Espino gris - Crystal Smith - E-Book

Espino gris E-Book

Crystal Smith

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Beschreibung

"¿Quieres que las cosas sean diferentes? Esfuérzate para que cambien. Lucha hasta que te duela la espalda y te sangren los dedos y todo te aflija tanto que te olvides del dolor de tu corazón… Nunca podrás huir de aquello que llevas dentro. No pierdas el tiempo intentándolo." La vida de la princesa Aurelia cambia drásticamente cuando el reino que pensó que salvaría cae en la ruina, un ser querido muere trágicamente en un naufragio y su nación de origen se vuelve en su contra. Sin ningún lugar al cual poder llamar hogar, Aurelia regresa a Espino Gris, la residencia de la familia de su mejor amiga, donde descubre que dicha mansión alberga los más siniestros secretos. Acechada por toda clase de enemigos, la princesa se ve atrapada en una pugna sin cuartel para proteger a la familia que le queda. En sus momentos más oscuros, cuando todo parece sombrío, ¿encontrará Aurelia una chispa de esperanza en un amor que pensaba perdido? "Smith ha creado un mundo lleno de intrincadas reglas mágicas donde nada es lo que parece y el juego cambia constantemente… Los lectores se sentirán empujados al borde de sus asientos con esta novela asombrosa".  School Library Journal "¡Una obra maestra de la fantasía épica!". White Birch Books

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Veröffentlichungsjahr: 2020

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A Carma,

quien leyó cada borrador

por imperfecto que fuera

PARTE UNO

Conrad Costin Altenar, de ocho años de edad y próximo rey del insigne señorío de Renalt, tarareaba al ritmo de los chirridos y convulsiones de su carruaje. Era una canción popular de Renalt, concebida para recitarse en un tono menor y melancólico: No vayas nunca al Ebonwilde, / donde una bruja encontrarás… Todos sabían de memoria la estrofa inicial, pero él prefería la segunda, que pintaba a un jinete misterioso:

No vayas, hijo mío, al Ebonwilde,

porque un jinete infame monta ahí.

Llama plateada de su rucio es crin,

sus ojos dos tizones como el mal.

No vayas, hijo mío, al Ebonwilde,

reposa en esta cama placentera.

Si miras, hijo mío, en el Ebonwilde,

quizá pierdas el tino y la cabeza.

Al tiempo que canturreaba, se entretenía con un juguete nuevo: una puntiaguda caja sorpresa de nueve lados e intrincados bordes y pasadores que debían pulsarse e invertirse en el orden correcto para que abrieran una sección que contenía una recompensa. Era un obsequio anticipado de su hermana, Aurelia, con motivo de su coronación inminente, prevista para dos días más tarde. Persuadido de que la cajita escondía caramelos, se concentró en ella durante su paseo por Renalt. Deseaba descifrarla antes de que el viaje llegara a su fin, y aunque ya se hallaban a un par de kilómetros de Espino Gris —su última escala y sitio elegido como punto de partida del desfile de coronación—, estaba seguro de que ya habría resuelto el acertijo y devorado el caramelo para el momento en que arribaran al pórtico.

A medida que se concentraba más y más, su canturreo languidecía.

Presión, vuelta, giro, giro, golpe y…

Nada.

—¡Estrellas infernales! —exclamó antes de que paseara la vista por el vehículo vacío y confirmara que nadie lo había escuchado. Su única compañía era su propia imagen, que lo miró desde el reflejo del cristal en el otro extremo del coche.

Onal, la gruñona anciana que en las últimas cinco décadas había servido como sanadora y consejera de confianza de la familia real, decía siempre que las malas palabras eran señal inequívoca de una mente ociosa, pero no debía creer en verdad en su dicho, pues ella misma poseía una impresionante colección de vulgaridades que usaba con extrema libertad. Aun así, la vieja era irreprochable —nadie se atrevía jamás a censurarle—, mientras que la conducta de Conrad se sujetaba a una vigilancia muy estricta. Ése había sido justamente el motivo de su salida: mostrar al pueblo de Renalt que su joven soberano estaba preparado para gobernar. Buscan razones para hacerte a un lado, le dijo Aurelia cuando se despidieron. No les des una.

Pese a que le habría agradado que compartiera con él esta aventura, sabía que era mejor que guardara distancia. Si el rey quería que sus súbditos aceptaran sus decisiones, primero era preciso que lo admitieran como gobernante. Más valía que no se les recordara lo que le unía a una bruja sospechosa de haber destruido la capital de Achleva.

Esto no significaba que Aurelia temiera enfrentar a sus detractores. A nada le tenía miedo: personas intolerantes, ciudades en ruinas, conjuros de sangre… ni siquiera la soledad y las sombras.

Conrad tragó saliva y apartó la cortina para mirar las negras nubes que se acumulaban en el cielo. Se aproximaba una tormenta, seguida muy de cerca por el ocaso. Elevó a las alturas un rezo compungido: ¡Piadosa y santa Empírea! Perdóname por haber maldecido de nuevo. Permite que lleguemos a Greythorne antes de que caiga la noche.

Las tinieblas no le asustaban, pero en los últimos meses las noches más negras habían presagiado los sucesos más aterradores. Toris lo había engañado en la oscuridad para que traicionara a Aurelia; Lisette le fue arrebatada en las sombras y no había vuelto a verla desde entonces. Y en la noche más densa que hubiera visto nunca —la noche de la luna negra— su amada madre había exhalado su último suspiro.

Nada bueno había ocurrido jamás en la oscuridad.

Un trueno grave y estentóreo agitó las tablas del piso y el coche se detuvo poco a poco. Alguien tocó a la puerta. La cabeza de su regente oficial, Fredrick Greythorne, apareció adentro con un aullido que retumbó por encima de otra despaciosa queja del cielo:

—¡Se avecina una tormenta, su majestad! Esta calzada se inunda cada vez que llueve mucho.

El hermano de Fredrick y nuevo capitán de su guardia personal, Kellan Greythorne, esperaba atrás y añadió:

—Podemos abrirnos paso o guarecernos hasta que amaine.

Conrad se asomó al sendero. Habían llegado a los matorrales de espinos que rodeaban la residencia Greythorne. El viaje concluiría pronto, ¿y cuánto podía durar la tempestad? Acaso sería tan sólo una borrasca, una última rabieta del verano antes de ceder su sitio al otoño; quizá se cansaría en una hora. Así, aunque la decisión obvia era que se guareciesen a la espera de que eso pasara, se hallaban muy cerca de las acogedoras chimeneas de Espino Gris y en poco tiempo más se haría de noche.

—Continuemos la marcha —indicó Conrad—. Abrámonos paso.

—De inmediato —Fredrick intercambió una mirada con su hermano y Conrad supo que ambos habrían preferido la otra alternativa, pero el rey ya había dado su orden.

Los caballos avanzaron a un trote vertiginoso hasta que empezó a llover a cántaros. El carruaje chapoteaba sobre el fango, que en cuestión de minutos se convirtió en un pantano. Refugiado en un rincón, Conrad sentía que el artilugio se hundía cada vez más en el lodo y que el ruido exterior cobraba fuerza creciente hasta que los gritos se volvieron alaridos y la carroza paró con una sacudida brusca que lo derribó de su asiento.

Se reacomodó como pudo y estiró el cuello para ver si distinguía algo entre la cortina y el marco de la ventana.

No había nadie.

El camino se revelaba desierto y guardias y caballos habían desaparecido. Tampoco llovía, todo estaba seco y en silencio; sólo se oía el murmullo del viento bajo un crepúsculo nublado teñido de rojo.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó al vacío con voz trémula—. ¿Fredrick? —tragó saliva—. ¿Kellan?

Quiso refugiarse en el carruaje, acurrucarse y esconderse hasta que sus vasallos regresaran de… dondequiera que se hubiesen marchado, pero ¿y si había sucedido algo malo?

Aurelia jamás se acobardaría en una carroza ni esperaría a que la rescataran. Sería la primera en bajar y encararía con valor cualquier riesgo, sin permitir que nada se interpusiera en su camino.

Si ella podía ser intrépida, él también.

Puso en tierra un pie embutido en un zapato dorado, luego el otro, y abandonó en el piso del coche su saco de brocado color ámbar. Si iba a ejecutar el papel de héroe, no lo haría con tanto brillo; sus zapatillas de punta y medias de seda eran ya lo bastante incómodas. Habría deseado salir del apuro con la malla plateada y la capa cerúlea de los soldados de Renalt, o con la larga y oscura capa con que Zan proyectaba una apariencia siniestra y amenazadora, pero tendría que conformarse con lo que llevaba puesto.

Todo lucía turbadoramente tranquilo, como si los animales e insectos se hubieran paralizado para ver lo que haría. Sacó de la funda una transparente daga de cristal, el puñal de luneocita que pertenecía a Aurelia. Lo había encontrado entre sus cosas y decidió apropiárselo; con todo y que, como él mismo, era corto y de frágil apariencia, poseía una fortaleza mayor que el acero. Portarlo al cinto le infundía seguridad.

Vio que algo se movía adelante. Aunque al principio pensó que aquello se reducía a un efecto visual de la rara luz rojiza del atardecer, se movió de nuevo.

Conrad entrecerró los ojos.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó al silencio.

Una figura se formó bajo el humo plateado y las tétricas sombras: un espigado contorno que se materializó al instante en una silueta espesa e imponente, y se elevó sobre él. Sus ojos se ensancharon y sintió que el cuchillo se escurría entre sus dedos conforme aquel perfil adquiría precisión y se trasmutaba no en una sino en dos entidades.

Se vio de súbito frente a los personajes de su candorosa melodía popular: un jinete envuelto en una capa gris y el espectral caballo sobre el que montaba.

Si miras, hijo mío, en el Ebonwilde, / quizá pierdas el tino y la cabeza.

—¡Estrellas infernales! —exclamó por segunda ocasión esa tarde, giró sobre las puntas de sus zapatillas y se puso a cubierto entre los espinos que bordeaban la vereda.

Aquel cortinaje de agujas y ramas laceró su atavío cuando se sumergió en él. Escuchó los cascos cada vez más cerca. El bosque era casi impenetrable incluso para su menuda complexión, así que resultaría imposible que cualquier otro pudiera entrar pero cuando atisbó por encima del hombro, vio que el gris jinete y su corcel plateado lo cruzaban como hace el humo por una tela de alambre.

Mientras corría, también los espinos alteraban su forma; el matorral mutó en un seto que se abrió ante él para brindarle un camino empedrado. Dobló en una esquina y la siguiente; a derecha, izquierda y derecha de nuevo. Era una maraña, el laberinto de Espino Gris. Sospechó que el jinete lo enfilaba hacia la vetusta iglesia que se erguía en la convergencia de ese caos. Más allá de los arbustos, un racimo de luces titilaba entre los postigos de la ilustre mansión, tentadoras como faros.

La cercanía del jinete lo empujó a apurar el paso. Las campanas del templo tañeron una melodía discordante mientras él salvaba los últimos meandros que lo separaban del santuario. Hizo el esfuerzo de recordar la ruta que Kellan le había enseñado y no cesaba de girar a diestra y siniestra en aquellas curvas y espirales, aunque perdía terreno siempre que se veía forzado a retroceder porque daba una vuelta equivocada.

Llegaron juntos al centro. A un relincho del potro, el jinete alargó los dedos desde los holgados pliegues de su manto incoloro mientras Conrad se empeñaba en alcanzar los escarpados peldaños de la capilla.

Por un momento, todo se detuvo. Ambas figuras se petrificaron en el percutir de un latido, quizá dos, antes de que las campanas enmudecieran y la totalidad de las cosas —el suelo, el aire, la trama de la realidad— se astillara en un destello abrasador y una eufórica vibración de fuerza.

En el camino a Espino Gris, la lluvia feneció de modo tan abrupto como había comenzado, y los peregrinos percibieron a lo lejos las campanadas de la Stella Regina. Fredrick Greythorne fue a comprobar que el chico bajo su tutela no se hubiese alarmado con la tosca sacudida del carruaje cuando lo extrajeron del cieno. Abrió la puerta y vio que cabeceaba con un manojo de envolturas a su lado, la radiante cabellera revuelta y el calzado y las medias de satén hechos jirones. Se había quedado dormido sujetando la extraña caja sorpresa de nueve cantos.

1

Mi adversario era un comerciante de edad madura que respondía al nombre de Brom Baltus. Se había detenido en la taberna del Canario Silencioso con la ilusión de procurarse compañía femenina y jugar un par de manos de Ni lo uno Ni lo otro antes de remolcar sus haberes —una carretada de manzanas, quesos y licores finos— por el último trecho de su ruta. Quiso la mala fortuna que se sentara conmigo en la mesa de juego; cuando acabase con él, se juzgaría con suerte si le quedaban algunas monedas para volver a casa, junto a su infeliz esposa, y ya no digamos para que pagara una o dos horas del valioso tiempo de una de las mozuelas del Canario. Yo lamentaría para entonces haberlas privado de un buen cliente, aunque a juzgar por el aroma de Brom, de seguro que a ninguna de ellas le importaría.

Se inclinó para mostrar su penúltima mano. Su sonrisa de suficiencia exhibió una boca llena de dientes manchados de tabaco.

—El Triste Tom —empujó la carta hacia mí—. Es hora de que eleve su apuesta, señorita, si no quiere verse forzada a enseñar su juego.

Arrugué la frente cuando vi en esa carta la imagen de un sujeto desangelado y con los párpados caídos que apretaba una ajada margarita de cuatro pétalos. Era un lance demasiado audaz para un hombre que menos de cinco minutos antes se había chamuscado el bigote en el intento de encender su pipa. Yo había apostado ya todo el dinero que pensaba poner en juego —doce coronas de oro obtenidas a lo largo de dos meses de cautelosas victorias de naipes— y me quedaba muy poco que aportar. Si no alegraba con algo a ese Triste Tom, perdería todo aquello, y por añadidura la carreta de mercancías.

Dudé un instante, introduje la mano en mi zurrón y tomé el último objeto de valor que me restaba: un fino anillo de oro blanco con una gema exquisitamente tallada. Aunque no lo había usado en varios meses, no me resignaba a guardarlo en un alhajero. Incluso ahora, mientras lucía en el centro de la mesa y el reflejo de las velas en su faz estallaba en un millar de irisadas esquirlas, sentí el agudo temor de perderlo. Pero ansiaba emprender planes que resultarían muy costosos, y los productos de Brom contribuirían a que los hiciera realidad.

—Nada se asemeja a esto en la joyería de Achleva —afirmé—. Es una gema de luneocita pura, diestramente pulida y magistralmente engastada.

—¿Y qué le hace pensar que vale…?

—Pertenecía a la difunta reina Irena de Achleva —lo interrumpí—. Tiene grabadas sus iniciales y el sello de la familia Achlev —tendí los dedos e incliné la cabeza con arrogancia, los ojos todavía ocultos bajo la oscura capucha—. ¡Imagina lo que darían las damas de la corte de Syric por una reliquia como ésta!

Le brilló la pupila; sabía muy bien a qué cantidad me refería. Los vestigios de la arruinada dinastía de Achlev se habían vuelto sumamente preciados entre la élite social de Syric. Y como este anillo había pertenecido a la última reina… valía el doble de las monedas que se apilaban sobre la mesa. Añadí con ostentosa tranquilidad:

—¿Esto aliviará la congoja del Triste Tom?

—¡Desde luego! —respondió con una sonrisa más que satisfactoria—. Acepto su apuesta. Haga su siguiente jugada, damita.

Damita. Si un hombre hubiera realizado ese envite, se le habría visto con recelo. Este idiota se habría preguntado: ¿Qué manopodría justificar una oferta tan extravagante? Pero dado que yo era mujer, y joven además, Brom Baltus interpretó mi ocurrencia como señal de que se había llevado la partida. De que estaba acorralada y había hecho ilusamente mi última propuesta desesperada, con el único fin de seguir en el juego.

¿Qué había dicho Delphinia alguna vez? No se juega con la baraja, se juega con el rival.

Pese a que estábamos todavía a dos jugadas de concluir, yo ya había ganado.

Esperé a que se vanagloriara y en mi turno siguiente saqué al Herrero Prodigioso, esplendente en su lujosa barba castaña y delantal escarolado, martillando feliz en su fragua. Mi enemigo hizo justo lo que supuse: confundió esa carta de soporte con una de escisión y puso sobre ella a la Dama sin Amor. Se arrellanó en su asiento con un gesto de desdén, persuadido de que había asegurado su éxito.

—La Dama sin Amor acaba de meter al horno a su Herrero —dijo—. Ha llegado el momento de que pague.

—¡Ah! —repliqué—, pero el Herrero se vale por sí solo. No requiere el consentimiento de la Dama sin Amor —esbocé una sonrisa—. Lo que significa que dispongo de un naipe más para jugar.

Volteé mi última carta con ensayada lentitud y me regodeé más de la cuenta en la nueva expresión de Brom —desinterés seguido de disgusto, alarma y consternación— cuando reparó en lo que había hecho.

La Reina de Dos Caras lo miraba de frente.

En ese naipe se plasmaban dos versiones de la misma mujer, una con un cabello tan oscuro como la noche contra un fondo nevado, la otra de cabello tan blanco como el hielo sobre un bosque negro. Guardaban una posición idéntica, como si la línea que las dividía y atravesaba la carta fuera un espejo. Y, en efecto, el naipe mismo fungía como tal, porque reflejaba los pasos que habían dado los jugadores. Todas mis cartas habían sido de soporte, y las de Brom una tras otra de escisión. Se había destruido a sí mismo.

Tomé el anillo de la pila de monedas y lo hice girar en la punta de mis dedos. Me permití un fugaz minuto de melancolía antes de depositarlo otra vez en mi bolsillo.

—Bueno —dije con brusquedad y eficiencia—, ¿dónde debo recoger mis ganancias?

Mientras Brom iba a quejarse con Hicks, el propietario de la taberna, subí a mi pequeña habitación para guardar algunos de mis trofeos. Aun cuando era poco más que un armario —en especial, si se le comparaba con las espléndidas habitaciones de las chicas del Canario, al otro lado del pasillo—, tenía una ventana enorme que daba a la puerta del mesón y a la amplia campiña de las provincias de Renalt. Los lugares demasiado callados u oscuros me provocaban en ocasiones arranques de pánico; esta habitación y la bulla del edificio me sentaban de maravilla.

Las chicas del Canario no comprendían mi obstinación de conservar ese aposento cuando empecé a acumular ganancias y estuve en condiciones de costear uno más grande, y siempre me fastidiaban por ese motivo. Eran adorables, y pese a mi reticencia inicial, en poco tiempo nos hicimos amigas. Me recomendaban estrategias para mis partidas de naipes, y en ocasiones me daban pistas sobre las manos de mis contrincantes. A cambio de ello, yo deslizaba algunas monedas para ellas si sus sugerencias resultaban valiosas. Aunque todas habían sido bautizadas de niñas, cuando llegaron a trabajar al Canario Silencioso cada cual había elegido un nuevo nombre. Ahora se llamaban Lorelai, Rafaella, Delphinia y Jessamine, apelativos dotados de un bello fulgor; si los decías juntos, tenías la impresión de que joyas de vivos colores resbalaban entre tus dedos.

Situado en la intersección de cuatro de las provincias más remotas de Renalt, en el Canario Silencioso no cesaban de cerrarse negocios arriba y abajo de la mesa, así que era un asilo tanto para el mercader honrado como para el bandolero. Estaba tan lejos de Syric que a la capital le incomodaba vigilarlo, y era tan céntrico que constituía una escala obligada para los comerciantes y viajeros que atravesaban Renalt. Era un sitio en el que podías ser quien te diera la gana sin que nadie lo cuestionara o le importase siquiera. Y si bien todos sabían quién era yo, jamás me hacían sentir diferente por esa causa.

Delphinia bajó las escaleras en compañía de un cliente al tiempo que yo subía.

—¡Buenas noches Delphinia, padre Cesare! —les dije cuando me crucé con ellos.

—Estás de un humor excelente. ¿Tuviste una noche tan buena como nosotros? —preguntó ella.

—Así es —contesté—. Tenías razón de que debía utilizar la Reina de Dos Caras. Brom Baltus no imaginó lo que le esperaba.

Contuvo una sonrisa.

—No te fíes de ese hombre, Aurelia. Es malo, no lo trates a la ligera.

La tranquilicé:

—Está ofendido, ¡claro!, pero Hicks lo despachará rápidamente.

Por fortuna, durante sus años como dueño del Canario Silencioso, Hicks había desarrollado una lánguida indiferencia. Si nadie moría o agonizaba, prefería que no estorbaran a su afición de tallar juguetes y baratijas, como la caja sorpresa que le había comprado para obsequiarla a Conrad. Desde luego, él no levantaría un meñique para interferir en los resultados de una ronda justa de Ni lo uno Ni lo otro.

Resté valor a las preocupaciones de Delphinia y me volví hacia el padre Cesare.

—¿Tiene alguna noticia para mí?

El cura de suave voz rebuscó algo en su sotana.

—Sí, muchacha —dijo—. Esta mañana llegó al santuario un paquete dirigido a ti, de parte de un tal Simon Silvis. Ésa es la causa de que haya venido esta noche —y agregó, de cara a la sonrisa de complicidad de Delphinia—: Bueno, una de las causas.

—¿De parte de Simon, dice usted? —pregunté incrédula. Tras la caída de Achleva, Simon Silvis había optado por recluirse en la soledad de la abandonada sede de la Asamblea, porque, dijo, dedicaría al estudio el resto de su vida, sin las diarias presiones y penalidades de un reino en guerra consigo mismo. A nadie le pasó por alto que hubiera decidido retirarse al único lugar en el mundo donde apenas unos cuantos lo encontrarían: quería que lo dejaran en paz. Aunque no lo culpé entonces, jamás pensé que algún día volvería a saber de él—. ¿Por qué él me enviaría algo con usted?

El padre Cesare me tendió un pequeño paquete y dijo:

—Ocurre con más frecuencia de lo que imaginas. En el santuario de la Stella Regina nos distinguimos por nuestra… discreción… en ciertas materias. Tenemos una mente más abierta que muchos de nuestros seguidores, en particular los adscritos al brazo judicial de la fe —alzó las cejas con toda intención: se refería al Tribunal.

Desaté el cordel y retiré la envoltura. Dentro había un libro de antigüedad indefinida, encuadernado en piel teñida de un color esmeralda oscuro y con un motivo en relieve de largas y rosadas ramas. Lo abrí y hojeé con lentitud sus delicadas páginas. En ellas abundaban arcaicos dibujos de trazos circulares y figuras extrañas, con anotaciones en una lengua que no reconocí.

—No entiendo —dije al fin—. ¿Por qué me lo enviaría Simon? No puedo leerlo.

—Soy el archivista del santuario —Cesare se aproximó y elevó las gafas que colgaban de su cuello para examinar el volumen—. Pese a que es indudable que no soy tan versado en estas cosas como los miembros de la Asamblea, no creo que sea presunción sostener que poseo facilidad para la antigua lengua vernácula. ¡Ah, sí! Esto está escrito en el dialecto anterior a la Asamblea, que utilizaban los clanes encabezados por mujeres en el Ebonwilde. Calculo que es del año 450 AA, aproximadamente.

—¿Está diciendo que este pequeño libro tiene dos mil años de existencia? —preguntó Delphinia boquiabierta.

—Quizás el libro mismo no, pero el idioma en el que está escrito sí. Cien años más, cien años menos.

—¿Pero qué dice? —cuando di la vuelta a otra página tropecé con tres siluetas sobrepuestas de apariencia humana, trazada cada una de ellas con una tinta de diferente color.

—Creo que podré descifrar unas cuantas palabras apenas —respondió Cesare—. Veamos… Vida, ¿o será carne? Sueño. Alma… —se encogió de hombros—. Aunque mi versión es inexacta y he perdido práctica, en el templo tengo algunos manuales que te ayudarán a traducir este documento. Si así lo deseas, preséntate conmigo mañana antes de la coronación.

Me puse tensa, pero forcé una sonrisa.

—Lo haré si decido asistir a la ceremonia —le deslicé una de mis monedas recién obtenidas—. Gracias por traerme el libro —añadí—. Recorrió un largo camino para entregarlo —miré a Delphinia—. Me alegra saber que ya está sacando provecho de su excursión.

—Siempre es un placer atender a los fieles del Canario —dijo con un brazo firme sobre la cintura de la joven—. ¿Quieres que te compre otra copa con estos nuevos recursos, corazón?

Los labios color grosella de Delphinia se curvaron en una sonrisa.

—Si no hay otro remedio…

De regreso en mi habitación, guardé el inusual regalo de Simon en mi alforja, donde el paño de sangre todavía exhibía la redonda gota color ocre de su sangre, y extendí en la mesa mis ganancias a fin de contarlas. Ya había ahorrado casi lo suficiente. Justo cuando la coronación concluyera y Conrad fuese oficialmente investido rey, con Fredrick como regente, yo estaría en posibilidades de pagar un camarote en el Humildad, la embarcación de irónico nombre propiedad de Dominic Castillion. La fortaleza flotante del autoproclamado nuevo rey de Achleva era célebre por su belleza y brutalidad. De insólito diseño, su propulsión no dependía de remos ni viento, sino del carbón y el vapor procedentes de los grandes hornos alojados en sus entrañas, lo que ofrecía amplio espacio para salones de baile, cámaras de banquetes y tocadores en cubierta, bajo la cual desnutridos y maltrechos prisioneros trabajaban sin descanso en medio de un calor infernal.

Las primeras monedas que había cosechado en el Canario las había destinado en su totalidad a pagar una copia de los planos de ese navío a un refugiado de Achleva que llegó una noche ahí, se embriagó y aseguró que había trabajado en un astillero para la familia Castillion y participado en la edificación de la flota de ese ambicioso noble. Aun si embellecía o falseaba la verdad, le ofrecí diez coronetas de plata si producía unos diagramas de la nave en el dorso de la elegante papelería membretada del Canario que Lorelai había ordenado a montones para escribir esmeradas y prohibidas misivas a sus amantes predilectos.

Aquel hombre recreó de memoria la traza del Humildad ahogado de borracho, pero sus planos eran notoriamente complicados y estaban repletos de detalles que revelaban un íntimo conocimiento de la disposición física del navío. Di por buenos sus informes y dediqué las ocho semanas siguientes a estudiar sus dibujos con el propósito de memorizar cada detalle decisivo, cada debilidad. Como el buque estaba protegido por una flota de naves de combate bien pertrechadas, el único modo en que podría abordarlo consistía en que adquiriera un pasaje y asistiese a sus bailes y festines. Y aunque esta idea me desagradaba en extremo, haría lo que fuera necesario para poner fin a ese infausto intento de sustraer la corona de Achleva.

Castillion era un monstruo, y yo no descansaría hasta que su barco y él hallaran su última morada en el fondo del gélido Mar de Achleva.

Alguien tocó con suavidad a mi puerta.

—¡Está abierto! —arrastré mis apuntes y monedas al cajón principal del escritorio, donde los reuní con algunas de mis prendas más preciadas: un espejo de mano con marco de plata, frascos de perfume del continente y joyas demasiado bellas para venderlas y demasiado exóticas para portarlas. En ese preciso momento se me ocurrió sacar de mi bolsillo el anillo de luneocita y depositarlo sobre la pila. Si no lo llevaba conmigo, no me sentiría tentada a apostarlo de nuevo.

Cerré el cajón y me senté en el lecho justo antes de que Jessamine se asomara.

—Tengo algo para ti —deslizó sobre un hombro sus profusos rizos castaños y exhibió el brillo espléndido de sus ojos marrones. Pese a que se encorvó para entrar, estuvo a punto de golpearse con los bajos aleros del techo, de muy acusada pendiente—. No sé cómo soportas esto —respingó—. Yo no podría.

—Soy una cabeza más baja que tú —respondí.

—Esta habitación sería sofocante hasta para un bebé —se acomodó a mi lado—. Y con esa ventana y tanto ruido… ¿cómo consigues dormir?

—No duermo muy bien —admití—. Y cuando lo hago, descanso mejor si hay gente cerca, en un vaivén eterno…

—¡Ah, sí! —resopló—. Te gusta demasiado la gente.

—Me gusta saber que está ahí —repuse—. Nada me obliga a entablar amistades.

—¡Luceros celestes! —unos hoyuelos se formaron en sus mejillas—. ¡Vaya si eres extraña!

—Dijiste que me habías traído algo —me animé—. ¿Es más chocolate de Halderia? ¡Dime que eso es, por favor!

—No, no es chocolate —contestó—, sino algo mejor —sacó una botella descorchada que mantenía oculta a sus espaldas.

—¿Trajiste vino? —reprimí una sonrisa—. No podré beber contigo esta noche, Jessa. Tengo que salir.

—No es un vino cualquiera —replicó—. Es vino de gravidulce.

Mis cejas se levantaron en el acto.

—¿Dónde lo obtuviste?

—Brom Baltus guarda una docena de botellas en su cargamento. Por más que este vino cueste una fortuna, vale cada centavo que inviertes en él.

—Supongo que eso significa que ahora yo soy la orgullosa propietaria de una docena de botellas de vino de gravidulce, porque acabo de ganarle su carreta en una partida de Ni lo uno Ni lo otro —quedó estupefacta—. Toma todo el que quieras —continué—. Lo único que me interesa son las manzanas y los bienes sólidos.

—No me importa si compartes o no tu vino de gravidulce, Aurelia. Me preocupa Brom Baltus. No le agrada perder. Y no le hará feliz perderlo todo.

—Delphinia dijo lo mismo —subí los hombros—, pero el orgullo herido de Brom no es asunto mío —lancé la mirada al cajón de mis ahorros antes de devolverla al recipiente en la mano de Jessa—. ¿En cuánto dijiste que podría venderse este vino?

—En el doble de una botella del Canario, tal vez el triple.

Hice los cálculos. Eso me daría más de lo que necesitaba; podría adelantar mis planes un mes al menos. De pronto sentí un gran alivio.

—Quizá deberíamos celebrar la adquisición —tomé la botella—. ¿Me producirá alucinaciones?

—¿Alucinaciones?, ¡por favor! Sólo dará brillantez a las cosas que te rodean —vio que bebía un sorbo—. ¿Sientes algo?

—Miedo no —respondí—. Y no veo brilloso tampoco. ¿Estás segura de que Baltus no mintió? El gravidulce es difícil de conseguir y no cualquiera lo reconocería adulterado.

—Me terminaré esta botella para ver qué pasa —dijo con cinismo—. Preferiría estar segura.

—Ya me contarás mañana en la mañana —me erguí para tomar mi capa colgada junto al dintel e hice alto cuando me vi en el espejo que estaba sobre la mesa—. ¿Notaste eso? —pregunté.

—¿Qué cosa?

—Mi reflejo. Por un segundo pareció… diferente. Distinto a mí.

—¡Quizás este vino sí causa alucinaciones! —replicó entusiasmada—. ¿Cómo te viste? ¿Como una sirena, un duende?

—No —contesté—. Era yo, pero con el cabello más oscuro, casi negro —sonreí con timidez.

—Siempre he pensado que lucirías imponente de morena —dijo—. Tengo los tintes que necesitamos. Bastaría con que lo ordenaras… —me guiñó un ojo.

—¿Son los mismos con los que el mes pasado teñiste de verde el cabello de Rafaella? —sonreí—. Gracias, no me interesa.

—¡Se le cayó en un par de días! —protestó—. Y sus bonos subieron como la espuma. Ya incluso quiere intentarlo de nuevo.

—Rafaella podría estar calva y de todas formas la asediarían —cubrí mi espalda con la capa y me colgué la alforja al hombro.

—Tienes razón —aceptó—. ¿Adónde vas?

—Adonde no te incumbe —dije.

Me dedicó una amplia sonrisa.

—¡Saluda a Kellan Greythorne de mi parte!

2

Me encontraba en la caballeriza y enganchaba mi nueva carreta a la montura —una yegua leal y vigorosa llamada Madrona— cuando noté que Brom vigilaba mis pasos y rondaba afuera del cobertizo. Ya había descargado todas las botellas de licor, con excepción de la que había reservado en mi costal como un obsequio para la coronación del día siguiente, aun si no me presentaba a la ceremonia; Hicks había llevado el resto a la bodega y me había dejado sola en la lóbrega construcción.

—Sé que estás ahí —dije mientras le colocaba a Madrona la barriguera del carretón—. Si pensabas tenderme una emboscada, perdiste ya el factor sorpresa. Igual podrías acabar de una vez con esto —y añadí para mi yegua—: ¿Cómo te sientes, linda? ¿Contenta y a tus anchas? —acaricié con cariño su cabeza—. ¡Buena chica!

Brom arrastró los pies hasta el umbral y se encorvó para proyectar una apariencia más impresionante.

—¡Eres una vil estafadora! —masculló—. Una asquerosa mujerzuela estafadora.

—¿Asquerosa? —sacudí la cabellera—. Sólo uno de los dos merecería ese término, y no soy yo. Tampoco soy una mujerzuela; me falta talento para ello. ¿Y una estafadora? Todos saben que tuerzo algunas reglas si la ocasión lo amerita, y esto ocurre a menudo cuando enfrento a un rival astuto e ingenioso —miré su lamentable aspecto—. Ése no fue el caso hoy día.

Se arrojó sobre mí con los ojos muy abiertos e inyectados de furia, pero me hice a un lado y cayó en la caseta. Su enfado avivó el mío y sentí que mi magia reaccionaba en la sangre que se enroscó entre mis dedos al tiempo que él se erguía y pillaba una fusta del gancho donde colgaba enrollada.

A modo de latigazos de prueba, en un par de ocasiones hizo chasquear en el aire su agresivo fuete a medida que una sonrisa ominosa se extendía por su rostro y se acercaba a mí. Las chicas habían estado en lo cierto: era de los que guardan rencor.

No uses tu magia, me dije mientras mi sangre no cesaba de bullir ante el peligro. No uses tu magia. Pero después de cuatro meses de abstinencia, el ansia no se había debilitado un ápice por más que yo intentara recordarme que un solo hechizo significaría mi muerte.

Renunciar a la magia había sido un sacrificio indispensable: si bien los acontecimientos de la torre de Aren no me quitaron la vida, la enfermedad que me aquejó las semanas siguientes estuvo a punto de hacerlo en varias oportunidades. La hipótesis de Simon era que yo había utilizado más magia de la que mi cuerpo era capaz de generar y que estaba forzada a pagar una deuda de sangre con cada hechizo que pronunciara, por pequeño que fuese. Y aunque apuntó a la probabilidad de que los efectos se esfumaran con el paso del tiempo, era algo que no podía darme el lujo de averiguar.

Como sea, mientras Brom se acercaba me pregunté qué diferencia existía entre morir tras usar magia, y morir por no usarla.

Una vez que se aproximó lo suficiente, cubrí mi rostro con un brazo y el látigo traspasó mi manga. Aun cuando se enredó en mí como si fuera una serpiente, me sobrepuse, atrapé la cinta de cuero y la arrebaté de un tirón a mi adversario. El golpe me dejó un verdugón en la piel mas no la rasgó; es arduo mantener a raya la magia si la sangre ha comenzado a manar.

Privado de su arma, optó por la lucha cuerpo a cuerpo, envolvió mi torso con sus fuertes brazos y me arrojó a la paja e inmundicia que tapizaban el suelo. Aunque ebrio y torpe, pesaba el doble que yo y la cólera le confería una fuerza desmesurada y feroz. Me inmovilizó en el piso; la saliva adherida a los pálidos y chamuscados pelos de su bigote me hizo sentir náuseas.

—¡Te mataré! —rodeó mi cuello con una zarpa rolliza, y con la otra sacó de su polaina un deslustrado cuchillo. Yo respiraba con dificultad y me agitaba bajo su mole aplastante cuando añadió—: ¡Ésta es la suerte que merecen las brujas y las ladronas! —y levantó el puñal sobre mí, listo para hundirlo en mi pecho.

Un hilo de voz atravesó mi garganta con los últimos restos de aire que quedaban en mis pulmones.

—¡No soy una ladrona! —y en el instante en que mi vista se opacaba, clavé mi pulgar en uno de sus ojos.

Expulsó un chillido y aproveché para patearlo, rodar y apoyarme en una de las ruedas de su remolque. En cuanto me puse en pie, se lanzó sobre mí con su navaja, que sacudía por doquier, casi cegado pero resuelto a terminar conmigo. Me agaché para repeler el embate, pero él rasgó la lona que cubría las manzanas y docenas cayeron en tierra.

—¡Estrellas infernales! —maldije furiosa. Tendría que poner rápido fin a este duelo, así fuera sólo para impedir una nueva merma de la valiosa carga. Tan inesperado accidente fascinó a Madrona, en cambio, y contempló el resto del combate en medio de plácidas mordidas a una manzana tras otra.

Le asesté una patada en el pecho a Brom, y un puñetazo en la cara. Mi técnica carecía de refinamiento, y lo que le faltaba en fineza le sobraba en fervor, para que el fuego que crepitaba en mi sangre se apagara en esta desordenada batalla con la misma eficacia que un conjuro.

O casi.

Se llevó la mano a la nariz, de la que manaba un líquido rojo, denso y brillante. Me exasperó también sentir la magia en ese líquido, remota, mortecina e innegable. Cuanto más me abstenía de usar el mío, más clamoroso era el llamado del ajeno. Pero resultaba impensable emplear sangre involuntaria; la Asamblea consideraba eso la mayor ofensa, la única regla que un mago de sangre no podía infringir sin perder su alma.

Durante siglos, Cael se había servido de los matones del Tribunal para procurarse una ilimitada provisión de sangre involuntaria; yo preferiría morir a dar un paso en ese sentido. Y esto significaba que debía saber en qué momento abandonar una contienda de la que habría salido triunfadora.

—¡Alto! —dije cuando se disponía a embestir de nueva cuenta—. ¡Te daré el anillo, déjame la carreta!

Insinuó una sonrisa bajo la mancha carmín de su sangre, que bañaba ya sus dientes con las líneas retorcidas de un vivo escarlata.

—¿Por qué aceptaría tu baratija y te daría mi carreta si te puedo matar y quedarme con ambos, y además con una talega de coronas de oro?

Apuntó el cuchillo a mi vientre en un ángulo que lo haría resbalar por mis costillas. Me aparté, lo prendí del brazo y se lo doblé por la espalda. Tiró de él hacia atrás con un alarido y peleamos unos segundos con la navaja antes de que perdiera mi agarre. El chasquido al soltar su brazo aumentó cuando los dedos chocaron con su dorso como lo habría hecho una resortera. Dio un salto atrás para que el puñal no rebanara su abdomen y se impactó contra una viga de la que colgaba un tridente. Cayó al suelo con expresión vidriosa, empalado en las puntas que se alinearon en el reverso de su cráneo. Decapitado por dentro, éstas habían cortado la unión entre el cerebro y la columna; murió de forma instantánea, irremediable.

En medio de mi conmoción, por un segundo creí que veía un rastro de su espíritu. Pero si acaso se materializó, fue arrebatado demasiado pronto para que lo contemplara. Así eran las cosas ahora; desde el episodio de la torre, en mi mundo ya no había fantasmas, espíritus ni aparecidos. En momentos como éste, agradecía que no tuviera que tratar con un espectro malicioso poco después de haber sometido a su versión física. Aunque a menudo la ausencia de almas en pena hacía que el mundo luciera muy solitario.

Todavía intentaba recuperar el aliento y miraba el espantajo del cadáver de Brom cuando noté que un hombre llegaba hasta la puerta. Me hice a un lado.

Hicks frunció el ceño y una leve traza de censura atravesó su rostro, por lo común inexpresivo.

—¡No puede ser! —farfulló exasperado—. ¡Acababa de limpiar esos gabinetes!

—No es lo que piensa… —me puse a la defensiva.

—Lo que vi fue que Brom se mató —torció los labios—. Su esposa se alegrará, y las muchachas también —lo miré atónita—. Sigue tu camino, chiquilla —agitó una mano—. Deja que limpie esto en paz. Le avisaré a su mujer, tú lleva esas cosas a quienes las necesiten.

El campamento se erguía a las afueras de la aldea de Espino Gris, una serie improvisada de tiendas que albergaban a las familias de los refugiados de Achleva venidos en busca de empleo. Antes de la caída de su capital y el inicio de la guerra civil en su nación, habían sido curanderos, comerciantes, profesores, artesanos… Para dar de comer a sus familias, ahora ejecutaban las tareas más duras y agotadoras que Renalt era capaz de ofrecerles.

La situación de Espino Gris no era tan angustiosa como la de otras comunidades de Renalt. Sus fértiles campos resultaban ideales para la siembra de linaza con la cual producir telas, y para la crianza de ovejas destinadas a la obtención de lana, ventajas que al correr de décadas habían derivado en una próspera industria textil. Con todo, Espino Gris tenía una población exigua que siempre había forcejeado para conseguir que la producción cubriera la demanda. Pese a los aumentos logrados con la ayuda extra en las ruecas y los tintoreros, los residentes no desistían en su hostilidad e indiferencia hacia sus nuevos vecinos. El prejuicio es más resistente que el más fuerte tinte; aunque las manos de los lugareños ya estaban libres de manchas y callosidades, no era así con sus corazones.

En ese tenso campamento, mi carro y yo llamamos demasiado la atención.

Frente a una fogata chisporroteante, una madre desfallecida mecía a un bebé que no paraba de chillar. En otra, un chico azotaba una vara sobre una piedra a un ritmo lento y letárgico. Un señor de edad indefinida y con los hombros caídos arrastraba entre las tiendas un atado de leña húmeda seguido por un perro jadeante de pelaje pinto y costillas resaltadas.

Menos de un año atrás, esas personas vivían dentro de las murallas de Achleva, protegidas de las tormentas furiosas y los ejércitos invasores, el fuego, la hambruna o los caprichos del encrespado mar. Aunque no fui yo quien destruyó su urbe, fracasé en mi propósito de impedirlo. Y la inestabilidad que sobrevino, avivada por Dominic Castillion, sediento de conquista, enfrentó a nobles contra nobles y ciudades contra ciudades, y sofocó en medio a la población inocente.

Había culpa en eso, y alguien tendría que expiarla.

Detuve el carretón en el centro del campamento y desenganché a Madrona mientras varios pares de inquietos y recelosos ojos me observaban desde las tiendas.

—¡Hay manzanas! —anuncié—. ¡También quesos y cereales! —y como nadie reaccionó, recogí las riendas de Madrona—. ¡Tomen lo que necesiten! —me encaminé lentamente a la aldea.

—No deberías ofrecerles comida —dijo una voz a mi lado—. Son como perros callejeros; si los alimentas una vez, jamás te librarás de ellos. No es correcto que una jovencita de Renalt como tú esté sola a estas horas, en un lugar así —miró mis pantalones y mis botas— y, además, vestida de esa manera.

—¿Quién es usted? —pregunté con toda la cordialidad que fui capaz de reunir.

—Lister. Prudence Lister.

—Igual ya es tarde para una señora, ¿no lo cree?

Gruñó y se echó a cuestas una pértiga, en cuyo extremo se balanceaba una riostra de pequeños peces.

—En otras circunstancias, ni loca se me sorprendería aquí. Pero una mujer debe comer. Y ahora que el viejo Mercer ha regalado mi trabajo a esos ociosos vagabundos de Achleva —escupió en el suelo—, moriría de hambre si no pescara.

—¿Por qué dice eso?

—Fui la mejor tintorera de Mercer durante treinta años, y pese a todo me cambió por esa gentuza —ladeó la cabeza hacia el campamento, que se tendía a nuestras espaldas—. Además, repudió mis teñidos; según él, ¡gracias a las técnicas con mordiente de la gente de Achleva ya no es necesario que usemos orines! ¿De qué otra forma mantendrán su color todas esas telas elegantes si no es con la pipí que se emplea para fijarlo? ¡Bah! —elevó una mano nudosa y la inspeccionó a la luz de la luna—. Es la primera vez en mucho tiempo que mis manos no están manchadas —dijo con pesadumbre y prosiguió—: Tienes suerte de que te haya encontrado de camino a la aldea, para que te resguarde de los malhechores de Achleva. Por cierto, ¿adónde vas, niña?

—Al taller de Mercer —respondí sin rodeos—. Recogeré un pedido.

Arrugó la boca como si hubiera probado un limón amargo.

—¡No lo hagas! —repuso con brusquedad—. Las telas de Mercer han dejado de ser buenas. No sabes qué porquerías sueltan en ellas esas manos provenientes de Achleva…

—Por lo menos no serán orines —corté—. Buenas noches, señora Lister.

De la misma manera que el gobio que colgaba de su caña, me miró boquiabierta y con ojos apagados. Sin más palabra, Madrona y yo nos apartamos de ella en el pozo de la plaza y continuamos nuestro viaje hacia el taller del vendedor de ropa. Cuando volteé, la anciana ya no se encontraba ahí.

El sol se había ocultado horas atrás y la mayor parte de las fábricas estaban cerradas; las ventanas lucían oscuras y los edificios brindaban un aspecto perturbador. Me asombró descubrir que algunas luces titilaban en el viejo molino situado a las afueras del pueblo, que había permanecido en el abandono desde que construyeron uno nuevo a orillas del río Urso.

Até a Madrona a la verja del taller de Gilbert Mercer, subí la rampa y llamé a la puerta.

—¡Ya cerramos! —exclamó una voz del otro lado.

—¡Señor Mercer! —dije—. ¡Vine a recoger la capa que le encomendé! ¡Traje el dinero que le debo!

Los cerrojos chirriaron y la puerta se abrió. Gilbert Mercer era un hombre de edad avanzada ataviado con telas muy finas ciñendo su cintura, y cuyas sonrosadas y joviales mejillas delataban un gusto excesivo por el alcohol.

—¡Ah, milady! ¡Ya empezaba a preguntarme si vendría! Terminé su encargo hace varias semanas.

—Disculpe la hora, señor Mercer, y que haya demorado tanto en venir. Espero no causarle una molestia.

Palmeó las manos.

—¡Tonterías! Siempre es un placer trabajar para su familia, querida princesa.

—Usted sabe que era el vendedor preferido de mi madre. Esperaba sus envíos junto a la ventana; confiaba ciegamente en sus telas, se resistía a coser con cualquier otra.

—¡Su madre era un encanto! —dijo con afecto—. Nos fue arrebatada demasiado pronto, ¡que Empírea la guarde!

Mi respiración se aceleró.

—Así sea.

Permanecí en la antecámara mientras el artesano trasladaba unos lienzos doblados al fondo del taller. Mientras tanto, le dije lo primero que se me ocurrió:

—Conocí a una tal señora Lister en mi trayecto hacia aquí.

—¡Prudence, sí! —soltó a lo lejos—. Me temo que últimamente no está muy contenta conmigo.

—Asegura que la despidió y contrató a los refugiados de Achleva.

Regresó con un paquete en los brazos y me miró con suspicacia.

—¡Hacen un magnífico trabajo! —dijo—. Hilan, tejen, tiñen… Mi producción se ha duplicado desde que los acepté. Y no me habría privado de Prudence si ella no hubiera sido tan grosera con esos pobres…

—No tiene que justificarse conmigo, señor Mercer; al contrario, agradezco que les haya dado empleo. ¡Ojalá hubiera más personas en Renalt como usted!

—No los utilizo porque yo sea bueno; aprovecho una oportunidad que llegó hasta mí. Jamás había contado con operarios tan empeñosos. ¡Y qué trabajo hacen! Es exquisito. Mire esto —me hizo señas para que me acercara a un gancho del que colgaba un vestido color vino que emitía destellos de plata bajo la luz de la lámpara. El diseño era simple; no había ribetes lujosos ni bordados complejos, y no le hacían falta. En realidad, cualquier adición habría restado belleza a la tela—. Desde hace décadas he importado seda sin torcer de las islas —explicó— y nunca logré convertirla en un tejido tan espléndido como éste —y cuando notó mi embeleso agregó—: Creo que le sentaría bien a mi señora.

En otro tiempo, yo había tenido un armario repleto de atuendos como aquel, aunque lo frecuentaba muy poco. ¿Qué decía de mí el hecho de que, ahora que mi vida se prestaba al uso de botas y pantalones holgados, deseara un vestido con todo mi ser? En el Canario Silencioso no podía presentarme como una dama de la corte y esperar que se me tomara en serio.

Y sin embargo… era tan hermoso.

—¿Cómo se presentará mañana en la coronación de su hermano, milady?

Me forcé a no ver más el vestido.

—No pienso asistir.

Si lo estimó poco apropiado, no dio muestras de ello.

—¿Tiene otro evento en puerta que requiera un atavío así? Le sentaría a la perfección. Y yo le daría un precio excelente.

Aun con descuento, esa prenda costaría una fortuna. Pero horas antes había tenido un golpe de suerte; ¿acaso había mejor manera de utilizar esas monedas adicionales? Si la mitad de los reportes sobre el dispendio del Humildad eran dignos de crédito, precisaría de la indumentaria adecuada para poner un pie en cubierta.

Oscuro como la sangre y plateado como un puñal, era el vestido perfecto para silenciar a un usurpador.

—Lo llevaré —le dije.

3

Mercer formaba un segundo paquete con el vestido cuando se percató de que yo le lanzaba una mirada al primero.

—Pienso que quedó muy bien —dijo—, aunque ignoro el motivo de que desee usar una capa vieja y gastada si habría podido hacerse otra.

—Tiene su historia —abrí el bulto y deslicé la mano por la conocida tela azul dotada de nueva vida.

Era la antigua capa militar de Kellan, la misma que me había abrigado y consolado durante los días más aciagos en Achleva, convertida ahora en un resplandeciente manto de coronación para Conrad. Estaba recién estampada con su escudo de rey, una coraza con la flor de lis de Renalt rodeada por un ciervo y una liebre heráldicos.

El trabajo de Mercer era tan bueno como mi madre lo había dicho siempre: con el uso de un hilo dorado había conseguido una versión impecable del sello, y había agregado ribetes de armiño a los bordes. Un broche de oro con el sello afloraba por delante como un símbolo nuevo para el nuevo rey de un nuevo Renalt.

Esto le daría legitimidad a una ceremonia que carecía del ornato tradicional para el ascenso de un monarca al trono. Las piezas oficiales de la elevación —corona, cetro y capa— se hallaban fuera de nuestro alcance, en Syric, la capital de Renalt. El Tribunal, fracturado como estaba tras la muerte de Toris, había sitiado el castillo de mi familia para reducirlo a una mera fortaleza y utilizaba a los habitantes de la ciudad como elemento de disuasión contra cualquier ataque de nuestra parte. No podíamos tomarlo por asalto sin causar bajas civiles, de tal forma que permitimos que, como una rata, el Tribunal se escabullera en su nido dorado. Casi a diario llegaban informes de las intrigas con que los magistrados pretendían mantener el poder en su mermada jurisdicción. Los nombres de los punteros cambiaban de un día para otro, del magistrado Connell a Johns, Michaels y Orryan, sucedidos por Bachko, Arceneaux y Santis… Eran demasiados para seguirles la pista a todos. Yo alimentaba la esperanza de que se destruyeran lentamente unos a otros y así nos ahorraran el fastidio de hacerlo.

Le habíamos aclarado a la población que Conrad gobernaría desde los territorios de su regente en Espino Gris; no necesitaba un castillo para ser rey. Con todo, nada tenía de malo que nos engalanáramos para la ocasión.

Conté mis monedas mientras Mercer amarraba ambos paquetes.

—No me alcanza… —dije abatida—. Tendré que devolver el vestido —suspiré—, a menos que acepte una botella de vino en compensación —deposité la ofrenda frente a él, optimista.

—¡Pero si es vino de gravidulce! —se llevó una mano al pecho—. ¡Le deberé otro vestido por eso!