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Secreto siciliano Aquel secreto puso fin a un sueño El devastadoramente atractivo Vittorio d'Severano era todo lo que Jillian Smith quería… hasta que descubrió su vida secreta y sus sueños de un final feliz quedaron olvidados. Con el corazón roto y muerta de miedo, Jill decidió desaparecer. Vitt volvió para reclamar al hijo que Jill había jurado esconderle y, por el niño, tuvo que aceptar el anillo de compromiso que le ofreció. ¿Pero qué clase de relación podía estar basada en secretos, mentiras… y un deseo imposible de reprimir? El final de la inocencia Era una tentación peligrosa, pero irresistible... Para evitar que su corazón quedara hecho pedazos en manos de Darius Maynard, la empleada de hogar Chloe Benson había abandonado su amado pueblo. Al regresar a casa años después, aquellos pícaros ojos verdes y comentarios burlones todavía la enfurecían... ¡y excitaban! Darius sintió una enorme presión al verse convertido repentinamente en heredero. Sin embargo, siempre había sido la oveja negra de la familia Maynard. Y no tenía intención de cambiar algunos de sus hábitos, como el de disfrutar de las mujeres hermosas. Bajo el sol de Brasil Solo ella podía borrar las cicatrices de su alma Roberto de Sousa vivía acostumbrado a que las multitudes gritaran su nombre. Pero ahora solo oía pensamientos amargos. Cada vez que se veía en el espejo las cicatrices de la cara, recordaba el accidente de coche que destruyó su carrera como piloto de Fórmula 1. Nadie había conseguido sacar al antiguo campeón de su mansión. Katherine Lister fue la primera persona en ser invitada allí… para valorar una obra de arte. Aunque bajo la apasionada mirada de Roberto, fue ella la que se sintió como una joya de valor incalculable.
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Seitenzahl: 519
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 488 - diciembre 2024
© 2011 Jane Porter
Secreto siciliano
Título original: A Dark Sicilian Secret
© 2012 Sara Craven
El final de la inocencia
Título original: The End of her Innocence
© 2016 Catherine George
Bajo el sol de Brasil
Título original: Under the Brazilian Sun
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-078-5
Créditos
Secreto siciliano
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
El final de la inocencia
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Bajo el sol de Brasil
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
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PAZ.
Al fin.
Jillian Smith respiró profundamente mientras caminaba al borde del acantilado frente al océano Pacífico, disfrutando del aire fresco, del maravilloso paisaje y de ese raro momento de libertad.
Las cosas empezaban a ir bien.
No había visto a los hombres de Vittorio en nueve meses y sabía que, si tenía cuidado, nunca la encontrarían allí, en aquel pequeño pueblo pesquero a unos kilómetros de Carmel, California.
Para empezar, no usaba el nombre que había usado hasta entonces: Jillian Smith. Tenía una nueva identidad, April Holliday, y un nuevo aspecto: rubia, bronceada, como si fuera nativa de California y no la morena de Detroit. Aunque Vitt no sabía que era de Detroit.
Y no debía saberlo nunca. Era imperativo que se alejase de Vittorio D’Severano, el padre de su hijo.
Vitt era una amenaza para ella y para Joe. Lo había amado, incluso había imaginado un futuro con él, solo para descubrir que no era el héroe que ella había creído, sino un hombre como su padre, un hombre que había hecho su fortuna con el crimen organizado.
Jillian se llevó una mano al corazón.
«Relájate», se dijo a sí misma. No había razón para tener miedo. Había dejado atrás el peligro, Vitt no sabía dónde estaba. Y no podía quitarle a su hijo.
Jillian se detuvo frente al acantilado para mirar el mar. Las olas eran muy altas aquel día y chocaban contra las oscuras rocas con fuerza. El mar parecía furioso, casi inconsolable, y por un momento ella se sintió de la misma forma.
Había amado a Vitt. O había creído amarlo. Solo habían estado juntos dos semanas, pero en ese tiempo había imaginado una vida con él. Había imaginado tantas posibilidades para ellos…
Pero entonces había descubierto la verdad: Vittorio no era un héroe, no era un príncipe azul, sino un villano aterrador.
Cuando empezaron a caer las primeras gotas de lluvia, Jillian apartó el largo cabello rubio de su cara con un gesto decidido. Tenía que dejar atrás el pasado y concentrarse en el presente y el futuro de Joe, su hijo. Y haría lo posible para que Joe tuviese todo lo que ella no había tenido: estabilidad, seguridad, un hogar feliz.
En aquel momento vivían en una casa de alquiler a unos cien metros de la carretera, en un tranquilo callejón sin salida. Había conseguido un buen trabajo en el Departamento de Marketing del hotel Highlands, uno de los más exclusivos del norte de California. Y lo mejor de todo: había encontrado una niñera estupenda. De hecho, Hannah estaba con su hijo en ese mismo instante.
La lluvia seguía cayendo y el viento sacudía su jersey, pero a Jillian no le importaba. No podía dejar de sonreír mientras miraba el mar y el interminable horizonte…
–¿Estás pensando en saltar, Jill? –escuchó una voz masculina tras ella.
La sonrisa de Jillian desapareció al reconocer el acento.
Vittorio.
No había escuchado su voz en un año, pero era imposible olvidarla. Ronca, viril, era una voz educada para dominarlo todo, para conquistarlo todo.
Vittorio Marcello D’Severano era una fuerza de la naturaleza, un ser humano que inspiraba miedo y admiración en los demás.
–Hay otras soluciones –siguió él.
Jillian dio un paso atrás, enviando una nube de piedrecillas sobre el borde del acantilado. El ruido que hacían al caer en la playa sonaba como los frenéticos latidos de su corazón.
Cuando por fin se sentía segura.
Cuando pensaba que estaba a salvo.
Increíble. Imposible.
–Ninguna que yo pudiese encontrar aceptable –dijo por fin, sin mirarlo a los ojos. Vittorio era un mago, un encantador de serpientes, y con una sonrisa podía obligarte a hacer cualquier cosa.
Era tan apuesto, tan poderoso.
–¿Eso es lo único que tienes que decir después de meses jugando al gato y al ratón?
La lluvia caía con fuerza, empapando su pelo y su jersey.
–Creo que ya nos lo hemos dicho todo, Vitt. No tenemos nada más que decirnos –replicó ella, desafiante, aunque le temblaban las piernas. Vittorio solo era un hombre, pero era capaz de destruirla y nadie podría detenerlo.
–Yo creo que sí. Empezando por una disculpa –insistió él.
Jillian irguió los hombros, mirando su cuello para no mirarlo a los ojos. Pero era imposible mirar su cuello, fuerte y bronceado, sin ver también la mandíbula cuadrada o los anchos hombros bajo la chaqueta oscura…
Seguía siendo imponente, un macho alfa. Nadie era más fuerte que él, nadie era más poderoso. Se había acostado con él unas horas después de conocerlo y eso era algo que no había hecho con nadie más. En realidad, era virgen cuando lo conoció, pero algo en Vitt había hecho que bajase la guardia. Con él se sentía a salvo… qué gran error.
–Si alguien debe una disculpa, eres tú.
–¿Yo?
–Me engañaste, Vittorio.
–Nunca.
–Y me has perseguido durante los últimos once meses –siguió ella, con voz temblorosa.
Vittorio se encogió de hombros.
–Tú decidiste escapar con mi hijo. ¿Qué otra cosa podía hacer?
–¡Imagino que te sientes orgulloso de controlar a niños y mujeres indefensas! –le espetó Jillian, levantando la voz.
–Tú no eres una mujer indefensa. Eres una de las mujeres más fuertes y más inteligentes que he conocido nunca… con la habilidad de una estafadora, además.
–Yo no soy una estafadora.
–¿Entonces por qué ese alias, April Holliday? ¿Y cómo has conseguido crearte una nueva personalidad? Para eso hacen falta dinero y contactos y has estado a punto de conseguir…
–He estado a punto –lo interrumpió ella–. Ésa es la cuestión, ¿no?
Vittorio volvió a encogerse de hombros.
–Ahora mismo, lo importante es resguardarnos de la lluvia.
–Puedes irte cuando quieras.
–No pienso ir a ningún sitio sin ti. Y no me gusta verte tan cerca del precipicio. Ven –Vittorio alargó una mano hacia ella–. Me preocupas.
Jillian no aceptó su mano, pero levantó la mirada y clavó los ojos en sus altos pómulos, en los sensuales labios…
–Y tú me das miedo –le dijo, apartando la mirada de esos labios que la habían besado por todas partes, explorando su cuerpo en detalle.
La había llevado al orgasmo con la boca, haciendo que se sintiera mortificada cuando gritó de placer. Nunca había imaginado un placer tan intenso o una sensación tan poderosa. No sabía que podía perder el control de ese modo. Claro que hasta entonces no conocía a Vittorio.
Pero le daba pánico. Porque en Bellagio, Vittorio había conseguido hacerla claudicar con una sola mirada. Un beso y había perdido su independencia.
–No digas tonterías –replicó él–. Saliste huyendo de mí y te llevaste a mi hijo. ¿Crees que eso es justo?
Jillian no podía responder porque estaba seduciéndola con su voz. Lo había hecho la primera vez que lo vio, en el vestíbulo del hotel de Estambul. Una presentación, una breve charla, una invitación a cenar… y había perdido al cabeza por completo.
Había pedido excedencia en su trabajo, se había mudado a la villa del lago Como con él, se había imaginado enamorada… algo en lo que nunca había creído hasta entonces. El amor romántico era una tontería destructiva y ella pensaba que nunca caería en esa trampa.
Pero entonces apareció Vitt y la cordura y el sentido común se fueron por la ventana.
Era muy peligroso y podía destruirla. A ella y a Joe.
Pero no, no le entregaría a Joe. No dejaría que Vitt lo convirtiese en un delincuente.
–Él no es siciliano, Vittorio. Es estadounidense y es mi hijo.
–Te he dejado en paz durante el último año, pero ahora es mi turno…
–¡No! –Jillian se clavó las uñas en las palmas de las manos, angustiada–. No voy a entregarte a mi hijo.
Prefería lanzarse por el acantilado antes de permitir que se quedase con Joe. Hannah sabía lo que debía hacer si algo le ocurría: llevar a Joe con Cynthia, su antigua compañera en la universidad de Bellevue, Washington. Cynthia había aceptado hacerse cargo del niño si le ocurría algo e incluso habían firmado los papeles ante un notario. Porque el ferviente deseo de Jillian era que su hijo creciera en una familia feliz, una familia normal. Una familia que no estuviera conectada con el crimen organizado.
Una familia distinta a la suya.
Y a la de Vittorio.
–Jill, dame la mano. La tierra está mojada y podrías resbalar.
–Si de ese modo puedo proteger a mi hijo, me da igual.
–¿Protegerlo de qué, cara?
Jillian tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarlo a los ojos. La había engañado una vez, pero no volvería a hacerlo. Ahora era más sabia, más adulta. Y, sobre todo, era madre.
Podría haber evitado todo aquello de haber sabido quién era Vittorio cuando aceptó su invitación a cenar doce meses antes. Pero no lo sabía y lo había creído un príncipe azul.
La extravagante cena se había convertido en un romance de fantasía. Vittorio la hacía sentir tan bella, tan deseable que se había acostado con él sin pensarlo dos veces… y no la había decepcionado. Había sido un amante increíble e incluso ahora podía recordar lo que sintió esa primera noche… recordaba el peso de su cuerpo sobre ella, las sábanas de satén, el roce del vello de su torso. Lo recordaba sujetando sus brazos mientras entraba en ella, despacio al principio y luego con más fuerza, hasta hacerla perder la cabeza…
Vittorio conocía bien el cuerpo de una mujer y, durante dos maravillosas semanas, Jillian había imaginado que estaba enamorándose de él. Incluso había fantaseado con formar una familia.
Sí, a Vittorio lo llamaban a horas intempestivas, pero ella no había querido darle importancia a esas llamadas, diciéndose a sí misma que eran asuntos de negocios. Al fin y al cabo, era el presidente de una importante corporación.
Vittorio acababa de adquirir tres venerables hoteles de cinco estrellas en Europa del Este y Jillian había fantaseado con dejar su puesto en Turquía y ayudarlo a reformar y modernizar esos hoteles. Después de todo, ese era su trabajo. Había imaginado que viajaban juntos por todo el mundo, explorando, trabajando, haciendo el amor…
Y entonces, el día catorce, una empleada del servicio había roto esa ilusión al preguntarle:
–¿No le da miedo el mafioso?
Mafioso.
Esa palabra había helado la sangre en sus venas.
–¿Quién? –le había preguntado Jill, intentando disimular su nerviosismo.
–El señor D’Severano.
–Vittorio no es un mafioso.
–Sí lo es, lo sabe todo el mundo –había insistido la joven.
Y entonces todas las piezas habían caído en su sitio. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? El dinero de Vittorio, su lujoso estilo de vida, las extrañas llamadas a altas horas de la noche.
Angustiada, había entrado en Internet… para descubrir que la empleada tenía razón. Vittorio D’Severano, natural de Catania, Sicilia, era un hombre muy famoso. Famoso pero no por razones legales.
Jillian se había escapado esa misma tarde, llevándose solo el pasaporte y dejando atrás todo lo demás: la ropa, los zapatos, los abrigos… todo eso podía ser reemplazado. Pero la libertad, la seguridad, la cordura, eso no se podía reemplazar.
Después de hablar con el director del hotel para decirle que tenía que marcharse urgentemente había dejado atrás su apartamento, a sus amigos, todo. Se había esfumado, como si nunca hubiera existido.
Y ella sabía cómo hacerlo. Era algo que había aprendido a los doce años, cuando su familia entró en el Programa de Protección de Testigos por el gobierno estadounidense.
Desde los doce años era una impostora.
Jillian se convirtió en Heather Purcell en Banff, Canadá, y trabajó durante cuatro meses en el hotel Fairmont. Fue allí, en Alberta, donde descubrió que estaba embarazada.
–Tenías que saber que tarde o temprano te encontraría –dijo Vittorio, devolviéndola al presente–. Tenías que saber que yo iba a ganar.
Estaba atrapada, pensó Jillian, pero ella no era de las que se rendían. Llevaba toda su vida luchando y seguiría haciéndolo para proteger a su hijo de una vida que lo destruiría. Porque ella sabía que sería así; su propio padre había vivido esa vida, llevándolos a todos a ese infierno con él.
–Pero no has ganado –le dijo–. Porque no tienes al niño y no voy a decirte dónde está. Puedes matarme…
–¿Qué estás diciendo? Yo nunca te haría daño –la interrumpió Vittorio–. Eres la madre de mi hijo y, por lo tanto, algo muy valioso para mí.
–Hace once meses enviaste a tus matones a buscarme.
–Mis hombres no son matones y tú misma te convertiste en mi adversaria alejándote de mí, cara. Pero estoy dispuesto a olvidar nuestras diferencias por el bien de nuestro hijo así que, por favor, ven. No me gusta que estés tan cerca del borde. No es seguro.
–¿Y tú sí lo eres?
–Supongo que eso depende de lo que tú consideres «seguro». Pero no estoy interesado en semánticas, es hora de resguardarnos de la lluvia.
Alargó una mano para tomar la suya, pero Jillian no quería que la tocase y se apartó tan violentamente que perdió pie. Vittorio, bendecido con rápidos reflejos, la sujetó antes de que cayera por el acantilado y Jillian se agarró a él con todas sus fuerzas. Pero tembló al entrar en contacto con su cuerpo. Incluso empapado era grande, sólido, abrumador.
Por un momento imaginó que tal vez sentía algo por ella, que tal vez podrían encontrar la forma de criar juntos a Joe…
¿Estaba loca? ¿Había perdido la cabeza por completo?
Era imposible. No podía dejar que Vittorio educase a Joe, que lo convirtiese en un hombre como él.
–No voy a ser parte de tu vida –le dijo–. No puedo.
Vittorio alargó una mano para apartar el pelo de su cara y la caricia hizo que sintiera un escalofrío.
–¿Y qué hay de malo en mi vida?
–Tú lo sabes muy bien –respondió Jillian, pensando en su padre, en sus contactos con la mafia de Detroit y en las terribles consecuencias para toda la familia. Aunque nadie había pagado un precio tan alto como su hermana.
–Explícamelo.
–No puedo –murmuró ella, temblando.
–¿Por qué no?
Jillian se echó hacia atrás para mirarlo a los ojos. Un error porque su corazón se aceleró. Era tan hermoso… pero también era letal. Podría destruirla en un segundo y nadie lo detendría.
–Tú sabes quién eres. Sabes lo que haces. Vittorio esbozó una sonrisa.
–Parece que me has condenado sin juicio previo y sin darme la oportunidad de defenderme. Porque soy inocente, cara. No soy el hombre que tú imaginas.
–¿Niegas ser Vittorio D’Severano, el cabecilla de la familia D’Severano, de Catania?
–No niego quién soy y adoro a mi familia. ¿Pero por qué es un crimen ser un D’Severano?
–Hay páginas y páginas sobre tu familia en Internet. Y en ellas hablan sobre extorsiones, sobornos, estafas, corrupción…
–Todas las familias tienen sus secretos.
–¡La tuya tiene al menos cien!
Vittorio se puso serio entonces.
–No hables mal de mi familia –le advirtió–. Sí, somos sicilianos y nuestro árbol genealógico se remonta a cientos de años atrás… algo que tú no tienes, Jillian Smith.
Tenía razón, por supuesto. Ella no tenía antepasados famosos y nadie a quien recurrir, nadie que la protegiera. ¿Quién lucharía contra la mafia por ella? ¿Quién se atrevería a luchar contra Vittorio si ni siquiera el gobierno italiano era capaz de acabar con su familia?
Pero ella tenía que luchar porque no había otra opción. No iba a dejar que Vittorio se llevara a su hijo. Nunca, ni en un millón de años.
Y eso hizo que pusiera el pie en la realidad. ¿Qué estaba haciendo en sus brazos?
Jillian se apartó de golpe.
–Esto es Estados unidos, no Sicilia. Y yo no te pertenezco.
–¿Dónde vas?
–A seguir paseando. Tengo que hacer ejercicio.
–Iré contigo.
–No, por favor…
Pero Vittorio la siguió de todas formas.
Angustiada, dándole vueltas a la cabeza, Jillian intentaba evitar los charcos mientras buscaba una manera de librarse de él.
No había llevado el móvil y no podía llamar a Hannah para advertirle. Y tampoco había llevado dinero para tomar un taxi, de modo que siguió caminando bajo la lluvia, con Vittorio un paso por detrás.
–¿Hasta cuándo piensas seguir, Jill? –le preguntó él cuando llegaron a una intersección.
–Hasta que me canse.
La limusina negra que los seguía hizo un giro entonces, bloqueando el camino. Las puertas se abrieron y del coche salieron los hombres de Vittorio.
En otra situación, Jillian se habría reído. ¿Quién iba a imaginar que los guardaespaldas de Vittorio vestían como modelos italianos? Con esos trajes de chaqueta y esos caros zapatos italianos no pegaban allí. No pegarían en ningún sitio, pero Vittorio tenía que saberlo. Vittorio Marcello D’Severano lo controlaba todo.
Los guardaespaldas la miraban con interés profesional, esperando una señal de Vitt; una señal que aún no había hecho.
–Diles que se vayan –le pidió Jillian.
–No podemos estar caminando todo el día. Tenemos cosas que discutir, decisiones que tomar.
–¿Por ejemplo?
–La custodia de nuestro hijo.
–Es mi hijo.
–O en qué país va a vivir.
–En Estados Unidos. Este es su país.
–También es italiano –replicó Vitt–. Y también es hijo mío. No puedes negarme a mi hijo, Jill.
–Y tú tampoco puedes arrebatármelo.
–No tengo intención de hacerlo. Afortunadamente, cuento con buenos abogados y llevo varios meses trabajando en el asunto. Tengo aquí la documentación…
–¿Qué?
–Tú lo has tenido durante los primeros meses de su vida, ahora es mi turno.
–¿Qué estás diciendo?
–Vamos a compartir a nuestro hijo, Jill, o lo perderás por completo.
–¡Nunca!
–Si intentas evitar que lo vea, acudiré a los tribunales. Y si no apareces en el juicio, perderás la custodia.
Jillian lo miró, horrorizada.
–Eso no es verdad, lo estás inventando.
–Yo no te mentiría. No lo he hecho nunca. Si no te importa entrar conmigo en el coche, te mostraré los papeles.
Hacía que todo pareciera tan sencillo: entrar en el coche, mirar los papeles.
Él debía pensar que había olvidado lo poderoso que era. O lo seductor y atractivo que lo encontraba.
Si subía al coche con él, temía no volver a estar a salvo nunca más.
Jillian tragó saliva. Vittorio era alto e increíblemente apuesto, pero ella había sucumbido a algo más que su atractivo; se había enamorado de su mente. Era el hombre más inteligente que había conocido nunca y disfrutaba charlando con él más que con cualquier otra persona.
Vitt podía hablar de política, de economía, de historia, de arte, de ciencia. Había viajado mucho y era, evidentemente, muy rico. Era un hombre cálido, sensual y, salvo por las llamadas a horas intempestivas, siempre estaba disponible para ella. Como una cachorrita, ella se había enamorado. Y al volver a verlo tuvo que reconocer que nunca sería inmune.
–No confío en ti –le dijo, su voz llena de emoción.
–Ésa es la cuestión. Tu falta de confianza ha creado muchos problemas para los dos.
Jillian apartó la mirada.
–Quiero ver los papeles, pero no voy a subir a tu coche.
–Yo no quería que fuera así, cara, pero si insistes…
Vittorio subió al coche y sus guardaespaldas lo hicieron después. No iban a obligarla a subir, iban a dejarla en paz.
Pero eso era muy raro porque Vittorio no se rendía nunca. Si se marchaba, dejándola allí, era porque ya había ganado.
Tenía a Joe. Había encontrado a su hijo.
–¿Qué has hecho? –le gritó.
Vitt la miró desde el interior de la limusina.
–Es lo que tú quieres, ¿no?
–Lo que quiero es estar con mi hijo.
–Has tenido la oportunidad y la has rechazado. Quieres que te deje en paz y eso es lo que estoy haciendo.
Jillian subió a la limusina de un salto.
–¡No voy a dejar que te lleves a mi hijo!
–Cálmate, Joseph está bien…
–¿Dónde?
–Está a salvo, no te preocupes. Y, con el permiso de un juez, irá a Palermo conmigo esta noche.
–¡No es verdad, estás mintiendo! –exclamó Jillian, con el corazón encogido.
–No, cara, yo no miento. Joseph es un niño encantador y muy inteligente.
Ella no podía respirar, ni pensar. Era como si su corazón se hubiera detenido.
–¿Qué le has hecho?
–Aparte de comer con él y pedirle a la niñera que lo metiese en la cuna, nada.
–Vittorio, esto no es un juego.
–Tú lo has convertido en un juego, Jill. Es culpa tuya.
–¿Y Hannah? –le preguntó ella, con el corazón en un puño–. ¿Está con él?
–Por supuesto –respondió Vittorio–. Pero ya no la necesita. Contrataremos a una niñera en Sicilia, alguien que le enseñe a hablar italiano.
–Pero a mí me gusta Hannah…
–A mí también. Es una buena empleada, ha hecho todo lo que le he pedido.
–¿Qué quieres decir con eso?
Vittorio esbozó una sonrisa que le dio una expresión más fiera, más dura.
–Hannah trabaja para mí. Pero, por supuesto, tú no debías saberlo.
JILLIAN iba tan alejada de él en la limusina como era posible, pero Vittorio lo había esperado. Estaba disgustada… y debía estarlo porque acababa de poner su mundo patas arriba.
Por el momento, nada lo había sorprendido. Era Jill quien parecía estupefacta. Tenía el pelo empapado y le castañeteaban los dientes a pesar del aire acondicionado.
La limusina estaba acercándose a la casa que Jill había alquilado, una casa pequeña de piedra de una sola planta, es decir una casa como cualquier otra de la zona, con una sencilla entrada de asfalto que no llamaría la atención.
Jill era inteligente, mucho más de lo que él había creído. Pero una vez que se puso en su lugar para intentar descifrar cuál sería su siguiente paso, había sido fácil localizarla.
Su casa.
La niñera.
Su trabajo.
Él sabía que llevaba cuatro meses en el condado de Monterrey, pero no había querido asustarla hasta que lo tuviese todo atado. Y, para que se sintiera segura, había puesto el anuncio del alquiler de la casa en el boletín de la cafetería en la que desayunaba cada mañana. Habían llamado treinta personas interesadas en alquilarla antes de que, por fin, lo hiciese ella. Susan, que trabajaba para él en una inmobiliaria de San Francisco, se la había enseñado. Y fue Susan quien mencionó «de pasada» una oportunidad de trabajo en el hotel Highlands; una oportunidad creada especialmente para Jill porque Vittorio era el propietario. Un hotel más de una cadena de más de treinta hoteles por todo el mundo.
Durante la entrevista de trabajo, la directora de Recursos Humanos había dejado caer que iba a despedir a su niñera porque sus hijos ya eran adolescentes.
La trampa había sido colocada y, por supuesto, Jill había caído en ella.
Todo parecía muy fácil, aunque en realidad no lo había sido. Vittorio quería ver a su hijo de inmediato, pero había tenido que esperar, luchando contra su impaciencia, sabiendo que todo lo que hacía era vigilado.
El apellido D’Severano era una espada de doble filo. La gente conocía y temía a su familia. Su abuelo había sido el jefe de uno de los clanes sicilianos más poderosos del mundo de la mafia. Pero eso era el pasado; los negocios de Vittorio eran completamente legales.
–¿Quieres cambiarte de ropa? –le preguntó.
–Estoy bien así.
–¿Pero no vives por aquí?
–No –respondió ella, mirando por la ventanilla de la limusina.
Estaba lloviendo a cántaros. También llovía el día que se conocieron en Turquía, pensó entonces.
Había sabido desde que la vio en el vestíbulo del hotel Ciragan Palace de Estambul que era una mujer bella e inteligente, pero no sabía que tuviera tantos recursos. Jillian era muy astuta, mucho más que los hombres de negocios con los que lidiaba a diario.
–Sé que vives por aquí, pero si no quieres entrar a buscar nada…
–No.
–Entonces podemos ir directamente al aeropuerto. Haré que embalen tus cosas y las envíen a Palermo.
–¡Mi casa no es asunto tuyo! –replicó Jillian, airada.
–¿Quién crees que alquilaría una casa con vistas al mar por el precio que pagas tú, Jill? Es mi casa, cara. Tú eres mi inquilina.
Ella lo miró, boquiabierta.
–¿Tu casa? –repitió.
Vittorio se encogió de hombros.
–Mi casa, mi niñera, mi hotel.
–¿Tu hotel? ¿El hotel Highlands te pertenece?
–Es uno de los hoteles del grupo Prestige. ¿No se te ha ocurrido buscarlo en Google?
Jillian lo fulminó con sus ojos castaños. Castaños, qué interesante. Sus ojos habían sido de color azul cuando se conocieron.
–Todo era una trampa –murmuró.
–¿Qué esperabas, que te dejara secuestrar a mi hijo sin hacer nada?
–No lo he secuestrado. Lo he llevado dentro de mí, lo he parido, lo he querido…
–Muy bien. Y ahora puedes quererlo en la seguridad y comodidad de mi casa de Sicilia.
–Yo no pienso vivir en Sicilia.
–El juez ha decidido que, debido a tu errático comportamiento y tu incapacidad de proveer al niño de unos ingresos seguros, Joseph vivirá de forma permanente en Palermo conmigo.
–Pero mi hijo vive perfectamente bien –protestó Jillian–. Yo gano un sueldo…
–Con mi ayuda, no lo olvides. El juez sabe que yo he conseguido ese trabajo para ti. Y la casa, y la niñera. Sabe que no hubieras podido sobrevivir sin mi ayuda.
Ella apretó los puños, encolerizada.
–Eso no es verdad. Yo no te necesito para encontrar trabajo y mi hijo tampoco te necesita.
–Eso dices tú.
–Me has engañado…
–He hecho lo que tenía que hacer para estar con mi hijo y, ahora que lo tengo, vivirá conmigo y con mi familia en Palermo.
–¿Y yo?
–Tú vivirás con nosotros hasta que Joseph tenga dieciocho años, pero cuando se marche a la universidad, tú podrás irte también. Serás libre para viajar, para comprar una casa y empezar una nueva vida. Pero hasta entonces vivirás con nosotros o no verás a Joseph.
Jillian se clavó las uñas en las palmas de las manos.
–¿Soy tu prisionera?
–No, en absoluto –respondió él–. Eres libre de hacer lo que quieras, pero Joseph permanecerá conmigo.
–¡Entonces él es tu prisionero!
–Es un niño y es mi hijo. Necesita guía y protección.
–¿De tus enemigos?
Vittorio clavó en ella sus ojos.
–Yo no tengo enemigos.
–Salvo yo –murmuró Jillian.
–Antes no lo eras –le recordó Vittorio.
Ella apartó la mirada, pero notó que se había puesto colorada. Tal vez lamentaba lo que había hecho, pensó. No había sabido nada del embarazo hasta que un día Jillian se encontró por accidente con una de sus empleadas mientras empujaba un cochecito. Al saberlo, Vittorio la había llamado por teléfono, pero ella había tenido la cara de negarlo. Y cuando exigió una prueba de ADN, sencillamente había desaparecido, negándole a su hijo durante sus primeros meses de vida.
–De hecho, aún te veo al volante de mi nuevo Ferrari en Bellagio –siguió–. Te encantaba conducir, ¿verdad? Bueno, te encantaba todo lo que hacíamos en la villa del lago Como. Y también te gustaba gastar dinero.
–Lo dices como si eso fuera lo único que me interesaba de ti.
–¿Y no era así?
–¡No! –exclamó ella–. Tu dinero no significa nada para mí.
–¿Entonces no disfrutabas del jet privado, del servicio, de los coches?
–Las cosas no me impresionan. Estaban ahí y las utilizaba, como las utilizabas tú. Nada más.
Vittorio estudió sus elegantes facciones, su piel de alabastro y la melena rubia empapada. El color rubio también era algo nuevo.
–Entonces, estabas allí solo por mí –murmuró, irónico.
Intentaba mostrarse calmado, pero en realidad estaba furioso. Nunca en su vida lo habían engañado como lo había hecho Jill. Y seguía asombrándolo. Le había parecido tan inocente, tan pura. Pero ahora sabía la verdad y no volvería a cometer el error de confiar en ella.
–Entonces me gustabas –dijo Jillian.
–En pasado.
–En pasado, sí.
Vittorio miró por la ventanilla durante un segundo antes de mirarla a ella de nuevo.
–¿Y qué ha cambiado, Jill Smith? –le preguntó, enfatizando su nombre porque eso, como todo lo demás, era una invención. Jillian Smith no existía. Sus mentiras habían hecho difícil que la localizase inmediatamente, pero había persistido y, como siempre, había tenido éxito.
Lo único que quedaba por hacer era cuidar de su hijo y asegurarse de que fuera feliz.
–Nada –respondió ella.
–¿No ha pasado nada?
–No.
–¿Nadie te dijo nada al oído? ¿Nadie hizo que te marcharas sin despedirte?
Jillian pensó en la empleada que le había hablado de la condición mafiosa de su amante.
–¿Qué le has hecho? –le preguntó, asustada.
–Despedirla –respondió él, haciendo una mueca–. ¿Qué crees que iba a hacerle a una chica de dieciocho años por decir que soy un mafioso? ¿Lo ves? Eso demuestra lo poco que sabes de mí. Yo no soy un hombre cruel, cara. No le hago daño a nadie, no soy un bárbaro.
Jillian seguía mirándolo con expresión ansiosa.
–¿De verdad piensas llevarte a Joe a Sicilia?
–Sí –respondió él.
–¿Y yo podré ir también? ¿No me alejarás de mi hijo?
–Mientras cooperes, no.
Jillian tragó saliva.
–¿Qué quieres decir con eso?
–Que harás lo que yo te diga rápida, alegre e inmediatamente.
–¿Y si no lo hago?
–Entonces volverás a Estados Unidos.
–No puedes hacer eso, no puedes separarme de mi hijo.
–¿No? –los ojos oscuros de Vittorio se clavaron en los suyos durante unos tensos segundos–. Vivirías en mi casa, en mi país, junto a mi familia y a mi gente. ¿Quién iba a detenerme?
Jillian respiró profundamente.
–No puedes usar a Joe como un arma contra mí.
–¿No es eso lo que tú hiciste?
–Solo intentaba protegerlo…
–De mí, ya lo sé. Pero fue un grave error.
–¿Y si cooperase durante estos diecisiete años?
–Seguirías con nosotros, disfrutando de mi protección, de mi dinero y de los privilegios de pertenecer a la familia D’Severano.
–Pero si coopero contigo, convertirás a Joe en uno de los tuyos.
–Lo dices como si fuéramos una horda de vampiros.
–No sois muy diferentes, ¿no?
–Por lo visto, los vampiros están de moda.
–A mí no me gustan –dijo ella–. Y tampoco me gustan lo matones, los ladrones ni los asesinos. Odio el crimen organizado y a las personas violentas.
–Es absurdo oponerse cuando no puedes ni ganar ni llegar a un compromiso –replicó Vittorio–. Considerando lo que te juegas, o eres increíblemente valiente o increíblemente tonta.
–Sé que me juego mucho. Estamos hablando de la vida de un niño –insistió Jillian–. Lo que hagamos tendrá una enorme influencia en él.
–Por supuesto.
–No voy a dejar que hagas lo que te parezca, Vitt. No voy a fingir que me gusta lo que eres y lo que haces. Tus valores no son los míos…
Vittorio le hizo un gesto a uno de sus guardaespaldas, que de inmediato golpeó la mampara de cristal que los separaba del conductor. Como si fuera una señal, el hombre cambió de carril para salirse de la carretera y detener el coche en el arcén.
–Es una pena que no hayamos llegado a un acuerdo, pero supongo que es mejor ahora que más tarde –dijo Vittorio–. Yo quería que esto funcionara pero, desgraciadamente, veo que no será posible. No tiene sentido seguir, así que… adiós, Jill.
–¿Qué? –exclamó ella.
–Tu casa está a medio kilómetro de aquí. No está lejos, pero imagino que no será cómodo caminar bajo la lluvia. Ten cuidado, el asfalto es resbaladizo.
Jillian lo miró, asustada. Pero Vittorio estaba harto de sus engaños. Odiaba las mentiras y se había esforzado demasiado para restaurar la honorabilidad de su familia como para dejar que nadie, y menos Jillian Smith, cuestionase sus valores.
–¿Cómo vamos a criar juntos a nuestro hijo cuando me odias de ese modo? Yo quiero que sea un niño feliz y no podría serlo si nos viera discutiendo a todas horas. Tú me has convertido en un monstruo e intentarías que Joseph pensara lo mismo…
–No, no lo haría.
–Ya lo has hecho. Me has mentido, me has apartado de la vida de mi hijo. Joseph cumplirá un año el mes que viene y hasta hoy no he podido abrazarlo –Vittorio sacudió la cabeza–. ¿Y tú me crees un monstruo?
Jillian hizo una mueca, visiblemente aturdida. Por un momento, Vittorio casi sintió pena por ella… casi. Pero no quería sentirla porque lo había humillado, lo había hecho pasar por un infierno.
–Haznos un favor a los dos –le dijo, señalando la puerta–. Márchate y…
–Nunca.
–Yo voy directamente al aeropuerto –siguió Vittorio como si no hubiera hablado–. No tengo tiempo que perder.
–No pienso bajar del coche. Quiero ver a mi hijo.
–Jillian…
–No voy a dejarlo contigo.
–No me gustan los juegos.
–No habrá ningún juego, te lo prometo.
–Hiciste promesas en el pasado. Prometiste verme cuando descubrí que estabas embarazada, pero desapareciste…
–Tenía miedo.
–¿Y ahora no lo tienes?
Jillian apretó los dientes.
–Sí lo tengo, pero hay algo más importante: mi hijo. Cooperaré, haré que esto funcione. Te lo juro.
–No tengo más paciencia, Jill. No habrá una segunda oportunidad. Un solo error, una mentira más y desaparecerás de nuestras vidas para siempre.
Vittorio vio que una lágrima rodaba por su rostro, pero no quería sentir pena, no quería sentir nada por ella. Había confiado en Jill, se había encariñado con ella mucho más que con ninguna otra mujer.
Veinte meses antes había pensado que podría ser la mujer de su vida. La única, aquella con la que se casaría y formaría una familia. Lo cual era absurdo porque él no era un hombre impulsivo. Nunca había conocido a una mujer a la que imaginara como su esposa, pero Jillian…
Había querido amarla y protegerla para siempre.
Y entonces ella había salido huyendo sin dar explicaciones. Había intentado darle esquinazo.
–Lo que tú digas –asintió Jillian por fin–. Cualquier cosa para no separarme de mi hijo.
Él nunca había tratado mal a una mujer, jamás en toda su vida, y verla tan angustiada le dolía.
Hacía que se sintiera como un salvaje, como el monstruo que Jillian creía que era. Pero él no era un monstruo; al contrario, llevaba toda su vida enmendando los errores de anteriores generaciones. Había luchado mucho por levantar la empresa familiar cuando su padre resultó trágicamente herido y tuvieron que declararse en quiebra. Pero también había luchado por su padre, por su familia. Quería demostrarle al mundo que los D’Severano eran gente decente.
–No te sacaré del país a la fuerza –le dijo.
–No me llevas a la fuerza, yo decido ir contigo por Joe. Por favor, Vitt, deja que vaya con mi hijo.
Vittorio tomó su cara entre las manos.
–Nuestro hijo. No es ni tuyo ni mío, es de los dos. Lo hicimos juntos en un acto de amor, no de violencia, y será criado con amor. ¿Lo entiendes?
–Sí.
Castaños o azules, sus ojos, brillantes de emoción, seguían hipnotizándolo. Una vez había pensado que era todo lo que quería, que se harían mayores juntos…
–A partir de ahora, no hay tuyo o mío –siguió–. Solo nuestro. Solo hay una familia y es la familia D’Severano.
–De acuerdo –asintió Jillian.
Y entonces, al ver un mundo de tristeza en sus ojos, Vittorio hizo lo único que se le ocurrió: besarla. Pero no era un beso tierno ni un beso de consuelo. La besó fieramente, tomando sus labios como estaba tomando el control de su vida. Había tenido su oportunidad, lo habían intentado a su manera. Ahora era a la suya.
Pero el beso no disminuyó su rabia, todo lo contrario. Su boca era tan suave, sus labios temblaban bajo los suyos… todo su cuerpo temblaba. Y cuando chupó la punta de su lengua, notó que se rendía. Si estuvieran solos le habría quitado la ropa allí mismo para demostrarle que era suya. En lugar de eso, acarició su pecho suavemente, solo para sentirla temblar, y luego la soltó.
–Al aeropuerto –le dijo al conductor, ajustándose los gemelos de la camisa–. Llegamos tarde.
Mientras se acercaban al aeropuerto de Monterrey, Jillian sentía como si hubiera tragado cristales. Hasta respirar le dolía. Cada vez que tragaba le daban ganas de llorar.
Le había fallado a Joe.
No había sabido protegerlo.
Su vida no volvería a ser la misma a partir de aquel momento y era culpa suya. No debería haberlo dejado con Hannah. No debería haber confiado en Hannah.
Pero la niñera le había parecido la respuesta a sus plegarias, perfecta en todos los sentidos. Sus referencias decían que era una buena profesional, respetada en la zona. Y, además, su salario no era tan elevado como el de la mayoría de las niñeras a las que había entrevistado.
Pero el engaño de Hannah no era nada comparado con el disgusto que tenía en aquel momento. Porque cuando Vittorio la besó, prácticamente se había derretido entre sus brazos.
Avergonzada por su comportamiento, apretó los puños. ¿No había aprendido nada? ¿Cómo podía excitarle Vittorio sabiendo lo que sabía? Su padre había sido igual que él, miembro de un clan mafioso de Detroit, y su ambición había destruido las vidas de toda su familia. ¿Cómo podía pensar que Vittorio era diferente?
No, no podía hacerlo.
Cuando entraron en la zona privada del aeropuerto, a través de una verja de seguridad, Jillian vio un Boeing 737 de color granate. El jet de Vittorio, pensó, con el estómago encogido. El mismo jet en el que habían ido de Estambul a Milán antes de tomar el helicóptero que los llevó a la villa de Bellagio, en el lago Como.
Vittorio tenía media docena de aviones, pero aquel, el más grande, era su favorito porque le gustaba viajar con sus empleados y su gente de seguridad. Mientras iban al lago Como le había contado que el confort era esencial para él, por eso el jet tenía una zona para los empleados, dos dormitorios, un salón, un comedor y una cocina en la que podían preparar desde un café a una cena de cinco platos.
Las puertas de la limusina se abrieron y Vittorio salió del coche para dirigirse a la escalerilla, sabiendo que ella no tendría más remedio que seguirlo.
¿Y si Joe no estaba en el avión? ¿Y si estaba jugando con ella?, se preguntó. Pero cuando subió al jet, su corazón pareció expandirse dentro de su pecho. Porque allí estaba Joe, su niño, su mundo.
Estaba sentado en el suelo, sobre una alfombra, jugando con unos bloques de colores. Llevaba la camisetita amarilla y los diminutos vaqueros que le había puesto esa mañana y reía mientras una mujer morena lo ayudaba a colocar los bloques unos sobre otros.
De repente, el niño levantó la mirada y sonrió.
–Mamá…
Jillian corrió hacia él para tomarlo en brazos y apretarlo contra su corazón. Hasta ese momento había sentido que se estaba muriendo, pero ahora, con Joe en brazos, se sentía entera de nuevo.
Joe lo era todo para ella. Mientras estuviese con él, todo iría bien.
Pero la expresión de Vittorio era implacable y Jillian pensó que en una hora todo había cambiado radicalmente. La vida de Joe, su propia vida... nada volvería a ser lo mismo.
Como si pudiera leer sus pensamientos, Vittorio le hizo un gesto a la niñera para que se encargase de Joe. Jillian iba a protestar, pero él hizo un gesto de advertencia con la mano.
-No es el momento -dijo bruscamente-. Los dos tenemos que cambiarnos de ropa. Cuando hayamos despegado decidiremos qué vamos a contarle a nuestras familias.
JILLIAN entró en el dormitorio del jet y cerró la puerta. Apenas había sido un susurro, pero en su cabeza sonó como la de un calabozo.
¿Qué iba a hacer?, se preguntó. Iban a Palermo, Sicilia, el hogar de la familia D’Severano y su centro de poder.
Todo el mundo en Palermo le era fiel a Vittorio. Todos en el pueblo la vigilarían, la espiarían para contarle a Vittorio lo que hacía.
Estaba atrapada, pensó. Y lo peor de todo era que Vitt no sabía quién era y ella no podía dejar que lo descubriese.
¿Qué haría el jefe de la familia mafiosa más importante del mundo si descubriera su verdadera identidad?
Tendría que destruirla, era el código. Su padre había traicionado a la familia D’Severano y la familia D’Severano exigiría venganza. Le habían quitado la vida a su hermana Katie y se la quitarían también a ella.
¿Y qué pasaría con Joe entonces?
Pensar en Joe hizo que Jillian se pusiera en movimiento. No podía asustarse, tenía que ser astuta. Y podía serlo, lo había heredado de su padre. Su vida dependía de que permaneciese tranquila y para eso tendría que controlar sus emociones, algo que le parecía imposible cuando estaba con Vittorio.
Jillian vio su maleta sobre la cama. Alguien había guardado y doblado meticulosamente su ropa…
Daba igual, pensó, quitándose la ropa mojada para ponerse un pantalón negro y un jersey gris. Vittorio sabía mucho sobre ella, pero no lo sabía todo. No sabía quién era en realidad o quién había sido su padre y ella no iba a dejar que lo descubriese.
Se miró al espejo mientras pasaba un peine por su pelo mojado. Había sido pelirroja hasta los doce años. Entonces llevaba el pelo largo, ondulado. Su padre solía enredar los dedos en él y la llamaba Rapunzel, como el personaje del cuento. Su profesora de dibujo le había dicho una vez que ese pelo habría inspirado a grandes artistas del Renacimiento. Y su madre lloró cuando los agentes del gobierno insistieron en que debía cortárselo y teñirlo de oscuro.
También ella había llorado, pero en secreto. Perder su pelo le dolía, pero perderse a sí misma era aterrador. Porque no solo se habían llevado su pelo, también se habían llevado todo lo demás.
Su nombre.
Su casa.
Su identidad.
Ya no era Alessia Giordano, sino un nombre inventado. No era nadie y seguiría siendo nadie el resto de su vida.
Entonces oyó un golpecito en la puerta.
–¿Te has cambiado de ropa? –escuchó la voz de Vittorio.
–Sí –respondió ella.
–Despegaremos en dos minutos. Tienes que sentarte y ponerte el cinturón de seguridad.
–Voy enseguida –dijo Jillian.
Podía hacerlo. Había pasado por cosas peores, se dijo. Mientras Joe fuese feliz, no había nada que no pudiera soportar.
De modo que salió del dormitorio y entró en el lujoso salón del jet. Vittorio ya estaba allí, elegante con un traje de chaqueta, como si hubiera estado una hora arreglándose y peinándose. No sabía cómo lo hacía. Para ella, la vida nunca había sido tan fácil.
–Te has puesto muy cómoda –dijo él, señalando el pantalón y el sencillo jersey de lana.
–Es la ropa que uso cuando estoy con Joe –respondió Jillian, molesta consigo misma por sentirse avergonzada de su aspecto. Secretamente, sentía pasión por la ropa de buena calidad, pero en los últimos meses no había podido comprar nada.
–Y es muy práctica –dijo él–. Por favor siéntate, estamos a punto de despegar –añadió, señalando un asiento a su lado.
Era elegantísimo, ancho, forrado de ante. Italia era un país que creaba moda, ¿por qué no iba a tener Vittorio todo lo mejor?
Él estaba sonriendo, pero no era una sonrisa conciliadora, más bien un desafío. Había lanzado el guante en la limusina y ella había aceptado el reto.
Sin decir nada, se dejó caer sobre el asiento y abrochó el cinturón de seguridad. Intentaba portarse de manera despreocupada, pero su corazón latía como loco. Alto, de hombros anchos y devastadoramente atractivo, Vittorio parecía llevarse todo el oxígeno del avión.
Era demasiado fuerte.
Demasiado poderoso.
Demasiado imponente.
Que también fuera uno de los hombres más poderosos e influyentes del mundo no parecía justo.
–He pedido champán –dijo él entonces–. Tomaremos una copa ahora y luego otra, cuando estemos en el aire para celebrar nuestro… encuentro.
¿Cómo podía ser tan cruel? ¿Y qué quería celebrar? Había conseguido acorralarla, obligarla a ir con él a Sicilia para no apartarse de su hijo.
–No he vuelto a tomar champán desde Bellagio. Supongo que estamos cerrando el círculo.
–Pero entonces eras una morena imponente con el pelo liso y los ojos de Elizabeth Taylor. Ahora eres una chica californiana, rubia, bronceada. Una transformación impresionante.
–Me alegro de que te guste –dijo ella, antes de volver la cabeza para mirar por la ventanilla del avión.
Tenía recursos, era cierto. Pero su hermana Katie no los había tenido. Ocho meses antes de que conociera a Vittorio en Turquía, Katie se había enamorado de un atractivo extraño, un estudiante de Illinois y, sintiéndose segura, le había revelado su verdadera identidad. Y había pagado ese error con la vida.
Jillian no cometería ese error. Ella sabía que no podía confiar en nadie y mucho menos en un hombre con contactos en la mafia.
La muerte de su hermana había sido desoladora para ella. La llamada de su madre para darle la noticia había sido el momento más horrible de su vida. No podía ni pensar en Katie sin que sus ojos se llenasen de lágrimas… Katie era su hermana pequeña, debería haberla protegido.
Pero no lo había hecho.
Ahora solo tenía a Joe y esta vez no fallaría. Lo protegería con su vida.
–Su copa, señora.
Jillian volvió la cabeza y, al ver a la azafata ofreciéndole una copa de champán, intentó olvidar a Katie y a su familia. No podía cambiar el pasado, solo podía seguir adelante.
–Gracias –murmuró.
La azafata desapareció, dejándolos solos, y Vittorio levantó su copa.
–Propongo un brindis por el futuro –anunció mientras los motores del avión empezaban a rugir.
El corazón de Jillian latía con tal fuerza que casi le hacía daño. ¿El futuro? ¿Qué clase de futuro les esperaba cuando no había amor, confianza o respeto entre ellos?
–Por Joe –dijo Jillian en cambio.
–Por Joseph –asintió él–. El hijo que hemos engendrado juntos.
Jillian tuvo que hacer un esfuerzo para tragar el champán. Miró el líquido ámbar en su copa, las diminutas burbujas subiendo a la superficie… una vez le había gustado el champán, la había hecho sentir elegante, especial, bella.
Se lo había contado a Vittorio y, durante una semana, él había pedido champán en la cena.
¿Lo recordaría? ¿Sería por eso por lo que había querido que brindasen con champán en aquella ocasión?
Una vez había habido algo entre ellos. Una vez habían hecho el amor como si se entregasen en cuerpo y alma.
–¿Te sientes bella ahora? –le preguntó Vittorio, mirándola con esos ojos suyos inescrutables.
De modo que lo recordaba.
–Como una princesa –respondió Jillian.
–Y estamos viviendo un cuento de hadas –dijo él, burlón.
Jillian apartó la mirada. ¿Cómo no se había dado cuenta de quién era? ¿Cómo no había visto que detrás de su atractivo había un hombre poderoso e implacable?
–¿Puedo irme con Joe? –le preguntó–. Me sentiría más cómoda teniéndolo a mi lado.
–Maria cuida de él, no te preocupes.
Jillian llevó aire a sus pulmones. ¿Iba a tomar todas las decisiones por ella? ¿Iba a decir cuándo podía ver a su hijo?
–Lo echo de menos, Vitt. No he estado mucho tiempo con él en todo el día.
–Porque lo has dejado en casa.
–Tenía que trabajar.
–Podrías haberte reunido conmigo. Yo te habría mantenido…
–Yo quiero lo mejor para Joe –lo interrumpió Jillian–. Quería que tuviese lo que yo no tuve: estabilidad, seguridad.
–¿Y crees que salir huyendo y vivir bajo una falsa identidad le aporta seguridad?
–Joe no sabría nada sobre la falsa identidad.
–Le dijiste a Hannah que sus informes médicos estaban bajo el nombre de Michael Holliday, que cuando fuese al colegio lo llamarían Mike.
–Era lo que creía que debía hacer.
–¿Y ésa es tu idea de un buen plan?
Jillian apartó la mirada. Vittorio no entendía que para proteger a su hijo tenía que pensar como una superviviente. Tenía que medir el peligro, considerar las diferentes posibilidades.
–Tal vez haya cometido algún error –admitió con voz ronca–. Pero solo quería lo mejor para él.
–Y ahora tiene lo mejor: a su madre y su padre juntos. Es un niño con suerte.
Ella tuvo que morderse la lengua para no decir lo que pensaba.
–¿Y ese niño con suerte puede sentarse con su madre y su padre mientras despegamos?
Vittorio estudió su pálido rostro durante unos segundos antes de alargar una mano para apartar el pelo de su cara.
–Nuestro hijo está durmiendo en este momento. Maria lo traerá cuando despierte.
El jet empezaba a moverse por la pista…
–Por favor, Vitt. Quiero tenerlo a mi lado.
–¿Aunque esté dormido?
–Sí, prefiero tenerlo en mis brazos.
–¿De verdad quieres que lo despierte para tenerlo en brazos?
Lo había preguntado con tono condescendiente, como si no pudiese creer que pusiera sus necesidades por encima de las de su hijo.
–No, déjalo –Jillian suspiró, agotada–. No quiero despertarlo.
–A veces es difícil hacer lo que uno debe, pero yo he descubierto que, difícil o no, hacer lo que uno debe es la única opción.
Unos segundos después, el jet levantó el vuelo y Jillian miró las copas de los árboles convirtiéndose en cabezas de alfileres, la franja azul del océano Pacífico…
En menos de una hora dejarían atrás California. En once horas estarían en Sicilia, en su mundo, y Joe, su niño, viviría en casa de Vittorio.
Y si Joe vivía en casa de Vittorio, ¿dónde viviría ella? ¿En alguna casa cercana?
Durante las dos semanas que habían pasado en Bellagio, Vitt le había contado muchas cosas sobre el castillo normando del siglo XII que los D’Severano llamaban su hogar. Aparentemente, su bisabuelo había comprado la ruinosa fortaleza y cada generación a partir de entonces gastaba una fortuna intentando reformarlo. La mitad del castello seguía siendo inhabitable pero, según Vittorio, eso era parte de su encanto.
Veinte meses antes, Jillian estaba deseando conocerlo. Ahora, era el último sitio al que quería ir.
–Mi familia es anticuada –dijo Vitt entonces, rompiendo el silencio–. Y mi madre es muy religiosa. Al principio puede parecer fría, aunque con el tiempo acabará aceptándote.
Aquello no sonaba muy prometedor, pensó Jillian.
–¿Está disgustada porque has tenido un hijo fuera del matrimonio?
–Ella no lo sabe aún.
–¿Qué?
–Que no se lo he contado. No se lo he contado a nadie de mi familia –Vittorio se encogió de hombros al ver su cara de sorpresa–. No había razón para darles la noticia. Tú estabas escondiéndote de mí y aún no tenía acceso legal a Joseph. Pero ahora la situación es diferente, ahora mi mujer y mi hijo vuelven conmigo a Italia.
Su mujer y su hijo.
Su mujer.
El corazón de Jillian se volvió loco y le temblaba la mano con la que sujetaba la copa.
–Ésa es la historia que vas a contarles.
–No será ninguna historia.
–Vittorio…
–El comandante del avión tiene autoridad para casarnos y cuando aterricemos en Sicilia por la mañana seremos marido y mujer.
–¡Pero eso es absurdo! –exclamó Jillian.
–¿Por qué es absurdo? Llegaremos casados y bajaremos del avión como una familia. Joseph ya no será hijo ilegítimo y tú serás mi esposa. Problema resuelto.
¿Problema resuelto? Problema multiplicado.
El matrimonio era un asunto muy serio y mucho más entre los clanes mafiosos. Una vez que eras parte de una familia, no podías dejar de serlo. Al menos, con vida.
–¿Tu familia nunca ha oído hablar de mí y quieres que aparezcamos casados de repente? ¿Vas a presentarnos a Joe y a mí como tu mujer y tu hijo?
–Sería la verdad.
–No nos aceptarán, Vittorio. Especialmente tu madre. Le dolerá que no le hayas contado nada y empezará a hacer preguntas… querrá saber por qué no le habías contado que tuvieses novia, por qué no ha habido una boda formal, por qué no sabía que yo estaba embarazada. ¡Vas a llevar a Sicilia a un niño de casi un año!
–¿Y qué quieres que le cuente, la verdad? ¿Que huiste de mí sin decirme que estabas embarazada cuando una empleada del servicio te contó que yo era un mafioso? ¿Que me has escondido la existencia de mi hijo durante todo este tiempo? ¿Qué sería mejor, Jill? –le espetó él.
Jillian miró los ojos oscuros con puntitos de color ámbar. Estaba sonriendo, pero su expresión era implacable.
–No lo sé –respondió por fin.
–Tenemos que contar una historia que sea creíble y que no se aleje demasiado de la verdad porque no me gusta mentirle a mi familia. No creo en la mentira, pero tengo un hijo y, por él, estoy dispuesto a hacer lo que haga falta.
Al ver un brillo de determinación en sus ojos, Jillian lo creyó. Pero también creía que había más de una manera de conseguir algo. La vida estaba llena de posibilidades, siempre había opciones.
–No tenemos que casarnos para presentar a Joe como tu hijo. Lo es y siempre lo será –afirmó–. Yo creo que lo más sencillo sería que me presentases como la madre de Joe. Al menos de ese modo, tu madre solo se enfadaría conmigo.
Vittorio enarcó una ceja.
–Ah, quieres ser la mártir en esta historia.
–Yo no he dicho eso.
–Me satisface saber que aún sientes algo por mí.
–Tampoco he dicho eso –se defendió ella–. Solo digo que tal vez sea mejor que tu madre no se enfade contigo.
–Se enfadará sin la menor duda. Pero soy un adulto y el cabeza de familia, así que podré soportarlo. No tengo por qué darle explicaciones a mi madre y tú no debes tenerle miedo. Mientras hagas el papel de amante esposa, tarde o temprano te aceptará.
Las palabras «amante esposa» se repetían en la cabeza de Jillian una y otra vez. ¿Qué otra cosa podía ser? Después de todo, era la hija de un gánster de Detroit. ¿Por qué no iba a casarse con el jefe de un clan siciliano?
Pero entonces imaginó a su hermana… las llamas del coche que había explotado, la tinta negra sobre el papel blanco de los periódicos cubriendo los veintiún años de la vida de Katie.
Al menos había muerto rápidamente, pensó.
Al menos no se había dado cuenta de lo que pasaba.
–Tiene que haber otras opciones –insistió–. Algo que requiera menos… teatro.
–¿Y qué quieres que le diga, Jill, que eres la niñera de Joe? ¿Mi amante? ¿Qué papel quieres hacer en mi vida?
–La madre de Joe, sencillamente.
–Y lo serás, siempre que seas también la esposa del padre de Joe –replicó él–. Mi familia tiene un pasado oscuro, pero mi padre se esforzó mucho para cambiar eso y yo estoy haciendo lo mismo. Nadie debe saber que Joseph ha nacido fuera del matrimonio. No quiero que crezca sintiéndose avergonzado –añadió, quitándose el cinturón de seguridad.
–Pero no tiene por qué…
–La ceremonia tendrá lugar en media hora, cuando despierte el niño –la interrumpió Vittorio, levantándose–. Busca algo apropiado que ponerte, algo elegante y festivo. No espero que te vistas de blanco, pero algo de color plata o crema estaría bien. Después de todo, querremos tener un buen recuerdo de este día tan especial.
JILLIAN echaba humo mientras buscaba algo adecuado en su maleta. ¿Plata o crema? ¿Algo para recordar aquel día tan especial?
Vittorio estaba loco. El poder se le había subido a la cabeza. No iba a ponerse un vestido de fiesta para casarse con él porque aquella no era una ocasión especial.
Él insistía en que se casaran, era él quien estaba forzando su mano, pero no pensaba vestirse como una muñeca para hacer algo que no quería hacer.
No, se vestiría a su manera para la ocasión. Algo negro y aburrido dejaría bien claro lo que sentía, pensó.
Tuvo que sonreír mientras sacaba una blusa negra y una falda gris del fondo de la maleta. Gris y negro, los colores perfectos para el luto.
Media hora después, Vittorio estaba en el centro del salón, sujetando la mano de Jillian y recitando sus votos matrimoniales, con el comandante celebrando la ceremonia.
Jillian parecía haberse vestido para un funeral, con una blusa negra de cuello alto, una falda gris y el pelo sujeto en un moño. No llevaba maquillaje ni joyas y no podía parecer más triste aunque quisiera.
Pero recitó sus votos en voz clara, casi desafiante, y manteniendo la mano firme mientras él le ponía el anillo.
Después de declararlos marido y mujer, el comandante volvió a la cabina dejándolos solos para «celebrarlo» y la azafata apareció con más champán y una bandeja con aperitivos que Jillian no probó siquiera. Pero eso no lo molestaba. Aquel no era un matrimonio por amor, sino algo que hacían por sentido del deber, por responsabilidad, para restaurar el honor de su familia.
–Jillian D’Severano –murmuró–. La señora de Vittorio D’Severano.
Ella levantó la barbilla con expresión desafiante. Aparentemente, no le gustaba mucho el nombre.
–Ojalá pudiese decir que todo ha terminado, pero mañana no será fácil. Y tampoco el día siguiente, pero en una semana empezaremos a acostumbrarnos.
–Voy a tardar más de una semana en acostumbrarme a ser tu mujer.
Vittorio esbozó una sonrisa.
–Me refería a mi madre, pero supongo que tienes razón. ¿Cómo ibas a saber esta mañana que doce horas después estarías en Sicilia, casada conmigo?
–Tu comprensión es conmovedora –replicó Jillian, irónica.
–Mi comprensión me permite protegerte. Deberías agradecérmelo.
Ella abrió la boca para decir algo, pero pareció pensarlo mejor en el último momento y sacudió la cabeza en un gesto de frustración.
Parecía una monja en un funeral, pensó Vittorio. Pero también era el día de su boda y no dejaría que se hiciera la víctima cuando era Jill quien había provocado aquella situación.
–Desabrocha un poco esa blusa. Pareces una monja.
–Mejor.
–Al menos podrías sonreír un poco, actuar como si este no fuera el peor día de tu vida.
–Cuando en realidad lo es.
–¡Debería haberte dejado en la carretera! –exclamó Vittorio.
–Demasiado tarde. Me has traído aquí y ahora estamos casados.
–Y las mujeres deben someterse a sus maridos.
–¿En qué siglo vives? –le espetó Jillian.