El cuento de mi vida - Hans Christian Andersen - E-Book

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Hans Christian Andersen

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Beschreibung

El poeta y novelista danés Hans Christian Andersen (1805-1875) es mejor conocido por las docenas de cuentos de hadas que escribió, incluidos La Sirenita, El patito feo y La reina de las nieves.

El sentido de la fantasía, el poder de descripción y la aguda sensibilidad de Andersen lo convirtieron en un maestro narrador, y estos dones son sorprendentemente evidentes en su autobiografía titulada El cuento de mi vida.

Con este significativo título, el más universal de los escritores daneses, nos dio un relato de su vida que no sólo nos proporciona las claves para entender su original y compleja personalidad sino también para comprender mejor los argumentos de sus famosísimas cuentos.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Hans Christian Andersen

Hans Christian Andersen

EL CUENTO DE MI VIDA

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-042-0

Greenbooks editore

Edición digital

Enero 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-042-0
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Indice

EL CUENTO DE MI VIDA

EL CUENTO DE MI VIDA

I

Mi vida es un bello cuento ¡tan rica y dichosa! Si de niño, cuando salí a recorrer el mundo, solo y pobre, me hubiese salido al paso un hada prodigiosa que me hubiera dicho: «escoge tu camino y tu meta, que yo te protegeré y te guiaré conforme a las facultades de tu entendimiento y conforme es razón que se haga en este mundo», no pudiera mi suerte haber sido más feliz.

La historia de mi vida dirá al mundo lo que a mí me dice: «hay un Dios amoroso que encamina todo a buen fin».

En el año 1805 vivía en Odense, en una habitación pequeña y pobre, una pareja de recién casados que se querían muchísimo; eran un joven zapatero y su mujer; él tenía apenas veintidós años, una inteligencia asombrosa y un temperamento poético de verdad; ella era unos cuantos años mayor, ignorante de la vida y del mundo, pero de gran corazón. El hombre acababa de establecerse por su cuenta como maestro zapatero y él mismo se había fabricado el taller y la cama de matrimonio, utilizando para ello unas tablas de madera donde poco antes había estado expuesto el ataúd con los restos del difunto Conde Trampe; como recuerdo habían quedado las listas de tela negra que adornaban el catafalco.

El dos de abril de 1805, en lugar del cadáver del conde, rodeado de flores y candelabros, nos encontramos allí berreando a un niño lleno de vida, y ese niño era yo, Hans Christian Andersen.

Dicen que mi padre se pasó los primeros días sentado a la cabecera de la cama de mi madre leyéndole a Holberg, mientras yo lloraba a pleno pulmón.

«O te duermes o escuchas callado», cuentan que dijo bromeando. Pero yo continué siendo un llorón y buena muestra de ello di en la iglesia al bautizarme, como que el pastor, que según mi madre ha comentado más tarde, era hombre de malas pulgas, dijo: «Este chico chilla como un gato», palabras que mi madre no pudo perdonarle nunca. Gomard, un emigrante francés pobre, que actuaba de padrino, la consoló diciendo que cuanto más chillara de pequeño, mejor cantaría de mayor.

El hogar de mi infancia lo constituía una sola habitación de reducidas dimensiones que llenaban casi por completo el taller de zapatero, la cama y el banco donde yo dormía. Pero las paredes estaban cubiertas de cuadros, sobre la cómoda había bonitas tazas, cristalería y otros objetos de adorno y del lado del taller, arrimada a la ventana, una estantería con libros y coplas.

En la diminuta cocina, sobre la despensa, había un vasar lleno de platos. La exigua pieza me parecía grande y lujosa, y la puerta misma, que llevaba

pintado un paisaje en los cuarterones, suponía entonces para mí lo que ahora una galería de pintura.

De la cocina se subía por una escalerilla al tejado. Allí, en el canalón, entre nuestra casa y la de la vecina, tenía mi madre un cajón de tierra con cebolleta y perejil, que era todo su huerto; en mi cuento «La reina de las nieves» está todavía en flor ese jardín.

Yo era hijo único y muy mimado. Mi madre no se cansaba de repetirme la suerte que había tenido, comparado con ella ¡Pero si vivía como un príncipe! A ella de pequeña la mandaban sus padres a la calle a pedir limosna, y como no podía, se había pasado un día entero llorando debajo de un puente del río de Odense. Yo, con mi fantasía de niño, me la imaginaba como si la estuviera viendo y lloraba de pensarlo.

Mi padre, Hans Andersen, me consentía siempre que hiciera lo que quisiera; yo era el dueño de todo su cariño, vivía para mí y por eso los domingos empleaba todo su tiempo libre en hacerme juguetes y dibujos. Muchas tardes nos leía La excéntrica de Lafontaine, Holberg y Las mil y una noches; sólo en esas ocasiones, leyéndonos, recuerdo haberle visto sonreír, pues no era feliz ni en su trabajo ni en su vida. Sus padres habían sido agricultores de dinero, pero la mala fortuna parecía haberse cebado en ellos. Se les murió el ganado, se les incendió la granja y al final el hombre terminó por perder la razón; entonces la mujer se trasladó con él a Odense y allí metió al espabilado muchacho a aprender el oficio de zapatero. No había otra cosa que hacer, aunque lo que el niño realmente quería era hacer el bachillerato. Algunos vecinos ricos habían hablado en una ocasión de juntar algún dinero para ayudar al chico a seguir el camino que era de su gusto, pero no se llegó a nada y mi pobre padre no vio nunca realizado su más caro deseo. Pero jamás se le borró de la memoria. Recuerdo que de niño vi lágrimas en sus ojos una vez que uno de los alumnos del instituto vino a encargarle unas botas y le había mostrado sus libros y le había hablado de todo lo que les enseñaban. «Yo también debía haber estudiado», dijo; luego me dio un beso muy fuerte y no volvió a decir palabra en toda la tarde.

Casi nunca se reunía con gente de su clase, sus parientes y conocidos venían a nuestra casa; ya he dicho que las tardes de invierno se las pasaba leyéndonos o haciéndome juguetes. En verano iba casi todos los domingos al bosque y yo iba con él. No hablaba mucho, iba perdido en sus pensamientos, mientras yo correteaba y recogía fresas y las ensartaba en una paja o hacía coronas de flores. Solamente una vez al año, en el mes de mayo, nos acompañaba mi madre. Era la única vez que salía de excursión al año y, para esa ocasión, se ponía un vestido marrón de flores que sólo llevaba ese día y cuando iba a comulgar; es el único vestido de fiesta que yo le recuerdo en todos aquellos años. En el camino de vuelta recogía siempre un montón de

ramas de abedul frescas y las plantaba detrás de la estufa reluciente. Metíamos ramitas de San Juan por las rendijas de las vigas y así, según crecieran, sabíamos si íbamos a vivir poco o mucho. Plantas y cuadros constituían el adorno de nuestra pequeña habitación, que mi madre se cuidaba de tener limpia y arreglada; era su orgullo que las sábanas y los visillos de las ventanas estuvieran blancos como la nieve.

Uno de mis primeros recuerdos, tan insignificante de por sí pero para mí tan importante por la fuerza con que se quedó grabado en mi alma infantil, fue una fiesta familiar. Y no os imagináis dónde. Pues nada menos que en un lugar que yo miraba con el mismo espanto con el que me imagino que un niño parisino habrá mirado la Bastilla: el penal de Odense. Mis padres conocían al portero, estaban invitados a una reunión familiar y yo fui con ellos. Era todavía tan pequeño que al volver a casa tuvieron que llevarme en brazos. El penal de Odense era para mí una especie de esas guaridas de bandidos y ladrones de los cuentos. Muchas veces me había quedado parado fuera, a gran distancia naturalmente, y había oído cómo cantaban hombres y mujeres mientras hilaban en la rueca.

Así que fui con mis padres a la fiesta del portero. El gran portón guarnecido de hierro se abrió y volvió a cerrarse con un ruido del manojo de llaves; subimos por una escalera empinada; se comió y se bebió, dos de los reclusos servían la mesa; a mí no había forma de hacerme probar bocado, no me tentaban ni las golosinas más dulces. Mi madre dijo que estaba malo y me echaron en una cama, pero yo oía todo el tiempo girar la rueca allí al lado y cantar alegres coplas. No sé decir si era realidad o eran imaginaciones mías, lo que sí sé es que sentía mucha emoción y mucho miedo y al mismo tiempo tenía una sensación agradable, como si hubiera entrado en la fortaleza de las historias de bandidos.

Mis padres se fueron a última hora de la tarde, yo iba en brazos, hacía un tiempo desapacible y la lluvia me azotaba la cara.

En los días de mi infancia Odense era una ciudad muy distinta de lo que es ahora, que aventaja a Copenhague en alumbrado, agua potable y Dios sabe cuántas cosas más; por aquel entonces yo diría que llevaba cien años de retraso; se estilaban todavía una serie de usos y costumbres que ya hacía tiempo que se habían perdido en la capital. Cuando los gremios trasladaban sus insignias, salían en procesión con estandartes ondeando al viento y limones y cintas de seda en los floretes. Encabezaba alegremente la comitiva un arlequín con sonajas y carraca. Uno de estos personajes, un viejo de nombre Hans Struh, hacía las delicias del público con sus bromas y con la cara que llevaba toda pintada de negro menos la nariz, que mostraba su color rojo natural. A mi madre la divertía tanto que se le metió en la cabeza que era pariente nuestro, muy lejano desde luego. Pero todavía me acuerdo bien de

que yo, con el más profundo sentimiento aristocrático, protestaba contra la idea de tener algún parentesco con el «bufón».

El lunes de carnaval los carniceros recorrían las calles con un buey cebado adornado con guirnaldas de flores; montado a su lomo iba un chico con una camisa blanca y unas alas. En cuaresma los marineros salían también por las calles con música y todas sus banderas, y al final los dos más valientes echaban una pelea en un tablón tendido entre dos barcas. El que no caía al agua era el ganador.

Pero el recuerdo que más claramente se me quedó grabado en la memoria, avivándose cada vez que de ello se habla, es la llegada de los españoles a Fionia en 1808. Dinamarca se había aliado con Napoleón, a quien Suecia había declarado la guerra, y antes de que se pudiera uno dar cuenta, teníamos en Fionia un ejército francés y tropas auxiliares españolas para marchar a Suecia bajo el mando del Mariscal Bernardotte, Príncipe de Pantecorvo. No tendría yo entonces más de tres años, pero todavía me acuerdo muy bien de aquellos hombres oscuros que iban por la calle haciendo estrépito y de los cañones que disparaban en la plaza y delante del obispado; veía a los soldados extranjeros tirados por las aceras y encima de haces de paja en la iglesia medio derruida de los Franciscanos. Ardió el castillo de Kolding y Pantecorvo vino a Odense, donde estaban su esposa y su hijo Oscar. En las escuelas de toda la comarca se habían improvisado puestos de guardia; se decía misa en los campos, bajo los árboles grandes, y al borde de los caminos. Se comentaba que los soldados franceses eran altaneros, los españoles, en cambio, bondadosos y amables; se tenían un profundo odio los unos a los otros; los pobrecillos españoles eran los que daban más lástima. Un día un soldado español me cogió en brazos y me puso en los labios una medalla de plata que llevaba en el pecho desnudo. Recuerdo que mi madre se enfadó, porque era cosa de católicos, dijo, pero a mí me gustó la medalla y el hombre extranjero que bailaba conmigo en brazos besándome y llorando ¡seguro que él también tenía hijos en España! Vi cómo llevaban a uno de sus compañeros al cadalso por haber dado muerte a un francés. Muchos años más tarde, recordando estos hechos, escribí mi pequeño poema «El soldado», que ha adquirido gran popularidad en Alemania por la traducción de Chamisso que se recoge en Canciones de soldados como original alemán.

Tan viva impresión como la de los españoles a mis tres años me produjo más tarde otro acontecimiento a la edad de seis. Fue el paso del gran cometa en 1811; mi madre me había dicho que iba a hacer añicos la tierra o que se avecinaban cosas horribles, como ponía en las Profecías de la Sibila. Yo daba crédito a todas aquellas habladurías supersticiosas, que para mí valían tanto como los preceptos más sagrados de la fe. Desde la plaza que hay delante del cementerio de San Knud, mi madre, yo y unas vecinas estuvimos viendo pasar

la tan temida e impresionante bola de fuego con su gran cola brillante. Todos hablaban de malos presagios y del Día del Juicio. Se nos unió mi padre, que no compartía en absoluto la opinión de los demás y de seguro daría una explicación acertada y sensata, pero mi madre se puso a suspirar y los vecinos a menear la cabeza en señal de desaprobación y mi padre se marchó riendo. Yo estaba asustadísimo de ver que mi padre no compartía nuestra fe; aquella tarde mi madre habló de ello con la abuela, y no sé cómo lo entendería ella, pero yo, que estaba sentado en su regazo, mirándole a los bondadosos ojos, esperaba que de un momento a otro cayera el cometa y fuera el Juicio Final.

La abuela venía a casa de mis padres todos los días, aunque sólo fuera un ratito, y era sobre todo por ver a su nieto, el pequeño Hans Christian. Yo era toda su alegría y felicidad. Era una anciana silenciosa y encantadora, de dulces ojos azules y buen porte. Había padecido mucho en esta vida. De ser la mujer de un agricultor rico había pasado a la mayor pobreza. Vivía con el marido perturbado en una casita que se habían comprado con los últimos residuos de su fortuna. Nunca la vi llorar, pero por eso me hacía todavía más impresión cuando hablaba suspirando de la madre de su madre, que había sido una dama noble de Kassel, una gran ciudad alemana, y se había casado con un

«comediante», como ella decía, y se había fugado de la casa paterna. Ahora sus culpas recaían sobre su descendencia. No creo haberla oído nunca nombrar el apellido de su abuela, pero el suyo propio de soltera era Nommesen. Se ocupaba del cuidado de un jardín del hospital y todos los sábados por la tarde nos traía unas cuantas flores que le dejaban llevarse a casa; se ponían de adorno encima de la cómoda de mi madre, pero eran mis flores y a mí me permitían ponerlas en el jarrón ¡y la alegría que me daba! Me traía de todo, me adoraba; yo me daba cuenta y comprendía.

Dos veces al año quemaba los rastrojos del jardín; se convertían en ceniza en un horno grande del hospital y esos días me pasaba yo la mayor parte del tiempo con ella, echado en los grandes montones de hierba y hojas; podía jugar con las flores, y lo que más apreciaba: me daban una comida más rica que la que iba a tomar en casa. Los locos inofensivos, que podían andar libremente por el patio del hospital, entraban a menudo donde estábamos, y yo escuchaba sus cantos y su charla con una mezcla de miedo y curiosidad. Muchas veces incluso les seguía un trecho hasta el patio y, cuando iban con los celadores, hasta me atrevía a entrar en la casa, donde estaban los locos de atar. Las celdas daban a un largo corredor; un día me había agachado yo a mirar por la rendija de una de las puertas; dentro se veía a una mujer desnuda sentada en un montón de paja, con el cabello suelto cayéndole por los hombros y cantando con una voz preciosa; de pronto dio un respingo y se precipitó dando un grito hacia la puerta, donde estaba yo. El celador se había marchado, yo estaba completamente solo y ella dio tal empellón contra la puerta que la ventanilla por donde le pasaban la comida se abrió de golpe. En viéndome allí

abajo, alargó uno de sus brazos para agarrarme; yo grité despavorido y me pegué más al suelo. Ni de mayor se ha borrado de mi mente la impresión de esta escena; sentí cómo me rozaba la ropa con la punta de los dedos; estaba medio muerto cuando llegó el guardián.

Junto al horno donde se quemaban los rastrojos tenían su obrador las mujeres ancianas y pobres. Yo iba mucho por allí y pronto me convertí en su favorito, pues ante tal público daba muestras de una elocuencia que, según decían, hacía pensar que «un niño tan listo no podía vivir mucho», cosa que sólo me halagaba. Yo casualmente había oído hablar de lo que dice la medicina acerca de la constitución interna del hombre, había oído hablar de corazón, pulmones e intestinos, y eso me bastaba para darles a las viejas una conferencia sobre el tema. Con todo el descaro del mundo pintaba en la puerta con tiza una serie de garabatos que figuraban los intestinos, disertaba sobre el corazón y el riñón; cuanto decía causaba gran impresión en aquella asamblea; me tenían por un niño prodigio y recompensaban mi locuacidad contándome cuentos. Se abría ante mis ojos un mundo de riqueza comparable al de Las mil y una noches. Las historias de las viejas, las figuras de los locos que me rodeaban en el hospital, todo aquello reunido, producía tal efecto en mi alma supersticiosa, que en cuanto oscurecía apenas me atrevía a salir de casa; además solían dejarme ir a la cama al ponerse el sol, aunque no podía acostarme en mi banco, pues era temprano para abrirlo, ya que ocupaba demasiado sitio en nuestra pequeña habitación, así que me metían en la cama grande de mis padres. Las cortinas floreadas de algodón se ceñían en torno al lecho, fuera había luz; se podía oír todo lo que ocurría en la habitación, pero yo navegaba en mis propios sueños y pensamientos, como si no existiera el mundo real. «Qué calladito se está la criatura de Dios», decía mi madre, «da gusto verle recogidito, sin que pueda pasarle nada».

Al abuelo loco le tenía mucho miedo. Sólo me había hablado una vez y me había llamado de usted, cosa tan rara para mí. Tallaba en madera figuras extrañas: hombres con cabeza de caballo, animales con alas y pájaros raros. Los metía en una cesta y se iba por los pueblos; en todas partes los campesinos le daban de comer y hasta grano y tocino para llevarse a casa, a cambio de los extraños juguetes que les regalaba a ellos y a sus hijos; un día que volvía a Odense vi cómo se metían con él los golfos de la calle. Me oculté asustado tras una escalera, mientras pasaban en tropel. Sabía que era de su misma sangre.

Casi nunca me juntaba con los otros chicos, ni participaba en sus juegos en la escuela, sino que me quedaba sentado dentro; en casa tenía juguetes de sobra, que me había hecho mi padre; tenía figuras que se transformaban con sólo tirar de un cordón, una noria que cuando se accionaba se ponía a bailar el molinero; tenía un cosmorama y graciosos tentetiesos. Además me encantaba hacer ropa a los muñecos o sentarme en el jardín al pie de la única mata de

grosellas, con el delantal de mi madre tendido del palo de la escoba entre el arbusto y la tapia. Hacía las veces de tienda, que me protegía tanto de la lluvia como del sol; sentado allí dentro observaba las hojas del grosellero, viendo cómo iban cambiando desde ser unos pequeños botones verdes hasta caer al suelo convertidas en grandes hojas amarillas. Era un niño singularmente soñador y andaba a menudo con los ojos cerrados, con lo que la gente terminó creyéndose que estaba mal de la vista, cuando precisamente la he tenido y sigo teniendo asombrosamente buena.

Una vieja maestra que daba clase de párvulos a niñas, me enseñó las letras y a leer de corrido. Se sentaba en un sillón de respaldo alto al pie del reloj, que tenía unos muñecos mecánicos que, al dar las horas, salían a hacer su representación. La maestra tenía a mano un gran escobón y no se cohibía en hacer uso de él con sus alumnos, que principalmente eran niñas pequeñas. Era costumbre en la escuela decir las sílabas a coro, gritando todo lo que se podía. A mí la maestra no se atrevía a tocarme; mi madre había puesto expresamente esa condición al traerme a la escuela. Por eso un día que me dio a mí también con el escobón, me levanté volando de mi sitio, cogí mi libro y me marché directo a casa con mi madre. Exigí que me llevara a otra escuela y así lo hizo. Mi madre me metió entonces en el colegio de chicos del señor Carsten, a donde no obstante iba también una niña muy pequeña pero algo mayor que yo. En seguida hicimos buenas migas; ella hablaba de lo conveniente que era encontrar un buen empleo y contaba que iba a la escuela principalmente para aprender cuentas, pues su madre decía que así podría llevar la lechería de una gran finca. «Llevarás la de mis posesiones cuando sea un hombre importante», le decía yo, y ella se reía de mí, porque decía que era un chico pobre. Un día dibujé una cosa que dije que era mi palacio y en aquella ocasión le aseguré que a mí en realidad me habían cambiado por otro al nacer, que venía de una familia de alcurnia y que los ángeles del Señor bajaban a hablar conmigo. Quería dejarla admirada, igual que a las viejas del hospital, pero ella no se lo tomó como aquéllas, sino que me miró de una manera extraña y dijo a los otros chicos que estaban por allí: «Está chalado como su abuelo». Me quedé helado; lo había dicho para darme importancia y el resultado era que ahora se creían que estaba mal de la cabeza como el abuelo. No volví a hablar nunca más con ella de eso, pero ya no volvimos a ser amigos como antes. Yo era el más pequeño del colegio y por eso, mientras los otros chicos jugaban, el señor Carsten me llevaba siempre de la mano, para que los otros no me tiraran al suelo. Me quería mucho, me regalaba pasteles y flores, me daba cachetes cariñosos en las mejillas.

Una vez que uno de los mayores no se supo la lección y le castigaron a estar de pie encima de la mesa con el libro en la mano y los demás sentados alrededor, a mí me dio tal pena que no había forma de consolarme; se acabó absolviendo al pecador. Al viejo maestro le hicieron después jefe de telégrafos

en Thorseng; allí vivía todavía hace unos años, y cuentan que el anciano decía con una sonrisa de satisfacción a la gente que venía a visitar el sitio: «Sí, sí, pues aquí donde me ven, este pobre viejo ha sido el primer maestro de uno de nuestros poetas más famosos ¡Tuve de alumno a Hans Christian Andersen!».

En otoño mi madre salía a veces al campo a recoger espigas; yo la acompañaba e íbamos como iba la Rut bíblica por los ricos campos de Booz. Un día entramos en una finca donde el administrador tenía fama de mala persona; le vimos venir con un látigo gigantesco; mi madre y todos los otros salieron corriendo, yo llevaba los pies desnudos en los zuecos y se me salieron; los rastrojos me pinchaban, no podía avanzar y me quedé atrás solo. El hombre ya levantaba el látigo, yo le miré a la cara y le dije sin pensarlo:

«¿Cómo te atreves a pegarme, si sabes que Dios te está mirando?». Y aquel hombre tan temible se apaciguó al punto, me dio unas palmaditas en las mejillas, me preguntó cómo me llamaba y me dio dinero; cuando se lo enseñé a mi madre, le dijo a la demás gente: «¡Qué chico tan extraño mi Hans Christian! todo el mundo es bueno con él y hasta este mal hombre le da dinero».

Salí piadoso y supersticioso; nada echaba de menos, que aunque mis padres no tenían más que lo que se dice lo justo, a mí me resultaba sobrado y abundante; en cuanto a la ropa, se podía decir hasta que iba elegante; una mujer mayor me arreglaba los trajes viejos de mi padre, tres o cuatro trozos de seda que tenía mi madre me los prendían, una vez uno y otra vez otro, con alfileres a la pechera a modo de chaleco; me ataban un pañuelo grande al cuello y me ponían un lazo imponente; me lavaban la cabeza con jabón y me peinaban el pelo para un lado, y ya estaba hecho un primor. Así fui con mis padres por primera vez al teatro. Odense tenía ya un teatro de verdad, mandado hacer en su tiempo, creo, para la compañía del Conde Trampe o del Conde Hahn. Las primeras funciones a las que asistí, eran en alemán. El director se llamaba Franck y ponía óperas y comedias; la pieza favorita del público era La sirena del Danubio; la primera representación que yo vi fue El politicastro de Holberg, adaptada para la ópera. No consigo recordar quién puede haber sido el autor de la música, lo que es seguro es que habían hecho una adaptación en alemán del texto. Por lo demás la primera impresión que el teatro y el público me produjeron no era como para pensar que tuviera yo algo de poeta. Según mis padres, lo primero que dije al ver el teatro y los muchos espectadores fue: «Anda, que si tuviéramos tantos cuarterones de manteca como gente hay aquí ¡menudo atracón que me iba a dar!». Y sin embargo, el teatro se convertiría pronto en mi gran pasión, pero como no podía ir más que una vez cada invierno, me hice amigo de Peter Junker, que era el que llevaba los carteles, y él me daba el cartel del día, a cambio de que me comprometiera a repartir los últimos que quedaban en mi barrio, tarea que yo cumplía escrupulosamente. Si no podía ir al teatro, al menos podía sentarme en casa, en

un rincón, con mi cartel e inventarme mi propia obra con el mismo título y los mismos personajes; sin saberlo estaba haciendo mi primera obra literaria.

Mi padre no sólo leía novelas y obras de teatro, también le gustaba leer historias y la Santa Biblia; luego se quedaba meditando lo que había leído; pero mi madre no le entendía, cuando él le comentaba algo, y por eso se iba encerrando cada vez más en sí mismo. Un día cerró la Biblia diciendo: «Cristo ha sido un hombre como nosotros, pero un hombre singular». Mi madre se horrorizó de estas palabras y se echó a llorar. Yo, espantado, rogué a Dios que perdonara a mi padre por esa horrible blasfemia.

«No hay otro diablo que el que llevamos en nuestro propio corazón», le oía decir a mi padre y temía por su alma. Una mañana que se despertó con tres rasguños en el brazo, debidos probablemente a algún clavo de la cama, yo estaba convencido como mi madre y las vecinas de que era el diablo que había estado allí por la noche para demostrarle su existencia. Mi padre no se trataba casi con nadie; prefería pasar el tiempo libre a solas o conmigo en el bosque. Su mayor deseo era vivir en el campo, y daba la casualidad de que en una de las grandes fincas de Fiona se buscaba un zapatero, que habría de establecerse en el pueblo de al lado y que tendría derecho a casa, un pequeño huerto y pasto para una vaca; con esto y con el trabajo asegurado de la finca debería poder salir adelante. Mi padre y mi madre soñaban con la idea; a mi padre le encargaron un trabajo de prueba; le mandaron de la finca un pedazo de seda, él tenía que poner el cuero y hacer un par de zapatos de baile; en dos días no se habló de otra cosa; a mí me hacía una ilusión tremenda el jardincito con flores y arbustos que íbamos a tener; allí podría sentarme al sol a oír cantar al cuclillo. Rogué al Señor con toda el alma que se cumpliera ese deseo mío y de mis padres, pues sería nuestra mayor ventura. Por fin estuvieron listos los zapatos. En casa los contemplamos con gran solemnidad, que de ellos dependía nuestro futuro. Mi padre los envolvió en su pañuelo y se fue con ellos; nosotros estábamos esperando que iba a volver con una cara radiante de felicidad; volvió pálido y lleno de amargura. Dijo que la señora ni siquiera se había probado los zapatos y que, desde el primer momento, les había puesto mala cara. Al final había decidido que se había echado a perder la seda y que mi padre no servía. «Si usted ha perdido su seda —replicó mi padre— bien puedo yo entonces perder mi cuero», y en diciendo esto arrancó las suelas con la navaja. Así se habían ido al traste nuestras ilusiones de vivir en el campo. Lloramos los tres y yo pensé que a Dios no le hubiera costado nada atender nuestras súplicas; si lo hubiera hecho, yo habría sido campesino y mi futuro entero distinto del que ha resultado. Muchas veces he pensado luego: ¿será posible que nuestro Señor sacrificara la felicidad de mis padres por mí?

Las salidas de mi padre al bosque se hicieron cada vez más frecuentes; no tenía un momento de calma. La guerra en Alemania, que seguía con la

máxima atención, era lo que más le interesaba por aquel entonces. Su héroe era Napoleón, la forma en que había llegado a la gloria le parecía digna de ser imitada. Dinamarca se alió entonces con Francia, no se hablaba de otra cosa que de la guerra y mi padre se alistó en el ejército con la esperanza de volver a casa de teniente. Mi madre lloraba, los vecinos se encogían de hombros y decían que era una locura ir a dejarse matar de esa manera, cuando no se tenía necesidad de ello. Al soldado se le consideraba por aquel entonces un paria. Hasta las guerras contra los rebeldes de Schleswig-Holstein no se le ha dado la importancia que merece; el brazo supremo es el que lleva la espada.