E-Pack HQN Susan Mallery 7 abril 2022 - Susan Mallery - E-Book

E-Pack HQN Susan Mallery 7 abril 2022 E-Book

Susan Mallery

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Beschreibung

Las chicas de la bahía Nicole Lord quería ser una buena esposa, pero había una gran diferencia entre apoyar a su marido y mantenerlo. Él había dejado el trabajo para escribir un guion de cine que ella no había visto nunca. Ni siquiera ayudaba a cuidar de su hijo y era ella quien tenía que ocuparse de la casa y trabajar. Shannon Rigg había conseguido un puesto de ejecutiva a costa de sacrificar su vida personal, pero ahora se estaba planteando si había tomado la decisión correcta. Una apasionante nueva relación con un tipo fantástico la había convencido de que tal vez no era demasiado tarde… hasta que él lanzó una bomba que le hizo cuestionarse si de verdad podía tenerlo todo. Aunque Pam Eiland adoraba a su marido, sentía cierto desasosiego ahora que sus hijos se habían hecho mayores. Encontrar nuevas y sensuales formas de sorprenderlo devolvió la pasión y el humor a su matrimonio, pero cuando un cambio inesperado puso su vida patas arriba, tuvo que redefinirse. Otra vez. Lazos de amistad Después de cinco años desempeñando la labor de ama de casa, Gabby Schaefer estaba deseando volver al trabajo. Pero cuando sus planes se vinieron abajo por una impactante noticia y las demoledoras expectativas de su marido, Gabby tuvo que luchar por el derecho a tener una vida propia. Quedarse embarazada era fácil para Hayley Batchelor, pero llevar a término el embarazo era la parte difícil. Su esposo estaba preocupado por los costosos tratamientos de fertilidad que amenazaban su salud. Pero Hayley estaba dispuesta a arriesgarlo todo para cumplir con su deseo de ser madre. Nicole Lord todavía estaba sorprendida por haber superado su divorcio tan rápidamente. Aparte del hijo que compartían, su exmarido apenas había dejado huella en su vida. Un hombre nuevo la tentaba a creer que quizás tuviera una segunda oportunidad… pero ¿cómo podía confiar en sí misma para reconocer el amor verdadero?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack HQN Susan Mallery, n.º 299 - abril 2022

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-801-8

Índice

 

Créditos

Las chicas de la bahía

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Si te ha gustado este libro…

 

Lazos de amistad

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Querido lector,

 

¡Bienvenido a Mischief Bay! Este libro es el primero de lo que espero sea una serie muy larga. Me encanta crear un mundo en el que los lectores se adentren y que experimenten por completo. Espero que sea un mundo al que queráis volver una y otra vez.

 

Aunque me gusta inventar lugares ficticios y descubrir todos los modos de hacerlo lo más real posible, es complicado. Uno de los mayores retos es crear los distintos establecimientos y negocios con los que se toparán mis personajes y después ponerles nombre. El año pasado, cuando estaba empezando este libro, de pronto me quedé tremendamente bloqueada ante la idea de tener que pasar por ese proceso. Y al entender que a veces para crear un pueblo hace falta un pueblo, recurrí a las personas que más adoro. Mis amigos y lectores de Facebook.com/susanmallery. Pedí sugerencias y me ayudasteis. Me quedé asombrada por la respuesta, aunque en el fondo sabía que no tenía por qué. Siempre habéis estado a mi lado.

 

Así que, con gratitud, dedico este libro a todos los que sacasteis tiempo de vuestras atareadas vidas para ayudar a una autora en apuros. Espero que os encante Mischief Bay tanto como a mí. Envío unas gracias muy especiales a los siguientes Creadores de Mischief:

 

Alicia H, Oklahoma City, OK; Andie B, Woodstock, ON; Ann L, Pittsburgh, PA; Cat J, Johnson City, TN; Cheryl H, Auburn, MA; Dale B, Ocala, FL; Jennie J, Monroe, TN; Joyce M, Orange, TX; Karen M, Exton, PA; Kelly M, Corvallis, OR; Kelly R, Oregon City, OR; Kimberly C, Corning, NY; Kriss B, Chassell, MI; Kristen P, Westfield, NJ; Krystle P, Smithfield, PA; Linda H, Glen Burnie, MD; Lindsey B, Nestleton Station, ON; Lisbeth G, Honesdale, PA; Lora P, Papillion, NE; Melanie O, Chico, CA; Melissa H, Versailles, KY; Patricia K, Ashdown, AR; Phyliss G, Holbrook, MA; Roberta R, Berne, NY; Sandy K, Tucson, AZ; Sherry S, Jane Lew, WV; Susan P, DeValls Bluff, AR; Susan W, Morganville, NJ; Suzanne V, Rockaway, NJ; Suzi H, Kansas City, Mo; Tina M, Warner Robins, GA; Tracy A, Rochester, NY; Yvonne Y, Edmonton, AB.

 

Con cariño,

 

Susan Mallery

Capítulo 1

 

 

 

 

 

–¿Te lo ha hecho Tyler?

Nicole Lord se giró y miró el dibujo que había colgado en la pared de Mischief in Motion, su estudio de pilates. Tres grandes corazones rojos cubrían un trozo de cartulina rosa y sobre ellos estaba dibujada la silueta de una mano. El trazo de los corazones era irregular y tenían un estilo muy abstracto, pero aun así eran reconocibles. No estaban mal teniendo en cuenta que el artista en cuestión aún no había cumplido los cinco años. La mano la había dibujado una de sus profesoras.

–Sí –respondió Nicole con una sonrisa–. Le prometí que lo traería al trabajo y se lo enseñaría a todo el mundo.

Su clienta, una treintañera que luchaba por perder los veinte kilos que había ganado en el embarazo, se secó el sudor de la frente y sonrió.

–Parece un niño adorable. Estoy deseando que llegue el momento en el que mi hija haga algo más que comer, hacer caca y tenerme despierta toda la noche.

–La cosa mejora –le prometió Nicole.

–Eso espero. Siempre había dado por hecho que en cuanto empezara a tener hijos, querría seis –la mujer hizo una mueca–. Ahora uno me parece más que suficiente –se despidió con la mano y fue hacia la salida–. Hasta la semana que viene.

–Que pases un buen fin de semana –respondió Nicole sin mirar y dirigiendo su atención de nuevo al ordenador.

Tenía la clase del mediodía y después un descanso de tres horas antes de las clases de última hora de la tarde, lo cual sonaba muy bien hasta que pensaba en todo lo que tenía que hacer. Ir al supermercado, sin duda, porque no les quedaba de nada en casa. Además, tenía que echarle gasolina al coche, ir a la tintorería a recoger ropa y, en algún momento entre medias, debería almorzar.

Miró el reloj preguntándose si debía escribir a Eric para recordarle que recogiera a Tyler de la guardería a las cuatro. Agarró el teléfono, pero entonces vaciló y se recostó en la silla. No, no debería, se dijo. A Eric solo se le había olvidado en una ocasión y se había sentido fatal por ello. Tenía que confiar en que no le volvería a pasar.

Y confiaría, se dijo. Aunque últimamente a su marido se le estaban olvidando muchas cosas y estaba ayudando menos en casa.

El matrimonio, pensó con tristeza. Todo parecía muy romántico hasta que te dabas cuenta de que no solo tenías que vivir con otra persona, sino que también habría días en los que esa persona pensaría que te equivocas en algunas cosas.

Aún seguía intentando organizar el orden en que haría los recados cuando la puerta del estudio se abrió y Pam Eiland entró.

–¿Qué tal? –dijo Pam con tono alegre y una bolsa extragrande colgando del hombro.

Cualquiera que no conociera a Pam daría por hecho que tenía alguna manía de acumular cosas si necesitaba cargar con tanto trasto encima. Los que la conocían sabían que su bolso en sí era bastante pequeño y que gran parte de esa bolsa lo ocupaban una suave manta y un perro con un aspecto muy raro.

Justo en ese momento, Lulu asomó la cabeza por fuera de la bolsa y soltó un suave gemido.

Nicole se levantó y se acercó a los dos. Después de darle un abrazo a Pam, fue a agarrar a Lulu. La perrita saltó a sus brazos y se le acurrucó.

–Veo que hoy vas de rosa –dijo acariciándole los mofletes a Lulu y después la cabeza.

–A las dos nos parecía que hoy es un día rosa –le dijo Pam.

Lulu, un crestado chino de pura raza, tenía el pelo blanco en la parte alta de la cabeza, en las orejas, en el rabo y en la parte baja de las patas. El resto de su cuerpo moteado apenas tenía pelo y era de un curioso tono rosa grisáceo con lunares marrones. Sus problemas de salud eran bien conocidos por todos y, al no tener pelo, padecía de frío crónico. Por ello, Lulu tenía una buena colección de jerséis, chaquetas y camisetas. La elección de hoy era un suéter fino y sin mangas adornado con un lazo gris brillante. Ajustada de dinero y con su ropa trillada, Nicole se veía en la vergonzosa situación de envidiar el armario de un perro.

Lulu le dio un besito en la barbilla y Nicole sostuvo a la simpática perrita unos segundos más. Su interacción con Lulu estaba siendo el momento con menos carga emocional en lo que llevaba de día y estaba decidida a disfrutarlo.

Pam, una morena preciosa de sonrisa fácil, llevaba un vestido suelto de manga corta encima de sus leggings y de su camiseta de tirantes. A diferencia del resto de clientas que acudían a la clase del mediodía, Pam no venía directamente de la oficina. Nicole sabía que unos años atrás había tenido un puesto en la empresa de su marido y que comprendía cómo funcionaba un negocio pequeño, por lo que solía darle buenos consejos. Por lo demás, Pam parecía tener los días enteros para ella sola. Y eso, ahora mismo, para Nicole sería como un sueño hecho realidad.

–¿Quién viene hoy? –preguntó Pam mientras sacaba la manta de la bolsa y la plegaba antes de colocarla en un rincón de la sala.

Lulu se acurrucó con sus largas patas colocadas con elegancia bajo su cuerpo. Nicole sabía que no se movería hasta que terminara la clase. Suponía que el dulce temperamento y los excelentes modales de Lulu compensaban su extraña apariencia, casi de película de ciencia ficción.

–Solo Shannon y tú –respondió Nicole comprobándolo en la agenda del ordenador. En realidad, se sentía aliviada de tener una clase con poca gente. Últimamente estaba tremendamente cansada todo el tiempo. Pam y Shannon ya eran capaces de hacer los ejercicios solas, así que no tendría la presión de estar al tanto de cada movimiento.

Y lo que era aún mejor, la notificación de las tres ausencias que habría en la clase había llegado esa mañana. El estudio tenía una estricta política de cancelación de veinticuatro horas y eso significaba que, de cualquier modo, cobraría por cinco alumnas. Disfrutó de ese momentáneo placer, a pesar de que pensar así la convertía en una mala persona, y prometió que trabajaría en ese rasgo de su carácter en cuanto averiguara cómo solucionar lo que estaba pasando en su matrimonio y lograra dormir más de cuatro horas alguna noche.

Pam se había quitado las sandalias para prepararse para la clase, pero en lugar de ponerse los calcetines de pilates, se giró hacia Nicole y sonrió.

–¿Quieres ir a almorzar?

La sonrisa de Pam era contagiosa. Sus ojos verdes y avellana se arrugaron en los extremos y su boca se elevó.

–Vamos –insistió–. Sabes que sí quieres.

–¿Que quiere qué? –preguntó Shannon Rigg al entrar en el estudio–. He tenido una mañana horrible tratando con un idiota misógino del banco que insistía constantemente en hablar con mi supervisor. Cuando le he explicado que yo era la directora financiera de la empresa, creo que le ha dado un ataque –se detuvo. Sus ojos azules destellaban con expresión de diversión–. Le he ofrecido enviarle una copia escaneada de mi tarjeta de visita, pero no ha querido. Después le he dicho que si no hacía algo, trasladaría a otro banco la cuenta de la empresa de cuatrocientos millones de dólares –se detuvo para darle dramatismo al relato–. Creo que le he hecho llorar.

Pam alargó un brazo con la mano levantada para chocarle los cinco.

–Vosotras dos no dejáis de impresionarme. Nicole concilia marido, hijo de casi cinco años y su negocio en auge. Tú estás ocupada asustando a hombres que deberían pensárselo mejor antes de decir algunas cosas. Yo, por el contrario, elegiré el vestuario de mi perra para mañana y haré unas galletas. Qué triste.

–Yo ni siquiera sé qué poner en el cuenco para hacer una sola galleta –admitió Shannon al chocarle los cinco a su amiga. Después se dirigió a Nicole–: ¿Y tú?

–Harina, agua y algo más.

Shannon se rio.

–Ya, claro, ahí es donde yo también me perdería. El «algo más» siempre es lo complicado.

Nicole pensó en cómo la había descrito Pam. Más que «conciliar», ella hacía malabares. Y aunque hacer malabares podía relacionarse con algo alegre y positivo, por desgracia la mayoría de los días acababa recogiendo y limpiando lo que se le había caído y roto en lugar de mantener los platos girando en el aire.

Sí, de acuerdo, esa era una analogía confusa y algo deprimente. Tenía que pensar más en positivo. Y tal vez aprender a hacer galletas.

Shannon llevaba un vestido sin mangas hecho a medida y unos tacones de casi ocho centímetros. Tenía las piernas bronceadas y su cabello era una gloriosa melena ondulada castaña rojiza que le caía por debajo de los hombros. Llevaba relojes caros y joyería elegante. Conducía un bmw descapotable. Si Nicole pudiera elegir, querría que Pam fuera su madre y ser Shannon de mayor. El problema era que, a sus treinta, tenía la sensación de que ya no crecería ni maduraría más.

–Espera –le dijo Pam a Shannon, que se dirigía al pequeño vestuario que había junto al baño–. Se me ha ocurrido que podríamos ir a almorzar en lugar de entrenar.

Shannon ya había sacado su ropa de deporte de la bolsa del gimnasio. Se giró hacia Pam.

–¿Y que no hagamos ejercicio?

–No. Hoy solo somos dos. Y es viernes, amiga mía. Vive un poco. Tómate una copa de vino, búrlate de tu amigo ignorante del banco y relájate.

Shannon miró a Nicole y enarcó las cejas.

–Me apunto. ¿Y tú?

Nicole pensó en las cosas que tenía por hacer, en lo atrasada que llevaba la colada, en la montaña de facturas que tenía por pagar y en un marido que había dejado su trabajo de éxito en una empresa informática para escribir un guion. Pensó en los platos girando y cayéndose y en cómo vivía exhausta.

Se quitó su cola de caballo, se sacudió el pelo, agarró las llaves y el bolso y se levantó.

–Vamos.

 

 

El pub McGrath’s llevaba allí casi tanto como el muelle y el paseo marítimo de Mischief Bay. Shannon recordaba haber ido allí de adolescente. El viaje desde Riverside duraba alrededor de una hora sin tráfico y sus amigas y ella lo pasaban hablando y riéndose, imaginándose a los chicos guapos que iban a conocer. Chicos que vivían junto al océano y surfeaban y tenían el pelo aclarado por el sol. Chicos que no se parecían a los que conocían del instituto.

Porque por aquel entonces lo único que había hecho falta para que se le acelerara el corazón había sido un pelo aclarado por el sol y un descapotable retro. Le gustaba pensar que en los últimos veinte años había madurado.

Mientras entraba en el pub detrás de sus amigas, miró la arena y el mar. Era mediodía y la marea estaba baja. Ahora no había surfistas. Y al ser además un día laborable de febrero, no había gente jugando al voleibol, a pesar de que probablemente estaban a unos veinte grados.

El pub McGrath’s era un edificio de tres plantas con comedor al aire libre en la planta baja. Dentro había una zona de bar grande y abierta. Pam fue directamente a las escaleras. Pasaron por el comedor de la segunda planta y subieron al de la última.

–¿Junto a la ventana? –preguntó Pam yendo ya en esa dirección.

Las grandes ventanas ofrecían vistas del Pacífico. Ese día estaban entreabiertas y dejaban pasar el aire fresco. Cuando las temperaturas bajaban de los dieciocho grados, podías encontrarlas cerradas, y en verano las quitaban por completo.

Shannon se sentó frente a Nicole. Pam se colocó junto a Nicole y dejó la bolsa en el suelo, al lado de su silla. Lulu, que estaba perfectamente adiestrada, se quedaría escondida hasta que se marcharan.

La primera vez que las tres se habían escapado de clase y se habían ido a almorzar, Shannon se había pasado todo el rato muy agobiada por Lulu. Ahora veía a la extraña criatura como la mascota de su amistad: curiosa, inesperada y, con el paso del tiempo, muy reconfortante.

Dejó de pensar en el crestado chino para pensar en la ubicación del restaurante. Las vistas deberían haber captado la atención de todas y haberlas dejado sin habla. La arena color marrón topo conducía hasta unas aguas de color azul medianoche. Un par de veleros se ladeaban para captar la ligera brisa y a lo lejos unos portacontenedores avanzaban hacia el horizonte y hacia exóticos puertos.

Pero estaban en Los Ángeles y allí había unas vistas impresionantes a cada paso, ya fuera por cruzarte con un famoso en un supermercado Whole Foods o por contemplar las aguas del Pacífico chocando contra las rocas.

En lugar de hablar de la belleza del momento, Pam repartió las cartas con los menús.

–Hay una hamburguesa especial –dijo con un suspiro–. ¿La habéis visto? Si me la pido, ¿alguna os comeréis parte de mis patatas?

–Yo sí –respondió Nicole–. Yo me voy a pedir el plato de proteína.

Pam arrugó la nariz.

–Cómo no.

Shannon sabía que el plato de proteína era marisco y pescado a la parrilla con guarnición de verduras al vapor. Saludable, sin duda, aunque lo que más importaba a las mujeres de la zona, tan preocupadas por su físico y ataviadas con bikinis, era el bajo contenido en calorías.

–Yo también me comeré algunas patatas –dijo. Serían un añadido agradable a la ensalada que solía pedir.

Pam le dio un golpecito a Nicole en el brazo.

–Eres un palillo. Deberías comer más.

–Ya como mucho.

–Raíces y cosas así. Cómete una hamburguesa –añadió Pam recostándose en su silla–. Disfruta de tu metabolismo mientras puedes, porque algún día todo se irá a la mierda.

–Tú estás fantástica –respondió Nicole con sinceridad–. Tienes una figura impresionante.

Pam enarcó las cejas.

–Si ahora dices «para tu edad», te tiro por la ventana.

Nicole se rio.

–Yo jamás diría eso. No te aproximas a ninguna edad en concreto. Eso está anticuado.

«Dijo la treintañera», pensó Shannon con ironía. El tiempo pasaba cada vez más deprisa. No se podía creer que solo le faltaran unos meses para cumplir los cuarenta. Miró las manos de Pam y de Nicole y vio sus alianzas de boda y sus anillos de compromiso de diamantes brillando ante sus ojos. No era la primera vez que pensaba que debería haberse casado en algún momento.

Había tenido esa intención, siempre había pensado que lo haría, pero su trabajo había sido su prioridad y eso era algo que no gustaba a los hombres que conocía. Cuanto más éxito conseguía, más difícil le resultaba salir con un hombre, o al menos encontrar uno al que no le molestara la devoción que sentía por su profesión. Últimamente, encontrar a alguien interesante y atrayente había empezado a parecerle algo casi imposible.

Por un instante barajó la idea de mencionarlo. Todos los artículos que leía decían que tenía que salir más si quería conocer a un tipo fantástico, tenía que estar dispuesta a decirles a todas sus amigas que estaba buscando en serio. Pero claro, también tenía la leve sospecha de que muchos artículos de las revistas para mujeres los escribían personas que no tenían ni idea de lo que hablaban. Además, no le gustaba dar pena. Era una mujer de negocios vital y con éxito. ¡Joder, pero si era la directora financiera de una empresa que ingresaba beneficios de más de mil millones de dólares al año! No necesitaba un hombre en su vida…, pero eso no significaba que no le pudiese gustar tener a alguno cerca.

–¿Cómo está mi hombrecito favorito? –preguntó Pam.

Nicole sonrió.

–Tyler está genial. No me puedo creer que vaya a cumplir cinco años dentro de un par de meses. Qué deprisa pasa todo. En septiembre irá al jardín de infancia –se detuvo–. En cierto modo, estará bien. No tendré que hacer tantos malabares durante el día.

Al terminar de hablar, su sonrisa de desvaneció y un músculo se le tensó en la mejilla, como si estuviera apretando los dientes.

Shannon vaciló; dudaba si preguntar o no si pasaba algo, porque ya sabía la respuesta. Las tres llevaban en la misma clase casi dos años. Mientras que Pam y ella eran participantes fieles, no se podía decir lo mismo de las demás. Por alguna razón, la clase del viernes al mediodía solía atraer a las clientas más flojas y eso implicaba que normalmente habían estado solas las tres. Entre posturas de pilates habían charlado y compartido buenos y malos momentos. Shannon sabía que Brandon, el hijo pequeño de Pam, había sido un adolescente algo salvaje… hasta el punto de conducir tan borracho que había chocado contra un árbol. Ahora no bebía y era un alumno entregado en la facultad de Medicina. También había escuchado a Nicole mientras había intentado explicar lo perpleja que se había quedado cuando su formal y trabajador marido había dejado su empleo para escribir un guion de cine y surfear. A su vez, Shannon había compartido las tribulaciones de su propia vida. Todo, desde el reto que suponía ser la única mujer con un puesto de ejecutiva en una empresa tecnológica hasta la dificultad de encontrar a un Príncipe Azul que apoyara sus aspiraciones profesionales.

Mientras que Shannon buscaba un modo delicado de preguntar si el comentario de Nicole significaba que Eric estaba decidido a conquistar Hollywood, Pam fue directa al asunto.

–¿Sigue siendo un idiota? –preguntó.

Nicole arrugó la nariz.

–No es un idiota. Es… –vaciló–. Me confunde. Sé que han pasado seis meses y que ya debería haberme hecho a la idea, ¿no? No se puede decir que no lo supiera.

Pam se giró hacia su amiga.

–Cielo, todo el mundo dice que quiere escribir un guion o estar en American Idol o algo así, pero nadie les toma en serio. Están los sueños y después está la vida real. Eric tiene una esposa y un hijo. Dejó un trabajo fantástico para dedicarse a teclear y a surfear. ¿Quién hace eso?

Nicole hizo una mueca de disgusto.

–Está escribiendo, no tecleando.

–Da igual. No está contribuyendo ni económicamente ni de ningún otro modo.

–Ayuda –dijo Nicole y después suspiró–. Más o menos. No sé qué hacer. Tienes razón. Todo el mundo dice que quiere ser rico o famoso y está genial, pero no sé. Cuando llegó y me dijo que había dejado el trabajo… –levantó los hombros–. Aún no sé qué decir.

Shannon lo entendía. Ella se había quedado igual de impactada que su amiga, y eso que no tenía que vivir con Eric. Suponía que todo el mundo tenía derecho a seguir sus sueños, pero en un matrimonio, ¿no deberían poder opinar ambas partes? Eso había sido lo más asombroso de la decisión de Eric. Ni lo había mencionado ni lo había negociado ni nada. Simplemente había dejado el trabajo y después se lo había contado a su mujer.

–Aunque no recomiendo esto para cada situación –dijo Pam lentamente–, ¿te has planteado asfixiarlo con una almohada?

Nicole se esforzó por esbozar una pequeña sonrisa.

–No es mi estilo.

–El mío tampoco –admitió Pam–. Yo soy más directa. Pero es una opción.

Shannon sonrió.

–¿Y esto lo dice una mujer que se toma la molestia de vestir a su perrita para que no se enfríe? Hablas como si fueras muy dura, pero por dentro eres como un malvavisco.

–No digáis nada –dijo Pam mirando a su alrededor, como si temiera que las hubieran oído–. Tengo una reputación que mantener –tocó la mano de Nicole–. Bromas aparte, sé que es difícil para ti. Quieres que entre en razón y ahora mismo no puedes. Aguanta. Os queréis. Eso os ayudará a superarlo.

–Eso espero –dijo Nicole–. Sé que es un buen hombre.

–Lo es. El matrimonio es como la vida. Justo cuando crees que por fin lo entiendes, cambia. Cuando dejé de trabajar, me sentía culpable de que John tuviera que cargar con todo el peso económico. Pero hablamos del tema y al final me convenció de que le gustaba tenerme en casa. Yo me ocupo de las cosas allí y él se ocupa de traer el dinero.

Ese era un mundo que Shannon no se podía imaginar. Era como si Pam fuera de otro planeta. O de otra era. Sabía que había muchas madres que no trabajaban fuera de casa, pero ella no conocía a ninguna. Las madres a las que conocía eran como Nicole: siempre intentando ocuparse de todo sin quedarse atrás.

Bueno, ahora que lo pensaba, tenía un par de amigas que habían dejado el trabajo y se habían quedado en casa cuidando de sus hijos. Sin embargo, había perdido el contacto con ellas. O tal vez ellas lo habían perdido con ella.

–Siempre hay malas rachas –dijo Pam–. Pero si no olvidáis por qué estáis juntos, las superaréis.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Pam entró en casa desde el garaje. Lulu le seguía el paso. Las dos se detuvieron en el zaguán trasero. Pam sacó su pequeño bolso de mano de la bolsa y colgó esta en el perchero.

Esa zona abierta servía como cajón de sastre para todas las cosas que no tenían un lugar propio. Había una zona de almacenamiento empotrada en la pared con muchos percheros, estantes y cajones; estos últimos estaban básicamente llenos de la ropa de Lulu.

Pam miró el suéter ligero que llevaba la perrita y decidió dejárselo puesto para que la mantuviera caliente hasta la hora de irse a dormir. Porque, al igual que el resto de la familia, Lulu se ponía pijama para irse a dormir. A Pam no le importaba si se reían de ella por eso. Era ella a quien Lulu se acurrucaba bajo las sábanas y quería que la perrita llevara algo suave cuando eso sucedía.

Siguieron cruzando la casa hasta la cocina. Pam sacó el móvil del bolso y lo dejó en la mesa auxiliar antes de comprobar el guiso que había dejado en la Crock-Pot esa mañana. Un rápido vistazo y una vuelta con la cuchara confirmaron que la carne a la borgoña estaba marchando. Añadió las verduras que ya había preparado y volvió a remover. Después, fue hacia la puerta principal a recoger el correo.

La temperatura había subido un poco y hacía un día agradable. En el resto del país, febrero podía ser sinónimo de nieve y hielo, pero en el Sur de California había muchas probabilidades de que hiciera sol y estuvieran a veinte grados. Hoy no era una excepción, aunque más bien diría que estaban a unos dieciocho. No había motivos para quejarse, se dijo mientras sacaba el correo del buzón y volvía a la casa.

Mischief Bay era una comunidad costera. Arropada por Redondo Beach y Hermosa Beach, tenía un pequeño muelle, muchos restaurantes, un paseo marítimo y muchos turistas. El océano regulaba su temperatura y la constante brisa la protegía del esmog.

John y ella habían comprado su enorme casa de estilo rancho años atrás. Por entonces, Jennifer, su hija mayor tenía… ¿cuántos? ¿Tres años? Pam intentó recordarlo. Si Jennifer tenía tres años, entonces Steven tenía uno y ella estaba embarazada de Brandon.

Sí, sí. Ya estaba embarazada. Recordó aquel encantador momento en que había vomitado delante de los encargados de la mudanza. El de Brandon había sido un embarazo complicado y había tenido muchas náuseas. Era algo que había mencionado a menudo, sobre todo cuando su hijo necesitaba una lección de humildad, como la necesitaban todos los hijos de vez en cuando.

Se detuvo para esperar a que Lulu hiciera sus necesidades junto a los arbustos y, mientras, observó la fachada de la casa. Habían rehecho gran parte de los dos jardines años atrás, cuando habían pintado la casa. Le gustaban las nuevas plantas que bordeaban la entrada circular. Miró al tejado. También lo habían cambiado. Una de las ventajas de tener un marido que se dedicaba a la construcción era que siempre conocía a los mejores profesionales.

Lulu corrió y se puso a su lado.

–¿Lista para entrar, bombón? –preguntó Pam.

Lulu sacudió su cola en forma de plumas y echó a andar. Pam miró el correo mientras avanzaba. Facturas, una carta de un agente de seguros al que no conocía y que, sin duda, sería publicidad, dos revistas de coches para John y una postal del instituto local.

Extrañada, miró la postal y le dio la vuelta. ¿Qué narices querrían?

Lulu entró en la casa. Pam la siguió y cerró la puerta. Se quedó de pie en el espacioso vestíbulo. La luz de la tarde salpicaba el suelo de baldosas.

Pero ella no vio eso. No vio nada más que las escuetas palabras impresas en la postal.

Curso de 2005. Pumas, ¡reservad la fecha! Vuestra reunión del décimo aniversario es este agosto.

Había más, pero las letras se volvieron borrosas mientras Pam intentaba encontrarle sentido a la nota. ¿Una reunión de instituto de décimo aniversario? Sí, claro, Jennifer se había graduado en 2005, pero era imposible que hubieran pasado diez años, ¿verdad? Porque si Jen iba a asistir a su reunión de décimo aniversario, eso significaba que Pam era la madre de una mujer que iba a asistir a su reunión de décimo aniversario de la graduación del instituto.

–¿Cuándo me he hecho vieja? –preguntó Pam con un susurro.

Instintivamente, se giró para mirarse al espejo que había encima de la mesa de la entrada. La persona que la miraba le resultaba familiar pero, aun así, no era quien debería ser. Sí, la melena oscura a la altura de los hombros era la misma y sus iris seguían siendo de color verde avellana, pero todo lo demás era distinto. No, distinto no. Menos… firme.

Tenía arrugas alrededor de los ojos y una marcada flacidez en la mandíbula. La boca no era tan carnosa como antes. Irónicamente, justo en noviembre había cumplido cincuenta años y se había sentido orgullosísima de sí misma por no haberse angustiado. Porque ahora los cincuenta eran los nuevos treinta y cinco. Qué bien, ¿eh?

John le había organizado una gran fiesta. Ella se había reído con los regalos de broma y se había enorgullecido de haber llegado a la cifra del cinco y el cero con elegancia y estilo… por no hablar de un culo bastante decente gracias a las clases a las que asistía tres veces por semana en el estudio de Nicole. No se había sentido… vieja. Pero eso fue antes de tener una hija a la que acababan de invitar a su reunión de décimo aniversario del instituto.

Sí, cierto, había tenido a sus hijos siendo joven. Se había casado con John a los diecinueve años y había tenido a Jen al cumplir los veintidós, pero eso era lo que siempre había querido.

John y ella se habían conocido en el Instituto Mischief Bay. Él era alto y sexi, un jugador estrella del equipo de fútbol americano. Su familia tenía una empresa de fontanería en la zona; una empresa que trabajaba en construcciones nuevas más que en arreglar lavabos atascados.

John lo tenía todo planeado: haría un curso de pregrado en Administración de Empresas en la Escuela Universitaria Mischief Bay y después trabajaría a tiempo completo en el negocio familiar. Empezaría desde abajo, se iría ganando su puesto en lo más alto y, para cuando tuviera cuarenta años, les habría comprado a sus padres su parte de la empresa.

A Pam le había gustado que hubiera sabido lo que quería y hubiera ido tras ello. Y cuando él la había mirado con esos ojos azules y había decidido que era la chica con quien compartiría ese viaje… bueno… ella se había apuntado sin dudarlo.

Ahora, mientras estudiaba su reflejo extrañamente familiar y desconocido al mismo tiempo, se preguntaba cómo el tiempo había podido pasar tan rápido. No hacía nada que había sido una adolescente enamorada y ahora era la madre de una mujer de veintiocho años.

–No –dijo en voz alta apartándose del espejo.

No se iba a angustiar por algo tan ridículo como la edad. Tenía una vida increíble. Un marido maravilloso, unos hijos geniales y una perrita rara. Exceptuando los continuos problemas de Lulu, todos estaban sanos, tenían éxito en lo que hacían y, lo mejor de todo, eran felices. Se sentía como si la hubieran bendecido miles de veces. Iba a recordarlo y a ser agradecida. ¿Qué más daba si tenía flacidez? La belleza estaba por dentro. Tenía sabiduría y eso valía más.

Entró en la cocina y encendió la televisión fijada a la pared. John llegaba a casa entre las cinco y cuarto y las cinco y media todos los días. Cenaban a las seis, normalmente una comida casera que ella misma preparaba. Todos los sábados por la noche o salían a cenar o se reunían con sus amigos. Los domingos por la tarde sus hijos iban a casa y hacían una barbacoa. El Día de los Caídos celebraban una gran fiesta también con una barbacoa. Estaban en Los Ángeles. «Ante la duda, echa carne a una parrilla».

Automáticamente reunió los ingredientes para las galletas. Harina con levadura, manteca vegetal, azúcar y suero de leche. Hacía años que había dejado de usar recetas prácticamente para todo. Porque sabía lo que hacía. A John le gustaba lo que le preparaba y no quería que lo cambiara. Tenían una rutina. Todo era muy cómodo.

Midió la harina mientras se decía que «cómodo» no era lo mismo que «viejo». Era algo bueno. Agradable. Que hubiera rutinas significaba que las cosas transcurrían sin contratiempos.

Terminó añadiendo la manteca y después tapó el cuenco. Ese era el truco de sus galletas: dejarlas reposar unos veinte minutos.

Lulu estaba sentada pacientemente junto a su plato. Cuando Pam se acercó, la perrita sacudió su mullida cola y abrió los ojos esperanzada.

–Sí –le dijo Pam–. Es tu hora de cenar.

Lulu soltó un ladrido y la siguió hasta la nevera, donde esperaba su lata de comida.

La dieta de Lulu era un desafío continuo. Era pequeña, así que no necesitaba mucha cantidad, pero tenía alergias y problemas de piel, sin mencionar un estómago sensible. Por ello comía comida de perro recetada por el veterinario que consistía en una dieta de «proteínas nuevas», que en su caso eran pato y boniato.

Pam metió un cuarto de taza de agua en el microondas y pulsó el botón. Después de medir la cantidad adecuada de comida enlatada, sacó la taza, metió el plato y volvió a accionar el microondas. Removió el agua caliente con el pienso para mascotas. Lulu tenía unos dientes delicados y no podía comer pienso normal. Por eso el suyo había que ablandarlo con agua caliente.

Realizaban ese ritual cada noche, pensó Pam mientras colocaba el cuenco. Inmediatamente, Lulu se sentó, se acercó al cuenco y devoró su comida en menos de ocho segundos.

–¿Recuerdas que desayunaste esta mañana y que te has tomado un tentempié después del almuerzo, verdad? Parece que solo te damos de comer una vez a la semana.

Lulu estaba demasiado ocupada relamiendo su cuenco como para responder.

Pam trabajó la masa con el rodillo y puso las galletas sobre la placa del horno. Las cubrió con un paño limpio y encendió el horno. Apenas había terminado de poner la mesa cuando oyó la puerta del garaje abrirse. Lulu echó a correr por el pasillo ladrando y gimoteando de alegría.

Unos cuantos minutos después, John entraba en la cocina con su extraña perrita en brazos. Pam le sonrió y giró la cabeza para recibir su beso. Cuando sus labios se tocaron, Lulu se pasó de los brazos de John a los de ella y les lamió la barbilla a los dos.

–¿Qué tal el día? –preguntó John.

–Bien. ¿Y el tuyo?

–No ha estado mal.

Mientras hablaba, John fue a por la botella de vino que Pam había dejado sobre la encimera de la despensa que había junto a la cocina. Era un Cabernet de una bodega que habían visitado hacía unos años durante un viaje a Napa.

–Steven está trabajando en una oferta para ese hotel nuevo del que todo el mundo habla. Está pegado al mar y es exclusivo al máximo. Me ha dicho que estaban hablando sobre la posibilidad de instalar grifos de oro de veinticuatro quilates en el ático. ¿Te lo puedes creer?

–No. ¿Quién haría eso? Es un hotel. Hay que limpiarlo todo muy bien a diario. ¿Cómo se limpia el oro?

–Ya –John abrió el cajón y sacó el cortacápsulas para botellas de vino–. Es un baño. Qué idiotas. Pero si cobro el cheque, ¿qué más me da?

Mientras hablaban, Pam observó al hombre con el que llevaba casada treinta y un años. Era alto, pasaba del metro ochenta y tenía un cabello espeso que le había empezado a encanecer. Como lo tenía de color rubio oscuro, el gris apenas era notable, pero ahí estaba. Y al tratarse de un hombre, lo hacía más atractivo. Unos meses atrás le había preguntado por qué a ella no le estaban saliendo canas también y cuando Pam le había recordado que visitaba a su peluquero cada seis semanas, se había quedado impactado. John era el típico hombre, nunca se le había pasado por la cabeza que su mujer se tiñera el pelo. Porque para él ella era naturalmente bella.

«Qué tonto», pensó con cariño mientras lo miraba.

Le habían salido algunas arrugas alrededor de los ojos, pero por lo demás estaba igual que cuando se habían conocido. Esos hombros anchos siempre la habían atraído. Últimamente decía que necesitaba perder entre cinco y siete kilos, pero a ella le parecía que estaba bien así.

Era guapo, con una belleza algo ruda. Y era un buen hombre. Amable y generoso. Amaba a su esposa, a sus hijos y su rutina. Aunque tenía algunos defectos, eran insignificantes y los podía soportar. En realidad, no tenía ninguna queja sobre John. Lo que la molestaba ligeramente era que se estuviera haciendo vieja.

Él descorchó el vino y lo probó con el pulgar antes de servir una copa para cada uno. Pam metió las galletas en el horno y programó el tiempo.

–¿Qué vamos a cenar? –preguntó John al darle la copa.

–Ternera a la borgoña y galletas.

John esbozó una sonrisa.

–Soy un hombre con suerte.

–Con mucha suerte. Te vas a llevar las sobras para el almuerzo de mañana.

–Ya sabes cuánto me gustan unas sobras.

No estaba bromeando, pensó ella mientras salía de la cocina tras él. Para John, la idea del paraíso era comer carne roja y llevarse las sobras al día siguiente. Era un hombre fácil de complacer.

Fueron a la terraza que tenían en la parte trasera de la casa. En los meses más fríos, la habitación acristalada se mantenía caliente. En verano, quitaban los cristales y usaban el espacio para hacer vida al aire libre.

Lulu los siguió, saltó sobre el sofá donde Pam siempre se sentaba y se acomodó a su lado. Pam le acarició las orejas mientras John se recostaba en su sillón, un reclinable que hacía juego con otro que tenían en el salón, y suspiró profundamente.

–Hayley está embarazada otra vez –dijo–. Me lo ha dicho esta mañana. Está esperando a cumplir los tres meses para hacer el anuncio oficial.

Pam arrugó la boca.

–No sé qué decir –admitió–. Pobre chica.

–Espero que esta vez salga bien. No sé cuánto más podré soportar verla sufrir.

Hayley era la secretaria de John y estaba desesperada por tener hijos, pero había tenido cuatro abortos en los últimos tres años. Este sería el quinto intento. Rob, el marido de Hayley, quería estudiar opciones de adopción o de maternidad subrogada, pero Hayley estaba obsesionada con tener un hijo a la antigua usanza.

–Debería enviarle una tarjeta –dijo Pam, pero vaciló al momento–. O tal vez no –dio un sorbo de vino–. No tengo ni idea de cómo manejar esto.

–A mí no me mires. Estás en territorio femenino.

–¿Un territorio en el que si te aventuras demasiado te acaban saliendo pechos?

–Eso es.

–Le escribiré una nota –decidió–. Puedo decirle que la apoyamos sin que parezca que la estoy felicitando por el embarazo. ¿Le ha dicho el médico que estará bien si supera los tres meses?

Su marido frunció el ceño.

–No lo sé. Probablemente me lo haya dicho, pero yo no quiero enterarme de nada. El asunto de los bebés es algo muy íntimo.

–No eres un hombre complicado, ¿verdad?

Él levantó la copa hacia ella.

–Y por eso me quieres.

Tenía razón. Le encantaba que fuera un hombre formal y predecible, incluso a pesar de que de vez en cuando quisiera algo distinto en sus vidas, como un viaje sorpresa a algún sitio o una pulsera bonita. Pero ese no era el estilo de John. Él jamás planearía un viaje sin hablar con ella y, en cuanto a comprar joyas, era más de decirle «ve y cómprate algo bonito».

Pero no le importaba. Había visto a demasiadas amigas llevándose sorpresas de las que no eran agradables; sorpresas que tenían que ver con otras mujeres o con divorcios. John no buscaba más de lo que ella le ofrecía. A él le gustaba su rutina y saberlo la reconfortaba.

–Hoy Jen ha recibido correo del instituto. Una invitación para la reunión del décimo aniversario.

–Bien.

–¿No te parece increíble que tengamos una hija tan mayor que ya hayan pasado diez años desde que salió del instituto?

–Tiene veintiocho años, así que la reunión la van a celebrar en el momento adecuado.

Pam dio un trago de vino.

–Me he quedado impresionada. No estoy lista para tener una hija tan mayor.

–Pues ya es demasiado tarde para devolverla. Está usada.

A pesar de su previa angustia, Pam se rio.

–Que no te oiga decir eso.

–Tendré cuidado –le sonrió–. Y no eres vieja, cielo. Estás en la flor de la vida.

–Gracias –oyó el timbre del temporizador y se levantó–. Ahí está nuestra cena.

Él levantó a Lulu en brazos y siguió a su esposa hasta la cocina. Mientras Pam servía la comida, se recordó que era una mujer muy afortunada y que un poco de flacidez y de celulitis no cambiaban quién era como persona. Su vida era una bendición. Y si ya no había tanta pasión… bueno, era lo normal. ¿No oía todo el tiempo que no se podía tener todo?

 

 

–Son solo unas copas –se dijo Shannon mientras abría la puerta de Olives, el bar de Martinis y restaurante donde había quedado para una cita. Su cita online.

Quería detenerse y tal vez incluso golpearse la cabeza contra la pared. ¿Por qué se hacía esto? Nunca salía bien. Las citas no eran su punto fuerte. No lo eran. Era una ejecutiva de éxito con un sueldo anual de casi quinientos mil dólares y un plan de pensiones 401k. Tenía amigas y un piso precioso con vistas al océano. Sí, había tenido unos cuantos novios a lo largo de los años y había estado comprometida en dos ocasiones durante no más de quince minutos. Pero ningún matrimonio. Eso no era para ella.

Lo cierto era que sus relaciones sentimentales no eran buenas, tal vez por ella, o tal vez por los hombres, y debía aceptar la realidad de que nunca lo tendría todo. Ella no. Así que, ¿por qué volver a enfrentarse a la pesadilla de salir con alguien? Y lo que era aún peor, ¿por qué salir con alguien a quien había conocido por Internet?

Lo único positivo era que ProfessionalLA.com era una web bastante decente que sí que verificaba a los suscriptores, así que el tipo en cuestión tendría el mismo aspecto que en su foto de perfil y no habría tenido condenas por delitos graves en el pasado. Aun así, la distancia entre eso y un final feliz le parecía insalvable.

Pero ahí estaba, a pesar de todo. Entraría y saludaría. Sería simpática y, en cuanto pudiera escabullirse sin resultar demasiado grosera, volvería corriendo a la oficina, recogería el coche y se iría a casa. Una copa de vino, se prometió. A eso podría sobrevivir. Tal vez ese cómo se llamara resultaba ser genial.

Se detuvo un segundo, presa del pánico. ¿Cómo se llamaba? Mierda. Mierda y mierda. Siguió avanzando mientras su cerebro corría a rebuscar entre su memoria a corto plazo. ¿Andrew? Algo que empezaba por «A». ¿Adam? Sí. Adam. Adam algo, aunque eso sí que no lo recordaría. Vendedor de coches, tal vez. Era aproximadamente de su edad, estaba divorciado y era ¿rubio?

Mientras estudiaba a la gente del bar esperando encontrar a alguien que le resultara vagamente familiar se dijo que debía dedicarles un poco más de tiempo a los perfiles que consultaba en la web.

Un hombre se levantó y le sonrió. Debía de medir algo más de metro ochenta, tenía el pelo y los ojos oscuros y una agradable sonrisa torcida. Estaba bronceado y se le veía en forma, aunque no parecía ir alardeando de ello. Y la estaba mirando como si tuviera monos en la cara.

Shannon hizo lo que pudo por mostrarse natural cuando miró atrás para asegurarse de que no la seguía Taylor Swift ni nadie que pudiera atraer las miradas de un hombre adulto, pero allí no había nadie especial. Así que siguió avanzando hacia él esperando lo mejor.

–¿Shannon? –preguntó él cuando se le acercó.

–Sí. Hola.

–Soy Adam –alargó la mano y se la estrechó–. Gracias por venir.

Ese hombre seguía mirándola de un modo que le hizo preguntarse si llevaría los dientes manchados o si le habría salido una verruga en la nariz durante los cinco minutos que había tardado en ir de la oficina al bar. Era imposible que la viera distinta a como estaba en la foto. Había usado una fotografía de cara de las del trabajo. Nada que resultara demasiado prometedor.

Se sentaron.

Olives era la clase de lugar que atendía a los locales y a los turistas por igual. La zona de la barra estaba bien iluminada y no tenía el aire de un restaurante tradicional. Las mesas estaban alejadas lo suficiente como para que no hubiera que preocuparse de que todo el mundo escuchara la conversación. El restaurante estaba a medio camino entre exclusivo e informal, con un menú ecléctico. A excepción de unas cuantas imágenes de aceitunas y vasos de Martini en las paredes, no se habían vuelto demasiado locos con la decoración.

A Shannon le gustaba ese local para una primera cita porque iba allí lo suficiente como para conocer a los empleados y todas las salidas. Si una primera cita salía mal, podía pedir ayuda o salir corriendo fácilmente. Además, podía ir andando desde el trabajo, lo cual significaba que no tenía que preocuparse si se tomaba una segunda copa antes de conducir. Si llegada la hora de marcharse no estaba en condiciones de ponerse detrás del volante, simplemente volvía a la oficina y se entretenía con alguna tontería hasta que se encontraba preparada para conducir el trayecto de seis minutos hasta su piso.

Adam la miraba fijamente. Shannon ya no pudo soportarlo más.

–Me estás mirando –dijo intentando que su voz sonara lo más agradable posible–. ¿Pasa algo?

Él abrió los ojos de par en par y desvió la mirada un momento antes de volver a poner toda su atención en ella.

–No. Lo siento. Joder. Estoy siendo un idiota. Es que… Tú. Vaya. La foto que enviaste era genial y supuse que tenía que haber un error. Y entonces cuando te he visto ahora y resulta que eres aún más preciosa en persona… –dejó de hablar y carraspeó antes de añadir–: ¿Podemos empezar de nuevo o te quieres marchar?

Su expresión era tanto de vergüenza como de esperanza. Shannon intentó recordar la última vez que alguien había reaccionado así ante su físico. Sabía que era bastante guapa y que cuando se lo proponía, podía estar aún mejor, pero no era la clase de mujer que dejaba a los hombres sin palabras o pasmados.

Sonrió.

–Podemos empezar de nuevo.

–Bien. Haré lo posible por no darte miedo –dijo Adam sonriendo–. Estoy encantado de conocerte, Shannon.

–Eso parece.

Él se rio y avisó al camarero.

–¿Qué quieres beber?

Shannon pidió un vaso de vino tinto de la casa y él un whisky y un plato de fruta y queso. Cuando volvieron a quedarse solos, ella se recostó en su silla.

Era simpático y un poco torpe, lo cual significaba que no tenía muchas citas. Al menos no era un golfo. Ya no necesitaba a más de esos en su vida. Si no recordaba mal, era divorciado.

–Bueno, Adam. Cuéntame algo de ti.

–¿Qué quieres saber?

Todo lo que aparecía en su perfil, pensó Shannon deseando haber prestado un poco más de atención en su momento. El problema era que no le gustaban las citas online. Confiaba en que la agencia filtrara a los hombres y después pasaba rápidamente a la cita. Para ella, unos correos electrónicos y un par de llamadas no te daban ninguna pista sobre cómo irían las cosas en persona.

–¿Vives por la zona? –preguntó.

–Sí –respondió él sonriendo–. Nací y me crie aquí en Mischief Bay. La mayoría de mi familia sigue en la zona, así que es complicado portarse mal.

–¿Intentas portarte mal muchas veces?

La sonrisa de Adam se convirtió en una carcajada.

–Dejé de hacerlo en la adolescencia. Se me da mal mentir y si me paso de la raya, me pillan. Así que ya no me molesto en hacer ninguna de esas dos cosas.

Dejó de sonreír.

–No te van los chicos malos, ¿verdad?

Le habían interesado y su corazón tenía cicatrices que lo demostraban.

–Ya no. En teoría son geniales, pero la vida no se basa en teorías. Se basa en gente de verdad que se molesta en estar a tu lado y te lo demuestra.

–Estoy de acuerdo.

Estaban sentados en una mesa pequeña, frente a frente. Adam se inclinó hacia ella.

–¿Te dedicas a las finanzas?

–Sí. Soy la directora financiera de una empresa de informática.

Intentó hablar con naturalidad porque sabía que cuando mencionaba su trabajo solía mostrarse a la defensiva por un lado y orgullosa por otro. Y esa era una combinación, como poco, extraña.

El problema era que unos hombres se sentían ofendidos por su éxito y que a otros los intimidaba. Algunos la habían visto como una vía para llevar una vida cómoda, pero afortunadamente no habían sido muy sutiles a la hora de disimular sus intenciones de seguir siendo unos mantenidos. Los que aceptaban que lo había hecho bien y que había trabajado duro para llegar adonde había llegado solían ser los que de verdad merecían la pena, aunque eran poco habituales y, por lo tanto, difíciles de encontrar.

–¿Eres candidata a ser presidenta de la empresa?

Ella sonrió.

–No. Me siento cómoda siendo la reina del talonario de cheques. Me gusta el lado financiero de las cosas –se giró hacia él y bajó la voz–. La informática no es lo mío. Los ordenadores se me dan mejor que a la mayoría, pero nunca me ha resultado fácil. Deberías ver a algunos de los universitarios que contratamos cada año. Son brillantes. ¿Y tú?

–Yo no soy brillante.

Shannon se rio.

–Gracias por la información. Me refería a que me hablaras de tu trabajo.

–¡Ah, vale! Mi familia se dedica a la construcción, a proyectos grandes sobre todo. Edificios de oficinas, hoteles… Soy el capataz de la obra de un hotel que estamos haciendo ahora. Está al sur de Marina del Rey. Es de lujo, de veinte pisos.

Impresionante, pensó ella.

–Ser capataz tiene que conllevar mucha responsabilidad.

Adam sonrió.

–Estoy por allí y les digo a los demás lo que tienen que hacer. Es mejor que un trabajo de verdad.

Su camarero llegó con las bebidas y la bandeja de queso. Adam levantó la copa.

–Por las sorpresas inesperadas.

Ella brindó con su copa y pensó que, sin duda, Adam era una sorpresa y mucho más. No se había esperado mucho de la cita y, sin embargo, ahí estaba, pasando un rato agradable. Hasta el momento, Adam estaba siendo divertido y encantador, e incluso había habido detalles que le habían indicado que parecía un buen tipo de verdad. Sabía muy bien que no debía hacerse demasiadas ilusiones, pero la noche estaba resultando mejor de lo que se había imaginado.

–Háblame de esa familia que no te deja portarte mal.

–Somos cinco hijos y prácticamente podría ir caminando desde aquí a las casas de tres de mis hermanos. A la de mis padres también –se encogió de hombros–. Mi hermano pequeño está en el Este porque siempre ha sentido que tenía algo que demostrar.

Ella lo miró.

–¿Sois cinco hermanos?

–Ya, ya. Le dije a mi padre que tenían que haberse informado sobre cómo se originaba un embarazo, pero me dijo que mi madre y él siempre quisieron una familia grande. He de decir que fue divertido crecer en una familia así.

–Y ruidoso –murmuró ella.

–Sí, sí que había mucho ruido.

–¿Cuántos chicos y cuántas chicas?

–Tres chicos y dos chicas intercalados. Yo estoy en el medio. A mi hermano mayor nunca le interesó el negocio familiar. Es diseñador gráfico y tiene mucho talento. Mi hermana mayor siempre quiso ser veterinaria, así que cuando yo tenía unos seis o siete años, mi padre ya estaba empezando a ponerse nervioso de pensar que ninguno entraríamos en el negocio familiar. Por suerte, a mí lo que me divertía era construir cosas. Me dieron mi primer trabajo en la empresa cuando tenía catorce años.

Se sirvió unos pedazos de queso y añadió:

–Lo sé. No suena muy emocionante.

–Lo emocionante está demasiado sobrevalorado –murmuró ella. Así que también era una persona estable. ¿Dónde estaba el fallo? ¿Indisponibilidad emocional? ¿Una vida secreta como asesino en serie? Tenía que haber algo porque, sinceramente, ella no solía tener tan buena suerte.

–¿Dónde creciste tú? –le preguntó Adam.

–En Riverside. Soy hija única, así que no me puedo identificar con tu casa ruidosa. Mi casa siempre estaba en silencio.

–¿Eras la chica más lista de la clase?

–A veces. Me gustaban las Matemáticas y eso hacía que no me aceptaran en la mayoría de los grupos, aunque tampoco era tan brillante como para especializarme en ellas. Las finanzas me resultaban algo interesante con lo que ocupar mis días.

Él arrugó las cejas con gesto de diversión.

–Si me dieran una moneda por cada vez que he deseado ocupar mis días con los asuntos financieros de la empresa…

–¿No tendrías ninguna moneda?

–Algo así.

Ella sonrió.

–Tu perfil decía que estás divorciado.

Él asintió.

–Desde hace casi un año. Ya estábamos separados –se encogió de hombros–. No fue nada dramático. Nos casamos siendo jóvenes y en los últimos años nos dimos cuenta de que no nos gustaba estar juntos.

Hubo algo en el modo en que habló que hizo que ella se inclinara hacia delante, interesada. Como si hubiera algo más detrás de esa historia.

–Qué mal –dijo en voz baja.

–Y que lo digas –contestó él. La miró y después maldijo para sí–. Joder. Sí, venga, me engañó. No me gusta decirlo porque me hace parecer un idiota. No lo sabía. Vino un día y me dijo que había estado teniendo una aventura y que se había enamorado de ese tipo. No quería casarse con él ni nada de eso, pero se había dado cuenta de que si podía enamorarse de otra persona, entonces ya no estaba enamorada de mí.

Movía la copa de adelante atrás. La tensión se le reflejaba en la boca.

–Me quedé impactado y dolido y no supe qué hacer. Agarré unas cosas y me fui de casa esa misma noche. Un mes después aproximadamente, cuando mi orgullo y mi ego me lo permitieron, me di cuenta de que llevábamos tiempo distanciándonos.

–Debió de ser duro –dijo ella pensando que si le estaba contando la verdad, entonces ese hombre cada vez le estaba gustando más.

–Lo fue. Tenemos dos hijos. Charlotte tiene casi nueve años y Oliver tiene seis. Tenemos la custodia compartida. Una semana sí, otra no. Tabitha y yo vivimos a dos manzanas. Es una situación algo incómoda para los dos, pero para los niños es mejor –la diversión volvió a sus ojos–. Pero bueno, mis padres y tres de mis hermanos viven en el barrio también, así que me voy a atrever a decir que la situación resulta bastante más incómoda para ella que para mí.

–Con tal de que os funcione –le dijo Shannon.

–¿Y tú?

Sí, ahí estaban las inevitables preguntas.

–Ni hijos, ni exmarido. Estuve comprometida dos veces, pero nunca llegué al altar.

–¿Quién tomó la decisión?

–Una vez él, otra vez yo.

También había tenido una relación larga e intermitente con un productor musical que no se había portado bien con ella, aunque no había razón para mencionarlo. Al menos, no en la primera cita.

–¿Qué haces para divertirte? –preguntó Adam.

–Me encanta viajar. Me tomo dos o tres semanas libres y voy a algún sitio donde no he estado nunca.

–¿Como por ejemplo?

Ella sonrió.

–He estado en todos los continentes excepto en la Antártida. Estuve pensando en ir en uno de esos barcos que van allí, pero después de que uno saliera en todos los periódicos por quedarse encallado hace un par de años, cambié de opinión.

–¿Cuál será tu próximo viaje?

Ella se rio.

–Te vas a quedar sorprendido.

–Lo dudo.

–Vale. Machu Picchu.

Él abrió los ojos ligeramente.

–Recuérdame que la próxima vez te haga caso. Está en Perú, ¿verdad?

–Sí. Voy con una amiga y será genial. Vamos a recorrer el Camino Inca. Las ruinas están a dos mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar, así que me preocupa un poco mi capacidad atlética. Soy…

Un sonido familiar salió de su bolso. Lo agarró.

–Lo siento –dijo mientras sacaba el teléfono y miraba la pantalla–. Es del trabajo. Tengo que contestar.

Ya se estaba levantando y saliendo del restaurante. Cuando salió a la acera, pulsó el botón de «Aceptar».

–Soy Shannon.

–Len Howard de la oficina de Seúl. Siento molestarte, pero tenemos un problema con el Ministro de Economía surcoreano. Insiste en hablar contigo.

Shannon miró hacia el bar y vio a Adam mirándola. Adam, que parecía acercarse mucho a la perfección.

–Basándome en las otras conversaciones que he tenido con él, supongo que quiere que le llame en unos minutos.

–Sí, si es posible.

Porque era un hombre poderoso y ella necesitaba su ayuda con unas normativas bancarias. Nolan, su jefe, quería conseguir las sucursales asiáticas de Seúl y eso significaba que Shannon tenía que hacer buenas migas con el Ministro de Economía.

–Por favor, dile que le llamo en quince minutos. Desde mi despacho.

–De acuerdo.

Volvió a entrar al restaurante. Adam se levantó cuando se acercó a la mesa.

–¿Va todo bien?

Ella sacudió la cabeza.

–Lo siento mucho. Tengo que volver al trabajo. Hay una crisis en Corea del Sur y tengo que hacer una llamada en quince minutos.

–Lo siento. Esperaba que pudiéramos cenar algo. ¿Te espero?

Quería decirle que sí; Adam había sido un descubrimiento inesperado. Pero una vez que hubiera solucionado un poco las cosas, tendría que llamar a su jefe y hacer el papeleo.

–Voy a terminar muy tarde –le sonrió–. Pero me ha gustado mucho conocerte.

Quería decirle más. Quería pedirle que no se sintiera intimidado por su trabajo. Quería decirle que le encantaría que quisiera volver a verla. Pero en lugar de decir todo eso, sacó el monedero.

–De eso nada –dijo Adam–. Invito yo. Tú ve a hacer tu llamada.

–Gracias.

Esperó un segundo deseando que él dijera algo más. Y cuando no lo hizo, sonrió.

–Me ha gustado mucho conocerte.

–A mí también.

Fue hacia la puerta y salió al frescor de la noche. Su oficina estaba a solo unas manzanas. Llegaría a tiempo, sin problema.

Distintos pensamientos se le arremolinaban en la cabeza y competían por su atención. «Si al menos…», pensó y se detuvo. Había querido su profesión. Había querido tener éxito y saber que siempre podría valerse por sí misma, pasara lo que pasara. Y lo había logrado.

De ningún modo se sentiría mal por lo que había conseguido.

Sin embargo, a veces sentía que quería más.