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Él era arrogante, exasperantemente sexy... ¡Y ella estaba esperando su bebé! La heredera Lyssia odiaba al protegido de su padre, el magnate Darío. Él siempre la había hecho sentir demasiado malcriada, demasiado inadecuada y demasiado... sexy. Hasta que en un viaje de trabajo que hicieron juntos, su animosidad se convirtió en una necesidad complicada y urgente... Darío y Lyssia pasaron una noche mágica, pero seis semanas después llegó la sorpresa: Lyssia estaba embarazada. Al crecer en las calles de Roma, Darío tuvo que luchar mucho para salir adelante y estaba decidido a asegurarse de que su hijo nunca tuviera que pasar por algo así. Sólo había una solución: ¡casarse con su enemigo!
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Seitenzahl: 202
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Maisey Yates
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El beso del enemigo, n.º 213 - julio 2024
Título original: The Italian’s Pregnant Enemy
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410740440
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
LYSSIA Anderson tenía un plan que incluía botas rosas y ropa interior atrevida. Las botas eran muy útiles para moverse por las pistas de esquí heladas en la estación alpina de su padre. La ropa interior no iba tan bien con el clima, pero sí con su plan.
Con Carter Westfield y la creciente conexión entre ellos.
El nuevo asistente de su padre era simplemente…el mejor. Atento, sensible y tan dulce. Y además era guapísimo.
Nunca había perdido la cabeza por un chico antes. Ni una sola vez. Y Carter era…
Y que su padre les hubiera encomendado que fueran juntos a comprobar lo que sucedía en la estación de esquí era perfecto.
Estaba emocionada porque su padre contaba con ella en su empresa desde el principio. Se encontraba en una extraña encrucijada, una en la que intentaba decidir qué hacer con su propia empresa y qué hacer con su vida si decidiera dejarla. Finalmente le había dicho a su padre que estaría encantada de formar parte de Anderson Luxury Brand Group, después de todo, ya había hecho prácticas allí.
Él la había escuchado. Le había dicho que valoraría su opinión sobre las condiciones en las que se encontraba la estación de esquí en Suiza, y eso era casi tan emocionante como la perspectiva de intimar con Carter.
Padre e hija estaban unidos, pero Lyssia comenzaba a sentirse estancada y que el tiempo pasaba demasiado rápido.
Su madre había muerto muy joven. La vida no era infinita y no quería malgastarla.
Se ajustó bien la parka, ocultando su cuerpo en ropa interior bajo la ropa de abrigo, y empujó las puertas del vestíbulo. El viento helado le golpeó la cara y luchó por mantenerse impasible ante él. Lo último que necesitaba era llamar la atención de los lugareños.
La gente ya la consideraba una heredera sin méritos propios. Una «niña de papá». A menudo aparecía en listas de Internet de los herederos más ricos del mundo y cosas por el estilo.
«Menuda niña de papá que estoy hecha», pensó con ironía. El imperio de vacaciones de lujo de su padre ni siquiera iba a ser para ella. Por eso había empezado su propio negocio hacía tres años. Aunque en Internet seguía siendo criticada…
Lyssia Anderson, del Anderson Luxury Brand Group, dirige un pequeño negocio de interiores, fabricando muebles y artículos de decoración que nadie había pedido.
Uno tiene que preguntarse qué sabe una niña rica que creció con un poni y una piscina cubierta sobre lo que los pobres quieren en sus casas.
Había iniciado su propio negocio e igualmente era fuente de burlas y decepciones. Si no hiciera nada sería una sanguijuela, y si trabajaba para su padre, sería absorbida por su dinastía. Daba igual lo que hiciera, nada de eso cambiaría.
Tenía veintitrés años y su empresa era solvente. Pero la gente opinaba que debería tener más éxito, aunque solo para luego decirle que no se lo merecía.
Blablablá… Muchas personas destruían los logros de los demás, pero ¿qué construían ellos? Nada. Al menos ella había construido algo.
Y tenía opciones.
El problema era que el negocio no había crecido mucho en los últimos años y tenía que preguntarse si había algo de verdad en todo lo que se decía. Si era el nombre de su padre lo que la respaldaba.
Y se sentía mediocre porque su padre nunca había pensado en ella como la heredera potencial de su imperio, a pesar de ser su única hija.
«Dario Rivelli es el futuro».
Su padre decía que Dario era como un dios y siempre lo había tratado como tal. O quizás como al hijo varón que siempre había querido y nunca tuvo.
Él se quedó muy perdido tras la muerte de su esposa. Incapaz de ejercer como padre y de manejar las emociones de su hija.
Y cuando por fin comenzó a levantar cabeza…Dario apareció en escena. Alto, bronceado y perfecto, lo miraras por donde lo miraras.
Lyssia había sido muy consciente de que tenía que competir con él desde los doce años. Dario era un hombre hecho y derecho y ella sentía celos de la atención que recibía de su padre.
Ella intentaba estar a la altura, pero seguía sin ser Dario… Entonces, ¿qué podía hacer?
Él podría ser como un hijo para su padre, pero no era como un hermano para ella. Lyssia disfrutaba irritándolo, enfureciéndolo y, en general, negándose a dejarse impresionar por él.
Lo había observado muchas veces mientras trabajaba. Se le daba muy bien tratar con la gente, sabía cómo comportarse en cada momento. Sin embargo, Lyssia se lo ponía difícil. Cuando él la miraba con sus fríos y oscuros ojos, ella respondía con fuego. Cuando él le dirigía comentarios secos y mordaces, ella respondía con palabras punzantes y una expresión plácida. Sabía que Dario no podía discernir si ella estaba jugando con él, si era incompetente o una cabeza hueca.
Cuando hizo prácticas en Anderson después de graduarse de la secundaria y le asignaron ser la asistente de Dario, se dedicó a actuar como la persona menos seria imaginable tan solo para irritarle.
Con el tiempo, pudo ver que ese comportamiento solo le había perjudicado a ella. Actuar de esa manera había hecho que los demás creyeran que era así de verdad.
Resopló y miró hacia la nieve, tratando de ver si ya venía un vehículo a buscarla. El cielo sobre ella estaba azul, pero había una banda de nubes grises oscuras que se cernían sobre las montañas y parecían presagiar algo.
Finalmente, un elegante Land Rover negro se detuvo en la acera y Lyssia se subió en él, sintiendo cómo se le tensaba el estómago. Carter estaría en la casa en la que se hospedaba.
El conductor cargó sus maletas en la parte trasera y Lyssia le dio las gracias, aunque apenas podía escuchar su propia voz por el sonido de su corazón latiendo en su cabeza.
Se preguntaba si Carter la estaría esperando. Ella creía que había llegado el momento de llevar las cosas al siguiente nivel. Se habían besado tan solo un par de veces. Pero no era una niña. Y no, no tenía mucha experiencia física con hombres, pero sabía que nadie se quedaba solo con unos besos hoy en día.
La gente tenía una actitud abierta y liberada en cuanto al sexo. Y ella también, solo que nunca había estado segura de querer tener sexo con alguien, así que no lo había hecho. Eso también era liberación, ¿no?
Sin embargo, quería tener sexo con Carter. Él la hacía sentir atractiva y feliz, ¿y no era eso por lo que valía la pena esperar? Ella creía que sí.
La verdad era que él la hacía sentir feliz. La hacía sentirse bien consigo misma. Eso era lo que quería. Alguien que la hiciera sentir bien.
Había tantas cosas difíciles en la vida. Sin embargo, tratar con Carter le resultaba fácil.
Había estado tan tentada de enviarle un mensaje durante todo el día, pero luego se recordaba a sí misma que debía dejar que las cosas sucedieran solas.
Cuando vio aparecer la casa a lo lejos, su cuerpo comenzó a temblar nervioso.
El coche se detuvo, ella se bajó y el conductor sacó sus maletas, llevándolas hasta el frente de la casa.
La adrenalina pura se disparó en sus venas. Iba a hacerlo. No esperaría a que oscureciera.
Entró por la puerta de la casa, esperando ver a Carter con su portátil, pero no estaba en la gran zona de estar. Tampoco había ningún signo de haber utilizado la cocina. No había rastro de ningún espumador de leche ni de la cafetera de prensa francesa que él tanto solía usar en su oficina en Manhattan.
Bueno, podría ir quitándose la ropa. Desnudarse hasta quedar en ropa interior… Recibirlo de esa manera cuando llegara.
De repente, ella lanzó un grito y soltó la maleta, que acabó abriéndose en el suelo y esparciendo lencería por todas partes.
Luego levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de él.
No.
Eso no podía estar sucediendo.
Su corazón latía desbocado, como el de un roedor asustado acorralado en el borde de su madriguera.
Pero no tenía miedo de Dario Rivelli.
No sentía nada por él. Así que su corazón necesitaba calmarse de una vez.
–¿Qué diablos… qué… qué haces aquí? –tartamudeó, esperando no parecer tan descompuesta como se sentía. Como se veía su maleta.
Toda su ropa interior… Su ropa interior de seducción.
Que ahora Dario observaba con indiferencia.
Él tenía una taza de café en la mano, las mangas de su camisa blanca remangadas hasta los codos. Sus hombros eran anchos y sus musculosos pectorales se marcaban bajo la tela. No le tiraba de los botones ni nada por el estilo, pero a Lyssia le parecía que la camisa estaba demasiado ajustada a su pecho y…
No debería fijarse en sus músculos, ¿verdad?
Devolvió la mirada de vuelta a su rostro. Él la miraba con cierto desdén. Sus oscuros ojos destilaban ese toque de humor burlón, como siempre. Su mandíbula cuadrada, su nariz recta como una espada, sus labios…
Mejor no hablar de ellos.
En absoluto.
No estaba mirando su boca y nunca lo haría.
Se recompuso y bajó las escaleras lentamente, muy lentamente.
–¿Cuánto tiempo llevas ahí parado?
Él miró su reloj.
–Un par de minutos.
–¿Y no se te ocurrió anunciar tu presencia? ¿O… ayudarme?
Él levantó una ceja.
–Soy feminista, cara. Nunca asumiría que necesitas ayuda sin que me la pidas.
«Feminista, dice…».
Ella levantó la barbilla y mantuvo el cuerpo erguido.
–Quizás, en cuanto vuelva a meter mis cosas en la maleta, podrías ayudarme.
Él se acercó al desorden y rozó con el pie uno de sus conjuntos de camisón de encaje.
Ella se agachó lentamente –muy lentamente, para no parecer ansiosa o apresurada– y comenzó a recoger su ropa.
Él la observaba mientras bebía su café, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Como si no fuera un hombre multimillonario muy ocupado y muy importante que no debería estar en esa casa, cuando su padre había enviado a su hija y a su asistente para hacer ese trabajo. Era una labor demasiado baja para él.
Pero ahí estaba. Como si no tuviera una agenda repleta de asuntos importantes que hacer y no apareciera en artículos en Internet con títulos como: Multimillonarios con los que realmente te gustaría acostarte.
–¿Quieres que te ayude ahora? –preguntó él, en cuanto ella cerró la maleta.
–Sí. Si no te importa.
–En absoluto. Vivo para servirte, Lyssia.
Ella puso los ojos en blanco y él agarró la maleta con una mano mientras seguía sosteniendo su café en la otra y subía escaleras arriba. resopló y comenzó a subir detrás de él.
–¿Cuándo te irás, Dario? –preguntó, tratando de no parecer demasiado ansiosa.
–Acabo de llegar –respondió él, deteniéndose justo frente a la puerta de su dormitorio.
Ella se detuvo.
–¿Qué?
–He venido para la inspección de la estación de esquí.
–¿Qué?
–Tu padre me pidió que viniera a supervisar.
–Pero Carter y yo íbamos a…
–Tu padre quería que alguien con más antigüedad viniera a inspeccionar y yo me ofrecí.
Así que ella no era lo suficientemente buena para hacer el trabajo. Por supuesto que no.
Dario ni siquiera trabajaba para su padre ya, pero estaba al acecho, pendiente de una adquisición que en realidad era una herencia.
¿Y en serio iba a quedarse en la misma casa que Carter y ella?
Ahora lo veía claro. El verdadero problema no sería siquiera que Dario los supervisara, sino el monstruo salvaje que Dario sacaba de ella cada vez que tenían que compartir espacio. Pasaría toda la semana discutiendo con él, provocándolo, mientras él se limitaría a sorber su café mostrándose imperturbable hasta que dejara de estarlo, hasta que ella ganara su victoria. Haciendo que se olvidara de su objetivo de querer acostarse con Carter.
No. No permitiría que eso sucediera. Dario no tenía por qué ser un obstáculo. No tenía nada que ver con lo que Carter y ella tenían.
–Carter va a venir, ¿verdad?
–No –dijo él, levantando una ceja–. Al final no. ¿Es eso un problema para ti, cara?
Ella se sintió como si un agujero negro se hubiera abierto bajo sus pies.
–Deja de llamarme cara. Ni siquiera te caigo bien.
–Lo digo con ironía, ¿no conoces la ironía?
–Eres feminista y comediante. ¡Qué afortunado es el mundo de tener una persona como tú!
Ahí estaban. Justo en el punto clave. Lyssia y Dario y su necesidad épica de ir y venir hasta que uno de los dos cediera. Eso la hacía olvidar todo. Y a todos. Y a menudo también el motivo inicial de sus discusiones. Como si el mundo entero desapareciera y solo quedaran ellos dos.
Dario alzó una ceja de nuevo y algo se despertó dentro de ella.
–Algunos dicen que soy una creación divina. Aparecí espontáneamente cuando el mundo estaba en sus horas más oscura. Y aquí me hallo ahora.
–¿Ha venido el anticristo para anunciar el fin de los tiempos? –preguntó ella, con voz dulce.
–No he visto langostas por aquí últimamente. Aunque, eso puede ser por el clima.
–Umm… Desde luego. A las langostas no les gusta la nieve.
Ambos se quedaron de pie en el pasillo, mirándose el uno al otro.
El estómago de ella se tensó y comenzó a respirar con dificultad. Lo odiaba tanto… Siempre había sido así, e incluso había ido empeorado en los últimos años.
Era tan arrogante.
Y tan alto. Era exasperante. Sus hombros eran tan… tan anchos y sus manos tan grandes. Y a ella no le gustaba nada de eso.
–Gracias –dijo ella, quitándole la maleta de la mano.
–¿No quieres que deje la maleta en tu habitación? Sé que estás acostumbrada a un servicio completo.
–Como si tú no lo estuvieras…
Seguramente él tenía un conductor para llevarlo en coche adonde quisiera y un mayordomo para cepillarle los dientes y una mujer para…
Bueno.
Mejor que no siguiera con esos pensamientos.
Ella sabía muy bien lo que las mujeres pensaban de Dario. Si había un evento y él estaba presente, siempre llevaba a una mujer guapa agarrada a su brazo. Una modelo, una actriz, una influencer, una dama de la alta sociedad… No tenía problemas para atraer a ese tipo de mujeres.
Él no respondió a su pulla, lo que le resultó molesto. En cambio, abrió la puerta del dormitorio sin su permiso, le quitó la maleta de la mano y la llevó adentro.
Lyssia entró en la habitación y se dio cuenta de su error inmediatamente. La sensación que había estado latente entre ellos en el pasillo –el odio, eso era– parecía expandirse allí dentro, haciendo imposible pensar, respirar o incluso mantener una expresión facial normal.
Él no dijo nada. Solo la miró. Las líneas marcadas de su rostro esculpido parecían más pronunciadas de repente. Como si de pronto fuera más alto. Más ancho. Más cercano.
–¿Todo bien, cara?
–Sí –dijo ella, con la garganta rasposa.
De repente, ni siquiera quería provocarlo. Solo quería que saliera de su espacio.
Y lo conseguiría. Al día siguiente se trasladaría. Iba a terminar el trabajo, porque por mucho que quisiera volver a Manhattan para continuar con su misión con Carter, no podía permitir que su padre pensara que estaba anteponiendo su vida personal a la profesional. Tenía que dejar de ver como un insulto que le enviara a Dario para supervisarla.
–Gracias, Dario –dijo ella mirándolo fijamente. Esperaba que él se lo tomara como una indirecta para que se marchara de una vez.
–Haría cualquier cosa por ti, por supuesto, Lyssia.
Se estaba burlando, pero ella no respondió al desafío.
Él se giró y salió de la habitación, dejándola sola en aquel espacio. Era una habitación encantadora. Grandes ventanales ofrecían vistas a la nieve. El blanco brillante reflejaba una luz limpia y hermosa por todo el lugar. La cama era moderna, baja y con una colcha blanca. La alfombra, justo al lado de una chimenea moderna de vidrio, era de piel de reno blanca, con suelo de bambú claro debajo.
Se quitó los zapatos y suspiró. El calor del suelo radiante resultaba muy agradable al caminar. El baño era encantador, con una gran bañera blanca y un lavabo flotante de color gris pizarra.
«Habría sido un lugar estupendo para darse un baño con Carter», pensó.
Suspiró con melancolía, la escena romántica en su mente se sentía cruel ahora que no ocurría. No podía evitar imaginarse sentada con él en la bañera, cubiertos de burbujas, bebiendo champán.
«Hablaríamos sobre el día que hemos tenido y sería tan… dulce».
De repente, frunció el ceño.
Por alguna razón, su cerebro falló y la imagen en su mente de los dos acaramelados se esfumó y apareció Dario.
Pero en esa imagen no había champán. No había sonrisas. No había burbujas.
Estaba desnuda en el agua frente a Dario, contemplando su pecho musculoso y cubierto de vello oscuro. La expresión en su rostro era intensa. Los ojos oscuros de él no dejaban de mirarla mientras ella se acercaba a…
–¡No! –gritó dando un salto hacia atrás.
¿Qué demonios le pasaba?
Necesitaba salir de esa casa.
Necesitaba alejarse de Dario Rivelli.
Eso era lo que quería.
LYSSIA Anderson era un verdadero dolor de cabeza para Dario.
Sentado frente a la chimenea en el amplio salón de la casa, reflexionaba sobre su situación actual. No debería haber accedido a hacerlo. Sin embargo, Nathan Anderson era lo más parecido que tenía a un padre, y cuando le pedía que hiciera cosas, él se encontraba cumpliéndolas casi sin pensarlo.
Nadie más en el mundo podría convencer a Dario de interrumpir su agenda para hacerle un favor.
Pensó en Lyssia. Con su melena rubia, los ojos muy abiertos y una expresión desdichada, mirando un montón de lencería desperdigada por el suelo.
Un gruñido brotó de su garganta.
El problema con Lyssia era que Dario podía ver su interior con más claridad de lo que ella se veía a sí misma, o esa era la impresión que él tenía. Ella pensaba que lo odiaba. Aunque quizás era cierto. Pero esa no era la verdadera razón por la que se erizaba como una gatita cada vez que él se acercaba demasiado.
Diez años mayor que ella y con mucha más experiencia, Dario iba varios pasos por delante de Lyssia en muchos aspectos.
Ella había imaginado que pasaría un fin de semana apasionado con Carter, la mascota de su padre. Era el asistente personal más patético que Dario había conocido. Y Lyssia estaba enamorada de él.
Porque ella podía controlarlo.
Pero eso no era lo que Lyssia necesitaba. Y, por desgracia para ella, tampoco era lo que quería. En realidad no. Ella pensaba que sí, e incluso podría divertirse con él, pero nunca sería suficiente para satisfacerla.
Se preguntaba cuánto tardaría en darse cuenta de que, aunque realmente le parecía una mocosa molesta, y tenía la sensación de que ella pensaba que él era el cabrón más arrogante del planeta, lo que latía entre ellos cada vez que se enfrentaban no era odio, sino deseo.
Podía recordar el momento en que se había convertido en un problema.
Conocía a Lyssia desde que era una niña, pero solo tenía un vago recuerdo de ella. Era la pequeña criatura que correteaba por la casa de Nathan en sus raras visitas, pero solo la había visto de pasada. Tras la muerte de su madre, Lyssia había empezado a pasar más tiempo en la oficina. Era tan solo una adolescente huraña, con un sentido de la moda cuestionable. A menudo se la encontraba tumbada boca abajo en un sofá del vestíbulo de la empresa, como si fuera un cojín, o sentada en la silla del despacho de su padre mientras él estaba con alguna reunión.
A los dieciocho años, Lyssia había comenzado unas prácticas en Anderson’s, y Dario se había visto obligado a interactuar más con ella. Para entonces, él ya no trabajaba directamente allí. De hecho, su empresa había adquirido Anderson’s bajo el paraguas de sus otros intereses, como parte del plan de jubilación de Nathan. Habían firmado un contrato de diez años para transferir gradualmente las operaciones a Rivelli Holdings, integrando los sistemas financieros y otras áreas de la empresa con el tiempo, mientras intentaban retener al mayor número posible de empleados.
Nathan era meticuloso con esas transiciones, y Dario lo agradecía, aunque no estaba seguro de que él mismo hubiera sido tan concienzudo.
Dario había llegado a Manhattan siendo un adolescente enfadado de trece años que había mentido sobre su edad para conseguir un contrato en un crucero que navegaba entre Europa y Estados Unidos. Lo había visto como una oportunidad para escapar de Roma, algo que deseaba con fervor.
Había pasado los primeros años de su vida en una situación de vulnerabilidad. Cuando lo peor había pasado, se dio cuenta de que tenía dos opciones: resignarse y desfallecer, o usar cada aliento que le quedaba para asegurarse de que nunca volvería a estar en esa situación de indefensión.
Optó por lo segundo. Bajó del barco y se adentró en la ciudad. Se forjó una nueva identidad, consiguió documentos y encontró trabajo. Primero en cocinas, luego en restaurantes y, finalmente, en hoteles. Era alto para su edad, atractivo y poseía un carisma natural.
Aunque Lyssia podría no estar de acuerdo, la mayoría de la gente lo encontraba encantador.
Utilizó su encanto en su beneficio. Se convirtió en un experto en leer a las personas, en imitar modales y voces. Trabajó duro para perder la mayor parte de su acento, aunque conservó lo suficiente para sonar exótico cuando le convenía. Se educó a sí mismo interactuando con la gente que lo rodeaba, aprendiendo a hablar, vestir, actuar y comportarse como los miembros de la clase alta que veía entrar en los hoteles donde trabajaba.
Consiguió un empleo en Anderson’s de la Quinta Avenida cuando tenía diecisiete años. A los diecinueve, ya era el gerente. A los veintiuno, dirigía todos los hoteles de Norteamérica. A los veinticuatro, ya era el estratega global de la marca y había hecho crecer la empresa de manera astronómica, ganándose una buena reputación y una considerable fortuna.
A los veinticinco años, Dario se independizó con la bendición de su mentor. Compró una cadena hotelera en dificultades y la transformó en un negocio próspero, rehabilitando viejos complejos turísticos antes de comenzar a construir nuevos que atendieran a turistas ecológicos. Se convirtió en multimillonario antes de cumplir los treinta.