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«Sé fuerte, niña mía, porque en el Ebonwilde los lazos se romperán y la sangre correrá. Levántate, niña mía, deja a un lado tus miedos, endurece tu corazón y lucha.» Cuando Aurelia despierta en un ataúd de cristal de un sueño inducido por la magia, se encuentra frente a un salvador que no esperaba, en un cuerpo que no comprende y en un mundo que ya no reconoce. Desesperada por saber qué pasó después de lo ocurrido en Greythorne, todo lo que Aurelia quiere es recuperar su vida y reunirse con aquellos que ama y ahora ha perdido; pero cuando un plan apocalíptico está a punto de desencadenarse, se ve obligada a desentrañar los oscuros secretos del pasado antes de que pueda tener esa oportunidad. Con el destino de la humanidad sobre sus hombros, Aurelia deberá aventurarse en el corazón del Ebonwilde y enfrentarse a las partes más oscuras del bosque y de sí misma. «Encantadora, visceral y retorcida, Hoja de sangre es una maravilla fantasmagórica que te mantendrá alerta hasta la última página.» Laura Sebastian, autora de Princesa de cenizas «A veces sangrienta, a veces desgarradora y siempre cautivadora, lo último de Smith es una secuela emocionante y sorprendente que dejará a sus lectores ansiosos por la entrega final.» Booklist
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Seitenzahl: 615
Veröffentlichungsjahr: 2022
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A mis padres,
John y Lillian Campbell,
por haberme permitido leer
hasta pasada la medianoche
TRECE AÑOS ATRÁS
Recita tus virtudes.
Eso fue lo último que le dijo su madrastra antes de desaparecer en su trineo rojo hacia la inmensidad nevada. Recita tus virtudes, dijo. Esto habrá terminado muy pronto.
Dominic hizo lo que se le dijo: comenzó la familiar letanía mientras los últimos ecos de las campanas de su trineo tintineaban inquietas a través de la fría extensión. Se había visto forzado a memorizarlas como penitencia por haber sido sorprendido con una baraja cuando tenía nueve años; su padre lo obligó a quedarse en una pequeña silla sin comida o agua hasta que pudiera recitarlas todas sin pausas, sin errores. Le había tomado dos días enteros.
—Humildad —entonó. Echó una última mirada al horizonte del norte, antes de voltear hacia el sur—. Liberarse del orgullo y la arrogancia.
El sombrío Ebonwilde, que también era conocido como Ébano Salvaje, se encontraba frente a él. Levantó su linterna y dio un paso en la nieve.
—Abnegación —dijo—. Renunciar a los deseos mundanos —otro paso.
El viento había estado quieto durante todo el trayecto desde el Fuerte Castillion hasta el punto de descenso, donde los brotes plateados de flores encaje de escarcha crecían de la nieve, desplegando sus pálidos pétalos irregulares hacia el cielo helado. El encaje de escarcha sólo florecía en Pleno Invierno, en la más larga y más fría noche del año. Para el amanecer ya habrían desaparecido… pero él también.
Cuando Dominic pasó frente a las flores, cada vez más cerca del bosque, el viento comenzó a soplar y a golpearlo con cristales de nieve que mordían su piel como si fueran miles de sanguinarios insectos helados.
—Fortaleza: la capacidad de soportar el dolor y la adversidad con valor.
En este punto, la recitación de Dominic se detuvo por un instante. Las palabras de su madrastra, cuando ella lo sacó de la cama, volvieron a su mente. Levántate, niño. La hora se acerca. No arrastres los pies, vamos. Esto es un honor. Fuiste elegido para un gran propósito. Enorgulleces a tu familia.
Pero la manera en que ella lo había dicho —con la sombra de una mueca desdeñosa arrugando sus estrechas facciones— lo hizo preguntarse qué parte de aquello era mentira.
Pensó en ello mientras caminaba a través de la nieve que le cubría hasta las pantorrillas. ¿Es esto un honor o un castigo? ¿Estoy aquí porque soy importante? ¿O fui elegido para esto porque no lo soy?
No es que la razón importara mucho, en realidad; él moriría esta noche de cualquier manera.
Su mente divagó. ¿Habría hecho tanto frío la última vez que se había realizado este sacrificio? ¿Le habrían dolido los huesos a su tío abuelo tanto como a él ahora? ¿Era mejor morir cuando se es joven, sin los lazos adicionales de la progenie o de la comunidad o del hogar que pudieran tentarte a evadir tu responsabilidad? ¿O dejar todo atrás se volvía más fácil cuando eras viejo, una vez que ya habías experimentado todas esas alegrías y esos dolores?
Aprovechó la repetición de las virtudes para devolver sus rastreras dudas de vuelta hasta los rincones más oscuros de su mente.
—Honestidad —murmuró a través de sus labios inflamados y entumecidos—: rectitud de conducta. Juicio: la capacidad de tomar decisiones sabias y meditadas, y de llegar a conclusiones sensatas.
Fue en ese momento cuando vio el emblema de araña tallado en la corteza negra de un viejo árbol torcido. El hielo se incrustaba en la cicatriz, haciendo que cada una de las siete patas de la araña brillara blanquecina a la luz de la luna. Ésta era la marca del principio del fin; una vez que caminara más allá, no habría vuelta atrás.
Hizo una pausa en ese lugar y se sacudió las lágrimas ardientes que habían comenzado a acumularse en las comisuras de sus ojos. Quería cumplir con su deber. Quería ser la encarnación de la fortaleza, de la abnegación, de la valentía. Pero, para su vergüenza, estaba asustado.
No temía a la muerte, él conocía su destino. Su mayor temor era que, una vez que cumpliera con esto, una vez que su sacrificio tuviera lugar, fuera olvidado. Que él fuera olvidado.
Sollozó, preguntándose si ya tendrían una tumba vacía, como lo habían hecho cuando el cuerpo de su padre se perdió en el derrumbe de la mina, o si su madrastra y sus pequeños medios hermanos pelearían por sus galletas mañana en el desayuno, ajenos por completo a la ausencia del otro lado de la mesa. A fin de hacerlo más fácil para ellos, había colocado sus propias velas conmemorativas junto al altar del Jardín Nocturno. Doce velas: una por cada año de su vida. No debería ser demasiado pedir. Cuando su padre murió, su madrastra mantuvo las cuarenta y seis velas encendidas durante un mes. Dominic no quería tanto… sería feliz si las mantenían encendidas un solo día.
Y entonces se reprendió por su vanidad. ¿Qué le importaba a él, de todos modos? Los ritos funerarios eran para el consuelo de los vivos, no de los muertos. No era asunto de él si encendían sus velas funerarias o colocaban una lápida sobre una tumba vacía.
Pero esperaba que lo hicieran, de cualquier manera.
Fue entonces cuando oyó un crujido; miró alrededor en busca de la causa del sonido y vio un rápido destello de pelaje rojo. Algún tipo de animal en busca de comida en medio del desolado bosque, en una fría noche de invierno. Se sacudió el temor y dio el primer paso más allá de la marca de la araña.
La niebla surgió lentamente, adentrándose en la cuenca como un fantasma; ahora flotaba en grandes franjas blancas alrededor de él. Las estrellas sobre su cabeza se estaban atenuando más y más, y muy pronto la única luz del lugar era el centelleo de la flama de su lámpara y sus destellos dispersos a través de las ramas heladas. La mordedura del viento se hizo más aguda y, a medida que Dominic se acercaba al lúgubre claro que era su destino final, le pareció escuchar voces dentro de él. Susurraban un cántico en una lengua extraña, extranjera, transformando el bosque en una catedral helada, apuntalada por pinos y abetos en forma de aguja.
Bienvenido, decían los vientos con voces secas y rasposas, como escarabajos escabulléndose sobre un hueso. Bienvenido, Hijo de Castillion.
Al otro lado del claro, un viejo manzano retorcido y ennegrecido se erigía como centinela, con sus largas y desnudas ramas cargadas de nieve.
Dominic giró y volvió a girar, de pronto consciente de todo a la vez: la sensación de congelación royendo los dedos de sus pies dentro de unas botas demasiado delgadas; el chasquido de las hojas de los árboles chocando entre sí, y la impresión de rostros sombríos formándose detrás de la difusa neblina.
Temblando, inclinó su cabeza intentando no mirar a las figuras espectrales que lo estaban rodeando.
—Estoy aquí para enfrentarme a los Verecundai, los Siete Rostros de la Vergüenza —gritó Dominic—. ¡Muéstrense!
Nosotros somos criaturas de la oscuridad, susurró el discordante coro de voces. Apaga la luz y entonces saldremos.
Él abrió la puertecilla de su lámpara y la flama grabó su silueta en sus ojos, pero Dominic dudó antes de soltar el aliento necesario para apagarla. Si era la luz a lo que temían, este pequeño fuego era el último resquicio de poder que tenía sobre ellos hasta que se completara el ritual.
Los Verecundai alguna vez habían sido hombres. Poderosos magos, siervos favorecidos por Empírea. Pero cuando conspiraron para traicionarla, para reclamar una porción de su divinidad para ellos, ella los castigó con una maldición: no morirían, pero tampoco vivirían. Existirían como espectros sombríos por toda la eternidad.
Se decía que el ancestro de Dominic, Marcellus Castillion los había atado a este solitario y árido claro del Ebonwilde. Marcellus había sido un mago de sangre y proclamó que una vez cada cien años, en Pleno Invierno, un hijo de su estirpe regresaría al lugar y se sacrificaría para mantener a los espectros en su prisión, lo cual aseguraría paz y prosperidad para la siguiente generación.
Recita tus virtudes. Esta vez, era la voz del propio Dominic la que se lo recordó, dentro de su cabeza. Un hábito familiar al que podía recurrir. Estaba demasiado triste, demasiado asustado, demasiado asombrado para hacer otra cosa. Había pasado de la humildad a la abnegación, la fortaleza, la honestidad y el juicio. ¿Qué quedaba en la lista? Cerró los ojos, rebuscando febrilmente en su memoria para encontrarlas.
La obediencia, pensó. El cumplimiento sumiso de la autoridad.
Al recordar la razón por la que había venido, dejó de lado sus temores y sopló sobre el fuego de su lámpara para apagarlo.
Los espectros se materializaron lentamente, uniéndose a partir de la sombra y elevándose sobre Dominic, compuestos de una niebla siempre cambiante que hacía que sus rostros fueran imposibles de desentrañar. Sólo parecía capaz de vislumbrar algunos destellos —dedos demasiado largos, dientes demasiado afilados, ojos demasiado negros—, antes de que la imagen se disolviera en vapor otra vez.
¿Nos ve ahora?, se preguntaron las voces, como si se tratara de una sola voz. ¿Nos conoce?
—Los conozco —dijo Dominic—. Ustedes son los herejes que traicionaron a Empírea. Los que reclamaron para sí una porción de su luz divina.
Ah. Se produjo una ondulación en la niebla y un ruido bajo, como si estuvieran hablando entre ellos. Pero ¿se conoce él mismo? ¿Sabe por qué está aquí?
—Soy Dominic Castillion, hijo de Bentham Castillion. He venido a sacrificarme para mantenerlos dentro de su prisión por otra generación, como tantos en mi línea hicieron antes de mí.
¿Sacrificarte?, preguntaron ellos. Esto no es un sacrificio.
—Si no es un sacrificio —respondió él—, ¿qué es?
Una prueba.
¿Una prueba? Su sangre Castillion era necesaria para mantenerlos atados a ese remoto lugar, de manera que ellos y su malicia permanecieran en los confines de su prisión en el bosque. Eso es lo que decían todas las lecciones. Este mismo proceso había sido completado docenas de veces a lo largo de la genealogía de los Castillion. Ninguno de los que habían venido antes que él habían regresado jamás… ¿qué parte era una prueba?
—No lo entiendo —dijo—. He venido aquí a morir.
Los Verecundai preguntaron, con sus voces frías y teñidas de muerte: ¿Deseas morir?
Y a pesar de toda su preparación para este momento de tentación, Dominic respondió con ferocidad:
—No deseo morir. No deseo ser olvidado. Deseo vivir. Vivir y ser recordado.
Extiende tu mano, Hijo de Castillion.
Dominic hizo lo que se le pedía, y las sombras se aglutinaron alrededor de su palma abierta hasta fundirse en la forma de una araña. Era brillante y de color negro plateado, con siete patas enjutas, afiladas como cuchillos. Su abdomen relucía desde su interior, tenuemente, como si un trozo de la aurora se hubiera quedado atrapado bajo un cristal ahumado. Él tembló cuando la araña subió por debajo de su manga, a través de su brazo y hasta el pecho, justo encima de su corazón.
Lloró cuando ésta lo apuñalo y gritó cuando el veneno destrozó su cuerpo. Se contorsionó por el dolor, rezando para que la muerte llegara antes de que su cuerpo se desmoronara.
Resistencia, recitó. Apretó sus brazos contra su vientre sin parar de toser, dejando un rastro de sangre sobre la nieve. Soportar la dificultad y el dolor sin rendirse. La sangre se unió en finas líneas de brillante carmesí que serpentearon bajo la corteza helada de la nieve, salieron disparadas a través del suelo hasta arremolinarse en el tronco del árbol, en las extremidades retorcidas, y bajaron hasta el punto más lejano de la rama más afilada. Un blanco brote se formó, floreció y se marchitó al tiempo que la fruta maduraba debajo de ella.
Cuando todo terminó, una sola manzana rojo rubí colgaba de las viejas ramas del árbol. Casi en trance, Dominic se acercó al árbol y levantó la mano para arrancar la fruta de su rama. Era perfectamente simétrica, redonda, estaba madura y tenía el color de la sangre.
Come, pidieron las voces.
Dominic le dio una mordida.
La fruta era dulce y madura, y tenía un sabor ligeramente salado y cobrizo. En cuanto tragó el bocado, su mente se vio inundada por imágenes y pensamientos extraños. Voces de personas que nunca había conocido se entremezclaban con imágenes de lugares en los que nunca había estado. Era un caleidoscopio de color y sonido mientras la tierra parecía girar hacia atrás y las estrellas salían disparadas a través del arco del cielo hasta caer en un círculo perfecto de ocho puntos con la luna en el centro.
Y entonces aparecieron unas manos esparciendo tinta dorada por un mapa de pergaminos de los cielos, conectando las estrellas en la constelación de una araña. Aranea, escribieron al lado. La Araña.
Dominic observó a las manos atravesar un desierto indómito para recoger a la niña que había nacido bajo esa extraña configuración cósmica: una niña con el cabello tan negro como el ébano, labios tan rojos como una rosa, y un espíritu tan puro como la blanca nieve. Su nombre era Vieve.
Has sido elegida por Empírea, dijeron los magos a la niña.
Tú serás su heredera.
La primera reina de un mundo nuevo y perfecto.
La llevaron de regreso a su gran observatorio, donde le enseñaron magia bajo la atenta mirada del infinito cielo estrellado; el paso de los años estaba marcado por el movimiento de los engranajes en un gigantesco modelo planetario aéreo, en el que los planetas de latón giraban alrededor de un reluciente sol dorado con la misma devoción que los magos mostraban hacia su diosa celestial.
El más joven de los magos era un chico llamado Adamus. Él se sentía atraído por la chica, y ella por él. Llegaron a la edad adulta juntos como árboles jóvenes, sin parangón en su poder y belleza juvenil, tan fascinados la una con el otro como si hubieran sido encantados, dos mitades de un único todo.
Si voy a ser reina, le dijo ella a él, tú deberías ser mi consorte.
Dime cuáles son tus órdenes, mi reina, susurró él en respuesta, yo obedeceré.
Cuando llegó el día de la ascensión de Vieve, Dominic observó cómo los magos vestían a la chica con ropas de la más fina seda y las sujetaban con un broche en forma de araña, la tocaban con una corona de plata y la llevaban a un claro del bosque bajo la misma alineación portentosa de estrellas que había acompañado su nacimiento. El chico-mago al que ella amaba la condujo al centro antes de ocupar su lugar entre sus compañeros, que formaron un anillo alrededor de ella.
Ella comenzó su hechizo tal y como le habían enseñado: desenganchó el broche para extraer una gota de sangre de la yema de su dedo y luego hizo girar la magia que ésta contenía en un hilo. Cada uno de los magos hizo lo mismo, y ella extrajo la magia de su sangre en hilos plateados, y trenzó sus esencias juntas, una con otra.
Por encima de ellos, las estrellas comenzaron a agitarse y temblar mientras empezaban a sangrar, ellas también, en largos y brillantes chorros de luz que se vertían en los magos desde arriba y que luego se desprendían desde los dedos de sus manos en los hilos del hechizo. La chica estaba incandescente, como si ella misma estuviera hecha de luz de estrellas.
Un grito sonó desde los cielos desagarrando el tejido del cielo, al tiempo que una forma comenzaba a surgir de las agitadas nubes verde azuladas del firmamento.
Empírea estaba por llegar.
Sus alas se extendían de uno a otro extremos del horizonte, y cada pisada de sus cascos enviaba arcos de relámpagos a través de la cúpula de cristal del cielo. Levantó su cabeza equina en un grito y Dominic se estremeció con su estruendo. Toda su vida le habían enseñado que Empírea había tocado la tierra en su amanecer, que la humanidad había seguido sus pasos. Que de su amor y de su luz la humanidad había sido creada. Pero eso no podía ser cierto; cuanto más se acercaba Empírea a la tierra, mejor podía ver Dominic el odio que se cocía a fuego lento en los pozos de fuego que eran sus ojos.
Ella no descendía para salvar, sino para arrasar. No venía a crear, sino a destruir.
Vieve se quedó quieta, con los hilos de su magia flotando en el aire agrietado, con el tapiz de su hechizo todavía inacabado.
¡No!, Dominic intentó gritar su advertencia, pero era un simple observador sin voz, incapaz de cambiar este resultado. El joven mago Adamus, sin embargo, abrió los ojos como si lo hubiera escuchado. Se separó del círculo y saltó al centro para salvarla.
Demasiado tarde.
Al darse cuenta de las verdaderas intenciones de Empírea, los otros siete magos ya habían desenvainado sus espadas. Todo terminó rápidamente. Las alas de Empírea se disolvieron en franjas nubosas, los relámpagos cesaron y el viento se aquietó; el desgarramiento en el cielo se reparó solo, sellando a la diosa detrás de él.
Y en el centro del claro, Vieve yacía muerta. Asesinada por los magos que la habían criado, que la habían amado, que le habían enseñado todo lo que sabía, de manera que Empírea no pudiera utilizarla como un arma para destruir a la humanidad.
Adamus se había arrastrado hasta el centro del círculo y estaba acunando el desmadejado cuerpo de Vieve, con la mirada fija, aunque ciega, en el cielo. Tomó el broche de araña que aún brillaba suavemente con los rescoldos de la luz estelar robada, y lo utilizó para pincharse un dedo. Luego miró a los otros siete y profirió una maldición sobre ellos:
Así como me han despojado, así los despojaré yo a ustedes. No morirán, pero tampoco vivirán. Los maldigo a caminar por esta tierra yerma hasta su final, cuando yo y mi amor hayamos renacido y nos reunamos por fin, monarca y consorte, para reinar en el nuevo mundo y de Empírea, libre de dolor y de muerte.
Fidelidad, pensó Dominic mientras observaba al hombre llorar. Lealtad y devoción inquebrantables a través de toda adversidad.
Los siete magos gritaron cuando sus cuerpos se desintegraron y se arremolinaron hacia delante, a través de Dominic, robando su aliento y su calor, y sumergiéndolo en una oscuridad impenetrable.
Lo último que escuchó antes de perder el conocimiento fueron las palabras susurradas: La larga espera ha terminado. Ellos, por fin, han regresado.
Cuando Dominic despertó, estaba tendido sobre la nieve, con la cara volteada hacia la luna. El viento había amainado. Los blancos espectros se habían disipado. Todo estaba en calma, en silencio.
¿Se había quedado dormido en la nieve? Parecía no tener ningún sentido… pero ¿de qué otra forma podría explicar nada de esto? Las cosas que se habían quedado flotando en su cabeza desafiaban toda lógica. Había sido un sueño, por supuesto. Una pesadilla.
Sin embargo, entre sus manos yacía una manzana roja mordida. Sobre la costra de la nieve helada, la llama de su lámpara todavía ardía con fuerza. A su lado, estaba un broche con forma de araña, cuya piedra central aún brillaba suavemente.
Todo era real. Se había adentrado en el bosque del Ebonwilde, se había enfrentado a las sombras que se escondían en él, y había salido vivo.
Pero transformado.
La nieve ya no parecía tan fría, el viento tenía un sabor menos amargo. Y pensó que, si escuchaba con la suficiente atención, todavía podría percibir esas voces secas y susurrantes en sus oídos.
En el cielo comenzaron a aparecer los primeros y suaves rayos del amanecer; alrededor del borde del claro podían verse ahora los marchitos pétalos de las flores encaje de escarcha consumidas. La noche más larga del año había pasado. De aquí en adelante, la oscuridad iría disminuyendo lentamente.
Le tomó casi un día atravesar los bosques para regresar al Fuerte Castillion solo. Escaló las curvas ocultas en el lado oeste de la montaña y se deslizó en el fuerte por la entrada trasera, a través del laberinto secreto de túneles y cuevas que los antepasados de Dominic habían construido sobre su hogar. Adentro, sin embargo, todo estaba en calma. No había perros que salieran a recibirlo. No había mozos de cuadra trabajando en los establos. No había guardias en las puertas.
Todos se encontraban reunidos en el atrio y entraban y salían con gestos sombríos de la catedral de cristal que era el Jardín Nocturno. Fue recibido por un guardia.
—Lord Dominic, gracias a las estrellas que está aquí. Cuando encontramos así a Milady y nos dimos cuenta de que usted no estaba en ninguna parte, temimos lo peor —hizo una pausa y se quedó con la boca abierta cuando Dominic se quitó su sombrero—. ¿Qué le sucedió a su cabello? Tiene un mechón blanco como la nieve.
—¿Mi cabello? —dijo él con tono distante, apenas registrando el comentario—. ¿Milady? —preguntó, confundido.
El guardia se inclinó junto a él y le explicó con amabilidad:
—Sí, mi querido muchacho. Lamento ser yo quien le dé esta noticia, pero su madrastra murió esta mañana, temprano. La encontramos muerta de frío en su trineo, justo a las afueras del pueblo.
Dominic corrió hacia el invernadero, apartando a la gente para lograr llegar hasta el frente. El soldado corrió detrás de él preocupado por el chico que tendría que hacerse responsable de su provincia a una edad tan temprana y sin ninguna figura paterna que le sirviera de guía.
El cuerpo de su madrastra yacía bajo la cúpula de cristal del Jardín Nocturno para ser velado; a su alrededor ardían treinta y dos velas, una por cada año de su vida.
El guardián dijo con rudeza:
—Ella nunca tuvo muy buena salud. Ni humor —sacudió su cabeza—. Mis disculpas, muchacho, no debería hablar mal de los muertos —y enseguida añadió—: Cuando se encuentre listo para comenzar a tomar decisiones, nosotros estaremos listos para seguirlas.
—Estoy listo ahora —dijo Dominic de manera abrupta. Y enseguida hizo su primer decreto—: El luto ha terminado —dijo—. Retiren el cuerpo.
—¿Qué deberíamos hacer con él? —preguntó otro de los hombres de armas que observaban.
—Encuentren una fosa —dijo Dominic—, arrójenlo dentro —y entonces, una por una, apagó todas las velas.
PRIMERA PARTE
EL ATAQUE DEMEDIANOCHE
1
AHORA
AURELIA
Diez días antes del Pleno Invierno
1621
Mis dientes estaban en su cuello.
Podía percibir el sabor a sal de su piel; sólo un poco, por una fina capa de sudor. Por debajo, la sangre latía a través de la arteria carótida. Podía escucharla cantando para mí, llamándome, suplicándome que la liberara. Que rompiera esa frágil barrera de piel y permitiera que la magia fluyera ardiente contra mis labios, como un beso. Y yo deseaba hacerlo.
Oh, cómo lo deseaba.
—Aurelia —la palabra fue apenas un poco más que una exhalación, pero me impactó de forma extraña, como una nota discordante de una cuerda mal afinada. Me detuve, a punto de asestar el golpe mortal, y recordé el nombre.
Mi nombre.
Mis ojos bajaron por su cuello, donde un frasco de sangre colgaba de un cordón acurrucado contra su pecho. La conocía. Sabía cómo se sentía, conocía su olor.
Mi sangre.
Mi agarre se aflojó. Tomé el frasco y le di un fuerte tirón, hasta que el cordón se rompió y se liberó. Entonces mis ojos se dirigieron al hombre que lo había estado portando. Capa de terciopelo carmesí, abrigo de brocado blanco, guantes negros de piel de cordero, oscuros ojos castaños y cabello del color del hielo.
Dominic Castillion.
Los bordes de mi conciencia se agudizaron de repente. No estábamos solos aquí… dondequiera que fuera aquí. Castillion y yo estábamos siendo observados por un círculo de personas que se habían reunido en torno a nosotros; algunos estaban vestidos como hombres de estado, otros como soldados. Todos llevaban el emblema de Castillion. Estaban congelados, mirándome, atrapados como insectos en una telaraña, demasiado aturdidos o asustados para moverse.
—Calma —dijo Castillion, pero no estaba segura de si se dirigía a mí o al público.
—¿Dónde está Zan? —grazné, con la voz quebrada por la falta de uso, con su capa apretada entre mis puños—. ¿Dónde está?
Uno de los hombres del círculo se adelantó, con la mano en su espada.
—No —dijo Castillion—. Quédense atrás. Yo me encargo.
Castillion retiró con suavidad mis manos de su capa.
—Aurelia —dijo lentamente—, sé que esto es extraño. Sé que estás asustada. Sé que tienes muchas preguntas. Las responderé todas, lo prometo. Pero primero, necesito que dejes que mis guardias salgan del jardín. Permite que llevemos a los heridos a la enfermería, y luego tú y yo podremos hablar durante todo el tiempo que sea necesario. ¿Puedes hacerlo? ¿Por favor? Sé que no quieres lastimar a nadie más.
Inclinó su cabeza hacia un lado y seguí la línea del gesto con mi mirada, hasta girarme para ver a tres hombres en el suelo, detrás de mí, gimiendo. Uno de ellos apretaba un brazo contra su pecho, otro tenía un corte en la cabeza del que escurría sangre hasta su ojo. El último sostenía una mano en su cuello, donde la sangre se derramaba entre los dedos.
—Yo no hice eso —dije frenéticamente, dándome la vuelta—. Yo no pude haber hecho eso —intenté limpiar mis manos en la túnica, pero sólo conseguí que se vieran todavía más ensangrentadas—. Esto no está bien. No es real —pero era real, porque allí estaba mi vítreo ataúd luminoso, abierto y torcido sobre un estrado fúnebre.
Esto no era la Asamblea, donde los bancos del santuario estaban repletos de los restos de los magos que Cael había matado al salir de ese ataúd, pero no resultaba difícil superponer la imagen de esos esqueletos postrados a esta violencia y reconocer las similitudes. Era un horror. Una muestra de depravación. Y era mía.
Sentí una mano en mi brazo.
—Aurelia…
—¡Atrás! —grité, encogiéndome ante el toque de Castillion—. ¡Aléjate de mí!
—Pero, espera…
—¡Vete! —extendí mi brazo, pero ni siquiera yo sabía si era un movimiento para atacar o para asustarlo y hacer que se retirara. Sin embargo, la magia extraída de la sangre involuntaria de los soldados, estalló como un viento de enorme fuerza, y lo envió volando hasta el grupo de temerosos observadores. Cuando fue capaz de ponerse de pie, su rostro registró finalmente una pizca de preocupación.
Entonces, asintió y se dirigió al hombre que estaba más cerca de él.
—Sáquenlos —ordenó—. No permitan que nadie los vea y no hablen de esto con nadie. ¿Entendido?
Los vigilantes, sin embargo, no se movieron, así que Castillion añadió:
—Ésta es mi responsabilidad. Yo me encargaré de ella. Sólo necesitamos espacio, ¿de acuerdo? Todo el espacio posible.
Los hombres y las mujeres comenzaron a retirarse y yo me arrodillé, abatida, con las manos ensangrentadas vueltas hacia arriba sobre mi regazo y el cordón del frasco enredado entre mis dedos.
—Aurelia —dijo Castillion agachándose a mi lado—. Voy a revisar que se vayan todos. No tardaré mucho. Estarás a salvo aquí, en el Jardín Nocturno, hasta que regrese.
En cuestión de segundos, el invernadero —pues eso era el Jardín Nocturno: un enorme y elaborado invernadero— quedó vacío de toda vida. Salvo por mí, pero apenas calificaba como tal.
Cerraron la puerta tras ellos.
Era inusual como jardín, con sus bosquecillos de abedules y abetos de color verde plateado, adornado con flores que se abrían por la noche. Las gardenias y las onagras vespertinas brotaban de los cestos colgantes, y las flores de la luna, de más de diez centímetros de ancho, se enroscaban en los pilares de hierro que se ramificaban en los contrafuertes. Velas blancas ardían en las ramas, sostenidas en su alto lugar por riachuelos de cera endurecida. Por encima, flores púrpuras de wisteria formaban un dosel de ensueño y, a cada lado del estrado, grandes urnas rebosaban de las hojas brillantes y los capullos cerrados de flores encaje de escarcha que se abrirían en la Noche de Pleno Invierno; sus suaves venas blancas eran visibles a través de los diáfanos pétalos color amatista, como delicadas telarañas nevadas.
A juzgar por la floración, faltaban sólo unas cuantas semanas para Pleno Invierno.
La pieza central del jardín era una estatua de mármol blanco, de al menos tres metros de altura, que representaba a un hombre y a una mujer en un intenso abrazo, cada uno con un halo de estrellas coronando sus hermosas frentes. Yo podría haber creído que la obra retrataba un momento de pasión carnal, si no fuera por la empuñadura de un cuchillo que sobresalía de la espalda de la mujer. No se trataba de una representación del amor, sino de su cruel extinción.
A sus pies, el escultor había cincelado una sola manzana blanca. Una veta de sangre dividía la fruta, como si la piedra se hubiera desgastado en ese punto para revelar su verdadero color por debajo. Encima, una cúpula brillaba, con el negro cielo nocturno detrás.
Qué curioso, pensé con tristeza, que haya salido de una prisión de cristal sólo para encontrarme atrincherada en otra.
Mis recuerdos de cuando había entrado en el ataúd eran extraños: dos perspectivas diferentes se superponían en una sola. Una versión de mí recostada en su interior, la otra de pie, observando. Tomando algo de alrededor de mi cuello y colocándolo bajo las manos de mi otro yo. Un anillo. El anillo de Zan.
¿Dónde estaba?
Me incliné sobre el ataúd y pasé mis dedos por cada centímetro de su interior, luego me dirigí al piso de mármol y me moví rápidamente a través de las pegajosas manchas de sangre. Todavía estaba rebuscando en aquel desorden cuando escuché que la puerta del invernadero se abría y que un solo par de pasos pesados subían hasta donde me encontraba.
Miré a Castillion por encima de mi hombro.
—¿Dónde está? —grazné—. ¿Dónde está mi anillo?
—Si tenías un anillo, yo lo ignoraba —dijo él—. Tampoco podrían habértelo quitado mientras dormías. La caja estaba sellada cuando la sacamos de la Asamblea y permaneció así hasta el momento en que saliste de ella. Aquí…
Extendió una mano para intentar ayudarme a ponerme en pie, pero me aparté con un gruñido.
—No te acerques —le advertí, recordando a los hombres a los que había herido, cuya sangre todavía cubría el suelo.
—No te tengo miedo —dijo Castillion en voz baja, como si estuviera leyendo mi mente—. Estabas asustada. Confundida. No albergo ningún recelo contra ti, Aurelia. Tampoco los otros que estuvieron aquí y lo presenciaron.
Solté una risita gutural.
—Tienes suerte de que no te haya matado enfrente de tus amigos —dije—. Porque quería hacerlo. Quería matarte, de la misma manera en que maté a tus hombres.
—Mis hombres no están muertos —dijo él—. Gravemente heridos, sí, pero sobrevivirán. Y lo volverían a hacer, todos y cada uno de ellos, sin dudarlo.
Ignoré su mano y me levanté torpemente por mi cuenta, manteniendo todo el tiempo la mirada fija sobre él. En nuestro último encuentro había hecho un pacto con él: lo salvaría de una tumba de agua si se unía a Zan para sacarme de la mía. Pero como Zan seguía sin aparecer, seguía sintiendo un poco de curiosidad sobre la razón por la que Castillion no me había dejado pudrirme dentro de mi ataúd por el resto de la eternidad. Podría haberse ido. Tendría que haberse ido.
—¿Por qué? —pregunté al fin.
—Ellos confían en mí. Y yo les dije que podemos confiar en ti.
—Pero no pueden confiar en mí —dije—. Porque si yo descubro que lastimaste a Zan de alguna manera…
—No he tocado a Valentin. De hecho, lo he invitado a venir en múltiples ocasiones, incluida ésta, y lo ha rechazado cada vez —me lanzó una mirada de lástima y luego añadió—: Tu príncipe nunca vino a buscarte.
2
ANTES
ZAN
Noche de Pleno Invierno, 1620
—Mi abuela solía adornar la casa con salvia y ruda para alejar a los espíritus de Pleno Invierno… y aquí estás tú, pasando las vacaciones en una tumba.
La enérgica voz de Jessamine resonó en la silenciosa oscuridad de la cripta como el golpe de un martillo contra un yunque. Zan gruñó y se apartó de la luz titilante de la vela de Jessamine, dado que la suya se había consumido horas atrás.
—¿Pleno Invierno? —preguntó, encogiéndose.
—Supongo que no debería sorprenderme que no sepas qué día es —dijo ella con tono seco—. Lorelai y Delphinia prepararon algo de pan y jamón ahumado para ti, y dejé un fardo de heno en el establo para Madrona. No es mucho, por supuesto, pero es algo —las botellas tintinearon a los pies de Jessamine, que frunció el ceño al verlas—. Sin embargo, no habrá vino con la comida. Parece que alguien ya se encargó de vaciar los almacenes de vino de la Stella.
—Dijiste que algunas botellas eran de Aurelia —Zan levantó el brazo para proteger sus ojos tanto de la vela de Jessamine como del fulminante resplandor que ésta producía—. Creo que ella querría que yo las tuviera.
—Si por “tenerlas” quieres decir “que te las estrellen en la cabeza, idiota”, entonces sí. Sí creo que ella querría que las tuvieras —lanzó una mirada más allá de donde él estaba sentado, en la base del sarcófago de piedra de Aurelia, hacia la alcoba que ocultaba el resto de la larga caja—. Por todas las estrellas… ¿esto es lo que has estado haciendo aquí abajo?
La losa que ocultaba los restos mortales de Aurelia era lisa y llana, sin los elaborados rostros tallados que adornaban los ataúdes más antiguos que se extendían como rayos en el vestíbulo central. Él no podía dejarlo así; era un artista, ¿cierto? Y aunque el carbón era su medio habitual, conocía lo suficiente la técnica pictórica como para hacerle a Aurelia algo de justicia al menos.
La representó tal y como se veía el Día de las Sombras, mientras exhalaba sus últimos suspiros: el cabello oscuro ondeando alrededor de sus sienes, las pestañas abanicándose contra sus mejillas rosadas, una leve y serena sonrisa en sus labios. Trabajó a partir de eso: añadió pétalos de hoja de sangre arremolinándose como la nieve en torno a su corona, estrellas de muchas puntas enredadas en su cabello y estelas de campanillas de gravidulce rojo-violeta creciendo en enredaderas alrededor de sus pies.
Pleno Invierno, pensó mirando su rostro. ¿En verdad ya pasaron seis semanas?
—¿Qué es eso? —preguntó Jessamine señalando las manos de Aurelia—. ¿Está sosteniendo… una araña?
—Se supone que es una flor —dijo él con enfado—. Y está en proceso todavía. Se verá mejor cuando la haya terminado —él apenas recordaba haberla pintado. La verdad es que sí se veía un poco como una araña. Algunos de los vinos de los sacerdotes eran más fuertes que otros.
—Apuesto a que, con un entrenamiento adecuado, podría convertirte en un excelente forjador. Dejando de lado la flor —dijo Jessamine con voz suave—. Luce exactamente como ella —luego miró a Zan, despeinado y cetrino, con pronunciadas ojeras y cubierto de vetas de suciedad y pintura entremezcladas, y soltó un suspiro exasperado—. Aunque me sorprende que hayas tenido los recursos para conseguirlo.
—Trabajo mejor borracho —dijo Zan encogiéndose de hombros.
—Tienes que salir de este lugar —dijo Jessamine—. Lávate. Vístete. Come.
—No he terminado —dijo él tercamente—. No puedo mostrárselo a Conrad hasta que…
—Conrad ya se fue —replicó Jessamine—. Él y Kellan partieron hacia Syric hace semanas. Yo regresaré al Canario esta noche. Después, no quedará nadie aquí, salvo tú y los muertos.
Esto dio a Zan una pausa.
—¿Semanas? —hizo una mueca—. Deberían haber esperado…
—No había tiempo para esperar. Éstos son tiempos extraños y problemáticos en Renalt. Conrad es rey. Y sin importar su dolor, debe dejar de lado sus sentimientos y regir.
—Estás intentando compararme con un niño de ocho años? —Zan tomó una lata de pintura negra y suspiró. Estaba vacía.
—Nada de intentando. Te estoy comparando sin duda alguna, y te encuentro deficiente.
—Mi país no me necesita; tiene a Dominic Castillion —levantó una lata cerrada de pintura y comenzó a trabajar con un pequeño cuchillo bajo su tapa, pero sus manos estaban temblando.
Jessamine le arrebató el cuchillo.
—Esto es ridículo —dijo ella—. Si Aurelia pudiera verte así, cómo estás, se sentiría…
Con el solo sonido de su nombre, la mano de Zan fue instintivamente hasta su pecho, donde sintió el afilado frasco contra la tela de su camisa. Lo último de la sangre mortal de Aurelia colgaba como un peso alrededor de su cuello, un desesperado deseo y una atormentadora duda envueltos en una sola cosa.
Todavía podía oír su voz en su oído, un tímido susurro.
Ven y encuéntrame.
La esperanza era algo tan pernicioso y peligroso. Una cuerda que prometía seguridad y que, en cambio, podía llevarlo hasta el borde de un abismo, sin refugio para la retirada o red para atraparlo en su caída.
Aurelia era la hacedora de milagros, no él. Aurelia era la que tenía el poder y el dominio de sí que se requería para ejercerlo. Zan no dudaba de que si fuera su errático cuerpo el que se encontrara sepultado en la Asamblea, ella habría encontrado la forma de llegar hasta él y resucitarlo. Ella era intrépida y poseía la voluntad suficiente para romper el universo completo y rehacerlo a su gusto.
Ella había entrado en su vida como un cometa, brillante y luminoso, haciendo arder todo su mundo. Él había creído que ella también había despertado algo en su interior. Por primera vez en su vida, Zan veía su propio potencial. Con ella a su lado, él podía en verdad imaginar una versión de sí mismo lo suficientemente valiente para liderar un ejército, gobernar una nación, ser un rey.
Él había confundido el brillo de ella con el suyo propio, y su ausencia lo dejaba en una oscuridad todavía más cerrada.
Aun así, sus palabras lo perseguían. Ven y encuéntrame.
No… Aurelia estaba muerta. Creer otra cosa era un tormento. Un truco. Una mentira disfrazada de posibilidad. Y si dejaba que ésta se impusiera, él se perdería por completo.
En ese momento, el reloj de la torre de la Stella comenzó a dar la hora: medianoche. El sonido, proyectado hacia abajo por las escaleras del campanario hasta la cavernosa tumba, se amplificaba con la piedra, y cada campanada hizo que el dolor se disparara en su mente empañada por el vino, como una flecha en el agua. Apoyó ambas manos en la pared de piedra y gritó con toda la fuerza que pudo reunir:
—¡Por todas las estrellas sangrantes, cállate!
Como si respondieran a su orden, las campanas se quedaron quietas a la mitad de su repique.
Jessamine levantó una ceja.
—¿Ya terminaste? —preguntó después de un largo minuto.
—Necesito más pintura —respondió él en un susurro.
—Lo que tú necesitas —dijo Jessamine— es sacar la cabeza de tu trasero.
—Estoy bien —espetó Zan.
Jessamine exhaló un profundo e irritado suspiro.
—Dejaré la comida en la despensa de los sacerdotes. No dejes que se arruine o Lorelai nunca te perdonará. Y no mueras aquí abajo, por favor, o Aurelia nunca me perdonará.
Zan le dio la espalda, observando su pintura a medio terminar.
Demasiado tarde, pensó. Ya estoy como si hubiera muerto.
Fue la luz la que lo despertó: el suave y tambaleante resplandor de una vela al otro lado de la tumba. Zan parpadeó presa del cansancio, levantando su pesada y palpitante cabeza de sus entumecidos brazos, doblados sobre la parte superior del ataúd. Se había vuelto a quedar dormido, pero ¿por cuánto tiempo? Recordaba que Jessamine había bajado a reñirlo, pero no recordaba cuándo —o incluso si— ella se había ido. ¿Ya había regresado?
—Jessamine —dijo con dificultad, frotándose los ojos—. Bien. Tú ganas. Subiré.
La luz se detuvo al pie de la escalera del campanario, pero ella no dijo nada en respuesta.
Zan se puso de pie con dificultad, con los miembros agarrotados y doloridos, y tuvo que sostenerse de la pared para mantener el equilibrio tras tropezar con algunas de sus botellas de vino vacías. Maldiciendo, se apresuró a seguir la luz menguante a medida que la vela se alejaba por la escalera, como si le advirtiera que debía seguirla rápidamente o se vería obligado a tantear el terreno de la cripta en la oscuridad.
—Jessamine —dijo él otra vez—. Te lo dije: ya voy. Siéntete libre de ir más despacio.
Cuando la luz continuó subiendo las escaleras en espiral, él comenzó a murmurar obscenidades en voz baja. Esa mujer era una tirana.
La capilla de la Stella, cuando entró a trompicones desde la puerta del campanario, estaba increíblemente callada. Suponía que encontraría a Jessamine esperándolo con los brazos cruzados, chasqueando la lengua a manera de disgusto por su aspecto desaliñado.
—¿Jessamine? —volvió a llamarla moviéndose lentamente entre los bancos; su voz sonó como una chillona intrusión en la quietud de la semioscuridad azul acerada. Empírea lo miraba fija y fríamente, la superioridad personificada en un cristal de colores. ¿Cuántas veces, durante aquella larga noche bajo las crueles garras de Arceneaux, había suplicado por la intervención de la diosa? Pero había sido Aurelia, no Empírea, quien había respondido a sus plegarias. Aurelia, quien lo había rescatado. Quien lo había sostenido. Quien lo había sanado. Y luego, había muerto en sus brazos.
Lleno de una súbita ira, Zan tomó una de las sillas del coro, detrás del altar, y la golpeó contra el rostro burlón de Empírea.
El vidrio se quebró y se vino abajo con una ola cacofónica. Después de que el polvo se asentó, lo único que quedó del marco en forma de arco puntiagudo fue el cielo nocturno y la luna de Pleno Invierno…
Y una figura adentrándose en el seto sosteniendo una vela titilante.
No era Jessamine, Zan estaba seguro ahora: esta persona era demasiado alta, demasiado ancha. Sus botas hacían crujir los cristales rotos y se escabulló por el marco de la ventana detrás de ellos.
—¡Espera! —exigió Zan—. ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
Después del incendio de la mansión y de la masacre del Tribunal en la aldea, nadie, aparte de Zan, era tan miserable como para querer quedarse. ¿Quién, entonces, vagaba ahora por las ruinas en medio de la noche, nada menos que en Pleno Invierno?
Sin sus hojas, el seto era poco más que una cubierta vegetal de ramas enmarañadas y espinosas, y Zan pudo seguir la luz a través de él, mientras aceleraba el paso para mantener el ritmo. Cuando logró salir de la espesura, no fue al intruso lo primero que vio, sino a Madrona, la yegua malhumorada de Aurelia. Estaba husmeando alrededor de un muro bajo de piedra, buscando entre los restos congelados del huerto. Cuando él se acercó, Madrona resopló y dos columnas de aire helado salieron de su hocico. Él le dio una palmadita en el lomo.
—¿Cómo conseguiste salir del establo?
La yegua intentó morderlo en respuesta, pero él logró apartarse antes de que sus dientes alcanzaran su piel. Estaba a punto de regañarla, cuando vio al intruso de nuevo en el borde del jardín, observando la aldea vacía. Un hombre, determinó Zan. Un hombre grande, al parecer vestido con la túnica de un monje, lo cual tal vez significaba que esta persona había estado hurgando en las pocas pertenencias que les habían quedado a los sacerdotes ursonianos.
Zan se balanceó sobre el muro y gritó:
—¡Hey! —los monjes habían sido fundamentales para ayudar a Aurelia a escapar del Tribunal unos meses atrás; eran sus amigos. Aparte de las bodegas de vino que él había tomado prestadas libremente, había tratado el resto de sus pertenencias con una respetuosa reverencia. El hecho de que alguien hubiera perturbado las reliquias de su vida en la Stella Regina lo llenó de una rabia ardiente e irracional—. ¡Hey, tú! ¡Te estoy hablando!
Puso una mano en el hombro del hombre y la retiró de inmediato, jadeando, al sentir una ráfaga de frialdad amarga subiendo por su brazo hasta su propio hombro.
Lentamente, el hombre se giró y su rostro redondo reflejó la luz como una luna creciente. Zan retrocedió atónito. La última vez que había visto ese rostro, éste lo miraba desde abajo mientras su dueño se desangraba en el altar de la Stella.
El padre Cesare.
La túnica del sacerdote estaba empapada de sangre en su parte central y sus entrañas abultadas sobresalían por una herida visible a través de la tela desgarrada. Volvió a acercarse a Zan, con sus gruesos dedos extendidos como si fuera a depositar una bendición sobre su cabeza. Zan retrocedió y los dedos comenzaron a transformarse, estirándose y adelgazándose, a medida que se acercaban a su rostro. La piel de Cesare comenzó a palidecer y su rostro comenzó a hundirse y debilitarse hasta que dejó de ser Cesare.
Era Isobel Arceneaux. Los ojos de ónix y los labios morados, con lívidas venas negras corriendo por debajo de su pálida piel. El cabello alguna vez brillante ahora se apelmazaba en opacas madejas. Su mandíbula se abrió como si estuviera a punto de hablar, pero no emitió sonido alguno.
Con el estómago revuelto por la repugnancia, Zan se tambaleó hacia atrás y saltó sobre el bajo muro del jardín. El movimiento espantó a Madrona, que comenzó a correr junto a él. Desesperado, se abalanzó sobre ella, pero cuando aterrizó de costado sobre el lomo de la yegua, Zan perdió todo el aire de sus pulmones.
Madrona relinchó con indignación, pero él consiguió enderezarse y rodear su cuello con ambas manos antes de que ella pudiera lanzarlo volando. Cuando se aventuró a mirar por encima de su hombro, vio que Arceneaux ya había desaparecido, pero el reloj de la Stella Regina brillaba reluciente, con sus dos agujas congeladas apuntando al número doce.
3
ANTES
KELLAN
Noche de Pleno Invierno, 1620
Kellan tosió y escupió. Las motas de sangre salpicaron el suelo sucio como si fueran constelaciones. Su agresor era un hombre con la complexión de un toro, con gruesa musculatura y un puño como mazo, lleno de una rabia roja e inexpresiva que se ubicaba detrás de sus ojos, mientras se abalanzaba sobre Kellan, listo para ponerle fin a la pelea.
En lo que el hombre se acercaba, Kellan se puso de nuevo en pie, con una sonrisita desquiciada a pesar de la sangre que brotaba de su labio roto y llenaba su boca de sabor a hierro. El hombre se arrojó hacia el frente y lanzó un gran golpe, pero Kellan lo esquivó y le propinó una patada baja que hizo que perdiera el equilibrio y se desplomara como un árbol caído. Ésta era la oportunidad que Kellan había estado esperando durante todo el combate. Antes de que el hombre pudiera enderezarse, Kellan ya había rodeado desde atrás su cuello con su brazo derecho.
Se revolvió y lanzó patadas, pero Kellan siguió apretando, cada vez más fuerte, sabiendo que, si no acababa con él entonces, no tendría otra oportunidad. Cuando el agarre del hombre por fin aflojó, Kellan lo soltó y el cuerpo inerte cayó con pesadez al suelo. Los espectadores aplaudieron.
—Y en el tercer asalto —dijo Malcolm, el maestro de ceremonias—, ¡el Grifo ha derrotado al Mastín! ¡El Grifo es el ganador de esta noche!
Ésta era la parte favorita de Kellan. Pasó por encima del cuerpo inerte del Mastín y se retiró cuidadosamente los guantes antes de levantar ambos brazos en señal de triunfo.
Hubo varios jadeos y un instante de pausa embarazosa antes de que la multitud completa estallara en una estruendosa ovación.
No sólo había derribado al más poderoso de los combatientes, sino que lo había hecho con una sola mano.
Estaba dando vueltas de un lado al otro de la arena, empapándose en la adulación, cuando sus ojos captaron un destello de brillante cabello rojo mientras una figura envuelta en una capa giraba y se movía en sentido contrario, a través de la multitud, hacia la puerta. Su júbilo se desvaneció y dejó que sus brazos cayeran a sus costados; el cansancio de la pelea y de las seis semanas previas lo atrapó entre sus redes una vez más.
Recolectó las ganancias con Malcolm y se adentró en la fría noche; se puso la capucha y encorvó los hombros para convertirse en uno más de los agobiados habitantes de la ciudad, moviéndose sin prisa por sus caminos ordenados y monótonos, como hormigas sin conciencia. Al otro lado de la ciudad, el castillo de Syric vigilaba a la gente con una imperiosidad indiferente, lo suficientemente cerca para que los ciudadanos no olvidaran quién los gobernaba, lo suficientemente distante para marcar una verdadera diferencia en la calidad de sus vidas.
El castillo era el mismo de siempre, pero el resto del pueblo había cambiado mucho desde la noche en que él y Aurelia lo habían dejado. El Tribunal lo había mantenido cerrado tras la huida de la reina Genevieve y Simon de Achlev, y había impedido la entrada y salida a todos, salvo por unos cuantos elegidos. La misma Isobel Arceneaux —después de haberse abierto el camino hasta la cima de la jerarquía del Tribunal— había emitido el decreto, justo antes de partir hacia la coronación de Conrad en la sede familiar de Kellan: Greythorne.
Tras cinco siglos de terror, la decisión del Tribunal de cerrar las murallas de la ciudad resultó ser su perdición. Aislada del comercio y de los viajes, la gente común de la ciudad había soportado la mayor parte del sufrimiento hasta que no pudo más. Cuando llegó la noticia de la muerte de Arceneaux, la mayoría de sus colegas magistrados ya colgaban de sus propias y queridas horcas.
Kellan se preguntaba si la ciudad podría quedar alguna vez limpia de esos siglos de asesinatos, malevolencia y abusos. Incluso la arena de combate había sido alguna vez una corte del Tribunal, donde los acusados eran arrastrados desde míseros corrales para ser sometidos a un aluvión de preguntas por parte de los piadosos jueces del Tribunal, que estaban más orientadas a degradar y humillar que a probar la inocencia o la culpabilidad de una bruja. Cualquier cosa podía ser confesada si los inquisidores eran lo suficientemente creativos y dedicados. Y lo eran. Siempre.
Tal vez el Tribunal ya se había ido, pero su presencia se aferraría a cada techo, ventana y pared de Syric para siempre, como un hollín obstinado, oleoso.
Para el momento en que llegó a la plaza, había empezado a caer una lúgubre llovizna. En cualquier otro año, la Noche de Pleno Invierno se habría celebrado con bailes y cantos, con ganso rostizado y manzanas asadas y ventanas iluminadas con velas y el tintineo de mil alegres campanas bajo la torre del reloj a la medianoche, marcando el final de la más larga noche. Había una pequeña multitud reunida en el lugar, pero por lo que Kellan pudo ver, ninguno llevaba velas ni cencerros. En lugar de eso, todos estaban reunidos alrededor de un hombre que predicaba montado en un caballo negro.
Kellan no alcanzaba a escuchar lo que el hombre estaba diciendo, pero tampoco deseaba hacerlo. La ausencia del Tribunal había provocado que estos fanáticos de poca monta se esparcieran como la mala hierba, vendiendo de puerta en puerta una u otra versión de la religión empírea, y a él ninguna de ellas le servía para nada. Pasó entre la multitud tan rápido como pudo y se agachó en el umbral de una taberna con un cartel que representaba una lira rota. Se llamaba el Juglar Intrigante. Olía a pan viejo y a cerveza añeja, pero estaba bastante limpia, y el encargado, Ivan, no hacía muchas preguntas. Kellan le arrojó una de sus monedas recién ganadas al pasar por el bar y subir las escaleras.
Cuando llegó a su habitación, la encontró ocupada.
Ella lo estaba esperando, mirando por la única ventana que daba a la ciudad, con su silueta iluminada por la luna de la torre del reloj al otro lado de la plaza. El espacio estaba lleno de su olor, como de vientos salvajes, de fuegos de leña y tierra fértil y húmeda.
—Sabía que eras tú —dijo Kellan después de un momento—. En la pelea de esta noche.
Rosetta se giró lentamente, con sus ojos amarillos brillando bajo la capucha.
—Fui a buscarte primero al castillo —dijo ella—. Dijeron que hacía días que no te veían.
—Bueno —dijo Kellan, retirándose la capa húmeda con una mano y colocándola en el perchero junto a la puerta para que se secara—, te informaron mal. Han pasado sólo dos semanas desde la última vez que estuve allí.
—Kellan —dijo Rosetta con tono severo—, ¿no crees que Conrad necesita a alguien como tú cerca? Se lo debes…
—Yo no le debo nada a él —ladró Kellan—. No le debo nada a esa familia.
La boca de Rosetta se torció como si estuviera saboreando algo amargo, pero no respondió. Tal vez ella no había dejado caer la espada sobre su muñeca, pero cargaba con gran parte de la culpa de las circunstancias que lo habían provocado, y lo sabía.
Se habían acercado durante aquellas largas noches en los calabozos de Greythorne, pero el dolor de él y la culpa de ella se habían convertido en un abismo entre los dos.
—¿Quién queda para luchar por él, si no eres tú? —dijo ella después de un largo momento.
—Ahora lucho por mí.
—No estoy hablando de dejarte patear por unas estúpidas monedas en la arena de combate —dijo ella con severidad—. Eres un soldado. Un protector. Y Conrad puede ser rey, pero también es apenas un niño, y…
Kellan sacó con fuerza una silla de debajo de la mesa, donde ya estaba acomodada una caja de licores en una bandeja, junto a varios trozos de gasa cortada y un pequeño espejo empañado.
—¿Ya terminaste? —preguntó, tomando la botella—. Me duele bastante la cabeza después de recibir tantas patadas.
—Dámela —dijo ella exasperada, después de observarlo por un momento moverse torpemente para mojar la gasa con una sola mano—. Deja que lo haga yo.
Él siseó cuando ella comenzó a limpiar el corte sobre su ceja.
—No necesito tu ayuda —dijo él—. Lo estaba haciendo bastante bien solo.
—Por supuesto —respondió ella con sus dedos fríos contra la piel del hombre. Cuando ella creyó que él no se daría cuenta, lanzó la mirada hacia el extremo incompleto de su brazo derecho, y luego regresó a su cara.
Después de que Aurelia los hubiera expulsado en un torrente de magia extraído de la sangre recién derramada de Kellan, habían acabado en el Canario Silencioso, donde Rosetta había trabajado durante toda la noche para estirar la piel desgarrada sobre el hueso expuesto y coserla al final. Gracias a sus esfuerzos, se había curado bastante bien por fuera. Era la otra herida la que supuraba: el trauma nebuloso y teñido de escarlata de la noche en que lo perdió todo: a su hermano, su casa, su mano, el propósito de su vida… y a la propia Aurelia.
En su mente, él la vio de nuevo: el cabello rubio cenizo azotado por el viento ardiente. Un halo de luz carmesí. Ascuas flotando a su alrededor, brillantes contra un cielo negro. El golpe de una espada.
Y luego las palabras.
Lo siento.
Debió haberse estremecido, porque Rosetta murmuró:
—Duele, lo sé. El corte es profundo.
No tienes ni idea, pensó él.
Después de que la raspadura sobre su ojo estuvo bien curada y cosida, ella comenzó a explorar los moretones en varias etapas de curación con un toque demasiado suave a través de las mejillas y la barbilla, mientras las esquinas de sus labios caían. Se sentía mal por él, Kellan podía verlo en su rostro.
Antes de que ella pudiera llegar a la herida de su labio inferior, él se puso en pie bruscamente. Esto era demasiado. Su rudeza podía ser desagradable, pero esta piedad empalagosa era intolerable.
—¿Te lastimé? —preguntó ella, tomando su abrupta retirada como una acusación contra sus esfuerzos de curación—. Lo siento, yo…
—¿Por qué estás aquí, Rosetta? —preguntó Kellan, caminando de un lado a otro frente a la chimenea. Sonó más rudo de lo que pretendía, pero estaba demasiado cansado para fingir buenos modales, y ella no los apreciaría de cualquier forma, teniendo tan poco de ellos.
Rosetta se quitó la mochila del hombro y la abrió para sacar de su interior algo con todo cuidado. Era un guante nuevo, de una tela plateada delicada y holgada. Kellan reconoció el material: hilo de azogue de su rueca hechizada. El guante parecía ligero y algo endeble, pero por la forma en que ella lo sostenía daba más la idea de algo pesado.
—No podía dejar pasar el invierno sin hacerte un regalo —dijo, extendiéndolo hacia él.
No importaba que tratara de ocultar la mano que le faltaba, con este guante sería imposible que pasara desapercibida. Brillaba con cada movimiento. La luz se reflejaba en suaves ondas plateadas que revelaban un patrón subyacente de giros de filigrana y nudos en forma de rizos. Era precioso. Resultaba evidente que ella había invertido mucho tiempo en su factura.
Se quedó quieto mientras Rosetta se acercaba, levantaba su brazo y le colocaba el guante de plata sobre el antebrazo. Era largo y llegaba hasta su codo.
Los ágiles dedos de Rosetta comenzaron a bailar en patrones a lo largo de su brazo; cada golpe y cada giro le hacía sentir un cosquilleo en la carne, como si lo estuviera cosiendo a través de su piel y de sus huesos, con hilos de energía invisibles.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó él, un poco oponiéndose, otro poco admirándola.
—Shhh —respondió ella, con las cejas juntas en señal de concentración—. Pronto lo verás.
Al tiempo que la observaba, los hilos comenzaron a fundirse y a arremolinarse como plata fundida en los contornos de su antebrazo. Uno a uno, cada dedo inerte del guante comenzó a llenarse y a volverse sólido.
Él levantó su brazo para ver cómo se formaba la mano, una réplica totalmente metálica de la que había perdido. La giró, una y otra vez, con la boca abierta por el asombro. Y aunque una cantidad tan grande de metal debería haber sido pesada, el peso era insignificante.
Cuando el hechizo se completó, el guante brillaba como un espejo pulido. Rosetta dio entonces un paso atrás.
—¿Cómo se siente? —preguntó.
—Bien —respondió él, levantando y bajando su brazo—. De haber sido más pesado podría haber causado algo de dolor en el hombro, en lo que éste se acostumbraba, pero esto debe estar bien.
—No —insistió ella—. ¿Cómo se siente? —extendió su mano y la colocó contra el metal, dedo a dedo—. ¿Puedes sentir esto? —preguntó.
—¿Debería?
—Sí —dijo ella—. Está hecho de azogue.
—¿Y…?
—Yo estoy hecha de azogue —y en un instante, se había transformado en su segunda forma, un zorro. Parpadeó con sus ojos amarillentos durante un momento, con la cabeza inclinada, antes de volver a transformarse—. El azogue nunca es una sola cosa: puede convertirse en lo que desees. Y ahora que está ligado a ti, deberías ser capaz de gobernarlo, doblarlo y transformarlo a tu voluntad. Extiéndela y pruébala.
Kellan hizo lo que ella le indicó: extendió la mano de plata frente a él, concentrado, y les ordenó a los dedos que se flexionaran. Se quedó mirándola fijamente mientras dejaba que cualquier otro pensamiento desapareciera, hasta que el sudor se acumuló en su frente y las venas se resaltaron en su cuello.
Rosetta lo observó. Su frustración crecía junto a la de él.
—Si quieres que tus dedos se muevan —espetó—, sólo ordénales que lo hagan.
La concentración de Kellan se rompió y, con un rugido, golpeó el brazo que no había cambiado contra el poste de su cama. Lo atravesó y el resto de la viga se convirtió en una lluvia de astillas. Rosetta parpadeó. La conmoción hizo que su respiración se acelerara antes de cruzar la habitación hacia él y besarlo con un hambre feroz, salvaje.