El día que el emperador mató un rinoceronte - Jerry Toner - E-Book

El día que el emperador mató un rinoceronte E-Book

Jerry Toner

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«El gran logro de Jerry Toner es enseñar al mundo la taberna romana en lugar del Senado, los cubículos en vez de las grandes villas».  Mary Beard, The Times Literary Supplement El emperador romano Cómodo quería matar un rinoceronte con arco y flechas, y quería hacerlo en el Coliseo. Su pasión por la caza era tan ferviente que soñaba con abatir todo tipo de bestias, y su destreza era tal que se afirmaba que nunca erraba un blanco. Durante catorce días, a finales del año 192 d. C., Cómodo organizó los combates entre gladiadores más fastuosos y espectaculares que Roma hubiera visto jamás. La gente acudió desde remotas regiones del imperio para presenciar un espectáculo en el que el propio emperador sería la atracción estrella, pues planeaba luchar en la arena como un gladiador más. ¿Por qué los gobernantes gastaban ingentes recursos en tan desmesurados espectáculos? ¿Por qué la plebe disfrutaba presenciando la matanza de animales y la lucha a muerte entre los hombres? ¿Cómo comprender en la actualidad su verdadero significado? Con brillantez y agilidad, Jerry Toner responde a estas preguntas examinando, entre otras, las nociones de honor personal, vigor viril y sofisticación que convertían los juegos en un poderoso relato sobre sí mismos  que a los romanos les encantaba contarse. «Solo hechos indudables, contados con claridad. En otras palabras, una delicia».Catherine Nixey, The Times

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Edición en formato digital: junio de 2024

Todas las imágenes del interior proceden de

Wikimedia Commons.

Título original: The Day Commodus Killed a Rhino: Understanding the Roman Games

En cubierta: © rawpixel

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© John Hopkins University Press, 2015

All rights reserved

Publicado por acuerdo con John Hopkins University Press, Baltimore, a través de International Editors.

© De la traducción, Victoria León

© Ediciones Siruela, S. A., 2024

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-10183-67-4

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

PRÓLOGO. Muerte del rinoceronte

CAPÍTULO I. Los grandes juegos de Cómodo

CAPÍTULO II. En Comodiana

CAPÍTULO III. Un emperador ama a su pueblo

CAPÍTULO IV. Alimentando al monstruo

CAPÍTULO V. Ganarse a la multitud

CAPÍTULO VI. Cómo ser un romano

EPÍLOGO. Resistencia

Agradecimientos

PRÓLOGOMuerte del rinoceronte

El emperador Cómodo quería matar un rinoceronte. Y quería hacerlo en el Coliseo. Su pasión por cazar animales era tal que también quería abatir un tigre, un elefante y un hipopótamo. Así que, a finales del año 192 d. C., ofreció durante catorce días los juegos más lujosos y espectaculares que Roma hubiera visto nunca. Y su atracción estrella iba a ser el propio emperador. Cuando se conoció la noticia, gentes de todos los rincones de Italia acudieron en estampida para ver lo que no se había visto y ni siquiera oído nunca: un emperador en la arena. Se contaba que la destreza del emperador era tal que no fallaba jamás al lanzar la jabalina o disparar una flecha con su arco.

Vestido con una túnica de manga larga hecha de seda y oro, Cómodo inauguró los juegos siendo recibido formalmente por los senadores romanos, demasiado aterrorizados como para no asistir. Cómodo se cambió entonces para lucir una toga de pura púrpura cubierta de estrellas de oro y rematada por una capa púrpura a juego con esta. En la cabeza llevaba una corona de oro con incrustaciones de gemas de la India. Y su mano sostenía una vara a semejanza de la de Mercurio, el mensajero de los dioses. Recientemente, el emperador se había aficionado a vestirse como Hércules, el hombre que, por sus actos heroicos, había llegado a convertirse en un dios. Por eso Cómodo también acostumbraba a vestir un manto de piel de león y a llevar una maza como Hércules, y se erigieron incontables estatuas del emperador vestido a la manera hercúlea por toda Roma. Pero, antes de salir al óvalo de arena del gran Coliseo, que los emperadores Vespasiano y Tito habían construido más de un siglo atrás, el emperador se deshizo del disfraz de Hércules. Este quedó sobre una silla de oro, y él se presentó ante la enorme multitud de cincuenta mil espectadores vestido de Mercurio antes de desprenderse de todas sus ropas y quedarse tan solo con una túnica.

Pero no se limitó a salir a la arena como un cazador normal. Se había construido una pasarela que atravesaba todo el anfiteatro que Cómodo recorrió para lucirse ante su fascinado público. Aunque aquello tendría más de tiro al pavo que de cacería. Los muros que sostenían la estructura separaban a los animales en pequeños rebaños debajo, y desde su posición de ventaja el emperador podía alcanzarlos fácilmente con su arco y con sus jabalinas. En la primera jornada, calentó matando él solo a cien osos. La multitud celebraba y aplaudía cada proyectil que daba en el blanco. El esfuerzo era agotador. A la mitad, el emperador se sintió cansado y, alzando una copa con forma de maza hercúlea, se bebió de una vez todo el vino fresco y dulce que contenía. «¡Salud!», gritó la multitud.

En los días que siguieron continuó la carnicería. Los animales eran conducidos hacia él o se los colocaban delante dentro de redes para que pudiera disparar a bocajarro. Incluso abatió a una dulce jirafa con sus lanzas crueles. Pero el rinoceronte representaba mayor dificultad. La presencia de un rinoceronte era lo que aseguraba la grandeza de los juegos. Solo transportar al animal hasta Roma había requerido un considerable esfuerzo logístico. Se trataba de bestias que resultaba difícil controlar. El emperador Tito había llevado un rinoceronte a los juegos con que se celebró la inauguración del Coliseo en el año 80 d. C. Al principio, el extraño animal solo fue exhibido ante la multitud, que contempló asombrada su gruesa piel y sus cuernos gemelos. Pero cuando llegó la hora de hacer luchar a la bestia, el rinoceronte no se mostró cooperativo. Sus cuidadores intentaron desesperadamente enfurecerlo golpeándolo con látigos, aterrorizados por lo que podría ocurrir si el animal fallaba. Al fin, el rinoceronte bajó la cabeza y estalló en una furia terrible. Salió a la arena y cargó contra un enorme toro al que levantó en el aire como si fuera un muñeco. Y la muchedumbre, que minutos antes se había estado quejando de que no pasaba nada, se quedó entonces sin aliento, sobrecogida.

Pero aquella no había sido la primera aparición de un rinoceronte en Roma. El gran adversario de Julio César, Pompeyo Magno, había llevado un ejemplar a sus juegos del año 55 a. C., aunque no está claro si el animal en cuestión era un rinoceronte africano de dos cuernos o un rinoceronte indio de uno solo. Ambos tipos estuvieron al alcance de los romanos, como atestigua el famoso mosaico de Piazza Armerina en Sicilia, donde encontramos un ejemplar indio. Y tampoco fue el rinoceronte de Cómodo, fuera del tipo que fuese, el primero en la historia de Roma al que se dio muerte para entretenimiento de las multitudes. El emperador Augusto hizo cazar uno como parte de sus juegos del año 29 a. C. para celebrar la inauguración de su templo dedicado a Julio César, su muerto y deificado padre adoptivo. Los líderes romanos parecen haber tenido cierta fijación por matar animales extraños. Con una piel de casi dos pulgadas de grosor en algunos lugares, un rinoceronte no es un animal que resulte fácil matar ni siquiera con un rifle moderno. Imaginemos la cantidad de flechas y lanzas o la ayuda de otros que Cómodo debió de necesitar para abatir a la pobre bestia.

Mosaico que muestra la captura de un rinoceronte.

Contamos con un testimonio al que agradecer todos esos vívidos detalles. Igual que su padre antes que él, Dion Casio era senador y, como sus compañeros, se vio obligado a asistir a los juegos y a saludar y aclamar al emperador. Veinte años después de la muerte de Cómodo, Dion escribió una historia de Roma en ochenta volúmenes que abarcaba un periodo de casi mil quinientos años. La sección dedicada al gobierno de Cómodo está repleta de testimonios de las disparatadas excentricidades del emperador. Y su desprecio hacia él es evidente. Había conocido de primera mano todas sus manías.

Dion no pensaba que Cómodo fuera malvado por naturaleza. El cronista consideraba más bien al emperador alguien extremadamente ingenuo. Pero ese carácter simple unido a su cobardía lo había llevado a perderse por el camino de las malas influencias. No tardó en adquirir hábitos perversos, crueles y lujuriosos que no lo favorecían en la comparación con su trabajador, modesto e inteligente padre, Marco Aurelio.

¿Por qué se comportaba Cómodo así? ¿Acaso estaba loco, simplemente? El hecho de que fuera el último líder romano en considerar que merecía la pena llevar un rinoceronte a sus juegos sugiere que sus actos deben verse en un contexto histórico más amplio. El propio Cómodo también se hallaba inmerso en una larga batalla contra el Senado, al que había llegado a detestar. Al final de sus juegos, Cómodo se acercó a las filas de los senadores levantando una cabeza de avestruz cercenada en lo más alto del cuello por una flecha en forma de hoz. No dijo nada; se limitó a mover la cabeza con una sonrisa que dejaba claro que quería hacer lo mismo con ellos. La primera reacción de Dion fue echarse a reír ante la ridícula escena: el hombre más poderoso del mundo amenazándolos con una cabeza de avestruz. Pero la risa nunca ha sido una sabia opción para enfrentarse a un tirano, y Dion tuvo que masticar unas cuantas hojas de laurel que llevaba sobre la cabeza para ocultar la suya.

¿Debemos tomar al pie de la letra el relato de Dion? Uno de los problemas fundamentales que siempre encuentran los historiadores de la Antigüedad es que las fuentes que han llegado hasta nosotros son parciales, están llenas de retórica y a menudo solo llevan a error. ¿Hemos de tratar el testimonio de primera mano de Dion como una crónica verdadera y rigurosa de los hechos? ¿O pudo haber otras cuestiones que influyeran en lo que escribió? Este breve libro intenta responder a estas y otras diversas preguntas que el extraño comportamiento de Cómodo suscita. ¿Por qué los emperadores emplearon aquellos vastos recursos en fastuosos espectáculos e incluso quisieron formar parte de ellos? ¿Por qué los romanos disfrutaban viendo matar animales y a hombres que luchaban a muerte entre sí? ¿Cómo podemos entender en el mundo de hoy lo que se dirimía en los juegos romanos?

Los juegos siempre han sido un fenómeno fascinante para los espectadores modernos. Los asesinatos en masa, las ejecuciones y los combates de gladiadores proporcionan un cóctel embriagador de un tipo de violencia y brutalidad que en Occidente hoy, por fortuna, casi nunca experimentamos (lo que, desafortunadamente, no puede decirse de otras muchas partes del mundo). No es de extrañar que provoquen fuertes emociones. La tradición cristiana de hostilidad hacia los juegos también tiñe nuestra visión de lo que sucedía en la arena. Resulta imposible pensar en los juegos sin pensar en los mártires cristianos arrojados a los leones (cosa que, aunque sucedió, fue en realidad bastante excepcional). Para muchos resulta difícil entender cómo la gran civilizadora Roma pudo desarrollar tal gusto por los espectáculos públicos violentos. Un autor moderno describía aquellos «sangrientos holocaustos humanos» como «el deporte más cruel que se haya inventado jamás». Y sostenía que «las dos instituciones cuantitativamente más destructivas de la historia son el nazismo y los gladiadores romanos».1

Pero, por innegablemente atroces que los juegos puedan parecer a ojos modernos, no es menos cierto que en el mundo romano representaban algo civilizado y singularmente romano a la vez. Séneca decía que los romanos veían la transformación de un hombre en un cadáver como un «espectáculo satisfactorio».2 El anfiteatro llegó a representar (y aún lo sigue representando) el edificio de Roma por excelencia. Las imágenes de gladiadores se incorporaron a toda clase de lugares domésticos: motivos decorativos de lámparas, carillones para ahuyentar a los malos espíritus, espléndidos frescos y mosaicos. Hubo romanos adinerados que decoraron sus villas con escenas de muertes y ejecuciones.

El propósito de este libro es tratar de entender la importancia de los juegos en un contexto social más amplio y explicar los atributos que los hicieron desempeñar tal papel. Hay que recordar que los juegos incluyeron otros espectáculos populares como las carreras de cuadrigas en el Circo Máximo y las frecuentes representaciones teatrales. De modo que, aunque centre la atención en las cacerías de animales y en los espectáculos de gladiadores en la arena, también traigo testimonios de esos otros espectáculos públicos que muestran hasta qué punto los juegos romanos fueron un fenómeno diverso.

Nos encantaría poder viajar atrás en el tiempo y visitar el Coliseo. No para presenciar las carnicerías (dudo que hubiéramos sido capaces de soportarlas), sino porque asistir a las cacerías, a las brutales ejecuciones de criminales y a los momentos estelares de los gladiadores habría sido como ver a la sociedad romana encapsulada en un solo lugar. Los juegos han adquirido un papel central en nuestra visión del Imperio romano como algo ligado a la decadencia. Mi intención ha sido ofrecer cierta noción de hasta qué punto la institución fue mucho más compleja en realidad. El primer capítulo da una versión de los distintos entretenimientos que ofrecieron aquellos catorces días de juegos que celebró Cómodo justo antes de morir y durante los cuales mató al rinoceronte. Describe las múltiples formas de combate, ejecuciones y martirios que tales juegos solían implicar. Y el capítulo también aborda otras formas de espectáculo de carácter no violento de las que han quedado testimonio. Representaciones teatrales, sorteos, apuestas y música se unían a las distracciones. Los capítulos posteriores mostrarán cómo los juegos poseían asimismo dimensiones políticas, al hallarse íntimamente unidos a la naturaleza de la relación del emperador con el Senado y con el pueblo romano; dimensiones sociales, en las que la masa desempeñaba un papel activo en la representación global; y dimensiones culturales, pues los juegos se servían de significaciones profundamente arraigadas para lograr su importancia y efecto. Solo ponerlos en marcha requería un enorme esfuerzo logístico que en sí mismo demuestra lo importantes que fueron para los romanos. Y el libro termina observando los juegos desde el punto de vista de las víctimas para tratar de ver cómo algunos intentaron resistir a aquella aplastante fuerza cultural.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1M. Grant, Gladiators (Londres: Weidenfeld & Nicolson, 1967), pp. 124 y 128. 2. Séneca, Epístolas, 95.33 satisque spectaculi.

CAPÍTULO ILos grandes juegos de Cómodo

Hizo falta un gran esfuerzo para aprender a matar a un rinoceronte. Cómodo empleó como instructores a los más hábiles arqueros persas y a los más certeros lanzadores de jabalina mauritanos. Y, al fin, en virtud de una combinación de talento natural y trabajo exigente, el emperador logró superarlos a todos. En su villa de Lanuvio, a unas veinte millas del centro de Roma, el emperador había lanzado miles de flechas y centenares de jabalinas a blancos inertes y vivos. Su puntería no pudo ser igualada por nadie.

Pero ahora el líder del mundo conocido iba a mostrar su destreza en el Coliseo ante las masas del pueblo romano. Además de los osos y el rinoceronte, cazó ciervos, corzos y toda clase de animales con cuernos. Al enfrentarse a criaturas dóciles, se atrevió incluso a bajar de la pasarela a la arena para perseguirlos, anticipándose a sus carreras y acabando con ellos con lanzamientos letales. Cuando cazaba bestias más feroces, como leones o leopardos, solía permanecer fuera de peligro en su posición de ventaja, aunque una vez lanceó a un elefante. Su puntería era tal que casi nunca necesitaba una segunda jabalina para matar a un animal. En cuanto este saltaba, le apuntaba a la frente o al corazón y acababa con él de forma instantánea. Cuando se abrió una trampilla y aparecieron cien leones, el emperador los mató empleando exactamente cien lanzas. Incluso los hizo caer formando hileras perfectas para que los espectadores pudieran contarlos con facilidad.

Mosaico que muestra a un cazador lanceando a una pantera.

La multitud quedó asombrada ante la destreza del emperador. Y también ante la asombrosa variedad de animales exhibidos. Desde las remotas India y Etiopía, de Britania, al norte, y de las tierras germanas, más allá del Rin, llegó toda una colección de animales exóticos. Pero Cómodo no fue, de ningún modo, el primer emperador que creó semejante fantasía zoológica. Un siglo antes, por ejemplo, Tito había celebrado la inauguración del Coliseo con batallas de grullas y elefantes. Nueve mil animales murieron en aquella extravagancia de Tito. Incluso las mujeres participaron en la matanza.

Tampoco iba a ser el último. Una década después, en el año 202 d. C., Septimio Severo celebró sus diversas victorias militares en su décimo año en el poder organizando extraordinarios espectáculos. Sesenta jabalíes lucharon entre sí. Se mató a un elefante. Y se dice que incluso se exhibió y se dio muerte a una nueva especie de la India, llamada crocuta, nunca vista hasta entonces en Roma. Aquel extraño animal tenía el color de una leona y un tigre combinados y, aunque se parecía a ellos en líneas generales, también reunía rasgos de perro y de zorro. Pero el momento estelar del espectáculo llegó cuando todo el anfiteatro se disfrazó de una especie de barco gigantesco. Y de repente toda la escena cayó para revelar setecientos animales distintos. De los escombros surgieron osos, leones, panteras, avestruces y bisontes, todos atacándose entre sí en medio de la confusión. Los cazadores acabaron con todos.2

No, no hubo nada nuevo en la crueldad con los animales de los juegos de Cómodo. Se había convertido en práctica común comenzar los juegos que se celebraban en el anfiteatro con una cacería matinal, la venatio. Los animales a veces morían a manos de cazadores expertos que, al igual que Cómodo, los mataban con flechas y lanzas, y a menudo utilizaban perros para perseguir a sus presas. Otras se los hacía luchar entre sí: la de toro contra oso era una combinación popular. Los empujaban con látigos y hierros candentes hasta que uno de ellos atacaba al otro.

Pero la crueldad no era la única opción. A veces los animales simplemente se exhibían para admiración de la multitud. Otras se adornaban para que resultaran aún más interesantes. Los toros podían pintarse de blanco y se les cubrían los cuernos de oro, y a las ovejas les teñían las lanas de escarlata o de púrpura. Los cazadores también ofrecían exhibiciones de complejas acrobacias para esquivar las furiosas embestidas de los animales que intentaban atacarlos. Y había animales adiestrados que también brindaban al público diversión y entretenimiento. En cierta ocasión, se pudo ver a unos leones que dieron caza a unas liebres para luego dejarlas mansamente a los pies de su domador. Parecía que hasta la propia naturaleza hubiera sido conquistada.

Siguiendo la tradición, la cacería había inaugurado los juegos de Cómodo. Pero ya habían sucedido muchas cosas antes del comienzo del espectáculo propiamente dicho. La noche anterior, como organizador de los juegos, el emperador había ofrecido un festín a los gladiadores que iban a aparecer al día siguiente. La gente podía ir a ver a aquellos hombres en lo que era la antigua versión de la última cena del condenado a muerte. Algunos gladiadores comían de buena gana, disfrutando todo lo posible de la que podía ser su última comida y con el propósito de asegurarse la carga de carbohidratos necesaria para el gran esfuerzo físico que les esperaba al día siguiente. Otros no mostraban el menor apetito, aterrorizados ante la perspectiva.

El mismo día de los juegos, el emperador había encabezado un gran desfile hasta el anfiteatro. La larga procesión incluía músicos, gladiadores y peanas con imágenes de los dioses y de los emperadores deificados. Los gladiadores iban vestidos con coloridas capas de color púrpura con bordados de oro. Caminaban orgullosamente, seguidos por los esclavos que portaban sus armas y armaduras. Aquellos héroes de la arena eran a menudo famosos entre el público, y antes de los juegos se habían colocado retratos suyos de tamaño natural en los pórticos públicos como parte de la publicidad del espectáculo.3 La multitud aclamaba a sus favoritos. Y, cuando la procesión finalizó, se ofreció un sacrificio invocando a los dioses para que siguieran otorgando su protección al Estado de Roma.

Cuando Cómodo subió a su palco imperial, la multitud se dispuso a disfrutar del extravagante entretenimiento que la aguardaba. Sabían que no se escatimarían esfuerzos en aras de su diversión y entusiasmo. Podían oír los bramidos amortiguados de las bestias encerradas en las celdas bajo el suelo de madera cubierto de arena del anfiteatro (la palabra arena viene del latín). Pasaban pancartas que anunciaban a la multitud en qué orden se desarrollarían los espectáculos. Quienes no sabían leer se confiaban a los que sabían para informarse del programa. Pasaban acomodadores ofreciendo aperitivos gratis. Una fina bruma de agua aromatizada salpicaba a la multitud. Y entonces, en un momento de pausa, después de que el emperador hubiera hecho su grandiosa aparición vestido de cazador, se celebró el sorteo. Llovieron sobre la multitud unas bolitas de madera. Inmediatamente, todo el mundo empezó a pugnar por hacerse con ellas y se intercambiaron puñetazos y patadas en la poco edificante lucha por hacerse con una. Otorgaban al afortunado portador el derecho a un premio que podía consistir en dinero y alimentos e incluso objetos de lujo como oro, esclavos, caballos o hasta propiedades.

Tras la cacería, llegaron las ejecuciones. Se acercaba ya el mediodía y la multitud empezó a decrecer a medida que algunos dejaban sus asientos para ir a almorzar o quizá a dormir una siesta antes de regresar para ver a los gladiadores por la tarde. El entretenimiento descendía un tanto de nivel. Un criminal llegó en un pequeño carro, desgreñado, desarmado y atado en vertical.4 Lo pusieron delante de un leopardo. Una criatura dócil en condiciones normales, al felino lo habían enfurecido previamente con golpes de látigo. De inmediato se arrojó sobre el pecho desnudo del hombre y lo agarró con sus poderosas mandíbulas. Con las manos atadas a la espalda, este no podía defenderse. La sangre salía a chorros de los grandes tajos que las afiladas garras y los dientes del felino abrían en su carne. «¡Disfruta del baño!», gritó alguien en la multitud burlándose de la lluvia de sangre alrededor de la víctima.

Nadie en la multitud sabía cuál era el crimen por el que aquel hombre había sido condenado a tal destino. Podía haber sido un asesino, un prisionero de guerra o un esclavo fugado. A los condenados se les entregaban a veces ligeras armas de madera. Sin entrenamiento, no tenían la menor oportunidad ante el animal que lanzaban contra él; aquello solo prolongaba la agonía. No era de extrañar que algunos prefiriesen quitarse la vida antes que afrontar semejante destino. Un prisionero germano entró en los baños y se metió el palo de esponja que los romanos utilizaban para limpiarse el trasero por la garganta hasta morir de asfixia. A otro lo estaban llevando a la arena en el carro cuando, fingiendo cabecear dormido, metió la cabeza entre los radios de la rueda y logró romperse el cuello de ese modo.5

Las ejecuciones no siempre eran directas. Algunas consistían en escenificaciones en las que los condenados se convertían en las estrellas protagonistas de su propia destrucción. Las escenas tomadas de la historia, la mitología y la literatura eran populares. De ese modo, colocaban el brazo de un hombre al fuego para representar a Mucio Escévola (el héroe legendario de los primeros tiempos de la Roma republicana, que había puesto la mano en el fuego para demostrar al enemigo la bravura de los soldados romanos). O se reproducían la castración mítica de Atis o la pira de Hércules en el monte Eta. Incluso la unión mitológica de Pasífae y el toro llegó a hacerse realidad. Eran ejecuciones que daban expresión dramática al deseo de la sociedad de castigar a quienes quebrantaban sus leyes.

Y el lugar donde se desarrollaban esas atroces ejecuciones al mediodía no era ninguna sucia prisión o espacio público. Los romanos habían invertido cantidades cada vez mayores en erigir edificios formidables para albergar aquellos festivales de muerte. Y la cumbre fue el Coliseo, asentado en el mismo corazón de Roma. Arquitectónicamente, este representaba una serie de arcos triunfales que reflejaban las victorias sobre los judíos, quienes habían pagado su construcción. Se hallaba decorado con todo tipo de lujos. Estatuas, estucos y enyesados de colorido brillante recibían a los espectadores. Toda la experiencia estaba cuidadosamente diseñada para generar una sensación de absoluta sobrecarga sensorial. Desde la toga púrpura con galón de oro del emperador a las atronadoras tubas de los músicos y las esencias del agua rociada sobre la multitud, se trataba de una experiencia intensamente física para todos los implicados. Los espectadores se levantaron cuando Cómodo guio la procesión hasta la arena y corearon su nombre en la aclamación ritual. Las trompetas sonaron para dar comienzo a los combates. Luego las flautas anunciaron la primera lucha entre gladiadores. Aquellas señales sensoriales subrayaban las acciones e indicaban al público qué hacer en cada momento. Actuaban como resortes que decían a la multitud qué estaba a punto de ocurrir y cómo sentirse.

Toda la monótona cotidianidad de la vida ordinaria daba un vuelco en aquellos grandes juegos imperiales. La luz y el color se empleaban para dramatizar los acontecimientos. Si tomamos al pie de la letra el testimonio de nuestras fuentes, un tanto dadas a la exageración, el emperador Domiciano hacía que un círculo de luces bajara al anfiteatro cuando llegaba el atardecer para transformar la noche en día. Calígula celebraba espectáculos nocturnos e iluminaba la ciudad entera, cosa que muchos entendían como una muestra de sus gustos antinaturales. Calígula y Nerón incluso preferían el polvo de color —blanco, rojo o cobrizo azul verdoso— a la arena. En verano, se colocaban toldos de lona sobre la multitud para protegerla del sol riguroso. Y en los teatros aquellos toldos eran a menudo de sedas de colores que creaban efectos de irradiaciones sobre el público y el escenario, a modo de vidrieras policromadas. Aquella sombra era también el símbolo de la vida ociosa que tradicionalmente había sido el privilegio de la nobleza terrateniente. La sombra de la multitud se unía a la deslumbrante reflectancia de la arena para centrar la atención en la acción que se desarrollaba en el centro del auditorio. Se consideraba que los mejores combates eran aquellos en que los contendientes no huían hacia los rincones y la carnicería se desarrollaba en el medio, donde podía verlos con claridad todo el anfiteatro.

Los animales exóticos, con su apariencia a veces mejorada por los adornos, sus rugidos y los gritos de las víctimas complacían el gusto de la gente por el entretenimiento extravagante y desmesurado. Los espectáculos eran verdaderamente impresionantes en todos los sentidos. No habría muchos en el público capaces de apreciar o siquiera entender los matices contenidos en las complejas decoraciones, inscripciones y referencias mitológicas. Al contrario, era la brocha gorda de la desmesura lo que lo atraía. Los detalles del escenario servían en conjunto para crear un ambiente en el que la multitud podía sentir que el mundo entero era solo una fuente de entretenimiento para ella. Era la cumbre del lujo en el ocio.

Llegaba la tarde y, para entonces, la serie B de las ejecuciones ya había terminado. Los asientos vacíos se habían llenado en medio de la expectación ante el momento estelar del día. «Traed a los gladiadores», gritaban. Después de desfilar por la arena ante la multitud, se presentaron ante el propio emperador; los luchadores eran lo que la gente había ido a ver en realidad. Pero la muchedumbre tendría que esperar un poco más todavía. Primero habría un incruento entrenamiento con armas de madera y látigos para ir animando al público. Luego, con toda formalidad, se pondrían a prueba las armas de los gladiadores para demostrar que eran lo bastante afiladas como para matar a un hombre. Y en algunos combates habría que echar a suertes qué pareja luchaba primero, aunque probablemente lo más habitual fuera disponer un orden que maximizara la emoción, culminando con el combate entre las dos grandes estrellas. Entonces sonaban las tubas y la lucha comenzaba.

¿Cómo era ser un gladiador? ¿Qué se sentía al enfrentarse a la muerte delante de cincuenta mil romanos vociferantes? Un testimonio de ficción de la época del Imperio romano que ha llegado a nosotros describe los pensamientos que pasaban por la cabeza de un gladiador novato mientras aguardaba para salir a la arena. Describe cómo todo el lugar bulle con los preparativos de la muerte: un hombre afila una espada y otro calienta planchas de metal al fuego, planchas que se usaban para comprobar que el gladiador caído no estaba fingiendo su muerte. Sabiendo que no tenía la menor oportunidad ante su experimentado adversario, el novato veía pasar la camilla que arrastraría más tarde su cadáver. Todo cuanto veía a su alrededor eran los preparativos de su propio funeral. Entonces sonaron las trompetas «con el sonido fatal que presagiaba mi muerte».6

Luego llegan las heridas, los gemidos y la sangre por doquier. Su terror es palpable: «Todo el peligro se mostraba ante mis ojos». Comienza a tener esos flashbacks de momentos felices propios del momento de la muerte: «Los tristes recuerdos de las dichas del pasado venían a mí». Se apodera de él la desesperación del «condenado a sufrir una muerte ignominiosa». Esa era la desesperación atribuida a la mente del gladiador.

Si nos fijamos en su escasa vestimenta, resulta fácil comprender esa sensación de desamparo en los gladiadores. Apenas cubiertos por un taparrabos sujeto por un cinturón y protegidos tan solo por un casco y un escudo, correas de cuero en las piernas y un guardabrazo, llevaban los torsos desnudos y expuestos. Había diferentes vestimentas y armas en función del tipo de gladiador. El retiarius, o luchador de la red, llevaba un tridente y una red lastrada con la que podía atrapar a su adversario. Sin escudo y con la cabeza descubierta, solo iba protegido por una hombrera en el brazo izquierdo, que a menudo tenía un borde de metal levantado para proteger el hombro y el cuello. También llevaba una daga larga en la misma mano que el tridente como arma de último recurso. Al no tener armadura, se veía obligado a luchar desde lejos, tanteando y amagando con su tridente y tratando de hacer caer al rival y atraparlo en su red. Por supuesto, el precio de la protección de la armadura era la pérdida de movilidad. Los gladiadores de armadura más pesada, como el murmillo (llamado así por el pez que adornaba su casco), al que solía enfrentarse el retiarius, carecían de la velocidad y la agilidad del hábil luchador de la red. Y lo mismo le ocurría al tracio, que llevaba un escudo más pequeño, pero utilizaba unas canilleras de mayor tamaño, llamadas grebas, para ganar protección.

Había otros tipos más exóticos. El essedarius luchaba desde un carro del estilo de los que se hallaban en Britania y que pudo ser introducido por Julio César tras su campaña en la isla. Los laquearii cazaban a sus oponentes con lazos. Otros luchaban con dos espadas, una en cada mano, y hasta había un tipo, el andabata, que al parecer combatía con los ojos vendados. Tampoco siempre luchaban solos. A veces peleaban en grupo, recreando escenas de batallas famosas del glorioso pasado militar romano. E incluso podían representarse batallas navales, que utilizaban los lagos construidos exprofeso cerca del Tíber, en las que luchaban hasta tres mil hombres a la vez.

Nos querríamos demorarnos demasiado en la descripción detallada de los diferentes gladiadores. Parece que existieron numerosas variantes locales entre los distintos tipos de combatientes. No había emparejamientos ni orden fijos en los combates. Las pequeñas diferencias entre los espectáculos probablemente se percibían como variaciones sobre un tema conocido. Lo que importaba por encima de todo era ofrecer una buena pelea. Aunque muy distintos en estilo y apariencia, se ponía gran cuidado en equilibrar los grados de destreza de los oponentes para maximizar el espectáculo. Nadie quería ver una victoria fácil. Incluso los propios gladiadores tenían a menos combatir con alguien inferior, pues sabían que no se ganarían ningún respeto derrotando a un rival indigno.7

Imaginemos que en los juegos de Cómodo el primer combate fuera entre la pareja habitual de un luchador de la red o retiarius y un perseguidor o secutor. Sus nombres serían los de dos chicos guapos de la mitología, Narciso y Jacinto. No hay evidencias directas de que se hicieran apuestas en los combates de gladiadores, pero parece muy probable que las hubiera (aunque la carrera de cuadrigas en el Circo Máximo fuera seguramente el principal foco en el que estas se concentrarían). De ser así, ello habría añadido aún más interés para la multitud. El secutor sería un novato y atacaría al retiarius con su espada corta mientras vigilaba desde el borde de su escudo. El más experimentado luchador de la red retrocedería, observando y esperando la oportunidad de lanzar su tridente a la cabeza o las piernas del adversario o de arrojarle su red. A pesar de la temperatura fresca de un día de diciembre en Roma en el que la temperatura no habría sido muy superior a los trece grados, resultaría un esfuerzo sofocante. El perseguidor, arrastrando su armadura y sus armas pesadas, pronto empezaría a jadear. El casco solo serviría para dificultarle aún más la respiración.

Libre de tales trabas, el reciario seguiría esquivándolo con saltos ágiles. encantado de agotar a su oponente en una guerra de desgaste. El juez y su ayudante, así como los entrenadores de los hombres, urgirían a los contendientes a aumentar el ritmo cuando mostraran signos de flaqueza. Aunque el ruido de fondo haría casi imposible para el secutor oír lo que le decían desde el interior de su pesado casco. La lucha tendría acompañamiento musical de flautas, cuernos, hydraulis e incluso cantos que se oirían por toda la arena, y a veces la música incluso parecería acompañar a la acción. La multitud animaría a su gladiador favorito gritando sugerencias. Quizá el secutor oyó alguna de ellas, pues de repente logró agarrar del costado al reciario haciéndole creer que iba a ir en una dirección, pero lanzándose repentinamente en la otra. «¡Ya lo tiene!», gritó la multitud.

La sangre correría por la pierna del reciario, pero solo era una herida superficial. Estaba entrenado para enfrentarse a esos contratiempos menores. Furioso consigo mismo por haber perdido la concentración, rápidamente recobraría la compostura y escaparía de los frenéticos intentos de su adversario por acabar con él. Aquellos esfuerzos costarían caros al secutor. Conforme aumentaba su cansancio, su defensa iría resquebrajándose. El reciario empezaría a jugar con él mientras crecía la desesperación en sus pulmones. La multitud lo adoraría y lo aclamaría como si fuera un matador de toros en la plaza ante un animal ya exhausto. Su mayor experiencia —habría luchado en ocho combates de los que había ganado seis y obtenido el perdón en el resto— empezaría a contar. Y, al fin, considerando que ya habría entretenido a la multitud lo suficiente, el reciario se dispondría a dar el golpe de gracia.

El cansado secutor sería demasiado lento al esquivar la embestida. Y eso daría al reciario la oportunidad que necesitaba. Envolviendo hábilmente en su red el brazo armado del secutor, golpearía el escudo de su adversario con su tridente y lograría derribarlo. Luego el retiarius lo inmovilizaría en el suelo apretando el tridente contra su garganta. Todo gladiador sabía que estaba obligado a luchar hasta ver la señal. Y en ese momento aparecería. El secutor derribado soltaría la espada y levantaría el índice izquierdo pidiendo clemencia.