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Sören Kierkegaard (1813-1855) fue un filósofo y teólogo danés, considerado el padre del existencialismo. Su filosofía se centra en la condición de la existencia humana, en el individuo y la subjetividad, en la libertad y la responsabilidad, en la desesperación y la angustia, El concepto de la Angustia es el libro más conocido de Soren Kierkegaard y en él se articulan algunos de los conceptos en los que se apoya el existencialismo cristiano. En la obra, Kierkegaard demonstra que la angustia se relaciona con el pecado y con la libertad. Engendrada por la nada, alimentada por la impaciencia, surgida como «realidad de la libertad en cuanto posibilidad», la angustia es «el vértigo de la libertad» y al mismo tiempo un medio de salvación que conduce a la fe.
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Seitenzahl: 330
Soren Kierkegaard
EL CONCEPTO DE LA ANGUSTIA
Título original:
“Begrebet Angest“
1a edición
Amigo Lector
Sören Kierkegaard (1813-1855) fue un filósofo y teólogo danés, considerado el padre del existencialismo. Su filosofía se centra en la condición de la existencia humana, en el individuo y la subjetividad, en la libertad y la responsabilidad, en la desesperación y la angustia, temas que retomarían Martin Heidegger, Jean-Paul Sartre y otros filósofos del siglo XX.
Publicado por primera vez en 1844, El concepto de la angustia es quizá el libro más conocido del danés Soren Kierkegaard (1813-1855), y en él se articulan algunos de los conceptos en los que se apoya el existencialismo cristiano. La angustia se relaciona con el pecado y con la libertad. Engendrada por la nada, alimentada por la impaciencia, surgida como «realidad de la libertad en cuanto posibilidad», la angustia es «el vértigo de la libertad» y al mismo tiempo un medio de salvación que conduce a la fe.
Una excelente lectura
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PRESENTACIÓN
Sobre el autor y su obra
Prólogo de la Primera Edición
EL CONCEPTO DE LA ANGUSTIA
Introducción
I. La angustia como supuesto del pecado original y como medio de su esclarecimiento, precisamente retrocediendo en la dirección de su origen
II. La angustia como pecado original progresivamente considerado
III. La angustia como consecuencia de ese pecado que consiste en la ausencia de la conciencia del pecado
IV. La angustia del pecado o la angustia como consecuencia del pecado en el individuo
“Atreverse es perder el equilibrio momentáneamente; no atreverse es perderse”
SÖREN KIERKEGAARD (1813-1855)
Søren Aabye Kierkegaard (Copenhague, 5 de mayo de 1813 - ibídem, 11 de noviembre de 1855) fue un filósofo y teólogo danés, considerado el padre del existencialismo. Su filosofía se centra en la condición de la existencia humana, en el individuo y la subjetividad, en la libertad y la responsabilidad, en la desesperación y la angustia, temas que retomarían Martin Heidegger, Jean-Paul Sartre y otros filósofos del siglo XX. Criticó con dureza el hegelianismo de su época y lo que él llamó formalidades vacías de la Iglesia danesa.
Gran parte de su obra trata de cuestiones religiosas: la naturaleza de la fe cristiana, la institución de la Iglesia, la ética cristiana, las emociones y sentimientos que experimentan los individuos al enfrentarse a las elecciones que plantea la vida. En una primera etapa escribió bajo varios seudónimos presentando sus argumentos mediante un complejo diálogo. Acostumbraba a dejar al lector la tarea de descubrir el significado de sus escritos porque, según decía, «la tarea debe hacerse difícil, pues solo la dificultad inspira a los nobles de corazón».
Ha sido catalogado como existencialista, neo ortodoxo, posmodernista, humanista o individualista. Actualmente Kierkegaard es reconocido como una importante e influyente figura del pensamiento contemporáneo, sobrepasando los límites de la filosofía, la teología, la psicología y la literatura.
Filosofía
Todo el pensamiento de Kierkegaard es una reacción contra el idealismo y la religiosidad formalista de la Iglesia oficial danesa y su teología fuertemente dominada por el hegelianismo. Kierkegaard lo hace en nombre del valor del individuo y de una fe personal y trágica.
La filosofía de Kierkegaard es una filosofía de la fe, en tanto considera que ésta es la que salva al hombre de la desesperación, siendo esta un arriesgado 'salto' hacia Dios, en quien 'todo es posible'. El hombre solo, ante Dios, siendo nada más que una relación que se relaciona consigo mismo, contrasta con el concepto de Marx y Feuerbach en el que el hombre es concebido como un conjunto de relaciones sociales.
Kierkegaard es considerado uno de los antecedentes del existencialismo del siglo XX. En efecto, las categorías fundamentales del pensamiento de Kierkegaard son las del ‘individuo' existente y sus 'posibilidades'. Lo único real es el 'individuo', el singular opuesto al Absoluto. También se contrapone al 'pueblo' o a la masa anónima...
Kierkegaard, no simpatizaba con los ideales revolucionarios y democráticos del siglo XIX. La soledad del individuo es trágica, porque el singular se enfrenta con su existencia que no está determinada por la necesidad (como en Hegel) sino por la 'posibilidad'. Pero 'lo posible' es infinito y hasta contradictorio, porque en la posibilidad todo es igualmente posible. Entonces las alternativas de la vida no pueden conciliarse en una síntesis dialéctica y no tienen solución. El singular siente que reposa sobre la nada y que tiene que elegir. Elegir en el mundo le provoca angustia y elegirse a sí mismo, desesperación, que es la 'enfermedad mortal':
Publicado por primera vez en 1844, El concepto de la angustia es quizá el libro más conocido del danés Soren Kierkegaard (1813-1855), y en él se articulan algunos de los conceptos en los que se apoya el existencialismo cristiano. La angustia se relaciona con el pecado y con la libertad.
Engendrada por la nada, alimentada por la impaciencia, surgida como «realidad de la libertad en cuanto posibilidad», la angustia es «el vértigo de la libertad» y al mismo tiempo un medio de salvación que conduce a la fe, a la verdad que años antes de escribir este libro el autor, en su diario íntimo, confesaba buscar como sentido definitivo de su existencia: «Es preciso encontrar una verdad, y la verdad es para mí hallar la idea por la que esté dispuesto a vivir y morir».
EL CONCEPTO DE LA ANGUSTIA:
Sencilla investigación psicológica orientada hacia el problema dogmático del pecado original.
Virgilius Shaueniensesi
Copenhagen 1944
La hora de las distinciones ha pasado: el sistema las ha vencido. Quien en nuestra edad las ama es un extravagante, cuya alma pende de algo largo tiempo ha desaparecido. ¡Bien puede ser así! No obstante, sigue siendo Sócrates lo que era el sabio sencillo, por la particular distinción que el mismo expresaba y exponía perfectamente y que sólo el singular Hamann ha repetido, y admirado dos milenios más tarde: «Pues Sócrates era grande porque distinguía entre lo que sabia y lo que no sabia.»
Quien quiera escribir un libro hace bien, a mi juicio, en forjarse toda clase de ideas acerca del asunto sobre el cual desea escribir. Tampoco es malo que trate de conocer, hasta donde sea posible, lo escrito anteriormente sobre el mismo asunto. Si tropieza con alguien que haya tratado de un modo integral y satisfactorio una u otra parte, hará bien en alegrarse, como se alegra el amigo del Esposo cuando se detiene y oye la voz de Este.
Si ha hecho esto con toda tranquilidad y con apasionado entusiasmo (que busca siempre la soledad. no necesita nada más. Escribe entonces su libro con la misma facilidad con que el pájaro entona su canción — si alguien saca provecho y encuentra placer en él. tanto mejor: lo edita sin cuidados ni preocupaciones y sin la menor presunción de haber dicho en toda la palabra final o de que vayan a encontrar la felicidad en su libro todas las razas de la Tierra. Cada generación tiene su misión, e no necesita hacer tan extraordinarios esfuerzos, que lo sea todo para la anterior para la siguiente. Cada individuo de una generación tiene, como cada día. su carga especial y bastante que hacer con preocuparse de si mismo. ¿Por qué querer abrazar el presente entero con tu preocupación dominante? o creer que inicia una era o una época con su libro, atando no. según la última moda, con meras promesas solemnes, con amplias y seductoras indicaciones, con la insegura garantía de una voluta dudosa?
No todo el que tiene unas anchas espaldas es por ello un Atlas, ni las ha recibido para llevar un mundo: no todo el que dice: «Señor, Señor» entra en el reino de los cielos; no lodo el que se ofrece a dar caución por el presente entero ha probado con ello que es persona dejar. capa: de responder de si mismo: no todo el que exclama: «Bravo. bravísimo» se ha comprendido a si mismo» ha comprendido su admiración.
Por lo que loca a mi pequeñez. confieso con toda sinceridad que soy como escritor un rey sin corona, e incluso en mi temor y temblor un escritor sin ningunas pretensiones.
Si a una noble aversión, a una celosa critica le parece demasiada arrogancia llevar un nombre latino, tomaré gustoso el nombre de «Pérez» o de «López», pues no quisiera pasar por nada más que por un profano, que especula, si. pero que. sin embargo, permanece alejado de la especulación, aunque devoto en mi fe de autoridad, como el romano era tolerante en su temor de Dios. Por lo que concierne a la autoridad humana, soy fetichista y adoro con la misma humildad a uno que a otro, sólo con que haga conocer suficientemente, a golpe de tambor, que es aquél a quien debo adorar, que es por este año la autoridad y el imprimatur. Excede las fuerzas de mi entendimiento la decisión, ya sea instituida por la insaculación e la suerte o ya los candidatos mismos hagan propaganda y el individuo Juzgue como autoridad, igual que hacen los Jurados en el tribunal popular.
No tengo nada que añadir, fuera de dar un cordial adiós a todo el que comparta mi manera de ver. como también a todo el que no la comparta; a todo el que lea el libro, como también a todo el que con el prólogo se contente.
Con el mayor respeto.
VlGILIUS HAUFNIHNSIS
Copenhague.
En qué sentido el tema de esta investigación sea un problema que interese a la Psicología y, después de haber sido un problema interesante para ésta, en qué sentido se refiera cabalmente a la Dogmática.
Partamos del principio de que todo problema científico ha de tener, dentro del amplio campo de la ciencia, su lugar determinado, su objetivo y sus límites propios; de esta manera armonizará perfectamente con todo el conjunto y nos dará una sintonía apropiada de lo que el conjunto expresa. Este principio no es sólo un deseo piadoso que ennoblezca al hombre de ciencia, dominado por una exaltación entusiástica o melancólica; ni tampoco es meramente un sagrado deber que le vincule al servicio de la totalidad, animándole a que renuncie a todo lo arbitrario y al placer de perder de vista el continente de una manera aventurera.
No, este principio constituye además el interés de toda investigación especializada. Por eso, cuando ésta olvida el lugar que le es propio, acontece también — cosa que el lenguaje expresa de un modo automático y con una muy certera ambigüedad — que la misma investigación se olvida de sí misma, se convierte en otra cosa y es capaz, con una sospechosa habilidad, de llegar adonde sea. Y, naturalmente, quien de este modo no se sienta llamado al orden por la ciencia, ni se cuide para nada de impedir que los diversos problemas concretos no se empujen los unos a los otros — como si en un tumulto alocado se tratara solamente de ver quién llegaba antes a una mascarada —, ese tal podrá alcanzar a veces una cierta ingeniosidad, otras se asombrará de haber comprendido, aunque en realidad esté muy lejos de ello, y, finalmente, otras muchas veces habrá encontrado una síntesis de palabras al tuntún unidas con lo más variado. Pero esta ganancia la pagará muy pronto, como se paga toda adquisición ilegal, la cual nunca podrá ser, ni civil ni científicamente, una legítima posesión.
Cuando, así las cosas, la última parte de la Lógica lleva por título: la realidad se obtiene con ello la ganancia de dar la sensación de que ya en la misma Lógica se ha alcanzado lo más alto de todo lo que hay, o, si se prefiere, lo más bajo. Sin embargo, la pérdida que ello representa es clamorosa, ya que de este modo ni la Lógica ni la realidad quedan servidas. No la realidad, pues la Lógica no deja paso a la contingencia que es esencial a todo lo real. Pero tampoco queda servida la misma Lógica, pues cuando ésta acaba de pensar la realidad, ha introducido en su mismo cuerpo algo que no puede asimilar, anticipando una cosa que según su misión solamente ha de preparar. El castigo es manifiesto, y consiste en que con ello se ha dificultado y hecho imposible, quizá por largo tiempo, cualquier reflexión en torno a lo que la realidad sea; ya que en este caso la palabra necesita, por así decirlo, disponer de un cierto tiempo para encontrarse a sí misma y olvidar esa gran equivocación.
Cuando, así las cosas, en la Dogmática se llama a lo inmediato, sin recurrir a ninguna otra definición más aproximativa, entonces se logra la ventaja de poder convencer a todo el mundo de la no necesidad de mantenerse en la fe. Incluso se logra que el mismo creyente auténtico dé por buena esa conclusión, quizá porque no ha visto de pronto la falsedad que hay en todo ello y que propiamente no se debe a consideraciones ulteriores, sino a aquel mismo error de principiante. Por su parte, la pérdida que ello implica es evidente, ya que de este modo se le quita a la fe lo que legítimamente le pertenece, es decir, sus presupuestos históricos. También pierde la Dogmática, puesto que así no se le permite empezar por su verdadero comienzo, es decir, dentro de un comienzo previo, anterior a ella misma. De esta manera la Dogmática, en vez de presuponer un comienzo previo, no hace más que echarlo en olvido y empezar de buenas a primeras como si tal punto de partida fuera la misma Lógica. Y ya se sabe, la Lógica comienza cabalmente con el producto más escurridizo de la más fina de todas las abstracciones, a saber, con lo inmediato. Aunque lógicamente correcta, esta abolición automática de lo inmediato constituye dentro de la Dogmática una pura cháchara..., pues ¿a quién se le iba a ocurrir que su voluntad se mantuviera firme junto a lo inmediato — sin ninguna otra definición más aproximativa — una vez que quedaba abolido en el mismísimo momento de mencionarlo? Exactamente lo mismo que el sonámbulo se despierta tan pronto como alguien menciona su nombre.
Y cuando, así las cosas, en investigaciones casi sólo propedéuticas se suele emplear la palabra reconciliación para designar el saber especulativo o la identidad del sujeto que conoce y lo conocido, de lo subjetivo-objetivo, etcétera, entonces se echa de ver con facilidad que tenemos delante un espíritu ingenioso, un espíritu que se sirve de su ingeniosidad para esclarecer todos los enigmas. Esto les ocurre, especialmente, a todos aquellos que al tratar una cuestión científica no ponen la prudencia necesaria, ni siquiera aquella prudencia de que se suele hacer gala en la misma vida cotidiana, en la que nadie deja de prestar atención, antes de descifrar un enigma, a todas las palabras que lo componen. Y es lógico, pues en otro caso se correría el riesgo de alcanzar el mérito incomparable de crearse un nuevo enigma con la explicación dada al anterior, teniéndonos que preguntar: ¿quién será capaz de ver en tal explicación una explicación?
Por lo general, siempre fue un supuesto de toda la filosofía antigua y de la Edad Media que el pensamiento tiene realidad. Con Kant se hizo dudoso este supuesto. Supongamos ahora que la filosofía hegeliana haya en realidad repensado el escepticismo kantiano. Digamos, entre paréntesis, que siempre será un gran problema averiguar este detalle. Y esto a pesar de todo lo que Hegel y su escuela han hecho, recurriendo a las palabras típicas de «método» y «manifestación», por tapar con una cortina de humo lo que Schelling había confesado más claramente con sus palabras no menos típicas de «intuición intelectual» y «construcción», a saber, que con todo ello no se trataba sino de un nuevo punto de partida. No obstante, imaginemos que Hegel, después de recapacitar en dicho escepticismo, ha logrado efectivamente reconstruir lo anterior de una forma más elevada, de tal suerte que el pensamiento no tenga realidad en virtud de una suposición previa. En este caso, ¿será una reconciliación esa realidad del pensamiento lograda de un modo tan consciente? Con esto no se haría otra cosa que situar de nuevo la Filosofía en su antiguo punto de partida, en aquellos días tan lejanos en los que a la palabra «reconciliación» se le confería toda su enorme importancia. Ahora, en cambio, se empieza por poseer una vieja y respetable terminología filosófica: tesis, antítesis y síntesis..., y a renglón seguido se escoge una terminología más nueva, en la que la mediación venga a ocupar el tercer puesto.
¿Acaso significa esto un gran progreso? Ya que la mediación es algo equívoco, que lo mismo puede indicar una relación entre dos como el resultado de la relación, tanto aquello en lo que dos cosas se relacionan como los elementos relacionados. La mediación designa a la par movimiento y reposo. Sólo un examen dialéctico mucho más profundo de la misma mediación podrá decidir si este nuevo hallazgo representa una perfección. Pero, por desgracia, todavía estamos esperando que se haga ese examen. La síntesis ha quedado definitivamente abandonada y se dice mediación. ¡Que así sea! Sin embargo, la ingeniosidad contemporánea reclama todavía más y dice reconciliación. ¿Cuáles son las consecuencias? Que con ello no se saca ningún provecho para las propias investigaciones propedéuticas; ya que éstas, naturalmente, ganan tan poco con un nuevo título como la verdad en claridad o un alma humana en beatitud. Lo que así se logra es confundir de raíz dos ciencias, o sea, la Ética y la Dogmática. Sobre todo, cuando tales investigadores, no contentos con haber metido de contrabando la palabra «reconciliación», afirman rotundamente que la Lógica y el logos — que es lo dogmático — se corresponden entre sí, y que la Lógica es propiamente la doctrina del logos.
De esta manera se hace que la Ética y la Dogmática se pongan a luchar en tomo a la reconciliación en unos confines erizados de peligros. El arrepentimiento y la culpa exigen éticamente la reconciliación a fuerza de suplicios; mientras que la Dogmática, dentro de su receptividad para con la reconciliación ofrecida, se mantiene firme en la concreta inmediatez histórica que le es propia y desde la que arranca en todos sus enunciados al entablar el gran diálogo de las ciencias.
¿Adónde, pues, nos conducirá aquella confusión? Lo más probable es que el mismo lenguaje tenga que celebrar un gran año sabático con el fin de otorgar un descanso suficiente a la palabra y al pensamiento, y así poder empezar por el principio a su debido tiempo.
En la Lógica se emplea lo negativo como la fuerza animadora que todo lo pone en movimiento. Y, sin duda, que en la Lógica es absolutamente necesario que haya movimiento, sea como sea, ya por las buenas, ya por las malas. Aquí es donde lo negativo entra en juego con su ayuda, y si lo negativo no puede hacer nada en ese sentido, entonces se recurre a los juegos de palabras y a los simples modos de hablar, de suerte que lo negativo mismo queda convertido en un mero juego de palabras
Pero, a pesar de todo lo que digan, en la Lógica no debe acaecer ningún movimiento; porque la Lógica y todo lo lógico solamente es, y precisamente esta impotencia de lo lógico es la que marca el tránsito de la Lógica al devenir, que es donde surgen la existencia y la realidad. Por eso, cuando la Lógica se sumerge en la concreción de las categorías, no hace otra cosa que la que se hizo desde un principio. Todo movimiento — si se nos permite emplear momentáneamente esta expresión — es un movimiento inmanente, lo que en el sentido más profundo significa que no es ningún movimiento. Para convencerse de ello no se necesita más que considerar que el concepto mismo de movimiento es una trascendencia que no puede encontrar cabida en la Lógica. Lo negativo es, pues, la inmanencia del movimiento; es lo que desaparece, es lo superado. Si todo sucede de esta manera, entonces no sucede absolutamente nada y lo negativo se convierte en un fantasma. Sin embargo, para lograr que suceda algo en la Lógica, se convierte lo negativo en algo más; es decir, se convierte en aquello que provoca la antítesis, con lo cual ya no es una negación, sino una contraposición. De esta manera, lo negativo deja de ser el mudo reposo del movimiento inmanente y se convierte en lo «otro necesario». De seguro que semejante conversión puede ser altamente necesaria en la Lógica para conseguir poner en marcha el movimiento, pero todo ello ya no tiene nada que ver con lo negativo.
Y si abandonamos la Lógica para metemos en el terreno de la Ética, en seguida nos encontraremos con que también aquí, según toda la Lógica hegeliana, lo negativo vuelve a dar muestras de una incansable actividad. La sorpresa de turno nos la depara en esta ocasión el tener que oír que lo negativo es el mal. La confusión ya no puede llegar más lejos; ya no hay ningún límite para la ingeniosidad desatada, y lo que Madame de Stael decía de la filosofía de Schelling, a saber, que hacía a un hombre ingenioso para toda la vida, es válido de todos modos acerca de la filosofía de Hegel. Considérese cuán ilógicos tienen que resultar los movimientos en la Lógica, una vez que lo negativo es el mal; y cuán inmorales en la Ética, dado que el mal es lo negativo.
En la Lógica eso es demasiado, y en la Ética demasiado poco. En una palabra, que no es adecuado ni a la una ni a la otra, precisamente por pretender acomodarse en ambas. Porque si la Ética no posee ninguna otra trascendencia, entonces se resuelve esencialmente en Lógica; y ésta deja de ser Lógica si no encierra otra trascendencia que la que sea necesaria para que la Ética salve las apariencias.
Quizá todo lo expuesto hasta aquí peque de prolijo en relación con el lugar en que se encuentra — en relación al asunto de que se trata no cabe hablar, ni muchísimo menos, de prolijidad —, pero con todo no es en modo alguno superfino, ya que todos los detalles han sido escogidos teniendo en cuenta el tema de la obra. Los ejemplos están tomados en gran escala, pero lo que acontece en grande puede repetirse en menor escala, de suerte que los equívocos siempre serán parecidos, si bien las consecuencias nocivas sean menores. El que se las da de haber escrito todo un sistema contrae una responsabilidad en grande; más quien escribe una monografía también puede y debe ser fiel en lo pequeño.
La presente obra se ha propuesto tratar el concepto de la angustia de una manera psicológica, pero teniendo siempre in mente y ante los ojos el dogma del pecado original. Por lo tanto, y aunque sólo sea tácitamente, también ha de hacer referencia al concepto del pecado. Sin embargo, el pecado no es un asunto de interés psicológico y, en consecuencia, solamente prestaría un servicio de equivocada ingeniosidad el que pretendiera tratarlo de esa manera. El pecado tiene su lugar determinado; o, mejor dicho, no tiene ningún lugar en absoluto, y ésta es cabalmente su determinación. Si se lo trata en otro lugar cualquiera, entonces resultará indefectiblemente alterado, puesto que se le enfoca desde un ángulo de reflexión inesencial.
De este modo quedará alterado su concepto, y al mismo tiempo aquel talante que auténticamente corresponde al concepto exacto”’, de suerte que se pierda la continuidad del talante auténtico, dando lugar a las fugaces fantasmagorías de los talantes falsos. Por eso, si el pecado es introducido en la Estética, el talante correspondiente resultará frívolo o melancólico, puesto que la categoría en que se funda el pecado es la de la contradicción, y ésta tanto puede ser cómica como trágica. Entonces el pecado queda evidentemente alterado, ya que el talante que corresponde de veras al pecado es el de la seriedad. Y también su concepto queda alterado; pues, cómico o trágico, el pecado se convierte así en algo permanente o simplemente abolido como cosa de poca monta, cuando lo que el concepto del pecado exige es que sea realmente superado. Lo cómico y lo trágico no tienen propiamente ningún enemigo, sino que a lo más se enfrentan con un espantajo que hace llorar, o con un espantajo que mueve a risa.
Por otra parte, si se trata el pecado en la Metafísica, el talante correspondiente se tomará indiferencia dialéctica o pura apatia, las cuales consideran el pecado como algo que es inasequible al pensamiento. De esta manera se altera el concepto, pues sin duda el pecado ha de ser superado, pero no como algo a lo que el pensamiento no puede dar vida, sino como algo que realmente está ahí y en cuanto tal afecta a cada individuo.
Finalmente, si el pecado se trata en la Psicología, entonces el talante se hará insistencia observadora y tenaz espionaje, todo menos la victoriosa huida de la seriedad apartándose del pecado. De este modo el concepto será también distinto, ya que el pecado queda convertido en una situación. Pero el pecado no es ninguna situación. La idea del pecado consiste en que el concepto correspondiente sea superado sin cesar.
En cuanto estado permanente — de potentia —, el pecado propiamente no es; en cambio, de hecho — de actu o in actu — es y siempre vuelve a ser. Su talante en la Psicología no sería más que una curiosidad desapasionada, en tanto que el verdadero talante del caso es la intrépida resistencia de la seriedad. Este talante en la Psicología no es otra cosa que la pesquisa de la angustia, y en su angustia va diseñando los perfiles del pecado, mientras que pasa mucha angustia ante el diseño que ella misma se ha trazado. Al tratarlo de esta manera, siempre resultará el pecado el más fuerte, ya que la Psicología se comporta realmente con el pecado de un modo femenino. Todo esto no quiere decir que semejante estado no encierre su verdad, como tampoco que no aparezca así con mayor o menor intensidad en un momento dado de cualquier vida humana y antes que la Ética haga acto de presencia, pero con este tratamiento el pecado no resulta lo que es, sino más o menos.
Por esta razón, tan pronto como se trata del problema del pecado, puede verse inmediatamente, atendiendo al talante descrito, si el concepto correspondiente es exacto. Por ejemplo, si se habla del pecado como de una enfermedad, una anormalidad, un veneno y una desarmonía, entonces el concepto correspondiente también queda falseado.
En realidad, el pecado no tiene domicilio propio en ninguna ciencia. El pecado es objeto de la predicación, en la cual el individuo habla como individuo al individuo. Por cierto que en nuestra época el afán de alcanzar importancia científica trae locos a los mismos sacerdotes, de tal modo que éstos se han convertido en una especie de profesores de sacristía, empeñados en servir también a la ciencia y estimando que predicar está muy por debajo de su dignidad. Así no tiene nada de extraño que la predicación se le antoje a todo el mundo un arte demasiado pobre. Sin embargo, la predicación es el arte más difícil de todas y el que Sócrates realmente elogiaba: la capacidad del diálogo. Se cae de su peso que para esto no es necesario en absoluto que ninguno de los fíeles presentes responda a lo que se dice, ni tampoco serviría de mucho el que uno siempre estuviese hablando. Lo que Sócrates censuraba propiamente en los sofistas — cuando hacía la distinción de que hablaban bien, desde luego, pero que no sabían dialogar — era que podían decir muchas cosas sobre cualquier tema, pero sin la menor idea del momento de la apropiación. Y cabalmente la apropiación interior es el secreto del diálogo.
Al concepto del pecado corresponde la seriedad. La Ética podría ser la ciencia en que el pecado encontrase preferentemente sitio. Sin embargo, esto también encierra su gran dificultad. Porque la Ética es aún una ciencia ideal, y esto no solamente en el sentido en que toda ciencia lo es. La Ética quiere introducir la idealidad en la realidad, es decir, que su movimiento no es como el de otros casos, en los que se pretende elevar la realidad hasta la idealidad. La Ética muestra la idealidad como tarea, presuponiendo que el hombre está en posesión de las condiciones requeridas para realizarla. En este punto la Ética da lugar a una contradicción, ya que ella cabalmente hace hincapié en la dificultad y en la misma imposibilidad. De la Ética se puede decir lo que se afirma acerca de la ley, que es un maestro de la disciplina, cuyas exigencias meramente condenan, pero no dan vida.
En este sentido la Ética griega constituía una excepción, la única; pero esto se debía a que rigurosamente no era Ética, sino que contenía un momento estético. Esto está bien claro en su misma definición de la virtud, y también lo está en las frecuentes afirmaciones de Aristóteles, el cual, incluso en la Ética a Nicómaco, solía decir con una deliciosa ingenuidad griega que la sola virtud no hace feliz y dichoso a un hombre, sino que para ello se requieren también la salud, los amigos, los bienes terrenos y la dicha dentro de la propia familia. Cuanto más ideal es la Ética, tanto mejor.
La Ética no se debe dejar perturbar por esa vana charlatanería que siempre está diciendo que de nada sirve el que se exija lo imposible; pues sería inmoral el solo hecho de ponerse a oír semejante cháchara..., algo para lo que la Ética no tiene tiempo ni oportunidad. La Ética no tiene nada que hacer con el regateo, que, por otra parte, significa la manera de no alcanzar nunca la realidad. Para alcanzar la realidad es preciso que todo el movimiento siga la dirección contraria. Esta peculiaridad de la Ética — es decir, que sea tan ideal — es lo que tienta a los tratadistas respectivos a emplear categorías distintas, tan pronto metafísicas como estéticas o psicológicas. Pero la Ética, naturalmente, ha de luchar en especial contra todas las tentaciones y, en consecuencia, será imposible que nadie escriba una Ética sin tener a mano otras categorías completamente distintas.
Por lo tanto, el pecado solamente pertenece a la Ética en cuanto ésta llega a su mismo concepto con la ayuda del arrepentimiento. La idealidad de la Ética desaparecería en cuanto que ésta tuviera que asumir el pecado en su seno. La Ética aumenta la dificultad en la medida en que se mantiene encerrada en su idealidad, aunque la Ética nunca será tan inhumana que pierda totalmente de vista la realidad, al revés, en correspondencia con la misma realidad siempre intentará presentarse como tarea de todos los hombres, queriendo hacer de cada uno de ellos el hombre verdadero, el hombre cabal y el hombre por excelencia. En medio de la lucha por realizar la tarea de la Ética hace acto de presencia el pecado, pero no como algo que pertenezca casualmente a un individuo cualquiera, sino como algo que va retrotrayéndose cada vez más profundamente, en el sentido de un presupuesto que sin cesar acrece su profundidad y lontananza, al mismo tiempo que trasciende al individuo. En este momento todo está perdido para la Ética, y es precisamente la Ética la que ha contribuido a que todo se pierda.
Ha surgido una categoría que se sitúa completamente fuera de su alcance. El pecado original hace la situación todavía más desesperada, es decir, que destaca la dificultad, aunque no recurriendo a la Ética, sino con ayuda de la Dogmática. De la misma manera que toda la antigua teoría del conocimiento y todo el antiguo modo de especular descansan en la presuposición de que el pensamiento tiene realidad, así también toda la Ética antigua se apoya en el supuesto de que la virtud es hacedera. El escepticismo del pecado es totalmente extraño al paganismo. Para la conciencia moral de los antiguos el pecado viene a ser como el error respecto de sus conocimientos, una excepción aislada que no demuestra nada.
Con la Dogmática comienza la ciencia que, en contraste con aquella ciencia estrictamente llamada ideal, parte de la realidad. La Dogmática comienza con lo real para elevarlo hasta la idealidad. Esta ciencia no niega la presencia del pecado, al revés, lo presupone y lo explica suponiendo el pecado original. Sin embargo, siendo muy raro el tratamiento puro de la Dogmática, no es extraño que muchas veces nos encontremos con que el pecado original ha sido introducido de tal manera dentro de sus límites que queda esfumada la impresión del origen heterogéneo de la Dogmática, cuando lo propio sería que esa impresión quedara bien manifiesta. Claro que no es éste el único ejemplo de semejante confusión, pues lo mismo nos acontece al encontrar en ella un dogma acerca de los ángeles, o de la Sagrada Escritura, etc. Por tanto, la Dogmática no tiene que explicar el pecado original; su única explicación es suponerlo. Algo así como en el caso de aquel remolino de que tanto hablaba la especulación griega en torno a la naturaleza, que por cierto era un motor extraño que ninguna ciencia era capaz de comprender.
Todos concederán sin mayor dificultad que es exacto lo que acabamos de decir respecto de la Dogmática cuando, en otra ocasión, tengamos tiempo de llegar a comprender los méritos imperecederos que en el ámbito de esta ciencia contrajo Schleiermacher. Claro que este pensador ya hace mucho tiempo que quedó arrinconado, para dar paso al entusiasmo por Hegel. Sin embargo, Schleiermacher era todo un pensador en el bello sentido griego de la palabra, un pensador que sólo hablaba de lo que sabía, mientras que Hegel, a pesar de sus extraordinarias dotes y colosal erudición, no logra con toda su aportación hacernos olvidar nunca que él era, en el sentido alemán de la expresión, un profesor de filosofía en gran escala, empeñado en explicarlo todo a cualquier precio.
Por lo tanto, la nueva ciencia empieza con la Dogmática, exactamente en el mismo sentido en que la ciencia inmanente comienza con la Metafísica. Aquí vuelve a hallar la Ética nuevamente su puesto, en cuanto ciencia peculiar que propone a la realidad como tarea la conciencia que la Dogmática tiene de la misma realidad. Esta Ética no ignora el pecado, ni tampoco pone su idealidad en exigencias ideales, sino que su idealidad consiste en la conciencia penetrante de la realidad, de la realidad del pecado. Eso sí, ha de mantenerse limpia de toda superficialidad metafísica y de cualquier concupiscencia psicológica.
Fácilmente se echa de ver la diversidad del nuevo movimiento y que la Ética de que ahora hablamos pertenece a un orden de cosas distinto. La primera Ética encallaba en la pecaminosidad del individuo. Digamos que esta pecaminosidad — en tanto que el pecado del individuo se ensanchaba en el horizonte del pecado de toda la raza — no podía explicarla la Ética, sino que las dificultades se hacían mucho mayores y moralmente todavía más enigmáticas. En este punto interviene la Dogmática y ayuda a la solución mediante el pecado original. La nueva Ética presupone la Dogmática y con ella el pecado original; y gracias a ella ya puede explicar el pecado del individuo, al mismo tiempo que propone la idealidad como tarea. Sin embargo, no hay aquí un movimiento de arriba abajo, sino de abajo arriba.
Aristóteles, como es bien sabido, puso en uso la denominación Tiprórn y con ella quiso significar más próximamente lo metafísico, aunque también incorporó dentro de esa definición una no pequeña parte de lo que según nuestros conceptos entra en el campo de la Teología. De suyo es perfectamente lógico que en el paganismo se tratase la Teología en ese lugar. Esa misma falta de capacidad de reflexión auténticamente infinita es la que hacía que el teatro tuviese dentro del paganismo una concreción que lo convertía en una especie de culto divino. Prescindiendo de esta ambigüedad, podríamos conservar la denominación de Filosofía primera entendiendo por ella la totalidad científica que puede llamarse étnica y cuya esencia es la inmanencia o, dicho en griego, la reminiscencia. En este caso, por secunda philosophia habría que entender aquella cuya esencia es la trascendencia o la repetición.
El concepto, pues, del pecado no tiene domicilio propio en ninguna ciencia. Sólo la segunda Ética está en condiciones de tratar sus manifestaciones, pero no su origen. El concepto del pecado será una pura confusión en cuanto lo coja en sus manos cualquiera otra de las ciencias. Esto es lo que pasa — para no apartamos de nuestro anterior tema — si la Psicología se ocupa de él.
El objeto de la Psicología tiene que ser algo estable, que permanezca en una quietud algo movida, pero que no sea una pura inquietud, algo que no cesa de reproducirse y reprimirse. Sin embargo, hay algo permanente de lo que el pecado no cesa de estar surgiendo, aunque con libertad, no con necesidad, ya que todo lo que brota necesariamente constituye un determinado estado, por ejemplo, toda la historia de la planta es un estado. Esto permanente de lo que el pecado brota, este su supuesto dispositivo, esta posibilidad real del pecado..., todo esto sí que representa un objeto interesante para la Psicología. En este sentido, esta ciencia puede ocuparse y estar ocupada con el problema de cómo es posible que surja el pecado, pero no del hecho de su existencia. Y, en su interés psicológico, esta ciencia puede llevar tan lejos el problema que aparezca en su horizonte como si el pecado existiera, si bien el hecho de que exista en realidad es otro asunto típicamente distinto. Lo que interesa a la Psicología es verificar cómo ese supuesto del pecado va extendiéndose más y más a los ojos de una contemplación y de una observación cuidadosamente psicológicas. Hasta tal punto, que la Psicología está como dispuesta a terminar haciéndose la ilusión de que el pecado existe en medio de toda esa trama.
Claro que esta última ilusión pone de manifiesto la incapacidad de la Psicología y que ya no sirve para más. Psicológicamente hablando es muy exacto que la naturaleza humana ha de estar constituida de tal forma que haga posible el pecado. Pero la pretensión de convertir en realidad la posibilidad del pecado es algo que subleva a la Ética y suena a blasfemia en los oídos de la Dogmática. Y esto porque la libertad nunca es una posibilidad, sino que es una realidad desde el mismo momento en que hay libertad. El sentido de esta afirmación equivale al de aquella otra de una filosofía relativamente antigua según la cual la existencia de Dios es necesaria por el solo hecho de ser posible.
La Ética entra en acción tan pronto como el pecado se pone realmente, y no deja de seguirle todos sus pasos. En cambio, no le preocupa cómo el pecado llegó a la existencia, si no es en la medida en que también es cierto para ella que el pecado en cuanto tal ha hecho su aparición en el mundo. Sin embargo, la Ética se preocupa mucho menos todavía de la posibilidad del pecado que de sus mismos orígenes.
Al llegar aquí, más de uno querría preguntar a tiro hecho en qué sentido y hasta qué punto persiguen su objeto las observaciones de la Psicología. La respuesta es bien sencilla, tanto debido al mismo tema como atendiendo a lo que venimos diciendo. A saber, que toda observación de la realidad del pecado — en cuanto esa realidad puede ser objeto del pensamiento — cae fuera del campo propio de la observación psicológica y pertenece propiamente a la Ética. Esto no quiere decir que la realidad del pecado sea un objeto de observación para la Ética, puesto que esta ciencia no practica tal método, sino que más bien acusa, juzga y actúa. Otra consecuencia evidente de lo anteriormente dicho es que la Psicología no tiene nada que hacer con el detalle de la realidad empírica, a no ser en cuanto ésta se sitúa fuera del pecado. La Psicología en cuanto ciencia nunca se entretendrá empíricamente con el detalle que le está sometido, si bien es verdad que ese detalle podrá ser científicamente representado de una manera adecuada en la medida en que la Psicología se torne más concreta. Lo curioso es que en nuestro tiempo esta ciencia — que como ninguna otra ciencia tiene el derecho de casi llegar a emborracharse con la espumosa variedad de la vida — se ha vuelto tan sobria y ascética como un despiadado verdugo de sí mismo.