?
Gregorio observó a Lia sin ocultar su admiración.
–Evidentemente no.
Lia negó con la cabeza.
–Creo que no sería buena idea que volviéramos a vernos.
Gregorio no ocultó su decepción al escuchar aquello.
–¿Por qué no?
Lia evitó su mirada.
–Además de por lo obvio, ya no pertenezco a ese mundo.
–¿Lo obvio…?
–Te considero en parte responsable de la muerte de mi padre –ya estaba dicho. Lo había expresado con claridad para que no hubiera dudas sobre los motivos por los que consideraba necesario mantenerse alejada de aquel hombre, que la inquietaba y alteraba como no lo había hecho ningún otro hasta entonces, incluyendo a su exprometido.
–Siento que pienses eso –contestó Gregorio pausadamente–. Y puedes pertenecer al mundo que quieras –añadió con arrogancia.
–No puedo creer que seas tan ingenuo. Mi padre ha muerto y prácticamente todos mis amigos se han esfumado. He perdido mi casa y los negocios de mi padre están siendo sometidos a una implacable investigación. Las asociaciones benéficas con las que solía colaborar no quieren saber nada del nombre Fairbanks asociado con ellos. Ahora vivo en este diminuto apartamento y empiezo en un nuevo trabajo el lunes.
–Nada de eso cambia lo que eres en esencia.
–¡Ya no sé quién soy! –replicó Lia–. Trato de decirme que nada de todo eso importa ya. Que esta es mi vida ahora, pero…
–¿Pero…?
–Pero en realidad me estoy mintiendo a mí misma –Lia se enfadó consigo misma al notar que su voz se había quebrado a causa de la emoción–. Y tú te estás mintiendo a ti mismo si crees que siendo amable conmigo y invitándome a cenar lograrás que olvide lo sucedido.
–Ningún muro es insuperable si las dos personas implicadas no quieren que esté ahí.
–Pero yo quiero que esté ahí.
–¿Estás segura de eso?
Lia no supo cómo había sucedido, pero de pronto se encontró a pocos centímetros del poderoso cuerpo de Gregorio, del que emanaba una tentadora calidez.
–Tienes que irte ahora –murmuró.
–¿En serio?
–¡Sí!