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AURELIA ES LA PRIMERA PRINCESA NACIDA EN RENALT después de doscientos años, y su destino es casarse con Valentin, el príncipe de Achleva —y mayor enemigo de su casa— para asegurar la paz entre ambos reinos. Pero los rumores de un príncipe enfermo y cruel no cesan, y lo único que eclipsa la aprensión de Aurelia hacia su inminente matrimonio es el temor a aquellos que la matarían para evitarlo. Pronto circunstancias funestas la harán huir de su trono, entonces descubrirá la felicidad que una vida plebeya puede brindar, lejos de intrigas políticas, compromisos monárquicos y el ejercicio prohibido de su legado más antiguo: la sombría magia de sangre que es capaz de conectarla con fantasmas y espíritus. Aurelia parece un simple peón en un juego de amor, poder y guerra que ha perdurado durante siglos. Ahora debe decidir si quiere entregarse a su nueva vida o luchar por la que ha perdido, al tiempo que se abre paso por los complicados lazos que la unen a un príncipe forastero, al inquieto fantasma de una antigua reina, y a una enigmática planta llamada hoja de sangre.
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Seitenzahl: 472
Veröffentlichungsjahr: 2019
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A Jamison y Lincoln.
¿Saben qué? Son los mejores.
Y a Keaton.
Te amo.
PARTE UNO
RENALT
1
La horca había sido erigida a la sombra de la torre del reloj, en parte para que los espectadores presenciaran las ejecuciones sin que el sol les diera de frente y en parte también para que el Tribunal consumara sus crímenes a la hora precisa. Orden en todas las cosas, ése era su lema.
Fijé mi capa alrededor del mentón y mantuve la cabeza inclinada mientras la multitud convergía en la plaza bajo la torre. Era una mañana fría; el aliento salía de mi boca en nubes tenues que se elevaban y desaparecían en la niebla. Miré cautelosamente a izquierda y derecha por debajo de mi capucha.
—Es un buen día para una ejecución —dijo con tono informal el hombre que estaba a mi lado.
Aparté al instante la mirada, incapaz de verlo a los ojos por temor a que reparara en los míos. Aunque era extraño que se determinara que alguien era una bruja por un rasgo tan trivial como el color de sus ojos, había precedentes.
Un murmullo se extendió por el gentío cuando dos mujeres fueron empujadas escaleras arriba hasta la plataforma. Las dos habían sido acusadas de brujería. La primera sacudía tanto sus esposadas manos que pude escuchar el tintineo de sus cadenas desde mi lejano lugar entre la muchedumbre. La segunda, más joven, de rostro triste y hombros caídos, permanecía inmóvil. Las dos vestían harapos y exhibían manchas de tierra en sus mejillas pálidas y sus enmarañados cabellos. Quizá llevaban varios días sin comer, y por eso estaban tan desesperadas y furiosas. Ésta era una táctica calculada: si las mujeres acusadas de brujería ofrecían en el cadalso una apariencia trastornada e infrahumana, eso no sólo disipaba las reservas del par de escrupulosos que dudaran de las prácticas del Tribunal, sino también contribuía a un espectáculo más entretenido.
El hombre que me había hablado se acercó.
—Estas ejecuciones son una diversión fabulosa, ¿no le parece? —intenté ignorarlo pero se inclinó y repitió en voz baja—: ¿No le parece, princesa?
Asustada, fijé la vista en un par de ojos resueltos de color café oscuro, flanqueados por una boca adusta y una ceja en alto.
—Kellan —murmuré exasperada—, ¿qué haces aquí?
Apretó la mandíbula y unas sombras se acumularon bajo sus pómulos cobrizos.
—Es mi deber protegerla, así que tal vez usted pueda decirme qué hace aquí, y responder mi pregunta y la suya al mismo tiempo.
—Quería salir.
—¿Salir? ¿Para venir a este sitio? Bueno, vámonos —me tomó del codo y me solté.
—Si me sacas ahora, haré una escena. ¿Eso es lo que quieres? ¿Que llame la atención?
Frunció los labios. Nombrado teniente del regimiento de la familia real a los quince años y mi guardia personal a los diecisiete, ahora, a los veinte, llevaba ya algún tiempo sujeto al juramento de protegerme. Y lo sabía: lo único más peligroso para mi bienestar que una agitada turba de enemigos de brujas sería alertarlos de mi presencia, así que, aunque le dolió hacerlo, cedió.
—¿Por qué desea estar aquí, “princesa”? ¿Qué puede tener esto de bueno para usted?
Carecía de una respuesta razonable, así que no contesté. En cambio, me puse a juguetear nerviosamente con la pulsera de dijes que colgaba de mi enguantada muñeca; era el último regalo de mi difunto padre, y usarla siempre causaba en mí un efecto relajante. Además, necesitaba serenidad justo ahora que llegaba el verdugo, vestido de negro y seguido por un clérigo del Tribunal, quien anunció que el gran magistrado Toris de Lena subiría al estrado para dirigir la ceremonia.
Toris lucía imponente, con su cuello almidonado y su rígida capa negra del Tribunal. Caminó de un lado a otro, con el Libro de Órdenes del fundador contra el pecho; era la imagen misma de la pesadumbre.
—¡Hermanos y hermanas! —empezó—. Es con gran tristeza que nos reunimos hoy. Tenemos ante nosotros a las señoras Mabel Lawrence Doyle e Hilda Everett Gable. Acusadas de practicar artes arcanas, las dos fueron juzgadas y condenadas por el justo Tribunal —levantó un pequeño frasco con un líquido rojo que pendía de su cuello para que todos lo viéramos—. Soy el magistrado Toris de Lena, portador de la sangre del fundador, y fui seleccionado para presidir esta ceremonia.
—No entiendo —dijo Kellan en mi oído—. ¿Se impuso usted el reto de estar en medio de sus enemigos y enfrentar sus temores?
Fruncí el ceño. Por supuesto que temía que me arrestaran, juzgaran y ejecutaran públicamente, pero éste era sólo un caballo negro más en mi enorme establo de pesadillas.
—Mi pueblo no es mi enemigo —insistí mientras la gente coreaba a mi alrededor, con el puño en alto: ¡Cuélgalas! ¡Cuélgalas!
Justo en ese momento vi que una tenue sombra pasaba frente a la joven —Mabel— y se detenía junto a ella. Titiló a sus pies y cobró forma con la niebla matutina, hasta definirse por entero; el aire se enfrió más en la plaza cuando ese espíritu nebuloso absorbió calor y energía. Era un niño, de no más de siete años de edad, que se prendió de las faldas de la mujer encadenada.
Nadie lo tocó. Nadie miró siquiera hacia él. Quizá yo era la única persona que podía verlo. Aun así, Mabel sabía que el chico estaba ahí y su rostro resplandeció con algo que no pude identificar: dolor, alegría o alivio.
—Conozco a esa señora —murmuró Kellan—. Su esposo iba a Greythorne a vender libros, al menos dos o tres veces cada temporada. Murió el año pasado; fue uno de los que se contagiaron de la horrible fiebre que cundió a principios del invierno. Junto con un hijo suyo, además.
A pesar de que yo también conocía a Mabel, no podía arriesgarme a decírselo a Kellan.
La torre del reloj marcaba un minuto antes de la hora y el florido discurso de Toris llegaba a su fin.
—Es su turno de hablar —dijo a las mujeres cuando el verdugo hizo descender la soga por su cabeza y la fijó en su cuello—. Señora Mabel Lawrence Doyle, ha sido juzgada y condenada por el justo Tribunal por el delito de distribuir textos ilícitos y tratar de resucitar a los muertos con el uso de magia y brujería, en desacato a nuestro Libro de Órdenes. Por la sangre del fundador, ha sido sentenciada a morir. Diga sus últimas palabras.
Me paralicé, a la espera de que Mabel apuntara un dedo hacia mí y me llamara por mi nombre, de que cambiara su vida por la mía.
En lugar de eso, dijo:
—Estoy en paz, nada tengo de qué arrepentirme —y miró al cielo.
Una fragancia conocida circuló en torno mío: un olor a rosas, pese a que la temporada apenas comenzaba. Yo sabía lo que eso quería decir, pero cuando miré a ambos lados no vi ningún indicio de ella. El Heraldo.
Toris volteó hacia la segunda mujer, cuyo cuerpo se estremecía con violencia.
—Hilda Everett Gable, ha sido juzgada y condenada por el justo Tribunal por el delito de usar brujería para perjudicar a la esposa de su hijo, en desacato a nuestro Libro de Órdenes. Por la sangre del fundador, ha sido sentenciada a morir. Diga sus últimas palabras.
—¡Soy inocente! —exclamó Hilda—. ¡Nada hice! ¡Ella mintió, ya lo dije! ¡Ella mintió! —dirigió sus temblorosas y atadas manos a una mujer que se encontraba en las filas delanteras—. ¡Embustera! ¡Falsaria! ¡Pagarás por lo que hiciste! ¡Pagarás por…!
El reloj dio la hora y la campana retumbó entre la gente. Toris inclinó la cabeza y pronunció sobre el ruido:
—Nihil nunc salvet te —Nada te puede salvar ahora.
A una señal, el verdugo hizo que el suelo bajo las mujeres se abriera. Lancé un grito; Kellan ocultó mi cara en su hombro para amortiguarlo.
La campana sonó nueve veces y calló. Los pies de las mujeres aún se movían.
La voz de Kellan era más amable ahora:
—No sé qué pensó usted que vería aquí.
Quiso alejarme para protegerme, pero me zafé. Aunque estar cerca de una transición de la vida a la muerte siempre hacía que se me revolviera el estómago, debía presenciar ésta. Tenía que ver.
El cuerpo de Mabel se había aquietado por completo, pero el aire a su alrededor brillaba. Era extraño ver a un alma desprenderse de su cuerpo, cómo salía de ese caparazón grotesco de la misma manera en que una dama elegante se quita una capa vieja y enfangada. Al momento en que emergió, Mabel vio que su hijo la aguardaba y se aproximó a él. Desaparecieron en cuanto se tocaron; de esa manera pasaron de la frontera al más allá, fuera de mi vista.
Hilda tardó más tiempo en morir. Amordazada y farfullante, los ojos amenazaban con salir de sus cuencas. Cuando esto ocurrió, fue horrible. Su alma se separó del cuerpo con lo que habría sido un gruñido si hubiera hecho ruido. Su espectro arremetió entonces contra la mujer a la que había señalado entre el gentío, pero ésta no se dio cuenta; estaba atenta al lamentable costal de huesos que se mecía en un extremo de la soga.
—¿Desea reclamar el cuerpo de su suegra? —preguntó Toris.
—¡No! —contestó ella con énfasis—. Quémelo.
El fantasma de Hilda vociferó en silencio y arrastró sus intangibles uñas por el rostro de la nuera. Ésta palideció y llevó la mano a su mejilla. Me pregunté si la cólera de Hilda le había dado a su espíritu suficiente energía para realizar un verdadero contacto.
No envidié a la nuera. Quizás Hilda se quedaría indefinidamente en la frontera, para perseguir a su delatora, gritarle en silencio y enturbiar el aire con su odio. Yo ya lo había visto suceder.
—¡Vámonos, Aurelia! —Kellan empleó mi nombre en lugar de mi título; estaba muy nervioso.
La gente comenzó a alterarse y a empujar hacia delante mientras los cuerpos eran bajados del cadalso. Alguien junto a mí me dio un fuerte empujón que me hizo caer sobre los adoquines, y aunque extendí las manos para aminorar mi caída, mi peso recayó sobre mi muñeca. No estuve mucho tiempo en el suelo: Kellan me ayudó a ponerme en pie de inmediato y me rodeó con sus brazos como una jaula protectora, al tiempo que se abría camino entre el tumulto.
Sentí con la otra mano el vacío en mi muñeca.
—¡Mi pulsera! —grité mientras intentaba ver por encima del hombro el lugar donde había caído, pese a que el suelo ya no era visible entre tantos cuerpos—. Debe de haberse roto cuando tropecé…
—¡Olvídela! —dijo Kellan, firme y amablemente; sabía lo importante que era para mí—. Se perdió, debemos irnos.
Me desprendí de él y me introduje de nuevo entre el tumulto; con los ojos fijos en el piso, empujaba si me empujaban, esperanzada en encontrar mi pulsera. Pero Kellan tenía razón: se había perdido sin remedio. Él me alcanzó y esta vez me sujetó con vigor, aun cuando yo no tenía intención de forcejear: los silbatos ya estaban sonando. En unos minutos, los clérigos del Tribunal marcharían entre la multitud para cargar con todo aquel que pareciera falto del necesario entusiasmo por la causa. Había dos nuevas vacantes en las celdas del Tribunal, y nunca permanecían desocupadas mucho tiempo.
Menos de una hora después, me encontraba bajo el tragaluz de la antecámara de mi madre, donde contemplaba la aún inconclusa creación de gasa color marfil y cristales resplandecientes y diminutos —miles de ellos— que pronto se convertirían en mi vestido de bodas. Éste sería el atuendo más extravagante que me hubiera puesto alguna vez en mis diecisiete años de vida. En Renalt, la influencia del Tribunal llegaba hasta la moda, de manera que la ropa debía reflejar los ideales de recato, sencillez y austeridad. Las únicas excepciones permisibles eran las bodas y los funerales; la celebración se reservaba para los acontecimientos que reducían tus oportunidades de pecar.
Este vestido era el regalo de bodas de mi madre, cuyas manos habían cosido hasta la última puntada.
Acaricié el encaje de una manga terminada y su finura me maravilló antes de recordar lo infeliz que sería el día que me la pusiera. La ocasión estaba más cerca a cada momento. Fijada para beltane, el primer día de quintus, faltaban poco más de seis semanas para mi boda, que ya se vislumbraba amenazadora en el horizonte.
Suspiré, me enderecé y atravesé la puerta a la habitación contigua, lista para la batalla.
Mi madre daba vueltas al otro lado de su mesa y sus faldas crujían con cada uno de sus inquietos pasos. La consejera más íntima y antigua de nuestra familia, Onal, se encontraba sentada, muy erguida, en una de las sillas menos cómodas del salón y sorbía su té con apretados labios morenos y un desdén cuidadosamente cultivado. Al ruido de la puerta, los azules ojos de mi madre volaron hacia mí, y su ansiedad entera se relajó en el acto, como la cuerda de un arco al romperse.
—¡Aurelia! —usaba mi nombre como un apodo; Onal tomó otro lento sorbo de su té. Metí las manos en los bolsillos con la intención de parecer avergonzada y contrita, aunque no me sentía así, pero todo esto terminaría más rápido si mi madre me creía arrepentida—. ¿Fuiste sola a la ciudad esta mañana? ¿Te has vuelto loca? —tomó una pila de papeles y los sacudió en mi dirección—. Éstas son las cartas que he recibido esta semana, ¡esta semana!, pidiendo que el Tribunal te investigue. Allá —señaló otra pila, de cinco centímetros de alto— están las posibles amenazas en tu contra que mis informantes han reunido desde principios de mes. Y aquí —abrió un cajón— se reúnen las predicciones más fanáticas y poéticas de tu caída que hemos recibido desde comienzos de este año. Déjame leerte una, ¿te parece? Veamos… bien: ésta contiene una metodología muy detallada de cómo determinar si eres bruja; implica una daga afilada y un completo examen de la cara interior de tu piel.
No tuve valor para contarle de la cabeza de gato que había descubierto en mi armario la semana anterior, junto a un garabateado rezo rural contra las brujas, ni de las equis rojas que alguien había trazado bajo mi silla de montar preferida, un antiguo maleficio destinado a volver loco a un caballo a fin de que derribara a su jinete. No necesitaba que me recordaran el odio que se me tenía. Lo sabía mejor que ella.
—¿Quieren desollarme viva? —pregunté con ligereza—. ¿Eso es todo?
—Y quemarte —observó Onal detrás de su taza de té.
—Resta una semana para tu partida —soltó mi madre—. ¿Podrás dejar de meterte en problemas hasta entonces? Estoy segura de que cuando seas reina de Achleva, podrás ir y venir como te plazca. Podrás ir a la ciudad y hacer… lo que sea que hayas ido a hacer hoy.
—Fui a una ejecución.
—¡Que el cielo me ampare! ¿A una ejecución? ¡Es como si quisieras que el Tribunal te persiga! Somos muy afortunadas de tener a Toris infiltrado ahí.
—Muy afortunadas —repetí.
Ella podría pensar que Toris, el viudo de su prima más querida, era el aliado de confianza de la corona que mantenía al Tribunal bajo control, pero a mí nadie me sacaba de la cabeza que él disfrutaba el papel que había desempeñado en la horca.
—¡Aurelia! —mamá me examinó de pies a cabeza.
Supe lo que veía: una maraña de cabello descolorido y ojos que debían haber sido azules, pero no lo eran, no del todo, porque se inclinaban más al plateado. Aparte de estos atributos, mi apariencia no era particularmente desagradable, pero mis rasgos y tendencias peculiares me distinguían, me hacían extraña. Y los habitantes de Renalt desconfiaban lo suficiente de mí a causa de mi mera existencia.
Era la primera princesa de Renalt nacida de la corona en cerca de dos siglos, o al menos la primera que no había sido regalada en secreto al nacer. Era mi deber cumplir el pacto que había puesto fin a la centenaria guerra entre nuestro país y Achleva, y casarme con su nuevo heredero. Durante ciento setenta y seis años nuestro pueblo había creído que la ausencia de mujeres en la familia real era un signo de que no debíamos aliarnos jamás con los asquerosos y hedonistas habitantes de Achleva, una prueba de nuestra superioridad moral. Mi nacimiento sacudió su fe en la monarquía; en los reyes que, primero, tuvieron el descaro de tener una hija y, más tarde, de conservarla.
A veces, yo estaba de acuerdo con ellos.
Un golpe en la puerta rompió el tenso silencio. Mi madre dijo:
—Hágalo pasar, sir Greythorne.
Kellan entró, miró a su alrededor e hizo un ademán a sus espaldas.
Un hombre emergió detrás de él. Vestido con un traje de terciopelo arrugado del color del cielo crepuscular, una banda dorada cruzaba su pecho, fijada por un broche en forma de nudo de tres puntas. En su oreja centellaba un audaz arete de rubí, y en su dedo el sello plateado de un cuervo con las alas extendidas. Tenía una mata fulgurante de cabello negro, aunque sin el toque grisáceo que debía acompañar a su edad. De un colorido asombroso, era un vitral en un mundo compuesto por hojas de vidrio emplomado.
Era de Achleva.
2
Mi madre se asomó detrás de Kellan.
—¿No los siguieron?
—No.
—¿Qué hay de los guardias de los jardines?
—Ya fueron despachados. Tenemos una hora antes de que lleguen sus reemplazos.
—¿Y los de las habitaciones?
—También me encargué de ellos.
Mi madre presentó al elegante desconocido.
—Aurelia, éste es lord Simon Silvis, cuñado de Domhnall, rey de Achleva, y tío de Valentin, príncipe de Achleva. Bienvenido, lord Simon, nuestro huésped de honor —lo besó en ambas mejillas.
Confundida, desvié la mirada, repentinamente fascinada por las uvas de cristal y hojas de seda en la base de un candelero próximo.
—Hola, Aurelia —comenzó él—, me alegra verte de nuevo.
—¿De nuevo?
—Eras una bebé la última vez que te vi, muy pequeña aún. Apenas pude dirigirte una mirada, porque tu madre no te soltaba de sus brazos.
—Me temo que las cosas han cambiado. Ahora no puede esperar para verme partir.
—¿Quién podría culparme? —ella frunció el ceño—. Le he pedido a Simon que te acompañe a Achleva. Él conoce la mejor ruta de viaje. Te llevará murallas adentro y, al fin, junto a Valentin.
Ante la mención del nombre de mi futuro esposo, bajé la vista. Sabía muy poco de él más allá del puñado de formales y aburridas cartas que nos habíamos visto obligados a intercambiar cuando éramos niños.
—Estás nerviosa por la boda, ¿cierto? —dijo Simon.
De mi boca salió un torrente de preguntas:
—¿Es verdad que está enfermo? ¿Postrado en cama y medio ciego? ¿Que su madre perdió la razón por cuidarlo? —quise tragarme mis palabras al instante—. No, no, lo siento, eso fue una falta de delicadeza.
Si la brusquedad de mis interrogantes lo irritó, no dio muestras de ello.
—Conozco muy bien al príncipe —dijo con prudencia—. Lo conozco desde que nació. Lo tengo en muy alta estima, como si fuera mi hijo. Valentin no ha tenido una vida fácil, a decir verdad, pero es una persona honorable y decidida. La firmeza de su carácter opaca sus padecimientos. Será un buen esposo para ti y, algún día, un buen rey.
—¿No está enfermo, entonces, ni loco como su madre?
Su semblante se ensombreció.
—Mi hermana tuvo una vida difícil y nos dejó demasiado pronto, pero no estaba loca. Te aseguro que su hijo es un alma valiosa. Y en cuanto a esas inquietudes tuyas… te sorprendería saber que él las comparte. Es probable que tengan en común más de lo que crees.
Mis dudas no cedieron.
—Sí, claro, ¡ya me imagino lo que se dice de mí en Achleva!
—Nadie sabe nada de ti, más allá de tu nombre y que serás su reina.
—¿No creen que soy una bruja?
—¿Bruja? —palideció—. ¡La superstición de Renalt…! Dicen rendir culto a Empírea cuando condenan a cualquiera con dones que sólo podrían ser concedidos por ese espíritu divino.
—“El arcano y corrompido poder de las brujas, quienes se sirven de rituales animalistas y sacrificios cruentos para comunicarse con los muertos, está en directo conflicto con la divina luz de Empírea” —recité.
Me miró un largo rato.
—Eso procede de una página del Libro de Órdenes del fundador, ¿no es así?
—Es la verdad —afirmé, aunque esperaba estar equivocada. Me había manchado tanto las manos de magia y sangre que, si eso era cierto, ya podía estar segura de que me condenarían.
Se sentó a mi lado y se inclinó con un gesto formal.
—No. La verdad es que hay poder en nuestro mundo, y que posee muchas formas y rostros, pero ninguna designación de bien o mal más allá del propósito de quien lo utiliza. Mírame, ¿te parezco malvado? Porque yo practico la magia de sangre…
Mis ojos volaron a su palma, donde era fácil distinguir cicatrices entrecruzadas.
—¡Suficiente con esto! —intervino mi madre—. No tenemos tiempo para lecciones ni discusiones en este momento. Gracias por venir, Simon. Sé que debe estar confundido por esta reunión furtiva, cuando se merece una bienvenida fastuosa, pero vi una rara oportunidad y confié en que podríamos usarla para hacer efectivo el ofrecimiento que nos hizo hace tantos años. ¿Sabe a qué me refiero?
—Recuerdo ese ofrecimiento —respondió con gravedad—, y sigue en pie, pero las cosas han cambiado mucho en diecisiete años, su majestad. Yo era joven y fuerte, lo mismo que usted. Y su esposo vivía aún. Necesitamos tres participantes voluntarios, dos más, aparte de mí.
—Yo sería una, y Onal aceptó ser la otra.
—¿Aceptó qué? —pregunté—. ¿De qué hablan?
—Tu madre desea que haga un conjuro en tu beneficio —contestó Simon—. Aunque quizá no garantice tu seguridad, te dará más posibilidades de una supervivencia prolongada.
—Tenemos una hora —dijo mi madre—. ¿Es tiempo suficiente?
—Debería serlo.
—No pueden estar hablando en serio. ¿Hacer un conjuro? Tan sólo mencionar eso es peligroso —dije—. Si llegara a saberse, podría causar la muerte de todos ustedes. El Tribunal…
—No lo sabe —Onal levantó la barbilla para verme por debajo de sus gafas—. Nadie sabe de esto salvo quienes estamos aquí. De todos nosotros, tú deberías ser la última en discrepar por el uso de un poco de brujería.
Me mordí los labios. Todo lo que había hecho, lo había hecho sola; en caso de que me hubieran atrapado, las consecuencias habrían sido sólo mías.
—No vale la pena —repliqué—, por una sola persona —no valía la pena por mí.
—Necesito un paño —dijo Simon—, algo asociado con Aurelia. ¿Tiene un pañuelo, milady, una mascada?
—¿Esto podría servir? —mi madre fue hasta su escritorio y sacó un trozo cuadrado de seda, en uno de cuyos ribetes estaba bordada una parra plateada. Era la tela del puño de mi vestido de bodas. Con una punzada de culpa, supuse que lo había arrancado luego de la centésima ocasión en que le dije que lo odiaba.
—Servirá —Simon tendió la tela frente a él y trazó sobre ella un patrón con el dedo.
Vencida por la curiosidad, me senté a su lado en la mesa.
—¿Qué tipo de conjuro es éste?
—Un amarre —continuó con el patrón—. Es un hechizo para unir nuestras vidas, la de la reina Genevieve, la de Onal y la mía, con la tuya —sus ojos dorados adquirieron un brillo solemne—. Una vez consumado, nuestras vidas protegerán la tuya.
—No entiendo.
—Quiere decir —terció mi madre— que no podrás morir hasta que nosotros hayamos muerto también.
Kellan daba zancadas cortas e impacientes por la habitación. Quizás esto le molestaba, dado que no era afecto a la superstición. No creía que yo fuera bruja, ni siquiera creía en brujas. Era práctico y concreto: confiaba en lo que podía ver y tocar, y en nada más. Por eso me sorprendió que preguntara de pronto:
—¿No podría haber un cuarto participante? Si el conjuro antepone varias vidas a la de la princesa, ¿ella no estaría más protegida si se añadiera una más?
—Deben ser sólo tres —respondió Simon—. El tres es un número sagrado. La única forma de reforzar el hechizo sería agregar múltiplos: seis o, mejor aún, nueve. ¿Hay más personas a las que podríamos confiarles este secreto? ¿Que atarían su vida a la de Aurelia?
—No —Kellan me miró—, nadie más —me dolió que lo dijera, pese a que era cierto; me contempló un segundo antes de proseguir—: Pero soy fuerte y conozco a Aurelia. Mi trabajo es protegerla. ¿No podría tomar el lugar de usted en el conjuro?
—Sigo una serie de reglas muy estrictas cuando practico la magia. Yo debo formar parte del hechizo; sacar sangre a otros sólo se permite si participan por voluntad propia y cuando el ejecutor del conjuro comparte la sangría. De no ser así, permitiría que tomaras mi sitio —se puso pensativo—, aunque, como dijiste, eres joven y fuerte.
—Onal tiene muchos años en su haber…
—¿Me está diciendo vieja, teniente? —preguntó sagazmente la aludida, a la par que batía sus largos y morenos dedos en su curtida mejilla—. Aun si no me queda mucho tiempo, jovencito, no llevo una vida de peligro. Podría vivir cien años y usted, morir en combate mañana.
—Tú ni siquiera crees en conjuros y hechicerías, Kellan —añadí con renuencia.
—No es necesario que crea —repuso Simon—. La magia existe aun si no se cree en ella.
—No creo —dijo Kellan—, pero quiero hacerlo. Por usted.
—¡Qué sentimental! —soltó Onal—. Bueno, está bien, tome mi sitio. De cualquier forma, no es que yo arda en deseos de morir por Aurelia…
—¿Morir por mí? —la idea era tan ridícula que estuve a punto de reír—. No, no… Simon no dijo eso. Él sólo dijo que ustedes morirían antes que yo, así que mientras vivan, yo viviré también… —la solemne expresión de todos me hizo callar.
Simon dijo con gentileza:
—Si hacemos este conjuro y en cualquier momento sufres una lesión que te exponga a la muerte, uno de nosotros morirá en tu lugar, y su gota de sangre se desvanecerá en el paño hasta que todos hayamos muerto.
Empecé a acongojarme.
—No quiero que tú, que ninguno de ustedes, muera por mí. Mi vida no vale la de los tres. Además, ¿por qué debemos cumplir a toda costa ese pacto? Han pasado doscientos años. A nadie le importa ya.
Mi madre fue la primera en hablar:
—Cumplir el pacto es la única forma de que te marches a Achleva.
—Renalt es mi hogar. Mi pueblo…
—Te quiere ver muerta —remató mi madre.
—No sería así —dije con mal sabor de boca—, si no fuera por el Tribunal.
Ya habíamos tenido muchas veces esta conversación, pero nunca habíamos llegado a nada. Para mi madre, el Tribunal era una realidad inmutable. Insinuar que podía ser desmantelado era como pedir que el cielo se viniera abajo o el agua desapareciera de los mares. Imposible.
—También Achleva te necesita, princesa —dijo Simon—. Muchas fuerzas trabajan contra la monarquía. Puede que Domhnall sea petulante y orgulloso, pero debemos mantenerlo en el trono hasta que el príncipe esté en condiciones de heredarlo. Por ahora, tenemos al menos un equilibrio tentativo. Me temo que si Renalt desconociera el pacto en este momento, casi nada impediría a los representantes de los lores apoderarse de la corona a expensas de vidas humanas.
—Estarás a salvo en Achleva —añadió mi madre—. Sólo tenemos que llevarte allá.
Simon hizo una seña.
—Dame tu mano.
Me quité los guantes con renuencia y puse mi mano sobre la suya, con la palma hacia arriba. Él hizo una pausa para mirar las tenues cicatrices blancas que la entrecruzaban antes de trazar con su navaja una nueva línea. Cuando la sangre empezó a manar de la herida, puso una vasija bajo mi mano para que cayera en ella.
—Ahora repite lo que voy a decir, palabra por palabra: “Mi sangre, libremente entregada”. Dilo.
—Creí que la magia de sangre no requería sortilegios —tragué saliva—. Bueno… eso es lo que dicen —Tonta.
Me miró de reojo, con una ceja levantada.
—¿Ah, sí?
Alcé los hombros.
—Supongo que es un rumor —y agregué para disimular—: Mi sangre, libremente entregada.
—Está bien —puso una venda sobre mi palma para detener la hemorragia—. La curaremos mejor cuando hayamos terminado. Eso tendrá que bastar por ahora —depositó la daga en mis manos y dobló mis dedos en torno a ella. Después, de la bolsa en su pecho sacó una pequeña alforja de terciopelo. En cuanto tiró de las correas, tres piedras traslúcidas de cortes extraños cayeron en su palma—. Estas piedras son de luneocita.
Me las tendió para que las viera, aunque ya las conocía. El Tribunal las llamaba “piedras de los espíritus”. Ser sorprendido en posesión de ellas equivalía a una confesión directa de brujería, tal vez la manera más rápida de asegurarse un collar de soga para el siguiente espectáculo en la plaza.
Dispuso las piedras en un gran triángulo en el centro de la habitación y el aire se sintió cargado de pronto, como la atmósfera de una tormenta eléctrica. Colocó una vasija en mi otra mano y me guio al centro de las piedras. Mientras las atravesaba, emitieron un momentáneo destello blanquiazul y enseguida se atenuaron. Vi pasar a toda prisa unas luces ante mis ojos y los oídos me zumbaron; en tanto, la daga de plata y la vasija se calentaban en mis manos.
—La luneocita es rara y preciosa y sólo se encuentra en filones bajo las líneas espirituales, los caminos que Empírea siguió cuando descendió del cielo para recorrer la tierra. Las piedras de luneocita son, en muchos sentidos, los residuos cristalizados de su poder. Nosotros las usamos como prisma, para reforzar nuestros conjuros, y como límite, para contener la magia dentro de los parámetros que elegimos.
Se paró en uno de los vértices del triángulo de luneocitas y mi madre y Kellan ocuparon su lugar en los otros. El zumbido en mis oídos se convirtió en un tarareo velado, casi un murmullo distante.
—Acércate a cada uno de nosotros. Extrae un poco de sangre de nuestras palmas y vacíala en la vasija, como lo hice contigo —y añadió en dirección a mi madre y Kellan—: Mientras ella hace eso, ustedes deben decir, palabra por palabra: “Mi sangre, libremente entregada”.
Todos asentimos y di dos pasos hacia mi madre. Abrió con sosiego la palma y ni siquiera hizo una mueca cuando pasé la daga sobre ella. Cuando su sangre cayó en la vasija y se mezcló con la mía, dijo:
—Mi sangre, libremente entregada.
El murmullo en mis oídos aumentó de volumen mientras me dirigía a Simon. Tendió sus largos dedos y lo corté.
—Mi sangre, libremente entregada —dijo con determinación.
Titubeé en el trayecto hacia Kellan. Luces zigzagueantes pasaban frente a mis ojos, donde chocaban y convergían en vagas figuras.
—Algo está mal —dije.
—Nos hallamos en la frontera entre los planos material y espectral —explicó Simon—. Podría haber molestias. Prosigue.
Di los últimos pasos hacia Kellan. Sostuvo mi mirada y concentrarme en su rostro me permitió ignorar las leves y siseantes voces que al parecer sólo yo percibía. El ruido trajo consigo un frío presentimiento que hizo que mis manos temblaran. Aurelia. Escuché mi nombre en medio del murmullo. Aurelia…
—¡Aurelia! —Kellan tendió la palma y mi daga revoloteó por encima de ella—. Todo está bien —dijo—. Hazlo.
—No —bajé la navaja y el ruido se desvaneció—. Lo siento, no puedo.
—¡Debemos terminar esto! —exclamó mi madre—. Tenemos que…
—Es demasiado tarde —Kellan se alejó de mí para mirar por la ventana—. Ya llegaron los guardias. Se nos terminó el tiempo.
—¡Sáquela de aquí —ordenó Onal—, para que recojamos esto antes de que alguien entre y lo vea! Mi cuello es demasiado delicado para una soga.
—Actúa como si nada de esto hubiera sucedido —me instruyó mi madre—. Esta noche habrá un banquete de bienvenida para Simon. Tú asistirás, pero sólo después de que hayas pasado un largo rato en el santuario para que examines tus faltas. La gente debe verte en humilde adoración. Debe atestiguar tu devoción a Empírea, ver que eres normal.
—Así que finge —Onal sonrió.
Ni siquiera pude lanzarle una fulminante mirada decente porque Kellan me sacó de la habitación.
3
Mientras el resto del castillo preparaba un festín en honor de nuestro ilustre visitante, yo me encaminé a la pequeña capilla donde la familia real rendía culto en elegante aislamiento. De hecho, daba la impresión de que aunque Empírea exigía humildad y sencillez a sus adeptos, sus gustos tendían al despilfarro y la opulencia. El santuario estaba cubierto de seda y satén, decorado con oro y revestido de sillas de terciopelo con borlas. Pulidas columnas de mármol se elevaban hasta un techo cóncavo pintado con una representación del cielo nocturno, en la que risueños querubines se suspendían con gracia sobre las constelaciones, y oscuras y diabólicas figuras los acechaban desde abajo. Se suponía que este fresco simbolizaba nuestros impulsos humanos: los justos arriba y los inmorales abajo, pero yo siempre había pensado que falseaba la verdad de las cosas: los pecados eran gratos y encantadores, como los querubines. Y con sus dientes de fuera y ojos ansiosos, los demonios eran escandalosamente parecidos a las turbas fervientes que frecuentaban las concentraciones del Tribunal.
Yo temía a quienes odiaban a los pecadores mucho más que al pecado mismo.
Después de dejar que la puerta se cerrara tras de mí, puse el seguro y levanté la cortina de brocado que conducía al santuario, donde un centenar de velas blancas titilaban sobre candeleros dorados. Encendí una para mí y la puse junto al altar. Me arrodillé, susurré una apresurada disculpa por la profanación que estaba a punto de cometer e hice a un lado la piedra de mármol del altar. Una vez expuesto el interior de éste, recogí la primera capa de mis faldas para tener acceso al bolsillo prendido de mis enaguas, de donde saqué el pequeño libro de conjuros que había ocultado ahí. Mi intención original era usarlo en un intercambio con Mabel Doyle, así que supuse que me quedaría con él.
Aquejada por la culpa, hice una pausa con la mano sobre la cubierta. Debí haberme dado cuenta de que algo marchaba mal esta mañana cuando Mabel no se presentó a nuestro acostumbrado intercambio mensual de conocimiento de brujería. Esperé siglos afuera de su librería antes de marcharme, frustrada, sin sospechar que menos de una hora después vería que la colgaban bajo la torre del reloj. No nos conocíamos bien: dada la ilícita naturaleza de nuestros asuntos, manteníamos al mínimo nuestras interacciones. Jamás supe que tenía familia, ni que había perdido a algunos de sus miembros. Al mirar ahora los libros que había intercambiado conmigo en los últimos meses —de posesión por espíritus, nigromancia, comunicación con los muertos—, me pregunté cómo había podido pasar eso por alto.
—Eres astuta —dijo una voz desde las sombras a mi lado—. Blasfema y un poco impertinente, pero astuta.
—¡Sangre del fundador! —maldije y me aparté del altar de un salto, con el que casi tiro un candelero—. ¿Cómo entraste aquí? Puse el seguro. ¡Por mi madre que lo puse!
Simon rio y levantó la mano para mostrar una pequeña gota de sangre en la punta de su dedo.
—Uno de los primeros conjuros que aprendí sirve para pasar inadvertido aun frente a las narices de alguien. Me saco sangre y recito unas palabras que concentran la magia. Ego invisibilia. Soy invisible. Te seguí con facilidad. ¿Desde cuándo usas tu tiempo en el confesionario para estudiar —tomó del altar el volumen más próximo— un método infalible de la magia de sangre que garantiza una buena cosecha de soya? —chasqueó la lengua—. Espero que no hayas desperdiciado sangre en esto. Es probable que sea falso. La magia de sangre no cura ni multiplica cosas.
—¡Por la santa Empírea! ¿Qué te hizo creer que era buena idea que te aparecieras de esta manera y casi me mataras del susto?
—“La magia de sangre no requiere sortilegios.” Fueron tus palabras o, mejor dicho, del gran mago de sangre del siglo III, Wilstine —tomó otro libro del altar, un volumen encuadernado en piel que yo había atado con un listón para impedir que sus amarillentas páginas se desprendieran—. Cuando era estudiante, mis maestros me hicieron memorizarlo. También creían que el empleo de sortilegios era una distracción más que un medio de control. Sin embargo, esta teoría era poco popular entre muchos magos antiguos, a quienes sus arcanas salmodias les encantaban. Pienso que volvían más impresionantes sus demostraciones públicas. Túnicas al viento, largas barbas blancas, ojos saltones, invocaciones en una lengua indescifrable… todo esto era memorable e imponente.
—Usaste sortilegios hoy —dije con cautela.
—Lo hice. Lo hago, en parte para mantener viva la memoria de mis maestros —llevó su mano a una cadena que colgaba de su cuello, pero no pude ver el pendiente, oculto detrás de su banda dorada—. Y en parte también porque he descubierto que las palabras me ayudan a concentrarme. La magia de sangre echa raíces en la emoción: cuanto más rápido palpite tu corazón, más rápido bombeará sangre. Dolor, placer, temor, pasión: todo lo que intensifica tus emociones puede servir para dotar de más fuerza a tu conjuro. Pero ahí está también el problema. Es fácil perder el control, permitir que la magia te venza. Concentrarme en la pronunciación correcta de frases arcaicas me ayuda a orientarme, a permanecer centrado. Con el tiempo y la práctica, es menos necesario depender de esas cosas. La magia se vuelve más instintiva y accesible. Y también más peligrosa, como un dique en un río: si lo quitas lenta y cuidadosamente, puedes decidir la dirección que seguirá; pero si no eres prudente, podrías echarte encima el dique entero —sacudió la cabeza—. Sobra decir que es muy arriesgado usar la magia de sangre sin preparación alguna, por más versada que estés en Wilstine.
Avergonzada, acomodé un mechón detrás de mi oreja.
—Leo mucho pero no… es decir, he probado algunas cosas, pero nunca nada…
Frunció los labios y volteó mi inquieta mano. Yo había dejado mis guantes en la habitación de mi madre. Bajo la luz de la ventana, resultaba fácil distinguir las docenas de finas cicatrices en mi piel descubierta.
—Dime —inquirió—, ¿qué resultados obtuviste de tu cultivo de soya?
Hice un gesto de enfado.
—Para ser sincera, jamás tuve ocasión de probar ese hechizo.
Rio.
—A pesar de que no habría surtido efecto, habría sido divertido verte intentarlo. No, la magia de sangre no hace que la soya crezca. Esto compete a un tipo de magia totalmente distinto.
—¿A la fiera? —conjeturé.
—Así es. Veo el Compendium de Magia de Vitesio entre tu colección. Es un excelente resumen de las tres disciplinas mágicas. Me da gusto saber que al menos has leído ese libro.
—Desde la primera hasta la última página… el problema es que no quedan muchas.
Lo tomó y hojeó sus escasas páginas.
—¡Lamentable! —exclamó—. ¡Alguien amputó ochenta por ciento de este libro! Lo que resta es prácticamente incoherente.
—La mayoría de mis libros está así. Las purgas del material de lectura relativo a la brujería que el Tribunal lleva a cabo de manera regular son implacables. Tengo suerte de que estos libros hayan sobrevivido. Casi todo lo que sé, lo he espigado de fragmentos al paso de los años.
Cerró el libro de golpe, exasperado.
—Primera lección: la magia es eso que hace a los árboles, los animales, las plantas y a nosotros diferentes de las rocas, la tierra y el agua… Es la chispa. Espíritu. Vida. Comoquiera que la llames, es poder. Dicho esto, hay tres métodos principales para tener acceso a ese poder. El primero se llama sancti magicae, alta magia. Sus practicantes acceden a ella por medio de la meditación, la oración y la comunión espiritual con Empírea. Les da visiones del futuro, la aptitud de mover objetos con su mente y, en ocasiones, el poder de curar. La famosa reina de Renalt, Aren, fue una anacoreta del más alto orden antes de dejarlo para casarse dentro de la monarquía del país. El segundo método se llama fera magicae, o magia fiera. Consiste sobre todo en herbolaria, adivinación, transfiguración… es la magia de la naturaleza. Del crecimiento. Del orden cíclico y el equilibrio. El rey al que nosotros debemos nuestro nombre, Achlev, hermano de Aren, fue un mago de este orden. Y el último método es el sanguinem magicae, la magia de sangre, magia de la pasión y el sacrificio. Ésta es quizá la más poderosa y destructiva de todas. Antes de que condenara los hechizos y pasara a ser el fundador del Tribunal, el tercero de los hermanos, Cael, fue un mago de sangre de gran autoridad. Los tres juntos fueron muy poderosos en su tiempo. Triumviri, los llamó entonces la Asamblea. Eran los mejores en su campo.
Mientras yo escuchaba en silencio, usaba las simplistas explicaciones de Simon para unir las piezas dispersas de mi conocimiento irregular.
—No sabía eso sobre ellos.
—¿Cómo es posible? —lanzó una mirada severa a mi escueta biblioteca.
—¡Un momento! —lo atajé—. ¿Dijiste que ésa era la primera lección? —pregunté esperanzada—. ¿Eso significa que podría haber una segunda lección?
Silbó por lo bajo.
—Cuando me escribió para pedirme que viniera, tu madre me dijo que eras “peligrosamente indiferente a la precariedad” de tu posición. Ahora veo que no exageró.
—Se equivoca —afirmé—. Sé muy bien lo precaria que es mi posición.
—¿Y aun así coleccionas libros mágicos y practicas conjuros de sangre?
Me encogí de hombros, en señal de desesperación.
—El Tribunal aterroriza a este país, mi país. Si ellos ven la brujería como un arma, debo aprender a manejarla contra ellos —tragué saliva—, antes de que puedan usarla contra mí —o contra otras personas, como Mabel e Hilda. Empujé el recuerdo de su muerte hasta lo más profundo de mi mente y retorcí mi culpa y mi dolor en el tenso resorte de mi centro.
Hizo una mueca.
—Segunda lección: brujería es un término tosco. La Asamblea, hoy caída en desgracia, nunca permitió su uso. El vocablo bruja se refiere a practicantes sin preparación ni disciplina, en especial a quienes ignoran deliberadamente los estatutos de la Asamblea, que fueron establecidos para la seguridad de todos, magos y no magos por igual.
La Asamblea de magos había visto menguar su autoridad durante muchos años antes de su caída final. Yo era demasiado joven para recordarla, pero desde niña había oído relatos sobre la magna y gloriosa festividad en Renalt que acompañó a la noticia de su desaparición. Era un suceso que se recordaba con frecuencia y se comentaba con nostalgia, fuente de gratas anécdotas por intercambiar en buena compañía. ¿Dónde estabas cuando recibiste la noticia? ¿Recuerdas los fuegos artificiales? ¿El baile de toda la noche en las calles?
Sólo hasta que crecí supe que lo que todos celebraban era la muerte. La muerte para las personas con el don de la magia, como yo.
—¿Qué fue de la Asamblea? —pregunté—. ¿Qué fue de ella en realidad?
Una sombra atravesó su semblante.
—Ésa es una lección para otro día.
—¿En verdad me instruirás?
—Cuando entraste al triángulo durante nuestro conjuro, las piedras de luneocita relampaguearon. Eso indica que ya estás en sintonía con tu poder. Pero la magia, en especial la de sangre, puede ser difícil de aprender y penosa de practicar. Tras la desaparición de la Asamblea, durante mucho tiempo deseé transmitir mi conocimiento a otra generación, pero me temo que la última vez que traté de hacerme cargo de un principiante, las cosas no terminaron bien. Lo que experimentaste hoy en el triángulo fue sólo un hálito de lo que te aguarda. Debo preguntarte con franqueza: ¿estás segura de que serás capaz de cumplir con la tarea?
—Sí —respondí—, estoy totalmente segura.
—De acuerdo, te instruiré, aunque a modo de ensayo y una vez que estemos en Achleva, después de la boda. Hasta entonces, creo que sería sensato que te abstuvieras de la magia por completo. De esa manera, podremos empezar desde el principio y tú continuarás viva.
—Cosas ambas igualmente deseables, supongo —hice una pausa—. ¿No me darás un sermón sobre la venganza? ¿No me dirás que, una vez que me convierta en reina de Achleva, debería abandonar mi rencor contra el Tribunal?
—¡No, por favor! —exclamó—. El Tribunal es una abominación. No creo que pueda haber mejor legado para una reina de ambas naciones que librar para siempre al mundo de esa organización.
Me relajé en mi asiento, estupefacta. Por primera vez en mi vida, esperaba mi boda con ansia.
—Jamás lo había pensado así.
—Debes saber que no será fácil. Y aunque Achleva no tenga un Tribunal del que preocuparse, tenemos nuestros propios problemas —las comisuras de sus labios se doblaron y pude ver que esos problemas se manifestaban en las arrugas alrededor de sus ojos y su boca, fáciles de confundir con líneas de expresión—. Confío en que durante mi estancia de una semana aquí pueda indagar algunas cosas que me han desconcertado en Achleva.
—¿Qué piensas que podrías descubrir en Renalt? Nosotros no podemos atravesar siquiera la muralla de Achleva sin… —procuré ser delicada y subí y bajé los dedos; cuando arqueó las cejas, añadí—: Ya sabes, morir quemados —nuestros libros de historia están repletos de horribles láminas de ejércitos completos de Renalt muertos en su afán de penetrar la muralla de Achleva. Inspirado por los textos del fundador del Tribunal, Cael, Renalt lo había intentado sin éxito durante trescientos años, hasta que el tratado matrimonial mitigó la agresividad entre nuestros países, si no es que su enemistad de fondo.
—Los habitantes de tu país no necesitan cruzar nuestra muralla para influir en lo que sucede detrás de ella —dijo—. Quisiera entender la razón por la que, de pronto, tu moneda ha estado circulando en abundancia al lado de la nuestra; de que mercaderes forjen nuevos tratos comerciales con puertos en Renalt que nunca antes los habrían recibido… Hallet Graves, De Lena…
Me puse nerviosa.
—¿De Lena?
—¿Conoces a Toris de Lena?
—Es un magistrado del Tribunal. Apenas puedo imaginar que acoja a barcos de Achleva en su puerto, a menos que esto favorezca sus ambiciones.
—Quizá sus ambiciones incluyen adquirir influencia en Achleva.
¡Qué idea más pavorosa! Clasifiqué la información: el magistrado Toris de Lena, portador de la sangre del fundador… ¿implicado en convenios comerciales secretos con Achleva?
—Bueno, si descubres algo, cualquier cosa, avísame —dije. La voz de Toris repiqueteaba en mis oídos. Mabel Lawrence Doyle, ha sido juzgada y condenada por el justo Tribunal por el delito de distribuir textos ilícitos, y sentenciada a morir…
Empañar un poco la impecable reputación de Toris tal vez sería mi regalo de despedida de Renalt. Si la verdad era muy desagradable, podría costarle un lugar en la mesa de los magistrados o, mejor todavía, ganarle uno en una celda. O en el cadalso.
Quizás esta vez Toris había puesto la soga alrededor de su propio cuello.
4
Cuando regresé a mis aposentos tras haber dedicado un rato a “orar”, mi doncella, Emilie, ya estaba ahí y recogía los pedazos de un vidrio roto. De cara rosada y redonda, era quizás uno o dos años menor que yo, aunque de igual estatura que la mía. Ya llevaba varias semanas a mi servicio, lo cual era demasiado si se consideraba que yo cambiaba de doncellas como de zapatos las princesas de los cuentos de mi niñez: era raro que duraran más de un día. Ocasionalmente, tropezaba con mis antiguas ayudantes en otro sitio del palacio, ya fuera sacando estiércol de las caballerizas, vaciando las bacinicas de las habitaciones o limpiando pollos en la cocina. Pasaba junto a ellas con la cabeza siempre en alto hasta que me perdía de vista. A veces lloraba, porque sabía que preferían las bacinicas y las vísceras a mí, pero sólo lo hacía cuando nadie me veía.
—Disculpe, milady —Emilie se apresuró a terminar de barrer los trozos de vidrio—. Esperaba haber acabado esto antes de que volviera.
—Déjame ver —dije.
Tendió con renuencia el recogedor. Entre las piezas de vidrio sobresalía una piedra grande, pintada con símbolos de protección. Exhibía una sola palabra: Maléfica. Éste era un término antiguo, hoy interpretado a menudo como bruja. Yo lo había visto en un par de ocasiones en los deteriorados restos de páginas de conjuros, o garabateado en los márgenes de arcaicas notas. En esas escasas menciones, sin embargo, jamás aparecía como una descripción, sino como un mero nombre.
Era obvio que alguien creía que tal apelativo me ajustaba.
—Ya pedí que repongan el cristal, milady —explicó Emilie—. Esperaba haber limpiado esto antes de que usted regresara, para que no tuviera que…
—¿Verlo? —arrugué la frente—. ¿Has reparado ya otras cosas antes de que yo las vea? —me miró con temor por debajo de sus pestañas—. ¿Lo has hecho?
—No quería alarmarla, milady. Han sido sólo cosas de bromistas y supersticiosos. No hay de qué preocuparse, estoy segura.
Se marchó para alejar los vidrios y la piedra de mi presencia al tiempo que yo me acomodaba junto a la ventana rota. Mi habitación daba al cuartel y al establo, así que identifiqué con facilidad a Kellan: a un costado de Falada, una preciosa yegua blanca, cruzaba el patio hacia el corral. Los observé con añoranza. La familia Greythorne y sus caballos gozaban de un merecido renombre, y Falada era uno de los raros ejemplares de la raza empírea, perfectamente domesticada y entrenada. Kellan mismo se había hecho cargo de criarla desde que era una potrilla. Al mirarlos juntos, me resultó fácil creer que la divina Empírea había adoptado una forma como ésa al venir a la tierra, tal como se nos había enseñado. No podía haber en el mundo una criatura más noble y más bella.
Aunque debía de haberme alegrado que Kellan dispusiera de un momento para salir y montar a Falada antes de reasumir sus deberes en el banquete de esa noche, sentí envidia. Como si hubiese percibido la caricia de mis pensamientos, él volteó hacia mi ventana abierta y me saludó al verme. Luego montó en Falada y se alejó.
—¿Qué le gustaría ponerse para el banquete, milady? —Emilie abrió mi guardarropa de par en par para que inspeccionara mis opciones.
—Elige tú —dije, como les decía siempre a mis doncellas. Examinó con entusiasmo los vestidos y menos de un minuto después descolgó uno de satén verde. Cuando me lo mostró para que lo aprobara, me sorprendió que no fuera negro; las demás doncellas elegían todo el tiempo uno de ese color.
—¿No le agrada?
—No, no es eso… ¿Qué hizo que lo escogieras?
—La esmeralda era la piedra favorita de mi madre —ya estaba sacando por mi cabeza la prenda que llevaba puesta y ayudándome con el vestido de gala—. Tenía un anillo con una esmeralda justo de este mismo tono. Me repetía una y otra vez que era una piedra de previsión y sabiduría.
—¿Tu madre sabe mucho de piedras?
Amarraba ahora los cordones de mi corpiño.
—Sabía, milady. Antes de que muriera. También le gustaban las trenzas, así que me enseñó a hacer unas muy bonitas —levantó una parte de mi cabello—. Se le verían bien a usted. ¿Quiere que lo intente?
Me encogí de hombros.
—¿Por qué no? Tu madre… debe de haber sido joven. ¿Murió a consecuencia de la epidemia de fiebre del invierno pasado?
—No, no fue eso. La quemaron por bruja hace cuatro años.
Sentí que el resorte en mi centro se tensaba. Emilie no tenía más de quince o dieciséis años, lo cual quería decir que había tenido tan sólo once o doce al momento de la ejecución. Huérfana de madre y sola en ese complicado borde entre la adolescencia y la juventud… yo no podía imaginar siquiera lo que eso debía de haber sido para ella. Y su madre era sólo una más del incontable cúmulo de mujeres y hombres sacrificados por practicar la brujería. No importaba si había sido inocente o culpable; lo indignante era la injusticia, el absurdo sinsentido de esa pérdida.
—Lo siento mucho —susurré con un hilo de voz. No sabía qué más decir.
—Yo también —dio un paso atrás para contemplarme—, era una buena persona —agregó más tranquila—. La mayoría de las personas a las que llaman brujas son gente amable y normal. Los malos son los que persiguen y perjudican a los demás, sean brujos o no.
La tomé de la mano.
—Gracias —dije.
Era una audacia decirlo en voz alta, aun para alguien como yo.
Casi siempre comía sola en mi habitación. Y no porque tuviera una aversión particular a comer con mi hermano, mi madre y el resto de la corte, sino debido al difunto que permanecía a toda hora al pie de la escalera que desembocaba en el salón de banquetes.
Esa escalera era muy empinada, así que la caída de aquel hombre debía de haber sido terrible sin duda, porque su cuello se doblaba en un ángulo insólito. Sombras como él solían permanecer en su sitio a causa del recuerdo de su dramática muerte y de su compulsiva necesidad de compartirla, e incluso de reexperimentarla… Y si él me tocaba, yo estaría obligada a verla ocurrir de nuevo. A menudo los recuerdos de los espíritus eran tan vívidos que no podía distinguirlos de la realidad. Los revivía como si sucedieran en tiempo real. Y justo ahora no podía desplomarme, ciega y vociferante, en un lugar tan público como ése; sería arrastrada hasta la horca antes siquiera de que tocara el suelo.
En días como éste, debía pasar junto al fantasma en la escalera o usar la única ruta opcional al salón de banquetes. Cuando di el primer paso dentro de la cocina y la bulliciosa energía del personal se acalló gradualmente, me pregunté si no habría sido preferible correr el riesgo de las escaleras.
Elevé la frente y pasé junto a los platos de humeantes pasteles de carne y fuentes de pato asado que esperaban a hacer su espectacular entrada. No me inmuté ante la vista de los sirvientes. Aun si creían que yo era rara, jamás les hacía sentir que me disculpaba por eso.
Cuando entré al salón, los invitados estaban tan absortos en sus conversaciones que no se percataron de mi arribo por la puerta de servicio. Sin embargo, Kellan se encontraba cerca y me esperaba, sin comentar nada. Había dejado de preguntar acerca de mis peculiares hábitos. Desde hacía un tiempo había decidido que yo era producto de mis circunstancias: si no fuera por mi compromiso con el príncipe de Achleva, nadie habría reparado en mis hábitos extraños y mis ojos raros, y yo nunca habría desarrollado estas rutinas evasivas. Si le hubiera contado del hombre con el cuello roto en la escalera —o de la niña de rostro púrpura bajo la superficie del estanque de los lirios, o de la mujer de mirada inexpresiva que daba vueltas en el pretil del ala oeste—, tal vez habría creído que estaba loca.
Me guio a mi sitio en la mesa principal. Lucía imponente y distinguido con su uniforme dorado y marfil, y su capa azul cobalto, el atuendo ceremonial de los guardias de alto rango. Mordí por dentro mi mejilla, como si de esta manera lograra pasar por alto que uno de los rizos de su cabellera había escapado del resto y colgaba encantadoramente sobre su frente.
—Hoy no se vistió de negro —observó—. No sabía que tuviera vestidos de otros colores.
—No siempre visto de negro.
—Tiene razón. Creo que una vez la vi de gris.
No supe si sonreír o fulminarlo con la mirada, pero no tuve que decidirlo. Él tomó su lugar a mi espalda para volver a adoptar su papel de guardia a la vista de los invitados. La formalidad era algo que podía ponerse y quitarse como una máscara: en cierto momento era el chico de buen corazón que me había enseñado a montar entre risas cuando yo tenía catorce años y ni un solo amigo, y al siguiente era el caballero estricto y práctico a quien podía confiarle mi seguridad, no mis secretos. Amaba al primero —de una manera discreta y delicada, que sólo yo conocía—, pero estaba agradecida con el segundo. Verlo tan distante, tan severo, me hacía sentir que tal vez no era tanto lo que perdía.
—¡Todos en pie para recibir a la reina Genevieve y al príncipe Conrad!