Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
A través de un objeto, cuyo valor es inestimable, conocemos la historia de una persona llamada a soportar sobre sus espaladas una enorme responsabilidad. A través de esa persona, conocemos la historia de un pueblo y su forma de entender el mundo. Una vez más, Zweig despliega un relato que dosifica en partes iguales tensiones, tristezas, aprendizajes, miserias y virtudes. Una historia tan bien escrita como adictiva.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 206
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Stefan Zweig(Vienna 1881 - Petrópolis 1942)
Stefan Zweig nació en Viena, Austria, el 28 de noviembre de 1881. Estudió en la Universidad de Viena, donde obtuvo un doctorado en filosofía e incursionó en estudios literarios.
Durante la Primera Guerra Mundial, en base a su patriotismo, sirvió al Ejército austrohúngaro con tareas administrativas, ya que no era apto para participar en combate. Escribió varios artículos apoyando el conflicto. Sin embargo, luego de esta experiencia y después de ser testigo de las implicancias de la guerra, cambió radicalmente su posición. En base a ello, escribió Jeremías, en la cual establecía sus firmes convicciones antibelicistas, por las que tuvo que exiliarse a Suiza.
El período de entreguerras fue el más productivo de su carrera: durante este tiempo escribió Una partida de ajedrez, Momentos estelares de la humanidad, La piedad peligrosa, entre otros. Desde 1933, con la llegada de Hitler al poder, sus obras fueron prohibidas.
En 1934 tuvo que exiliarse nuevamente —esta vez a Gran Bretaña—, debido a la ocupación nazi en Austria. En 1941 se instaló en Brasil con su esposa Lotte Altmann, donde el 22 de febrero de 1942 se suicidaron ambos en vista a la inmensa avanzada del nazismo. Antes de suicidarse escribió cartas a todos sus amigos y conocidos, pidiendo disculpas y explicando las causas de su muerte. En 1944 se conoció su autobiografía: El mundo de ayer. Ediciones Godot publicó Los ojos del hermano eterno, Una partida de ajedrez, Mendel el de los libros, Veinticuatro horas en la vida de una mujer, Carta de una desconocida (estos cinco, traducción de Nicole Narbebury) y El candelabro eterno (traducción de Maia Avruj).
Página de legales
Portada
El candelabro enterrado
Glosario
Tapa
Índice de contenido
Página de copyright
Página de título
Contenido principal
Glosario
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
45
46
47
48
49
50
51
52
53
54
55
56
57
58
59
60
61
62
63
64
65
66
67
68
69
70
71
72
73
74
75
76
77
78
79
80
81
82
83
84
85
86
87
88
89
90
91
92
93
94
95
96
97
98
99
100
101
102
103
104
105
106
107
108
109
110
111
112
113
114
115
116
117
118
119
120
121
122
123
124
125
126
127
128
129
130
131
132
133
134
135
136
137
138
139
140
141
142
143
144
145
146
147
148
149
150
151
152
153
154
155
156
157
158
159
161
162
Zweig, Stefan / El candelabro enterrado / Stefan Zweig. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2021. Libro digital, EPUBArchivo Digital: descarga y onlineTraducción de: Maia Avruj.
ISBN 978-987-8413-90-7
1. Literatura. 2. Narrativa Alemana. I. Narbebury, Nicole, trad. II. Título.
CDD 833
ISBN edición impresa: 978-987-8413-79-2
Título original Der begrabene Leuchter, 1937
Traducción y glosario Maia AvrujCorrección Mariana GaitánRevisión de traducción Carolina PrevideréDiseño de colección y tapa Martín BoDiseño de interiores Víctor MalumiánIlustraciones Juan Pablo Dellacha
© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar info@edicionesgodot.com.arFacebook.com/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, en noviembre de 2021
Stefan Zweig
TraducciónMaia Avruj
RECIÉN HABÍA TERMINADO DE forma sangrienta el combate entre dos hérulos gigantescos contra una jauría de jabalíes hircanos en un día soleado de junio del año 455 en el Circus Maximus de Roma, cuando, alrededor de la tercera hora de la tarde, se empezó a propagar una creciente preocupación entre los miles de espectadores. Al principio, solo llamó la atención de los más cercanos que en la tribuna separada, abundantemente decorada con alfombras y estatuas, donde entre funcionarios de su corte estaba sentado el emperador Máximo, apareciera un mensajero lleno de polvo y evidentemente recién bajado del caballo después de una cabalgata acalorada, y que apenas le diera su mensaje al emperador, contra toda costumbre, este se levantara en medio del excitante espectáculo. Lo siguió toda la corte con la misma llamativa urgencia y poco después se vaciaron también los asientos asignados a los senadores y otros dignatarios. Una salida tan precipitada tenía que responder a un motivo importante. Fue inútil que las trompetas estridentes anunciaran otro combate entre animales y que, de la reja levantada, un león númida de melena negra saliera con sordos rugidos a perseguir los cortos cuchillos de los gladiadores. La oscura ola de alarma, que rebosaba como espuma incolora de las caras que no entendían y que se alteraban por el miedo, ya se había levantado inconteniblemente y seguía avanzando de fila en fila. El público se paraba de un salto, señalaba hacia los asientos vacíos de los aristócratas, preguntaba y se escandalizaba y gritaba y silbaba. Entonces se difundió de repente, nadie supo quién lo empezó, el confuso rumor de que los vándalos, esos piratas temidos del Mediterráneo, habían desembarcado en Portus con una flota poderosa y ya se dirigían hacia la despreocupada ciudad. ¡Los vándalos! Primero circuló la palabra de boca en boca solo como un vago cuchicheo, después súbitamente se convirtió en un grito que estallaba de forma penetrante: “¡Los bárbaros, los bárbaros!”, cientos, miles de voces a la vez retumbando por las gradas circulares de piedra del circo y, como arrancada violentamente por una ráfaga de viento, la masa de seres humanos corrió hacia la salida, presa de un pánico atroz. Colapsó todo tipo de orden. Los guardias, los soldados, abandonaron sus puestos y huyeron con los demás; la gente saltaba por encima de los asientos, se abría paso con puños y espadas, aplastaba a mujeres y niños que gritaban escandalosamente; en las salidas se formaban muchedumbres de seres humanos que gritaban y giraban en círculos como remolinos. Pocos minutos después, el espacioso circo, que hasta hacía un momento había albergado a ochenta mil personas apretujadas en un bloque oscuro que retumbaba, estaba completamente limpio como por obra de una escoba. El óvalo escalonado bajo el cielo de verano pasó a ser puro mármol, silencioso y vacío como una cantera abandonada. Solo abajo, en la arena —hacía rato que los gladiadores se habían escapado siguiendo a los demás—, estaba el león olvidado, sacudiendo la melena negra y rugiéndole desafiante al vacío repentino.
Eran los vándalos. Uno detrás del otro, los mensajeros se acercaban apurados y cada noticia era peor que la anterior. Tocaron tierra con cientos de veleros y de galeras, un pueblo ágil, móvil; por la calle del puerto, las tropas berberiscas y númidas de caballería, con sus capas blancas, pasaban ya a la velocidad de la luz con corceles rápidos de cuello largo; mañana o pasado mañana, las manadas de ladrones seguramente ya iban a estar frente a los portones y no había nada preparado para defenderse. El ejército de mercenarios estaba peleando lejos, quién sabe dónde, cerca de Ravena; las murallas de fortificación eran puros escombros desde que Alarico I había arrasado la ciudad. Nadie estaba pensando en defenderse. Los ricos y aristócratas preparaban mulas y carretas a las apuradas para, además de su vida, salvar también al menos una parte de sus bienes. Pero ya era demasiado tarde. Porque el pueblo no toleró que en la prosperidad los aristócratas los oprimieran y en la desgracia los abandonaran cobardemente. Y cuando Máximo, el emperador, quiso escapar del palacio con su séquito, le cayeron primero insultos y después piedras; por último, la plebe, furiosa, atacó a los cobardes y mató a golpes en la calle a su miserable emperador con garrotes y hachas. Lo cierto es que más tarde se cerraron los portones, como cada noche, pero justamente así quedó el miedo encerrado por completo dentro de los márgenes de la ciudad. Ahí estaba, muy agobiante como una neblina pantanosa putrefacta, el presentimiento de algo terrible sobre las casas enmudecidas, a oscuras, y, como una manta sofocante, la oscuridad se infló sobre la ciudad perdida, que iba pereciendo en el espanto y el temor. Desde arriba, las estrellas eternamente indiferentes iluminaban, sin embargo, de forma despreocupada y tenue, y en la pared azul del cielo la luna colgaba su cuerno plateado, como todas las noches. Sin poder dormir y con los nervios a flor de piel, Roma estaba acostada y esperaba a los bárbaros como un condenado, ya apoyada la cabeza sobre el bloque de madera, esperando el inevitable golpe que se balanceaba.
De forma lenta, segura, planificada, victoriosa, los vándalos se acercaban mientras tanto desde el puerto a través de las calles de Roma, vacías. Los guerreros germánicos, rubios de pelo largo, marchaban bien ordenados, una centuria detrás de la otra siguiendo el paso militar bien incorporado, y adelante, inquietos, avanzaban velozmente los pueblos tributarios del desierto, los númidas de piel oscura y de pelo negro intenso, sin estribos arriba de sus bellos caballos de pura raza, haciéndolos girar en círculos y dar vueltas. En el medio de la caravana, cabalgaba Genserico, rey de los vándalos. Con una satisfacción indiferente, le sonreía desde arriba, en su silla, a su pueblo multitudinario que marchaba abajo. El viejo guerrero con mucha experiencia sabía desde hacía tiempo, gracias a sus espías, que no debían preocuparse por una resistencia seria, que esa vez no se habían preparado para una batalla campal decisiva, sino para un saqueo inofensivo. Y así fue: no apareció ningún guerrero enemigo. Recién en la Porta Portuensis, donde la calle del puerto, bien llana, llega a la manzana interna de Roma, se acercó al rey el papa León, adornado con muchas insignias y rodeado, resplandeciente, de todo el clérigo. El papa León, el mismo anciano de barba blanca que recién pocos años antes había convencido de forma muy gloriosa a Atila, el terrible, de que respetara Roma, y a cuyo pedido el huno pagano se había sometido en aquel entonces con una humildad inconcebible. También Genserico se bajó inmediatamente del caballo al divisar al majestuoso de barba blanca y, con un gesto cortés, fue rengueando hacia él (su pie derecho era más corto). Pero no le besó la mano con el anillo del Pescador ni se arrodilló devotamente porque, como arriano hereje que era, consideraba al papa un mero usurpador del verdadero cristianismo, y recibió con una fría arrogancia su discurso en latín, en el que le rogaba proteger la ciudad santa. Que no, que no se preocupara, respondió a través de su intérprete, que no debía temer nada inhumano de su parte, que él mismo era soldado y cristiano. Que no iba a prender fuego Roma ni a destruirla, por más que esa ciudad ambiciosa hubiera arrasado miles y miles de ciudades hasta haber hecho polvo la última piedra. Que en su generosidad iba a respetar tanto los bienes de la Iglesia como a las mujeres y solo iba a llevarse el botín sine ferro et igne, según el derecho del más fuerte y del vencedor. Pero que ahora le aconsejaba —y Genserico dijo esto con un tono amenazante mientras su lacayo nuevamente lo ayudaba con el estribo— abrirle los portones de Roma y dejar de postergarlo.
Se procedió tal como Genserico había exigido. No se agitó ninguna lanza, no se desenfundó ninguna espada. Una hora más tarde, toda Roma pertenecía a los vándalos. Pero la victoriosa manada de piratas no se dispersó por la ciudad indefensa como una horda desenfrenada. En filas cerradas, domados por la mano firme y autoritaria de Genserico, los soldados altos y robustos de pelo rubio platinado fueron entrando por la Via Triumphalis y solo de vez en cuando lanzaban miradas de curiosidad a las miles y miles de estatuas de ojos blancos que con los labios mudos parecían prometer un buen botín. Después de la entrada triunfal, el mismo Genserico se dirigió inmediatamente al Palatino, la residencia abandonada del emperador. Pero no dio cabida a las ovaciones premeditadas de los senadores, que esperaban parados en fila, temerosos, ni dejó que se preparara un banquete; casi ni miró los regalos con los que los ciudadanos ricos esperaban apaciguar su severidad, sino que el riguroso soldado, inclinado sobre un mapa, delineó inmediatamente su plan para saquear la ciudad de la forma más rápida y al mismo tiempo más minuciosa posible. A cada centuria le fue asignado un distrito distinto y cada uno de los suboficiales se volvió responsable de la disciplina de sus hombres. Porque lo que ahora estaba empezando no era un saqueo salvaje y desordenado, sino un robo planificado y metódico. En primer lugar, por orden de Genserico, los portones se cerraron y se llenaron de puestos de guardias para que no se escapara de la enorme ciudad ni una hebilla ni una moneda. Después, sus soldados se apropiaron de los botes, las carretas, los animales de carga, y forzaron a miles de esclavos a trabajar para ellos con el objetivo de que todos los tesoros que Roma escondía fueran trasladados lo más rápido posible a la guarida africana de los ladrones. Recién entonces empezó, sistemático y con una objetividad fría y silenciosa, el saqueo. Tranquila y hábilmente, como un carnicero descuartizando un animal muerto, durante los siguientes trece días la ciudad fue descuartizada viva y le fueron arrancando del cuerpo, que se estremecía en silencio, pieza por pieza. De casa en casa, de templo en templo, las tropas marcharon separadas, guiadas por uno de los nobles germánicos vándalos y acompañadas por un escriba, y, sacando una cosa detrás de la otra, se llevaron todo lo que era precioso y transportable: vasijas de oro y de plata, hebillas, monedas, joyas, collares de ámbar de un país del norte, pieles de Transilvania, malaquita del Ponto y espadas forjadas en Persia. Forzaron a los trabajadores a despegar con mucho cuidado los mosaicos de las paredes de los templos y a sacar a martillazos las baldosas de pórfido de los peristilos. Todo se realizó premeditadamente, con habilidad y de forma exacta. Con poleas, para no dañar nada, los trabajadores levantaron los caballos y las carretas de bronce de arriba de los arcos de triunfo y, después de haber saqueado el edificio, hicieron a los esclavos descubrir, ladrillo por ladrillo, el techo de oro del Templo de Júpiter Capitolino. Por orden de Genserico, solo las columnas de bronce, demasiado grandes como para embarcarlas a las apuradas, se destrozaron a martillazos o se cortaron con una sierra para obtener el metal. Calle por calle, una casa detrás de la otra fue cuidadosamente saqueada, y cuando ya hubieron vaciado todas las casas habitadas por personas vivas, profanaron los túmulos, la morada de los muertos. De los sarcófagos de piedra separaron el pelo de princesas muertas de los peines de joyas en desuso y el esqueleto sin carne de las hebillas de oro, les robaron a los cadáveres los espejos de metal y los anillos de sellos, y sus manos llenas de codicia robaron incluso el óbolo que se ponía al lado de los muertos dentro de la tumba para que pudieran pagar el viaje en barco hacia el otro mundo. El botín completo de todos esos saqueos individuales fue transportado de a montones hasta un lugar determinado previamente. Ahí estaba la Niké de alas doradas, junto al cofre decorado con piedras preciosas que contenía los restos de un santo y el dado de una dama aristocrática. Lingotes de plata se acumulaban al lado de ropas de color púrpura, exquisitas piezas de cristal al lado de metal rústico. El escriba tomaba nota de cada cosa con rígidos caracteres nórdicos en su largo pergamino para darle al robo una apariencia de cierta legalidad; Genserico mismo, con su séquito, rengueaba entre la multitud, tocaba los objetos con un bastón, revisaba las joyas, sonreía y repartía elogios. Con satisfacción, vio carro por carro y bote por bote abandonando la ciudad cargados hasta más no poder. Pero no hubo ni una casa prendida fuego, no se derramó ni una gota de sangre. Con calma y ordenadamente, como los vehículos que suben y bajan de una mina —algunos vacíos, otros llenos—, durante trece días, la procesión de carretas fue del puerto al mar y del mar al puerto. Salían llenas, volvían vacías, y los bueyes y las mulas jadeaban del peso porque, haciendo memoria, nunca antes se había robado tanto durante solo trece días como en ese saqueo vandálico.
Durante trece días ya no se escuchó en la ciudad de miles de casas ni una voz humana. Nadie hablaba en voz alta. Nadie se reía. En las casas se habían enmudecido las cuerdas de los instrumentos y en las iglesias no se alzaba ningún cántico. Solo se escuchaba el martilleo arrancando las piezas aferradas a su lugar, el ruido de la piedra labrada al caer, el chirrido de los carros sobrecargados y el mugido sordo de los animales de transporte agotados, golpeados una y otra vez con el látigo de sus torturadores. A veces los perros aullaban porque los humanos, ahogados en su propio miedo, se olvidaban de alimentarlos; a veces retumbaba el sonido de una tuba por encima de las murallas, cuando había cambio de guardia. Pero la gente en sus casas contenía la respiración. Derrotada estaba la ciudad, la vencedora del mundo, y cuando de noche el viento atravesaba los callejones vacíos, sonaba como el lamento abatido de un herido que siente las últimas gotas de sangre escapando de sus venas.
En la decimotercera noche del saqueo, los judíos de la comunidad romana estaban reunidos en la casa de Moisés Abtalión, en la orilla izquierda del Tíber, ahí donde el río amarillo se retuerce sin ganas como una serpiente que comió de más. No era ningún grande entre los demás ni un conocedor de las Sagradas Escrituras, solo un viejo artesano estricto, pero habían elegido su casa como lugar de encuentro porque el taller en la planta baja tenía más lugar que los otros cuartos, angostos, con muchos recovecos. Desde hacía trece días se sentaban juntos diariamente con sus caras pálidas, agotadas, en sus túnicas blancas de duelo, y rezaban a la sombra de los negocios cerrados entre rollos colgando, pañuelos blanqueados y amplios toneles, con una perseverancia imperturbable y ya casi anestesiada. Hasta ahora no habían sufrido ninguna maldad de parte de los vándalos. Dos o tres veces pasaron tropas, acompañadas por nobles y escribas, por el bajo, angosto callejón judío, donde la humedad de tantas inundaciones se había fijado como moho a los azulejos de las casas y se escurría y corría hacia abajo en lágrimas frías por las paredes concrecionadas; una mirada despectiva le fue suficiente a los ladrones experimentados para darse cuenta de que en esa miseria no había nada que saquear. Ahí no relucía ningún peristilo revestido de mármol, ningún triclinio de oro reluciente, no se albergaban estatuas ni vasijas de bronce. Así, las tropas de ladrones desfilaban con indiferencia delante de ellos y no había riesgo de extorsión ni de saqueo. No obstante, los corazones de los judíos estaban afligidos y se congregaban todos apretados con el presentimiento más amedrentador. Porque la desgracia en la ciudad, en el país donde vivieran —ya lo sabían desde hacía generaciones y generaciones—, siempre se terminaba convirtiendo en desgracia para ellos. En la prosperidad, los pueblos los olvidaban y no se preocupaban por ellos. En esos períodos, los príncipes se emplumaban y construían y se engolosinaban con opulencia, y la plebe se entregaba a los burdos placeres de la caza con animales, de la caza con armas y del juego. Pero cuando se alteraba la paz y el bienestar, los culpables eran siempre ellos. Era duro cuando el enemigo vencía, duro cuando una ciudad era saqueada, duro cuando la peste o la enfermedad golpeaban a los países. Todo lo malo del mundo, ellos lo sabían, se volvía inevitablemente malo para ellos, y sabían también desde hacía tiempo que nada podían hacer para rebelarse contra su destino, porque en todas partes, sin excepción, eran pocos, y en todas partes, sin excepción, eran débiles y no tenían poder. Su única arma era el rezo.
Así, los judíos de Roma rezaron todos los días hasta altas horas de la noche, todos esos días de saqueo oscuros y peligrosos. Porque ¿qué otra cosa podía hacer el justo en un mundo injusto y crudo, donde la violencia siempre triunfa, más que alejarse del mundo para dirigirse a Dios? Hacía años y años que así lo venían haciendo. Ya habían venido del sur, ya del este y del oeste, los pueblos rubios, oscuros, desconocidos, todos con ansias de robar, y apenas triunfaba una banda, otra los atacaba. Por todo el mundo, los sin Dios hacían la guerra y no dejaban a los devotos en paz. Así tomaron Jerusalén, Babilonia y Alejandría, y ahora lo sufría Roma. Donde uno quería descansar, había desazón; donde uno buscaba paz, había guerra. No había manera de escaparle al destino. En ese mundo perturbado, solo en el rezo era posible encontrar refugio, tranquilidad y consuelo. Porque qué maravilloso es rezar. Alivia el miedo con grandes promesas, adormece el horror de las almas cantando salmos de súplica, levanta el peso de los corazones hacia Dios con sus alas murmurando; por eso, es bueno rezar en el desamparo y aún mejor es rezar colectivamente, porque todo lo pesado se vuelve más liviano cuando se carga entre muchos, y ante Dios todo lo bueno se hace mejor cuando se hace unidos.
Así, los judíos de la comunidad romana se reunían y rezaban juntos. El murmullo devoto fluía de sus barbas en voz baja y sin interrupción, como el chapoteo de la corriente del Tíber frente a las ventanas que, tranquilo y constante, rozaba los tablones de los bancos y bañaba las costas con su suave movimiento. Ningún hombre miraba a los demás y, sin embargo, sus hombros envejecidos, frágiles, se balanceaban uniformemente siguiendo el compás, mientras rezaban cantando y recitando al pie de la letra los mismos salmos que ellos y antes sus padres y los padres de sus padres y sus antepasados ya habían rezado cientos y miles de veces. Los labios apenas notaban que estaban hablando, los sentidos apenas notaban que estaban sintiendo; como viniendo de un sueño oscuro, confuso, fluía esa melodía temblorosa y afligida.
De repente se sobresaltaron, una sacudida levantó abruptamente sus espaldas encorvadas. Afuera, alguien golpeaba la puerta insistente. Y siempre —lo llevaban en la sangre— los judíos en el exilio se asustaban frente a todo lo repentino. Porque ¿qué cosa buena podía surgir de una puerta que se abría de noche? Se interrumpió el murmullo como si lo hubiesen cortado con una tijera; ahora, a través del silencio, se escuchaba con mayor claridad el río, que seguía chapoteando con total indiferencia. Todos agudizaron el oído con un nudo en la garganta. Alguien del otro lado volvía a llamar, un puño chocaba impaciente contra la puerta externa.
—Estoy yendo —dijo Abtalión, como hablando consigo mismo, y arrastró los pies hacia afuera.
La vela de cera pegada sobre la mesa dobló su llama cuando entró la fuerte corriente de aire que provenía de la puerta abierta; como los corazones de todos esos hombres por dentro, la llama tembló repentina e intensamente.
Los asustados volvieron a respirar cuando reconocieron quién entró. Era Hircano ben Hillel, el tesorero del oro acuñado del emperador, el orgullo de la comunidad por ser el único judío al que le habían habilitado el ingreso al palacio imperial. Como favor especial de la corte, le permitían vivir del otro lado de Trastévere y vestir prendas distinguidas, coloridas, pero ahora tenía la capa desgarrada y la cara manchada.
Todos lo rodearon —porque creyeron que tenía un mensaje para darles—, impacientes por que contara a las apuradas, pero ya perturbados porque presentían la desgracia al verlo alterado.
Hircano ben Hillel respiró hondo. Vieron que tenía la palabra atragantada y que no quería salir. Finalmente, se lamentó:
—Se acabó. Lo tienen. Lo encontraron.
—¿Qué encontraron? ¿A quién encontraron? —se escuchó resoplar a todos como en un único grito.
Tausende von E-Books und Hörbücher
Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.
Sie haben über uns geschrieben: