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Extraños en el altar El deber le obligaba a no ceder a los dictados de su corazón La princesa Isabella estaba convencida de tres cosas: Por nada del mundo quería casarse con el jeque al que la habían prometido. El hombre que debía escoltarla hasta el altar ocultaba algo más de lo que mostraba su duro aspecto. Después de besar a ese hombre, no volvería a ser la misma. El noble francés Después de una noche de pasión, se había quedado embarazada del conde… Gwen había ido a Francia a perseguir su sueño como chef, dispuesta a matarse trabajando antes de regresar al seno de su familia. Pero ni siquiera toda su determinación pudo conseguir que se resistiera a la intensa mirada de Etienne Moreau… Después de una noche de pasión, Etienne quiso convertirla en su amante, pues era el antídoto perfecto a su refinada existencia. Pero Gwen se sintió indignada con la oferta. Tal vez Etienne pensara que podía comprarlo todo con su dinero, ¡pero ella no estaba a la venta! Sin embargo, ninguno de los dos contaba con algo inesperado… Oscuras emociones Su inocencia era un tesoro del que nunca podría cansarse A Sergei Kholodov le asombraba la inocencia de aquella turista estadounidense a la que había ayudado, pues a él la vida lo había transformado en un hombre cínico y amargado. Detestaba el tremendo efecto que tenía sobre él, y por eso Sergei tomó la fría decisión de dejar a un lado sus emociones… Se dejaría llevar por el placer y la pasión antes de apartarla de su lado y destruir sus sueños. Pero Sergei volvió a aparecer un año después. No había podido borrar a Hannah de su memoria y creía que quizá pudiera olvidarla por fin si pasaba una noche más con ella. O quizá quisiera más y más…
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Seitenzahl: 559
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Maisey Yates. Todos los derechos reservados.
EXTRAÑOS EN EL ALTAR, N.º 2116 - noviembre 2011
Título original: The Inherited Bride
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-050-9
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Créditos
Extraños en el altar
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
El noble francés
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Oscuras emociones
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
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AQUEL hombre no era del servicio de habitaciones, de eso no había duda alguna. La princesa Isabella Rossi miró al desconocido alto e imponente que estaba en la puerta de la habitación. Un traje negro a medida realzaba su poderosa figura, pero su impecable atuendo era el único vestigio civilizado que ofrecía su persona. Su expresión era inescrutable, con unos ojos oscuros e impenetrables, unos labios firmemente cerrados, una mandíbula recia y apretada y una tensión que se reflejaba en su rígida postura. Profundas cicatrices marcaban la piel visible de las mejillas y las muñecas.
Isabella tragó saliva e intentó adoptar un tono firme.
–A menos que me traiga la cena, me temo que no puedo permitirle pasar.
Él descruzó los brazos y sostuvo las manos en alto, como para demostrarle que estaban vacías.
–Lo siento.
–Estoy esperando al servicio de habitaciones.
El hombre le dio un golpecito a la puerta con la mano abierta.
–Las mirillas se instalan en las puertas con una buena razón. Conviene mirar siempre antes de abrir.
–Gracias. Lo tendré en cuenta –se dispuso a cerrar la puerta, pero él se lo impidió con el hombro. Isabella ejerció un poco más de fuerza, sin conseguir que la puerta ni el hombre se movieran lo más mínimo.
–Les ha causado graves problemas a unas cuantas personas, incluido su personal de seguridad, que se han quedado sin trabajo.
A Isabella se le cayó el alma a los pies. Aquel hombre sabía quién era. Sintió cierto alivio al saber que su intención no era hacerle daño, pero aun así… Estaba allí para llevarla de vuelta, ya fuera a Umarah o a Turan, y Isabella no quería regresar a ninguno de los dos países. No después de haber saboreado la libertad por una sola noche y haber atisbado ese mundo hasta entonces desconocido.
–¿Trabaja para mi padre?
–No.
–Entonces trabaja para Hassan –debería haberlo imaginado desde el principio. El acento de aquel hombre sugería que el árabe debía de ser su lengua nativa. Seguramente estaba confabulado con su prometido.
–Ha incumplido un trato, amira. Y debería saber que el jeque no puede tolerar tal cosa.
–Sabía que no le haría mucha gracia, pero…
–Ha cometido una estupidez, Isabella. Sus padres temieron que hubiese sido secuestrada.
El sentimiento de culpa que llevaba reprimiendo durante veinticuatro horas se desató dolorosamente en su estómago. Pero al mismo tiempo sintió una extraña emoción al mirar los insondables ojos de aquel hombre. Rápidamente bajó la mirada.
–No quería asustar a nadie.
–¿Y qué creía que pasaría cuando advirtieran su desaparición? ¿Que todo el mundo seguiría con sus vidas como si nada hubiera pasado? ¿No se le ocurrió pensar que sus padres se llevarían un susto de muerte?
Ella sacudió la cabeza en silencio. Sabía que su familia se enfadaría mucho por su desaparición, pero no que se preocuparan realmente por ella. El mayor temor de sus padres sería que el jeque se echara para atrás en el trato si descubría que Isabella se estaba corrompiendo por ahí fuera.
–No… No imaginé que se preocuparían por mí.
El hombre desvió la mirada hacia el pasillo, donde una joven pareja se besaba apasionadamente unas puertas más allá.
–No voy a continuar esta discusión en el pasillo.
Ella miró también a la pareja y sintió cómo le ardían las mejillas.
–¡Pero no puedo dejarlo entrar!
Él miró por encima de ella a la habitación.
–¿Qué es, una pocilga o algo así?
–Claro que no. Es un hotel decente.
–El personal del hotel la habrá reconocido y se habrá extrañado de verla aquí.
Ella asintió en silencio.
–Voy a entrar con su permiso o sin él. Una cosa que tendrá que aprender sobre mí, princesa, es que no acato órdenes de nadie.
–Faltan dos meses y diez días para la boda –dijo ella en tono desesperado–. Necesito este tiempo para… Para…
–Eso debería haberlo pensado antes de huir.
–Yo no hui. No soy una chica mala ni rebelde.
–¿Entonces qué es? –volvió a mirar a la pareja, cuyas actividades amatorias habían subido de intensidad en el último minuto– . Estoy esperando, y se me está agotando la paciencia.
Isabella supo por el brillo de determinación de sus ojos que entraría por la fuerza si ella no le permitía el acceso. Y la tensión que irradiaban sus músculos le advirtió que sólo estaba a unos escasos segundos de hacerlo.
Un gemido orgásmico llegó de la pareja e Isabella dio un respingo hacia atrás, soltando la puerta.
–Sabia decisión –dijo él, entrando en la pequeña habitación.
Permaneció erguido y rígido con el rostro inescrutable. Isabella se dio cuenta de que era un hombre muy atractivo. Se había quedado tan sobrecogida por la energía que irradiaba que no había tenido tiempo de apreciar su aspecto.
Sus labios eran carnosos y bien definidos, a pesar de la pequeña cicatriz que discurría por la comisura de la boca. Tenía los ojos más negros que Isabella había visto en su vida, tan penetrantes que parecían mirar a través de ella. Era el tipo de hombre que despertaba una reacción visceral a la que era imposible resistirse, ignorar e incluso comprender.
–No era mi intención dejarlo pasar –arguyó, confiando en dar una imagen cuanto menos autoritaria. Era una princesa y tenía que mostrarse altiva e imperiosa–. Me he asustado, eso es todo.
–Ya le dije que iba a entrar con o sin su permiso.
Isabella carraspeó incómodamente y apartó la mirada. Todo parecía ralentizarse a su alrededor. Incluso el aire parecía cargado. Aquel hombre era tan… Era una fuerza arrolladora e incontenible.
–Sí, bueno… ¿Y ahora que ya ha entrado, qué?
–Ahora nos iremos los dos.
Ella dio un paso hacia atrás.
–No voy a ir a ninguna parte con usted.
Él arqueó una de sus negras cejas.
–¿Está segura?
–¿Piensa sacarme a rastras?
–Si es necesario…
La idea de que aquel desconocido la tocara era tan turbadora que Isabella dio otro paso atrás.
–No creo que fuera capaz de hacerlo.
–No se confunda, princesa. Claro que sería capaz de hacerlo. Usted tiene un acuerdo vinculante con su alteza el jeque de Umarah y yo tengo la misión de llevarla con él. Eso significa que va a venir conmigo de un modo u otro, aunque sea gritando y pataleando por las calles de París.
Isabella se puso muy rígida e intentó ocultar los nervios.
–Sigo creyendo que no sería capaz de hacerlo.
Él le clavó la intensa mirada de sus ojos negros.
–Siga provocándome y usted misma comprobará lo que soy capaz de hacer.
La recorrió lentamente con la mirada, observando sus curvas. El brillo de sus ojos en la penumbra la hizo sentirse inquietantemente vulnerable, como si estuviera desnuda.
El corazón se le aceleró y la sangre empezó a hervirle en las venas, algo que nunca le ocurría. Sus latidos eran tan fuertes que estaba segura de que él podía oírlos. Respiró hondo para intentar calmarse y apartó la mirada mientras intentaba aferrarse a los restos de cordura que aún pudieran quedarle. Entonces posó la mirada en la cama y pensó automáticamente en los amantes del pasillo. Las palpitaciones se hicieron más fuertes y sintió cómo un rubor ardiente le cubría las mejillas.
«¡Concéntrate!».
Tenía que conservar la cabeza fría y averiguar la manera de librarse de aquel hombre para seguir disfrutando de la vida antes de sacrificarse en nombre del deber. El diamante que llevaba en el dedo, entregado por correo seis meses antes, le recordaba constantemente que el tiempo corría en su contra. Y aquel hombre que había ido a buscarla estaba acabando con su única esperanza de libertad.
Había pedido que le permitieran vivir su propia vida durante dos cortos meses, nada más, pero el rechazo de su padre fue tan rotundo, incluso desdeñoso, que a Isabella no le quedó más remedio que actuar por su cuenta. Por eso no podía volver todavía a casa. No cuando estaba tan cerca de alcanzar su ansiado objetivo.
Tenía que haber algún modo de ganarse a aquel hombre para su causa, pero no se le ocurría ninguno. No sabía prácticamente nada sobre los hombres, aunque sí había visto a su cuñada apaciguando a su hermano mayor, Max, algo que nadie más podía hacer.
Por desgracia, aquel hombre no parecía tener la menor sensibilidad.
Pero tenía que hacer algo, de modo que tomó aire y dio un paso adelante para ponerle una mano en el brazo. Sus miradas se encontraron y una descarga de sensaciones se desató en su estómago. Retrocedió rápidamente, sintiendo el calor de su piel en la punta de los dedos.
–Todavía no estoy lista para regresar. Aún quedan dos meses para la boda y quiero aprovechar este tiempo para… Para mí.
Adham al bin Sudar intentó sofocar la irritación. Aquella joven intentaba seducirlo para salirse con la suya. El suave roce en la manga no había sido un acto inocente, sino un movimiento calculado para avivar las bajas pasiones. ¿Y qué hombre podría resistirse a una mujer como Isabella Rossi?
Volvió a pensar que su hermano era un hombre con suerte al tenerla como futura novia. Aunque Adham se habría conformado con tenerla como amante temporal, más que como esposa.
Era una mujer realmente hermosa, con exuberantes curvas y un rostro perfecto de incuestionable belleza. Sus pómulos marcados, su nariz respingona y sus labios exquisitamente definidos la convertirían en el centro de todas las miradas en cualquier lugar del mundo. Ni siquiera le hacía falta maquillarse para rivalizar con las modelos más famosas.
En realidad no tenía la elegancia estilizada de una supermodelo, pero Adham siempre había preferido una belleza más voluptuosa y natural. E Isabella Rossi no carecía en absoluto de esas dos cualidades. Adham bajó la mirada y la detuvo en aquellos pechos generosos y tentadores que harían perder la cabeza a cualquier hombre.
Sintió asco de sí mismo al darse cuenta de lo que estaba haciendo. Aquella mujer era la prometida de su hermano. Ni siquiera le estaba permitido mirarla. Y mucho menos desearla.
Su hermano le había pedido, suplicado, que la llevara de vuelta para la boda y evitar así que su honor se viera comprometido. Y eso era lo que iba a hacer, llevarla de vuelta, aunque empezaba a dudar de que una chiquilla mimada y egoísta sin el menor sentido del deber pudiera ser una princesa adecuada para su país. Pero Isabella Rossi representaba la alianza comercial y militar con un país entero, y eso la convertía en una novia esencial e irreemplazable.
–Irse por su cuenta fue una auténtica estupidez –le espetó, valiéndose de toda su fuerza de voluntad para sofocar el deseo que crecía en su interior–. Le podría haber pasado cualquier cosa.
–No corría ningún peligro –se defendió ella–. Y seguiré estando a salvo si…
–Lo único que va a hacer es venir conmigo, amira. ¿De verdad piensa que la dejaría en paz sólo porque me lo pida con una bonita sonrisa?
Los labios de la princesa se entreabrieron en una mueca.
–Tenía… Tenía la esperanza de que…
–¿De que no tendría que cumplir su palabra? Si el pueblo de Umarah descubriera que la novia del jeque lo ha abandonado, su honor se vería gravemente comprometido y con él la alianza. ¿Tiene idea de cuántos trabajos y beneficios se perderían para nuestros respectivos pueblos?
Ella se mordió el labio y un destello apareció en sus ojos azules. Un agradecido arrebato de disgusto reemplazó la repentina atracción física que lo había invadido nada más verla. No tenía paciencia para tratar con mujeres sentimentales, y tenía el presentimiento de que Isabella intentaba hacerle un chantaje emocional. Muy pronto descubriría que las lágrimas no servían con él.
–No iba a rehuir la boda. Solo quería un poco de tiempo.
Adham se fijó en la manera en que giraba el anillo de diamante alrededor de su esbelto dedo. Era la alianza que le había enviado Hassan. Tal vez estuviera diciendo la verdad.
–Me temo que ese tiempo se ha acabado.
La expresión de sus ojos habría conmovido a la mayoría de la gente, pero Adham no sintió nada. Nada salvo un profundo desprecio. Había visto demasiadas cosas como para que lo afectaran las lágrimas de una pobre niña rica que no quería casarse con un poderoso miembro de la realeza.
–Todavía no he estado en la torre Eiffel –dijo ella en voz baja.
–¿Qué?
–Todavía no he estado en la torre Eiffel. Vine en tren desde Italia… He llegado esta tarde y no iba a salir sola por la noche. No he visto nada de París.
–¿Nunca ha visto la torre Eiffel?
Las mejillas ligeramente bronceadas de Isabella se cubrieron de un intenso rubor.
–La he visto desde lejos, pero no es lo mismo.
–Esto no son unas vacaciones, y yo no soy su guía turístico. Voy a llevarla de vuelta a Umarah inmediatamente.
–Por favor… Déjeme ir a la torre Eiffel.
No le estaba pidiendo gran cosa, y Adham no era un hombre cruel aunque no se dejara conmover por su situación. Si accedía a aquel pequeño ruego, sería mucho más fácil sacarla del hotel que si tuviera que hacerlo en contra de su voluntad. Adham estaba dispuesto a sacarla por la fuerza si fuera necesario, pero preferiría no tener que hacerlo.
–Le doy mi palabra de que mañana por la mañana le permitiré visitar la torre Eiffel de camino al aeropuerto. Pero ahora tendrá que venir conmigo, sin gritos ni patadas.
–¿Y mantendrá su palabra?
–Otra cosa que debe saber de mí, princesa, es que, aunque no soy una compañía muy agradable, siempre cumplo con mi palabra. Es una cuestión de honor.
–¿Tan importante es el honor para usted?
–Es lo único que nadie puede arrebatarle.
–Lo tomaré como un sí –dijo ella–. ¿Y si no voy con usted…?
–Va a venir conmigo. Los gritos y patadas son opcionales… Como los paseos turísticos.
–Parece que mis opciones son limitadas –murmuró ella, mordiéndose de nuevo el labio.
–Sólo tiene una opción. La forma de llevarla a cabo, sin embargo, depende de usted.
Ella parpadeó unas cuantas veces y apartó la mirada, como si no quisiera mostrarle su desesperación, aunque Adham sospechaba que en realidad eso era exactamente lo que quería.
–Tengo que hacer las maletas… Acabo de sacar todas mis cosas –no hizo ademán de ponerse manos a la obra, sino que permaneció donde estaba, ofreciendo una imagen muy triste y muy joven.
–No voy a hacerlo yo por usted –dijo él con sarcasmo.
Los ojos de la princesa se abrieron como platos y sus mejillas volvieron a ruborizarse.
–Lo siento. Como trabaja para el jeque Hassan pensé que…
–¿Que era un criado?
Ella murmuró algo que muy bien podría ser una maldición en italiano y fue hacia el armario.
–No sé cómo piensa sobrevivir en el mundo real si espera que los demás se lo den todo hecho, princesa.
–No vuelva a llamarme eso –dijo ella sin volverse, con los hombros y la espalda muy rígidos.
–Es lo que es usted, Isabella.
Una seca carcajada escapó de sus labios.
–¿Quién sabe quién soy? Yo no.
Adham dejó pasar el comentario. Su trabajo no era psicoanalizar a la futura mujer de su hermano, sino llevarla de vuelta sana y salva. Y eso iba a hacer lo más pronto posible, porque tenía otros asuntos urgentes que atender. Su equipo de geoquímicos se afanaba por abrir nuevos pozos de petróleo en mitad del desierto de Umarah, y aunque siempre contrataba a los mejores, a Adham le gustaba estar presente en las operaciones importantes por si surgía algún problema.
Pero mejorar la creciente economía de Umarah era sólo la mitad de su trabajo. La otra mitad, y mucho más importante, era proteger a su hermano y a su gente. Por su hermano daría la vida sin dudarlo. Por eso, cuando Hassan le comunicó que su prometida había desaparecido, Adham le aseguró que no se detendría hasta encontrarla.
Una promesa de la que empezaba a arrepentirse…
Isabella se giró para encararlo con un montón de corpa en los brazos.
–Podría ayudarme, al menos.
Él negó ligeramente con la cabeza y vio cómo empezaba a doblar torpemente la ropa y a meterla en la bolsa. Tras meter tres o cuatro prendas pareció desarrollar una especie de método, aunque no muy ortodoxo.
–¿Quién le preparó la maleta?
Ella se encogió de hombros.
–Una de las criadas de mi hermano. Se suponía que iba a marcharme de su casa esta mañana, pero me fui unas horas antes.
–¿Y se dirigió a un paradero desconocido?
Ella entornó los ojos y frunció los labios.
–¿Cómo ha dicho que se llamaba?
–Según el informe que he leído, es usted una mujer muy inteligente. Creo que sabe perfectamente que no le he dicho mi nombre.
La delicada frente de la princesa se llenó de arrugas.
–Creo que, teniendo en cuenta que usted lo sabe todo de mí, sería justo que yo al menos supiera su nombre.
–Adham –respondió él. No dijo su apellido para no revelar su parentesco con Hassan.
–Encantada de conocerlo –dijo ella mientras doblaba una blusa de seda y la metía en el fondo de una maleta rosa–. No, en realidad no estoy encantada. No sé por qué lo he dicho. Supongo que será la fuerza de la costumbre y los buenos modales que me han… Inculcado –acompañó sus palabras con un suspiro de frustración.
–¿Le molesta?
–Sí –admitió ella con convicción–. Me molesta –respiró hondo– . No estoy encantada de conocerlo, Adham. Me gustaría que se marchara.
–No siempre se consigue lo que se quiere.
–Algunos no lo conseguimos nunca.
–Podrá ir a la torre Eiffel. Eso debería bastarle.
EL ÁTICO de Adham en París no era lo que Isabella se había esperado de un hombre que trabajaba para el jeque Hassan. Resultaba evidente que tenía mucho dinero y clase social. Seguramente pertenecía también a la realeza, por lo que no era de extrañar que la hubiese mirado como si estuviera loca cuando le pidió que le hiciera la maleta.
Isabella se moría de vergüenza al recordarlo. No tenía intención de ser grosera, pero estaba acostumbrada a que le brindaran todas las facilidades imaginables y eso le había permitido dedicar su tiempo al estudio, la lectura y otras habilidades que sus padres estimaban necesarias para una joven de su estatus social. Ninguna de esas habilidades incluía doblar su propia ropa ni ningún otro tipo de labor doméstica.
Siempre se había considerado una persona inteligente, y todos sus profesores y calificaciones habían reforzado esa creencia. Pero el descubrimiento de aquella laguna en su formación como persona la hacía sentirse… Como si no supiera nada que mereciera la pena saber. ¿A quién le importaba que conociera la profundidad del Támesis si no sabía ni doblar sus vestidos?
El ático no le ofrecía más pistas del hombre que, en el fondo, era como su secuestrador. A menos que fuera tan austero e impersonal como la decoración. Frío como el acero, duro como el granito y como el desierto de su país natal.
Paseó la mirada por la habitación en busca de alguna marca personal. No había fotos de familia y los cuadros que colgaban de las paredes eran del tipo de arte moderno que podría encontrarse en una habitación de hotel. No había ningún toque de personalidad, ninguna pista de sus gustos o aficiones.
–¿Tienes hambre? –le preguntó él sin ni siquiera mirarla.
–¿Puedo tomar algo que no sea pan y agua?
–¿Crees que eres mi prisionera, Isabella?
Ella tragó saliva para intentar deshacer el nudo de la garganta.
–¿No lo soy?
¿Acaso no era la prisionera de todo el mundo? Una marioneta creada por sus padres para responder a quienquiera que tirase de los hilos.
–Eso depende de cómo lo mires. Si intentas salir por la puerta, no te lo permitiré. Pero si no intentas volver a escapar, podemos convivir amigablemente.
–¿Y eso no me convierte en una prisionera?
Sus palabras no parecieron alterarlo lo más mínimo. Era como si se dedicara a tomar rehenes todos los días de la semana. El único cambio que experimentó su expresión fue la compresión de sus labios. La cicatriz que discurría por el labio superior palideció ligeramente al estirarse la piel, lo que reforzó aún más la imagen de fiero guerrero que ella se había creado.
–Prisionera o no, me pregunto si te apetecería cenar algo. Creo que te saqué del hotel sin darte oportunidad a comer nada.
A Isabella le rugió el estómago, recordándole el hambre que tenía desde hacía varias horas.
–Sí, me gustaría cenar algo.
–Hay un restaurante cerca de aquí al que siempre encargo comida. ¿Te parece bien?
–Yo… –«ahora o nunca»– . La verdad es que me gustaría tomar una hamburguesa.
Él la miró con las cejas arqueadas.
–Una hamburguesa.
–Nunca he tomado ninguna. Y también me gustarían unas patatas fritas, o como se llamen. Y un refresco.
–No parece gran cosa para una última comida. Creo que podré complacer a mi prisionera –a Isabella le pareció detectar un atisbo de humor en su voz, pero no era probable.
Adham sacó el móvil del bolsillo, marcó un número y se puso a hablar en un francés impecable.
–¿Hablas francés?
–Me resulta útil, teniendo una casa en París.
–¿Italiano? –se acercó a un elegante sofá negro que parecía tan suave como si estuviera hecho de mármol y se sentó en el borde.
–Sólo un poco. Hablo árabe, francés, inglés y chino mandarín.
–¿Mandarín?
Los labios de Adham se curvaron ligeramente hacia arriba mientras se sentaba en un sillón frente a ella.
–Es una larga historia.
–Yo hablo italiano, latín, francés, árabe y, naturalmente, inglés.
–Parece que has estudiado mucho.
–He tenido tiempo de sobra para ello –los libros habían sido su compañía constante, ya fuera en casa o en los años que pasó en un internado de Suiza. La imaginación había sido el único desahogo de todas las expectativas que ponían sus padres en ella.
Pero últimamente necesitaba algo más que fantasías para ser libre. Necesitaba una escapada. Una realidad ajena a la vida que había llevado tras los muros de palacios, especialmente si su futuro iba a estar confinado entre más muros, aislada para siempre del resto del mundo.
Se estremeció sólo de pensarlo.
–Está muy bien saber esos idiomas cuando te mueves en los círculos de mi familia. He podido practicar mucho con embajadores y líderes mundiales.
Durante sus frecuentes viajes a Italia siempre se reunían con políticos y millonarios famosos. Siempre la misma clase de personalidades, el mismo tipo de conversación… Todo controlado y supervisado hasta el último detalle.
Isabella apretó los puños.
–¿Y tú, qué uso les has dado a tus habilidades lingüísticas?
«Seducir a mujeres por todo el mundo, seguramen te».
–Para mí ha sido básicamente una cuestión de supervivencia. En mi trabajo, comprender lo que dice el enemigo puede suponer la diferencia entre la vida y la muerte.
Un escalofrío recorrió a Isabella.
–¿Te ha pasado?
Él la miró con dureza, dándole a entender que no disfrutaba mucho con aquella conversación.
–Sí. Soy miembro de las Fuerzas Armadas de mi país. Mi trabajo es proteger a mi rey, como ahora es protegerte a ti.
La inquebrantable lealtad que transmitían sus palabras sobrecogió a Isabella. No sabía si había algo en el mundo por lo que ella sintiera una pasión semejante. Toda su vida se había regido por unas reglas por las que no sentía un apego especial. Simplemente las seguía y punto.
–¿Por eso estás aquí? ¿Para protegerme?
–El jeque confía en mí. No enviaría a cualquiera en busca de su novia. Estaba muy preocupado por tu seguridad, y es mi misión protegerte y llevarte de vuelta con él.
–¿Por qué todo el mundo piensa que no puedo ir de una habitación a otra si no es de la mano de alguien?
–Porque tu forma de proceder hace que no se pueda pensar otra cosa.
–No es justo –protestó ella– . Nunca he tenido la oportunidad de tomar mis propias decisiones. Todo el mundo da por hecho que soy incapaz y ya está.
–Si te empeñas en escapar de tu deber, es normal que piensen así.
–Yo no escapo de mi deber. Entiendo qué es lo que se espera de mí y por qué. Pero hace unas semanas descubrí algo. Nunca he estado sola. Siempre he tenido a un guardaespaldas siguiéndome de cerca, a una carabina asegurándose de que no me saliera del camino trazado, a una modista diciéndome la ropa que debía ponerme, a un profesor diciéndome las cosas que debía pensar… Todo encaminado a un futuro diseñado de antemano sobre el que yo no tengo el menor poder de decisión –una mano invisible le atenazaba la garganta–. Sólo quería tiempo. Tiempo para averiguar quién soy.
El zumbido de un timbre anunció la llegada de la comida. Adham se levantó y fue hacia la puerta, marcó el código de seguridad y unos minutos después volvió con dos bolsas.
Isabella intentó recuperar algo del optimismo que la había embargado al subirse al tren en Italia. Sólo tenía aquella noche para ser libre, más algunas horas a la mañana siguiente. Ya tendría tiempo de sobra para llorar. Y sin duda que derramaría lágrimas en abundancia. Pero en aquel momento iba a disfrutar con la cena que había elegido ella misma y no el dietista de palacio.
Adham dejó las bolsas en una mesita de cristal y las abrió. A Isabella se le hizo la boca agua al percibir el exquisito olor que impregnó el aire, pero se olvidó de todo lo demás al observar las manos de Adham sacando la comida. Eran manos grandes y fuertes, cubiertas de profundas cicatrices.
¿Quién era aquel hombre y qué había hecho para tener tantas marcas? Le había dicho que había vivido situaciones de riesgo extremo, y aunque era obvio que él había sobrevivido no estaba tan claro lo que les había pasado a sus rivales. Una vez más volvió a preguntarse si debería tenerle miedo. Y una vez más se dijo que no. Sabía que con él estaba a salvo, aunque estuviera tan nerviosa como si hubiera tomado unos cuantos expresos… Uno de los pocos vicios que sus padres le permitían.
De lo que estaba completamente segura era de que quería librarse de él. Nadie había vigilado a su hermano cuando se fue a recorrer mundo por su cuenta y riesgo, pues nadie dudaba de que regresaría para cumplir con su deber. Ella también cumpliría con el suyo: siempre había sabido que no se casaría por amor, incluso antes de que Hassan la eligiera. Pero no por ello estaba dispuesta a aceptar pasarse toda su vida encerrada bajo llave. Lo único que pedía eran unas pocas semanas de libertad. Una pequeña concesión, tan sólo, antes de acatar un futuro de enclaustramiento y servidumbre.
Le dio el primer bocado a su hamburguesa y cerró los ojos con un suspiro de placer absoluto. Era mucho mejor de lo que había imaginado. Era como paladear el exquisito sabor de la libertad. Masticó muy despacio, saboreando la experiencia y todo lo que para ella representaba.
Adham se había referido a aquella cena como su «última comida». Estaba bromeando, pero para ella era tristemente cierto. Era su primera y última noche de independencia. Salvo por un pequeño detalle… Y era la presencia de Adham.
Parpadeó con fuerza para contener las lágrimas y tomó otro bocado, acompañado de otro suspiro de deleite. Un bocado de libertad era lo único que tendría antes de casarse con un hombre al que ni siquiera conocía. Un hombre al que no amaba ni por el que sentía una atracción especial. Estaba preparada para afrontar su destino; llevaba preparándose toda su vida para sacrificarse en pos de su patria. Pero antes quería un poco de libertad. No creía que fuera pedir demasiado, pero al parecer sí que lo era.
La hamburguesa se le hizo de repente muy seca y pesada.
–¿Isabella?
Levantó la mirada y se encontró con los ojos de Adham. Una vez más tuvo la inquietante sensación de que podía ver a través de ella y leer sus pensamientos más íntimos. Bajó rápidamente la vista y se fijó en la comida. Estaba acostumbrada a que la mirasen con respeto y admiración en virtud de su realeza, pero a aquel hombre no parecía importarle lo más mínimo cuál fuera su linaje.
–Llevas tus pensamientos escritos en la cara –dijo él.
Isabella volvió a mirarlo y vio que apretaba el puño, como si lo hubiera invadido una tensión repentina.
–Quedan dos meses para mi boda –dijo ella, intentando adoptar su expresión más frágil con la esperanza de ablandarlo. Si realmente podía leer sus emociones, se valdría de ellas para lograr su objetivo–. Dos meses y diez días. No he conseguido hacer nada de lo que me había propuesto, como ir al cine a o un restaurante. Son cosas que nunca he podido hacer, y quería… Quería vivir mi propia vida antes de casarme.
Buscó en su rostro algún atisbo de compasión o empatía, pero sólo se encontró con la impenetrable mirada de sus ojos negros. Entre ellos se levantaba una muralla invisible e infranqueable.
Aun así, se atrevió a seguir. El corazón le latía cada vez más rápido.
–¿No podrías…? ¿Por qué no me dejas hacer algunas de las cosas que tenía planeadas… Aunque sea contigo?
La sugerencia consiguió al menos un cambio sutil en la expresión de Adham, reflejado en una ceja ligeramente arqueada.
–No soy un canguro, amira –la palabra árabe para «princesa» salió de sus labios cargada de ironía.
–Ni yo soy una niña.
–He venido para llevarte con tu novio, nada más.
Mañana, en cuanto hayas visto la torre Eiffel, volveremos en avión a Umarah, iremos directamente a palacio y allí te dejaré en las manos del jeque.
–Pero… –estaba sobrecogida por la dura expresión de su rostro. Le dio otro mordisco a la hamburguesa e intentó no ponerse a llorar delante de él. No quería confirmarle sus sospechas… Que era una niña atolondrada que no sabía lo que era mejor para ella.
Porque, desgraciadamente, no lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo si no tenía ni idea de quién era? No conocía sus gustos ni su propio código moral. Sólo sabía lo que le habían dicho que debía gustarle. ¿Cómo iba a vivir en un país extranjero con unas costumbres tan distintas a las que ella conocía, cómo iba a casarse con un completo desconocido, si no sabía nada de sí misma? ¿Qué quedaría de ella cuando la despojaran de todo lo que le era familiar?
Cuando cambiara su entorno y cambiaran las personas que le elegían la ropa y dirigían sus actos, perdería su identidad por completo. Por ello necesitaba descubrir lo más posible sobre ella misma.
De nuevo sintió una mano invisible apretándole la garganta. Era como si todo se cerrara en torno a ella. La habitación, las expectativas de su familia… Por eso se había escapado. Y por eso no podía quedarse.
Respiró hondo e hizo un gran esfuerzo por sonreír. Tenía muy poco tiempo para trazar un plan y no podía malgastarlo compartiendo sus pensamientos con aquel hombre.
–Estoy cansada –era cierto. Estaba tan cansada que le pesaba todo el cuerpo. Pero no podía darse el lujo de caer rendida.
–Puedes dormir en el cuarto de invitados –le dijo él, señalando una puerta al otro lado del salón.
Isabella volvió a envolver la hamburguesa a medio acabar, apenada por no haber podido disfrutarla hasta el final, y se levantó. Se dispuso a agarrar la maleta rosa, pero Adham alargó rápidamente el brazo y le puso una mano encima de la suya. Una llama instantánea prendió por todo su cuerpo.
–Yo la llevaré –dijo él, manteniendo la mano sobre la suya mientras se ponía en pie. El calor que emanaba de su piel era al mismo tiempo reconfortante y perturbador–. No por servilismo, sino por caballerosidad.
A Isabella le ardieron las mejillas y se le aceleró el pulso.
–No sabía que te consideraras un caballero.
Él la miró con sus ojos negros y ella retiró la mano, pero el calor siguió quemándole la piel.
–No lo soy. ¿No quieres llamar a tus padres y hacerles saber que no has sido secuestrada?
–No –se sentía culpable por no querer hablar con ellos, pero también furiosa. No estaba segura de poder hablar con su padre sin espetarle toda la frustración contenida. Su padre era el responsable de todo. Podría haberle concedido el tiempo que ella tanto necesitaba, pero ni siquiera se preocupaba por saber hasta qué punto era importante.
El ligero arqueo de su ceja le hizo ver a Isabella que no aprobaba su actitud. Muy bien, pues que no la aprobara. Él podía tratar con sus padres como quisiera, y ella haría lo mismo con los suyos.
Adham dejó la maleta en la puerta del cuarto de invitados, sin poner un pie en el interior.
–En ese caso los llamaré yo. Hay un baño tras esa puerta. Si necesitas algo, dímelo e intentaré conseguirlo.
Ella volvió a esbozar una sonrisa forzada.
–¿A qué hora hace su ronda el carcelero?
Él entornó amenazadoramente la mirada.
–¿Esto te parece una prisión, Isabella? ¿Te parece un castigo convertirte en la princesa de Umarah habiendo sido hasta ahora la princesa de Turan? No eres más que una cría egoísta.
Las palabras resonaron en su cabeza mientras él se daba la vuelta y se alejaba. ¿Era egoísta por querer disfrutar un poco antes de renunciar a todo por el rey y la patria? ¿Qué había de malo en querer algo que no le hubieran dado sus cuidadores? Sabía cuál era su lugar en la vida, pero no por ello tenía que gustarle. Y no iba a dejar que Adham la hiciera sentirse culpable por aprovechar el poco tiempo del que disponía.
No fue hasta después de la medianoche cuando Isabella se convenció de que Adham estaba durmiendo. La espera había sido una auténtica tortura, intentando no sucumbir al cansancio en aquella cama tan cómoda, el único mueble de todo el ático que no era duro y moderno. No había pegado ojo en las últimas veinticuatro horas, pero la emoción al escapar de la villa italiana de su hermano la había mantenido despierta en el tren y al llegar a la habitación del hotel.
Tenía que salir de allí aprovechando que Adham dormía o no volvería a tener una oportunidad. El sueño tendría que esperar.
Se levantó de la cama, enteramente vestida, y cruzó la habitación sin hacer ruido. Agarro la maleta y respiró hondo. No podía perder tiempo. Cuando antes saliera de allí, mejor.
Abrió la puerta del dormitorio y examinó el salón a oscuras. No vio a Adham ni salía ninguna luz por debajo de su puerta. Rezó una oración silenciosa antes de avanzar hasta la puerta principal, abrirla y salir. Cerró en silencio tras ella y se tomó un momento para respirar y calmar sus frenéticos latidos.
Su segundo intento de fuga en pocos días.
El pasillo le pareció interminable, y un mundo sin fronteras se abría ante ella. Tenía poco tiempo, pero lo aprovecharía para vivir el mayor número de experiencias posibles. Y tal vez encontrase la manera de satisfacer el doloroso anhelo que la carcomía por dentro.
Otras personas tenían sus vidas enteras para averiguar lo que hacer con ellas y lanzarse a un futuro desconocido y excitante. Ella sólo tenía dos meses. Su futuro acababa en la tierra de Umarah, con un título real, muchas expectativas que cumplir y un completo desconocido por marido. Pero hasta entonces, sería la dueña de su tiempo y de su vida. Ni Hassan ni Adham ni nadie iban a controlarla.
Con renovada determinación, entró en el ascensor y pulsó el botón de la planta baja. Pocos minutos después se encontraba en el bulevar, esquivando las gotas de lluvia y los charcos donde se reflejaban las farolas. A pesar de la hora había mucha gente en la calle, paseando, sentada en las mesas de los cafés, de pie bajo los toldos, hablando, riendo, besándose…
Era el mundo real. Y finalmente lo tenía a su alcance, junto a las llaves de su identidad.
Se puso a buscar un taxi. No sabía adónde la llevaría cuando encontrara uno, pero tenía una buena cantidad de dinero en metálico y eso le permitiría poner bastante tierra por medio entre ella y…
Una mano la agarró del brazo y tiró de ella hacia un callejón entre el portal y la boulangerie. Isabella abrió la boca para gritar, pero uno de los brazos de su agresor la apretaba como una barra de acero por el pecho y la otra mano le tapaba la boca para sofocar cualquier sonido.
Miró frenéticamente a su alrededor por si algún transeúnte la había visto, pero nadie parecía haberse dado cuenta de nada. Luchó con todas sus fuerzas, sin éxito. El cuerpo de su atacante no cedió un ápice ante las patadas, pisotones y sacudidas que levantaban el agua sucia de los charcos. Era como arremeter contra una pared de piedra.
–Tus modales dejan mucho que desear –la voz familiar de Adham la tranquilizó un poco, pero sólo por un momento.
Soltó en italiano todos los insultos que había aprendido de su hermano, ahogados por la mano de Adham.
–¿Te estarás quieta y callada si retiro la mano? –le preguntó en tono impaciente e irritado.
Ella asintió y él apartó la mano de su boca, pero siguió rodeándola con los brazos. Isabella intentó zafarse y él apretó inmediatamente los brazos, haciéndole sentir la fuerza de sus músculos. Por un momento se quedó fascinada por su tacto y por las diferencias entre sus respectivos cuerpos. Sintió cómo se le endurecían los pezones contra el sujetador y cómo se le aceleraba el pulso.
–¿Tienes idea de lo que te estás buscando? –le preguntó él.
No, no tenía ni idea. Su cuerpo pedía y anhelaba sentir aquel tacto, pero no sabía por qué. ¿Por qué quería apretarse contra sus músculos en vez de luchar contra ellos? ¿Por qué quería que sus brazos siguieran rodeándola? ¿Por qué quería abandonarse a la lánguida dulzura que la invadía?
–Estás pidiendo a gritos que te maten –gruñó él, olvidando el tema de la atracción mutua–. Cualquiera podría haberte agarrado en mi lugar. Vas caminando por ahí de noche con una maleta de diseño para que todo el mundo vea que eres una joven rica e ingenua. Podrían haberte atracado. O algo peor.
–No… No pensé en ello –sabía, lógicamente, que los índices de criminalidad en las grandes ciudades eran mucho más elevados que en la pequeña isla de la que ella procedía. Pero nunca se le había pasado por la cabeza que pudieran atacarla. Su única idea era escapar de Adham.
Él le dio la vuelta para encararla, manteniéndole los brazos sujetos a los costados.
–¿Qué piensas hacer con esa libertad que tanto anhelas, Isabella? No tienes trabajo ni sabes hacer nada. ¡Eres tan ingenua que ni siquiera deberías cruzar la calle tú sola!
La acusación le dolió, porque por mucho que odiara reconocerlo, lo que Adham decía era cierto. Nunca había tenido un trabajo ni sabía cómo conseguir uno. Nunca había vivido sola ni sabía conducir. Todo cuando sabía lo había sacado de los libros, y nunca había tenido que buscarles una utilidad práctica a sus conocimientos.
–Puedo encontrar algo que hacer –declaró.
–Con un cuerpo como el tuyo habrá muchos hombres dispuestos a ayudarte… Por un precio –murmuró mientras la recorría con la mirada. Sus ojos, hasta ese momento tan herméticos e inexpresivos, despedían llamas de una pasión salvaje.
–Suéltame –tenía que apartarse de él. No por su acuciante necesidad de libertad, sino por las extrañas sensaciones que le recorrían el cuerpo.
Un hombre que pasaba junto al callejón se giró hacia ellos. La luz de la farola reveló su gesto de preocupación.
Adham llevó a Isabella hacia atrás, contra la pared de la boulangerie, y antes de que ella pudiera protestar la estaba besando en la boca. Su lengua intentaba abrirse camino entre los labios. Y ella los abrió.
Su mente se vació de todo salvo de las sensaciones que le provocaban el beso y las manos de Adham recorriéndole las caderas y los pechos. Se aferró a sus hombros para estabilizarse, agradecida por la pared a sus espaldas y el cuerpo de Adham delante de ella. Si no fuera por esos apoyos se habría derretido en los charcos.
De repente él se apartó, respirando agitadamente en el silencio nocturno. Isabella se tocó los labios para comprobar que estaban tan hinchados como los sentía.
–¿Qué…? –no pudo seguir hablando.
–Estamos en París –dijo él–. Aquí nadie va a interrumpir a una pareja de amantes, ni aunque estén discutiendo.
La agarró del brazo y la sacó del callejón para llevarla de nuevo hacia el portal de su edificio. Isabella bullía de rabia y de algo mucho más ardiente y peligroso. Volvió a tocarse los labios para corroborar que no había sido una alucinación.
Entraron en el edificio y Adham la metió inmediatamente en el ascensor. Isabella seguía sin poder creerse lo que había pasado. Adham la había besado como… Como si tuviera derecho a tocarla. Y sólo lo había hecho para hacerla callar. ¡Su primer beso no había sido más que una distracción!
Y lo peor de todo eran las sensaciones que le había dejado. Una irrefrenable y creciente curiosidad por saber lo que sería volver a besarlo, con más tiempo y suavidad para asimilar la textura de sus labios y el ritmo de sus movimientos.
Apartó aquellos traicioneros pensamientos de su cabeza. Adham no tenía derecho a hacer algo así. Ella portaba el anillo de otro hombre, y ni en sus más alocadas fantasías había imaginado que traicionaba a su prometido. No conocía a su futuro marido y desde luego no lo amaba, pero habían firmado un acuerdo y ella no tenía la menor intención de romperlo.
La había besado para hacerla callar… Demasiado humillante para su orgullo.
–No puedo creer que hayas hecho eso –lo acusó con voz de hielo.
Él la miró. Sus ojos negros volvían a ser inescrutables, y sus labios se apretaban en una línea severa e inamovible, sin el menor rastro de pasión o humanidad. Aquel hombre era tan insensible como si estuviera hecho de piedra.
–Quiero que te quede bien clara una cosa sobre mí –le dijo–. Haré lo que tenga que hacer para cumplir con mi misión, que es llevarte de vuelta con el jeque Hassan.
No resultaba difícil creerlo. Su curtido secuestrador de ojos inexpresivos era capaz de hacer cualquier cosa para lograr sus objetivos.
O para impedir que ella lograse los suyos…
Al entrar en el ático intentó no imaginarse que estaba entrando en una celda cuando Adham cerró la puerta tras ellos.
–¿Cómo lo has sabido? Has salido inmediatamente detrás de mí.
–Me lo esperaba. Estoy acostumbrado a tratar con maestros del engaño, Isabella. Una princesa ingenua no va a ser más lista que yo. La alarma de la puerta está conectada a mi teléfono móvil, y las escaleras son más rápidas que el ascensor.
Isabella cerró los ojos e intentó no deshacerse en lágrimas de impotencia y desesperación. Aquel hombre se regía por sus propias reglas. Apelar a su bondad sería como intentar exprimir agua de una roca. Imposible. No se podía extraer lo que no había.
–Vete a la cama, Isabella –le ordenó él en tono inflexible.
Ella estuvo a punto de derrumbarse, pero no podía hacerlo delante de Adham. Asintió y se encerró en su habitación.
Adham se quedó al otro lado de la puerta. Recogió el móvil de la mesita y marcó el número de su hermano, sin importarle la hora que fuese en su país natal.
–Salam, hermano –saludó con voz cortante.
–Salam –respondió Hassan–. ¿Has encontrado a Isabella?
–He encontrado a tu caprichosa novia, sí.
–¿Está bien?
–No ha sufrido ningún daño, si te refieres a eso. Pero ha intentado escaparse otra vez.
–¿No es feliz? –su hermano parecía sinceramente preocupado.
–Es una niña mimada. No tiene ninguna razón para sentirse desgraciada.
Hassan suspiró profundamente al otro lado de la línea.
–Me apena que tenga que casarse en contra de su voluntad. Pero este matrimonio es la mejor alianza posible entre nuestros dos países.
–Entiendo los motivos de vuestra unión. Pero ella me parece demasiado infantil.
–¿No crees que pueda ser una buena esposa?
–Estaré encantado de dejarla en tus manos y que pase a ser tu problema.
Hassan se echó a reír.
–Estoy impaciente por su llegada… –guardó un breve silencio–. ¿No podrías hacer algo para alegrarla un poco? ¿Un regalo, tal vez? ¿Otro anillo que fuera más de su gusto?
–Quiere ir a la torre Eiffel.
–No parece tan difícil de complacer.
–Está convencida de que su vida ha estado vacía y quiere vivir algunas… Experiencias.
Se produjo otro silencio al otro lado.
–Aún faltan dos meses para la boda, Adham. Si eso es lo que ella quiere, no veo ningún motivo para no satisfacerla… Siempre que no busque sus experiencias en la cama de otro hombre.
Había algo distinto en el tono de su hermano. Una extraña desesperación que Adham nunca le había oído. Tuvo el presentimiento de que aquella sugerencia poco tenía que ver con Isabella, pero no iba a preguntárselo.
–No soy un canguro –dijo, repitiendo lo mismo que le había dicho a Isabella–. Manda a uno de tus hombres para que le eche un ojo mientras ella juega a ser una princesa en la vida real.
–No confío en nadie más para confiarle esa clase de tarea. Cualquier otro hombre se dejaría vencer por la tentación. Seguro que has notado que es una mujer muy hermosa…
Sí, sí que lo había notado. Imposible no darse cuenta. Isabella tenía la clase de belleza que ningún hombre podría ignorar. Y Adham no quería pasar con ella más tiempo del estrictamente necesario.
–¿La mantendrás a salvo? –le preguntó Hassan.
–Tienes mi palabra de honor de que la mantendré a salvo de cualquier peligro –pronunció el juramento desde su corazón. Siempre había servido con gusto a Hassan. El jeque era su única familia, y no había ningún lazo más fuerte que la sangre.
–Confío plenamente en ti, Adham –le dijo su hermano–. Cuida de ella y haz que se sienta feliz. Eso aliviará un poco mi conciencia.
–Como desees –respondió Adham, antes de acabar la llamada.
Arrojó el móvil al sofá e intentó calmar sus frenéticos latidos. Se sentía como un zorro al que hubieran puesto al cuidado del gallinero.
Besar a Isabella había sido un error imperdonable, pero no se había imaginado que su cuerpo pudiera reaccionar de aquella manera. Al fin y al cabo, tenía demasiada experiencia como para que un simple beso le hirviera la sangre.
Y sin embargo así había sido. Aún le duraba la excitación. No podía negar que la deseaba. A Isabella. La única mujer a la que le estaba prohibido tocar.
Pero todo era cuestión de voluntad y autocontrol. Una vez que tomaba su decisión, nada ni nadie podría desviarlo de su objetivo.
Nada ni nadie.
A LA MAÑANA siguiente, Isabella salió en silencio del dormitorio y observó el salón con los ojos hinchados por las lágrimas y la falta de sueño. Pero aquellos momentos de complacencia habían merecido la pena, porque se había acabado el sentir lástima de ella misma.
Se recogió el pelo en una cola de caballo y entró en la cocina, donde agarró una manzana del frutero y se sentó junto a la mesa.
Adham apareció un momento después, con una camisa blanca abierta hasta la mitad del torso y sus cabellos negros húmedos y con las puntas ensortijadas alrededor del cuello. Despedía un olor limpio y masculino con una pizca de sándalo. Una fragancia exótica, balsámica e intensamente erótica. Isabella no recordaba haber percibido nunca el olor de un hombre. Sí había olido la colonia de su padre y la loción de su hermano, pero nunca el olor de una piel masculina. Y ahora que por primera vez lo estaba haciendo, era como si no le llegase suficiente aire a los pulmones.
Dejó la manzana en la mesa.
–Buenos días.
Él la echó una mirada cargada de escepticismo y abrió con más brusquedad de la necesaria la puerta del frigorífico.
–¿Has desayunado?
Ella negó con la cabeza, hasta que se dio cuenta de que Adham no podía verla.
–No. Acabo de levantarme.
–Es normal estar cansado después de pasarse la noche en la calle.
Isabella apretó los dientes para no espetarle una retahíla de justificaciones. De nada serviría. Para él, ella no era más que un paquete que debía entregar a su dueño.
–Eso estoy descubriendo.
Adham cerró el frigorífico y se volvió hacia ella con una mirada oscura e impenetrable.
–No vuelvas a ponerte en peligro de esa manera, Isabella. No entiendes lo peligroso que puede ser el mundo.
–Vivo permanentemente rodeada por guardaespaldas. Entiendo que la vida es peligrosa.
–¿En serio? Porque anoche no pareció que lo entendieras muy bien.
–No imaginé que las calles de este barrio pudieran ser peligrosas.
–El peligro está en todas partes. Incluso en los barrios más exclusivos. Especialmente en ellos.
El tono de su voz y las cicatrices de su rostro le insinuaban que hablaba por una experiencia que ella no alcanzaba a comprender. Esas cicatrices sólo eran un atisbo de lo que ocultaba en su interior, pero, extrañamente, no le suscitaban el menor rechazo a Isabella. Al contrario, no hacían sino aumentar la curiosidad que le provocaba el sirviente más leal del jeque. El hombre que no temía por su vida, pero sí por la seguridad de Isabella.
Adham agarró la manzana de la mesa y la colocó en el frutero.
–Vamos a desayunar a un café. Así verás algo más de la ciudad.
Un atisbo de esperanza no exento de recelo brotó en su interior.
–Creía que no hacías de canguro…
–Y no lo hago. Considéralo el paseo turístico de tu vida.
–¿Puedo saber qué te ha hecho cambiar de opinión? –la mezcla de aprensión y excitación se arremolinaba en su estómago.
–Sólo estoy siguiendo las órdenes de Hassan. Si de mí dependiera, ya estarías en un avión rumbo a Umarah. Pero tu futuro marido ha juzgado conveniente que tengas tus… Experiencias. Dentro de lo razonable, naturalmente.
Isabella pensó que debía de sentir lo mismo que un condenado a muerte cuya fecha de ejecución hubiera sido aplazada y que tuviera que vivir el tiempo restante en compañía de su carcelero. Pero no podía pensar en lo que la esperaba al marcharse de París. Aquel era su momento y tenía que aprovecharlo. Lo tenía más que merecido.
–Gracias –murmuró con voz ahogada. Cubrió la distancia que los separaba y le echó los brazos al cuello.
Adham se quedó completamente rígido y con los brazos sujetos a sus costados. No se atrevió a hacer nada salvo respirar, por miedo a perder el poco control que le quedaba sobre la dolorosa excitación que le palpitaba por todo el cuerpo.
No recordaba cuándo fue la última vez que una mujer lo había abrazado. Una cosa eran los besos, los frotamientos, las caricias destinadas a provocarlo… Pero un simple abrazo de afecto y gratitud, tan cálido e inocente… No sabía si alguna vez lo había recibido. Llevaba demasiado tiempo sin familia y sin un contacto humano verdadero. Desde la muerte de sus padres, sólo estaban Hassan y él, y ninguno de los dos era dado a las muestras de cariño.
–No quiero que me des las gracias –dijo, apartándose de ella e ignorando la reacción de su cuerpo– . Esto no es cosa mía.
Los ojos azules de Isabella se abrieron como platos en una expresión de dolor y arrepentimiento, como si fuera una niña a la que estuvieran reprendiendo. Las contradicciones en su forma de ser resultaban fascinantes. Era una mujer, no una cría, pero parecía cambiar de actitud según fueran sus propósitos. Se comportaba como una mujer adulta cuando quería mostrarse tentadora y atractiva, y como una niña inocente cuando quería despertar compasión. Todo era pura fachada y actuación, y por efectiva que fuera no iba a funcionar con él.
Ella se mordió el labio y bajó la mirada.
–Lo siento. Pero esta es mi única oportunidad para descubrir quién soy. Aunque dudo que alguien como tú pueda entenderlo.
–¿Alguien como yo? –preguntó él. En cierto modo le parecía divertido que ella lo tomase como un guardaespaldas y nada más.
–Alguien que ha disfrutado de libertad toda su vida y que puede tomar sus propias decisiones. Yo nunca he tenido esa suerte. Es… Es algo más que eso. No sé cómo explicarlo. Sólo sé que necesito tener mis propias experiencias.
Adham se cruzó de brazos, impertérrito.
–¿Y qué es lo primero que quieres hacer?
Ella volvió a mirarlo a los ojos, que de nuevo le brillaban con excitación.
–Quiero hacer cosas que no he hecho antes. Ir al cine, a un club nocturno…
–A un club ni hablar.
Si Isabella entraba en un club se convertiría en el objetivo de todos los hombres. Y dado que se había criado en una burbuja, no sabría la clase de efecto que un cuerpo como el suyo tenía en el sexo masculino. Una cosa era que intentara provocarlo a él; si hacía lo mismo en un club sería como una oveja en medio de una manada de lobos hambrientos.
–Vale, nada de clubes –aceptó ella, sin que la negativa pareciera afectarla mucho–. Pero a la torre Eiffel sí. Y a los Campos Elíseos, y a un restaurante… Y de compras, por supuesto.
–Vístete. Te llevaré a desayunar.
Isabella tomó un largo sorbo de su expreso y le dio un mordisco a una pasta. Cerró los ojos y gimió de placer.
Una llamarada se desató en el interior de Adham e hizo que el flujo sanguíneo se concentrara por debajo del cinturón.
Hasta ese momento no se había dado cuenta de la mujer tan sensual que era Isabella. Verla comer pastas y beber café, escuchar los ruiditos que hacía, contemplar cómo cerraba los ojos en una mueca de éxtasis y se lamía las migas de sus labios carnosos… Era una tortura deliciosamente erótica.
Lo único que compensaba la excitación era la creciente sensación de disgusto. Isabella era la mujer de su hermano. Era un fruto prohibido. No podía desearla, no podía tocarla, ni siquiera podía mirarla como un hombre miraría a una mujer hermosa. Y sin embargo no podía dejar de mirarla y desearla. Lo que no volvería a hacer sería tocarla. De ninguna manera. Lo del callejón tal vez hubiera sido necesario, pero no traicionaría a su hermano. La lealtad que existía entre ellos no era algo que pudiera ignorarse por una mujer. El vínculo entre Adham y Hassan siempre había sido fuerte, pero tras la muerte de sus padres se había afianzado aún más. Hassan había dedicado su vida al gobierno de Umarah, forjando alianzas diplomáticas y ocupándose de los delicados asuntos de estado. Adham, en cambio, había dedicado la suya a proteger a Hassan y a su pueblo. Hassan había sido el rostro público desde la muerte de sus padres, pero los dos funcionaban como un equipo por el bien de su país.
Nadie iba a poner en peligro esa unión.
–Este lugar es maravilloso… Es como estar en un sueño.
Isabella aspiró profundamente y Adham bajó inconscientemente la mirada a la curva de sus pechos. Obviamente los sueños y fantasías de Isabella diferían bastante de los suyos, lo que demostraba que eran absolutamente incompatibles. No sólo porque ella fuese la prometida de su hermano, sino porque era una joven inocente y virginal. Adham nunca le había puesto la mano encima a una virgen y no tenía la menor intención de casarse.
–El ambiente de París es único, aunque yo prefiero el desierto. Me gusta el calor, los espacios abiertos, la soledad…
Ella lo miró con el ceño fruncido.
–Nunca he estado en el desierto. No me puedo imaginar que sea algo hermoso… Cuando pienso en el desierto sólo veo arena, cactus y esqueletos de animales.
–No es fácil apreciar su belleza. No es como los edificios de París o las verdes montañas de Turan. Es un paisaje desolado e inhóspito, pero el hombre que consigue vencer el desafío y aprende a sobrevivir en un lugar semejante lo acaba amando.
Los ojos de Isabella brillaron de humor.
–¿Tú has vencido ese desafío? ¿Has derrotado al desierto?
Su pícara sonrisa le arrancó una carcajada a Adham.
–No lo he vencido. Es imposible someter al desierto. Hay tormentas de arena, temperaturas extremas y reptiles venenosos. Lo máximo que puedes esperar es que el desierto te deje vivir en paz.
Ella le dedicó una media sonrisa encantadora.
–No me imagino la clase de libertad que puede ofrecer el desierto.
–Es una libertad que exige una gran responsabilidad. Tienes que respetar tu entorno en todo momento y ser consciente de los límites.
–¿Y el deber y el honor también?
–¿Qué sería la vida sin esas cosas, Isabella? Si los hombres no tuvieran honor, ¿qué movería el mundo?
Estaba en lo cierto, por mucho que Isabella odiara admitirlo. Entendía la importancia que revestía su alianza con Hassan, jeque de Umarah. Era un acuerdo muy beneficioso para la economía y para afianzar las relaciones entre los dos estados. Y si no se tratara de su vida, si ella fuese una espectadora como Adham y no estuviera obligada a casarse con un extraño, pensaría exactamente igual que él.
Pero se trataba de su vida, no de un vago concepto de honor y sacrificio. Para Adham era muy fácil hablar de esas cosas cuando tenía la libertad para hacer lo que quisiera y estar con quien quisiera.
–He aceptado mi destino, Adham –dijo, intentando que no le temblara la voz–. Sólo quiero dar un pequeño rodeo antes de tomar ese camino.
–¿Y adónde te llevaría ese rodeo, princesa? –su voz volvía a expresar una fría condescendencia. Los breves momentos de camaradería habían pasado.
Muy bien. De acuerdo. Ella tampoco quería compartir nada personal con él.
–He pensado que podríamos dar un paseo.
Él asintió con una aquiescencia que a Isabella le pareció excesivamente forzada. No era un hombre muy complaciente, su guardián.
Adham se giró y echó a andar por el bulevar. No se alejó demasiado, pero tampoco la esperó. No importaba, pues Isabella sabía que no iba a perderla de vista. Aceleró el paso para acortar la distancia mientras observaba a los turistas que bajaban de los autocares alineados junto a las aceras. Todos iban en grupos o en parejas, y muchos de ellos se agarraban de la mano. De repente, por alguna extraña razón, a Isabella le pareció que sería lo más natural del mundo que Adham y ella fuesen de la mano mientras paseaban por las calles de París.
Lo alcanzó y le rozó la mano con la suya. El corazón le dio un brinco por el leve contacto, pero él ni siquiera la miró ni pareció haberse dado cuenta… Salvo que apretó fuertemente el puño por un breve instante. Isabella se frotó distraídamente el dorso de la mano. Aún le ardía la piel por el roce. ¿Tal vez Adham había sentido lo mismo?