El castigo del siciliano - Dani Collins - E-Book
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El castigo del siciliano E-Book

Dani Collins

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Beschreibung

El perverso magnate siciliano Dante Gallo había despedido a Cami Fagan en venganza por el robo cometido por su padre. Lo que no esperaba era desearla tanto que no pudiera evitar seducirla. Dante enseguida descubrió lo deliciosamente inocente que era Cami. Pero lo que había empezado como una venganza iba a unirlos para siempre al descubrir las consecuencias de su inoportuna pasión.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Dani Collins

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El castigo del siciliano, n.º 2662 - noviembre 2018

Título original: Consequence of His Revenge

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-011-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CÓMO puede despedirme? ¡Si ni siquiera he empezado a trabajar!

Cameo Fagan trató de controlar el volumen de su voz para que no se oyera en el vestíbulo del hotel, pero no pudo disimular el pánico en su tono. Había dejado su puesto en otro hotel y, lo que era peor, su apartamento.

–Técnicamente, se ha retirado la oferta de empleo –se apresuró a decir Karen, llamándola a la calma con la mano.

Era la directora de Recursos Humanos de la cadena canadiense de hoteles Tabor. Una amiga común las había puesto en contacto seis meses antes, cuando las obras de reforma de aquel establecimiento en Whistler estaban en pleno apogeo. El Tabor iba a inaugurarse el siguiente lunes con una gala previa a su apertura oficial en dos semanas.

Karen y ella habían congeniado enseguida. Prácticamente la había contratado en el momento.

–Pero… –dijo Cami señalando hacia el estrecho pasillo que había detrás de la recepción–. Iba a mudarme este fin de semana.

Aquel pasillo conducía a las oficinas y a las sencillas y cómodas habitaciones que ocupaban los empleados en el sótano del hotel.

Karen le dirigió una mirada de impotencia. Sabía tan bien como Cami que era imposible encontrar apartamentos disponibles en Whistler, y menos aún con tan poco tiempo.

–No ha sido decisión mía, lo siento.

–¿De quién ha sido? Porque no lo entiendo.

«No llores», se dijo.

Cada vez que empezaba a irle bien, el destino se empeñaba en ponerle la zancadilla.

Karen echó una ojeada alrededor del vestíbulo en donde unos obreros daban los últimos retoques a la repisa de la chimenea.

–Todavía no se ha anunciado –dijo Karen bajando aún más la voz–, pero el Tabor acaba de ser comprado por una empresa italiana.

Alzó la mirada al mural del techo, uno de los muchos detalles que se habían llevado a cabo con la reforma. Aquel lujo era el motivo por el que Cami había renunciado a un buen puesto de trabajo y había decidido arriesgarse. Sin embargo, en aquel momento sentía el estómago encogido. ¿Sería siciliana la empresa que había comprado el Tabor?

–¿Sabes si los nuevos dueños van a ofertar puestos?

Karen dejó caer los hombros y se removió incómoda.

–Es a ti a quien no quieren.

Las referencias de Cami eran buenas y su dedicación al trabajo era muy alabada. En todo se esforzaba al máximo.

–¿A mí? ¿Acaso piensan que soy demasiado joven?

–Lo siento mucho, de verdad. Yo tampoco lo entiendo. Mandé la lista con las nuevas contrataciones y tu nombre fue el único que tachó.

–¿Quién?

Cami no se podía creer que todavía siguiera bajo el influjo de los Gallo. Se le encogió el corazón. El ascensor anunció su llegada y Karen miró hacia las puertas.

–Él: Dante Gallo.

No hizo falta que Cami le preguntara a qué hombre se refería. A pesar de que todo el grupo vestía atuendo formal, uno de ellos destacaba por el estilo y aplomo con el que llevaba su traje hecho a medida. Tenía el pelo muy corto y una incipiente barba ensombrecía sus mejillas. Su gesto adusto y su mirada penetrante le daban un aire distante. Era guapo y atractivo. Parecía la clase de hombre acostumbrado a salirse con la suya, poderoso y seguro de sí mismo.

Cami estaba asustada. Tenía una extraña sensación en el estómago, una mezcla de sensualidad y nerviosismo, que se intensificó cuando su mirada depredadora se posó en ella como la de un halcón sobre su presa. Los latidos de su corazón se aceleraron.

Todo se detuvo a su alrededor cuando sus ojos se encontraron. Su visión se volvió borrosa y dejó de respirar. Una sensación tan antigua como la vida misma despertó en su interior.

Aquel temblor interno se expandió. Una sensual calidez se apoderó de ella de un modo que no había experimentado nunca. Trató de convencerse de que aquella chispa que había saltado entre ellos se debía a su inesperado encuentro y al anticipo de un enfrentamiento. Alguna vez había buscado información sobre él en Internet y en muchas ocasiones se había imaginado charlando cara a cara con él. Por fin iba a tener la oportunidad.

Desde luego que no podía ser deseo lo que sentía entre los muslos.

Trató de recuperar el control y el arrojo. Esa vez, no se dejaría avasallar. Quizá tuviera motivos para estar enfadado con su padre, pero aquella rencilla ya duraba demasiado. ¿De veras pensaba que podía destruirla solo por su apellido?

Mientras sus latidos resonaban en sus oídos, esperó ver algo en su expresión que indicara que él también la había reconocido. Pero no se produjo y se lo tomó como un insulto a la vez que una ofensa. La confianza en sí misma comenzó a flaquearle. Se sentía vulnerable.

Entonces se dio cuenta de que su mirada denotaba cierto interés.

El cosquilleo de su piel fue tornándose en un fuego que se extendió por todo su cuerpo, recordándole con sus llamas que, después de todo, formaba parte de la especie humana. Le gustaba observar a la gente y siempre le había intrigado la forma en que las personas se emparejaban. Le causaba perplejidad porque nunca había sentido un impulso tan fuerte y repentino. Se trataba de una atracción imposible de ocultar.

Y eso era precisamente lo que le estaba pasando en aquel momento. Un primitivo magnetismo animal se había apoderado de ella, sorprendiéndola con una fuerza que escapaba a su voluntad. Le resultaba mortificante, ya que era ella la que estaba dando el espectáculo ante Karen y ante cualquiera que se fijase. Estaba enviando señales equívocas con su mirada encandilada y atónita, pero era incapaz de despegar la vista de él.

Una sensación de indefensión la invadió. Aquella reacción no le agradaba. No estaba preparada para la virilidad que irradiaba y que tan femenina le hacía sentirse. Instintivamente, se irguió corrigiendo su postura y metió el estómago.

Aquella reacción le perturbaba tanto como él, provocándole una timidez que hizo que le ardieran las mejillas.

Los nervios, tenían que ser los nervios. Quizá fuera el resentimiento, la frustración por haber perdido el trabajo en el que había puesto todas sus esperanzas para salir adelante. Todo por culpa de él, se recordó, y aprovechó aquella animosidad para tratar de superar esa abrumadora sensación. Tal vez fuera ella responsable en parte de su hostilidad, pero había intentado por todos los medios arreglar las cosas. Ya estaba bien.

Decidida, avanzó en dirección a aquel depredador que parecía a punto de saltar. Se le veía demasiado poderoso y fiero, demasiado hambriento, e ignoró la adrenalina y la excitación que corrían por sus venas.

Él esbozó una sonrisa de suficiencia al verla acercarse.

–Señor Gallo, ¿puedo hablar con usted?

 

 

Desde niño, nadie le había hablado en un tono tan imperativo. Aquello exasperó a Dante, pero evitó reafirmar con palabras su autoridad.

Aquella morena de piel clara, tenía un cuerpo de infarto y unos labios con forma de pétalos cuya sonrisa resultaba tan ingenua como traviesa. Se movía con la gracia de una bailarina y era tan osada como para atreverse a mirarlo directamente a los ojos sin inmutarse.

De repente sintió un incontrolable deseo de hacerla suya y se sintió perturbado. Tenía un impulso sexual saludable, muy saludable, pero sabía cómo contenerlo y disfrutar de él en su tiempo libre.

Sin embargo, con aquella mujer el cerebro le había dejado de funcionar y se le había disparado la libido. ¿Por qué? Se quedó observándola buscando lo que la hacía diferente. Llevaba ropa discreta, pero bien elegida para resaltar su figura. Sus pechos generosos y firmes se balanceaban ligeramente y se preguntó si llevaría sujetador. Sus caderas redondeadas prometían un buen trasero.

El color ciruela de su chaqueta contrastaba con una fina línea blanca en la base del cuello que parecía una cicatriz. Un sentimiento protector lo asaltó y sintió el impulso de apartarle su densa y oscura melena y besarla en aquel punto.

Un deseo intenso y cálido se extendió desde su vientre al imaginarse todos los besos y caricias con los que la agasajaría hasta sumirse en las garras del placer. Le gustaba cómo las ondas de su pelo caían en cascada y se movían al ritmo de sus pasos. Se moría por hundir las manos en aquellos mechones sedosos y sujetarla para darle un beso que encendiera…

Maldita fuera. Iba a tener que ahuecarse el pantalón para que no se adivinara el bulto de su entrepierna. No era más que una mujer y nunca había tenido problemas para conseguir a todas las que había querido. Estaba allí por trabajo y por dar gusto a su abuela, no para divertirse. Toda su vida giraba en torno a la responsabilidad y al deber que le debía a su familia. No podía permitirse pensar en sí mismo. No lo había hecho desde su juventud, cuando persiguiendo sus sueños había estado a punto de arruinar a toda la familia.

Aun así, por primera vez en mucho tiempo, estaba ante algo que deseaba solo para él. No la veía como un objeto, aunque la idea de poseer a una mujer despertaba su instinto más primitivo. Cuando se detuvo ante él, la atracción entre ellos era demasiado real para ignorarla.

Clavó la vista en ella y trató de comprender por qué su físico lo había impactado tanto. Las mujeres que solían interesarle llevaban capas y capas de maquillaje para resaltar sus rasgos y lo provocaban con sus sonrisas seductoras. Eran sofisticadas a la vez que complacientes.

La suya era una belleza natural, con bonitas cejas arqueadas y nariz respingona. La frescura de su rostro le daba un aspecto inocente. Sus ojos eran de color avellana, una explosión de tonos marrones dentro de un círculo gris verdoso.

¿Cuándo había mirado tan de cerca a alguien a los ojos? Un torbellino de emociones se adivinaba en su mirada valiente y retadora.

Sintió ganas de reírse. Pocas personas conseguían ya desafiarlo o emocionarlo.

–Vayamos a mi despacho –dijo señalando el que sería el despacho del director.

Habían hecho aquella inversión después de asegurarse de que daría beneficios. Arturo, su primo, era el que solía encargarse de las operaciones de adquisición. Sin embargo, esa vez su abuela se había empeñado en acompañarlos y habían tenido que alterar sus agendas. Dante no se había cuestionado los motivos y había decidido aprovechar la oportunidad para pasar unos días con la mujer que lo había criado. Por la hora que era, debía de estar a punto de llegar para conocer el lugar y disfrutar de una agradable comida. Aunque tenía muchas cosas que hacer, en aquel momento toda su atención estaba puesta en aquella joven tan atractiva.

–Creo que no nos conocemos –dijo cerrando la puerta.

Luego le tendió la mano, deseando sentir la suya. Ella alzó la barbilla y se la estrechó con firmeza, lo que le sorprendió. Deseó aferrarse a aquella mano, tirar de ella y dejarse llevar por lo inevitable.

–Soy Cameo Fagan, su nueva directora.

Su nombre resonó en su cabeza. Todas las posibilidades de una relación con ella se desvanecieron. En un abrir y cerrar de ojos, viajó diez años atrás. Estaba viendo a la competencia anunciar un coche sin conductor muy parecido al que había estado desarrollando. Todo el tiempo y el dinero que había empleado para nada. Aquel fracaso había sido el factor desencadenante de la muerte de su abuelo, cuyo corazón no había podido resistirlo. Dante se había encontrado con un enorme agujero en la economía familiar, un puñado de parientes dependientes de él y el amargo sabor de una traición.

Dante retiró su mano y esperó en vano que su impulso sexual se desvaneciera. Su parte animal se negaba a dejarse arrinconar. Su libido quería tenerla, pero su cabeza la rehuía. ¿Cómo podía sentirse atraído por una Fagan?

–No debería estar aquí.

Lo había dejado muy claro después de ver su nombre en la lista de nuevas contrataciones. Un correo electrónico a su oficina de Milán le había confirmado que era hija de Stephen Fagan, el hombre que lo había traicionado, y no estaba dispuesto a confiar en nadie más de esa familia.

Buscó el pomo de la puerta dispuesto a echarla. Ella no se movió de su sitio y se cruzó de brazos.

–No sé cómo funcionan las cosas en Italia, pero esto es Canadá. Aquí hay leyes contra el despido improcedente.

Dante dejó la puerta cerrada y la contrariedad dio paso a la ira. Lo había asaltado un deseo irrefrenable. Nunca antes había conocido a nadie que le despertara una atracción tan abrasadora y se esforzó en mantener un tono de voz gélido.

–Italia tiene leyes contra los ladrones y la mayoría de ellos acaban en la cárcel. Aunque parece ser que algunos logran escapar a Canadá antes de ser condenados. Quizá debería ponerlo en conocimiento de su país.

Cami contuvo la respiración y se le aceleró el pulso. Su mirada ardiente brilló. ¿Lágrimas? ¡Ja!

–Se lo estoy devolviendo –dijo entre dientes–. Claro que si me quedo sin trabajo no podré seguir haciéndolo, ¿verdad?

–Aunque eso fuera cierto, no tiene sentido que sea yo el que le proporcione un dinero con el que luego va a pagarme lo que me debe, ¿no le parece? ¿Qué gano de esa manera?

–¿Qué quiere decir con «aunque eso fuera cierto»? –preguntó ella apretando los puños.

–Aunque se hubiera fijado una indemnización por las ganancias que habría obtenido del diseño de un vehículo de conducción autónoma, nunca he recibido nada de nadie, así que…

–Entonces, ¿dónde ha ido a parar?

El tono agudo de su voz abrió en él un resquicio de duda y a punto estuvo de dejarse convencer por su indignación. Pero no podía olvidar que era una Fagan, una familia capaz de cualquier cosa.

Sacudió la cabeza para apartar aquel momento de duda. La traición siempre era precedida por la confianza. No, no podía ni debía confiar en ella.

–No pretenda hacerme creer que su padre ha intentado compensarme. Ni lo ha hecho ni puede hacerlo.

–Por supuesto que no puede hacerlo –replicó ella frunciendo el ceño–. Está muerto.

Dante no había vuelto a saber nada del hombre que le había hecho perder una fortuna y le había complicado la vida a su familia, dejándolo en una posición muy vulnerable.

–Vaya, estupendo –dijo furioso.

Aquellas palabras no habían sido acertadas. Lo supo mucho antes de ver cómo palidecía. Sus labios se tensaron al intentar mantener la compostura y su mirada dolida se tornó tan oscura que tuvo que apartar la vista.

–Me acaba de hacer un favor –dijo ella con voz aguda–. Prefiero morirme de hambre que trabajar para alguien capaz de decir algo así.

Fue a abrir la puerta, pero Dante seguía teniendo la mano en el pomo. El calor de su cuerpo se unió al de él y lo envolvió con su perfume de flores, aturdiéndolo.

–Déjeme salir.

Más que oír sus palabras, las leyó en sus labios. El encuentro había sido tan intenso, tan rápido, que todo le daba vueltas. No sabía si era vencedor o vencido. Fuera como fuese, todavía no había acabado.

Dante sintió unos dedos fríos rozando su mano, seguido de un codazo en las costillas antes de que ella girara el pomo y abriera la puerta. Su cuerpo a punto estuvo de tocar el suyo, y de repente se encontró mirándole el trasero, mucho más espectacular de lo que se había imaginado. Se había escapado.

Cerró la puerta de golpe, tratando de dar igualmente portazo a aquel deseo imposible que sentía por ella.

No había razón para sentirse culpable. El mal que el padre de aquella mujer le había causado había sido malintencionado y de gran alcance. Dante había sido tan estúpido como para retirar los cargos a cambio de la admisión de su culpabilidad y la promesa de una indemnización, dejando que el hombre escapara porque, en aquel momento, su vida se estaba derrumbando. La súbita muerte de su abuelo había supuesto para Dante dejar de lado todos sus sueños y hacerse cargo de los complejos negocios de la familia. Sus intereses iban desde viñedos a hoteles, pasando por transportes y operaciones de exportación e importación.

Todo aquello había peligrado por la pérdida del capital que su abuelo le había concedido para hacer realidad su sueño de diseñar un vehículo de conducción autónoma. A aquel descalabro económico había seguido toda una década de esfuerzos para mantener la estabilidad y volver a la cima, una razón más por la que quería dedicar tiempo a su abuela. No le había prestado la suficiente atención mientras trabajaba para recuperar lo que ella y su marido habían construido.

Cameo Fagan debía de estarle agradecida por haberse negado a contratarla. Aun así, no podía quitarse de la cabeza su gesto de disgusto y eso lo enfurecía.

Alguien llamó a la puerta. Farfulló que no quería que lo molestaran y echó el pestillo.

 

 

Cami temblaba tanto que apenas podía caminar. Respiraba entrecortadamente, con jadeos ahogados y descontrolados.

Su cabeza le decía que se fuera, pero las lágrimas de dolor y rabia apenas le dejaban ver. ¿De veras había dicho «estupendo»? ¡Qué imbécil!

Estaba tan absorta en su angustia que apenas reparó en el hilo de voz de la anciana que estaba sentada en un banco, a media manzana de la entrada del Tabor.

–Pi fauri.

A pesar de su estado de agitación, Cami se detuvo, se secó las mejillas y trató de recomponerse.

–¿Qué pasa?

–Ajuti, pi fauri.

Cami conocía un puñado de palabras en otros idiomas debido a su trabajo con los clientes extranjeros que visitaban Whistler. Aun así, no le cupo ninguna duda de que la mujer pedía ayuda al verla levantar débilmente la mano.

–Lo siento. Qu´est-ce que c´est?

No, eso era francés y aquella mujer parecía que hablaba… ¿italiano, tal vez?

–Che cos’è?

La mujer murmuró algo incomprensible, pero Cami creyó entender una palabra: «malatu». Enferma. Se sentó a su lado y se dio cuenta de que se había llevado la mano al pecho y le costaba hablar.

–Voy a llamar a una ambulancia para que la lleven al hospital –dijo Cami sacando su móvil–. Ambulanza. Ospedale.

Era habitual oír aquellas palabras en las competiciones de los Alpes.

Podía haber vuelto al Tabor y haberle pedido a Karen que llamara, pero había hecho un curso en primeros auxilios y sabía cómo actuar. La anciana estaba consciente, aunque asustada y muy pálida. Cami le tomó el pulso y trató de tranquilizarla mientras le facilitaba información a la operadora. Con el permiso de la anciana, revisó su bolso y pudo facilitar su nombre y la medicación que estaba tomando.

–¿Está de viaje con familiares? ¿Quiere que llame a su hotel para dejar un mensaje?

Bernadetta Ferrante señaló al Tabor y Cami no pudo evitar estremecerse. Tenía un presentimiento, aunque no tenía sentido. Dante Gallo no parecía viajar con compañía. Bernadetta podía ser familiar de cualquiera que se estuviera hospedando allí.

Le pidió a un transeúnte que se acercara al hotel y que avisara a los acompañantes de Bernadetta. Luego, señaló al cielo al oír la sirena.

–Ambulanza –dijo de nuevo–. Enseguida estarán aquí.

Bernadetta asintió y sonrió débilmente, aferrándose a la mano de Cami.

–¿Qué demonios ha pasado?

Una fuerte voz masculina las sobresaltó.

Cami cerró los ojos. Era él. ¿Qué probabilidades había de toparse dos veces seguidas con él?

Bernadetta alzó una mano, con gesto de angustia.

–Non tu, noni –dijo Dante suavemente, antes de volverse a Cami con un tono de voz más áspero–. Estoy hablando con ella.

La ambulancia llegó en aquel instante. Cami se quedó el tiempo necesario para asegurarse de que no necesitaban nada de ella, y luego se escabulló. Bernadetta respiraba con la ayuda de una máscara de oxígeno y tenía mejor aspecto. Dante se había ido a buscar su coche para seguirla hasta el hospital.

Cami siguió caminando bajo la fina lluvia primaveral hasta la siguiente parada de autobús, deseando perder de vista a aquel hombre. Al menos, aquella situación la había sacado de su ensimismamiento. Las lágrimas no servían para nada. Lo que necesitaba era un nuevo plan. Mientras esperaba el autobús, mandó un mensaje a su hermano.

 

Me he quedado sin trabajo. ¿Puedo dormir en tu sofá?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

HACER galletas era el antídoto perfecto tras una noche de autocompasión y una mañana cargando cajas de un lado para otro. Así daría cuenta de lo que le quedaba en la despensa y tendría un detalle de agradecimiento con la vecina.

Al oír que llamaban, se imaginó que sería Sharma, del otro extremo del pasillo. Cuando abrió la puerta, se le heló la sonrisa en los labios.

–Qué demonios…

No era Sharma, era él.

Dante Gallo estaba en su puerta, cual ángel vengador, con una camisa azul salpicada de gotas de lluvia y pegada a sus anchos hombros por la humedad. Transmitía un lujo discreto. En sus pantalones a medida una raya impecable acababa sobre unos brillantes zapatos de piel, probablemente italianos.

Deseaba odiarlo y sentir repulsa por él. Quería cerrarle la puerta en las narices, pero a pesar de que la ira se había vuelto a apoderar de ella, era incapaz de resistirse a aquel magnetismo que proyectaba. Una fuerte tensión la invadió. Se le tensaron los pezones y aquel calor traicionero de su vientre se extendió por la parte interna de sus muslos, provocándole un cosquilleo.

Mujer. Hombre. ¿Cómo era posible que aquella distinción se hiciera tan visceral con él? Todo parecía afectarle más. Estaba abrumada.

Se sentía ansiosa, necesitada y expectante. Se odiaba por ello y estaba sufriendo un arrebato de angustia mientras la recorría con sus ojos depredadores, despojándola de lo poco que llevaba. El horno había caldeado su diminuto apartamento hasta alcanzar una temperatura casi tropical, así que se había puesto una camiseta de tirantes y unos pantalones cortos. Metió la barriga al sentir su mirada.