El ahorcado - Faye Kellerman - E-Book

El ahorcado E-Book

Faye Kellerman

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Beschreibung

Quince años atrás, Chris Whitman, en su último curso de instituto, fue a prisión por asesinar a su novia, Cheryl Diggs. Impulsado por un equivocado sentido de la caballerosidad, confesó, decidido a librar a otra compañera de clase, la hermosa y vulnerable Terry McLaughlin, de tener que testificar en su juicio. Cuando la verdad salió a la luz, Chris salió de prisión, se casó con Terry, que estaba embarazada de él, y se cambió el apellido por el de Donatti. Peter Decker fue el detective encargado del caso y, a lo largo de los años, mantuvo el contacto con Terry. Ahora su amiga estaba en Los Ángeles y le pedía un favor, pero el favor no tardó en complicarse cuando Terry y Donatti desaparecieron, dejando a Gabe, su hijo de catorce años, sin nadie a quien recurrir salvo a Decker y a su esposa, Rina Lazarus. Pero Decker tuvo que compaginar la búsqueda de Terry con un truculento asesinato. La enfermera Adrianna Blanc había terminado su turno a las ocho de la mañana. Seis horas más tarde, un capataz que supervisaba la construcción de una casa en una urbanización cercana, descubrió su cuerpo colgado de las vigas con un cable eléctrico alrededor del cuello. Adrianna, una profesional concienzuda y entregada, disfrutaba también de las fiestas, del alcohol, del sexo fetichista y engañaba por venganza a su novio, Garth Hammerling. Las sospechas aumentaron cuando Decker y su equipo descubrieron que una de las últimas llamadas telefónicas de Adrianna había sido un provocativo mensaje a su novio, que se encontraba de vacaciones y que también había desaparecido sin dejar rastro. Por si compaginar dos investigaciones no fuera suficiente para él, las cosas no paraban de complicarse en su familia. Decker, que siempre había sido un padre preocupado, deseaba cuidar de Gabe, el hijo de Terry. Sin embargo, ¿quién protegería a su familia? Porque si algo tenía claro era que, con un sociópata como Donatti por ahí suelto, nadie estaba realmente a salvo. _____________ Una de mis autoras favoritas… Faye Kellerman no decepciona. Omaha World Herald Nadie como ella para trabajar el género del crimen. Sun Sin lugar a dudas, la pareja más original de sabuesos". People Un maravilloso suspense. San Diego Union-Tribune Cautivadora. Los Angeles Times Book Review Una autora popular que rodea la trama de sentimientos muy humanos. Houston Chronicle Nos encanta la maestría con la que Kellerman aborda las investigaciones policiales, la sabiduría talmúdica y la cocina kosher… junto con los giros inesperados por los que es conocida. Boston Herald Me gusta mucho la pluma de la autora, pero sin duda, lo que más me ha gustado es la facilidad que tiene de enlazar unas historias con otras mediante pequeños detalles como lo pueden ser un personaje, un objeto, un acontecimiento, por lo que para mi sorpresa el libro no tiene una sola historia principal, sino que son 3. Ha profundizado en todas las historias, que además te enganchan todas por igual y no podrás estar un minuto sin leer sin estar pensando en quien será el asesino, en qué le habrá pasado a Terry y en otro personaje que en un principio es secundario pero te dejará la boca abierta cuando descubras que la autora lo convierte en uno de los personajes principales con una historia muy escalofriante. @FyRiiiGiRl Una de las mejores escritoras de misterio. Los Angeles Times

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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

El ahorcado

Título original: Hangman

© 2010, Plot Line, Inc.

© 2016, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductor: Carlos Ramos Malavé

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Richard Aquan

Imágenes de cubierta: Andreas Kindler/Johner/Glasshouse images

ISBN: 978-84-9139-018-3

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

A Jonathan; el hombre completo, de la A a la Z

Y a Lila y Oscar; besos y abrazos

Capítulo 1

En las fotografías aparecía hinchada, magullada y con hematomas; un labio hinchado, los ojos morados y la cara roja y abotargada. A Decker le resultaba casi imposible asociar aquellas imágenes con la hermosa mujer que tenía sentada frente a él. Terry había cambiado en esos quince años. Había pasado de ser una preciosa chica de dieciséis años a una mujer despampanante y elegante. La edad había suavizado y redondeado sus rasgos con la frágil delicadeza de un camafeo victoriano. Él miró alternativamente la foto y su cara. Arqueó una ceja.

—Un desastre, ¿verdad? —dijo ella.

—Tu marido te dio una buena paliza —si Decker entornaba los párpados lo suficiente al mirar su cara, aún podía ver los vestigios de la paliza; un matiz verdoso en algunas partes—. ¿Y estas fotos son de hace unas seis semanas?

—Más o menos —ella cambió de postura en el sofá—. El cuerpo es algo asombroso. Antes presenciaba milagros a todas horas.

Siendo doctora, Terry conocería esa información de primera mano. Que hubiera terminado la escuela de medicina y educado a un niño estando casada con aquel maníaco daba fe de la fortaleza de su carácter. Resultaba duro verla golpeada de ese modo.

—¿Estás segura de querer pasar por esto? ¿Reunirte con él aquí, en Los Ángeles?

—Lo he pospuesto todo lo que he podido —dijo Terry—. En realidad no tiene sentido esconderse. Si Chris desea encontrarme, lo hará. Y no estoy preocupada por mí, sino por Gabe. Si se enfada lo suficiente, podría tomarla con él. Necesito que llegue a ser adulto antes de tomar decisiones sobre mi vida, teniente.

—¿Cuántos años tiene Gabe?

—Cronológicamente le quedan unos cuatro meses para cumplir quince años. Psicológicamente es un hombre adulto.

Decker asintió. Estaban sentados en una elegante suite de un hotel de Bel Air, California. El patrón cromático de la estancia era de un beige relajante. Había un mueble bar con fregadero a la entrada y una encimera de mármol para mezclar bebidas. Terry se había acurrucado en el sofá situado frente a la chimenea de piedra. Él estaba sentado a su izquierda en un sillón con vistas al jardín privado plagado de helechos, palmeras y flores; un oasis para el alma herida.

—¿Qué te hace pensar que durarás hasta que Gabe cumpla los dieciocho?

Terry pensó su respuesta durante unos segundos.

—Ya sabe lo frío y calculador que es mi marido. Es la primera vez que me pone la mano encima.

—¿Y qué ocurrió?

—Un malentendido —miró hacia el techo, evitando la mirada de Decker—. Encontró unos documentos médicos y pensó que yo había abortado. Cuando logré que dejara de pegarme y me escuchara, se dio cuenta de que había leído mal el nombre. La que había abortado había sido mi hermanastra.

—Confundió el nombre de Melissa con el de Teresa.

—Nuestro segundo nombre es el mismo. Yo soy Teresa Anne. Ella es Melissa Anne. Es una estupidez, pero mi padre es estúpido. Yo sigo usando el apellido McLaughlin, igual que mi hermanastra, porque es el que aparece en todos mis títulos y diplomas. Él leyó mal el nombre y perdió los nervios. No es que le importen los niños, pero la idea de que yo hubiese destruido a su descendencia le enfureció. Agradezco que no tuviese una pistola a su alcance —concluyó encogiéndose de hombros.

—¿Por qué te casaste con él, Terry?

—Él quería que fuese oficial. No podía decirle que no porque él nos mantenía. No habría podido terminar la escuela de medicina sin su dinero —hizo una pausa—. En general nos deja en paz a Gabe y a mí. Se concentra en el trabajo, en el alcohol, en las drogas o en otras mujeres. A Gabe y a mí se nos da muy bien esquivarlo. Nuestras interacciones son neutrales y a veces agradables. Es generoso y sabe cómo ser encantador cuando desea algo. Yo le doy lo que desea y todo va bien.

—Salvo cuando no es así —Decker levantó las fotografías—. ¿Qué quieres que haga exactamente?

—He accedido a verlo, teniente, no a volver con él. Al menos no de inmediato. No sé cómo se tomará la noticia. Dado que no puedo escapar de él, quiero que acceda a una separación temporal. No a una separación matrimonial, porque eso no acabaría bien, solo que acceda a darme un poco más de tiempo para estar sola.

—¿Cuánto tiempo más?

—Treinta años, quizá —Terry sonrió—. De hecho, me gustaría volver a instalarme en Los Ángeles hasta que Gabe termine el instituto. He encontrado una casa de alquiler en Beverly Hills. No solo tengo que conseguir que Chris acceda a la separación, sino que quiero que lo pague todo.

—¿Y cómo vas a hacer eso?

—Ya lo verá —sonrió—. Él me ha entrenado a mí, pero yo también a él.

—Y aun así sientes que necesitas protección.

—Estamos hablando de un animal salvaje. Podría ocurrir cualquier cosa. Es bueno tomar precauciones.

—Hay hombres más jóvenes y fuertes que yo, hombres que probablemente te protegerían mejor.

—¡Oh, por favor! Chris podría con cualquiera de ellos. Con usted tiene más… cuidado. Le respeta.

—Me disparó.

—Si hubiera querido matarlo, lo habría hecho.

—Lo sé —dijo Decker—. Quería demostrar quién era el jefe —resopló—. Pero lo más importante es que a Chris le gusta disparar a la gente. Al dispararme a mí, obtuvo un dos por uno.

Terry bajó la mirada.

—Presume de que usted le ha pedido favores. ¿Es cierto?

Decker sonrió.

—Le pido información de vez en cuando. Utilizaré cualquier fuente que pueda para ayudarme a resolver un caso —se quedó mirándola a la cara, contemplando su tez pálida, sus ojos color avellana y su larga melena castaña. Asomaban en su cabellera algunas canas, único indicio de que su vida había sido una olla a presión. Llevaba un vestido largo hasta los tobillos, ancho y sin mangas; una prenda de seda con dibujos geométricos de color naranja, verde y amarillo. Sus pies descalzos asomaban por debajo del dobladillo—. ¿Cuándo llegará a la ciudad?

—Le dije que se pasara por el hotel el domingo a mediodía. Supuse que a usted esa hora le vendría bien.

—¿Dónde estará tu hijo cuando todo eso pase?

—Está en UCLA, en una de las salas de ensayo. Gabe tiene un teléfono móvil. Si me necesita, me llamará. Es muy independiente. No le ha quedado más remedio que serlo —su mirada parecía distante—. Es tan bueno…, justo lo contrario a su padre. Dada su infancia, ya debería haber ido al menos dos veces a rehabilitación. En su lugar, es tremendamente maduro. Me preocupa. En su interior hay muchas cosas que han quedado por decir. Se merece algo mejor —se llevó las manos a la boca y parpadeó para contener las lágrimas—. Muchas gracias por ayudarme.

—Primero espera a que haga algo antes de darme las gracias —Decker miró el reloj. Se suponía que debía estar en casa hacía media hora—. De acuerdo, Terry, vendré el domingo, pero tienes que hacer esto a mi manera. Tengo que pensar un plan, decidir cómo quiero que tenga lugar el encuentro. Primero y más importante, habrás de esperar en el dormitorio hasta que yo me asegure de que está limpio. Entonces podrás salir.

—Me parece bien.

—Además tendrás que decirle a Gabe que no venga a casa hasta que le hayas enviado un mensaje diciendo que todo ha ido bien. No quiero que aparezca en medio de una situación delicada.

—Suena razonable.

La habitación quedó en silencio durante unos segundos. Entonces Terry se levantó.

—Muchas gracias, teniente. Espero que los honorarios le parezcan bien.

—Más que bien. Es una suma muy generosa.

—Es lo que tiene Chris, que es muy efusivo. Si le ofreciera menos, se sentiría ofendido.

—Mira, si no quieres que lo haga, no lo haré —dijo Decker.

—Claro que no quiero que lo hagas —respondió Rina—. Te disparó, ¡por el amor de Dios!

—Entonces la llamaré y le diré que no.

—Un poco tarde para eso, ¿no te parece? —Rina se levantó de la mesa del comedor y empezó a recoger las cosas del brunch; dos platos y dos vasos. Hannah ya casi nunca comía con ellos. Comenzaría el seminario en Israel en otoño. Le quedaban tres meses de instituto y era como si no estuviera.

Decker siguió a su esposa hasta la cocina.

—Dime qué es lo que quieres —Rina abrió el grifo y él añadió—: Friego yo.

—No, friego yo.

—Mejor, ¿por qué no usas el lavavajillas?

—¿Para dos platos?

Contando los vasos, los utensilios y las cacerolas y sartenes, era mucho más que eso, pero no le llevó la contraria.

—Debería haberte consultado antes de aceptar. Lo siento.

—No busco una disculpa. Me preocupa tu seguridad. Es un sicario, Peter.

—No va a matarme.

—¿No me dices siempre que las situaciones domésticas son las más peligrosas porque hay muchas emociones de por medio?

—Lo son, si no estás preparado.

—¿No crees que tu presencia lo complicará todo?

—Podría ser. Pero, si ella no tiene a nadie cerca, podría ser peor.

—Pues que contrate a otro. ¿Por qué tienes que ser tú?

—Cree que a mí me resultaría más fácil apaciguar a Chris.

—«Apaciguar» es la palabra clave —dijo Rina—. ¡Ese hombre es una bomba! —negó con la cabeza mientras fregaba. Después le entregó a Decker el primer plato sin decir nada.

—Gracias por el brunch. Los huevos Benedict con salmón estaban deliciosos.

—Todo hombre merece una última comida.

—No tiene gracia.

Rina le entregó otro plato.

—Si te pasa algo, no te lo perdonaré nunca.

—Entendido.

—Me da igual lo que le pase a ella. Estoy segura de que es una buena mujer, pero ella misma se ha metido en este lío —Rina notaba que su rabia aumentaba—. ¿Por qué tienes que sacarla tú del apuro? Que te pida ayuda me parece una desfachatez.

—Es como si se me hubiera quedada grabada —Decker guardó el plato y colocó las manos en sus hombros. La punta de su melena negra le rozaba los hombros confiriéndole un aspecto relajado. Pero Rina no era nada de eso. Intensa, centrada, decidida…, esos eran adjetivos más apropiados—. La llamaré y le diré que no.

—Ya no puedes hacer eso, Peter. Chris aparecerá en un par de horas. Además, si te echas atrás, le parecerás un cobarde, y eso es lo peor que puede pasar. Estás atrapado —se puso de puntillas y le dio un beso en la nariz. Era alto y grande, pero no era Donatti—. Creo que debería ir contigo.

—Ni hablar. Preferiría echarme atrás.

—A él le gusto.

—Por eso precisamente estaría tentado de dispararme. Está colado por ti.

—No está colado por mí…

—En eso te equivocas.

—Bueno, entonces al menos llévame contigo a la ciudad y me dejas en casa de mis padres.

—Eso sí que puedo hacerlo —Decker miró el reloj de la cocina—. Deja este desastre. Ya me encargaré yo cuando regrese.

—¿Ya te vas?

—Quiero preparar la habitación antes de que llegue Chris.

—De acuerdo. Voy a por mi bolso. Llámame cuando hayas acabado y todo esté en orden.

—Lo haré, te lo prometo.

—Sí, sí —Rina le dio un manotazo cariñoso—. Cuando uno se casa, ¿no promete amar, honrar y obedecer?

—Algo así —le dijo Decker—. Y, no es por echarme flores, pero diría que cumplo bastante bien con mis votos matrimoniales.

—Bastante bien con los dos primeros —admitió Rina—. Es el tercero el que parece que se te resiste.

Capítulo 2

Como salido de un cuadro de Diego Rivera, apareció con un enorme ramo de calas que ocupaba casi todo su tronco. Christopher Donatti medía metro noventa, igual que Decker.

—No deberías haberte molestado —antes de que Chris pudiera mostrar sorpresa, Decker le quitó las flores y las lanzó sobre la encimera de mármol cercana a la puerta, después le dio la vuelta y lo empujó hasta que quedó pegado a la pared. Los movimientos de Decker eran rápidos y bruscos. Apuntó con su Beretta a la base del cráneo del tipo—. Lo siento, Chris, pero ella no confía mucho en ti en estos momentos.

Donatti no dijo nada mientras Decker lo cacheaba. Llevaba piezas de buena calidad: las herramientas de su oficio. Llevaba una S&W automática en el cinturón y una pequeña pistola Glock del calibre 22 oculta en un compartimento que tenía en la bota. Sin dejar de apuntar a Donatti al cuello con su Beretta, Decker le vació el bolsillo y lanzó su billetera sobre la encimera. Le dijo que se quitara los zapatos, el cinturón y el reloj.

—¿El reloj?

—Ya sabes cómo son estas cosas, Chris. Ahora todo es micro-mini. Quién sabe lo que podrías esconder ahí dentro.

—Es un Breguet.

—No sé lo que es eso, pero suena caro —Decker le quitó el reloj de oro, que era increíblemente pesado—. No voy a robártelo. Solo quiero examinarlo.

—Es un reloj con el mecanismo al descubierto. Si abres la parte de atrás podrás ver cómo funciona.

—Mmm…, no explotará, ¿verdad?

—Es un reloj, no un arma.

—En tus manos, cualquier cosa es un arma.

Donatti no lo negó. Decker le dijo que mantuviera las manos levantadas y el cuerpo contra la pared. Retrocedió lentamente unos centímetros para darse algo más de espacio. Con un ojo siempre puesto en sus manos, Decker comenzó a vaciar los cargadores de las pistolas de Donatti.

—Puedes darte la vuelta, pero mantén las manos en alto.

—Tú mandas.

Giró su cuerpo hasta quedar los dos cara a cara. Sin sus armas, Chris parecía imperturbable. Había inexpresividad en sus ojos; azules, aunque sin luminosidad. Era imposible saber si estaba enfadado o si la situación le hacía gracia.

Una cosa era segura, Chris había tenido épocas mejores. Estaba demacrado, tenía manchas en la cara y su frente era un jardín donde florecían las espinillas. Se había dejado el pelo largo, ya no lo llevaba rapado como hacía seis años, la última vez que Decker lo viera en persona. Lo llevaba cepillado hacia atrás, como el conde Drácula, recortado por debajo de las orejas. Seguía siendo desgarbado, pero sus brazos eran más grandes de lo que Decker recordaba. Se había arreglado para la ocasión y llevaba un polo azul, unos pantalones de vestir color carbón y unas botas de cocodrilo.

—Empiezan a dolerme un poco los brazos.

—Bájalos despacio.

Lo hizo.

—¿Y ahora qué?

—Toma asiento. Muévete despacio. Si te mueves despacio, yo me muevo despacio. Si me metes prisa, dispararé primero y preguntaré después —cuando Donatti se dispuso a sentarse en la silla, Decker lo detuvo—. En el sofá, por favor.

Donatti cooperó y se dejó caer sobre los cojines. Decker le lanzó el reloj, que él atrapó al vuelo con una mano y volvió a ponerse en la muñeca.

—¿Acaso ella está aquí?

—Está en el dormitorio.

—Es un comienzo. ¿Y va a salir?

—Saldrá cuando yo le dé la señal.

—¿Dónde está Gabe?

—No está aquí —respondió Decker.

—Probablemente sea lo mejor —Donatti se llevó las manos a la cabeza y volvió a levantarla segundos más tarde—. Supongo que tiene sentido que estés aquí.

—Gracias por tu aprobación.

—Mira, no voy a hacer nada.

—Entonces, ¿por qué traías armas?

—Siempre voy armado. ¿Puedo hablar ahora con mi esposa?

Decker se quedó de pie junto a la encimera de mármol del mueble bar de la habitación sin soltar la Beretta.

—Un par de normas básicas. Número uno: permanecerás sentado en todo momento. No te aproximes a ella en lo más mínimo. Y nada de movimientos rápidos. Me ponen nervioso.

—De acuerdo.

—Cuida tu lenguaje y tus modales y estoy seguro de que todo irá como la seda.

—Sí…, seguro —su voz era apenas un susurro.

—Estás un poco pálido. ¿Quieres un poco de agua? —abrió el mueble bar—. ¿Algo más fuerte?

—Lo que sea.

—Macallan, Chivas, Glenfiddich…

—Glenfiddich solo —segundos más tarde, Decker le entregó un vaso de cristal con una generosa dosis de whisky escocés. Donatti dio un trago delicado y después se bebió gran parte del contenido—. Gracias. Esto ayuda.

—De nada —Decker se quedó observándolo—. Parece que ya vas recuperando el color.

—No he tomado una copa en todo el día.

—Son las doce del mediodía.

—Según el horario de Nueva York, ya casi es la hora feliz. No quería que ella pensara que soy débil, pero lo soy —otro trago—. Sabe que soy débil. ¡Qué cojones!

—Esa boca.

—Ojalá la boca fuera mi único problema. Entonces estaría en buena forma —le devolvió a Decker el vaso vacío.

—¿Otro? —cuando Donatti negó con la cabeza, Decker cerró el mueble bar—. ¿Qué ocurrió?

—Lo que ocurrió es que soy un idiota.

—Eso es decirlo muy suavemente.

—Siempre he tenido problemas de comprensión lectora.

—Estás pasando por alto un elemento crucial, Chris. No puedes usar a tu esposa como saco de boxeo, incluso aunque hubiera abortado de verdad.

—No le di un puñetazo, la golpeé.

—Eso tampoco es aceptable.

Donatti se frotó la frente.

—Ya lo sé. Solo quería corregirte porque sabía que estaba dándole con la mano abierta. Si le hubiera dado puñetazos, estaría muerta.

—¿De modo que eras consciente de que estabas dándole una buena paliza?

—Nunca antes había ocurrido, y no volverá a ocurrir.

—Y ella debería creerte porque…

—Puedo contar con los dedos de una mano las veces en las que he perdido los nervios. Mira, sé que está asustada, pero no tiene por qué. Solo fue… —cuando se dispuso a levantarse del sofá, Decker le apuntó a la cara con la pistola. Volvió a sentarse—. ¿Puedo ver a mi esposa, por favor?

—Al menos esta vez has dicho «por favor» —Decker se quedó mirándolo—. Deja que te haga un par de preguntas teóricas. ¿Y si ella no desea hablar contigo?

—No habría accedido a reunirse conmigo si no quisiera hablarme.

—Tal vez no quisiera decírtelo por teléfono. Eso te daría tiempo para planear algo peligroso y probablemente estúpido.

—¿Es eso lo que ha dicho? —Donatti levantó la mirada.

—¿Qué te parece si hago yo las preguntas?

—No tengo nada planeado. Fui un idiota. No volverá a ocurrir. Tú déjame ver a mi esposa, ¿de acuerdo?

—¿Y si ya no quiere verte más? ¿Y si pide el divorcio?

—No sé —Donatti se retorció las manos—. No he pensado en eso.

—Te cabrearía, ¿verdad?

—Probablemente.

—¿Qué harías?

—Nada contigo aquí —sus ojos al fin cobraron vida—. Decker, no va a pedirme el divorcio, al menos no ahora, porque, primero y más importante, tengo dinero suficiente para arrastrarla a una carísima batalla legal por la custodia de Gabe. Le resultaría mucho más fácil esperar a que él cumpliera los dieciocho, y Terry es una mujer práctica. Me quedan otros tres años y medio hasta que tenga que abordar este tema. Ahora me gustaría ver a Terry.

Estaba jadeando.

—¿Otro whisky? —preguntó Decker.

—No —Donatti negó con la cabeza—. Estoy bien —tomó aliento y lo dejó escapar—. Estoy listo si tú lo estás.

Decker se quedó mirándolo con severidad.

—Estaré vigilando todos tus movimientos.

—De acuerdo. No me moveré. Tengo el culo pegado al asiento. ¿Podemos ir al grano?

No tenía sentido retrasar lo inevitable. Decker la llamó. Había colocado la silla de Terry a un lado para poder tener el camino despejado desde el cañón de su pistola hasta el cerebro de Donatti. No es que esperase un tiroteo, pero Decker era boy scout y policía y siempre intentaba estar preparado. Terry había recogido las piernas bajo su largo vestido, pero su postura era elegante y regia. De nuevo, el vestido carecía de mangas y dejaba ver sus brazos bronceados adornados con diversas pulseras. Miraba fijamente a Donatti a la cara, aunque era a él a quien parecía costarle mirarla a los ojos.

—Tienes buen aspecto —le dijo él.

—Gracias.

—¿Cómo te encuentras?

—Bien.

—¿Cómo está Gabe?

—Está bien.

Donatti espiró y miró hacia el techo. Entonces la miró a la cara.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Interesante pregunta —le dijo ella—. Sigo intentando averiguarlo.

Él se rascó la mejilla.

—Haré cualquier cosa.

—¿Puedo tomarte la palabra? —antes de que pudiera responder, ella continuó—. No estoy preparada para volver contigo.

Donatti cruzó las manos sobre su regazo.

—De acuerdo. ¿Y vas a estar preparada algún día?

—Posiblemente…, probablemente, pero todavía no.

—De acuerdo —Chris miró a Decker—. ¿Puedes darnos un poco de intimidad, por favor?

—Eso no va a ocurrir —Decker levantó las flores—. Te ha traído esto.

Terry miró las calas.

—Luego pediré que traigan un jarrón —se volvió hacia Chris—. Son preciosas. Gracias.

Donatti estaba inquieto.

—Y… ¿cuándo crees que…? Quiero decir, ¿cuánto tiempo más quieres quedarte aquí?

—¿En California o aquí en este hotel?

—Me refería a lejos de mí, pero sí, cuánto tiempo más piensas quedarte aquí.

—No lo sé.

—¿Un mes? ¿Dos meses?

—Más —se humedeció los labios.

—Eso va a salir un poco caro. No es que pretenda escatimar con el dinero…

—Es caro —dijo Terry—. Quiero alquilar una casa. Técnicamente la alquilarías tú. He visto una que me gusta. Solo estoy esperando a que extiendas el cheque.

A Decker le asombró la determinación con la que hablaba, desafiándolo a negarle cualquier cosa.

—¿Dónde? —preguntó Donatti.

—En Beverly Hills. ¿Dónde si no?

—¿Qué necesitas? —le preguntó Decker cuando ella se dispuso a ponerse en pie.

—Tengo un poco de sed.

—Siéntate. ¿Qué te apetece?

—Pellegrino, con hielo.

—Yo me encargo. ¿Y tú, Chris?

—Lo mismo.

—Sírvale un whisky —ordenó Terry.

—Estoy bien, Terry.

—¿Acaso he dicho que no lo estuvieras? —preguntó ella—. Sírvale un whisky.

Donatti levantó las manos.

—Ningún problema —dijo Decker—, siempre y cuando los dos os estéis quietos.

—Yo no voy a ninguna parte —dijo Donatti. En cuanto el whisky rozó sus labios, pareció calmarse—. Bueno…, háblame sobre esa casa que voy a alquilar.

—Está en una zona llamada Los Llanos, que es de las zonas más caras. Cuesta doce mil al mes; es lo mínimo en ese barrio. Hay que hacer algunas reparaciones, pero está para entrar a vivir. La principal razón por la que he elegido Beverly Hills son las escuelas, que son buenas.

—No hay problema —aseguró Donatti—. Lo que desees.

A juzgar por aquella conversación, parecía que Terry llevaba el control de la relación. Tal vez fuese así la mayor parte del tiempo, pero la mayor parte no era sinónimo de todo.

—¿Yo podré tener una llave? —preguntó Donatti.

—Claro que sí. Vas a alquilarla tú.

—¿Y cuánto tiempo piensas vivir ahí, en la casa que voy a alquilar yo?

—Normalmente los contratos de alquiler son por un año.

—Eso es mucho tiempo.

Terry se inclinó hacia delante.

—Chris, no te pido una separación legal, solo física. Después de lo que ocurrió, es lo mínimo que puedes hacer.

—No estoy intentando llevarte la contraria, Terry. Solo intento hacerme una idea del tiempo. Si quieres un año, tómatelo. Es cosa tuya, no mía.

Ella se quedó callada unos segundos. Entonces dijo:

—Sabrás dónde estoy, tendrás una llave de la casa. Ven cuando quieras, no pienso ir a ninguna parte. ¿Te parece justo?

—Más que justo —Donatti se obligó a sonreír—. De todas formas, no me vendrá mal tener un lugar donde quedarme cuando esté en la costa oeste. Probablemente sea una buena idea.

—Así que te he hecho un favor.

—Yo no diría eso. Doce mil al mes. ¿Qué tamaño tiene la muy cabrona?

Terry le dirigió una sonrisa; una mezcla entre humor y flirteo.

—Tiene cuatro dormitorios, Chris. Estoy segura de que se nos ocurrirá algo.

La sonrisa de Donatti se volvió auténtica.

—De acuerdo —dio un trago a su vaso y después se rio—. De acuerdo. Si es eso lo que deseas…, está bien. Tal vez me eches de menos cuando no esté.

—Soñar es gratis.

—Muy graciosa.

—¿Tienes hambre? —Terry recorrió su cuerpo con la mirada—. Has perdido peso.

—He tenido un poco de ansiedad.

—¿Cómo sabes tú lo que es la ansiedad?

Donatti miró a Decker con cara inescrutable.

—Qué ingeniosa es, ¿verdad?

—¿Tienes hambre, Chris? —repitió Terry.

—Podría comer algo.

—Aquí tienen un restaurante de primera —se miró el reloj de diamantes que llevaba en la muñeca entre las pulseras de oro—. Está abierto. No me importaría comer.

—Genial —Donatti se dispuso a ponerse en pie, pero entonces miró a Decker—. ¿Puedo levantarme sin que me dispares?

—Baja al restaurante y encarga algo para los dos, Chris. Busca una mesa al lado para mí. Enseguida te alcanzamos.

La expresión de Donatti se volvió amarga.

—Estaremos en un lugar público, Decker. No va a ocurrir nada. ¿Qué tal si nos das un poco de intimidad?

—Estaré sentado a otra mesa —respondió Decker—. Susurrad si no queréis que os oiga. Adelante. Te vemos allí.

Donatti puso los ojos en blanco.

—¿Vas a devolverme las armas?

—En algún momento —dijo Decker.

—Puedes quedarte con la munición, solo dame las armas.

—En algún momento.

—¿Qué crees que voy a hacer? ¿Golpearte en la cabeza para que pierdas el conocimiento?

—Ni siquiera estaba pensando en eso, pero, ahora que lo mencionas, eres impredecible.

Donatti se volvió hacia Terry.

—¿A ti te importa que vaya armado?

—Depende de él —respondió ella.

—No sirven para nada sin munición —cuando Decker no respondió, añadió—: Vamos, sería un gesto de buena fe. Solo pido lo que es mío.

—Ya te he oído, Chris —Decker abrió la puerta—. Pero no siempre se consigue lo que uno desea.

Ambos hombres se miraron cara a cara. Entonces Donatti se encogió de hombros.

—Lo que tú digas —salió por la puerta sin mirar atrás.

Decker negó con la cabeza.

—Es frío como el hielo —se volvió hacia Terry—. Lo has manejado bien.

—Eso espero. Al menos, me dará algo de tiempo para pensar.

Decker advirtió que estaba temblando.

—¿Te encuentras bien, Terry?

—Sí, estoy bien. Un poco… —había empezado a sudarle la frente y se secó la cara con un pañuelo—. Ya sabe lo que dicen, teniente —risa nerviosa—. Nunca dejes que te vean sudar.

Capítulo 3

Mientras Decker estaba en la ciudad, a unos treinta kilómetros de casa, Rina aprovechó para reservar para cenar en uno de los muchos restaurantes kosher del bulevar Pico. Salieron de casa de sus padres a las seis y, media hora más tarde, estaban sentados a una mesa tomando copas de Côtes du Rhône. Aunque Peter no era muy hablador, aquella noche parecía especialmente apagado, así que Rina estuvo encantada de cargar con el peso de la conversación. Quizá Peter tuviera hambre. Supuso que empezaría a hablar cuando estuviese de humor. Pero, después de comerse el costillar, las patatas fritas y la ensalada, seguía taciturno.

—¿Qué está pasando por esa cabecita tuya? —preguntó Rina al fin.

—Nada.

—No te creo.

—¿Ves? Ahí es donde las mujeres os equivocáis. Cada vez que los hombres no hablamos, lo asociáis a alguna meditación profunda que tenemos con nosotros mismos. En mi caso, estaba pensando en el postre…, en si merece la pena meterme todas esas calorías.

—Si quieres, podemos compartir algo.

—Lo que significa que yo me comeré el noventa por ciento.

—¿Y si prescindimos del postre y tomamos café? Pareces hecho polvo.

—¿De verdad? —Decker se acarició el bigote pelirrojo y canoso como si estuviera pensando en algo profundo. Aunque su vello facial siguiera conservando parte del color encendido de la juventud, el pelo de la cabeza era ya más blanco que naranja, pero seguía teniendo bastante.

Sonrió a su esposa. Rina se había puesto un vestido de satén morado oscuro que guardaba en el armario de su madre. Aunque era demasiado religiosa para mostrar canalillo, el escote que llevaba acentuaba su precioso cuello. Decker le había regalado unos pendientes de diamantes de dos quilates por su cuarenta y cinco cumpleaños y se los ponía siempre que podía. Le encantaba verla con cosas caras aunque, con su nómina, eso no ocurría con mucha frecuencia.

—Supongo que estoy un poco cansado.

—Entonces vámonos a casa.

—No, no. Me vendría bien una taza de café.

—De acuerdo —Rina le tocó las manos—. No solo estás cansado, estás agobiado. ¿Qué ha pasado esta tarde?

—Ya te lo he dicho. Todo ha ido como la seda.

—Y aun así sigues perplejo.

Decker escogió bien sus palabras.

—Cuando Terry hablaba con él, parecía segura de sí misma, como si tuviera el control de la situación.

—Tal vez fuese así contigo cerca.

—Estoy seguro de que en parte era así. Y él parecía arrepentido, así que Terry tenía bastante rienda suelta. No sé, Rina. Se mostraba casi mandona. Mientras comían hablaba ella casi todo el tiempo.

—¿Y has podido oír lo que decían?

—He podido verlos. Era evidente que ella dominaba la conversación.

—A lo mejor habla cuando se pone nerviosa.

—Podría ser. Antes de reunirnos con él en el restaurante, hemos hablado unos minutos. De pronto ha empezado a temblar y a sudar.

—Ahí lo tienes.

—Pero había algo más, Rina. Si no conociera el trasfondo, habría jurado que durante la comida flirteaba con él…, estaba sexy. Había algo raro.

—¿Qué tiene de raro? A ella le gusta.

—Hace seis semanas le dio una paliza.

—Ella sabe cómo es y aun así sigue habiendo algo en él que le parece atractivo. Toma malas decisiones. Así es como acabó en esta situación. Nadie le dijo que tuviera que ir a visitarlo a la cárcel y acostarse con él sin usar protección.

—No es estúpida, Rina. Es una madre meticulosa y es doctora en urgencias.

—Como todo el mundo, tiene aspectos positivos y algunos puntos oscuros. En el caso de Terry, sus debilidades son dañinas —se inclinó hacia delante—. Pero, como te dije esta mañana, Peter, no es nuestro problema. A ti te ha contratado. Te ha pagado y has hecho tu trabajo. ¿Y si lo dejas estar?

—Tienes razón —Decker se irguió sobre su asiento y le dio un beso en la mano—. Hemos salido a cenar y te mereces un marido que no esté en coma.

—¿Te apetece ahora ese café?

—¡Un café sería fantástico! —Decker sonrió—. Incluso me tomaría un postre.

—¿Qué te parece el pastel de melocotón?

—Suena muy bien. ¿Nos atrevemos a pedirlo con helado de vainilla o el mejunje congelado que preparen para simular el sabor auténtico?

—Claro —respondió Rina sonriente—. Volvámonos locos.

El móvil empezó a sonar justo cuando el coche había llegado a lo alto de la autopista 405 e iniciaba el descenso hacia el valle de San Fernando. Las montañas que bordeaban el camino hacían que hubiese poca cobertura. Dado que era Decker quien conducía, Rina le sacó el teléfono del bolsillo de la chaqueta.

—Si es Hannah, dile que llegaremos a casa en unos veinte minutos.

—No es Hannah. No reconozco el número —pulsó el botón para responder—. ¿Diga?

Se hizo el silencio al otro lado de la línea. Por un instante Rina pensó que se había cortado, pero entonces vio que la pantalla del teléfono seguía encendida.

—¿Diga? —repitió—. ¿Puedo ayudarte?

—¿Quién es? —preguntó Decker. Ella se encogió de hombros—. Pues cuelga.

—Perdón —era una voz de hombre. Se aclaró la garganta—. Busco al teniente Decker.

—Este es su móvil. ¿Con quién hablo?

—Con Gabe Whitman.

Rina tuvo que hacer un esfuerzo por no soltar un grito ahogado.

—¿Va todo bien?

—¿Con quién hablas? —preguntó Decker.

—No —respondió Gabe desde el otro lado—. Quiero decir que no lo sé.

—¿Quién es, Rina? —insistió Decker.

—Gabe Whitman.

—¡Dios! Dile que espere.

—Enseguida se pone —le informó Rina.

—Gracias.

Decker se salió de la carretera, detuvo el coche en el arcén, encendió las luces de emergencia y agarró el móvil.

—Soy el teniente Decker.

—Siento molestarle.

—No me molestas. ¿Qué sucede?

—No encuentro a mi madre. No está aquí y no responde al teléfono. Mi padre tampoco responder al suyo.

—De acuerdo —a Decker le iba el cerebro a mil por hora—. ¿Cuándo hablaste con tu madre por última vez?

—He vuelto al hotel sobre las seis y media o siete. Se suponía que íbamos a ir a cenar, pero no estaba aquí. Su coche tampoco está, ni su bolso, pero no me ha dejado una nota ni nada. Eso es impropio de ella.

A Decker le dio un vuelco el estómago. Su reloj decía que eran casi las nueve.

—¿Cuándo hablaste con ella por última vez, Gabe?

—Sobre las cuatro. Usted ya se había marchado. Mi madre ha dicho que todo había ido bien. Parecía tranquila. Ha dicho que iba a salir a hacer unos recados y que volvería sobre las seis. No sé si estoy exagerando, pero, con Chris, nunca se sabe.

—¿Dónde estás ahora?

—Estoy en el hotel.

—¿En la habitación?

—Sí, señor.

—De acuerdo. Gabe, voy a dar la vuelta y estaré allí en media hora. Sal de la habitación y espérame en el vestíbulo. Quiero que estés en un lugar público, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —hizo una pausa—. La habitación está bien…, quiero decir que no parece que hayan tocado nada.

—Eso no significa que tu padre no pueda aparecer de pronto. No sería buena idea que os vierais a solas.

—Eso es cierto —otra pausa—. Gracias.

—No es necesario que me des las gracias. Tú sal por la puerta y no mires atrás.

Quince minutos más tarde, Decker entró con su Porsche en el aparcamiento. Los aparcacoches eran distintos a los que habían estado allí por la tarde. Cuando le preguntaron cuánto tiempo se quedaría, Decker les dijo que no lo sabía.

El complejo del hotel consistía en casi siete hectáreas de plantas y vegetación tropical en las laderas de Bel Air. El aire nocturno estaba cargado con el aroma de los jazmines en flor y un cierto toque a gardenias. Palmeras, helechos y arbustos en flor bordeaban los senderos de piedra y cubrían las orillas de un estanque artificial poblado de patos y cisnes. Decker y Rina cruzaron un puente y contemplaron el estanque mientras las aves nadaban.

Decker la miró.

—¿Por qué no te vas con el coche a casa?

—Hannah está en casa de una amiga. Puedo esperar.

—No sé si quiero que estés aquí en caso de que Chris aparezca. Tengo un mal presentimiento.

—¿Y si espero en el vestíbulo?

—¿Te importaría? Podría tardar un rato. Si no la encuentro pronto, tendré que registrar el hotel.

—No será un problema a no ser que me echen —hizo una pausa—. ¿Qué vas a hacer con Gabe? No sabes lo que está pasando. No puedes permitir que se quede aquí solo, incluso aunque fuera mayor de edad.

Los dos se quedaron callados.

—Puede quedarse con nosotros —agregó Rina.

—No creo que sea buena idea.

—No creo que tengas elección.

—Tiene un abuelo que vive en el valle.

—Entonces ponte en contacto con él por la mañana. Una noche con nosotros no cambiará nada.

—Realmente eres la madre Tierra.

—Así soy yo —respondió Rina—. Vengan a mí los abatidos, los pobres, los hacinados que anhelan respirar en libertad, etcétera, etcétera. Emma Lazarus y yo teníamos en común mucho más que el apellido.

Aunque el hotel en sí era una serie de discretos bungalós de estuco rosa con tejados de tejas rojas de estilo mediterráneo conectados entre sí, el vestíbulo era un edificio independiente. A través del ventanal, Decker vio el mostrador de recepción con una mujer uniformada revisando unos papeles, una portería vacía y un conjunto de muebles tradicionales situados de cara a una chimenea de piedra. Uno de los sillones beis estaba ocupado por un adolescente desgarbado; El pensador,de Rodin. Rina y él entraron y el chico levantó la cabeza y se puso en pie. Decker intentó sonreír para tranquilizarlo.

—¿Gabe?

Él asintió. Era un muchacho guapo; nariz aquilina, barbilla fuerte, melena rubia oscura y unos ojos verde esmeralda enmarcados por unas gafas sin montura. No era muy corpulento, pero tenía la misma complexión definida y musculosa que su padre en la adolescencia. Parecía rondar el metro ochenta de estatura.

Decker le ofreció la mano y el chico se la estrechó.

—¿Qué tal? —Gabe se encogió de hombros con impotencia—. Esta es mi esposa. Va a esperarme aquí… a esperarnos. ¿Todavía no has sabido nada de nadie?

—No, señor —miró a Rina igual que miró a Decker—. Siento haberles arrastrado hasta aquí. Probablemente no sea nada.

—Sea lo que sea, no es molestia. Vayamos a la habitación.

La mujer de la recepción levantó la mirada.

—¿Va todo bien, señor Whitman?

—Eh, sí —Gabe puso una sonrisa forzada—. Todo bien.

—¿Está seguro?

Gabe asintió con rapidez. Decker se volvió hacia Rina.

—Te veo en un rato.

—Tómate tu tiempo.

Decker y su joven acompañante salieron al aire fresco y neblinoso de la noche y guardaron silencio mientras caminaban. Los caminos parecían distintos por la noche a como habían sido durante el día. Con la iluminación artificial camuflada entre las plantas, todo el complejo tenía un aspecto surrealista, como el decorado de una película. Gabe pasó de un jardín a otro hasta llegar al bungaló que compartía con su madre. Abrió la puerta, dio al interruptor de la luz y ambos entraron.

—Está justo como la dejé —anunció el joven.

Y prácticamente igual a como estaba cuando Decker se había marchado esa tarde. Las flores que Chris le había regalado a Terry estaban en un jarrón sobre la mesita del café. El vaso de whisky de Donatti se encontraba en el fregadero del mueble bar. Habían vaciado el cubo de basura y el sofá del salón se había convertido en cama. Sobre una bandeja de plata había varias chocolatinas y la carta del servicio de habitaciones para el desayuno. En la mesita había agua y se oía música clásica procedente del equipo de sonido.

—¿Duermes aquí?

Gabe asintió.

Decker entró en el dormitorio. La cama de Terry estaba también preparada.

—¿Las camas estaban abiertas cuando llegaste sobre las seis?

—No, señor. Vinieron más tarde, sobre las ocho —hizo una pausa—. Probablemente no debería haberles dejado entrar, ¿verdad?

—No importa, Gabe —Decker observó la habitación. Había mucha ropa en el armario y una pequeña caja fuerte. Le preguntó al chico si conocía la combinación de la caja.

—La de esta no la conozco, pero sí sé qué código utiliza habitualmente mi madre.

—¿Podrías intentar abrirla?

—Claro.

Gabe introdujo una serie de números. Tuvo que hacer dos intentos, pero al final la puerta se abrió. La caja estaba llena de joyas y dinero en efectivo.

—¿Tienes algo para transportar los objetos de valor? —le preguntó Decker.

—¿Por qué?

—Si tu madre no vuelve, no puedes quedarte aquí solo.

—No me pasará nada.

—Estoy seguro de que sabes cuidar de ti mismo, pero soy policía y tú eres menor. Estaría quebrantando la ley si te dejara quedarte aquí solo. Además, dadas las circunstancias, no querría que estuvieras solo ni aunque tuvieras dieciocho años.

—¿Y dónde va a llevarme?

—Puedes elegir —Decker se frotó las sienes—. Sé que tienes un abuelo y una tía que viven en Los Ángeles. ¿Te sentirías cómodo llamando a alguno de ellos? No me importa llevarte.

—¿Esa es mi única opción?

—Podrías pasar la noche en mi casa y, con suerte, las cosas se habrán solucionado por la mañana.

—Esa sería mi primera opción. Preferiría eso a ir con mi abuelo. Mi tía es maja, pero un poco despistada. No es mucho mayor que yo.

—¿Cuántos años tiene Melissa?

—Veintiuno…, pero es muy inmadura.

—De acuerdo. Esto es lo que haremos. Te irás a casa con mi esposa. Yo me quedaré por aquí un rato e intentaré averiguar qué sucede.

—¿Por qué no puedo quedarme aquí con usted mientras intenta averiguarlo?

—Porque puede que tarde un buen rato. Es mejor que te vayas a casa con mi mujer y me dejes hacer mi trabajo. Te veré por la mañana. Si tu madre regresa, te llamaré de inmediato. Y, si sabes algo de ella o de tu padre, me llamas para no andar perdiendo el tiempo. ¿Te parece bien?

El muchacho asintió.

—Gracias, señor. Se lo agradezco mucho.

—No hay de qué —Decker sacó una libreta—. Tengo el número de tu madre. Necesitaré el de tu padre y también tu móvil.

Gabe recitó una serie de números.

—Sabrá que mi padre cambia de número cada poco tiempo. Puede que un día dé señal y al siguiente ya no.

—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con tu padre?

—Déjeme pensar. Chris me llamó el sábado por la mañana… sobre las once. Acababa de aterrizar. Me dijo que estaba en el aeropuerto y que al día siguiente se reuniría con mi madre.

—¿Y tú qué dijiste?

—No lo recuerdo bien. Le dije que… vale. Luego me preguntó cómo estaba mi madre y le dije que bien. Fue una conversación de dos minutos…, lo típico entre nosotros —se mordió el labio—. En realidad a Chris no le caigo bien. Soy una molestia, algo que se interpone entre mi madre y él. Apenas me habla salvo que se trate de mi música o de mi madre, pero se ve obligado a tratar conmigo porque soy lo que le une a ella. Es todo un desastre.

—Tu padre es un desastre. Por casualidad no sabrás el número de su vuelo, ¿verdad?

Gabe negó con la cabeza.

—¿Sabes con qué aerolínea suele volar?

—Cuando no vuela en avión privado, suele ir con American Airlines en primera clase de costa a costa. Le gusta estirar las piernas.

—Si se fuera de Los Ángeles, ¿dónde crees que iría?

—Podría irse a casa. O podría irse a Nevada y quedarse allí un tiempo.

—Tiene burdeles en Elko, ¿verdad? —el muchacho se sonrojó y Decker preguntó—: ¿Sabes cómo se llaman esos locales?

—Uno es La Cúpula del Placer —tenía la cara roja—. El Palacio del Placer… Tiene como tres o cuatro sitios con la palabra «placer».

—¿Has intentado llamar a esos sitios?

El chico negó con la cabeza.

—No tengo los números. Puede que aparezcan en la guía. Podría llamar a información si quiere.

—No. Yo me encargo. Prepara una bolsa con algunas cosas, saca el dinero y las joyas de la caja fuerte y después te acompañaré al vestíbulo.

—Siento ser una molestia. Me siento como un idiota.

—No es molestia —le pasó un brazo por los hombros. Al principio el chico se puso rígido, pero después relajó los hombros bajo el peso del brazo de Decker—. Y no te preocupes demasiado. Probablemente todo se solucione.

—Todo se soluciona. A veces se soluciona para bien. A veces para mal. Es esa segunda opción la que me preocupa.

Capítulo 4

En el interior del coche reinaba el silencio durante el camino a casa; el chico miraba por la ventanilla del copiloto como un cachorro abandonado. Rina ni siquiera se molestó en intentar hacerle hablar. Tenía toda la energía puesta en conducir el Porsche de Peter. Había trucado el motor y aumentado a saber cuántos caballos de potencia, de modo que se requería fuerza para manejarlo. Gracias a Dios la carretera permaneció vacía durante casi todo el trayecto.

En cuanto aparcó en la entrada, el muchacho se bajó del coche de un salto, como un gato enjaulado que al fin quedaba libre. Su equipaje consistía en una mochila de colegio que llevaba colgada de un hombro, un portátil y una pequeña bolsa de viaje. Era alto para su edad, con piernas larguiruchas. Sus pantalones parecían hacer un esfuerzo por mantenerse en sus caderas inexistentes.

Rina metió la llave en la cerradura de la entrada.

—El teniente Decker y yo tenemos cuatro hijos, pero solo nuestra hija sigue viviendo en casa. Tiene diecisiete años —abrió la puerta y gritó un «hola». Desde detrás de la puerta del dormitorio se oyó la respuesta de Hannah—. Tenemos compañía —anunció Rina—. ¿Puedes salir un momento?

—¿Ahora?

—No importa —murmuró Gabe.

Rina intentó aparentar tranquilidad cuando Hannah salió con el pijama y la bata. Ambos adolescentes se dirigieron una mirada rápida.

—Hannah, este es Gabe Whitman —dijo Rina—. Se quedará con nosotros esta noche. ¿Puedes llevarle a la habitación de tus hermanos y hacer la cama?

—Puedo hacerlo yo —aseguró Gabe con las mejillas sonrosadas.

—Y Hannah también puede —respondió Rina.

—Lo haré yo —dijo Hannah encogiéndose de hombros—. ¿Quieres comer algo? Iba a por unas cerezas. ¿Quieres echar un vistazo a la nevera?

—Eh…, claro —Gabe la siguió hacia la cocina y eso fue todo.

A veces la camaradería entre iguales era mucho más eficaz que la mejor de las madres.

Después de que Hannah lavara las cerezas, le ofreció un puñado en un cuenco de papel.

—Están muy buenas. Creo que mi madre las compró en un mercado de productores.

—Los productos agrícolas son muy buenos en esta zona.

—¿En esta zona? ¿De dónde eres?

—De Nueva York.

—¿De la ciudad?

—De las afueras —se quedó observando su fruta—. ¿Tú conoces Nueva York?

—Tengo muchos amigos allí —mordió una cereza y escupió el hueso—. Y mi hermano estudia en la facultad de medicina Einstein.

—Mi madre trabajó en el Monte Sinaí durante un tiempo. Es doctora en urgencias.

—¿A ti te interesa la medicina?

—En absoluto —al fin agarró una cereza y se la comió—. Mira, soy perfectamente capaz de hacerme la cama.

—Me parece bien. ¿Puedo preguntar por qué estás aquí?

—Digamos que mi madre ha… desaparecido. Creo que tu padre la está buscando. Ha dicho que era ilegal que me quedara yo solo en un hotel, así que me ha ofrecido pasar aquí la noche.

—Suena propio de mi padre.

—¿Es un buen tipo?

—Es muy buen tipo —respondió Hannah—. Puede que parezca un poli duro, pero es un blando. Y mi madre más aún. Son los dos unos peleles. ¿Quieres algo de beber?

—No, gracias. Probablemente debería irme a la cama —dejó la fruta sobre la encimera—. Gracias por las cerezas. Creo que no tengo tanta hambre.

—¿Vas a poder dormir?

—No creo.

—Te enseñaré cómo funciona la tele. Es un poco cutre porque es de la Edad de piedra. Mis hermanos hace tiempo que se fueron de casa. ¿En qué curso estás tú?

—Estaba en décimo. Mi madre y yo acabamos de mudarnos aquí, así que llevo un tiempo sin ir a clase.

—¿Así que tienes quince años?

—Me faltan cuatro meses. Mucha gente cree que soy mayor porque soy alto.

—Sí, a mí me pasa lo mismo, pero no me importa —se bajó de la encimera—. Sígueme. E intenta no preocuparte demasiado por la situación. Puede que mi padre sea un blando conmigo, pero es duro en su trabajo. Sea lo que sea, llegará al fondo del asunto.

—Me alegro —respondió Gabe con una leve sonrisa—. Solo espero que, cuando llegue, el fondo no desaparezca.

La primera persona a la que llamó Decker fue su detective favorita, la sargento Marge Dunn.

—Tengo un problema. Me vendría bien algo de ayuda.

—¿Qué sucede? —hizo una pausa y después añadió—: ¿Tiene algo que ver con Terry McLaughlin?

—Ha desaparecido —le explicó los detalles del caso—. Su padre y su hermana viven en la ciudad. Ya he llamado a su hermana, Melissa, y le he puesto al corriente de la situación. Hace días que no sabe nada de Terry. También me ha dicho que no me moleste en llamar al padre. Apenas se soportan.

—¿Parecía preocupada?

—Sí, lo parecía. Me ha dicho que Terry nunca dejaría a Gabe sin una buena razón. Me ha pedido que la mantuviera informada. En cuanto a Donatti, he llamado a todos los número que tengo suyos y he dejado mensajes. Eso no me ha llevado a ninguna parte. Tiene algunos burdeles en Nevada. He contactado con una recepcionista que me ha dicho que Chris no tenía que regresar hasta mañana por la tarde.

—Eso no significa nada.

—Por supuesto. He llamado al departamento de policía de Elko y les he pedido que me avisen cuando regrese a la ciudad.

—¿Y van a cooperar?

—Es difícil de saber. Los burdeles dan mucho dinero, así que es posible que el departamento no esté dispuesto a renunciar a uno de ellos. Estoy intentando volver sobre los pasos de Donatti, empezando por el momento en que llegó a Los Ángeles. Estoy llamando a aerolíneas comerciales, empresas de alquiler y de jets privados. Y también las de alquiler de coches. Tiene que conducir algo, pero no he tenido suerte con eso.

—¿Has registrado el hotel?

—Aún no. Si he de recurrir a eso, llamaré los de la zona oeste. Es su distrito. Ahora mismo prefiero encargarme yo… con un poco de ayuda.

—Voy de camino.

—He venido al hotel directamente desde la cena… me di la vuelta en cuanto me llamó el chaval. No tengo aquí mis kits ni mis bolsas de pruebas.

—¿Falta algo?

—No, parece que está todo como cuando lo dejé. Hay un vaso que me gustaría analizar.

—Llevaré las cosas.

—Solo se me ocurren dos razones por las que Terry se marcharía sin avisar a su hijo. Algo la asustó o tenía una pistola apuntándola. Se ha llevado el bolso, las llaves y el coche, pero ha dejado mucho dinero y sus joyas.

—Eso no tiene buena pinta. ¿No habías dicho que el encuentro entre ambos había ido bien?

—Sí, pero Donatti es impredecible —le dio a Marge la dirección—. Tardarás unos cuarenta minutos si no hay tráfico.

—¿Dónde está el chico?

—Está con Rina. Esta noche dormirá en nuestra casa.

Hubo una pausa.

—¿No crees que te estás implicando demasiado?

—Mira quién fue a hablar —respondió Decker—. Si no hubieras adoptado a Vega después de la debacle, habría acabado bajo la tutela del estado en el programa de acogida de menores. Probablemente se habría vuelto una delincuente, se habría quedado embarazada diez veces, habría acabado enganchada a las drogas y trabajando como prostituta. En su lugar, te implicaste demasiado y ahora Vega casi ha terminado su tesis en astrofísica. Así que si hago mal a implicarme un poco.

Hubo una larga pausa al otro lado de la línea.

—¿Has tenido un día duro, Pete? —preguntó Marge al fin.

—Un tanto desafiante.

—Te veo en un rato.

—Cuanto antes mejor.

Marge llegó con los kits, las bolsas y los guantes. Había ganado un poco de peso en el último año, pero casi todo era músculo. Con su metro setenta y cinco y sus ochenta kilos de peso, había añadido entrenamientos en el gimnasio como parte de su ejercicio diario. Tenía algunas arrugas en la frente y ligeras patas de gallo en torno a sus ojos marrones. Su melena rubia, antes castaña clara, iba recogida en una coleta y llevaba pendientes de perlas. Iba vestida con pantalones grises, un jersey negro y zapatillas con suela de goma.

—Gracias por venir —dijo Decker.

—Alguien tiene que llevarte a casa —le dijo Marge.

Entre los dos tardaron más de tres horas en realizar el registro preliminar del hotel; primero fueron al bar y al restaurante, después habitación por habitación y finalmente revisaron el spa, los almacenes y el salón de fiestas. Pasaron otra hora registrando la habitación de Terry. Cuando terminaron de embolsar las pocas pruebas que pudieron encontrar, el reloj ya había dado la una y Marge vio que Decker seguía alterado. El teniente normalmente era un profesional consumado.

—¿Qué le voy a decir al muchacho? —preguntó.

—Probablemente ya esté dormido.

—¿Tú podrías dormir si fueras él?

—No —pasaron unos segundos—. Si está despierto, esto es lo que le dirás. Le dirás que has hecho todo lo que podías un domingo por la noche. Mañana llamarás a la compañía telefónica para ver si han utilizado el móvil de su madre, llamarás a los de la tarjeta para ver si ha habido alguna actividad y llamarás a su banco para ver si han sacado dinero —Marge sonrió—. Mejor dicho le encargarás a alguien que lo haga, porque eres un hombre ocupado y esta ni siquiera es tu jurisdicción. ¿Has llamado ya a los de la zona oeste?

—Sí. Poco antes de que llegaras he puesto una orden de búsqueda para localizar el coche de Terry. Es un Mercedes E550 de 2009. Alguien tendrá que volver para interrogar a todos los empleados. Solo he hablado con la recepcionista y ella no sabe nada.

—Ahora mismo está el personal básico. Seguirá así hasta por la mañana.

—El sargento me ha dicho que me llamaría alguien del departamento de personas desaparecidas de la zona oeste. Sea quien sea quien se haga cargo de la llamada, ha de saber con quién se enfrentan.

—Entonces está todo bajo control. Vamos.

—Estoy demasiado alterado para ver al chico ahora mismo.

—Estarás bien para cuando volvamos al valle. Si no, te compraré un chocolate caliente en una de las tiendas de veinticuatro horas.

—¿Chocolate caliente? —preguntó Decker con una sonrisa.

—La que ha sido madre una vez lo es para siempre. Puede que Vega sea brillante, pero sigo cuidando de ella —Marge le dio una palmadita en el hombro—. Nosotros mejor que nadie sabemos que las personas más listas pueden hacer las cosas más estúpidas.

Capítulo 5

A las dos de la mañana, la casa estaba tranquila y a oscuras, como debía ser. Decker cerró la puerta de la entrada lo más suavemente posible y esperó a que el chico saliera de la habitación de sus hijos. Al no hacerlo, caminó de puntillas hasta su dormitorio, se desnudó y se metió bajo las sábanas. Rina se acercó y le pasó un brazo por la espalda.

—¿Todo bien?

—Nada que declarar, ni en un sentido ni en el otro.

Rina se quedó callada y después suspiró.

—Estás disgustado. Lo siento.

—Sí, estoy algo disgustado. Debería haberla disuadido de tener ese encuentro.

—Solo habrías retrasado lo inevitable —Rina se incorporó—. Por lo que me has contado durante la cena, ella no pensaba abandonarlo de manera permanente.

—Tienes razón, pero el hecho es que ha desaparecido —se dio la vuelta y la miró—. Rina, ¿qué voy a decirle al muchacho?

—Que estás haciendo todo lo posible y que le mantendrás informado. Lo importante es qué vamos a hacer con él. Sin duda puede quedarse aquí unos días, pero, si la cosa se alarga, tendremos que tomar una decisión.

—Bueno, su abuelo vive en Los Ángeles, pero no le cae bien. A Terry tampoco le caía bien. El chico dice que su tía es maja, pero despistada.

—¿Cuántos años tiene ahora?

—Alrededor de veintiuno. Gabe dice que es bastante inmadura.

—Probablemente demasiado para hacerse cargo de un adolescente atormentado. ¿Trabaja? ¿Estudia?

—No sé nada de ella, salvo que hace poco tuvo un aborto —Decker exhaló—. Ya me encargaré de eso por la mañana. Vamos a dormir un poco.

—Suena bien —ambos se metieron bajo las sábanas. Peter tardó diez minutos en dormirse, pero Rina permaneció despierta mucho tiempo, torturada por las imágenes de un niño solo y perdido.

Se levantó a las seis, pero Rina no fue la primera en hacerlo. Gabe estaba sentado en el sofá del salón, casi a oscuras, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y su equipaje en el suelo. Llevaba una camiseta negra de manga corta, vaqueros y unas deportivas gigantes que debían de rondar el número cuarenta y seis.

—Buenos días —dijo Rina con suavidad.

El chico levantó la cabeza.

—Oh —se frotó los ojos—. Hola.

—¿Ibas a alguna parte? —cuando se encogió de hombros, Rina continuó—. ¿Quieres desayunar?

—No tengo mucha hambre, pero gracias.

—¿Y qué me dices de un chocolate caliente o un café?

—Si va a preparar café de todos modos, eso estaría bien.

—Ven a hacerme compañía en la cocina.

El chico se levantó con reticencia y la siguió. Entornó los párpados cuando ella encendió la luz del techo, así que la apagó de inmediato y optó por la iluminación de debajo del armario.

—Perdón —dijo Gabe sentándose a la mesa de la cocina—. Por las mañanas soy como un murciélago.

—De todas formas es demasiado temprano para tanta luz —le dijo Rina—. ¿Seguro que no tienes hambre? Tal vez sea buena idea comer algo y recuperar fuerzas —no parecía tener muchas reservas de las que tirar.

—Sí, bueno —respondió con una sonrisa débil.

—¿Tostadas?

—Vale —hizo una pausa—. Gracias por dejarme pasar aquí la noche.

—¿Has estado a gusto?

—Sí, gracias.

—Lo siento, Gabe. Si necesitas algo, por favor, dímelo.

—Así que su marido no ha…, quiero decir que mi madre sigue desaparecida, ¿verdad?

—Que yo sepa, sí —metió dos trozos de pan en la tostadora—. El teniente Decker se levantará enseguida. Podrás preguntarle lo que quieras.

El muchacho se limitó a asentir. Era la personificación de la palabra «tristeza». Las tostadas saltaron y ella le puso el plato delante, junto con mermelada, mantequilla y una taza de café caliente.

—¿Leche?, azúcar?

—Sí, por favor.

—Aquí tienes.

—Gracias —Gabe mordisqueó el pan seco—. ¿Sabe dónde voy a ir?

—El teniente Decker me ha dicho que tu tía y tu abuelo viven en Los Ángeles.

Él asintió.

—Así que va a llamarlos o…

—No conozco el procedimiento. Voy a ir a ver si está despierto —Rina entró en el dormitorio justo cuando Decker acababa de ducharse.

—El café está listo.

—Salgo enseguida.

—Bien. El pobre muchacho se pregunta dónde se quedará hasta que se resuelva todo.

—Si se resuelve. ¿Ya se ha levantado?

—Se ha levantado, ha hecho el equipaje y está abatido. ¿Le culpas?

—Es un asunto complicado —dijo él mientras se ponía los pantalones y los zapatos.

Rina hizo una pausa.

—A lo mejor deberíamos alojarlo un par de días más… hasta que se ubique un poco.

—Y entonces, ¿qué? —dijo Decker—. Sufro por él, pero no es nuestro problema, Rina.

—No he dicho que lo fuera.

—Te conozco. Eres muy generosa. Yo ya me impliqué con Terry y mira dónde hemos acabado…, dónde ha acabado ella. Dios sabe dónde habrá acabado ella. ¿Dónde está el chico?

—En la cocina.

Decker terminó de abrocharse la camisa.

—Hablaré con él. Tú ve a despertar a nuestra hija —se rio mientras se anudaba la corbata—. A mí me toca la parte fácil.

El chico estaba mirando la superficie de la mesa.

—Hola, Gabe —dijo Decker.

—Hola —respondió Gabe al levantar la mirada.

Decker le puso una mano en el hombro.

—Aún no hemos encontrado a tu madre.

—¿Y qué hay de Chris? —preguntó Gabe con una sonrisa forzada que pretendía disimular su labio tembloroso.

—Estamos buscándolos a los dos. Aún nos queda mucho por hacer y muchas opciones. Así que lo único que puedo decirte es que seas paciente y que te mantendremos informado.

El muchacho parpadeó varias veces.

—Claro.

—Pero ahora tenemos un par de cosas de las que hablar. Sé que tu padre es hijo único y huérfano. Y sabemos quiénes son los parientes de tu madre. Antes de que exploremos esa posibilidad, ¿tienes a alguien en Nueva York con quien desees que me ponga en contacto?

—¿Parientes?

—Parientes, amigos, conocidos…