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"El Contrato Social", escrito por Rousseau en 1762, es un tratado político fundamental que defiende la idea de un contrato social basado en la voluntad general de la población. Rousseau argumenta que la soberanía debe residir en el pueblo y que los individuos deben someterse a la voluntad colectiva para preservar la libertad y la igualdad. La obra discute los conceptos de democracia directa, la importancia de la participación ciudadana y la necesidad de un gobierno legítimo basado en el consentimiento de la población. "El Contrato Social" ha dejado un impacto perdurable en la teoría política y ha influido en el desarrollo de sistemas democráticos en todo el mundo.
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Seitenzahl: 208
JEAN-JACQUES ROUSSSEAU
EL CONTRATO SOCIAL(O Principios del Derecho Político)
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
LIBRO PRIMERO
Capítulo 1: ASUNTO DE ESTE PRIMER LIBRO
Capítulo 2: DE LAS PRIMERAS SOCIEDADES
Capítulo 3: DEL DERECHO DEL MÁS FUERTE
Capítulo 4: DE LA ESCLAVITUD
Capítulo 5: DE CÓMO ES PRECISO ELEVARSE SIEMPRE A UNA PRIMERA CONVENCIÓN
Capítulo 6: DEL PACTO SOCIAL
Capítulo 7: DEL SOBERANO
Capítulo 8: DEL ESTADO CIVIL
Capítulo 9: DEL DOMINIO REAL
LIBRO SEGUNDO
Capítulo 1: LA SOBERANÍA ES INALIENABLE
Capítulo 2: LA SOBERANÍA ES INDIVISIBLE
Capítulo 3: SOBRE SI LA VOLUNTAD GENERAL PUEDE ERRAR
Capítulo 4: DE LOS LÍMITES DEL PODER SOBERANO
Capítulo 5: DEL DERECHO DE VIDA Y MUERTE
Capítulo 6: DE LA LEY
Capítulo 7: DEL LEGISLADOR
Capítulo 8: DEL PUEBLO
Capítulo 9: CONTINUACIÓN
Capítulo 10: CONTINUACIÓN
Capítulo 11: DE LOS DIVERSOS SISTEMAS DE LEGISLACIÓN
Capítulo 12: DIVISIÓN DE LAS LEYES
LIBRO TERCERO
Capítulo 1: DEL GOBIERNO EN GENERAL
Capítulo 2: DEL PRINCIPIO QUE CONSTITUYE LAS DIVERSAS FORMAS DE GOBIERNO
Capítulo 3: DIVISIÓN DE LOS GOBIERNOS
Capítulo 4: DE LA DEMOCRACIA
Capítulo 5: DE LA ARISTOCRACIA
Capítulo 6: DE LA MONARQUÍA
Capítulo 7: DE LOS GOBIERNOS MIXTOS
Capítulo 8: DE COMO TODA FORMA DE GOBIERNO NO ES PROPIA PARA TODOS LOS PAÍSES
Capítulo 9: DE LOS RASGOS DE UN BUEN GOBIERNO
Capítulo 10: DEL ABUSO DEL GOBIERNO Y DE SU INCLINACIÓN A DEGENERAR
Capítulo 11: DE LA MUERTE DEL CUERPO POLÍTICO
Capítulo 12: CÓMO SE MANTIENE LA AUTORIDAD SOBERANA
Capítulo 13: CONTINUACIÓN
Capítulo 14: CONTINUACIÓN
Capítulo 15: DE LOS DIPUTADOS O REPRESENTANTES
Capítulo 16: LA INSTITUCIÓN DEL GOBIERNO NO ES UN CONTRATO
Capítulo 17: DE LA INSTITUCIÓN DEL GOBIERNO
Capítulo 18: MEDIOS DE PREVENIR LAS USURPACIONES DEL GOBIERNO
LIBRO CUARTO
Capítulo 1: LA VOLUNTAD GENERAL ES INDESTRUCTIBLE
Capítulo 2: DE LOS SUFRAGIOS
Capítulo 3: DE LAS ELECCIONES
Capítulo 4: DE LOS COMICIOS ROMANOS
Capítulo 5: DEL TRIBUNADO
Capítulo 6: DE LA DICTADURA
Capítulo 7: DE LA CENSURA
Capítulo 8: DE LA RELIGIÓN CIVIL
Capítulo 9: CONCLUSIÓN
FIN
Título: El Contrato Social (O Principios del Derecho Político)
Autor: Jean-Jacques Rousseau
Título original:Du Contrat Social (1762)
Editorial: AMA Audiolibros
© De esta edición: 2023 AMA Audiolibros
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Jean-Jacques Rousseau (Ginebra, 28 de junio de 1712 - Ermenonville, 2 de julio de 1778) fue un polímata suizo francófono. Fue a la vez escritor, pedagogo, filósofo, músico, botánico y naturalista, y aunque fue definido como ilustrado, presentó profundas contradicciones que lo separaron de los principales representantes de la Ilustración, ganándose, por ejemplo, la feroz inquina de Voltaire y siendo considerado uno de los primeros escritores del prerromanticismo.
Sus ideas imprimieron un giro copernicano a la pedagogía centrándola en la evolución natural del niño y en materias directas y prácticas, y sus ideas políticas influyeron en gran medida en la Revolución francesa y en el desarrollo de las teorías republicanas.
Fue crítico con el pensamiento político y filosófico desarrollado por Hobbes y Locke. Para él, los sistemas políticos basados en la interdependencia económica y el interés propio conducen a la desigualdad, el egoísmo y, en última instancia, a la sociedad burguesa (término que fue uno de los primeros en utilizar). Incorporó a la filosofía política conceptos incipientes como el de voluntad general y alienación. Su herencia de pensador radical y revolucionario está probablemente mejor expresada en sus dos frases más célebres, una contenida en "El contrato social": «El hombre nace libre, pero en todos lados está encadenado», la otra, de su "Emilio, o de la educación": «El hombre es bueno por naturaleza».
Durante el período de la Revolución Francesa, Rousseau fue el más popular de los filósofos entre los miembros jacobinos. Fue enterrado como héroe nacional en el Panteón de París junto a Voltaire en 1794, 16 años después de su muerte.
"El Contrato Social", escrito por Rousseau en 1762, es un tratado político fundamental que defiende la idea de un contrato social basado en la voluntad general de la población. Rousseau argumenta que la soberanía debe residir en el pueblo y que los individuos deben someterse a la voluntad colectiva para preservar la libertad y la igualdad. La obra discute los conceptos de democracia directa, la importancia de la participación ciudadana y la necesidad de un gobierno legítimo basado en el consentimiento de la población. "El Contrato Social" ha dejado un impacto perdurable en la teoría política y ha influido en el desarrollo de sistemas democráticos en todo el mundo.
Quiero averiguar si puede haber en el orden civil alguna regla de administración legítima y segura tomando a los hombres tal como son y las leyes tales como pueden ser. Procuraré aliar siempre, en esta indagación, lo que la ley permite con lo que el interés prescribe, a fin de que la justicia y la utilidad no se hallen separadas.
Entro en materia sin demostrar la importancia de mi asunto. Se me preguntará si soy príncipe o legislador para escribir sobre política. Yo contesto que no, y que por eso mismo es por lo que escribo sobre política. Si fuese príncipe o legislador, no perdería el tiempo en decir lo que es preciso hacer, sino que lo haría o me callaría.
Nacido ciudadano en un Estado libre, y miembro del soberano, por muy débil influencia que pueda ejercer mi voz en los asuntos públicos, me basta el derecho de votar sobre ellos para imponerme el deber de instruirme: ¡dichoso cuantas veces medito acerca de los gobiernos, por encontrar en mis investigaciones razones para amar al de mi país!
El hombre ha nacido libre y, sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado. Tal cual se cree el amo de los demás, cuando, en verdad, no deja de ser tan esclavo como ellos. ¿Cómo se ha verificado este camino? Lo ignoro. ¿Qué puede hacerlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión.
Si no considerase más que la fuerza y el efecto que de ella se deriva, diría: mientras un pueblo se ve obligado a obedecer y obedece, hace bien: mas en el momento en que puede sacudir el yugo, y lo sacude, hace todavía mejor; porque recobrando su libertad por el mismo derecho que se le arrebató, o está fundado a recobrarla, o no lo estaba el «habérsele quitado». Pero el orden social es un derecho sagrado y sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no viene de la Naturaleza; por consiguiente, está, pues, fundado sobre convenciones. Se trata de saber cuáles son estas convenciones. Mas antes de entrar en esto debo demostrar lo que acabo de anticipar.
La más antigua de todas las sociedades, y la única natural, es la de la familia, aun cuando los hijos no permanecen unidos al padre sino el tiempo en que necesitan de él para conservarse. En cuanto esta necesidad cesa, el lazo natural se deshace. Una vez libres los hijos de la obediencia que deben al padre, y el padre de los cuidados que debe a los hijos, recobran todos igualmente su independencia. Si continúan unidos luego, ya no lo es naturalmente, sino voluntariamente, y la familia misma no se mantiene sino por convención.
Esta libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su primera ley es velar por su propia conservación; sus primeros cuidados son los que se debe a sí mismo; tan pronto como llega a la edad de la razón, siendo él solo juez de los medios apropiados para conservarla, adviene por ello bu propio señor. La familia es, pues, si se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre; el pueblo es la imagen de los hijos, y habiendo nacido todos iguales y libres, no enajenan su libertad sino por su utilidad. Toda la diferencia consiste en que en la familia el amor del padre por sus hijos le remunera de los cuidados que les presta, y en el Estado el placer de mando sustituye a este amor que el jefe no siente por sus pueblos.
Grocio niega que todo poder humano sea establecido en favor de los que son gobernados, y cita como ejemplo la esclavitud. Su forma más constante de razonar consiste en establecer el derecho por el hecho. Se podría emplear un método más consecuente.
Es, pues, dudoso para Grocio si el género humano pertenece a una centena de hombres o si esta centena de hombres pertenece al género humano, y en todo su libro parece inclinarse a la primera opinión; éste es también el sentir de Hobbes. Ved de este modo a la especie humana dividida en rebaños de ganado, cada uno de los cuales con un jefe que lo guarda para devorarlo.
Del mismo modo que un guardián es de naturaleza superior a la de su rebaño, así los pastores de hombres, que son sus jefes, son también de una naturaleza superior a la de sus pueblos. Así razonaba, según Philon, el emperador Calígula, y sacaba, con razón, como consecuencia de tal analogía que los reyes eran dioses o que los pueblos eran bestias.
El razonamiento de Calígula se asemeja al de Hobbes y al de Grocio. Aristóteles, antes de ellos dos, había dicho también que los hombres no son naturalmente iguales, sino que unos nacen para la esclavitud y otros para la dominación.
Aristóteles tenía razón; pero tomaba el efecto por la causa: todo hombre nacido en la esclavitud nace para la esclavitud, no hay nada más cierto. Los esclavos pierden todo en sus cadenas, hasta el deseo de salir de ellas; aman su servilismo, como los compañeros de Ulises amaban su embrutecimiento; si hay, pues, esclavos por naturaleza es porque ha habido esclavos contra naturaleza. La fuerza ha hecho los primeros esclavos; su cobardía los ha perpetuado.
No he dicho nada del rey Adán ni del emperador Noé, padre de tres grandes monarcas, que se repartieron el universo como hicieron los hijos de Saturno, a quienes se ha creído reconocer en ellos.
Yo espero que se me agradecerá esta moderación; porque, descendiendo directamente de uno de estos príncipes, y acaso de la rama del primogénito, ¿qué sé yo si, mediante la comprobación de títulos, no me encontraría con que era el legítimo rey del género humano? De cualquier modo que sea, no se puede disentir de que Adán no haya sido soberano del mundo, como Robinsón lo fue de su isla en tanto que único habitante; y lo que había de cómodo en el imperio de éste era que el monarca, asegurado en su trono, no tenía que temer rebelión ni guerras, ni a conspiraciones.
El más fuerte no es nunca bastante fuerte para ser siempre el señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De ahí, el derecho del más fuerte; derecho tomado irónicamente en apariencia y realmente establecido en principio. Pero ¿no se nos explicará nunca esta palabra? La fuerza es una potencia física: ¡no veo qué moralidad puede resultar de sus efectos! Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad; es, a lo más, un acto de prudencia. ¿En qué sentido podrá esto ser un acto de deber?
Supongamos por un momento este pretendido derecho. Yo afirmo que no resulta de él mismo un galimatías inexplicable; porque desde el momento en que es la fuerza la que hace el derecho, el efecto cambia con la causa: toda fuerza que sobrepasa a la primera sucede a su derecho. Desde el momento en que se puede desobedecer impunemente, se hace legítimamente; y puesto que el más fuerte tiene, siempre razón, no se trata sino de hacer de modo que se sea el más fuerte. Ahora bien; ¿qué es un derecho que perece cuando la fuerza cesa? Si es preciso obedecer por la fuerza, no se necesita obedecer por deber, y si no se está forzado a obedecer, no se está obligado. Se ve, pues, que esta palabra el derecho no añade nada a la fuerza; no significa nada absolutamente.
Obedeced al poder. Si esto quiere decir ceded a la fuerza, el precepto es bueno, pero superfluo, y contesto que no será violado jamás. Todo poder viene de Dios, lo confieso; pero toda enfermedad viene también de Él; ¿quiere esto decir que esté prohibido llamar al médico? Si un ladrón me sorprende en el recodo de un bosque, es preciso entregar la bolsa a la fuerza; pero si yo pudiera sustraerla, ¿estoy, en conciencia, obligado a darla? Porque, en último término, la pistola que tiene es también un poder.
Convengamos, pues, que fuerza no constituye derecho, y que no se está obligado a obedecer sino a los poderes legítimos. De este modo, mi primitiva pregunta renace de continuo.
Puesto que ningún hombre tiene una autoridad natural sobre sus semejantes, y puesto que la Naturaleza no produce ningún derecho, quedan, pues, las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres.
Si un particular —dice Grocio— puede enajenar su libertad y convertirse en esclavo de un señor, ¿por qué no podrá un pueblo entero enajenar la suya y hacerse súbdito de una vez? Hay en esto muchas palabras equívocas que necesitarían explicación; mas detengámonos en la de enajenar. Enajenar es dar o vender.
Ahora bien; un hombre que se hace esclavo de otro no se da, sino que se vende, al menos, por su subsistencia; pero un pueblo, ¿por qué se vende? No hay que pensar en que un rey proporcione a sus súbditos la subsistencia, puesto que es él quien saca de ellos la suya, y, según Rabelais, los reyes no viven poco. ¿Dan, pues, los súbditos su persona a condición de que se les tome también sus bienes? No veo qué es lo que conservan entonces.
Se dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Sea. Pero ¿qué ganan ellos si las guerras que su ambición les ocasiona, si su avidez insaciable y las vejaciones de su ministerio los desoían más que lo hicieran sus propias disensiones? ¿Qué ganan, si esta tranquilidad misma es una de sus miserias? También se vive tranquilo en los calabozos; ¿es esto bastante para encontrarse bien en ellos? Los griegos encerrados en el antro del Cíclope vivían tranquilos esperando que les llegase el turno de ser devorados.
Decir que un hombre se da gratuitamente es decir una cosa absurda e inconcebible. Un acto tal es ilegítimo y nulo por el solo motivo de que quien lo realiza no está en su razón. Decir de un pueblo esto mismo es suponer un pueblo de locos, y la locura no crea derecho.
Aun cuando cada cual pudiera enajenarse a sí mismo, no puede enajenar a sus hijos: ellos nacen hombres libres, su libertad les pertenece, nadie tiene derecho a disponer de ellos sino ellos mismos. Antes de que lleguen a la edad de la razón, el padre, puede, en su nombre, estipular condiciones para su conservación, para su bienestar; mas no darlos irrevocablemente y sin condición, porque una donación tal es contraria a los fines de la Naturaleza y excede a los derechos de la paternidad. Sería preciso, pues, para que un gobierno arbitrario fuese legítimo, que en cada generación el pueblo fuese dueño de admitirlo o rechazarlo; mas entonces este gobierno habría dejado de ser arbitrario.
Renunciar a la libertad es renunciar a la cualidad de hombres, a los derechos de humanidad e incluso a los deberes. No hay compensación posible para quien renuncia a todo. Tal renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre, e implica arrebatar toda moralidad a las acciones el arrebatar la libertad a la voluntad. Por último, es una convención vana y contradictoria al reconocer, de una parte, una autoridad absoluta y, de otra, una obediencia sin límites. ¿No es claro que no se está comprometido a nada respecto de aquel de quien se tiene derecho a exigir todo? ¿Y esta sola condición, sin equivalencia, sin reciprocidad, no lleva consigo la nulidad del acto? Porque ¿qué derecho tendrá un esclavo sobre mí si todo lo que tiene me pertenece, y siendo su derecho el mío, este derecho mío contra mí mismo es una palabra sin sentido?
Grocio y los otros consideran la guerra un origen del pretendido derecho de esclavitud. El vencedor tiene, según ellos, el derecho de matar al vencido, y éste puede comprar su vida a expensas de su libertad; convención tanto más legítima cuanto que redunda en provecho de ambos.
Pero es claro que este pretendido derecho de dar muerte a los vencidos no resulta, en modo alguno, del estado de guerra. Por el solo hecho de que los hombres, mientras viven en su independencia primitiva, no tienen entre sí relaciones suficientemente constantes como para constituir ni el estado de paz ni el estado de guerra, ni son por naturaleza enemigos. Es la relación de las cosas y no la de los hombres la que constituye la guerra; y no pudiendo nacer ésta de las simples relaciones personales, sino sólo de las relaciones reales, la guerra privada o de hombre a hombre no puede existir, ni en el estado de naturaleza, en que no existe ninguna propiedad constante, ni en el estado social, en que todo se halla bajo la autoridad de las leyes.
Los combates particulares, los duelos, los choques, son actos y no constituyen ningún estado; y respecto a las guerras privadas, autorizadas por los Estatutos de Luis IX, rey de Francia, y suspendidas por la paz de Dios, son abusos del gobierno feudal, sistema absurdo como ninguno, contrario a los principios del derecho natural y a toda buena política.
La guerra no es, pues, una relación de hombre a hombre, sino una relación de Estado a Estado, en la cual los particulares sólo son enemigos incidentalmente, no como hombres, ni aun siquiera como ciudadanos, sino como soldados; no como miembros de la patria, sino como sus defensores. En fin, cada Estado no puede tener como enemigos sino otros Estados, y no hombres, puesto que entre cosas de diversa naturaleza no puede establecerse ninguna relación verdadera.
Este principio se halla conforme con las máximas establecidas en todos los tiempos y por la práctica constante de todos los pueblos civilizados. Las declaraciones de guerras no son tanto advertencia a la potencia cuanto a sus súbditos. El extranjero, sea rey, particular o pueblo, que robe, mate o detenga a los súbditos sin declarar la guerra al príncipe, no es un enemigo; es un ladrón. Aun en plena guerra un príncipe justo se apodera en país enemigo de todo lo que pertenece al público; mas respeta a las personas y los bienes de los particulares: respeta los derechos sobre los cuales están fundados los suyos propios.
Siendo el fin de la guerra la destrucción del Estado enemigo, se tiene derecho a dar muerte a los defensores en tanto tienen las armas en la mano; mas en cuanto entregan las armas y se rinden, dejan de ser enemigos o instrumentos del enemigo y vuelven a ser simplemente hombres, y ya no se tiene derecho sobre su vida. A veces se puede matar al Estado sin matar a uno solo de sus miembros. Ahora bien; la guerra no da ningún derecho que no sea necesario a su fin. Estos principios no son los de Grocio; no se fundan sobre autoridades de poetas, sino que se derivan de la naturaleza misma de las cosas y se fundan en la razón.
El derecho de conquista no tiene otro fundamento que la ley del más fuerte. Si la guerra no da al vencedor el derecho de matanza sobre los pueblos vencidos, este derecho que no tiene no puede servirle de base para esclavizarlos. No se tiene el derecho de dar muerte al enemigo sino cuando no se le puede hacer esclavo; el derecho de hacerlo esclavo no viene, pues, del derecho de matarlo, y es, por tanto, un camino inicuo hacerle comprar la vida al precio de su libertad, sobre la cual no se tiene ningún derecho. Al fundar el derecho de vida y de muerte sobre el de esclavitud, y el de esclavitud sobre el de vida y de muerte, ¿no es claro que se cae en un círculo vicioso? Aun suponiendo este terrible derecho de matar, yo afirmo que un esclavo hecho en la guerra, o un pueblo conquistado, sólo está obligado, para con su señor, a obedecerle en tanto que se siente forzado a ello. Buscando un beneficio equivalente al de su vida, el vencedor, en realidad, no le concede gracia alguna; en vez de matarle sin fruto, lo ha matado con utilidad. Lejos, pues, de haber adquirido sobre él autoridad alguna unida a la fuerza, subsiste entre ellos el estado de guerra como antes, y su relación misma es un efecto de ello; es más, el uso del derecho de guerra no supone ningún tratado de paz. Han hecho un convenio, sea; pero este convenio, lejos de destruir el estado de guerra, supone su continuidad.
Así, de cualquier modo que se consideren las cosas, el derecho de esclavitud es nulo, no sólo por ilegítimo, sino por absurdo y porque no significa nada. Estas palabras, esclavo y derecho, son contradictorias: se excluyen mutuamente. Sea de un hombre a otro, bien de un hombre a un pueblo, este razonamiento será igualmente insensato: «Hago contigo un convenio, completamente en tu perjuicio y completamente en mi provecho, que yo observaré cuando me plazca y que tú observarás cuando me plazca a mí también».
Aun cuando concediese todo lo que he refutado hasta aquí, los fautores del despotismo no habrán avanzado más por ello. Siempre habrá una gran diferencia entre someter una multitud y regir una sociedad. Que hombres dispersos sean subyugados sucesivamente a uno solo, cualquiera que sea el número en que se encuentren, no por esto dejamos de hallarnos ante un señor y esclavos, mas no ante un pueblo y su jefe; es, si se quiere, una agregación, pero no una asociación; no hay en ello ni bien público ni cuerpo político. Este hombre, aunque haya esclavizado la mitad del mundo, no deja de ser un particular; su interés, desligado del de los demás, es un interés privado. Al morir este mismo hombre, queda disperso y sin unión su imperio, como una encina se deshace y cae en un montón de ceniza después de haberla consumido el fuego.
Un pueblo —dice Grocio— puede entregarse a un rey. Esta misma donación es un acto civil; supone una deliberación pública. Antes de examinar el acto por el cual un pueblo elige a un rey sería bueno examinar el acto por el cual un pueblo es tal pueblo; porque siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad.
En efecto; si no hubiese convención anterior, ¿dónde radicaría la obligación para la minoría de someterse a la elección de la mayoría, a menos que la elección fuese unánime? Y ¿de dónde ciento que quieren un señor tienen derecho a votar por diez que no lo quieren? La misma ley de la pluralidad de los sufragios es una fijación de convención y supone, al menos una vez, la previa unanimidad.
Supongo a los hombres llegados a un punto en que los obstáculos que perjudican a su conservación en el estado de naturaleza logran vencer, mediante su resistencia, a la fuerza que cada individuo puede emplear para mantenerse en dicho estado. Desde este momento, el estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiase de manera de ser.
Ahora bien: como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservarse que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerlas en juego por un solo móvil y hacerlas obrar en armonía.
Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero siendo la fuerza y la libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo va a comprometerlos sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe? Esta dificultad, referida a nuestro problema, puede enunciarse en estos términos:
«Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes». Tal es el problema fundamental, al cual da solución el Contrato social.