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No conoces del todo a un chico hasta que no has estado de vacaciones con él... Cuando el exnovio de Drew Wilson, el músico de rock Joel Six Bailey, le pide que lo acompañe en su viaje familiar a Hawái justo cuando su vida se está desmoronando, ella decide que es el momento perfecto para darle otra oportunidad. ¿El problema? La familia Bailey incluye al desagradable, pero muy sexy, hermano mayor de Six, Joshua, un médico de una ONG que ha odiado a Drew desde el momento en que se conocieron, y que hasta llegó a sugerir una vez que escondieran los artículos de plata de la casa familiar porque ella era capaz de robarlos. Drew está decidida a ganarse a los Bailey y darle una oportunidad a Six... Pero Joshua se lo pone cada vez más difícil. No solo porque él se interpone en su camino a cada paso, sino porque, a medida que una aventura tropical lleva a la siguiente, comienza a preguntarse si el ya no tan odioso Joshua podría ser el hermano por el que realmente se siente atraída.
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Seitenzahl: 436
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Título original: The Devil and the Deep Blue Sea
Primera edición: junio de 2022
Copyright © 2022 by Elizabeth O'Roark
© de la traducción: Lorena Escudero Ruiz, 2022
© de esta edición: 2022, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid phoebe@phoebe.es
ISBN: 978-84-19301-24-6
BIC: FRD
Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®
Fotografía del modelo: IStock.com/Danilo Anjus
Fotografía de cubierta: Dudarev Mikhail/Shutterstock
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
Índice
Primera parte. Oahu
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Segunda parte. Lanai
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Tercera parte. Kauai
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Cuarta parte. Oahu (II)
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Quinta parte. En casa
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Agradecimientos
Contenido especial
Para Sallye Clark, la mejor compañera de viajes que podría desear.
Gracias por mostrarme cómo vive la otra mitad del mundo.
«Muchos opinan que es la isla más hermosa de todas,así que no hay que perdérsela».
De Oahu: The Adventure of a Lifetime.
21 de enero
Drew
Las historias de amor son como los recorridos en autobús: puedes coger el exprés —breve y directo, sin emoción alguna, pero te lleva donde quieres—, o puedes convertirlo en un viaje por carretera: con montones de trasbordos y paradas, confiando a ciegas en que encontrarás algo extraordinario.
Yo no necesito nada «extraordinario», y tampoco confío en nada a ciegas, pero un vuelo de trece horas para ver a un ex tampoco puede calificarse como exprés, que digamos.
Honolulu aparece al otro lado de la ventana del avión. Los escarpados bordes del cráter de Diamond Head se alzan imponentes a mi derecha, acompañados de la blanca arena y el agua más azul que hayas visto jamás.
«Ven a Hawái», me dijo Six después del incidente que echó a perder mi carrera. «Deja que tu publicista los convenza de que ha sido culpa del agotamiento».
Es muy persuasivo, mi ex. Mi mejor amiga, Tali, usaría la palabra «oportunista». De hecho, esa fue exactamente la palabra que utilizó. Pero es que ella tiene unas expectativas mucho más elevadas acerca de los hombres que yo.
Así que aquí estoy, bajándome del avión con los ojos pegados para toparme de bruces con un sol cegador y un aire húmedo y pegajoso… Lista para darle otra oportunidad mientras trato de ignorar que había «trampa» en todo este asunto, una que no me contó hasta que ya no pude echarme atrás: que toda su familia también ha venido.
—¡Ahí está! —grita una voz, y de repente la madre de Six, Beth, se abre paso a empujones entre la multitud para abrazarme como si fuera su hija perdida tiempo atrás en vez de la exnovia a la que solo ha visto una vez.
Supongo que es un encanto, pero la verdad es que necesito quitarme la capucha de la sudadera. Este aeropuerto o bien no tiene aire acondicionado o bien considera «agradable» una temperatura de treinta grados.
—Hemos llegado hace poco —dice, abrazándome todavía—, y hemos pensado: ¿qué tal si esperamos a Drew?
—Qué divertido —anuncia una voz huraña que reconocería en cualquier parte y que hace que el estómago se me retuerza como si estuvieran apretándomelo en un puño—. No recuerdo que sea eso lo que ha pasado.
Levanto la mirada, mucho, para encontrarme con Joshua Bailey, el hermano de Six, que se cierne detrás de su madre como si fuera la Parca: casi dos metros de altura de pura masculinidad. Sus ojos se encuentran con los míos, y ambos hacemos una mueca al mismo tiempo. La mirada que me está echando es en parte de odio, en parte de evaluación. Es cómo miras a alguien cuando quieres matarlo y que parezca que ha sido un accidente.
—Estás sudando —afirma Joshua, pasándose una mano por el pelo de color castaño claro. Hace que la necesidad humana de refrescarse cuando se tiene calor parezca un defecto.
—Y tú pareces haberte vestido para asistir a una convención sobre planificación urbanística —replico, alzando la mirada de sus pantalones caqui a su camisa planchada a la perfección. Dios, menudo cretino está hecho.
Aunque un cretino macizo, todo hay que decirlo.
Si el karma existiera de verdad, Josh sería espantoso, pero la verdad es que tiene esos ojos en los que cualquier mujer podría perderse, de color azul claro y enmarcados por pestañas oscuras que parecen irreales, una estructura ósea perfecta, y un labio inferior relleno de los que quitan el hipo, si es que te van ese tipo de cosas. Además, es ridículamente alto, de hombros anchos y musculoso, ese tipo de hombres que te hacen pensar que tienes delante de ti toda una fuerza de la naturaleza.
Repito: si es que te van ese tipo de cosas.
Se gira hacia la rubia escultural que hay detrás de él.
—Sloane, ¿recuerdas a Drew? —pregunta, pronunciando mi nombre como si fuera la chica que envenenó el pozo de la ciudad o que quiso robarle la plata de la familia, que es lo que parece creer de verdad.
¿Y cómo es que siguen siendo pareja? Estuvieron juntos en Somalia, pero Sloane se mudó a Atlanta el verano pasado y es demasiado estirada como para practicar sexo telefónico. Lo más seguro es que, en vez de enviar fotos suyas desnuda, le mande ilustraciones de sus trompas de falopio.
Me tiende una mano con una manicura perfecta y sonríe con tirantez. Me doy cuenta de que su blusa no tiene ni una sola arruga después de un viaje que debe de haber sido tan largo como el mío, y que, para colmo, está totalmente seca. Una de las ventajas de que sea mitad serpiente, supongo, es que puede mantener su temperatura corporal baja.
—Siento lo de Joel —declara.
Parpadeo varias veces. Primero, porque había olvidado que la familia de Six lo sigue llamando por su nombre, que él tanto odia, y segundo, porque ¿dónde demonios está el chico que me llamó hace solo unas noches, jurándome que había cambiado?
Trato de asomarme a sus espaldas. Mido uno setenta, pero es que ellos son todos tan altos que no me dejan ver nada.
—¿Qué?
Se miran los unos a los otros, como lanzándose indicaciones en silencio, y el corazón me da un vuelco.
—Te envié un mensaje —dice Beth—. Quizá no te haya llegado. Ay, madre. No te ha llegado. No hay señal en los aviones.
Frunce el ceño y empieza a trastear en los ajustes del teléfono, al parecer tratando de enviármelo de nuevo. Ahora mismo, no creo que sea de demasiada ayuda.
—Está en la cárcel —anuncia Josh, sin rastro de emoción alguna.
Suelto una carcajada de sorpresa, porque volar hasta la otra punta del mundo para pasar unas vacaciones con la familia de Six, pero sin Six, es demasiado horrible como para ser real.
—¿Qué?
—Es un poco complicado —asegura Beth, y Joshua pone los ojos en blanco—. Registraron a la banda en el aeropuerto de Tokio. Uno de ellos tenía un poco de marihuana en la maleta, y los arrestaron a todos. Pero su abogado dice que mañana saldrá bajo fianza y que todo este asunto se resolverá en tres días.
Me quedo mirándola. No puede estar diciéndome que estoy atrapada en unas vacaciones con una pareja de jubilados a los que solo he visto una vez, además de dos personas a las que odio, una de las cuales le sugirió a su madre, cuando pensaba que no podía oírlos, que más le valía guardar la plata de la familia hasta que me hubiese marchado.
Pero nadie se está riendo, y Beth está haciendo una mueca de angustia. Si todo esto fuese una broma, no creo que pareciera tan preocupada como lo está.
Miro a mi espalda como si pudiese encontrar alguna manera de volver a meterme en el avión antes de que me vieran los Bailey, pero necesitaría viajar en el tiempo, y eso no lo domino todavía.
Se escucha el flash de una cámara, y Josh se gira en su dirección. Todos empiezan a mirarme, y ya hay gente reuniéndose a mi alrededor. Es el puñetero pelo. Tengo unos rasgos étnicos similares a los de Europa del este, de esos que se ven por todas partes en Nueva York —de pómulos altos y labios carnosos—, pero el pelo largo de color rubio platino es lo que siempre me delata. Vuelvo a ponerme la capucha, pero ya es demasiado tarde… En cuanto se enteran de que estoy en el aeropuerto, estoy perdida.
—Deberíamos marcharnos —indica Josh, mirando fijamente hacia el otro lado de la sala—. Más vale que alguien coja a Drew de la mano para que no la pisotee el resto de humanos de tamaño normal.
—La altura extrema está relacionada directamente con una mortalidad temprana —replico, echando hacia atrás la cabeza para poder mirarlo a los ojos.
Él arquea una ceja.
—Eso es el síndrome de Marfan. Y parece que tienes esperanzas.
—Solo si pudiera ocurrir y no echara a perder el viaje.
Veo que su boca se curva un milímetro, pero no me hace sentirme victoriosa. Creo que solo se emociona cuando alguien saca a relucir la muerte.
Sorteamos a la gente hasta llegar a la cinta del equipaje, donde está esperando Jim Bailey, el padre de Six. A diferencia de su mujer, es hombre de pocas palabras y, gracias a Dios, no suele dar abrazos. Me coloca una mano sobre el hombro, asiente y me pregunta cómo es mi maleta justo antes de que se acerque una multitud.
Me repetí una y otra vez que no necesitaría seguridad aquí, pero no llevo ni cinco minutos de vacaciones y ya me lo estoy replanteando. Hay teléfonos levantados, grabándome, y me plantan cosas delante de la cara para que se las firme: una tarjeta de embarque, el interior de un libro, un ticket del restaurante, un brazo. Empiezo a sentir que me invaden los primeros indicios del pánico: el sudor me baja por la espalda, el corazón me martillea en el pecho y me falta el aire.
—¿Cómo de borracha estabas en Ámsterdam? —grita alguien, y otra persona pregunta si he venido a rehabilitarme.
A estas alturas, prácticamente todo el mundo ha visto el vídeo donde me caigo del escenario. «¡Drew se la pega!», rezaba el titular de The Daily Mail. Qué ingenioso. En unas pocas horas, ya había gifs, memes y vídeos de TikTok. No has conseguido el éxito de verdad hasta que todo el mundo se aúna para ridiculizarte durante una crisis personal.
Doy un paso atrás cuando se aglomera más gente, pero siguen empujando. El aire se espesa tanto que no puedo respirar, y, justo cuando estoy a punto de sucumbir al pánico, una mano se cierra en torno a mi brazo. Josh tira de mí para alejarme de la multitud como si me estuviese salvando de unas olas embravecidas.
Ya volveré a odiarlo después, eso seguro, pero, en estos momentos, mientras me guía hasta la furgoneta que nos espera, no hay nadie a quien adore más que a él.
La puerta del vehículo se abre y yo entro. De nuevo, la gente nos rodea y comienzan a grabar la furgoneta. ¿Quién va a querer ver ese vídeo? «¿Os he enseñado el taxi en el que viajó Drew Wilson?», preguntarán después a sus amigos. Y esos amigos, si es que tienen dos dedos de frente, dirán: «¿Para qué coño vamos a ver eso? ¿Por qué has grabado el exterior de un taxi?».
Termino aplastada al fondo del coche, lo que es un peñazo porque me mareo, pero la verdad es que no hay tiempo para organizar a nadie.
Con una sacudida, la furgoneta arranca y se aleja por la curva. El muslo ancho y cubierto por los chinos de Joshua se aprieta contra el mío y, para mi fastidio, huele de maravilla. Como a jabón y a deliciosa piel masculina. Es evidente que llevo demasiado tiempo sin acostarme con nadie si el olor de la piel de Josh me pone en un momento como este. Y ha volado hasta aquí desde Somalia. ¿No debería apestar a avión y a sudor, como yo?
Beth empieza a leernos su guía sobre Oahu. ¿De verdad puede ponerte enferma la voz de una persona? Porque creo que la suya sí. Y no sale aire del conducto de ventilación que hay a mi lado. Aprieto la cara contra la ventana como un perro.
—Parece que la atención sanitaria es excelente —anuncia—. De las mejores del país.
Soy incapaz de imaginarme por qué quiere leer esto. Claro que sí, aquí hay tres médicos —Jim, Sloane y Josh—, pero pondría esa cuestión al mismo nivel de interés que el de «Este es el taxi donde viajó Drew Wilson».
—¿Te estás mareando? —me pregunta Josh en un tono demasiado horrorizado como para tratarse de un médico, si es que lo es. Tengo mis dudas: se parece más al tipo al que contratas para aniquilar a un montón de civiles usando un dron.
Respiro agitadamente por la nariz.
—Espero que no. —Mis ojos descienden hacia el maletín de su portátil—. Ábrelo un poquito más, solo por si acaso.
Se las arregla para mirarme aún con más desdén, una proeza que creía imposible.
—Te mareas en el coche —dice, en tono cortante—. ¿Por qué no has dicho nada?
—No lo sé —respondo—. Puede que tenga que ver con la marabunta de adolescentes que me estaban persiguiendo.
—Se parece a ti, Josh —afirma Beth, girándose para sonreírle a su hijo como si cualquiera de los dos nos lo fuéramos a tomar como un cumplido—. Hace lo que tiene que hacer.
Me lanza una mirada de desprecio.
—Somos prácticamente gemelos —declara, torciendo el labio, para continuar hablando entre dientes—. Solo que yo no hago twerking para ganarme la vida.
—Y yo no me porto como una gilipollas con alguien a quien acabo de conocer —siseo.
—Al parecer —murmura—, no recuerdas con demasiada claridad el día en que nos conocimos.
Aprieto la mandíbula. No fui yo quien le preguntó si había acabado el instituto. Y tampoco le sugerí a mi madre que igual le robaba la plata.
—Pon la cabeza entre las piernas —ordena—. Y no me vomites en los pantalones.
Echo el cuerpo hacia delante y agacho la cabeza, justo como me ha sugerido el Doctor Encantador con sus Pacientes.
Hasta ahora, Hawái me está resultando más agotador incluso que mi vida real.
Josh
Es una lección que debería haber aprendido de los programas infantiles de televisión: cada mentira, incluso aquellas por omisión, hasta las que se dicen para salvar a alguien, volverá al final para darte un mordisco en el culo. Lo único que no pensaba era que todas ellas me lo iban a dar al mismo tiempo.
Hace tan solo unas horas, acababa de llegar de un largo vuelo y estaba deseando pasar algo de tiempo con mi familia en Hawái. O, bueno, al menos pasar algo de tiempo con mi madre. Esperaba encontrarla recuperada de salud —porque ya había superado la última ronda de quimioterapia—, con mi padre a su lado, fingiendo ser un ser humano decente, mientras que mi hermano bebía demasiado y actuaba como el gilipollas egoísta que es.
Sin embargo, hasta ahora mi padre es el único que está cumpliendo con mis expectativas, porque es evidente que mi madre no se encuentra bien y, encima, mi hermano ni se ha molestado en aparecer. Estoy empezando a desear no haber bajado nunca del avión.
Al fin, la furgoneta llega al hotel. De milagro, la novia diva de mi hermano se las ha arreglado para no vomitar, pero, de todas formas, salgo lo más rápido posible y me dirijo hacia el vestíbulo al aire libre del hotel Halekulani.
Este lugar, de piedra blanca y tranquila elegancia, irradia serenidad, y es el tipo de hotel en el que nadie habla en voz alta y te hace sentir que eres el único huésped que se aloja en él. No hay colas para el registro de entrada ni otras estupideces. Tras menos de un minuto nos acompañan —en silencio— a través de un laberinto de cuidados jardines y fuentes que borbotean con suavidad hasta el ascensor de nuestra área del alojamiento. Mi madre nos ha reservado tres habitaciones, una al lado de la otra, en la quinta planta. Quiere que estemos juntos el máximo tiempo posible.
—Nos vemos en el bar a las seis —dice, cuando llegamos a nuestras respectivas habitaciones—. Hacen un espectáculo al atardecer.
Abro la puerta de nuestra suite, que está formada por un dormitorio con una mullida cama king-size, un salón espacioso con una mesa, un escritorio y un sofá, y un balcón largo que da al cráter de Diamond Head. En Dooha, suelo dormir en una tienda de campaña con la altura justa para poder estar de pie dentro. Tener un baño cerca ya es un lujo…, y aquí hay dos, con inodoros japoneses que lo hacen todo por ti menos bajarte los pantalones.
No puedo reprocharle nada a mi madre. Quería que este viaje fuese perfecto, y sospecho que sé el porqué. Solo desearía que no lo fuera tanto. Hay niños en el campo de refugiados que usan sillas de ruedas construidas a base de ruedas de bicicletas y sillas de hospital. ¿Cuánto equipo podríamos comprar con el dinero que cuesta todo esto? ¿Cuánta comida?
—No tenías ni idea —dice Sloane. No se refiere a la habitación. Ni siquiera se ha fijado en ella. Solo piensa en una cosa: en nosotros, cuando ese término no existía hasta hace dos horas.
Me paso una mano por el pelo.
Por Dios, qué puto desastre.
—No —contesto, obligándome a sonreír—. Pero me parece genial verte.
La verdad es que no me lo parece en absoluto.
La decisión de mi madre de sorprenderme invitándola ha sido…, pues eso, toda una sorpresa. Sloane y yo tuvimos solo un rollo, nada más, y después ella se marchó de Somalia, lo que, por suerte, puso fin a todo. Y ahora tengo que fingir que no estaba aliviado, aparte del resto de cosas sobre las que ya estoy fingiendo.
Cruza los brazos por debajo del pecho. Durante el trayecto entre el aeropuerto y el hotel, ha deducido lo que ha ocurrido.
—¿Por qué has dejado que tu madre piense que no habíamos acabado, si tú sí lo pensabas? —pregunta con frialdad.
Me meto las manos en los bolsillos. Es difícil explicar lo obsesionada que está mi madre con que Joel o yo sentemos cabeza. Creo que culpa a su matrimonio fallido de nuestra aversión a las relaciones, y no le falta razón.
—No quería angustiarla justo antes de que empezara la quimio —explico.
Pensaba que me había librado del asunto con Sloane con elegancia y que había evitado la conversación con mi madre de igual forma. Y ahora me encuentro de lleno con el problema.
El botones entra y nos quedamos en silencio mientras coloca el equipaje encima del banco que hay a los pies de la cama. Cuando se marcha, ella cruza la habitación y abre su maleta sin decir nada. El interior parece estar preparado para una sesión de fotos. Todo está planchado y doblado a la perfección. Esa es Sloane al cien por cien. Pulcra, precisa, metódica.
Por el contrario, lo más seguro es que la de Drew esté a punto de reventar por las costuras. Me imagino bragas, sujetadores y picardías llenos de adornos explotando como un cañón al abrirla. No tengo ni idea de por qué me estoy imaginando las bragas de Drew ni por qué creo que todas son transparentes y nada prácticas, pero es una novedad que me preocupa.
Sloane abre un cajón y después lo cierra.
—¿Te va a resultar un problema? ¿Que me quede aquí?
Sí, pienso. Hay tantas cosas que van mal en estos momentos que me cuesta hasta tomar aire.
—Claro que no —respondo, porque la única otra opción sería decir «Oye, la verdad es que sí; ¿te importaría volar de nuevo a Atlanta?».
Ella aprieta los labios.
—Entonces, haz algo por mí: por favor, no te pases todo el viaje babeando por la novia de tu hermano.
Suelto una carcajada de incredulidad.
—¿Babeando?
—En el aeropuerto has hablado con ella más de lo que lo has hecho conmigo —replica—. Y después pasaste al modo médico en la furgoneta.
—Le pedí que no me vomitara en los pantalones. No me parece ni de lejos que le estuviera prestando atención médica.
Vuelve a apretar los labios como si no estuviese de acuerdo, pero sabe que no tiene sentido seguir discutiendo, y yo salgo al balcón. Ya no queda suficiente aire en esa habitación enorme. Sospecho que voy a seguir pensando lo mismo hasta que nos marchemos.
Agarro la barandilla con fuerza y observo el paisaje perfecto. ¿Qué demonios voy a hacer? Los problemas con mi madre ya me bastan para hacerme sentir que me estoy ahogando, como para, encima, tener que lidiar con una ex infeliz en la misma habitación durante las próximas dos semanas.
La puerta del balcón que hay junto al mío se abre y Drew aparece soltándose su infinito pelo rubio de la cola. Se ha quitado la sudadera con capucha que llevaba antes y ahora solo tiene puesto un top. Veo que los tirantes de su sujetador son de color azul cielo, y que debajo del tejido de la camiseta se transparenta algo de encaje. La clavícula, los labios hinchados, tanta piel expuesta. Siempre parece que la ropa le sobra.
Y, en respuesta, noto ese chisporroteo en mi interior, esa chispa extraña y molesta que ya ha aparecido antes. Desvío la mirada hacia el encaje que lleva debajo del top y después la aparto.
Estoy por encima de todo esto. Y durante las dos próximas semanas, voy a tener que estarlo mucho más.
—Finge que no estoy aquí —anuncia, con unos astutos ojos marrones que parecen ver a través de mí.
—Eso es lo que planeaba —respondo a secas.
Drew
Joshua. Hasta ahora, está superando todas y cada una de mis expectativas.
Porque esperaba que fuera un gilipollas y, mira tú por dónde, lo está clavando.
Lo dejo fuera, observando el Diamond Head como si tuviera algo en su contra. Lo imagino creando para sus adentros una lista de todas las cosas que odia:
«-Drew
-Las amenazas a la plata de su madre
-Los volcanes inactivos
-Otra vez Drew».
La cama —blanca, mullida y extragrande— me llama, pero no me atrevo a tumbarme. Estoy demasiado cansada, y ni en broma podría levantarme antes de reunirme con los Bailey en el bar que hay frente al mar. En su lugar, me doy una ducha y paseo por las instalaciones, tratando de mantenerme despierta.
El teléfono vibra en mi bolsillo cuando estoy curioseando en una de las tiendas que hay en el centro del hotel. Sé que se trata de Tali incluso antes de responder, porque es de las que se anota el vuelo que tomas y comprueba que hayas aterrizado sin problemas. Va a ser una madre increíble.
—¿Has llegado de una pieza? —pregunta.
Salgo de la tienda y me siento en un banco, gimiendo un poco. ¿Cómo es que estoy tan dolorida, si he estado sentada todo el día?
—A duras penas. Y voy a dejar que adivines lo que me ha dicho Joshua. Lo primero que ha salido de su boca.
—¿«No robes la plata»? —Evidentemente, ya sabe lo que ocurrió cuando lo conocí. Sus risitas alivian un poco mi mal humor.
Me quito una de las chanclas y meto los pies en el césped. El de Halekulani es incluso más suave y elegante que el de cualquier otra parte.
—Estoy segura de que lo habría hecho si se la hubiesen traído hasta aquí. Ahora en serio, ¿por qué sigue siendo tan importante la plata? Es algo que la gente se mete en la boca. Si no quiero un diamante que te hayas metido en la boca, mucho menos voy a querer un metal. En fin…, no, no ha mencionado la plata. Ha dicho: «Estás sudando», como cuando alguien dice «Estás sangrando». Como si fuese algo que la gente decente no hace.
Se ríe. Tali es una de las personas más alegres que conozco, y ahora que está esperando lo que llaman un «bebé de viaje de novios», se la nota entusiasmada.
—Y estoy segura de que has respondido con tu habitual control —afirma.
Me echo hacia delante y observo distraída el vestido blanco del escaparate. Es delicado y juvenil, algo que nunca me pondría.
—He sido encantadora con él —contesto—. O algo así. Todo me resulta muy vago porque estoy cansada, pero estoy casi convencida de que me he comportado como una adulta. Bueno, ¿cómo está mi futuro ahijado?
—Eres tan mala como Hayes. No sabemos si es un chico. Pero te voy a responder que ella es un monstruo que, según la camarera de Whole Foods, me está robando mi belleza. Me lo dijo literalmente: «Adivino que traes una niña, porque te está robando la belleza». ¿Le has dicho a Davis que no vas a ir a rehabilitación?
Ah, sí. Mi mánager tiró de unos cuantos hilos para meterme en un centro de rehabilitación pijo de Utah, algo que lo haría parecer un príncipe, aunque lo hizo sin preguntarme, y yo no necesito rehabilitación. Seguimos en nuestro descanso de seis semanas de la gira, así que, por una vez, no puede amenazarme con frases que incluyan el «incumplimiento de contrato».
Me aparto el pelo de la cara.
—Probablemente se lo imaginará cuando no me baje del avión.
—Ojalá lo despidieras. ¿Por qué tienes la vida tan llena de hombres a los que me gustaría dar un puñetazo? —inquiere. Me preparo para que me pregunte por Six, para el momento en que tenga que admitir que no ha aparecido en este viaje… Algo que solo podría perdonarse si explico que está en la cárcel, pero sigue centrada en mi terrible mánager—. Por favor, llama a Ben. Es un abogado brillante. Sé que puede librarte de tu contrato con Davis. Mi marido confía en él, y sabes que Hayes no suele hacerlo con nadie.
—Pero sí confía en ti —le recuerdo.
Puedo notar que sonríe al hablar.
—Supongo que eso es bueno, ya que soy su mujer.
¿Tali y Hayes? Son ese tipo de parejas de «viaje por carretera»: los que no saben qué está por venir, pero se apuntan a lo que sea. Están entusiasmados con su matrimonio, y verlos me aterroriza.
Porque todo lo que te entusiasme dolerá mucho más cuando se pierda.
Cuando llego al bar frente al mar, los Bailey están todos juntos para ver el espectáculo al atardecer del hotel. Sloane sigue vestida como si hubiera venido a descubrir vacíos legales para la evasión de impuestos en beneficio de capullos ricos, pero Josh se ha cambiado y ahora lleva una camiseta y unos pantalones cortos color caqui, y lo cierto es que no puedo explicar el vuelco que me da el corazón al verlo ahí, despatarrado en una silla demasiado grande para él, enseñando sus bíceps bien marcados. Se parece a cuando te enteras del fetiche de alguien y te sientes asqueado y, al mismo tiempo, excitado.
Me siento en la silla vacía que hay junto a Beth, que me sonríe como si fuese su persona favorita.
—¿Sabe alguien algo de Six? —pregunto.
Ella niega con la cabeza y a sus ojos asoma un atisbo de preocupación.
—No podrá ponerse en contacto con nosotros hasta que salga mañana bajo fianza —dice—. Sin embargo, su abogado nos mantiene al día. Solo espero que no se pierda todo el viaje de Oahu, pero ya veremos qué ocurre.
La miro y pestañeo varias veces. En el aeropuerto me dijo que iba a estar tres días, pero nosotros estaremos en Oahu durante seis. Estoy empezando a pensar que Beth es una de esas redomadas optimistas que esperan que ocurran cosas sin sentido y que vuelven a adaptar sus esperanzas continuamente para, al final, terminar pensando que «es mejor así» cuando sus expectativas no se cumplen.
—¡Aunque se pierda Oahu, hay otras islas que podéis ver juntos! —continúa Beth, dándome palmaditas en la mano—. Todo va a ir bien. Estamos contentos de que hayas venido.
Yo asiento, pero la verdad es que estoy tan cansada que me siento entumecida, que mi cuerpo parece estar cediendo a la fatiga —estamos a veinticinco grados y estoy tiritando—, y estoy sola, de vacaciones con extraños. Además, sigo impactada por la conversación que he tenido con Davis justo antes de bajar de mi habitación.
«No me importa una mierda si necesitas rehabilitación o no, Drew», me ha dicho. «Solo me importa que parezca que la necesitas, y eso es, definitivamente, lo que está ocurriendo. Así que más te vale meter el culo en ese avión».
Las circunstancias, en resumen, son un poco peores de lo que me gustaría.
Me traen el mai tai que he pedido cuando entré y Sloane alza una delicada ceja, como diciendo «¿Estás segura de que es una buena idea?». Me pregunto si los Bailey seguirán estando contentos de que haya venido cuando empuje a Sloane dentro de un volcán.
Beth pide varias cosas para nuestra mesa y charla sobre los muchos muchos planes que ha hecho para el viaje. Es todo lo que mi madre no es: alegre, tolerante, dispuesta a pasar por alto cualquier delito. Six siempre ha estado resentido con su padre porque piensa que tocar la guitarra es un hobby, por mucho dinero que gane con ello, pero no habla demasiado sobre su madre. Quizá ese sea el motivo por el que se sabe que es buena: es como los cimientos de un edificio, que llaman poco la atención, pero que están ahí para sostenerlo.
Sin embargo, todo son suposiciones. La verdad es que no sé mucho sobre buenas madres.
Beth se da cuenta de que estoy temblando e intenta que acepte su chal, y entonces Josh desvía su atención hacia mí. Su mirada se aguza, como si se hubiese olvidado del todo de que estoy aquí y recordárselo lo haya disgustado, y sus labios hacen una mueca de desdén. «Súbela a una furgoneta y vomitará», está pensando. «Sácala fuera y no podrá regular su temperatura. Aparte de robar la plata de otras personas, ¿qué más sabe hacer bien?».
Es justo como pasar el tiempo con mi familia, y el motivo por el que no lo suelo hacer. En circunstancias normales, pasaría de ello, pero ahora me resulta muy difícil hacerlo, debido al cansancio y al desánimo. Esta noche no me parece algo pasajero. Más bien me parece que estoy destinada a pasar toda mi vida decepcionando a la gente.
Cuando nos marchamos cada uno por su lado, me siento aliviada. Entro a trompicones en la habitación, muriéndome por meterme en la cama, pero salgo primero al balcón. La luna llena se cierne sobre Diamond Head. Parece ese tipo de mierda a la que debería hacer fotos y subirlas a Instagram para demostrarle al mundo que a veces estoy sobria, pero estoy demasiado cansada. Bostezo y me giro para entrar, aunque, antes de hacerlo, algo capta mi atención: una figura solitaria, de pie en el malecón. Joshua. Probablemente esté ahí preguntándose cómo hacerse con el poder del mar para ejercer el mal, pero entonces baja la vista y se mira las manos, como si llevara todo el peso del mundo sobre los hombros, y siento algo parecido a la preocupación.
¿Qué es lo que lo ha tenido tan abstraído esta noche? ¿Y por qué coño no está con su novia, a la que no ha visto en meses?
Pues sí, parece que no soy la única persona que se siente sola en un viaje romántico para dos.
22 de enero
Drew
Durante veintitrés horas al día, soy la chica a la que no le importa nada una mierda. Me hago una raya de coca junto al bollo del desayuno, me peleo con alguien en un baño de gelatina, salto de un acantilado cuando el resto se preocupa por la profundidad del agua que hay debajo…
Solo hay una hora en que no soy esa chica, y es esta. Las cuatro de la mañana. Son las diez en casa, así que tiene sentido que me haya despertado, pero lo habría hecho de igual manera porque ocurre siempre, sin falta: el corazón me late con fuerza cuando abro los ojos para examinar una habitación oscura que suele ser, muy a menudo, extraña.
Entonces, me doy cuenta de que estoy terriblemente sola y he fallado en todo, incluso en las cosas sobre las que otras personas me quieren alabar.
Es la hora en que admito que soy una farsa, que la persona que aparece en las revistas y actúa para otras miles no soy yo en absoluto. No lleva mi nombre, ya no se parece a mí físicamente y ni siquiera es alguien que me guste… Aun así, la única forma en que puedo tener éxito en la vida, en que puedo conseguir lo que quiero, es fingir ser ella con mucho más ahínco de lo que lo he estado haciendo hasta ahora.
Tras media hora tumbada en la cama preguntándome si las cosas mejorarán, me levanto y me visto para ir a correr. No me encanta correr, pero aquí hay un montón de bufés, y Davis me matará si engordo.
Cojo el ascensor y, al bajar, navego por los senderos hasta llegar a la calle. Solo hay silencio, a excepción del borboteo de las fuentes y algún que otro murmullo de los recepcionistas. Todo resulta reconfortante: la ciudad entera, y quizá también la isla… El clima es suave, los árboles dan frutos. Podrías perderlo todo y, de alguna manera, seguir sobreviviendo. Tengo más dinero del que podría gastarme nunca, pero la idea me parece atractiva.
—Por favor, dime que no tienes pensado correr antes de las cinco de la mañana en una ciudad extraña —dice una voz grave que reconocería en cualquier parte, sobre todo, porque hay una única persona que muestra tanto desprecio hacia mí las veinticuatro horas del día.
Me doy la vuelta para encontrarme con Josh, que me mira bajo la luz de la luna. Sus ojos parecen una tormenta de verano, y tiene el ceño fruncido en profundos pliegues. Siento un vuelco extraño en el estómago al verlo… y lo ignoro.
No voy a dejar que Josh se añada a la larga lista de personas que se sienten con libertad para corregirme y criticarme. ¿Y por qué demonios ha de importarle lo que yo haga? ¿Le preocupa que esté merodeando por ahí fuera, preparándome para robar la plata del dormitorio de algún apartamento?
—Vale —replico con una sonrisa dulce—. No tengo pensado correr.
Y, después, me giro y empiezo a correr.
Me dirijo hacia la calle principal y me pongo los auriculares de camino. Paso junto a una fila muy larga de tiendas ridículamente caras, el tipo de sitios donde ahora podría permitirme comprar si no odiara hacerlo.
Mi banda sonora es un grupo bastante suave de Sacramento. Suelen tocar, sobre todo, guitarras acústicas, pero me encanta cómo pasan de una melodía sutil a impactante, de algo cómodo a ponerme de gallina la piel de los brazos.
Es el tipo de música que solía escribir yo antes de firmar el contrato para mi primer disco y descubrir que nunca iba a cantar nada propio. Ahora ni siquiera toco la guitarra en los conciertos. «Estás demasiado buena como para estar ahí tocando un instrumento», me explicó mi mánager al principio. «La gente quiere ver un espectáculo».
Quizá debería haber insistido en hacer las cosas a mi manera, pero tenía veinte años, estaba sin blanca y me daba miedo pedir más por si al final terminaba con las manos vacías. Dudo que muchos digan que fue un error, viendo hasta dónde he llegado ahora.
Las tiendas terminan de repente y dan a un pequeño parque frente al mar que tiene un árbol enorme y sinuoso justo al lado de la acera. Bajo la luz de la luna llena, parece mágico, como algo creado por Disney.
—Es un banyán —dice una voz a mi espalda.
Suelto un jadeo del susto y me doy la vuelta para mirar a Joshua.
—¿Me has seguido?
Se empuja la mejilla con la lengua.
—Desde luego, no correría así de despacio por elección propia.
—¿Por qué? —ladro. Empiezo a dar golpecitos con el pie. Se suponía que este tiempo era para mí sola. O, al menos, lejos de personas que me acusen de delitos menores—. No hay nadie, ni siquiera aquí fuera.
—Claro. Se me olvidaba lo segura que es la calle cuando está oscuro y no hay testigos. —Suspira con pesadez y se pellizca el puente de la nariz—. Sabías que la mayoría de ataques a mujeres que corren son de madrugada, ¿no?
Me apoyo en una farola y empiezo a estirar. Ya me estoy poniendo rígida.
—Alguien ha estado investigando la mejor forma de atacar a mujeres que salen a correr. Y acabamos de pasar Tiffany’s y Jimmy Choo. El tipo más arruinado y peligroso que hay ahora por aquí probablemente seas tú.
—Mmm —gruñe—. Y si por casualidad te equivocas, Drew, ¿cómo piensas defenderte a ti misma? Mides como un metro de alto.
—Mido uno setenta —protesto—. Y, además, estoy en perfecta forma. Podría pelear con diez tíos como tú.
Puede que sea una ligera exageración. Lo que sí es verdad es que le di una patada en el culo a Max Greenbaum en una pelea mano a mano. Quizá impresionara más si no hubiéramos tenido nueve años y si él no hubiese sido tan pequeño para su edad.
Él levanta las cejas.
—¿Diez tíos?
—Por lo menos diez. Y todos al mismo tiempo. Las películas de Tarantino son una burda imitación de mis habilidades de combate.
Él entra en la arena.
—Pues enséñamelo —dice. Tiene los hombros relajados—. Muéstrame cómo te defiendes.
Los grillos están cantando, la brisa sopla y la luz de la luna baña su perfecta y arrogante cara.
—Mis manos son armas letales registradas. Y estás subestimando mis ganas de darte una patada en las pelotas —replico—. Yo en tu lugar no insistiría.
Levanta la barbilla y su boca casi se curva en algo menos severo.
—¿Estás segura? Porque actúas como alguien que no lo está.
Ahora que se ha dado cuenta de mi farol, no tengo más remedio que aceptarlo, aunque, para mi sorpresa, la verdad es que no tengo tantas ganas de hacerle daño como pensaba. Es decir, sí, sigo queriendo hacerle daño. Solo que… menos. Además, me lleva una cabeza. Se parecería mucho a tratar de darle una paliza a una secuoya.
—El último tipo con el que me peleé se meó en los pantalones. ¿De verdad quieres arriesgarte a lo mismo?
—Que no te dé vergüenza admitir que eres mucho más débil —insiste, cruzándose de brazos sobre su amplio pecho—, y así podremos seguir corriendo.
Vale, retiro lo dicho. Sí que quiero hacerle mucho daño a este tipo.
Rápida como el rayo, levanto la pierna. Hace mucho tiempo, pero todavía puedo dar una patada voladora, al menos. Sin embargo, justo cuando estoy a punto de hacer contacto, me la agarra. Dos segundos más tarde, estoy en el suelo y él arrodillado sobre mí.
Ni siquiera sé cómo lo ha hecho, pero lo que sí sé es que ahora toda mi historia con Max Greenbaum me parece un poco mustia.
Me coge del brazo y me levanta.
—Bueno, ¿algo que quieras añadir?
—Sí —contesto, soltándome—. Pareces disfrutar demasiado tirando a una mujer al suelo. No me extraña que Sloane parezca tan infeliz todo el tiempo.
Su cara vuelve a adquirir la misma expresión seria de antes. Quizá le haya dado un golpe algo bajo, pero no he sido yo quien la ha invitado.
—Me tomaré eso como tu discurso de derrota —afirma—. Y puede que te lo quieras tomar con calma hoy, por cierto. En el itinerario de vacaciones de los Bailey no entra nunca hacer el vago.
—Estaré bien —replico—. Preocúpate por ti mismo.
Busco el inhalador en mi bolsillo, aunque no tengo intención de utilizarlo delante de él, no vaya a ser que añada el término «asmática» a su interminable lista de mis defectos. Después, me giro hacia Diamond Head y empiezo a correr, a sabiendas de que tendré que ir más lejos y esforzarme más de lo que había planeado solo para demostrarle a Joshua Bailey que no necesito sus consejos.
Josh
Es imposible que pretendiera correr diez kilómetros esta mañana. Parece como si estuviera a punto de caer de rodillas cuando paramos delante del hotel.
—¿Vas a perseguirme todos los días? —exige, respirando con tanta dificultad que casi ni le salen las palabras.
—Espero que no —respondo—. Apenas puedo considerar que he hecho ejercicio.
Ahora está agachada, con las palmas de las manos apoyadas en los muslos para tratar de recuperar el aliento. Levanta la cara para fulminarme con la mirada y echo un vistazo al amplio escote antes de darme cuenta de lo que hago.
—Mira —le digo—, lo único que tienes que hacer es prometer que no vas a correr sola a las cinco de la mañana nunca más.
Se pone recta. A la luz de la madrugada, sonrojada, con la cara lavada y ojos de corderito degollado, parece mucho más joven e inocente de lo que probablemente sea.
—Te asustan demasiado los extraños, y solo me gustaría señalar que, desde una perspectiva legal, la especificidad de ese argumento lo convierte en inválido. Mañana, por ejemplo, podría correr a las cinco y cinco.
—De verdad que me extraña que alguien no te haya matado de una paliza —replico, cansado—. Y no me refiero a extraños. Me refiero a la gente que te conoce mejor.
Ella hace una mueca, me saca el dedo y se aleja caminando.
Al fin me he librado de ella, pero no puedo subir a la habitación todavía porque Sloane estará durmiendo, aunque tampoco querría subir si estuviera despierta. Anoche dormí en el sofá, lo cual no mejoró la situación entre nosotros. Es lo que me ha parecido correcto. No puedo retomarlo donde lo dejamos el verano pasado porque ella pensaría que ha significado algo. Y, sobre todo, no cuando sé que me tendría que largar antes de terminar el viaje, que es la típica mierda que suelen hacer mi padre y mi hermano.
Me dirijo hacia las tumbonas que hay junto a la piscina y veo cómo el sol sale lentamente por encima de Diamond Head mientras pienso en el embrollo en el que estoy metido. Todos los secretos me pesan mucho más de lo que lo hacían ayer.
Hacer de niñera del coñazo de la novia de mi hermano no es lo que necesito ahora mismo.
Pienso en ella corriendo sola en la oscuridad y reprimo un gemido. Y, además, me ha dicho que podía pelear con diez tíos a la vez, cundo casi no llega a mi caja torácica. Mi hermano ha traído a casa a otras mujeres problemáticas antes, pero Drew Wilson es, de lejos, la peor.
Una hora más tarde, estamos sentados tomando el desayuno cuando Drew se acerca con un plato del bufé lleno de carbohidratos.
—Bueno, buenos días, Joshua y Sloane —dice con exagerada cordialidad; coloca su plato frente a Sloane y saca una silla—. ¿No vais a comer?
—Tengo una filosofía en contra de los bufés —respondo.
Ella pone los ojos en blanco.
—Todavía no me he sentado y ya me has estropeado el desayuno —continúa—. ¿Qué problema hay? ¿Demasiado placer?
—Es un desperdicio de comida —le replico—. La mitad termina en la basura. —Sé que no lo entenderá. Tampoco es que este bufé le esté quitando la comida de la boca a otras personas. Lo que ocurre es que es más fácil no verlo. Es más fácil no pensar en los niños del campamento, en cómo un desayuno como este sería algo que recordarían durante el resto de sus vidas.
Drew me regala la sonrisa más exagerada que pueda existir y se mete medio croissant con chocolate en la boca.
—Tengo pensado comer mucho más de lo normal esta semana, si eso te hace sentir mejor. No van a tirar tanto.
—El exceso americano resulta repugnante a las personas que han visto de cerca la pobreza —afirma Sloane en tono condescendiente, mirando con toda la intención el plato de Drew.
—Ah, ¿sí? —pregunta Drew, con la mirada oscilando entre el bolso caro que cuelga de la silla de Sloane y la taza que tiene entre sus manos—. ¿Qué tal ese cappuccino extragrande, por cierto? En mi opinión, el exceso americano suele estar muy rico.
Excelente. Sloane ha decidido portarse lo más moralista posible, y Drew quiere seguirle la corriente. Justo lo que necesitaba esta mierda de viaje.
Mis padres llegan con sus platos del bufé, ajenos a la tensión que se está creando en la mesa, y mi madre saca su sempiterna guía —Oahu. La aventura de tu vida—, que abre antes de deslizarla en mi dirección.
—El sendero de hoy se llama Pillboxes —anuncia—. Hay unos pequeños búnkeres militares construidos dentro de la montaña. Y unas vistas impresionantes.
Los Bailey nunca han hecho un viaje relajado en familia, así que no me sorprende, pero el sendero parece escarpado de cojones. No es imposible, aunque tampoco es algo que mi madre debería tratar de hacer en estos momentos.
—Mamá —le digo con cuidado—, creo que estamos intentando abarcar demasiado. ¿Podemos relajarnos hoy un poco?
—Estoy bien —responde, esquivando mi mirada—. La foto es engañosa.
Miro a mi padre en busca de apoyo. Es la última persona con la que me gustaría aliarme, pero, a grandes males, grandes remedios. Está demasiado ocupado comprobando su correo electrónico como para darse cuenta.
Sloane se da unos golpecitos en el reloj y frunce el ceño.
—Tengo que disculparme. He programado una manicura para las diez.
Los ojos de Drew se encuentran con los míos, y sonríe con satisfacción. «Ah, así que el bufé es un exceso americano, pero la manicura en el spa del hotel no», parece decir. Después, desvía la mirada hacia la muñeca de Sloane. «¿Y tampoco ese smartwatch de cuatrocientos dólares?». Sabía que no iba a dejar pasar esto, y lo que me escuece es que tiene razón.
—Papá —intervengo, tratando de parecer calmado—, ¿tú qué opinas?
Me mira primero a mí y luego el libro, y suspira.
—Beth, Josh tiene razón. Echaremos un vistazo cuando lleguemos allí, pero, en su lugar, pensemos en ir a la playa.
Una sombra cruza por el rostro de mi madre. Quiero que esa sombra no confirme todas y cada una de mis sospechas. La disimula con rapidez, pero no puedo olvidar que la he visto.
Y, mientras tanto, Sloane nos está mirando de nuevo a Drew y a mí como si fuéramos una ecuación extremadamente difícil que está decidida a resolver.
—Cambiaré la hora de la manicura —dice—. No pasa nada.
La luz del sol golpea la mesa con un brillo cegador y varios pájaros se abalanzan para tratar de robar la comida de los platos. Mi padre lo ignora todo y regresa de nuevo al teléfono, y mi madre, por una vez, no puede reunir la energía para espantarlos. Sloane, por otra parte, salta de la mesa como si los tres pajaritos hubieran salido de una película de Hitchcock y se saca una botellita de gel antibacteriano del bolsillo.
Drew se ríe de todo mientras se lame el chocolate de sus labios perfectos.
Cierro los ojos y me pregunto si hay alguna manera de escapar de nuestras lujosas vacaciones y volver al trabajo sin más.
Drew
Nos llevan en furgoneta. Esta vez, yo ocupo el asiento delantero, lo cual tiene sentido porque: (a) me mareo en coche y (b) soy la palomita suelta que no tiene pareja en esta excursión. Beth le ha pedido al chófer que nos deje en Kailua, que no es ni siquiera la ciudad en donde empieza nuestro recorrido, porque insiste en que disfrutemos de las vistas mientras caminamos. Es demasiado para todos, y Beth acaba de terminar su última ronda de quimioterapia hace solo dos meses. No entiendo por qué se esfuerza tanto. Seguro que tienen dinero suficiente para volver después, o cuando se encuentre mejor, si se arrepiente de haberse perdido algo.
Durante veinte minutos, caminamos por arena blanca y un mar muy azul con dos pequeñas montañas que salen del él delante de nosotros: las islas Mokulua, según Beth y la guía. Todo el mundo, menos yo, bebe de su agua; yo he optado por no traerme solo porque Joshua me lo ha recordado, cosa que me fastidia un montón. Por suerte, los caramelos ácidos son un buen sustituto.
Giramos por la calle principal y al fin nos topamos con la montaña. Sin duda, es preciosa, con sus verdes barrancos escarpados que suben y suben, y no tengo ganas ni de dar un paso más. Mi única esperanza de escaparme de todo esto es convencer a todos de que no subamos.
—Esa montaña parece empinada —sugiero.
—A diferencia de la mayoría de las montañas —añade Josh, con todavía más sarcasmo del habitual, y lo imagino atrapado bajo mi cuerpo mientras lo estrangulo.
«Drew, no puedo respirar», me diría.
«Lo sé», le respondería yo. «Todo forma parte de mi complejo plan para robaros la plata».
—No me importaría quedarme sentada en la playa sin más —anuncia Sloane.
Cuando Jim y Beth se muestran de acuerdo con ella, una oleada de alivio me recorre todo el cuerpo. Voy a salir de esta y nunca tendré que admitir nada delante de Joshua.
—Yo me adapto a todo lo que digáis los demás —canturreo.
—Yo sí voy a subirlo —me dice Joshua, con un brillo en los ojos que es más o menos un veinte por ciento más diabólico que el habitual. Se saca una de las cuatro botellas de agua que se ha metido en la mochila y se salpica un poco sobre la nuca—. Pero seguramente estés cansada por esta mañana, así que deberías descansar sin falta.
Me cruzo de brazos.
—No estoy cansada en lo más mínimo.
Vaya pedazo de mentira. Me he tomado tantos ibuprofenos antes que corro peligro de una sobredosis, y todavía me siento como una mierda.
Hace un gesto con la mano hacia el sendero como diciéndome «Tú primero», y empiezo a subir la cuesta polvorienta. Es empinada de narices. Me muevo lo más rápido posible para alejarme de él, pero me alcanza con facilidad, porque sus largas piernas tienen la injusta capacidad de abarcar tres veces más espacio que las mías.
—¿Qué tal vas, pateadora? —pregunta unos cinco minutos después.
—Genial —replico, acelerando el paso. El sol me está matando y tengo la camiseta pegada a la piel. Ojalá me diera una de esas botellas de agua que lleva en la mochila—. ¿Y qué tal tú? Es decir, a tu edad, ¿no te preocupa que se te rompa algo?
—Tengo treinta y dos —resopla.
—Ah —contesto sin aliento, mientras doy un paso tan largo que tengo que agarrarme a un árbol para no caerme—. Pensaba que eras mayor. Puede que sea porque Sloane y tú parecéis muertos por dentro.
—Hablando de viejos —dice mientras nuestros pasos vuelven a alcanzar el mismo ritmo—. Bonita riñonera. ¿Venía con un patinete motorizado o hay que comprarla aparte?
—Es para mi inhalador, gilipollas.
Se queda en silencio durante un glorioso momento, y no se escucha más sonido que el de las piedrecitas que resbalan bajo nuestros zapatos. Cuando vuelve a hablar, su voz carece de su desdén habitual.
—¿Cómo de malo es tu asma? Esta mañana parecías estar bien.
—No te emociones —contesto—. Este sendero no es difícil, así que no es probable que me mate.
—Todavía queda tiempo —responde, feliz—. Mi madre ha planificado un montón de rutas.
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