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Deseo escondido Jane Porter Lo último que podía esperarse… ¡Sentirse atraída hacia su marido de conveniencia! Clare Redmond se retiró del mundo, embarazada y de luto por la muerte de su prometido, sin esperar volver a ver a su distante hermano, Rocco. Atónita, vio cómo el hombre que siempre la había evitado irrumpía de nuevo en su vida, exigiéndole que se casara con él para darle a su hijo la vida que un Cosentino se merecía. Clare aceptó. ¿Cómo podía negarle a su hijo su derecho de nacimiento? Sin embargo, pronto descubrirá que la frialdad de Rocco escondía una pasión desenfrenada que la encendía. Pero conocer la verdad escondida tras la inesperada proposición podría destrozar a la nueva y preciada familia... La novia fugitiva Yvonne Lindsay Atrapado con una novia a la fuga, qué más podía pasar… Una preciosa cabaña apartada del mundo era el retiro ideal para el fotoperiodista Sawyer Roberts, que había resultado gravemente herido en una de sus misiones. En aquel lugar encontraría paz y tranquilidad, así que se quedó horrorizado al ver aparecer a una novia en la puerta de la cabaña, con el vestido empapado por la lluvia.Sawyer se quedó aislado con Georgia O'Connor durante dos semanas, con una sola cama… y una química innegable. Los opuestos se atraían, ciertamente, pero ¿qué ocurriría cuando llegara el momento de marcharse?
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Seitenzahl: 375
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Bianca y Deseo, n.º 407 - noviembre 2024
I.S.B.N.: 978-84-1074-355-7
Créditos
Deseo escondido
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La novia fugitiva
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Si te ha gustado este libro…
El funeral se celebró el mismo fin de semana previsto para la boda.
El sepelio fue discreto, pues Rocco Cosentino no quería un servicio cargado de drama para Marius, su hermano menor y único pariente. Marius lo había sido todo. Pero el intrépido joven, de gran corazón, había muerto tras caer de un caballo mientras jugaba al polo, su pasión. Rocco estaba de luto, pero se negaba a que otros presenciaran su dolor y su pérdida. Había criado a su hermano desde que Marius tenía seis años, y Marius se había ido.
El aristocrático linaje Cosentino terminaría con Rocco.
Rocco había anunciado que era un funeral privado, solo para la familia. Pero no podía impedir que asistiera Clare Redmond, la americana de veinticuatro años, prometida de Marius.
Si Marius no se hubiera roto el cuello, Clare sería su esposa.
Si Marius no hubiera jugado ese último partido el miércoles, Clare sería su cuñada, pero ya era demasiado tarde. Marius se había ido para siempre.
Rocco permaneció junto a la joven vestida de negro de pies a cabeza, incluso con un velo, como salida de una novela gótica. No le veía la cara, pero la oyó llorar durante el responso.
Se decía que los funerales eran para los vivos, pero Rocco había asistido a demasiados en su vida, y ni una sola vez se había alegrado de estar vivo. Nunca halló consuelo en las palabras del sacerdote, ni durante el funeral de su padre, el de su madre, el de su joven esposa o el de su hermano.
Ser el último Cosentino no significaba nada para él. Su familia estaba maldita, y quizá fuera bueno que desapareciera. Ya no habría nadie más a quien llorar. No más funerales. No más gente buena a la que echar de menos. No más sensación de culpa por sobrevivir.
Cerraría la ancestral residencia Cosentino, vendería las fincas argentinas de Marius y se mudaría a una de sus propiedades más pequeñas, lejos de Roma. Lejos de todos. Estaba harto de la muerte, del dolor, de sentir algo por alguien.
Clare había llorado tanto los últimos días que no creía poder derramar una lágrima más, pero durante el servicio, al escuchar el precioso panegírico de su amado Marius, las lágrimas volvieron a brotar. Porque Marius era una de las mejores personas que había conocido: fuerte, amable, honesto y cariñoso. Nunca entendió cómo había llegado a serlo, criado por su severo hermano mayor, frío y desaprobador. Marius siempre defendía a Rocco, diciendo que podía no parecer cariñoso, pero que estaba ferozmente orgulloso de él, y que moriría por él.
«Morir por él». Clare lloró de nuevo, porque habría sido mejor que hubiera muerto Rocco y no Marius. Marius era luz y amor, mientras que Rocco apenas se relacionaba con el mundo, viviendo como un ermitaño en la monstruosa casa heredada a los dieciséis años, cuando sus padres murieron a causa de una enfermedad infecciosa contraída en sus viajes. Clare odiaba la enorme y oscura casa, pero Marius la arrastraba allí por Navidad o Año Nuevo, y a finales de julio para el cumpleaños de su hermano.
Rocco nunca se mostraba amistoso, y apenas le dirigía la palabra. Cuando Marius le propuso matrimonio, lo primero que pensó fue «sí, sí», porque lo amaba desesperadamente, pero después se le ocurrió que Rocco también sería su familia.
Un pensamiento nada agradable, que apenas la había dejado dormir.
Junto al hombre que nunca sería su cuñado, esperó la conclusión del servicio. Un coche la llevaría al aeropuerto. No tenía sentido quedarse en Roma. Allí no era querida ni necesaria. Rocco no necesitaba consuelo, al menos no de ella. No quedaba más que regresar a casa y pensar en cómo vivir sin su corazón, enterrado con Marius.
Desde el salón, Rocco vio el Mercedes negro que esperaba a Clare.
Admiró la previsión de la joven, y apreció su deseo de no prolongar los acontecimientos. Si Rocco deseaba guardar luto, lo haría en privado. Y sospechaba que Clare pensaba igual.
–Veo que ha llegado tu coche –anunció él.
–Sí –Clare aún llevaba el velo de encaje negro, pero Rocco veía el inquietante azul lavanda de sus ojos cuando lo miraba–. Odio dejarte así…
–Tonterías –él la cortó en seco–. No estamos unidos. No tenemos ningún deseo de llorar juntos.
–¿Llorarás por él? –ella levantó la cabeza.
–Era todo lo que me quedaba –en cuanto las palabras salieron de su boca, Rocco se sintió estúpido. Expuesto. Era más fácil que todos creyeran que era tan duro e insensible como parecía. Señaló la puerta–. No te retendré. No querrás perder el avión.
Clare asintió y apartó el velo de encaje, dejando al descubierto su cabello dorado y su rostro pálido con unas profundas ojeras bajo los ojos de color lavanda.
–Seguramente no volveré a verte –dijo–, pero quizá te ayude saber cuánto te quería Marius. Decía que eras el mejor hermano, padre y madre que uno podía tener –tras otra leve inclinación de cabeza, salió de la casa.
Aquella debería haber sido la última vez que Rocco la viera. Y cuando el sobre llegó a Argentina, donde supervisaba una finca de Marius, Rocco lo traspapeló.
Cuando lo descubrió, enterrado bajo más papeles, habían pasado once meses. Al abrir el sobre, Rocco supo que no era el último de su dinastía.
La hermosa estadounidense, Clare Redmond, había dado a luz a un niño hacía dos años.
El característico rugido de un helicóptero llamó la atención de Clare, cuyas manos se detuvieron sobre el teclado del ordenador.
Clare se acercó a la ventana del despacho de su villa y miró hacia arriba. El helicóptero, suspendido sobre ella, descendió, no sobre la villa renacentista del siglo XVI, sino directamente sobre el césped detrás de la villa.
No era la primera vez que aterrizaba un helicóptero allí, con invitados, políticos o famosos, pero ella siempre lo sabía de antemano. Su equipo era avisado, la seguridad alertada. Pero nadie le había avisado de la llegada de ese helicóptero. No sabía por qué la inquietaba, pero su instinto, perfeccionado por la pena y el trabajo, solía acertar. Bajó rápidamente la ancha escalera de mármol y salió por la puerta principal.
–¿Sabes algo de esto? –Gio Orsini, jefe de seguridad, apareció a su lado.
Ella sacudió la cabeza. Fuera quien fuera, lo abordaría de frente. Si algo había aprendido era que al miedo no se le podía dar poder. La adrenalina estaba bien, la debilidad no.
Clare siguió a Gio hasta la amplia escalinata de la villa. Hacía seis meses, era un exclusivo hotel de lujo, parte de su cartera de propiedades de lujo, pero había descubierto que en Villa Conchetti era feliz, y había cerrado el hotel para convertirlo en el hogar de su familia.
–¿Es un helicóptero chárter o privado? –preguntó.
–Privado, creo –Gio la miró–. ¿Adriano sigue durmiendo?
Ella asintió.
–Aseguraré el ala del cuarto infantil –añadió Gio–. Pero me sentiría más cómodo si regresaras a la casa hasta saber quién ha venido y por qué.
Gio la había protegido, a ella y a su hijo, durante los últimos dos años y medio, una constante en su vida desde que abandonara el hospital como madre soltera de luto.
–Espera –contestó Clare–. Tengo la sensación de saber quién es.
–¿Chi, allora? ¿Quién?
–Espero equivocarme.
Segundos después, del helicóptero saltó un hombre alto, de pelo negro y tez aceitunada. Aunque Clare no le veía la cara, supo de inmediato quién era.
Rocco.
El estómago de Clare cayó al vacío. Le había escrito sobre Adriano hacía más de dieciocho meses, pero, como él nunca respondió, había renunciado a esperarlo. Se le secó la boca y se le aceleró el pulso.
–¿Qué quiere que haga? –susurró Gio. Ambos sabían que Rocco Cosentino era una amenaza.
–Nada por ahora –contestó ella–. Que el personal se mantenga alerta.
–Por supuesto.
Clare permaneció aparentemente tranquila, aunque el salvaje latido de su corazón hacía que le temblaran las manos. Había dejado de preocuparse, de imaginar un desagradable reencuentro. Y justo cuando se había relajado, allí estaba, en la entrada de su casa.
–Te he estado buscando –anunció Rocco.
Su voz era más grave de lo que ella recordaba, pero igual de dura. Sus rasgos afilados carecían de expresión y su gélida mirada la recorrió de pies a cabeza. No había sonrisa en sus ojos, ni calidez en su saludo. Nada había cambiado.
–¿Durante más de año y medio? –ella lo miró a los ojos, de un inusual tono gris, parecido al estaño–. Y pensar que estaba a tan solo veinticuatro kilómetros de Roma.
–Esperaste un año para hablarme de mi sobrino.
–Y tú esperaste más de un año para aparecer –Clare lo señaló con un dedo–. Estarías ocupado.
–En cuanto lo supe, contraté detectives –Rocco se acercó a ella–. No fue fácil encontrarte. Aunque eso ya lo sabes –la comisura de sus labios se elevó, sin ser una sonrisa–. ¿Quizá la próxima vez podrías añadir un remite?
Ella estuvo a punto de asegurar que no habría una próxima vez, pero se lo pensó mejor. No debía provocar al hermano mayor de Marius. Siendo la primera vez que se veían desde el funeral, no quería crear fricciones innecesarias. Quería dejar atrás la hostilidad.
–El anuncio del nacimiento tardó en llegarme –aclaró Rocco–. Lo recibí en Mendoza. El sobre quedó enterrado entre papeles. Lo encontré en mayo.
–¿Te has mudado a Argentina? –preguntó Clare sorprendida.
–Pasé unos meses allí intentando solucionar algunos problemas en la bodega de Marius.
–Pensaba que ya la habrías vendido.
–No he vendido nada de mi hermano.
–¿Por qué no? Teníais enfoques muy diferentes sobre las finanzas –Clare sonrió ligeramente–. A él le gustaba gastar dinero y a ti no. No creo que la bodega esté obteniendo un rendimiento significativo.
–No, pero hace buenos vinos y, con una gestión adecuada, sería mucho más rentable –Rocco le sostuvo la mirada–. Pero no he venido a discutir mi estrategia de negocios contigo.
Ella se liberó de la mirada magnética. Los hermanos se parecían físicamente, aunque Rocco era más alto y corpulento. Se habrían parecido más de no ser por la gruesa cicatriz y la quemadura en la mejilla izquierda de Rocco, pero incluso sin las cicatrices, los ojos de Rocco eran muy diferentes de los de su hermano. Marius tenía unos preciosos ojos marrones, cálidos y sonrientes. No recordaba haber visto nunca sonreír a Rocco, sus iris plateados siempre fríos. Todo en Rocco era imponente y frío, y no lo quería cerca de ella, ni de su hijo.
Pero no podía dejarlo en la puerta de su casa eternamente.
–Vamos a la terraza –sugirió Clare–. Estaremos más tranquilos.
Lo guio por el amplio vestíbulo hasta la cristalera que daba a una terraza con vistas al mar. Tenía numerosos rincones para sentarse, y una mesa que Adriano y ella utilizaban para cenar fuera.
–Pediré que traigan refrescos –Clare eligió una zona sombreada y se sentó–. ¿Qué prefieres, zumo, soda o café?
–¿Qué tomarás tú? –preguntó Rocco, sentándose frente a ella.
–Una soda –contestó ella–. Hace calor.
–Yo tomaré lo mismo.
Clare miró a Roberto, su maggiordomo, de pie en la puerta, esperando instrucciones.
–Dos spritzers de vino –le pidió–, y quizás algo para picar.
Roberto desapareció, pero Clare sabía que Gio permanecía junto a la puerta, entre las sombras. Otros miembros de seguridad recorrían el perímetro de la propiedad. No corría riesgos con la seguridad de su hijo. Era su mundo, y todo lo que hacía era por él.
Clare cruzó cuidadosamente las piernas, el dobladillo del vestido rozándole las rodillas, dejando al descubierto sus delgadas pantorrillas. Sintió la mirada de Rocco posarse en sus piernas y vio un destello en sus ojos.
–Ha pasado mucho tiempo –comenzó ella con voz ronca–. Pensaba que ya no volvería a verte.
–De no ser por el anuncio del nacimiento, así sería –Rocco se encogió de hombros.
Ninguno habló durante largo rato, Clare contenta con dejar la pelota en el tejado de Rocco. Que dijera lo que tuviera que decir.
Rocco estuvo a punto de hablar, pero cerró la boca cuando Roberto apareció con una bandeja de plata y colocó las copas de vino y los platitos delante de ellos: frutos secos, crostini, una pequeña tabla de embutidos.
–Adelante –invitó ella cuando Roberto desapareció.
Rocco bebió un sorbo de su spritzer de vino y frunció el ceño.
–¿Demasiada agua con gas y poco vino? –preguntó ella.
–No. ¿Qué vino es? No es italiano, ¿verdad?
–Es un Chardonnay californiano, de Paso Robles –ella titubeó–. He comprado un viñedo allí. Y algunos olivares. Era una buena oportunidad, y la aproveché.
–Siempre me sorprendes.
–¿Porque no soy la tonta niña bien que creías que era?
Rocco la había rechazado desde el principio y, durante el tiempo que ella y Marius estuvieron juntos, su opinión sobre ella solo había empeorado.
–¿El anuncio del nacimiento se perdió realmente entre papeles?
–Me sentí increíblemente avergonzado al descubrir que había traspapelado el sobre. Durante mucho tiempo acusé al personal de Marius de haberlo tirado.
–¿Y qué sentiste cuando por fin lo abriste?
–Conmoción. Incredulidad –Rocco vaciló–. Todavía me parece imposible, sobre todo porque nadie parecía saberlo. Nadie del círculo de Marius. Nadie del tuyo, tampoco.
–No anuncié el nacimiento. De hecho, solo te lo dije a ti… porque es tu sobrino.
–Le he traído regalos.
–Muy amable por tu parte.
–No es amabilidad. Estoy decidido a reparar el daño, a recuperar el tiempo perdido. Pensar que tengo un sobrino desde hace años y que lo conoceré hoy –Rocco la miró fijamente–. ¿Cuándo podré verlo? ¿Está aquí?
–Está aquí. Nunca nos separamos. Está durmiendo la siesta. Si no duerme por la tarde, se transforma en un pequeño oso malhumorado.
–Eso no suena a Marius.
–¿No? Quizás lo haya heredado de mí –Clare sonrió. Adriano le había dado una razón para vivir. Su nacimiento la había centrado, fortalecido. No permitiría que nada ni nadie lastimara a su hijo.
–¿Querrías contarme la parte que me perdí? –Rocco soltó la copa.
Su voz era tan dulce que a Clare se le erizó el vello de la nuca. No se fiaba de él. Rocco no era un hombre con el que se pudiera jugar. Afortunadamente, ella no se dejaba intimidar fácilmente.
–¿Qué parte? –preguntó.
–La parte en la que mi difunto hermano engendró un hijo.
Sus miradas se fundieron. De eso se trataba, Rocco no la creía. Sinceramente, le daba igual. Ella no lo necesitaba, ni su dinero o su aceptación.
–Parece que concebí antes de que Marius muriera.
–Quizás –él enarcó una ceja.
Clare contuvo su indignación. No permitiría que él supiera cuánto le molestaba. No quería darle esa satisfacción. Al cabo de un momento sonrió.
–¿Es pregunta o afirmación? Por el tono no…
–Me resulta irónico.
–Quizá deberíamos pasar al italiano, porque me preocupa tu inglés. No es irónico, es trágico –los ojos de Clare brillaron–. Es trágico que tenga un precioso niño que nunca conocerá a su padre. Marius era el más ansioso por tener hijos. Yo no tenía prisa, solo quería disfrutar de ser recién casada –luchó con todas sus fuerzas para contener sus emociones–, pero Dios tenía otros planes para mí y aquí estamos, una madre y un hijo.
–Y un tío –añadió Rocco.
–No parece que quieras ser tío –ella enarcó una ceja.
–No me gusta que jueguen conmigo.
–¿Y por qué iba a hacerlo, Rocco? ¿Qué conseguiría con ello?
–¿Te has hecho la prueba de ADN? –preguntó Rocco, ignorando sus preguntas–. Para confirmarlo.
Clare contuvo la respiración y cerró los ojos. No maldeciría a Rocco Cosentino. No le escupiría un chorro de observaciones airadas y hostiles, por muy arrogante que fuera.
–No lo necesito –abrió los ojos y clavó su mirada en la de él–. Era virgen cuando nos conocimos. Marius fue el primero, el único y, probablemente, el último. No tengo intención de sustituirlo.
Rocco se limitó a mirarla fijamente, pero ella encontró su silencio insultante, casi tanto como la necesidad de hablar de su vida privada.
–Además, da igual lo que pienses. Adriano es mi bebé, mi hijo. No necesito demostrarte nada– Clare temblaba de ira, pero mantenía la voz uniforme–. Creo que deberías irte.
–He hecho un largo viaje para conocerlo.
–¿Y? –ella rio–. ¿Debería sentirme mal por ti?
–No se trata de mí.
–¿No? –Clare se levantó–. Casi me engañas –miró hacia la puerta donde Gio permanecía en las sombras y asintió.
–¿Me estás echando? –gruñó Rocco al percibir el gesto.
–De todos modos, no tenemos nada de qué hablar.
–Quiero ver a mi sobrino.
–No, no quieres. Has venido para avergonzarme, y no me avergonzarás. Sí, Adriano nació fuera del matrimonio, pero porque su padre murió dos días antes de la boda –los labios de Clare temblaban–. Marius siempre te defendió. Decía que no podías evitar ser como eras, que habías recibido demasiados golpes, demasiado joven, pero ese no es mi problema, ni el de Adriano. Así que, no, no quiero que conozcas a mi bebé. Hoy no, y quizá nunca.
Clare se dirigió hacia el fresco interior de la villa, mientras Gio salía para ocuparse del invitado.
Roberto, otro centinela en guardia, cerró la puerta, todos allí para proteger a Adriano, un niño vulnerable para aquellos con intenciones maliciosas. Ella aún no conocía las intenciones de Rocco, pero tenía la guardia alta y el mal genio a flor de piel.
Clare se dirigió hasta uno de los elegantes salones, convertida en la sala de música. El corazón le latía con fuerza y las emociones la invadían: confusión, frustración y rabia. Rabia porque Rocco por fin había aparecido, tantos meses después de esperarlo. Y, en lugar de llegar con calidez o sentimientos genuinos, la enfurecía de nuevo.
Había deseado tanto tener una familia feliz y compartir el amor de Marius por su hermano, pero nunca se sentía cómoda con Rocco. Era duro y despiadado, como las murallas en ruinas de la fortaleza medieval que había en la playa. Pero a ella no le interesaban las ruinas, trabajaba mucho para crear un mundo seguro para su hijo, dándole la estabilidad y el amor que ella nunca había conocido. El foco no debía estar en el pasado, sino en el futuro. El futuro de Adriano. El suyo. Un futuro con esperanza y felicidad.
–Mi scusi –interrumpió la doncella desde la puerta.
–¿Sí? –Clare se volvió.
–Ava quiere que sepa que su hijo está despierto.
Rocco probablemente seguiría en la terraza, seguro de que ella volvería. Porque, en realidad, ¿habían terminado la conversación? ¿Habían resuelto algo?
–Que Ava lo baje cuando haya merendado. Estaré en la terraza con nuestro invitado –Clare continuó con voz firme–. Y que Ava permanezca cerca, por si Adriano se sintiera incómodo.
La doncella asintió y desapareció. Clare respiró hondo y se preparó para la batalla, porque de eso se trataba con Rocco Cosentino. No era su amigo. Era un enemigo y ambos lo sabían.
Rocco suspiró. No había previsto un cálido recibimiento, y preguntar por la prueba de ADN no había ayudado, pero necesitaba saberlo. Había otras formas de verificar la ascendencia de Adriano, solo necesitaba tiempo. Una vez allí, no iba a alejarse sin más de ella. En realidad, nunca lo había hecho. Ella había abandonado la villa Cosentino en Roma después del funeral. Había pedido un coche, y él la había acompañado hasta él, porque era lo correcto.
Volver a verla era doloroso. Solo mirarla a los ojos le provocaba un intenso conflicto emocional.
Pero Rocco estaba decidido a bloquear los recuerdos y a controlar sus emociones. No podía dejarse arrastrar al pasado, a la culpa y el arrepentimiento. Se había odiado a sí mismo el día del funeral, tanto que… hubiera querido ser enterrado con su hermano, terminar con todo. Demasiados funerales, demasiada muerte, demasiado remordimiento, demasiado dolor. Desgraciadamente, Rocco Cosentino sobrevivió y siguió adelante con su vida, administrando sus propiedades y las de su hermano en España, Italia y Argentina.
¿Podía confiar en Clare? ¿Por qué iba a mentir? Ella misma era una heredera. Entre las dos familias juntaban miles de millones, una enorme fortuna, pero esa riqueza no les había protegido de la pérdida o la soledad. El nacimiento de un niño Cosentino, era algo enorme, pero que fuera hijo de Clare… lo volvía increíblemente problemático.
Rocco necesitaba asegurarse. Y, si Adriano era un Cosentino, debía permanecer cerca.
Miró al guardaespaldas que seguía en la terraza con él. Rocco sabía que en cuanto Clare decidiera echarlo de la propiedad, se haría, pero de momento no había sucedido, lo que le dio la esperanza de que Clare y él aún pudieran mantener una conversación civilizada.
Eso requeriría que Rocco controlara su temperamento, lo que no solía ser un problema, aunque desde el primer encuentro, Clare había sacado lo peor de él.
Le hacía sentir, y él lo odiaba.
Le hacía pensar en vidas no vividas, emociones no experimentadas.
La única manera con Clare era ocultándose, conteniéndose para que ella no pudiera conocerlo.
El duro exterior era una farsa, muros erigidos para mantenerla alejada, distante, para mantener él la cabeza fría.
Ella era una tentación.
Las puertas francesas se abrieron y Clare apareció en el umbral.
–¿Todavía aquí? –preguntó.
Clare se mantenía erguida, la barbilla alta y los ojos brillantes. Su nueva dureza no era el único cambio. Su pelo era más oscuro, las hebras doradas de color chocolate. Su rostro tenía algo de color, como si pasara horas en la soleada terraza, o en la playa.
–Te pido perdón –se excusó Rocco–. No era mi intención enemistarnos. Somos familia…
–Nunca hemos sido familia –lo interrumpió ella, acercándose–. Nunca me quisiste como familia –añadió–. ¿Recuerdas?
El guardaespaldas había regresado a las sombras y Clare estaba de pie frente a Rocco, las manos en las caderas, la cabeza echada hacia atrás, mostrando sus impresionantes ojos de color violeta.
Tenía razón. Él no quería que Marius se casara con ella. No la quería como cuñada, pero admitirlo solo empeoraría las cosas.
La boca de Clare se curvó, y un leve hoyuelo apareció en su mejilla, aunque había fuego en su mirada. No se alegraba de verlo. Rocco intuía que habría preferido no volver a verlo jamás.
–Nunca has hablado realmente conmigo –continuó ella–. Y quizá sea hora de sincerarnos. Ambos sabemos que nunca te gusté –le sostuvo la mirada–. ¿Podrías al menos admitirlo?
–¿De qué serviría?
–Creo que se lo debemos a Marius. Una conversación, tal vez intentar llegar a un entendimiento.
–Esas verdades podrían empeorar las cosas –contestó Rocco.
–Lo harán si queremos hacer daño. Yo no deseo herirte y, sinceramente, no tengo ningún deseo de ser herida por ti. Solo quiero entender por qué… –su voz se apagó y suspiró–. Por qué intentaste separarnos a Marius y a mí.
–No me parecías una persona madura, ni adecuada para mi hermano –contestó él.
–Pero ¿por qué?
–Es difícil de explicar. Solo puedo decir que fue un instinto visceral.
–¿Un instinto visceral? –repitió ella, con las mejillas encendidas–. ¿Eso es todo? ¿Sin pruebas? ¿Nada que lo sustente?
–Yo debía cuidar de mi hermano y, en mi opinión, tú no eras la persona adecuada para él –la voz de Rocco se hizo más profunda–. Se lo dije.
–No tenías ningún derecho.
–Tenía todo el derecho. Era su hermano mayor y la única figura paterna que tuvo. Tenía que representar a toda la familia…
–Eso es ridículo –ella lo interrumpió con una carcajada.
Durante un largo rato no habló y Rocco la observó, fijándose en el vestido blanco con ribetes púrpura oscuro, un vestido de sol sencillo, que le favorecía.
–Tu hermano ya era un adulto –Clare se volvió–, un hombre, capaz de tomar sus propias decisiones.
–Sin embargo, me buscaba para que lo tranquilizara –insistió Rocco.
–Porque ejercías demasiada influencia. Marius se sentía obligado a complacerte constantemente. Ningún hermano menor debería crecer temiendo la censura de su hermano mayor…
–Las cosas no eran para nada así entre nosotros.
–Entonces, ¿cómo eran? –preguntó ella, con la cabeza ladeada y expresión algo burlona.
Él redujo lentamente la distancia que los separaba hasta situarse a treinta centímetros, y pudo ver con claridad los ojos claros color lavanda, tan impresionantes, tan inusuales. Como ella.
–Marius era mi familia, mi mundo.
–También era mi mundo, mi familia, y su muerte me rompió el corazón. Nunca amaré a nadie como lo amé a él, por eso soy tan protectora con Adriano. Es pequeño e inocente. Hay que protegerlo, no usarlo de tira y afloja.
–Yo nunca haría eso.
–¿No? –ella lo desafió.
–No –respondió Rocco con firmeza–. Te juro como Cosentino, y por el honor de mi familia, hacer siempre lo mejor para el hijo de Marius.
–Bien –Clare asintió después de considerarlo–, porque pronto bajará y podrás conocerlo –señaló el grupo de sillas donde habían estado sentados antes–. ¿Nos sentamos y lo intentamos de nuevo?
Rocco la siguió y esperó a que ella se sentara primero. Le dio la oportunidad de retomar la conversación, pero Clare se limitó a mirarlo.
Perfecto por él. Tenía muchas preguntas.
–Creía que eras rubia –comenzó–. ¿O era tinte?
–Soy rubia natural –ella casi sonrió–. De joven mi pelo era rubio plateado, pero se volvió rubio dorado a los veinte. Después del funeral de Marius, me lo teñí de negro. No soportaba verme en el espejo. Ya no quería ser yo, y ver mi pelo me recordaba a Marius. Le encantaba el color dorado de mi pelo. Por eso me lo teñí. Era mi forma de llorarle.
–¿Te ayudó?
–Sí. Me hacía sentir una extraña para mí misma, lo que me ayudó a sobrellevar todo ese dolor.
–¿Sigues llorándolo? –preguntó Rocco.
–Siempre lloraré su pérdida, pero el fuego que solía consumirme ha desaparecido. La rabia y el dolor se han convertido en aceptación… a regañadientes.
–Lo entiendo.
–¿Lo entiendes? –rápidamente, Clare sacudió la cabeza–. Perdóname. Claro que lo entiendes. Lo veo en tu mirada. Aún cargas con tu dolor. Has perdido a tantas personas que no me sorprende.
–Y tú tienes un hijo, que te da un propósito.
–Así es –ella asintió–. Y espero que cuando lo conozcas, sientas la esperanza que siento yo.
Esperanza, extraño concepto, pensó Rocco. Incapaz de permanecer sentado, se levantó y recorrió el ancho de la terraza, mirando brevemente hacia el acantilado rocoso y el mar azul.
–Háblame de mi sobrino –se volvió hacia Clare–. ¿Se parece mucho a mi hermano?
–Es un niño pequeño, casi de edad preescolar, pero en otros aspectos, muy bebé todavía. Es difícil decir a quién se parece, pero tiene la tez y la sonrisa de tu hermano –su expresión se suavizó–. Su sonrisa ilumina la habitación, igual que la de Marius. Todo el mundo lo adora. Sé que no soy imparcial, pero creo que es especial. Estoy deseando oír tu opinión.
–¿Pero es feliz? –insistió Rocco.
–Mucho. Ríe mucho. Sonríe mucho. Aporta una enorme alegría a mi vida, y a la de los que le rodean –la luz de sus ojos regresó a las sombras–. No habría sobrevivido estos últimos años sin él.
Rocco se obligó a sentarse, tratando de contener su energía. Se sentía agitado, inquieto.
–¿Y su inteligencia? ¿Es brillante? Marius siempre fue muy inteligente, muy curioso.
–Habla tres idiomas o, mejor dicho, entiende tres idiomas. Yo hablo varios idiomas, pero solo le hablo en inglés e italiano. Su niñera le habla sobre todo en español, lo que me pareció importante, ya que su padre amaba la casa familiar en Argentina. Pensé que Adriano debería conocer el idioma, por si alguna vez la visitaba.
–Gracias –dijo Rocco–. Por si hubiera alguna duda, te aseguro que no deseo quitártelo. Es tu hijo. Solo he venido para conocer al hijo de mi querido hermano.
Como si fuera la señal, una mujer joven apareció en la puerta y se dirigió a Clare en español. Clare respondió también en español. El niño había terminado su merienda. Clare pidió a la niñera que bajara a Adriano, junto con algún juguete, y tal vez la pelota verde que tanto le gustaba.
–Ya viene –Ava regresó al interior y Clare devolvió su atención a Rocco.
Apenas había transcurrido un minuto cuando una risa infantil surgió del interior de la casa y un niño irrumpió en la terraza, corriendo directamente hacia Clare. Era pequeño y robusto.
–Mamá –gritó, saltando al regazo de Clare, que lo rodeó con los brazos y le dio media docena de besos en las mejillas, la frente y, por último, en la punta de la nariz.
–Hola, mi bebé, mi niño precioso. ¿Has dormido bien la siesta? –preguntó en inglés.
–Sì –respondió Adriano con firmeza, en italiano.
Rocco reprimió una sonrisa, recordando cómo Marius solía hacer lo mismo de pequeño. Lo entendía todo, pero respondía en el idioma que le apetecía.
Clare giró al niño sobre su regazo, de modo que Adriano miraba al frente.
–Tenemos un invitado –anunció en tono alegre–. Adriano, este es el hermano de tu papá. Es tu tío, zio Rocco. Ha venido a conocerte. ¿No es emocionante?
Rocco observó cómo cambiaba la expresión de Adriano, su sonrisa amistosa se volvió algo más cautelosa, frunciendo el ceño. Tenía las pestañas largas y espesas, la barbilla firme, los labios apretados y una mirada oscura, pero concentrada.
–Adriano, es verdad. Soy el hermano de tu padre. El hermano mayor. Quería mucho a tu padre.
Adriano lo procesó en silencio, con expresión todavía cautelosa, sin emoción evidente.
Rocco comprobó complacido que Clare dejaba que el niño respondiera cuándo y cómo quisiera.
Tras un largo silencio, Adriano se bajó del regazo de Clare. Su expresión revelaba curiosidad y, tras otro momento de escrutinio, se acercó a Rocco y permaneció inmóvil ante él.
–¿Zio, no tío? –preguntó Adriano, escrutándolo de pies a cabeza.
Rocco miró a Clare, que sonrió, claramente orgullosa de la perspicacia de Adriano.
–Zio –Rocco también estaba impresionado–. Italiano –confirmó.
–Mi chiamo Adriano –Adriano le tendió la mano–. Me llamo Adriano.
Rocco sintió una punzada de dolor al pensar cuánto habría querido su hermano a ese niño. Pero sin Marius, él haría todo lo posible para protegerlo. Tomó la mano regordeta entre las suyas y le dio un apretón formal.
–Encantado de conocerte, Adriano.
Adriano le devolvió el apretón, pero sin sonreír, serio, con las cejas fruncidas en señal de concentración. Marius, en cambio, rara vez estaba serio, siempre dispuesto a sonreír y reír.
Clare le sugirió a Adriano que mostrara a su tío lo bien que jugaba al fútbol. Adriano miró a Rocco, comprobando su interés, y Rocco asintió.
–Mi piace molto il calcio –aseguró.
Adriano pareció aprobarlo, y por fin le dedicó una sonrisa antes de correr a recoger su balón. Lo lanzó por la terraza y luego lo persiguió, interceptándolo antes de que rebotara escaleras abajo. Pateó el balón a derecha e izquierda, haciendo gala de su juego de pies.
Rocco no pudo evitar sonreír, conmovido y divertido, porque en ese elegante juego de pies, en la intensa concentración, estaba Marius.
–Lui e bello –susurró.
–Lo es –Clare asintió con los ojos llenos de lágrimas.
Aplaudieron a Adriano mientras subía y bajaba por la terraza, hasta que se detuvo junto a su madre y se apoyó en sus piernas. Tenía la cara sonrojada y la frente sudorosa.
–Com’e stato? –preguntó a su madre.
–Maravilloso. Has ganado el partido, ¿verdad? –le preguntó ella en inglés.
–No era un partido, mamá –Adriano rio.
–¿No estás cansado? –le preguntó mientras lo abrazaba.
–No –Adriano flexionó el brazo, mostrando un bíceps inexistente–. Soy muy fuerte.
–Lo eres. Quizás te gustaría un poco de helado, después de tanto esfuerzo…
–¡Sí! –Adriano saltó y aplaudió.
–Entonces dile a Ava que te dejo tomar una bola de helado. Solo una, porque no queremos quitarte el apetito para la cena. ¿Entendido?
–Sí, mamá –Adriano le dio un beso en la mejilla y, saludando a Rocco con la mano, entró en la casa, cerrando cuidadosamente la puerta.
Rocco soltó el aire que había estado conteniendo sin querer, el dolor astillándole el corazón. Adriano era muy parecido a Marius en algunos aspectos, guapo y atlético, pero también había heredado el agudo intelecto de Clare.
Con Adriano dentro de casa, Clare debería haberse sentido mejor, más segura, pero en lugar de eso estaba tensa y tenía un nudo en el estómago.
Después de ver a su sobrino, ¿quedaría Rocco satisfecho? ¿Volvería a llamar a su helicóptero y se marcharía con la curiosidad resuelta? Clare lo dudaba. Intuía que eso solo había sido el principio. ¿Pero de qué? Esa era la cuestión. No era un encuentro casual. Rocco los había buscado y, claramente, el hijo de Marius le había intrigado… ¿qué querría Rocco a continuación?
Rocco se levantó y pasó por detrás de ella, que se puso rígida, tan consciente de él como si la hubiera tocado. Se le erizó la piel, el vello de la nuca, y sintió un escalofrío.
Su estómago, ya hecho un nudo, se revolvió. Clare respiró lentamente, tratando de ignorar la oleada de inquietud que la recorría. No había razón para sentirse ansiosa. Él no tenía poder sobre ella. No podía hacerle daño. No era un hombre que hiciera daño a la gente, palabras que Marius había pronunciado más de una vez. Rocco podía parecer feroz, pero no era peligroso. Ni para ella, ni para Adriano. Sin embargo, quería que se fuera. Pronto. Inmediatamente.
Pero no dijo nada, lo dejó merodear, una vez más inspeccionando la terraza, la vista, el océano brillante bajo el sol de septiembre.
–Gracias –finalmente Rocco rompió el silencio.
–¿Por? –preguntó ella, intentando serenarse.
–Por quererlo tan bien. Es evidente que es muy feliz, y sano. No me sorprende, pero me impresiona. Marius estaría encantado.
–Lo hago todo por Marius.
–En ese caso, ¿podría quedarme unos días? Me gustaría conocer mejor a mi sobrino. Obviamente, no quiero imponerme. Lo último que deseo es incomodarte.
Clare no sabía qué responder, porque Rocco sí la incomodaba, aunque no por las razones que ella habría esperado.
Rocco se había mostrado impecablemente educado, y amable con Adriano. Y, sin embargo, estaba inquieta. Sentía la piel sensible y el pulso irregular. Rocco le había hecho perder el equilibrio.
Pero ¿cómo podía negarse a su petición? Era el único pariente de Adriano por parte de padre. Rocco podía ser, quizá debería ser, una figura importante en la vida del niño.
–No tengo inconveniente –contestó al fin–. ¿Tienes intención de irte y volver, o…?
–Haré traer mi maleta más tarde.
–¿Otro helicóptero? –Clare curvó ligeramente los labios.
–Creo que mi maleta podrá viajar en coche, si te parece bien –unas arrugas asomaron desde las esquinas de sus ojos plateados, donde brilló brevemente la diversión.
No era una sonrisa, pero casi. Por alguna razón, a Clare le agradó, y sonrió con una pizca de calidez que compensaba parte del hielo y el miedo que llenaban su pecho.
–Un coche es perfectamente aceptable –respondió ella–. Mientras tanto, prepararán tu habitación. ¿Esperas aquí, o en uno de los salones interiores?
–En cualquier sitio donde no estorbe.
–No estorbas. Voy a volver a mi oficina para responder a varios correos antes de que acabe la jornada laboral. No te importa que me escape un rato, ¿verdad?
–Claro que no. Esperaré aquí. No te preocupes por mí.
–Gio te hará compañía –insistió ella, mirando a su jefe de seguridad y reprimiendo una sonrisa–. No es muy hablador, pero te mantendrá a salvo.
–¿Estoy en peligro? –preguntó él, con un brillo burlón en la mirada.
Por un momento Clare no pudo pensar, su mente en blanco, sorprendida por ese Rocco tan diferente, que le sonreía, con líneas de expresión, un Rocco que le hacía sentir parte de la conversación. Sentía una opresión en el pecho. No sabía cómo tratar a ese Rocco. Era más fácil cuando no le gustaba, más fácil mantenerlo a distancia.
–No estás en peligro –la verdad era la mejor política–. La seguridad es por Adriano.
–¿Habéis tenido algún problema? –la sonrisa de Rocco se esfumó.
Años atrás ella no habría revelado nada, pero necesitaba un aliado, y Rocco podía ser uno muy poderoso. Tragó saliva y eligió sus palabras con cuidado.
–Mi padre no está bien, y cuando se vaya, la herencia pasará a Adriano. Los niños son vulnerables, sobre todo los multimillonarios.
–Vives muy discretamente –la expresión de Rocco no cambió, pero su voz se volvió más profunda–. No alardeas de tu riqueza. Me resultó casi imposible encontrarte.
–Y, sin embargo, lo hiciste –ella inclinó la cabeza–. Solo necesitaste tiempo. Como ves, debo estar en guardia. No pretendo ser dramática, solo realista.
En su despacho, que abarcaba dos habitaciones, una con vistas al jardín y otra al mar, Clare se sentó ante el escritorio, pero sin animarse a tocar el teclado del ordenador.
No exageraba al expresar su compromiso de mantener a Adriano a salvo, y alejado de los focos. La infancia de Clare había sido muy diferente. Se había criado en el escalón más alto de la sociedad estadounidense, y su familia pasaba mucho tiempo en el extranjero, relacionándose con lo más alto de la sociedad europea. Cuando se era hija única de uno de los hombres más ricos de Estados Unidos de Norteamérica, se tenía acceso a todos los eventos.
Pero a Clare nunca le había importado el dinero. La riqueza no daba la felicidad. No había más que ver a su padre, casado innumerables veces, y cada divorcio lo dejaba más amargado que el anterior. Se había asegurado de que no hubiera más hijos, pues odiaba la horrible batalla desatada por la custodia de Clare. Acabó compartiendo la custodia con la madre de Clare, y el profundo resentimiento por ambas partes habría continuado eternamente si su madre no hubiera muerto cuando Clare tenía doce años.
Tras su muerte, su padre había afirmado que la difunta madre de Clare era prácticamente una santa y que no había mujer comparable a ella. De ahí la procesión de nuevas novias, cada vez más jóvenes, delgadas, elegantes y ambiciosas que la anterior.
Clare estuvo encantada cuando la enviaron a Europa para cursar el bachillerato y la universidad, lejos del desfile de esposas de su padre, empeñadas en quedarse embarazadas para quitarle a Clare su condición de niñita de papá.
A Clare le gustó Europa que, poco a poco, se convirtió en su hogar. Utilizó parte de su asignación para comprar un pequeño piso en París, y más tarde invirtió en una pequeña isla frente a la costa italiana.
El fin de semana de su vigésimo segundo cumpleaños estaba en un yate, anclado frente a Cádiz, celebrándolo con amigos cuando le presentaron a Marius. No creía en el amor a primera vista, pero había sentido que lo conocía de toda la vida o, tal vez, que querría conocerlo toda la vida.
Dos años y medio después, él murió a dos días de la boda.
El único consuelo que obtuvo en las semanas y meses siguientes fue saber que estaba embarazada y que, al menos, tendría un hijo suyo. Doce horas después de ponerse de parto, nació un varón de pelo oscuro y ojos de un azul intenso, con un ligero hoyuelo en su regordeta mejilla casi idéntico al de Marius, a quien Clare lloraba mientras sostenía a su hijo.
La enfermera había tomado delicadamente al bebé de los brazos de Clare, alegando que no era bueno que oyera tanta pena nada más nacer, y Clare había seguido llorando sin él. Poco a poco se recuperó de la depresión, a medida que su cuerpo sanaba. Llamó al niño Adriano Marius Jonathan Cosentino, como el padre de su hijo y ambos abuelos, y lo bautizó a los seis meses. Unos meses después del bautizo, escribió a Rocco para comunicarle que había tenido un hijo. Estuvo tentada de añadir que ambos estaban bien, pero se contuvo, segura de que no le importaría.
¿Se había equivocado?
Clare recordó la imagen de la llegada de Rocco en helicóptero, y su primera y tensa conversación. Había estado buscándolos, y había quedado claramente fascinado por Adriano.
Pero eso no significaba que podía bajar la guardia. Si acaso, la llegada de Rocco, y su petición de quedarse unos días, le habían generado más conflicto. Debía permanecer alerta.
Su reloj sonó y leyó el mensaje de Gio. Su invitado quería saber a qué hora se serviría la cena.
Clare arqueó una ceja. No había pensado en la cena ni en tener que entretener a nadie. Normalmente cenaba temprano con Adriano y regresaba a su despacho cuando el niño se iba a la cama. Pero no imaginaba a Rocco cenando a las cinco y media de la tarde.
Clare: ¿Dónde está Rocco?
Gio: En la suite azul.
La suite azul estaba en la tercera planta, en un ala distinta de la de la familia, lo que permitía a la seguridad mantener a los visitantes alejados de las habitaciones de Adriano y de Clare.
Clare: Iré a verlo.
Roberto, el mayordomo, había acompañado a Rocco a su suite en la tercera planta, y Gio se había quedado en la puerta, como si le incomodara dejarlo solo.
Rocco se sintió más divertido que ofendido y reconoció que, a su llegada, había manejado mal las cosas con Clare, aunque esperaba que ya lo hubieran superado.
–No he venido a causar problemas –se encaró con el guardaespaldas–, pero tuve poco tacto. Debería haberle asegurado primero que solo he venido a ofrecer mi lealtad y protección.
La expresión del guardaespaldas permaneció impasible, su mirada se posó brevemente en Rocco y luego la apartó.
–Bueno, ha sido agradable charlar. Te dejo para que hagas tu trabajo –Rocco cerró la puerta.
Rocco inspeccionó sus habitaciones, una lujosa suite con sala de estar, un elegante y amplio dormitorio, y un baño opulento, todo con vistas al mar. La decoración en azul y blanco reflejaba el paisaje, y los muebles eran antigüedades mezcladas con algunas piezas modernas.
Salió al balcón y apoyó las manos en la barandilla de hierro forjado. Hasta hacía un año había sido un hotel muy demandado, un exclusivo complejo que se vendía de boca en boca y que cobraban más de mil euros por noche en una habitación pequeña. Esa suite habría costado diez veces más. Durante la cena le preguntaría a Clare por qué había convertido el antiguo hotel en una casa familiar. Lo que le hizo preguntarse cuándo era la cena.
Abrió la puerta, y sí, allí estaba el bueno de Gio.
–¿Sabes a qué hora me esperan para cenar?
–Lo averiguaré –respondió el guardaespaldas.
–Gracias –Rocco no se molestó en cerrar la puerta, y seguía deambulando por la suite, cuando oyó pasos a su espalda.
–¿Te satisfacen estas habitaciones? –preguntó Clare.
–Siento haberte molestado –él se volvió, sorprendido de verla allí–. Sé que tenías trabajo.
–No me estaba cundiendo nada –ella se encogió de hombros–. Demasiadas cosas en la cabeza –buscó la mirada de Rocco–. Tenerte aquí resulta… inquietante.
A Rocco le gustaba ese pelo oscuro. El tono hacía que sus ojos parecieran violetas. Estaba más hermosa que hacía años, si eso era posible.
–¿Cómo podría ayudarte con eso?
Clare abrió el balcón, dejando entrar la brisa del atardecer, cálida y perfumada de rosas.
–No es tu problema –contestó ella tras un tenso silencio–. Es mi problema y lo resolveré.
–¿Soy yo un problema? –preguntó él en voz baja.
–No era mi intención insinuar tal cosa –ella se puso visiblemente tensa–. Es que… ya sabes… tuvimos una relación complicada, y aunque queremos lo mejor para Adriano, seguimos siendo unos desconocidos. Sabíamos el uno del otro, pero no nos conocíamos, no sé si tiene sentido.
–Lo tiene.