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Siempre ha confiado en sus clientes… hasta su última defendida. El abogado defensor Harrison J. Walker, más conocido como Jaywalker, acaba de ser suspendido por usar tácticas "creativas" y por recibir en las escaleras del juzgado "un acto de gratitud" de una clienta acusada de ejercer la prostitución. Jaywalker consigue convencer al juez de que sus clientes lo necesitan y recibe autorización del tribunal para terminar diez casos. Sin embargo, es el último el que realmente pone a prueba su capacidad y su excelente registro de absoluciones. Samara Moss ha apuñalado a su marido en el corazón. Al menos, eso es lo que cree todo el mundo. Samara, una ex prostituta que se casó con el anciano multimillonario cuando tenía dieciocho años, es el arquetipo de la cazadora de fortunas. Sin embargo, Jaywalker sabe que las apariencias engañan. ¿Qué otra persona podría haber matado al multimillonario? ¿Le han tendido una trampa a Samara para incriminarla? ¿O acaso Jaywalker se está dejando influir por su necesidad de ganar los casos de sus clientes y de conseguir la gratitud eterna de esta clienta en particular?
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Seitenzahl: 432
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2008 Joseph Teller. Todos los derechos reservados. EL DÉCIMO CASO, Nº 5 - enero 2011 Título original: The Tenth Case Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá. Traducido por María Perea Peña Publicado en español en 2009
Editor responsable: Luis Pugni
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ™KILL INK es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-671-9750-1
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En mi último cumpleaños me di cuenta de que he llegado a la misma edad que tenía mi padre cuando dejó este mundo, demasiado pronto. Era médico obstetra; un médico encantador, venerado por sus empleados y por sus colegas, y adorado por sus pacientes. Hoy día sigo encontrándome con personas que, al saber que su primer apellido es el mismo que el mío y no por mera coincidencia, exclaman con emoción: «Oh, Dios mío, ¡él trajo a mis niños al mundo!», y de vez en cuando «¡Él me trajo al mundo!».
No es que mi padre no tuviera defectos, ni mucho menos. Era una persona que rendía más de lo esperado en todo lo que hacía, lo cual significa que sacaba las mejores notas del colegio, que cebaba el anzuelo a la perfección y que era capaz de recorrer el campo de béisbol a toda velocidad. Era un verdadero perfeccionista, un temprano obsesivo compulsivo.
Era, en resumen, un Jaywalker.
Estoy en deuda con mi editora, Leslie Wainger, y con la editora ejecutiva, Margaret O’Neill Marbury, así como con el editor adjunto Adam Wilson, por su fe en mí y su entusiasmo por mi alter ego, Jaywalker. Le agradezco a mi agente literario y amigo, Bob Diforio, que haya sido lo suficientemente inteligente como para reunirnos.
Mi esposa, Sandy, se merece reconocimiento por haberme convencido de que tirara a la basura la idea anterior que tenía para escribir un libro, y de que escribiera éste en su lugar.
Y les doy las gracias a mis amigos y antiguos colegas de 100 Centre Street, con muchos de los cuales sigo teniendo contacto. Les agradezco la camaradería que me demostraron cuando estábamos en las trincheras, y por las historias que compartimos a lo largo de los años. Seguramente, muchas de ellas habrán asomado en estas páginas.
–Ahora nos referimos al asunto de lo que constituye un castigo apropiado para sus muchas infracciones –dijo el juez que ocupaba el lugar central, un hombre de pelo gris cuyo nombre siempre le resultaba difícil de recordar a Jaywalker–. Se nos ocurrió inhabilitarlo para el ejercicio de la abogacía, ciertamente, y sin duda lo tendría bien merecido, de no ser por todos sus años de servicio, su evidente devoción hacia sus clientes y sus considerables capacidades legales, que se han reflejado en su actual registro de... ¿qué nos ha dicho? ¿Diez absoluciones consecutivas?
–En realidad, once –dijo Jaywalker.
–Once. Impresionante. Dicho todo esto, todavía es necesario un periodo de suspensión. Un periodo considerable. Sus infracciones son muy numerosas y graves como para pasarlas por alto. Traer a un doble de un acusado para confundir a un testigo, por ejemplo. Hacerse pasar por un juez para engañar a un policía y conseguir que le entregara sus notas. Entrar ilegalmente en la sala de pruebas para que un químico de su elección analizara algunos narcóticos. Referirse públicamente a un juez como, y esto voy a parafrasearlo, «una pequeña cantidad de excremento». Y, finalmente, aunque no por ello menos grave, recibir, digamos, «un favor sexual» de una clienta en las escaleras del juzgado...
–No era un favor sexual, Su señoría.
–Por favor, no me interrumpa.
–Disculpe, señor.
–Y puede negar todo lo que quiera, pero mis colegas y yo nos hemos visto obligados a visionar la cinta de vídeo de la cámara de seguridad varias veces, completamente, debería añadir, para conseguir determinar lo que parecen ser sus gemidos. No sé cómo lo llamaría usted a eso, pero...
–No fue nada más que un acto espontáneo de gratitud, Su señoría, de una clienta llena de admiración. Había sido falsamente acusada de ejercer la prostitución, y acababan de absolverla. Y si la cinta hubiera tenido banda sonora, sabrían que yo no estaba gimiendo en absoluto. Estaba diciendo «¡No! ¡No! ¡No!».
En realidad, aquello tenía algo de verdad.
–¿Está usted casado, señor Jaywalker?
–Soy viudo, señor. De hecho, he estado muy abatido desde la muerte de mi mujer.
–Entiendo –dijo el juez, que hizo una breve pausa–. ¿Cuándo murió su esposa?
–Era un jueves. El nueve de junio, creo.
–¿De este año?
–Eh, no, señor.
–¿Del año pasado?
–No.
Hubo un silencio embarazoso.
–¿De este milenio?
–No exactamente.
–Entiendo –repitió el juez.
Sternbridge. Aquél era su hombre. Debería haber sido más fácil recordarlo.
–Este tribunal –estaba diciendo Sternbridge en aquel momento– lo suspende para el ejercicio de la abogacía durante tres años, pasados los cuales deberá conseguir de nuevo el certificado de la Comisión de Moralidad y Aptitud.
Cuando terminó, elevó el mazo, pero Jaywalker, que había estado en alguna subasta que otra con su difunta esposa en el milenio anterior, se adelantó al juez antes de que éste pudiera golpear en la mesa.
–¿Si me permite el tribunal?
Sternbridge lo miró por encima de la montura de las gafas; se había quedado momentáneamente desconcertado por aquel raro lapso que Jaywalker había originado en el funcionamiento normal del discurso en un tribunal. Jaywalker se lo tomó como una invitación a que continuara.
–Pese al hecho de que sabía que este día de la verdad iba a llegar, Su señoría, ocurre que todavía tengo unos cuantos casos pendientes. Muchos de estos casos son de clientes que se encuentran en situaciones muy precarias. Son personas que han puesto su vida en mis manos. Aunque estoy dispuesto a aceptar el castigo que me ha impuesto este tribunal, les ruego que me permitan completar los procesos relativos a estos casos. Por favor, por favor, no dejen que su desagrado por mi comportamiento afecte a estas personas indefensas. Añadan un año a mi suspensión, si lo desean. Añadan dos. Pero dejen que termine de ayudarlos.
Los tres jueces murmuraron entre sí, se giraron hacia atrás y se encorvaron, dando la espalda a la sala. Tras un minuto de deliberación, se volvieron de nuevo al frente y fue la juez de la derecha, de nombre Ellerbe, la que se dirigió a Jaywalker.
–Le será permitido terminar cinco casos –dijo–. Facilítenos, antes del fin de la jornada de mañana, la lista de aquellos que quiere resolver, cada uno de ellos con el nombre y el número de la acusación o la demanda, el nombre del juez a quien ha sido asignado y la fecha de la próxima vista. Al resto de sus clientes le será asignado otro abogado. En cuanto a los cinco casos que va a terminar, deberá comparecer ante nosotros el primer viernes de cada mes para darnos un informe detallado de sus progresos. ¿Entendido?
–Entendido –dijo Jaywalker–. Y...
–¿Qué?
–Gracias.
Aquella noche, trabajando en su oficina pequeña y mal iluminada hasta pasada la medianoche, Jaywalker hizo lo posible por reducir la lista de casos pendientes, pero era como tener que elegir a la gente a la que iba a arrojar al agua desde la balsa. ¿Cómo iba a abandonar a un chico de catorce años que había confiado lo suficiente en él como para aceptar pasar un año en una residencia cumpliendo un programa de desintoxicación de drogas? ¿O a un inmigrante ilegal que se enfrentaba a que lo deportaran a Sudán por el imperdonable crimen de vender bolsos de señora con el permiso de vendedor expirado? ¿O a una mujer sin hogar que luchaba por poder visitar a sus hijos pequeños en un centro de acogida una vez al mes? ¿Cómo le decía al antiguo miembro de una banda de delincuentes que el abogado en el que había tardado dos años en confiar iba a ser sustituido por un nombre elegido al azar de una lista generada por ordenador? ¿Cómo iba a comunicarle al recluso inocente que estaba cumpliendo condena perpetua en Sing Sing que ya no recibiría la visita de un abogado los primeros sábados de cada mes? ¿O al empleado de la limpieza discapacitado que quizá su nuevo abogado no quisiera agarrarle la mano con fuerza la próxima vez que compareciera ante el juez, para que el pobre hombre no se echara a temblar sin control y se mojara los pantalones delante de todos los presentes en la sala del juicio?
Al final, con grandes dificultades, Jaywalker consiguió reducir la lista hasta diecisiete casos. La imprimió y se la envió a los jueces la tarde siguiente, junto a una larga disculpa explicando que era lo mejor que había podido hacer. Una semana después recibió una carta del juzgado en la que le informaban de que el tribunal había reducido la lista de diecisiete a diez casos, y advirtiéndole que no alargara ningún proceso innecesariamente.
Su nombre no era Jaywalker, por supuesto. Una vez había sido Harrison J. Walker. Sin embargo, odiaba Harrison, que le parecía pretencioso y burgués, y odiaba todavía más Harry, porque lo asociaba con un calvo barrigón y con la colilla de un cigarro viejo. Así pues, mucho tiempo antes había comenzado a llamarse a sí mismo Jay Walker, y en algún momento, ambos nombres se habían unido y se habían convertido en Jaywalker. Lo cual, para él, había sido perfecto; la verdad era que nunca había tenido paciencia como para quedarse parado en la acera esperando a que un semáforo le dijera que era seguro cruzar, ni disciplina para caminar desde la mitad de una manzana a la esquina y después a mitad de la manzana otra vez, todo para terminar exactamente enfrente de donde había empezado.
Respondía a su teléfono de la oficina con «Jaywalker», y también contestaba sin pensar cuando lo llamaban señor Jaywalker, y cuando le pedían que diera su apellido y su nombre, se limitaba a escribir Jaywalker en ambos huecos, de modo que muchas de sus cartas le llegaban a nombre del señor Jaywalker Jaywalker. Pensaba que aquello era como llamarse Major Major o Woolly Woolly, pero no le importaba. Había llegado a la conclusión de que los nombres estaban sobrevalorados.
Su oficina no era una oficina, en realidad. Era una habitación en una suite de oficinas que rodeaban una sala central que hacía las veces de sala de reuniones, biblioteca y comedor. Aquel planteamiento, que se repetía en todo edificio y en toda la zona, les permitía a los profesionales independientes mantener su actividad por poquísimo dinero. Por quinientos dólares al mes tenía un despacho con un escritorio, dos sillas, un sofá de segunda mano, un perchero y algunas cajas de cartón que él consideraba archivadores portátiles. Encima del escritorio estaban el teléfono, el contestador, el ordenador, varias pilas de papeles y fotografías de su difunta esposa y de su hija. Sin coste adicional, podía utilizar la sala multiusos y una modesta sala de espera, una recepcionista, una fotocopiadora y una máquina de fax, todo ello de mil novecientos noventa y cinco, más o menos, salvo la recepcionista, que era mucho mayor.
No había servicio en la suite, sino en el pasillo, más allá de la zona de ascensores. Las noches en las que Jaywalker terminaba durmiendo en el sofá de su despacho, y como no había nadie esperándolo en su apartamento, aquellas noches eran muy numerosas, sobre todo cuando estaba en mitad de un juicio, el servicio de hombres era el lugar en el que se lavaba los dientes, se lavaba la cara y se afeitaba. De hecho, era sólo la falta de ducha lo que le obligaba a ir a casa tan a menudo como iba.
Los compañeros de oficina de Jaywalker eran dos abogados especializados en daños y perjuicios; un abogado de inmigración llamado Herman Greenberg, a quien llamaban Henry Greencard porque en un golpe de inspiración de marketing había impreso sus tarjetas en cartulina verde, color que hacía referencia al documento de identidad de los residentes legales en Estados Unidos; un abogado mercantilista especializado en suspensión de pagos y quiebras llamado Feinblatt; un tipo mayor que no hacía más que fumar como un carretero, toser, leer el Law Journal y gestionar contratos de compraventa inmobiliaria; y por último, una mujer que siempre estaba esperando que le llegara el gran caso, cuando su último gran caso había terminado quince años antes.
Jaywalker era el único abogado criminalista que había en la oficina. Por algún motivo, los abogados criminalistas casi siempre trabajaban en solitario, y los que habían intentado formar bufetes o grupos, o tan sólo trabajar bajo el mismo techo, habían salido de la experiencia como si hubieran intentado formar una fila de serpientes.
Sin embargo, a Jaywalker siempre le había gustado trabajar solo. Había estado dos años trabajando para la Sociedad de Ayuda Legal, donde había encontrado bastante camaradería y tantas compañeras de cama como para llenar una vida entera. También había aprendido cómo abordar un caso, o más específicamente, cómo no abordarlo.
Una vez que había comenzado a trabajar en el ámbito privado, Jaywalker había reconvertido lo aprendido gradualmente. Durante los veinte años siguientes, se había ganado la reputación de renegado entre los renegados. Era como si hubiera querido darle un nuevo significado a la expresión «poco ortodoxo». Transgredía todas las normas, desafiaba todos los axiomas que se habían establecido sobre cómo debía llevarse un caso y, durante el proceso, se las arreglaba para enfurecer a muchos fiscales experimentados y a jueces que, de no verse frente a él, serían imperturbables.
Sin embargo, también había conseguido una cifra de éxitos nunca vista fuera de Hollywood o de la televisión. En un negocio en el que los fiscales alardeaban frecuentemente de índices de condena que iban desde el sesenta y cinco al noventa y cinco por ciento de los casos, y donde los abogados defensores oían las palabras «No culpable» sólo como consecuencia de un trato, Jaywalker lograba una tasa de absoluciones de más del noventa por ciento.
¿Cómo lo hacía?
Si se lo hubieran preguntado, probablemente no habría sido capaz de explicar su método de trabajo tan bien como lo llevaba a cabo. Sin embargo, aquéllos que lo veían trabajar habitualmente señalaban un fenómeno en concreto: cuando el jurado de un juicio de Jaywalker se retiraba a deliberar sobre un caso, habían entendido de verdad que su trabajo no era averiguar si el acusado había cometido el crimen. Más bien, su trabajo era averiguar si, basándose en las pruebas que se habían aportado en la sala del juicio, o en la falta de esas pruebas, la fiscalía había conseguido demostrar que el acusado había cometido el crimen, y si lo había hecho más allá de la duda razonable.
La diferencia era asombrosa.
Jaywalker se convirtió en una leyenda en 100 Centre Street. Sin embargo, su éxito había tenido un precio. Para empezar, se exigía a sí mismo llegar al juzgado mejor preparado que su adversario, pero no sólo diez veces mejor, sino cincuenta veces mejor. Apenas dormía cuando estaba en mitad de un juicio, y cuando dormía, siempre tenía papel y lápiz cerca, para apuntar los pensamientos inconexos en la oscuridad e intentar descifrarlos a la mañana siguiente. Preveía cualquier contingencia, tenía en cuenta todos los detalles y se organizaba con el fanatismo del obsesivo compulsivo que era. Cuando salía del juzgado después de otra absolución, miraba al cielo y daba las gracias a un dios en el que no creía, seguidas de una plegaria por no tener que enfrentarse nunca más a aquella experiencia tan difícil.
Sin embargo, siempre había otra ocasión.
Aunque su notable cifra de éxitos le granjeara la admiración de sus colegas de profesión, también les creaba un problema a esos mismos colegas. «Si él puede hacerlo», les preguntaban los clientes que lo conocían, «¿por qué no puedes tú?».
Por lo tanto, no era ninguna sorpresa que muchos de los que habían estado presentes en la vista disciplinaria de Jaywalker, los que lo admiraban en el aspecto profesional, los que le guardaban simpatía en el aspecto personal y los que le deseaban buena suerte con sinceridad, también se alegraran secretamente de librarse de él, aunque sólo fuera durante una temporada.
Sin embargo, incluso a los más aliviados les pareció desmedida una sanción de tres años por romper las reglas y sucumbir a algo que no parecía tan terrible, si se pensaba bien.
Todo aquello había ocurrido en septiembre.
En el mes de junio siguiente, durante la novena comparecencia del primer viernes de cada mes ante el tribunal de tres jueces, Jaywalker informó de que había conseguido resolver prácticamente todos los casos que le quedaban.
El chico de catorce años que estaba en el programa de desintoxicación había cumplido quince, se había desintoxicado y estaba en proceso de readaptación. El vendedor de bolsos sudanés había conseguido el estatus de residencia permanente, con una pequeña ayuda de Herman Greencard. La mujer sin hogar tenía un apartamento, un trabajo y la custodia de sus dos hijos. El ex pandillero había reincidido, había violado la libertad condicional y había huido a California del Sur, desde donde le enviaba a Jaywalker postales con bañistas muy poco vestidas, o sin vestir en absoluto. El tribunal había admitido a trámite la apelación del presidiario de Sing Sing, y se esperaba una decisión en poco tiempo. El caso del limpiador que se orinaba en los pantalones había sido desestimado; un conductor borracho se había declarado culpable de conducir un vehículo a motor bajo los efectos del alcohol. Un traficante de drogas de poca monta había tenido que conformarse con una sentencia de libertad condicional. Y un trilero había sido absuelto después de que Jaywalker convenciera al jurado de que la habilidad de su cliente para timar a sus víctimas era tan consumada que invalidaba por completo el elemento de «juego de azar» requerido por el lenguaje de la ley.
Nueve meses, nueve casos, nueve clientes, nueve resultados bastante buenos.
Sólo quedaba uno.
Samara Moss.
Se llamaba Samara Moss, y era una cazadora de fortunas. Al menos, ése había sido el consenso general en la prensa sensacionalista, desde que ella le hubiera echado las garras a Barrington Tannenbaum. Eso había ocurrido nueve años antes, cuando Tannenbaum tenía sesenta y un años. El hombre había amasado una gran fortuna con la compraventa de arrendamientos para la búsqueda y explotación de yacimientos de petróleo y gas en terrenos, y después la había multiplicado varias veces en el negocio de los transportes. Entre las cosas que transportaba había municiones, chalecos y petos salvavidas y aviones de guerra. Tenía una lista de clientes corta, pero la mayoría de ellos usaba títulos como «Sultán» o «Su Excelencia» antes del nombre. La fortuna de Tannenbaum se estimaba entre los diez y veinte mil millones de dólares.
Cuando se casó con él, la fortuna de Samara Moss se estimaba entre diez y veinte dólares.
Ella se había criado en un camping de Indiana, en una caravana, donde le habían dedicado la expresión «basura blanca» tantas veces que se había acostumbrado a oírla y ya no la consideraba un insulto. Su madre era una mujer soltera que trabajaba de camarera y de bailarina de striptease, y que durante su jornada laboral dejaba a Sam al cuidado de sus innumerables novios. Algunos de esos novios hacían caso omiso de Samara; otros la enseñaban a beber cerveza, a decir palabrotas y a tomar drogas. Cuando cumplió los diez años, Sam sabía liar un porro perfecto. A los doce, estaba fumando los porros que liaba. Por lo que contaba Sam, algunos de esos novios abusaron de ella en alguna ocasión, aunque ni siquiera hoy se sepa el alcance de esos abusos ni tampoco exista la certidumbre total. Sin embargo, hay dos cosas claras: era lo suficientemente guapa como para entrar a formar parte del equipo de animadoras a los doce años, y lo suficientemente indisciplinada como para que la expulsaran dos meses después.
Se escapó de casa el día después de cumplir catorce años, y primero fue a parar a Ely, Nevada, después a Reno y finalmente a Las Vegas, persiguiendo su sueño de convertirse en estrella de Hollywood. En vez de eso, se convirtió en camarera y en prostituta ocasional, aunque ella habría negado lo último rápidamente diciendo que sólo se acostaba con hombres agradables que la atrajeran, y que no tenía la culpa de que algunos de ellos decidieran expresar su admiración en forma de regalos, incluyendo ciertas cantidades de dinero.
Barrington Tannenbaum la vio por primera vez en Las Vegas, en el bar del Caesars Palace, a las tres de la madrugada de un domingo. Barry acababa de divorciarse, y aquél era su tercer fracaso en el amor. Aunque era absurdamente rico, también estaba solo y aburrido, y necesitaba un proyecto tanto como Samara necesitaba un amante rico y viejo. Y había algo sobre Barry Tannenbaum que reconocían tanto sus socios de negocios como sus rivales más acérrimos: una vez que se implicaba en algo, nunca lo hacía a medias. Desde el momento en que conoció a Samara, decidió salvarla, de la misma manera que ella decidió atraparlo a él. Si aquello no era un emparejamiento fabricado en el cielo, al menos sí tenía cierta cualidad sobrenatural.
Se ha dicho que todos estamos destinados a repetir nuestros errores, y la historia reciente ha demostrado con creces que Barry Tannenbaum era de los que se casaban. La verdad era que, además de un nuevo rico, era un tipo chapado a la antigua. Había crecido en un tiempo en el que, si uno quería a una chica, se casaba con ella, tenía hijos y vivía feliz para siempre. No fue raro, por lo tanto, que pese a sus anteriores fracasos sentimentales, Barry se sintiera obligado a hacer una mujer honesta de Sam en el sentido más anticuado de la expresión. Ocho meses después de haberla conocido, se casó con ella. En aquel momento, él tenía sesenta y dos años.
Samara acababa de cumplir diecinueve.
Los periódicos sensacionalistas no fueron los únicos que se mofaron de los cuarenta y dos años y los quince mil millones de dólares que separaban a la pareja. Parece que los oportunistas nos producen a todos sentimientos contradictorios. La prostituta convertida en heroína que interpretó Julia Roberts en Pretty Woman se gana nuestros aplausos cuando consigue al personaje millonario de Richard Gere, pero sólo porque el guión se encarga de dejar claro que ella no lo había pretendido desde el principio.
En el caso de Anna Nicole Smith, la Playmate del Año que se casó, a los veintiséis años, con un multimillonario de Texas de ochenta y nueve años, tuvo mucho menos apoyo público. Sin embargo, hubo un sentimiento generalizado y evidente de simpatía por ella cuando se supo que el hijastro de Anna Nicole, que tenía edad suficiente como para ser su abuelo, quizá intentara manipular la situación con demasiado énfasis para excluirla del testamento de su padre. En una encuesta que se realizó mientras el caso se llevaba al Tribunal Supremo, casi el cuarenta por ciento de los norteamericanos que tenían una opinión sobre el asunto respondieron que Smith se merecía todo o casi todo de los cuatrocientos setenta y cuatro millones de dólares que demandó cuando su esposo murió, un año después de haberse casado con ella.
Lo más probable era que Samara no hubiera tenido tan buen resultado en el tribunal de la opinión pública. Para empezar, estaba el detalle de que ella sólo vivió con Tannenbaum durante el primero de sus ocho años de matrimonio; ella había convencido a Barry para que le comprara una casa junto a Park Avenue diciéndole que nunca había tenido un hogar propio, y rápidamente fijó allí su residencia. Aquella casa costó cuatro millones y medio de dólares. Poca cosa, seguro. Pero un poquitín indecoroso, quizá.
Para continuar, estaba el detalle de las aventuras que tuvo Samara, algunas con discreción, pero otras con una franqueza que bordeaba en el exhibicionismo. A los quioscos no llegaba ni un solo número de la National Enquirer sin un artículo sobre El último lío de Sam, a menudo acompañado por una fotografía de la pareja adúltera entrando o saliendo de una discoteca, con una gran abundancia de escote o de pantorrilla a la vista.
Y, finalmente, estaba el detalle de que Samara había tomado un cuchillo de cortar carne y se lo había hundido a su marido en el pecho, «atravesándole el ventrículo izquierdo del corazón y causándole la muerte», tal y como había explicado el Fiscal del Distrito del Condado de Nueva York; explicación que fue seguida rápidamente por una acusación de asesinato, dictada por el jurado de acusación que examinó las pruebas contra Samara.
Momento en el cual hizo su aparición Jaywalker.
En realidad, Jaywalker no era un perfecto extraño para Samara Moss. Se habían conocido seis años antes, cuando ella había aparecido en su oficina, a la cual la había trasladado su chófer. O, para ser exactos, el chófer de Barry Tannenbaum. Lo cierto era que Samara no conducía en aquellos días. Dos semanas antes había tomado prestado uno de los juguetes preferidos de Barry, un Lamborghini de cuatrocientos mil dólares. Había encontrado las llaves una noche, había bajado al garaje, que albergaba doce coches y estaba situado bajo la mansión de Scarsdale de Barry, y se había puesto en camino hacia Manhattan. Había recorrido todo Park Avenue y la Sesenta y seis, cuando se dio cuenta de que había bajado demasiado e intentó hacer un cambio de sentido. Normalmente, uno ejecutaría esa maniobra entre las isletas elevadas que separan los carriles dirección sur de los carriles dirección norte. Sin embargo, Samara había intentado hacerlo a través de la parte central de una de las isletas, cometiendo un pequeño error de cálculo. El resultado había sido un accidente de un solo coche de cuatrocientos mil dólares, y un arresto por conducción temeraria en estado de embriaguez, por negarse a realizar la prueba de alcoholemia y por una violación del Código Administrativo poco conocida y rara vez utilizada, el «fallo al esquivar un objeto inmóvil».
Por decirlo de una manera suave, Barry se había puesto furioso. Había pagado la fianza de Samara y después le había encargado al chófer la tarea de encontrarle un abogado defensor que fuera lo suficientemente bueno como para librarla de la pena de muerte, pero no tan bueno como para que ella saliera de rositas. El chófer había pasado un par de días investigando, y parecía que había oído varias veces el nombre de Jaywalker.
Durante la hora y media que había durado la entrevista, Jaywalker no había sido capaz de apartar los ojos de Samara. Él ya había enviudado para entonces, y durante el transcurso de su vida había salido con una docena de mujeres más guapas que ella. Sin embargo, aquella muchacha tenía algo cautivador, algo, decidiría Jaywalker más tarde, que resultaba deslumbrante. Era menuda, no sólo de estatura y de complexión, sino que también tenía unos rasgos faciales delicados. Tenía el pelo oscuro y liso. Su labio inferior era demasiado grande para el resto de la cara, y le confería un gesto de mohín perpetuo. Sin embargo, eran sus ojos lo que más atrapaba a Jaywalker. Eran tan oscuros que habría que llamarlos negros, y tenían una mirada ligeramente vidriosa, como si hubiera llevado las lentillas durante demasiado tiempo o como si estuviera a punto de llorar. Y eran impenetrables, lo asimilaban todo sin dejar entrever absolutamente nada.
Las cosas que ella dijo tenían muy poco sentido, o ninguno. Había tomado el coche porque le apetecía. Se había bebido un buen vaso de whisky antes de conducir porque estaba nerviosa al tener que manejar las marchas del Lamborghini, que era algo nuevo y misterioso para ella. No, no tenía carné de conducir. Quería haber terminado en la Setenta y dos, pero había seguido por equivocación. Después, estaba intentando dar la vuelta hacia la izquierda cuando de repente había aparecido una isleta frente a ella y se había chocado. Lamentaba el accidente, pero no tanto.
–Barry tiene muchos coches –explicó.
Jaywalker le dijo que, dada la falta de antecedentes penales, estaba seguro de que podría evitarle la cárcel. Lo que no le dijo era que ningún juez con ojos en la cara iba a enviarla a Rikers Island. Sin embargo, sí le dijo que le impondrían algunas multas bastante elevadas. No importaba, dijo ella.
–Barry también tiene mucho dinero. Entonces, ¿acepta mi caso?
–Sí –dijo él.
Ella se puso en pie para marcharse. No podía medir más de un metro sesenta centímetros, pero llevaba unos tacones muy altos.
–Tenemos que hablar de mis honorarios –dijo Jaywalker.
–Hable con Robert –respondió ella, señalando vagamente hacia la sala de espera–. Yo no tengo permitido tratar de asuntos de dinero.
Llamaron a Robert. El chófer llevaba un uniforme con gorra incluida. Sacó un cheque de un bolsillo interior de la chaqueta y se sentó frente a Jaywalker, en el asiento que Samara había dejado libre. Jaywalker vio que el cheque estaba firmado, pero que estaba en blanco. Robert tomó un bolígrafo del escritorio, dado que había una docena esparcidos por toda la superficie, y miró a Jaywalker de forma expectante.
–Necesitaré una provisión de fondos para comenzar a trabajar...
Robert alzó una mano.
–Si le parece bien –dijo–, el señor Tannenbaum prefiere pagar la cantidad total por adelantado.
Jaywalker se encogió de hombros. En su trabajo, que consistía en tratar con delincuentes, uno intentaba conseguir la mitad o un tercio de los honorarios al principio, sabiendo que el hecho de cobrar el resto sería un proceso similar a la extracción de una muela. Con suerte, al final se cobraba el veinte por ciento. El que un cliente pagara la cantidad total por adelantado era algo que no sucedía.
Jaywalker se acarició la barbilla como si estuviera muy concentrado. De hecho, estaba intentando recuperarse de la impresión y dar con una cifra justa.
–Si no hay juicio... –comenzó a decir, en un intento de ganar tiempo.
–Sin condiciones –dijo Robert–. Dígame el total.
–Bien –dijo Jaywalker, antes de seguir acariciándose la barbilla.
Sus honorarios normales por un caso de conducción bajo los efectos del alcohol serían de dos mil quinientos dólares, más otros dos mil quinientos si el caso no se resolvía con una declaración de culpabilidad y había que ir a juicio. Jaywalker había cobrado más una o dos veces, pero sólo porque había un factor que complicaba las cosas, como por ejemplo una condena anterior por conducir en estado de ebriedad o si el caso era fuera de la ciudad y tenía que viajar.
Sin embargo, estaban el detalle del Lamborghini, el chófer, y el comentario que aún le resonaba en los oídos: «Barry tiene mucho dinero».
«Demonios, ¿por qué no intentarlo?».
–Los honorarios completos –dijo, con la voz más firme que pudo–, serán de diez mil dólares.
–De ningún modo –dijo Robert.
–¿Disculpe? –preguntó Jaywalker, fingiendo sorpresa. Sin embargo, supo al instante que lo había estropeado todo. La avaricia siempre rompía el saco.
–El señor Tannenbaum nunca lo aceptará –dijo Robert–. Cualquier cosa por debajo de treinta y cinco mil dólares le hará pensar que va a recibir un servicio de segunda.
Entonces, procedió a rellenar el cheque con aquella cantidad.
Dos horas después de que se hubieran marchado, Jaywalker todavía se estaba sacando el cheque del bolsillo cada quince minutos para mirarlo y contar los ceros un por uno, para asegurarse de que decía lo que él pensaba que decía.
Treinta y cinco mil dólares.
Había ganado menos por casos de asesinato.
Mucho menos.
El asunto se había resuelto con lo que Jaywalker consideraba resultados mixtos. Samara terminó declarándose culpable de conducir en estado de ebriedad y de conducir un vehículo de motor sin el permiso pertinente. Se declaró culpable en la tercera audiencia ante el tribunal, porque Jaywalker había conseguido dos aplazamientos porque temía que le retiraran de por vida la licencia para ejercer la abogacía por haber cobrado unos honorarios que podían equipararse a un robo.
Samara pagó, o más bien, Robert pagó en su nombre, una multa de trescientos cincuenta dólares, más otros cien dólares en concepto de costas del tribunal. También se le impuso la obligación de tomar un cursillo de un día sobre conducción segura, y a asistir a una clase de tres horas sobre el abuso de sustancias estupefacientes; y finalmente, le fue prohibido examinarse para obtener el carné de conducir durante un periodo de dieciocho meses.
Ésas eran las buenas noticias.
Las malas, al menos en lo que a Jaywalker concernía, fueron que su encaprichamiento con Samara no pasó del punto inicial. Robert siempre estaba presente, y la verdad era que, aunque no hubiera estado presente, Jaywalker debía admitir que las cosas no habrían sido distintas. Samara no indicó ni una sola vez que pudiera estar interesada en él, aparte de su representación legal. Cuando el caso terminó y él fue a abrazarla, algo que había hecho con hombres y mujeres, con asesinos y delincuentes, se dijo, ella apartó la cara en el último segundo, de modo que el beso aterrizó secamente en su mejilla.
–No te metas en problemas –le dijo él.
–No lo haré –prometió ella.
Las promesas, a veces, no se cumplían.
Seis años más tarde, Jaywalker estaba leyendo el New York Times cuando vio una noticia que le llamó la atención: Mujer acusada del asesinato de su esposo, un rico financiero.
Quizá no hubiera seguido leyendo, porque no tenía mucha empatía con los financieros, y menos con los financieros ricos. De hecho, estaba intentando decidir si la frase era redundante cuando su mirada dio con el nombre de Samara Moss Tannenbaum y se quedó allí clavada. Fue como si la estuviera viendo de nuevo, sentada frente a él en su oficina, incapaz de quitarle los ojos de encima como en aquel momento era incapaz de apartar la vista de su nombre.
Se obligó a parpadear una vez, después otra, sólo para poder mirar otra cosa. Después se sentó en la misma silla en la que se había sentado seis años antes, tras el mismo escritorio, y comenzó a leer la noticia.
Una mujer de veintiséis años ha sido arrestada esta mañana, acusada de asesinar a su marido, un financiero mencionado en la revista Forbes por tener una fortuna de más de diez mil millones de dólares.
De acuerdo con una de las fuentes de la investigación, que insistió en mantenerse en el anonimato debido a que no tiene autorización para hablar en nombre del departamento de policía, Samara Moss Tannenbaum ha sido acusada de apuñalar a su marido, Barrington Tannenbaum, de setenta años, una vez, en el pecho. La herida fue lo suficientemente profunda como para perforar el corazón de la víctima y hacer que se desangrara hasta morir.
(Continúa en la página 36).
Jaywalker desplegó el periódico y buscó la página en cuestión. Después la abrió con intención de leer el artículo completo, pero iban a pasar horas antes de que pudiera hacerlo. Lo que le detuvo fueron dos fotografías, típicos retratos de periódico en blanco y negro, colocados uno junto al otro. El de la izquierda era de un hombre ligeramente calvo con traje y corbata que tenía que ser la víctima. Sin embargo, Jaywalker ni siquiera leyó el pie de foto. Fue la imagen de la derecha la que lo capturó. Samara Tannenbaum lo miraba fijamente con sus ojos negros como el carbón y con su característico mohín en los labios. Jaywalker miró aquella fotografía durante horas.
Durante los dos días siguientes no pudo pensar en otra cosa. Pensaba en ella y soñaba con ella. Comió poco, durmió menos y perdió tres kilos.
Justo antes de las dos de la tarde del tercer día, se estaba preparando para acudir a un juicio cuando sonó el teléfono. Jaywalker iba a permitir que respondiera el contestador, pero en el último instante decidió descolgar el auricular.
–Jaywalker –dijo.
–Samara –dijo una voz femenina grabada, seguida de una masculina– llama desde una institución penitenciaria. Si desea aceptar el cargo de la llamada, por favor marque uno.
Jaywalker apretó el uno.
Se reunió con ella al día siguiente, en la Prisión para Mujeres de Rikers Island. Su conversación tuvo lugar a través de un agujero circular de doce centímetros y medio practicado en el centro de un cristal a prueba de balas y reforzado con cable.
–Tienes un aspecto horrible –le dijo él.
–Gracias.
Era cierto. Estaba horrible del mismo modo en que Natalie Wood hubiera estado horrible después de pasar cuatro días en la cárcel. O quizá Elizabeth Taylor de joven. Samara tenía el pelo enredado, los ojos hinchados y enrojecidos y la piel pálida. Llevaba el mono naranja de la prisión, que era al menos tres tallas más grande que la suya. Sin embargo, una vez más, Jaywalker se vio incapaz de apartar la mirada de ella.
–Yo no lo hice –dijo.
Él asintió. Aquella mañana había telefoneado al abogado que le habían asignado de oficio para que la representara en su primera comparecencia ante el tribunal. Habían hablado durante diez minutos, lo suficiente para que Jaywalker se enterara de que la acusación era de asesinato, de que los detectives habían ejecutado una orden de registro en la casa de Samara y de que habían conseguido muchas pruebas, incluido un cuchillo manchado de sangre seca, y que Samara, hasta el momento, negaba su culpabilidad.
Eso era lo normal. Muchos de los clientes de Jaywalker insistían en su inocencia al principio. Sólo cuando llegaban a conocerlo durante un tiempo se atrevían a confiar en él y le contaban la verdad. Él lo entendía, y entendía que parte de su trabajo era conseguir aquella confianza. También sabía que era un proceso, uno que no siempre se desarrollaba con facilidad. Algunas veces, ni siquiera se producía, y cuando ocurría eso, Jaywalker consideraba que era culpa suya y no de su cliente.
Estaba seguro de que con Samara, la confianza y la verdad llegarían, pero no en aquel momento ni en aquel lugar. No a través de un cristal reforzado y a prueba de balas, con un oficial de la prisión sentado a pocos metros de ellos y con algún micrófono escondido cerca. Así que, cada vez que Samara comenzaba a hablar del caso, él la interrumpía y le aseguraba que tendría tiempo de contarle su historia.
La verdad era que Jaywalker no había ido allí a ganar el caso en aquel momento, sino a conseguirlo.
–¿Acepta mi caso?
Era exactamente la misma pregunta que ella le había hecho seis años antes. No había olvidado casi nada de ella, pensó Jaywalker. Le dio la misma respuesta que le había dado entonces.
–Sí.
Ella sonrió.
–En cuanto a los honorarios –dijo él.
Jaywalker odiaba aquella parte, pero era su forma de ganarse la vida, de pagar las cuentas. Además, ya tenía problemas con el comité disciplinario, y seguramente iban a imponerle una suspensión más o menos larga.
Él había hecho mucho trabajo gratuito durante sus años de profesión, pero con la falta de empleo en su futuro inmediato, no podía permitírselo en aquel momento. Y menos en un caso de asesinato, cuando la acusada insistía en que era inocente y posiblemente insistiera en ir a juicio.
–Tendré un montón de millones –dijo Samara–, cuando el patrimonio de Barry sea prorrateado.
Él no se molestó en corregir la palabra que había usado. Sin embargo, sabía que pasarían meses, probablemente años, antes de que hubiera una distribución de bienes. Además, si Samara era condenada por haber matado a su marido, la ley le impediría heredar un solo centavo. Jaywalker no se lo dijo, por supuesto. Se limitó a preguntar:
–¿Y mientras tanto?
Ella se encogió de hombros.
–¿Debería ponerme en contacto con Robert? –le preguntó él.
–Robert ya no está –respondió Samara–. Barry descubrió que robaba.
–¿Y no hay un nuevo Robert?
–Hay un nuevo chófer, aunque... –su voz se acalló–. Pero –dijo, animándose de repente–, yo tengo una cuenta bancaria que es mía, más o menos.
Aquel «más o menos» le pareció extraño a Jaywalker, pero era un progreso. Recordó a la chica de veintiún años a la que no se le permitía tratar asuntos de dinero.
–¿Y cuánto dinero hay en esa cuenta?
–No sé. Unos doscientos...
–¿Eso es todo?
–Mil.
–Oh.
Jaywalker apuntó el nombre del banco y le explicó que le llevaría unos documentos para que los firmara, de modo que él pudiera sacar una cantidad como provisión de fondos. Después le explicó lo que iba a suceder durante las dos semanas siguientes: las pruebas se presentarían ante un jurado de acusación, y ella sería acusada. Le dijo que tenía derecho a testificar ante aquel jurado, pero que sería muy mala idea.
–¿Por qué?
–En este momento, el fiscal del distrito sabe tanto de los hechos como nosotros –respondió él–. De todos modos, terminarían por acusarte, y después podrían usar tu propio testimonio contra ti en el juicio.
Cuando ella lo miró de manera confusa, él le dijo:
–Confía en mí.
–De acuerdo –respondió Samara.
Él se sintió aliviado. No quería decirle en aquel momento que, si comparecía ante el jurado y negaba que hubiera tenido algo que ver con el asesinato de Barry, después no podría alegar la defensa propia, o argumentar que no estaba en pleno uso de sus facultades mentales en el momento del crimen, o que había matado a su marido en medio de una profunda alteración emocional. Aquéllas eran posibles líneas de defensa que Jaywalker quería mantener abiertas, que necesitaba mantener abiertas.
Finalmente, le dijo lo más importante:
–Mantén la boca cerrada. Este sitio está lleno de chivatos. Tu caso está en todos los medios de comunicación, y eso significa que todas las mujeres de la prisión saben por qué estás aquí. Cualquier cosa que puedas decirles se convierte en su oportunidad para poder negociar un trato con el fiscal en su propio caso, y salir de aquí. ¿Entendido?
–Sí.
–¿Me prometes que vas a tener la boca cerrada?
–Te lo prometo –dijo ella, e hizo ademán de cerrarse los labios como si tuviera una cremallera.
–Bien –dijo Jaywalker.
Sólo cuando estuvo fuera de la prisión, dirigiéndose hacia la parada del autobús que lo llevaría a Manhattan, recordó Jaywalker que en lo referente a las promesas cumplidas, Samara iba cero a uno.
Cuando Jaywalker llegó a Manhattan era demasiado tarde para ir al banco de Samara a averiguar lo que tenía que hacer para retirar dinero de su cuenta. Sabía que podía telefonear a la sucursal para hablar con el director o con alguien del departamento legal, pero sabía por experiencia que era mejor tratar aquellos asuntos en persona. A menudo le habían dicho que tenía un rostro sincero y algo que desarmaba a los demás, y había empezado a pensar que era cierto. Los miembros del jurado lo creían, los jueces confiaban en él e incluso los fiscales más severos tendían a abrirse a él. En realidad, Jaywalker era un poco estafador. «Presentadme a un buen abogado criminalista», les había dicho a sus amigos más de una vez, «y yo os mostraré a un manipulador experto». Después, se apresuraba a defender esa habilidad, incidiendo en el hecho de que establecer su credibilidad y su sinceridad no sólo era su especialidad, sino también algo de importancia fundamental para conseguir la absolución de un acusado inocente.
Hablaba menos de los culpables a los que también conseguía librar de su castigo, pero tampoco le quitaban el sueño. Creía apasionadamente en el sistema, que daba derecho a cualquier acusado a tener a alguien de su parte, alguien que lucharía por él con ahínco, todo lo bien que pudiera, por muy despreciable que fuera el individuo, por muy atroz que fuera su crimen o por muy abrumadoras que fueran las pruebas en su contra. Era cosa de los treinta mil policías, los dos mil fiscales y quinientos jueces de la ciudad luchar con ahínco, todo lo bien que pudieran, por encerrar al tipo de por vida. Así pues, no sentía la necesidad de disculparse por intentar ganar todos sus casos.
Telefoneó a Tom Burke, el ayudante del fiscal del distrito que llevaba la acusación de Samara Tannenbaum. Había visto el nombre de Burke en el artículo del Times, y el primer abogado de Samara se lo había confirmado.
–Burke –dijo una voz grave.
–¿Por qué no eliges a alguien de tu tamaño? –preguntó Jaywalker.
–¿Quién es?
–¿Qué pasa, que no tienes identificador de llamadas?
–¿Estás de broma?
–Yo nunca bromeo.
–¿Jaywalker?
–Muy bien.
A Jaywalker le caía muy bien Burke. Habían coincidido en un par de casos anteriormente, aunque ninguno había terminado en juicio. Barry no era un estudioso de la ley; era un abogado trabajador, que usaba su intuición y su experiencia, y una persona de fiar.
–¿Cómo demonios estás? –le preguntó.
–Bastante bien –respondió Jaywalker.
–Deja que adivine. ¿Samara Tannenbaum?
–Exacto.
–¿Por qué no me sorprende? Ah, claro. La representaste en aquel asunto de la conducción en estado de ebriedad.
–Veo que has hecho los deberes.
–¿Te la han asignado?
–No –respondió Jaywalker–. Hace tiempo que dejé el ámbito público, justo antes de que subieran los sueldos.
Era la verdad. Después de dejar la Sociedad de Ayuda Legal, Jaywalker había aceptado todos los casos que le asignaban los tribunales, aunque sólo adjudicaran honorarios de veinticinco dólares por la hora de trabajo fuera de los juicios y cuarenta y cinco por la hora de trabajo durante las sesiones. En aquel momento, su hija estaba estudiando derecho en la universidad, y él necesitaba hasta el último centavo para costearle la carrera. Cuando ella se había licenciado y había encontrado un trabajo, él había dejado de aceptar casos asignados, salvo como favor ocasional a algún juez, o cuando Nueva York instauró de nuevo, brevemente, la pena capital.
Unos años antes, debido a la presión de una demanda, habían decidido por fin subir las tarifas a setenta y cinco dólares por hora de trabajo. Sin embargo, Jaywalker no había tenido la tentación de volver; en aquel momento tenía mucho trabajo privado, y sus gastos eran lo suficientemente bajos como para no necesitar los ingresos extra. Hacerse rico nunca había sido una de sus prioridades.
–Perdona que te lo pregunte, pero –dijo Burke–, ¿quién te ha contratado?
–Samara. O al menos, va a hacerlo.
–No va a funcionar.
–¿Por qué?
–He conseguido una orden para congelar todas las cuentas de Barry Tannenbaum –respondió Burke–. Incluyendo una cuenta bancaria a nombre de Samara.
–Mierda –dijo Jaywalker. Fue todo lo que se le ocurrió.
Por supuesto, Tom Burke sólo hacía su trabajo. Había conseguido seguir la pista de los depósitos de la cuenta de Samara y le había demostrado al juez que todo el dinero, unos doscientos mil dólares, provenía de su marido. Según la ley, si Samara era condenada por su asesinato, perdería sus derechos sobre aquel dinero, así como sobre todos los demás bienes de Barry.
Después, Burke había informado al juez de que ya le había presentado el caso al jurado de acusación, que había votado a favor de acusar a Samara después de escuchar las pruebas y llegar a la conclusión de que ella había cometido el crimen. Basándose en ello, la juez, una mujer muy razonable llamada Carolyn Berman, había congelado todas las cuentas de Barry Tannenbaum, incluida la que estaba a nombre de Samara.
Aunque Burke y Berman sólo estuvieran haciendo su trabajo, el resultado le había causado un buen problema a Jaywalker. La buena noticia era que se libraba de tener que ir al banco; sin embargo, ese consuelo se veía ensombrecido por el hecho de que tendría que pasarse dos días rellenando papeles para que Burke y él pudieran comparecer ante la juez y tratar la justicia de aquella medida.
Lo hicieron un viernes por la tarde, una vez convocados en la Sala 30, en el undécimo piso de 100 Centre Street, el edificio de los Juzgados de lo Penal. Su casa, como le gustaba pensar a Jaywalker.
–La acusada tiene el derecho constitucional de elegir abogado –argumentó.
–Cierto –concedió Burke–, pero es un derecho limitado. Cuando eres indigente y no puedes permitírtelo, el tribunal te asigna el abogado, y tú no puedes elegirlo.
–Pero ella no es indigente, y puede permitirse contratar a un abogado –señaló Jaywalker–. Al menos, habría podido hacerlo hasta que ustedes decidieron que, en vez de que fuera ella misma quien se pagara la defensa, debían costeársela los contribuyentes.
Aquél era un argumento bastante rastrero, Jaywalker lo sabía, pero había media docena de periodistas tomando notas en la primera fila de la sala, y Jaywalker sabía que la juez no quería despertarse a la mañana siguiente y encontrarse con titulares como Una juez decreta que los contribuyentes paguen la defensa legal de una multimillonaria.
Al final, después de una ardua negociación, la juez Berman hizo una concesión parcial, como siempre intentaban hacer los jueces. Autorizó una utilización limitada del dinero de la cuenta bancaria para pagar los honorarios del abogado defensor y los gastos relacionados con la defensa. Sin embargo, fijó la tarifa de Jaywalker en setenta y cinco dólares la hora, que habría sido lo que habría ganado de ser Samara una indigente y de haber recibido él su caso por asignación del tribunal.
«Magnífico», pensó Jaywalker. «Aquí estoy, ganando treinta y cinco de los grandes por llevarle el caso de la conducción bajo los efectos del alcohol, y ganando lo mismo que un peón caminero por llevarle un caso de asesinato».
–Gracias –fue lo que le dijo, en realidad, a la juez Berman.
Con aquello, se dirigió hacia el secretario de sala y cumplimentó una notificación de comparecencia para declarar formalmente que era el nuevo abogado de Samara Moss Tannenbaum. Entonces, Tom Burke le entregó una caja de cartón de unos veinte kilos de peso que contenía copias de todas las pruebas que había contra su clienta. Hasta el momento.
Nada como pasarse el fin de semana leyendo.
Resultó ser una novela de terror.
Jaywalker comenzó a leer aquella misma noche, tumbado en la cama. En la caja que le había dado Burke había informes policiales, gráficos y fotografías de la escena del crimen, la orden de registro de la casa de Samara, una lista de los objetos que se habían encontrado allí, peticiones para que se llevaran a cabo exámenes científicos de las pruebas físicas y una pila de documentación.
Era mucho más de lo que debía darle el fiscal en aquella fase tan temprana del proceso. Muchos fiscales habrían usado técnicas obstruccionistas, habrían esperado a que la defensa presentara los documentos pertinentes y una orden del juez. Aquél, sin embargo, no era el estilo de Tom Burke, algo por lo que Jaywalker estaba muy agradecido.
Al menos, hasta que empezó a leer.