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En "El Crimen de la Rue Morgue", Edgar Allan Poe establece las bases del género policial, presentando un intrigante relato que mezcla misterio, fuera de lo común en su época. La obra narra un brutal asesinato en París que desconcierta a la policía, y es a través de la mente aguda de C. Auguste Dupin que se revelan las pistas ocultas. Poe emplea un estilo vívido y detallado, caracterizado por una prosa cuidadosa que capta la atención del lector, creando una atmósfera de suspense y terror psicológico. Este relato no solo es un ejemplo magistral de su habilidad narrativa, sino que también refleja el contexto literario del siglo XIX, donde las inquietudes sobre la razón y la lógica emergían como respuestas a la creciente industrialización y urbanización. Edgar Allan Poe, nacido en 1809, es un ícono de la literatura estadounidense, reconocido por su maestría en el cuento corto y el verso. Su vida estuvo marcada por tragedias personales y una búsqueda constante de la comprensión de la psique humana, lo que influyó profundamente en su escritura. "El Crimen de la Rue Morgue" es una manifestación de su interés por la deducción y el análisis, espectadores de una época en la que el misterio y el crimen empezaban a fascinar al público. Recomiendo encarecidamente "El Crimen de la Rue Morgue" a todo lector que desee explorar los orígenes del misterio literario y la profundidad psicológica de sus personajes. La aguda observación de Poe sobre la naturaleza humana, junto con su ingenio narrativo, ofrecen una experiencia única que resuena aún en la literatura contemporánea.
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El canto de las sirenas, o el nombre que asumió Aquiles para ocultarse entre las mujeres, son cuestiones difíciles de dilucidar, en verdad, pero que no se encuentran fuera de toda conjetura.
—Sir Thomas Browne: Urn-burial.
LAS facultades mentales llamadas analíticas son poco susceptibles de análisis en sí mismas. Las apreciamos puramente en sus efectos. Sabemos, entre otras cosas, que cuando se poseen en capacidad extraordinaria procuran a su poseedor intensos goces. De igual manera que el hombre vigoroso se precia de su fuerza física deleitándose en ejercicios que pongan sus músculos en acción, el analizador se gloria en la actividad mental que desembrolla. Deriva placer aun de la circunstancia más trivial que ponga en juego sus talentos. Es aficionado a enigmas, acertijos y jeroglíficos, manifestando en las soluciones un grado tal de sutileza que parece inexplicable a la ordinaria sagacidad. El resultado, obtenido únicamente por el espíritu y esencia del método, afecta en verdad cierto aire de adivinación. La facultad de resolver se fortalece mucho, verosímilmente, con el estudio de las matemáticas, especialmente en sus ramos superiores, los que con marcada injusticia y solamente a causa de sus operaciones retrógradas se han denominado analíticos como calificativo de excelencia. Sin embargo, el cálculo no es el análisis propiamente dicho. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, ejercita el uno sin hacer uso del otro. De lo que se desprende que el juego de ajedrez se desconoce en gran manera en sus efectos mentales. No escribo ahora un tratado sobre la materia, sino unas cuantas observaciones sin propósito definido, simplemente para que sirvan de prólogo a una narración original; mas aprovecharé de paso la ocasión de asegurar que las principales facultades reflexivas de la inteligencia se ejercen más eficaz y decididamente en el discreto juego de damas que en la frivolidad laboriosa del ajedrez. En este último, en que las piezas tienen bizarros y diversos movimientos con valor diferente y variable, lo que es solamente complejo se confunde con lo profundo, error bastante común en realidad. La atención se excita poderosamente en este juego. Si se distrae por un momento, se comete en el acto algún descuido que se traduce en perjuicio o en derrota. Siendo los movimientos permitidos no sólo múltiples sino envolventes, la posibilidad de los descuidos se multiplica; y en nueve casos sobre diez vence aquel que tiene mayor facultad de concentración, a despecho quizá de mayor sutileza en su adversario. En el juego de damas, por el contrario, en que el movimiento es único y tiene pequeña variación, las probabilidades de inadvertencia disminuyen y, conservando la atención casi libre, se obtienen las ventajas con relación a la mayor penetración. Para ser menos abstracto: supongamos un juego de damas en que las piezas se hayan reducido a cuatro reinas y donde verdaderamente no pueda esperarse ninguna inadvertencia. Es obvio que siendo los jugadores de igual fuerza sólo podrá obtenerse la victoria por algún movimiento recherché, resultado de algún esfuerzo intelectual. Privado de los recursos ordinarios, el analizador se arroja sobre el espíritu de su adversario, se identifica con él, y frecuentemente descubre así de una ojeada el único recurso, sencillo a veces hasta el absurdo, por medio del cual puede inducirle en error o precipitarle por falta de cálculo.
El whist ha sido famoso largo tiempo por su influencia sobre lo que llamamos facultad calculadora; y muchos hombres de mentalidad superior se han deleitado en este juego mientras esquivaban la frivolidad del ajedrez. Sin duda alguna ningún otro juego ejercita tanto como el whist la facultad del análisis. El mejor jugador de ajedrez en todo el mundo no puede aspirar a ser sino el mejor jugador de ajedrez; mientras que la habilidad en el whist significa capacidad para el éxito en todas las empresas importantes en que el talento compite con el talento. Cuando hablo de habilidad me refiero a aquella perfección que incluye el conocimiento de todas las fuentes de donde puede derivarse cualquier legítima ventaja. No sólo son éstas múltiples sino multiformes, y a menudo residen en repliegues del pensamiento inaccesibles por completo a la ordinaria comprensión. Observar atentamente es recordar con claridad; y a este respecto el reconcentrado jugador de ajedrez puede desempeñarse muy bien en el whist, pues que las reglas de Hoyle, basadas en el simple mecanismo del juego, son general y suficientemente comprensibles. De manera que tener retentiva y proceder "según el libro," son las cualidades estimadas comúnmente como la suma total de requisitos que distingue a un buen jugador. Pero en materia que traspasa los límites de las reglas ordinarias es donde se comprueba la sutileza del analizador. Silenciosamente reúne su capital de observaciones y deducciones. Quizá hacen lo mismo sus compañeros; y la diferencia en los resultados obtenidos reside en la calidad de la observación más bien que en la fuerza de las inducciones. Es indispensable el conocimiento de aquella que se debe observar. Nuestro jugador no se encierra en sí mismo; ni porque su objetivo sea el juego desdeña las inducciones que se desprenden de los detalles exteriores. Examina el aspecto de su compañero, comparándolo cuidadosamente con el de cada uno de sus adversarios. Observa el modo de arreglar las cartas en cada juego; descubriendo a menudo triunfo por triunfo y figura por figura por las miradas que dirigen los jugadores a cada una de las cartas. Percibe todos los cambios de fisonomía según el juego adelanta, formándose un capital de ideas con las diferentes expresiones de sorpresa, de triunfo y de pesar que manifiestan los jugadores. Por la manera de recoger las cartas en una baza deduce si la persona que la levanta puede hacer otra en el mismo palo. Reconoce la jugada fingida por el aire con que se arrojan las cartas sobre la mesa. Una palabra casual o inadvertida; la caída o voltereta accidental de una carta, con la ansiedad consiguiente o la negligencia para ocultarla; el recuento de las bazas con el orden de arreglo; el embarazo, vacilación, angustia o trepidación, todo ofrece a su percepción aparentemente intuitiva indicaciones sobre el verdadero estado del asunto. Después de haberse jugado las dos o tres primeras vueltas, encuéntrase en plena posesión del contenido de las cartas de cada jugador y desde aquel momento juega las suyas con absoluta precisión, como si el resto de la partida jugara a cartas vueltas.
La facultad analítica no debe confundirse con la simple ingeniosidad; porque si bien el analizador es ingenioso necesariamente, el hombre ingenioso es a menudo incapaz de analizar. La facultad de encadenar y combinar, por medio de la cual se manifiesta generalmente la ingeniosidad, y a la que han señalado los frenólogos, erróneamente a mi entender, un órgano separado juzgándola cualidad primitiva, hase encontrado con tanta frecuencia en aquellos cuyo cerebro está casi en los confines del idiotismo, que ha atraído la atención de los psicólogos en general. Entre la ingeniosidad y la habilidad analítica existe mucho mayor diferencia, en verdad, que entre la fantasía y la imaginación, aun cuando tienen caracteres de estricta analogía. Se advertirá, en efecto, que el ingenioso es siempre fantástico, en tanto que el verdadero imaginativo nunca procede sino por análisis.
La narración que sigue representará para el lector un ligero comentario de la proposición que acabo de sentar.
Durante mi residencia en París, en la primavera y parte del verano de 18—, conocí a Monsieur Auguste Dupín. Este caballero era de excelente, más aún, de ilustre familia; pero, debido a una sucesión de acontecimientos adversos, había llegado a tal extremo de pobreza que sucumbió la energía de su carácter y cesó de frecuentar la sociedad y de preocuparse por restaurar su fortuna. Por cortesía de sus acreedores conservaba todavía en su poder una pequeña porción de su patrimonio, con cuya renta arreglábase para procurarse lo indispensable con ayuda de la más estricta economía, prescindiendo por completo de todas las superfluidades. Los libros eran su único lujo, y en París se pueden conseguir a poco costo.