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Un pretendiente para una reina Julia London Encantadora. Descarada. Astuta. Los reyes de Wesloria enviaron a Inglaterra a su hija, la princesa Justine, para que aprendiera el funcionamiento de la monarquía bajo la tutela de la propia reina Victoria. Además, Justine debía encontrar un marido adecuado, alguien apto para casarse con la futura reina de Wesloria. Dado que William Douglas, el heredero libertino del ducado de Hamilton, conocía a todo el mundo, le fue asignada la misión de acompañar a la princesa en sus salidas por Londres. También debía vigilarla e informar al primer ministro wesloriano, al tiempo que se aseguraba de que la princesa se emparejaba con un hombre a la altura de las circunstancias… y que fuera del agrado del ministro. Mientras William y Justine conocían a un buen número de adecuados pretendientes, se hicieron amigos. Sin embargo, cuando llegó el momento de seleccionar al más idóneo… ¿no sería el mismo William el mejor soltero disponible? Secretos bajo el sol Sarah Morgan Cuando el exmarido de Joanna Whitman muere en un accidente de tráfico, ella no sabe qué sentir. Su matrimonio disfuncional guardaba más secretos dolorosos de los que le gustaría recordar. Pero al enterarse de que la joven que iba con él en el coche está embarazada, se siente obligada a actuar, sabiendo que los medios de comunicación van a especular sobre la exmujer del famoso chef Cliff Whitman y su misteriosa amiga. shley Blake no puede creerlo cuando Joanna aparece en el hospital y le sugiere que se escondan en su casa de la playa en la costa de California. La ex de Cliff debería odiarla, no ayudarla. Sola y embarazada, Ashley no puede rechazar la oferta. Sin embargo, sabe que si Joanna descubre la verdadera razón por la que ella estaba en ese coche, el frágil vínculo que las une se romperá. El regreso de Joanna causa un gran impacto en la comunidad local, especialmente en el hombre que dejó atrás hace años. Ashley no quiere causarle problemas a Joanna, pero, a medida que los secretos salen a la luz bajo el ardiente sol del verano, esta improbable amistad será puesta a prueba.
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Seitenzahl: 1013
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Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
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28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack HQN Secretos, n.º 396 - junio 2024
I.S.B.N.: 978-84-1062-902-8
Créditos
Un pretendiente para una reina
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Secretos bajo el sol
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
1844
Cuando Justine tenía catorce años, su padre la llevó al norte de Wesloria, la zona más montañosa del país. Le explicó que debía reunirse con los barones del carbón porque estaban inquietos y era necesario apaciguarlos. Ella le preguntó por qué.
—Porque los barones del carbón siempre están inquietos y siempre es necesario apaciguarlos, cariño —le dijo su padre, como si todo el mundo lo supiera.
Ella se había imaginado unos hombres grandes, envueltos en pesadas capas y con la cara sucia de hollín, que se paseaban por su hogar murmurando las injusticias que sufrían. Sin embargo, los barones del carbón, como los demás caballeros weslorianos, iban bien vestidos y llevaban la cara limpia.
La miraron con expresiones que iban desde el disgusto a la indiferencia, pasando por la curiosidad.
—No les hagas caso —le dijo su padre—. No son hombres modernos.
Su padre y ella iban a alojarse en el Castillo de Astasia, una fortaleza que se erguía amenazadoramente sobre un pico rocoso, tan alto, que a los caballos les costó mucho tirar del carruaje por el camino empinado. Se suponía que era el mejor alojamiento de la zona, y estaba a su disposición debido a que su padre era el rey de Wesloria y ella era la princesa heredera.
Justine dijo que el castillo le parecía aterrador. Su padre explicó que los castillos se construían así para que los soldados pudieran ver a los merodeadores a kilómetros a la redonda y divisar a las novias fugitivas.
—¿Novias fugitivas? —preguntó Justine. Se había quedado fascinada ante la idea de que algo tan romántico pudiera salir tan mal.
—Petr el Loco vio fugarse a su novia con uno de sus mejores caballeros y, después, vio a sus hombres perseguirlos muchos kilómetros antes de que consiguieran escapar. Estaba tan furioso que quemó la mitad del pueblo.
Su padre no dio más detalles, ya que las puertas de la muralla se abrieron y el castellano apareció corriendo, impaciente por mostrarle al rey y a su heredera el antiguo castillo real que mantenía con orgullo.
Sir Corin llevaba un chaleco azul polvoriento que le colgaba hasta los muslos, con los cuatro últimos botones desabrochados para darle espacio a su barriga. Tenía el pelo ralo y encanecido y lo llevaba recogido en una coleta pegada a la nuca. Portaba un anillo de llaves atado a la cintura, y los metales tintineaban a cada paso que daba.
Según dijo, era un estudioso de la Historia, y podía responder cualquier pregunta que le hicieran sobre el Castillo de Astasia. Procedió a exhibir sus extensos conocimientos sobre aquel lugar húmedo, lleno de corrientes de aire, de pasillos estrechos y techos bajos. Un joven príncipe ruso había muerto en aquella habitación. Una reina había muerto al dar a luz a su décimo hijo en aquella otra.
Sir Corin los condujo al salón del trono.
—Aquí se han celebrado muchas cortes reales.
Justine estaba acostumbrada a la opulencia del palacio en el que vivía la familia real, en la capital de Wesloria, St. Edys. Aquello le parecía, más bien, la sala pública de una taberna: era un salón pequeño y oscuro que acogía los tronos de madera del rey y de la reina, adornado con tapices descoloridos por el humo y el paso del tiempo.
Sir Corin señaló otra de las habitaciones y explicó que, en ella, el rey Maksim había aceptado la rendición del rey feudal Igor, uniendo así a todos los weslorianos bajo un mismo estado después de la lucha de varias generaciones.
—Mi tocayo —dijo su padre con orgullo, olvidando, quizá, que el rey Maksim había masacrado a las fuerzas del rey Igor para unirlos a todos.
Llegaron a un pequeño patio interior adosado a la muralla y con los otros tres lados cerrados con muros de piedra. Sir Corin señaló una puerta que había en un extremo de las almenas, que se abría a un torreón con ventanas estrechas.
—Ahora lo usamos como almacén, pero en otros tiempos era una mazmorra, la peor que jamás hayan visto sus jóvenes ojos, Alteza Real.
Justine nunca había visto una mazmorra.
—¿No es aquí donde decapitaron a lord Rabat? —preguntó su padre, despreocupadamente, y le dijo a Justine—: Me refiero a tu tío tatarabuelo Rabat.
—Je, Su Majestad, el tajo del verdugo todavía está aquí —respondió sir Corin, y señaló un gran bloque de madera cuadrado, de unos sesenta centímetros de alto. Estaba muy desgastado, seguramente, por haber pasado un largo periodo bajo las inclemencias del tiempo.
—Oh, qué terrible —dijo Justine, arrugando la nariz.
—Bastante —afirmó su padre, asintiendo. Después, explicó, quizá con demasiado entusiasmo, cómo obligaban a arrodillarse al condenado ante el tajo y apoyar el cuello en él—. Un buen verdugo podría hacer el trabajo limpiamente, de un solo golpe. ¡Zas! y la cabeza caería en una cesta.
—Si se me permite, Su Majestad, era difícil encontrar un buen verdugo. Por estos lares hay más mineros que hombres buenos con la espada. Lo cierto es que fueron necesarios tres golpes para cortarle la cabeza a Rabat por completo —dijo sir Corin, y consideró necesario hacer una demostración de los tres golpes con su propio brazo.
—Ah… —suspiró Justine, que tuvo que tragar saliva para contener las náuseas.
—¿Tres golpes? —repitió su padre, embelesado—. ¿No pudo hacerlo en uno?
Sir Corin negó con la cabeza.
—Eso demuestra cuán importante es mantener la espada bien afilada.
—Y tener cerca a alguien que sepa manejarla —añadió el rey.
Los dos hombres se echaron a reír. Justine buscó con la mirada un lugar donde sentarse para poder meter la cabeza entre las piernas y tomar aire. Por desgracia, el único asiento posible era el tajo.
—Tranquila, mi niña. No te he contado quién ordenó la decapitación —le dijo su padre.
Sir Corin se agarró las manos con impaciencia. Claramente, estaba tratando de contener su entusiasmo.
—¡Tu tatarabuela, la reina Elena!
¿La reina Elena había decapitado a lord Rabat?
—Pero… ¿no era su marido?
—Peor aún. Su hermano.
A ella se le escapó un jadeo.
—Pero ¿por qué?
—Porque Rabat tenía la intención de decapitarla a ella. Quien sobreviviera a la batalla sería coronado rey.
—Oh, y esa sí que fue una batalla sangrienta —dijo sir Corin con entusiasmo—. Cuatro mil almas perdidas, muchas de ellas, cayendo desde las almenas.
Justine retrocedió un paso. Se echó a temblar por dentro y perdió el aliento. Tuvo la sensación de que se le iban a doblar las rodillas, y se le puso la carne de gallina al imaginarse la pérdida de tantos hombres.
—¿Y no podía haberlo desterrado?
—¿Y permitir que volviera deslizándose como una serpiente? —le preguntó su padre, mientras le rodeaba los hombros con un brazo antes de que ella pudiera retroceder y salir corriendo hasta llegar hasta St. Edys—. Hizo lo que tenía que hacer, porque, minutos antes, era ella misma la que estaba en el tajo.
—Dios mío —susurró Justine.
—Pero, en el último momento, la gente de aquí la salvó —prosiguió su padre—. Y ella condenó a su hermano a muerte inmediatamente por su insurrección, y permaneció justo donde estamos ahora para ver cómo rodaba la cabeza del traidor.
—Bueno —intervino sir Corin—. Yo no diría que rodó, para ser exactos.
Los dos hombres se echaron a reír otra vez.
—No cierres los ojos, cariño —le dijo su padre, estrechándola contra su costado—. Mira ese tajo. Elena solo tenía diecisiete años, pero era muy inteligente. Supo lo que tenía que hacer para conservar el poder y gobernar el reino. Y gobernó durante mucho tiempo.
—Cuarenta y tres años, en total —dijo sir Corin con orgullo.
—La reina Elena aprendió lo que todo soberano debe aprender: a ser decisiva y actuar con rapidez. ¿Lo entiendes?
—Creo que… no —respondió Justine, que se sentía mareada.
—Lo entenderás —dijo su padre, y dejó caer el brazo. Se acercó al tajo para inspeccionarlo—. Tu madre y yo casi te llamamos Elena por ella. Pero a ella la llamaban Elena la Zo… la Bruja —dijo—. Y tu madre temía que te llamaran igual.
—Has dicho que fue una buena reina.
—Fue una reina excelente. Pero a veces es difícil hacer las cosas que se deben hacer y, al mismo tiempo, gozar de la admiración de tu pueblo.
Los giros empeoraban. Justine se agarró del brazo de su padre.
—¿Por qué?
—Porque la gente espera que una mujer se comporte como una mujer. Pero una buena reina a veces debe comportarse más como un rey por el bien del reino. A la gente no le gusta —explicó el rey, encogiéndose de hombros—. Ningún rey ni ninguna reina puede conseguir que todos sus súbditos sean felices todo el tiempo.
De repente, sonrió.
—Para mí, tú te pareces un poco a la reina Elena.
—Es su viva imagen —intervino sir Corin.
Aquel día, un poco más tarde, Justine vio un retrato de Elena. La reina no sonreía, pero tampoco tenía una expresión desagradable. Parecía… decidida. Y su vestido era bonito y elegante, con muchas perlas cosidas en la tela.
Más tarde aún, cuando su padre y el resto de los hombres se retiraron a fumar puros y hablar del carbón o cosas por el estilo, Justine volvió sola al patio desierto. No había nadie, ningún centinela. Soplaba un viento implacable que doblaba las copas de los pinos contra un cielo gris opaco. Subió las escaleras hasta las almenas y contempló el valle que se extendía bajo el castillo. Abrió los brazos, cerró los ojos e inclinó el rostro hacia el cielo.
Fue la primera vez que sintió de verdad, en lo más profundo, la energía de todos los reyes y reinas que la habían precedido recorriéndole el cuerpo hasta la coronilla y anclándola a aquella tierra. Sintió los siglos de guerra y lucha de las gentes que había gobernado su familia. Sintió la enorme responsabilidad que habían asumido sus antepasados, el trabajo que habían hecho para forjar un camino hacia el futuro.
Su padre había dicho muchas veces que sentía el peso de la corona sobre sus hombros, pero ella sintió algo completamente diferente. No era un peso que la hundiera hacia el suelo, sino, más bien, una fuerza que estaba levantándola y manteniéndola allí. No creía que fuera una arrogancia por su parte, sino el poder de un vínculo con el pasado. Iba a ser reina. Supo que iba a serlo, que era lo que debía ser, como si hubiera nacido para ello.
Una ráfaga de viento estuvo a punto de hacerla volar, así que bajó de la almena. Se detuvo delante del tajo y trató de imaginarse a sí misma de rodillas, sabiendo que la muerte era inminente. Se imaginó cuál sería su aspecto. Tenía la esperanza de parecer fuerte y noble, de no dejar traslucir su miedo al dolor o a lo desconocido.
Su destino era ser reina. Sabía que llegaría el momento.
Pero, entonces, no se imaginaba que iba a llegar tan pronto.
1855
En la ciudad capital de St. Edys.
Wesloria.
La princesa heredera Justine Marie Edda Ivanosen dio un paso vacilante desde detrás de la cortina y miró el podio que estaba en el centro del escenario. Deslizó la palma de la mano por la falda del vestido y…
—No, no, no, no.
Un caballero delgado, de pelo muy rubio, alzó las manos con desesperación.
La princesa miró hacia el techo y gimió.
—Y ahora ¿qué he hecho?
El inimitable monsieur DuPree, el profesor de alocución y comportamiento que la emperatriz Eugenia de Francia le había prestado a Wesloria, juntó las manos y dijo, en tono de súplica:
—Su Alteza Real, s’il vous plaît.
Subió de un salto al escenario y se acercó para instruirla nuevamente.
El primer ministro wesloriano, Dante Robuchard, que estaba en el palco con la reina Agnes, dio un suspiro. La princesa sufría de unos nervios terribles ante la mera idea de hablar en público, y eso era un grave obstáculo para una futura reina, ya que hablar en público era uno de los requisitos principales del cargo. Los ciudadanos de Wesloria necesitaban una reina que hablara con firmeza y elegancia, que irradiara confianza y dominio de su reino, no alguien que se echara a temblar en el momento de subir al estrado.
—No debe vacilar —insistió monsieur DuPree.
—Les pido perdón, pero es la primera vez que veo el salón terminado —dijo la princesa.
De hecho, era un gran escenario. El nuevo salón, llamado el Salón Príncipe Vasilly, tenía el techo abovedado y adornado con frescos que representaban a Juana de Arco, palcos engalanados con cordones de terciopelo y oro sobre el patio de butacas, enormes arañas de cristal, cada una con cien luces de gas, y asientos para quinientas personas. Solo en París, Roma y Londres podría encontrarse un escenario tan grandioso como aquel. En Wesloria, no. Por lo menos, hasta su nombramiento como primer ministro.
Al menos, reflexionó, si había algo bueno que pudiera decirse de la princesa Justine, y, francamente, se decían pocas cosas positivas de ella, era que tenía el porte y la buena apariencia de una soberana. Era un poco más alta que la media, como su madre, y poseía una hermosa figura, también como su madre. Sin embargo, la reina tenía los ojos azules, mientras que los de su hija eran de un curioso, brillante y cálido color miel. La princesa tendía a mirar a los ojos a aquellos con quienes hablaba.
Los ministros, la mayoría ancianos que habían perdido la libido hacía décadas, le perdonarían muchas faltas a una joven atractiva, y la princesa lo era, ciertamente. Tenía el pelo largo, castaño oscuro, y lo llevaba recogido con una ingeniosa variedad de bucles, trenzas y nudos en la nuca, tal y como dictaba la moda wesloriana. Tenía un mechón blanco en el cabello, un rasgo peculiar de la familia Ivanosen; parecía casi como si se lo hubieran teñido a propósito. Llevaba un vestido de seda dorada con un estampado de estrellas, confeccionado en un estilo entre francés e inglés, con la falda escalonada y las mangas voluminosas. El bajo le llegaba justo a la altura de los tobillos, de modo que podían admirarse sus zapatos de seda.
La vestimenta había sido objeto de acalorados debates entre la reina y él. Los vestidos de estilo wesloriano, por lo general, eran ceñidos y tenían una larga cola bordada. A la reina le parecía importante que la futura reina se vistiera según los dictados de la moda de su país, pero él había argumentado que la gente sentía temor por las cosas que no entendía y, como la princesa debía relacionarse con pretendientes de ámbito internacional, en público tenía que vestirse como lo hacían las mujeres de la nobleza en París y Londres.
Por lo menos, había ganado esa batalla.
La princesa y monsieur DuPree desaparecieron nuevamente detrás del telón.
La princesa Justine estaba allí aquel día para ensayar el discurso que iba a dar con motivo de la inauguración del salón. Aquel evento sería la inauguración de la feria anual de artes carlarianas, a la que acudía gente de todo el mundo. Tradicionalmente, era el rey quien presidía la ceremonia de apertura de la feria, pero aquel año se lo impedía su precaria salud. El rey sufría de tuberculosis y su estado empeoraba sin remedio. Los médicos habían dicho que tal vez no durase un año más.
El rey era consciente de la situación y le había expresado a Dante su ferviente deseo de que la princesa Justine empezara a prepararse seriamente para ocupar el trono y de que, si era posible, eligiese a un príncipe consorte.
—Se la comerán viva sin un marido a su lado —había dicho una noche.
El rey tenía razón en eso, pensó Dante. Seguramente, él mismo estaría entre los avasalladores. Después de todo, como primer ministro, tenía que dirigir a la joven adecuadamente en la dirección que resultara más necesaria.
Miró a la princesa, observó sus hombros delgados y su cabeza juvenil, y trató de imaginar cómo llevaría la carga de un país entero sin la ayuda de su padre. En su humilde opinión, la princesa no estaba preparada para ocupar el trono y, a juzgar por la cantidad de suspiros que exhaló mientras miraba a su hija, la reina pensaba lo mismo. Comprendía su impaciencia; él mismo había pasado muchísimo tiempo pensando en la princesa Justine, cuando había asuntos más urgentes que requerían su atención.
Miró a la reina por el rabillo del ojo y notó su expresión de amargura mientras contemplaba a su hija mayor. Estaban solos en el palco, ya que solo se trataba de un ensayo. De hecho, él pensaba que serían los únicos presentes, pero bajo ellos había un puñado de espectadores, en su mayoría, cortesanos. También había asistido, sin explicación, la princesa Amelia, la siguiente en la línea de sucesión al trono, junto a sus tres constantes compañeras. Aquellas muchachas siempre estaban revoloteando y metiéndose en cosas que no eran de su incumbencia. Recientemente le había sugerido a la reina que, tal vez, la princesa Amelia pudiera estudiar arte en Suiza, como hacían muy a menudo las hijas de la realeza y la nobleza. La reina no había querido ni oír hablar del asunto.
Él había salido victorioso en una reñida batalla por el cargo hacía solo un año y, desde el principio, había comprendido que debía ser muy cuidadoso con respecto al tema de las princesas. Amelia era la favorita de su madre, y Justine… Bueno, Justine no lo era. Tal vez lo había sido en algún momento, pero los acontecimientos recientes habían acabado con el halo de la joven. Sin embargo, Justine iba a ser la reina y, como él tenía la intención de mantenerse en el poder muchos años, era la princesa que más le preocupaba.
Estaba decidido a acabar con la mala economía que había lastrado a Wesloria durante siglos y llevar al país a la prosperidad y la modernidad. Bajo el reinado de Maksim se habían logrado grandes avances, pero quedaba mucho por hacer. Y debido a la tuberculosis del rey, él necesitaba que la princesa Justine fuese lo más maleable posible. Ese era el problema.
Cuando monsieur DuPree terminó sus instrucciones, corrió hasta el borde del escenario, bajó al suelo de un salto y tomó asiento entre los cortesanos.
Su primer error había sido dar por sentado que sería fácil influir en una joven de la edad de la princesa Justine, que iba a cumplir veinticinco años al cabo de un par de semanas. La princesa no se comportaba de una manera predecible ni lógica, algo que le había causado perplejidad durante muchos meses hasta que, un día, se dio cuenta de que lo que él necesitaba era que Justine fuese un hombre. Que pensara, caminara y hablara como un hombre. Y, como eso no era posible, lo mejor que podía hacer era casarla, conseguirle un consorte, como había sugerido el rey. Alguien que la guiara con la considerable influencia del primer ministro de su país.
—Muy bien, ¡comience de nuevo! —bramó monsieur DuPree.
La princesa Justine salió de detrás de la cortina y, en aquella ocasión, atravesó resueltamente el escenario mientras los espectadores se ponían en pie. Ella hizo un gesto, de forma majestuosa, para indicarles que se sentaran. Permaneció junto al podio unos instantes, ofreciendo su verdadera imagen, la de la joven inteligente que había sido instruida por los mejores educadores de Wesloria. La princesa estaba en forma y era atlética, algo que él apreciaba pero no comentaba nunca, ya que la reina había dejado muy claro que no aprobaba la afición de su hija por el atletismo. Desaprobaba, especialmente, la esgrima, deporte en el que la princesa destacaba.
La cuestión era que la joven tenía todas las cualidades para ser una buena reina y una buena esposa, y sería un buen partido para el hombre adecuado.
Sin embargo, en ese aspecto había otro problema. Él no confiaba en que la princesa supiese elegir al hombre adecuado, teniendo en cuenta lo que había sucedido recientemente. Todavía se le escapaba una mueca al pensar en la preocupación que lo había consumido durante su primer año en el cargo a causa de la desafortunada relación de la princesa con el hijo del duque Gustav, el libertino Aldabert.
La princesa Justine colocó las manos a cada lado del podio, miró al público y dijo:
—Buenas noches.
—Le pido perdón, Alteza, pero debe hablar más alto —dijo monsieur DuPree.
La princesa inclinó la cabeza un momento para recuperarse.
Aldabert Gustav. ¡Qué alegría se había llevado él cuando habían condenado a aquel sinvergüenza mentiroso al destierro! Era un mocoso mimado que valoraba más el placer carnal que el deber, que no se preocupaba del escándalo nacional que podría causar con tal de hacerse con el trofeo de la virtud de una joven princesa. No tenía ninguna cualidad y había mentido con desfachatez para ganarse el favor de Justine, y solo Dios sabía qué libertades. Y, aun así, cuando se le presentó la prueba de su perfidia a la princesa, ella se había negado a creer que fuese tan corrupto.
El sórdido asunto había terminado en un fiasco real. El rey había tenido que pagar una suma elevada de sus arcas personales a lord Gustav para ver casado a su hijo con una heredera alemana y expulsado del país.
La princesa volvió a levantar la cabeza. Se había quedado pálida y parecía que estaba enferma. ¿De veras era tan doloroso para ella dirigirse a un público tan pequeño? A él le resultaba extraño, porque, en privado, era una joven segura de sí misma. Sin embargo, cuando la presionaban para hablar en público, perdía toda la confianza.
La princesa se aclaró la garganta y tomó el papel del discurso. Incluso desde aquella distancia, él se dio cuenta de cómo temblaba.
—Ojalá hablara —susurró la reina en voz alta—. Creo que sería mejor que diera el discurso Amelia. Es mucho más animada.
La princesa Justine bajó el papel y miró hacia el palco real.
—A mí me encantaría que Amelia diera el discurso, madre.
—¡Oh! Te pido perdón, cariño. No nos hagas caso. ¡Lo estás haciendo muy bien, querida! —exclamó la reina, riéndose entre dientes.
La princesa volvió a mirar el papel. Él no estaba de acuerdo con la reina. La princesa Amelia le recordaba a una niña malcriada, mientras que la princesa Justine era elegante.
—¡Buenas noches! —repitió la princesa, con más fuerza. Distraídamente, se pasó la palma de la mano por la falda de nuevo, y la reina chasqueó la lengua con fastidio—. Bonem Owen —continuó la princesa, deseando a todos una buena tarde en wesloriano. Y, después, comenzó a leer en wesloriano, con la voz temblorosa y las palabras entrecortadas. Hablaba como si las palabras no tuvieran sentido para ella, lo cual era absurdo. La lengua materna de las princesas era el alemán, el idioma de la reina Agnes, y la lengua nativa de su padre era el wesloriano. Entre ellos hablaban en inglés, el idioma que tenían en común. Sin embargo, la princesa hablaba wesloriano con fluidez.
—Ledia et harrad —dijo. Damas y caballeros—. Bienvenidos —dijo en inglés, de nuevo, olvidándose por un momento del idioma que debía hablar. Después, continuó en wesloriano, a menudo interrumpido por el inglés—. En honra e… independencia… —hizo una pausa para entrecerrar los ojos ante el papel—. Nosotros… co…
—¡No! —exclamó monsieur DuPree, poniéndose de pie—. De nuevo, por favor, Alteza.
—Le pido perdón, señor, pero no puedo leer sin los anteojos.
—Ayer tuvimos una gran pelea por ellos —le susurró la reina—. Pero no permitiré que parezca un ratón de biblioteca.
Como si fuese algo malo tener una hija que pudiera parecer bien educada y culta.
—¿Quizá sea el wesloriano? —se preguntó él, en voz alta—. No es su idioma preferido.
La reina se enfureció.
—Pero es la lengua de su país. Debería haberse aplicado más a fondo en su estudio.
Eso tenía gracia, ya que la reina nunca había aprendido a hablar wesloriano.
—¿Par de… candidatos? —dijo la princesa a continuación, con los ojos entrecerrados—. Oh, pido disculpas. Candreda —añadió.
La princesa alejó el papel. Su hermana y sus amigas se echaron a reír y la pequeña comitiva de cortesanos se impacientó. Justine palideció aún más.
—Par de Candreda —dijo.
Monsieur DuPree se levantó lentamente. Subió al escenario con las manos entrelazadas a la espalda para hablar con ella una vez más. La princesa se volvió hacia él casi como si esperara un golpe.
—Me pregunto a menudo por qué no fue Amelia la primogénita —dijo la reina, con un suspiro, y se recostó en su asiento—. Ella es muy sociable. Tiene una facilidad innata en este tipo de cosas, y…
—¡Mamá! —exclamó la princesa Justine, bruscamente—. Te estoy oyendo.
—Te pido perdón, cariño. ¡Continúa! —ordenó la reina, y se cruzó de brazos—. ¿Qué vamos a hacer, Robuchard? —susurró—. No tiene remedio.
La princesa Justine no necesitaba ningún remedio, pero no iba a decírselo a la reina en aquel momento. En realidad, aquella era la oportunidad perfecta para exponerle su plan a la soberana sin resultar impertinente.
—Majestad, tengo una sugerencia, si me lo permite.
—¿De qué se trata?
Él se inclinó para acercarse a ella lo máximo posible sin llamar la atención y le habló en un susurro. Mientras, monsieur DuPree se situó detrás de la princesa, puso las manos en su cintura y la colocó ante el podio.
—Propongo que enviemos a Su Alteza Real a Londres, como aprendiza de una mujer que, una vez, fue una reina muy joven. Victoria ocupó el trono a la edad de dieciocho años y creo que podría ofrecer consejos muy valiosos.
Monsieur DuPree agitó los brazos hacia el público mientras le explicaba algo a la princesa.
—Y, con vuestro permiso, creo que también sería beneficioso que la princesa Justine y la princesa Amelia permanecieran fuera del país hasta que los acontecimientos más recientes estén casi olvidados.
La reina le lanzó una mirada sombría.
—Se refiere a los Gustav.
Él mantuvo una expresión neutral.
—Podríamos matar dos pájaros de un tiro. Si enviamos a la princesa Justine a Londres como aprendiza, podríamos asegurarnos de que nuestra selección de pretendientes también esté presente en la ciudad. Cabe la posibilidad de que regrese con alguien con quien desee casarse.
—¿Se ha vuelto loco, Robuchard? ¿Pretendientes? —preguntó la reina, mirando a su hija. Se inclinó hacia él y le susurró—: ¿Después de todo lo que ha pasado? ¿Sin que yo esté cerca para vigilarla? No puedo dejar a mi marido.
—¿No está de acuerdo en que es preferible que la princesa esté casada y no soltera? Sobre todo, si finalmente se hace inevitable la abdicación.
La reina se puso rígida. El tema ya había sido abordado con el rey y con ella, pero solo en teoría. Sin embargo, lo más probable era que, si la salud del monarca empeoraba hasta impedirle el desempeño de sus funciones, por el bien de la nación y la estabilidad de la monarquía, el rey se vería obligado a abdicar en favor de la princesa Justine.
—Naturalmente, no sugeriría esto si no estuviera seguro de que se tomarán todas las precauciones. La princesa contaría con el asesoramiento y supervisión de un gentilhombre de cámara, lord Bardaline, y de la ayuda de su esposa como dama de compañía.
La reina se quedó pensativa.
—Lady Bardaline es inteligente.
Por supuesto que sí, o él no lo habría sugerido. Era amiga íntima de la reina, pero era una dama que, por decirlo de algún modo, sabía mantener todas las ventanas abiertas, y le susurraba con frecuencia al oído.
—También sugeriría que, si Su Majestad y el rey lo permiten, contratáramos los servicios de lady Lila Aleksander de Dinamarca.
La reina abrió unos ojos como platos. Se recostó en el asiento y lo miró de arriba abajo.
—¿Le ruego me disculpe?
—Lady Aleksander es una casamentera…
—Sé quién es, Robuchard.
—Es la mejor de toda Europa —continuó él, con calma—. Ha facilitado matrimonios en las situaciones más peliagudas. El príncipe alemán Heinz Jäger, de quien todo el mundo dice que es idiota, consiguió un buen matrimonio por medio de la dama. Si logró casarlo a él, imagine lo que podría hacer con Su Alteza…
—¿Quiere decir que a mi hija le va a resultar difícil encontrar marido?
—En absoluto —respondió él, rápidamente—. Pero sí será un reto, debido a que la princesa será reina algún día. Su futuro marido debe ser el hombre adecuado si queremos tener alguna esperanza de que la princesa Justine gobierne eficazmente. Nosotros ya sabemos qué candidatos son de nuestro agrado y, ahora, lo que necesitamos es una oportunidad para que la princesa los conozca y forme un vínculo con alguno de ellos.
—¡No podemos contratar a una casamentera, Robuchard! —susurró la reina, acaloradamente—. ¿Qué pensará la gente? ¡Pensarán que a mi hija le ocurre algo!
—Precisamente por ese motivo sugiero que contemos con la ayuda de lady Aleksander mientras la princesa esté en Inglaterra. Ella se encargará de que la princesa Justine vuelva a Wesloria comprometida con un hombre excelente que sea capaz de guiarla. Todos ganamos.
La reina Agnes se quedó boquiabierta unos instantes, pero luego cerró la boca y miró hacia el escenario. Monsieur DuPree estaba tan cerca de la princesa Justine que ella se había inclinado hacia atrás.
—¿Amelia también?
Sí, claro, Amelia también, esa pequeña alborotadora.
—La princesa Amelia es la verdadera compañera de su hermana y se beneficiaría igualmente de la tutela.
Monsieur DuPree, después de dar sus instrucciones, bajó del escenario una vez más. Entonces, la princesa se irguió y mantuvo la cabeza alta.
—Es posible que su padre no sobreviva al verano, ¿verdad? —susurró la reina.
—Razón de más para actuar con premura, Majestad. La princesa heredera necesitará un marido en quien apoyarse para superar el dolor, afrontar la coronación y asumir sus deberes como soberana. La gente de Wesloria apreciará la mano firme de un hombre detrás del trono.
Ella dio un resoplido.
—Sobreestima enormemente el valor de la mano de cualquier hombre, señor, pero entiendo lo que quiere decir. Creo que es prudente al sugerirlo. ¿Cómo nos acercamos a Victoria?
Él estuvo a punto de levantarse de un salto a causa de la sensación de triunfo.
—Ya está hecho, Majestad.
Ella entrecerró los ojos.
—¿Ah, sí? —preguntó, arrastrando las palabras—. Y ¿qué garantías tenemos de que lady Aleksander va a actuar en la dirección que queremos?
La garantía era que él nunca daba puntada sin hilo. Estaba trabajando en cada una de las partes de su plan, incluido el compromiso de lady Aleksander y el servicio de un espía que le informaría únicamente a él.
—Le aseguro que la gratificación por el éxito de esta tarea es motivación suficiente. Pero hay telégrafos, y yo tengo ojos en Inglaterra. Estaremos al tanto de todo lo que suceda, hasta de la cantidad de leche que bebe Su Alteza cada día.
La reina se mordió el labio mientras miraba fijamente a su hija, que se había apartado del podio para llamar a monsieur DuPree.
—De veras, yo creo que este problema se solucionaría si pudiera ponerme los anteojos.
—Le pido perdón, Alteza, pero no son recomendables —respondió monsieur DuPree, suavemente.
—Siento disentir. Son muy recomendables para que yo pueda leer —insistió la princesa, razonablemente.
—Tal vez pudiera memorizar el discurso. Eso le brindaría la oportunidad de practicar su elocución.
La princesa Justine dio un gemido.
—¿Qué tiene de malo necesitar anteojos para leer?
La princesa Amelia y sus amigas se deshicieron en risitas.
—Je —dijo la reina Agnes—. Je, Robuchard, creo que su plan es bueno.
Cuatro meses más tarde.
Londres, Inglaterra.
La cena de la noche anterior se había convertido en una bacanal, y William estaba sufriendo las consecuencias. Beck, maldito fuera. Diez años antes, él habría bebido con desenfreno, pero hacía tiempo que había dejado de querer o de poder pasar las horas con la bebida. Diez años antes, habría recuperado la buena forma como el caucho indio, pero aquel día le dolía todo el cuerpo.
Parecía que esto le sucedía cada vez que iba a Londres. Y era culpa suya, por creer que su viejo amigo, Beckett Hawke, conde de Iddesleigh, que ya era marido y padre, no se permitiría el libertinaje de antaño. Qué tonto había sido al pensarlo.
Él pretendía descansar lo suficiente porque sabía que, al día siguiente, iba a necesitar todo su ingenio. Había asumido, incorrectamente, que la cena en Upper Brook Street terminaría pronto, dado que Beck y su esposa estaban criando a sus cuatro niñas sin ningún tipo de disciplina y era necesario un ejército de padres y sirvientes para acorralarlas y acostarlas.
Pero la esposa de Beck, la regordeta y pelirroja Blythe Northcote Hawke, había llevado a las pequeñas a la antigua casa Honeycutt, donde vivía Donovan, su tío soltero. Donovan las cuidaría aquella noche y, según había dicho su madre con alegría, les contaría historias de fantasmas y las asustaría hasta sacarlas de sus casillas. Lo que le causaba felicidad no era el hecho de que, probablemente, sus hijas iban a negarse a dormir en sus camas durante quince días, sino que, aquella noche, Beck y ella podrían comportarse sin ningún discernimiento.
Para la ocasión habían incluido a otros amigos de Beck, lord Montford y sir Martin.
Él debería haberse dado cuenta, en el mismo momento en que entraron al salón, de que se avecinaban problemas. Debería haberse despedido en cuanto Beck presentó «un whisky escocés buenísimo» que quizá hubiese obtenido en «la guarida de un contrabandista». Pero no lo había hecho, y lo siguiente que supo fue que su ayuda de cámara, Ewan MacDuff, había ido a buscarlo a casa de su amigo a las cuatro de la mañana.
Así era como había llegado frente a Prescott Hall y estaba observando con los ojos llorosos su imponente fachada de tres pisos. Odiaba las mañanas como aquella. El viaje desde su casa de Mayfair le había sacudido todos los huesos del cuerpo y había empeorado su terrible dolor de cabeza.
Se quitó los guantes y el sombrero, y se pasó los dedos por el pelo. No se le escapó la mueca de Ewan. Su ayuda de cámara estaba muy orgulloso de su trabajo y, aunque no le hubiera cepillado el pelo personalmente, consideraba que el peinado era parte del efecto general de la elegancia de su obra.
William apartó la vista de la expresión crítica de Ewan y vio a un mozo que se acercó para hacerse cargo de los caballos. Él quería desmontar, pero parpadeó y se quedó mirando la casa otra vez. Más que una casa, en realidad era un extenso y opulento edificio, una de las muchas propiedades del duque de Beauford y una de las pocas lo suficientemente grande como para albergar a una princesa y su séquito. Tenía entendido que los jardines eran extraordinarios y le habría encantado echarles un vistazo. Sería agradable pasear mientras el calor del sol evaporaba la niebla de su cerebro. Por desgracia, no había tiempo para eso. Tenía la intención de hacer la visita y volver a su casa, en Arlington Street, lo más rápidamente posible. Quería que Ewan le preparara un baño caliente y, mientras lo tomaba, reflexionar sobre cómo, en un universo tan enorme como el que habitaban, seguía viéndose en aquellas situaciones insostenibles.
Podría pensarse que William Douglas de Escocia, marqués de Douglas y Clydesdale, futuro duque de Hamilton y Brandon, tenía el control de su vida a la madura edad de treinta y tres años. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. A medida que cumplía años, le parecía que había menos y menos cosas bajo su control. Su hermana Susan tenía razón: ya debería estar casado y haber tenido hijos. Debería haberse convertido en uno de aquellos caballeros aficionados a pintar, que exigía informes sobre el número de ovejas que tenía en sus tierras y le leía poesía a su esposa. Pero no; estaba soltero y se había pasado en el extranjero la mayor parte de los últimos diez años y, ahora, le habían pedido o, más bien, ordenado, que atendiera los caprichos de una maldita princesa europea.
El mozo siguió observando a Ewan, preguntándole con su expresión facial qué diablos estaba pasando. Ewan se arregló el chaleco, se tiró de los puños del abrigo y le respondió, con la mirada, que no lo sabía bien.
—Bien —les dijo William.
Se deslizó del caballo y asintió para que el impaciente mozo de cuadra tomara las riendas. Después, asintió hacia Ewan, indicándole que debía seguir adelante y anunciar su presencia.
Inmediatamente, Ewan comenzó a caminar hacia la entrada. Era un hombre muy grande, quince centímetros más alto y más ancho que William, y, cuando subió corriendo los escalones hacia la puerta, parecía que el suelo iba a temblar. Llamó con tanta fuerza que William lo oyó desde abajo.
Él se puso los guantes, pero no volvió a ajustarse el sombrero. Giró la cara hacia el sol vespertino. Señor, qué falta le hacían una taza de té y una siesta.
Desvió la mirada hacia el parque que se extendía ante él. El terreno estaba perfectamente cuidado, incluido un campo frente a la casa donde pastaban las ovejas. Los majestuosos árboles que bordeaban el camino de llegada a la casa eran castaños, pensó. Se parecían a los muchos que había plantado su padre en Hamilton Palace, en Escocia, hacía varios años.
Padre. Su padre era quien le había obligado a hacer aquello. Hacía un mes que le había enviado un telegrama urgente para ordenarle que volviera inmediatamente a casa desde París. William temió que su padre estuviera muy enfermo. Y luego temió que muriera y dejara sobre sus hombros una deuda enorme y la monstruosidad que llamaban Hamilton Palace, y que él heredara el ducado y fuera también el siguiente heredero del trono escocés, si las pretensiones de su padre eran ciertas. Temió verse atrapado en Lanarkshire, muy alejado del tipo de la sociedad en la que disfrutaba.
Pero resultó que su padre estaba vivo y coleando, y muy contento de verlo. Seguía en bata a las dos de la tarde, y lo abrazó con fuerza, le dio unas palmaditas en la espalda y le dijo que parecía más gordo que la última vez que lo había visto.
Su padre le habló sobre las nuevas ovejas que él mismo había comprado en el mercado y sobre el pastel de pollo que había hecho el cocinero para la cena. Con entusiasmo, le mostró a William las nuevas habitaciones que estaba añadiendo a la casa. Le informó de que su madre había ido a visitar a su hermana y de que Susan había llevado allí a los niños la semana pasada. Al parecer, el pequeño Arthur se había perdido por la casa, y habían pasado la mayor parte del día buscándolo, y lo habían encontrado llorando en el salón azul.
Ah, sí, su padre estaba muy bien, gracias. La emergencia por la que había convocado a su heredero era que se encontraba en una situación financiera desesperada.
De nuevo.
William quería a su padre y disfrutaba de su compañía. Siempre podía contar con él para reírse, y había sido el mejor padre que uno podía esperar. Aunque era propenso a los excesos, le importaban de verdad cosas como la casa solariega de los Hamilton. Su padre tenía un gran defecto. Bueno, dos defectos, en realidad. Tanto Susan como él estaban de acuerdo en que, a pesar de que el duque afirmaba a menudo que era el verdadero y legítimo heredero del trono escocés, debido a una investigación que había encargado sobre el árbol genealógico de la familia, la afirmación era sospechosa, en el mejor de los casos. Pero su mayor defecto era su mala gestión del dinero. No tenía el más mínimo sentido financiero y no atendía a razones. Había estado a punto de arruinar a la familia más de una vez.
Solo había que mirar el suntuoso y enorme palacio que su padre había pasado toda vida ampliando. El gran monolito rivalizaba con Buckingham, y su mantenimiento requería cantidades ingentes de dinero. En aquel mismo momento, su padre estaba añadiendo más estancias al edificio. Aquella casa era la razón por la que las arcas estaban vacías. El duque había llegado al extremo de obligarle a que vendiera el barco que se había comprado con las ganancias del juego, y había utilizado el dinero para pagar parte de las deudas.
Naturalmente, en Gran Bretaña todos pensaban que él era el libertino, el derrochador, el tonto que se veía rápidamente separado de su dinero. Pero, en realidad, él era el sensato.
Un movimiento llamó su atención, y giró la cabeza. En una parte del jardín cercana a la casa había dos personas vestidas con trajes de esgrima. Llevaban caretas que les cubrían la cara y el cuello. Sintió interés y se acercó para verlos mejor.
La pista estaba justo al lado de una terraza donde había tres caballeros observando el combate. Aunque los contrincantes no estaban igualados en términos de tamaño, puesto que uno era más ancho y alto que el otro, el más pequeño era el más agresivo y hacía retroceder a su oponente con algunos ataques duros. William se encogió cuando el tirador más grande perdió el equilibrio y se tambaleó sobre los talones. Él no era esgrimista, pero sabía reconocer un juego de pies lento cuando lo veía.
Volvió a inclinar el rostro hacia el sol. ¿En qué estaba pensando? Ah, sí. En la última debacle de su padre.
A pesar de que él le había recomendado firmemente que no lo hiciera, parecía que su padre había invertido en la industria del carbón wesloriana. Se había dejado seducir por el flamante primer ministro wesloriano, Dante Robuchard, que era un conocido de la familia. Cuando uno poseía título y fortuna, solía terminar en los mismos ámbitos frecuentados por otros títulos y fortunas.
Él sabía que Robuchard era ambicioso, tanto, que había convencido a un rico duque escocés para que invirtiera una cantidad de dinero considerable. Él tenía la sospecha de que esa era la forma en que Robuchard estaba apuntalando la economía wesloriana. Sin embargo, en aquel momento, según le había explicado su padre, había una súbita inquietud por las inversiones y la prosperidad en Wesloria. El rey se estaba muriendo y la joven princesa heredera se había visto involucrada en un incidente escandaloso. Parecía que la princesa iba a tener que ocupar el trono en cuestión de meses, y Robuchard temía que se produjera una rebelión si era proclamada reina sin tener marido.
—Tengo entendido que no tiene cerebro —le había contado su padre—. Podríamos perder nuestra inversión.
William tuvo que morderse la lengua para no recordarle a su padre que no era «nuestra inversión».
No le sorprendía en absoluto que la princesa Justine Ivanosen se hubiera visto envuelta en un escándalo. No había olvidado que, hacía ocho años, él también había vivido su propio incidente escandaloso con ella en Londres. Al preguntarle a su padre qué tenía que ver con él la situación actual de la princesa, este había sonreído como siempre que quería pedir algo y sabía que no debía hacerlo. Le había dicho que durante las próximas semanas, la princesa iba a estar en Londres reuniéndose con posibles pretendientes. Necesitaba que William fuera a verla y permaneciera cerca de ella, muy atento a todo, y que le enviara un informe a Robuchard cada semana. Un pequeño favor, dijo. Una tarea sencilla.
Al principio, él se quedó mudo. No le encontraba sentido a aquellas palabras. ¿Ir a ver a la princesa para ser su vigilante?
Entonces, su padre se lo había explicado todo otra vez: era imprescindible que alguien mantuviera informado a Robuchard.
—No —le dijo, rotundamente—. No voy a hacerlo, padre. No soy ninguna niñera.
Sabía cómo funcionaban aquellas cosas. Había que hacer consultas con mucha gente, y apaciguar a mucha gente, para conseguir un emparejamiento semejante. ¿Qué pintaba él en aquella situación? ¿Acaso no tenían los weslorianos decenas de personas que pudieran transmitir aquella información?
Pues bien, había perdido el debate, tal y como demostraba el hecho de que estuviera en Londres, visitando a la princesa. Cuando tuvo claro que su padre no iba a ceder, William dio un gemido y preguntó:
—¿Cuánto tiempo?
Su padre dejó a un lado el jarrete de cordero que estaba comiendo y se limpió las manos en una servilleta de lino bordada con una hache en las esquinas.
—Hasta que la muchacha esté comprometida.
—¡Dios Santo! —exclamó William—. ¡Podrían pasar semanas! ¡Meses!
—Meses, meses —respondió su padre, burlonamente—. Ella volverá a Wesloria antes de que termine el año. Al rey no le queda mucho tiempo de vida.
—No lo haré —dijo William, con firmeza.
—¿Tengo que recordarte el favor que te he hecho? —preguntó su padre mientras sacaba un trozo de carne del hueso de la pierna.
William volvió a gemir, pero, en aquella ocasión, de dolor.
—No. No hace falta que me lo recuerdes.
Por desgracia para los Hamilton, su padre no era el único que tomaba decisiones insensatas. Él había llevado a cabo un acto de honesta preocupación por una mujer… Y, por supuesto, debido a que su decisión había sido una imprudencia, se había convertido en una carga financiera. Y eso era lo que obtenía por intentar ayudar a alguien: convertirse en una maldita niñera.
Se sobresaltó, porque Ewan apareció repentinamente delante de él.
—Por el amor de Dios, Ewan —le dijo, tirándose de los extremos del chaleco—. ¿Qué ocurre?
—Está invitado a pasar, milord.
—Invitado a pasar. ¿Qué significa eso? ¿Qué pasa con la princesa?
—El caballero dijo que informaría de su llegada a Su Alteza Real.
William suspiró.
—¿Le dijiste que se trata del marqués de Doug…
—Sí, milord —respondió Ewan.
—¿Entienden que yo…?
—Sí, creo que sí, milord.
William frunció el ceño.
—Muy bien.
Mejor sería que lo recibiera, después de haberse molestado en ir hasta allí. Se giró y volvió a ver a los tiradores. El más grande de los contrincantes estaba en el suelo, con una espada en el cuello por cortesía del más pequeño, que se encontraba en pie sobre él. El final del combate se había resuelto muy rápidamente.
Se volvió hacia la entrada de Prescott Hall con el objetivo de reencontrarse con la princesa Justine ocho años después. Recordaba a una princesa joven, vanidosa y maleducada. Era bonita, pero no tenía ni una sola curva. Ah, y tenía un extraño mechón blanco en el cabello, rasgo hereditario de la familia real de Wesloria. Todos sus miembros lo tenían en algún lugar de la cabeza: algún mechón o un rizo de un blanco puro. Extraño.
¿Cuántos años tenía ella entonces? ¿Dieciséis o diecisiete? Tenía edad suficiente como para haber acompañado a sus padres a Londres. Y también era lo suficientemente joven como para decir que cuando fuera reina, organizaría un baile todos los fines de semana. ¿Qué podía esperarse cuando los niños ocupaban un trono? No pensaban en nada más que en la cantidad de ponis que podían tener y en los bailes que podían celebrar.
Tenía que terminar con aquello. Se puso a caminar con energía hacia la entrada de la mansión, tan de repente, que Ewan tropezó en su prisa por alcanzarlo.
Había conocido a la princesa en una fiesta. Había bailado dos veces seguidas con ella y eso ya había sido un escándalo por sí solo. Ella era la que había decretado que quería dos bailes, y él no se negó porque hubiera sido descortés. En realidad, le había divertido un poco que una niña le dijera lo que tenía que hacer. La princesa llevaba un vestido azul claro ceñido al cuerpo, al estilo de Alucia y Wesloria, que a él le resultaba muy agradable para las mujeres adultas, pero no en el cuerpo de una niña.
Había vuelto a coincidir con ella en otra velada que se celebró en la misma casa de Upper Brook Street en la que él había estado de juerga la noche anterior. Beck le recordó el gran incidente durante un juego de las sillas en una fiesta de Navidad. A William se le culpó de ello, por supuesto. Tal vez todo fuera obra suya, pero, en su defensa, la absenta que había bebido enturbiaba su memoria. Él llevó la bebida de Francia para regalársela a su anfitrión, y el licor había fluido libremente, y el caos había sobrevenido con un delicioso desenfreno.
El juego consistía en diez adultos corriendo alrededor de nueve sillas mientras sonaba la música y, una vez que la música cesaba súbitamente, todos tenían que tomar asiento. La persona que se quedaba sin silla era eliminada. Entonces, se retiraba otra silla, de modo que solo quedaran ocho, y los nueve participantes repetían el proceso.
La disputa ocurrió durante la ronda a la que habían llegado William, la princesa y otra persona a quien no recordaba en aquel momento. La princesa le había dicho cosas muy insolentes en el transcurso del juego, y él, a su vez, la empujó con la cadera para echarla de la silla en la ronda final. Ella gritó con indignación y él le dijo que parecían los gritos de una banshee. Alguien tuvo que explicarle a la pequeña extranjera que una banshee era un alma en pena y, al enterarse, la princesa se había vuelto hacia él con su pequeña y encantadora cara llena de rabia asesina, y habían discutido, y sí, él tenía que reconocer que estaba mal hecho. Pero no pensaba que Beck tuviera que darle un tirón de orejas, como había hecho.
William llegó a los escalones y los subió de dos en dos. Cada paso lo acercaba más a la dichosa niña. Cuanto antes terminara con aquello, antes podría volver a sus asuntos.
Ewan, que había tenido que esforzarse por mantener su ritmo todo el camino, probablemente porque era diez años mayor y pesaba cinco kilos más que él, estaba casi sin aliento cuando se acercó a William y lo adelantó para llamar a la puerta. Abrió un lacayo con librea.
—Su Señoría… el marqués… de Douglas —jadeó Ewan.
—Por favor —dijo el lacayo, y retrocedió al interior del enorme vestíbulo.
William entró y le entregó el sombrero y los guantes al sirviente. Después, apareció otro que le indicó que debía seguirlo por un largo pasillo hasta un salón. La habitación era rosa y blanca, con cortinas de terciopelo rosa recogidas con alegres cuerdas doradas. La paleta de colores le recordó un poco a un pastel de mazapán.
En el centro del salón había un sofá y dos sillones tapizados con un brocado floral. La alfombra era gruesa, en tonos verdes. Miró el cuadro que había sobre la chimenea; era el gran retrato de una mujer ataviada con un vestido blanco y negro que sonreía tímidamente mientras un par de perros spaniel retozaban a sus pies.
Un ruido llamó su atención, y caminó hacia una puerta doble que se abría a la terraza donde había visto, un poco antes, a los contrincantes de esgrima. Los espectadores se habían ido, pero los dos tiradores estaban en la terraza, y el más grande estaba instruyendo al más pequeño.
Otro sonido, en la habitación, captó de nuevo su atención. Miró a su derecha y vio claramente que alguien desaparecía detrás de las cortinas. ¿Qué tontería era aquella? Se acercó y abrió las cortinas, y se encontró con una mujer que lo miraba. Le resultó familiar… pero no tenía los ojos color ámbar de la princesa Justine. Y su cabello era dorado, mientras que, según sus recuerdos, la princesa tenía el pelo castaño oscuro. Frunció el ceño con confusión.
—Le ruego me disculpe.
¿Era posible que le fallara la memoria?
La joven se puso de puntillas, acercándose tanto a él que le causó incomodidad. Ella inclinó la cabeza hacia atrás y sonrió con coquetería.
—¿No me recuerda? —le preguntó, en un tono de acusación.
Él no la recordaba precisamente así. De hecho, le desconcertaba que su memoria pudiera traicionarlo tanto.
—Sí, por supuesto. Pero, yo…
—Milord.
William se volvió. Acababa de entrar un caballero wesloriano, a juzgar por su largo abrigo y la pequeña mancha verde que llevaba en la solapa. Era una curiosa costumbre de Wesloria la de llevar siempre un trozo de tela verde en la vestimenta, de manera muy parecida a como los escoceses usaban los cuadros.
—No se acuerda de mí.
La joven estaba molesta y habló como si el hombre no hubiera entrado. William se volvió hacia ella.
—Nos conocimos la última vez que estuve en Londres. ¿Se acuerda ahora?
Movió las pestañas con coquetería y lo miró fijamente. Tenía los ojos castaños.
—Creo…
—¡Milord! —repitió el recién llegado.
En aquella ocasión, se sorprendió al girar la cabeza, porque vio a un esgrimista entrando en el salón. Después de un momento de vacilación, el esgrimista avanzó en dirección a él, y él se preparó por instinto, como si tuviera que defenderse.
Sin embargo, algo se agitó en una región de su cerebro y lo distrajo. Era algo que tenía que ver con la vestimenta del esgrimista. O más bien, con la forma en que el atuendo dibujaba sus curvas. O con la figura que él se imaginaba debajo de aquel traje. Los pantalones le quedaban holgados, pero, cuando el esgrimista se movió, él distinguió las formas de una mujer, con unas caderas que se curvaban hasta unas piernas delgadas. La chaqueta, más llena en el pecho, marcaba una cintura esbelta. La espada iba rebotando contra una pantorrilla bien formada.
Aquella mujer de figura seductora, era… era a quien había visto con una espada en el cuello del oponente de mayor talla.
—Si me permite —le dijo el caballero a la esgrimista—. Lord William Douglas de Hamilton, marqués de Douglas y Clydesdale.
El esgrimista, en respuesta, se quitó la máscara, y una trenza de cabello castaño oscuro le cayó por la parte delantera de la chaqueta de esgrima. El mechón blanco que él nunca olvidaría seguía siendo tan notable como siempre, pero su cabello parecía más espeso y lustroso de lo que recordaba. Aquella no era la adolescente que él recordaba, sino una mujer adulta, con curvas, protuberancias, labios y cejas oscuras que se arquearon sobre sus ojos con sorpresa. Él sintió un molesto revoloteo en el pecho.
Así pues, era la princesa Justine la que estaba bajo el traje de esgrima… Eso le hizo sonreír. Qué bien había resultado. Ah, sí. Aquella era Su Alteza Real. La reconocería en cualquier sitio.
—Sé quién es, gracias —le dijo ella al caballero, y le entregó la máscara con tal fuerza que William oyó que se le escapaba un jadeo.
Hizo una reverencia.
—Su Alteza Real, bienvenida a Inglaterra.
La mujer que había encontrado detrás de las cortinas se acercó y se colocó al lado de la princesa Justine. Las dos lo miraron pestañeando. ¿Cómo podía haberla confundido con la princesa Justine? Obviamente, la muchacha de pelo rubio era la hermana menor, la princesa Amelia.
—Has crecido mucho —dijo William, casi sin darse cuenta.
Las dos mujeres se miraron.
—Y usted está… más grueso —dijo la princesa Justine.
¿Más grueso? Acababan de hacerle a medida el traje que llevaba, y el sastre había proclamado que estaba en forma.
—No me recuerda —dijo la princesa Amelia, y se cruzó de brazos.
Al igual que su hermana, era un poco más alta que la media y tenía un mechón blanco, pero como su cabello era dorado, parecía más bien un poco rubio.
—Le pido perdón, Su Alteza Real. Han pasado muchos años.
La princesa Amelia dio un resoplido de desdén.
—Si se me permite, soy el gentilhombre de cámara de Su Alteza Real, lord Bardaline, a su servicio.
El caballero se inclinó y las dos princesas pusieron los ojos en blanco.
—Encantado de conocerlo.
William era muy consciente de que la princesa Justine lo estaba observando.
—¿Ha venido solo? —preguntó la princesa Amelia—. ¿O ha traído a sus amigos?
—¿Disculpe?
La princesa Justine puso su mano sobre el brazo de su hermana para indicarle que guardara silencio.
—Hay una pregunta mejor. ¿Para qué ha venido?
La princesa Amelia suspiró, se agarró las manos a la espalda, retrocedió y se escabulló hasta el otro extremo de la habitación para mirar la pintura. Los ojos de Bardaline siguieron cada uno de sus pasos.
Sin embargo, la princesa Justine siguió mirándolo fijamente, con una de sus cejas oscuras arqueada. Parecía desconcertada, pero ¿por qué? Seguramente, ya sabía que él iba a visitarla o… ¿había algún error? ¿Tal vez lo esperaba otro día? O, con suerte, su padre se había equivocado y, después de todo, no se esperaba que fuera su niñera. En Hamilton Palace se habían cometido errores más extraños que ese.
—¿No me esperaban? —preguntó.
La princesa frunció el ceño.
—Ciertamente, yo no, milord.
¿Qué diablos? ¿Nadie se lo había dicho?
—¿Su Alteza Real? —dijo Bardaline, y dio un paso adelante con una sonrisa tan forzada, que William pensó que se lo habían ocultado por completo—. Tal vez prefiera recibir a lord Douglas tomando el té?
Él estuvo a punto de atragantarse. No tenía intención de quedarse a tomar el té. Faltaban siglos para la hora del té. ¿Qué pasaba con su baño de agua hirviendo? Su única intención era saludarla, decirle lo que tuviera que decirle y marcharse.
—Gracias, pero no…
—Sí —dijo ella, antes de que él pudiera terminar—. Me gustaría cambiarme.
La princesa se dio la vuelta y dejó el salón sin preguntar siquiera si eso le convenía, sin ninguna muestra de cortesía, sin interesarse por su salud después de tantos años.
La princesa Amelia salió corriendo tras ella.
William miró a Bardaline, que, según observó, no parecía sorprendido por la brusca salida de la princesa, sino, simplemente, disgustado. El caballero hizo un gesto vago hacia la puerta.
—Si le place, por favor, venga conmigo, milord —dijo, y salió al pasillo.
William vaciló. Tenía la sensación de que estaba a punto de verse en una situación insostenible. Y sin embargo, en lugar de pensar en todas las excusas que podría dar, en aquel mismo momento, su mente estaba obsesionada con la imagen de la princesa Justine.
Así pues, siguió a lord Bardaline como una vaca lechera al establo.