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Puede que no sea el diablo, pero trabajar para él durante seis semanas es mi idea del infierno. Hayes Flynn es un cabrón arrogante, inmensamente rico, conocido por su afición a las fiestas y por la forma en que reparte su «encanto» británico por todo Hollywood, sin repetir nunca con la misma mujer. Es la última persona para la que quiero trabajar, aunque es guapo por castigo, y cuanto más tiempo pasamos juntos, más me cuesta odiarlo. Porque debajo de su fachada engreída hay un corazón que no quiere mostrar, y que alguien le rompió en pedazos diez años atrás. Parte de mí quiere recomponérselo antes de marcharme, pero… ¿podré hacerlo sin que se rompa el mío por el camino?
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Seitenzahl: 438
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Título original: A Deal with the Devil
Primera edición: febrero de 2022
Copyright © 2021 by Elizabeth O'Roark
© de la traducción: Lorena Escudero Ruiz, 2022
© de esta edición: 2022, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]
ISBN: 978-84-18491-66-5
BIC: FRD
Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®
Fotografías de cubierta: curaphotography/dell640/depositphotos.com
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
Índice
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Epílogo
Agradecimientos
Contenido especial
Dedicado a mi pandilla, las Perversas Elfas Asesinas de Mediana Edad,
sin las que no habría podido publicar ni un solo libro.
El bien contra el mal.
En los cómics, todo parece muy sencillo. Un tipo quiere destruir el mundo. Otro quiere salvarlo. El malo tiene una cicatriz y trata mal a su novia. El bueno tiene una mandíbula que podría cortar el cristal y le da la mitad de su cena a un perro callejero que hay en una esquina.
La vida real es mucho más compleja. A veces, el malo esconde un corazón de oro debajo de ese exterior lleno de cicatrices. A veces, ambos tienen una mandíbula perfecta y a menudo no sabes a qué te has apuntado hasta que es demasiado tarde.
Menos cuando te invitan a trabajar para Satanás… Entonces está bastante claro en qué te estás metiendo.
La oferta me ha llegado mientras tomo un café con mi amigo Jonathan en un bonito patio cuyas palmeras filtran el cegador sol matutino de Santa Mónica.
—Espera a que te cuente cuánto te pagan antes de que digas que no —añade, que es precisamente el tipo de sugerencia que cabe esperar del jefe de personal de Satanás.
Debería aclarar que Hayes Flynn, el jefe de Jonathan, técnicamente no es Satanás, es decir, que no gobierna el inframundo ni tiene cuernos. Aunque quizá tenga un tridente, por los trajes de Tom Ford a medida que lleva deduzco que tiene a un tipo que se encarga de todas las actividades que requieran su uso.
Y «Satanás» es el apodo que le he puesto a él, no a Jonathan, pero es que le viene al pelo. Primero, porque es el cirujano plástico de las estrellas, que también es exactamente el trabajo que esperarías que tuviese Satanás si por algún motivo no pudiese ejercer de abogado.
Segundo, porque es británico. Todo el mundo sabe que cualquier inglés megacortés que no sea James Bond es malo, o al menos eso entendí al leer las novelas de Jane Austen y tras la única película de James Bond que he visto.
Y, por último, porque es un poco demasiado perfecto, lo cual indica que en su trabajo debe de hacer algún tipo de magia negra. Demasiado alto, demasiado musculoso… Con la mandíbula cuadrada, los ojos oscuros y una boca exuberante que lo convierten en un peligro para los demás. Solo hay que preguntarles a las pobres actrices con las que sale una o dos veces y que, tras abandonarlas, se limitan a subir fotos tristes y frases confusas en Instagram. No puedo garantizar que se refieran a él, pero la verdad es que es lo suficientemente guapo como para provocar un montón de autocompasión tras su partida.
Aunque, para mí, eso no es un problema. Mi superpoder, que he adquirido a lo largo de este año tan difícil, es que soy inmune a los hombres guapos. Mi hermana diría que estoy «estropeada», no que soy inmune, pero lleva con el mismo chico desde los catorce años, así que ¿qué sabrá ella?
—¿Y de qué me encargaría? —pregunto, apoyándome en el respaldo de la silla. La pregunta es una mera formalidad. Dada mi situación financiera, en este momento no estoy en disposición de decir que no a nada—. Supongo que, como estamos hablando de Hayes, debe de tratarse de algo relacionado con el tráfico de personas o de heroína.
Él se ríe y se recuesta en la silla, hastiado y divertido al mismo tiempo.
—Nada tan malo. Quiero que me sustituyas mientras Jason y yo estemos en Manila.
Dejo mi café de golpe. La lucha por encontrarle un sustituto a Jonathan empezó hace meses, en cuanto Jason y él recibieron el visto bueno a su solicitud de adopción.
—¿Qué ha pasado? —pregunto—. Pensaba que habías encontrado a alguien.
Él menea la cabeza.
—No era la adecuada. —Lo cual supongo que significa que Hayes se está portando como un capullo, o que se acostó con ella durante la entrevista. Aunque Jonathan nunca ha dicho nada malo sobre su jefe, gracias a TMZ y DeuxMoi estoy bastante al día. Ese tipo hace que mi ex parezca un niño del coro—. En fin —concluye—, que se me ha ocurrido que podría contratarte a ti. Él necesita una asistente. Tú necesitas dinero. Es perfecto.
Jonathan está acostumbrado a tratar con exigencias, como. por ejemplo, que las famosas quieran que las cuelen en la apretada agenda de Hayes sin previo aviso, o que Hayes pida reservas imposibles y comida exótica. El trabajo exige tacto, diplomacia y la capacidad de hacer posible lo imposible. Decir que soy la opción perfecta es como emparejar a un chaval de diecisiete años con una mujer de noventa e insistir en que es perfecto porque ambos son hetero.
—Así que estás desesperado y no encuentras a nadie más que quiera hacer el trabajo.
Levanta la mirada de su tortilla de claras de huevo y hace una mueca.
—No, Tali. Eres discreta, y creo que os llevaríais bien. Además de que pagan cuatro mil dólares a la semana.
Los ojos se me abren como platos. Sabía que ganaba un buen sueldo, sin duda más que yo en mi empleo en Topside, un bar especializado en Jimmy Buffet y en bandanas para la cabeza, pero no tanto. Cuatro mil a la semana por las seis semanas que va a estar fuera no resolverán mis problemas, pero los harán mucho más pequeños.
—Quizá deberías haber empezado por ahí —digo, y él me regala mi sonrisa favorita, dulce y sorprendida, como la de un niño que recibe un cumplido inesperado.
—Ha sido más fácil de lo que esperaba, visto lo que opinas de Hayes —afirma, subiéndose las gafas por el puente de la nariz—. Y quiero que sepas que todavía sigo pensando que vas a acabar el libro. Pero creo que si pudieras dejar de preocuparte por pagar el adelanto, te quitarías algo de presión de encima.
Pues, entonces, tiene más fe en mí de la que yo misma tengo. El libro —por el que recibí un anticipo importante que ya me he gastado— lleva a medias desde el año pasado, y tengo que entregarlo dentro de unos meses. Si a estas alturas vender mi alma al diablo fuera una opción, probablemente ya lo habría hecho, así que no voy a negarme a estar solo bajo su nómina.
Pero todo me parece demasiado sencillo. Estamos hablando de Hayes, al fin y al cabo.
—¿Así que eso es todo? Es decir, ¿no necesito hacer ninguna entrevista ni nada?
Su cara se ensombrece durante un instante y muestra un atisbo de preocupación.
—Tendrás que firmar un contrato y un acuerdo de confidencialidad, pero ya está. Hayes confía en mis decisiones. Todo irá bien.
Yo no estoy tan segura de eso, pienso al recordar la única vez en que Hayes y yo hemos estado en la misma estancia. Todavía no sé por qué estaba en Topside, resaltando como un elefante en una cacharrería con su traje caro, ni por qué me estuvo observando —durante mucho tiempo— con algo que parecía ser interés. Sin embargo, ni siquiera se acercó a la barra antes de que su expresión cambiara de nuevo a la fría y resignada de siempre y, cuando volví a mirar, ya se había ido. Quizá no tuviese nada que ver conmigo, pero no parece ser el comienzo más propicio de nuestra relación laboral.
—Solo tengo una cosa que pedirte… —anuncia Jonathan. Se echa hacia delante y coloca los brazos en la mesa, apoyándose sobre las palmas de las manos—. No te acuestes con él. Por favor. Si te vas a la cama con él en cuanto me marche, tendré que regresar directo a casa.
Me río tan alto que los de las mesas de alrededor se giran a mirarme. Es un horror que Jonathan, mi amigo más antiguo, se atreva siquiera a sugerirlo.
—Confía un poco en mí. Nunca me acostaría con alguien como Hayes. He aprendido a evitar a los tipos en los que no se puede confiar.
Deja caer los hombros y se frota la frente.
—Me preocupa que te hayas hecho una idea sobre Hayes basándote solo en cotilleos estúpidos y en tu vívida imaginación. —Me mira a los ojos con compasión—. Y nunca me pareció que Matt fuera poco de fiar. Todos nos quedamos tan sorprendidos como tú cuando tu relación se fue al garete.
Se me encoge el corazón. Las palabras de Jonathan no son nada reconfortantes. Preferiría escuchar qué era lo que yo había hecho mal, que me dijera cuáles eran las señales que indicaban que Matt me iba a fallar como lo hizo, pero incluso ahora lo único que se puede decir sobre mi exnovio es «Pero si era un gran tipo…».
Jonathan se estira sobre la mesa y me coge de la mano.
—Todo mejorará, Tali. Cuando llegue el chico adecuado, tus murallas se esfumarán.
Lo dudo bastante, porque tengo pensado evitar a los hombres en general.
De cualquier manera, Hayes Flynn no va a tocar mis murallas; ni nada más, dicho sea de paso.
Aparco en la rotonda de entrada y miro la agenda que me dio Jonathan:
«07:30 – Llegada al Starbucks de Highland. Pedir un venti latte (con leche entera) y tres de azúcar».
«07:45 – Entrar con el código. Quitar alarma. Colocar el café y los papeles sobre la encimera de la cocina. Si Hayes no ha bajado a las 8 de la mañana, enviarle un mensaje. Si no funciona, tendrás que ir a despertarlo. Aviso: quizá tenga compañía».
Me preocupa saltarme algo, y la verdad es que tampoco estoy segura de comprender bien esas primeras instrucciones. El café ya me ha salpicado la falda y no sé si tengo que ponerle yo el azúcar o si el Caballero Oscuro puede ocuparse de eso, al menos.
Podría preguntarle a Jonathan si de verdad tengo que hacerlo, pero está de camino a Manila y probablemente debería esperar para hostigarlo con preguntas más importantes. Dios sabe que van a surgir conforme vaya pasando el día, si es que duro tanto. Sentada delante de la mansión de Hayes en Hollywood Hills, estoy empezando a sentirme un poco insegura en ese aspecto.
Primero, porque ya odio a mi jefe, lo que suele ser una mala señal.
Segundo, porque odio muchísimo esta casa. Esperaba algo que se pareciera más a Hayes: líneas puras y ángulos hermosos con destellos de belleza inesperada y exuberante. Sin embargo, se trata de la casa que comprarías si, por casualidad, te hicieras famoso gracias a una canción sobre tirarte pedos en YouTube: tan grande como para albergar un pueblo de un tamaño considerable y con demasiados adornos horteras, tales como fuentes, columnas, ventanas en arco, torrecillas. Y en un clima en donde florecen los árboles y las buganvillas, su único paisajismo consiste en algunos setos bien podados y una palmera solitaria y robusta, lo cual apunta al tipo exacto de impersonalidad que se espera de alguien con su historial en los tabloides.
Enderezo los hombros y tomo aire con fuerza antes de salir del coche. Que me gusten él o su casa es irrelevante. Para mí, este trabajo es solo un medio para un fin, el primer respiro decente que he tenido en un año muy difícil, y no voy a echarlo a perder.
Da igual lo terrible que sea, no tiene por qué gustarme para morderme la lengua y hacer lo que ordene. Solo van a ser seis semanas, al fin y al cabo.
Hago malabares con los papeles, el café y mi bolso, y me las arreglo para abrir la puerta y desconectar la alarma. Mis tacones traquetean contra el suelo mientras camino, y el interior me parece tan decepcionante como el exterior: suelo de mármol, montones de muebles enormes y dos imponentes escaleras de caracol que llevan a alas distintas de la casa. Ya me siento sola durmiendo en un estudio, con que imagínate cómo me sentiría al vivir en un sitio tan grande. Pero, claro, Hayes seguro que no duerme solo muy a menudo.
Saco los dos móviles que he heredado de Jonathan —uno para las llamadas normales de Hayes y otro para las emergencias—, y estoy a punto de ordenar los periódicos cuando lo escucho bajar por las escaleras. El corazón empieza a latirme con demasiada rapidez, y creo que casi puede escucharse. Mi trabajo consistirá en su mayor parte en tratar con pacientes y hacer recados. Con eso puedo. Pero lo único para lo que no estoy preparada es para ver a ese hombre en persona.
Me miro el espejo que hay delante de mí para confirmar que mi nueva blusa de seda sigue en su sitio y que la mancha de café de mi falda no se nota tanto. Todo en mi aspecto indica que soy una mujer práctica e inofensiva —llevo el pelo recogido en una cola de caballo alta, y rímel y brillo de labios como único maquillaje—, a excepción de mis ojos, que son una pizca… desafiantes. Quiero que digan «Estoy a su disposición», pero ahora parecen decir «Llevo un espray de pimienta» o «Tengo amigos mafiosos».
Antes de poder corregirme, aparece él vestido con una camisa blanca impoluta y un traje negro; es incluso más alto de lo que yo creía y aún más guapo. El pelo negro le brilla, húmedo y retirado de la cara, y sus pómulos prominentes están un poco sonrojados todavía por el calor de la ducha.
Es una cara que haría que te volvieras a mirarla una segunda vez, y una tercera. Una cara que te hace contener el aliento a la espera de escuchar su voz, sin duda grave y dura como la gravilla, ese tipo de voz que se te clava en la base del estómago y te hace apretar los muslos con expectación.
—¿Esto es una broma? —exige. Su voz es tal como me la había imaginado. Qué pena que tenga que estropearla siendo él. Debe de haber sabido que iba a venir, y no he hecho nada malo, todavía.
—No —contesto, agradecida de que nos separe la isla de la cocina—. Soy Tali. Jonathan me ha pedido que ocupe su lugar mientras esté ausente. Supuse que lo sabrías.
Se le contrae un músculo de la mandíbula.
—Me dijo que su sustituta se llamaba Natalia —replica, tras un sonoro suspiro—. No que fuera su amiga, la camarera.
Pronuncia «camarera» como si fuera un sinónimo de «racista» o de «pedófilo». Creo que cualquiera que beba tanto como él debería tenerle más respeto a mi profesión.
—¿Hay algún problema? —pregunto. Es probable que mi voz suene más amenazadora y menos conciliadora de lo que se espera… Siempre consigo empeorar las cosas. Pero he dejado mi empleo por esto, así que no voy a rendirme sin luchar.
—Necesito hablar con Jonathan en cuanto aterrice —anuncia, apretándose el puente de la nariz con el pulgar y el índice—. Es evidente que ha habido un malentendido. Es decir, ¿tienes alguna experiencia?
¿Tengo experiencia en responder al teléfono y recoger la ropa de la tintorería? Sí. Un montón.
De verdad que no me puedo creer que Jonathan se preocupe por que me pueda acostar con este hombre. Admito que me gustaría hacerle un montón de cosas, pero la mayoría de ellas incluyen saliva, y no de manera sexy.
—Sí —replico, cruzando los brazos por debajo del pecho—. La última vez que lo comprobé, responder al teléfono no requiere un máster en Harvard.
—Que, evidentemente, no tienes —añade.
Podría decirle que sí he ido a la universidad, pero quizá mencionar algo que dejé no me ayude nada.
Él coge el café y suspira cuando mira los sobres de azúcar. Parece ser que sí que está demasiado ocupado y es demasiado importante como para abrirlos él mismo. Lección aprendida para mañana, aunque tampoco es que haya muchas posibilidades de que haya un mañana.
—Voy a llamar a Jonathan —dice, alejándose—. No te pongas muy cómoda.
La puerta se cierra con un golpe y, poco a poco, mis pulmones se van quedando sin aire. ¿Qué demonios ha ocurrido? Podía entender que no le gustara después de conocerme —no sería el primero—, pero se ha comportado como un gilipollas incluso antes de que abriera la boca.
Me apoyo en la encimera de mármol, me llevo las manos a la cara y, al fin, me hundo en la decepción. Ya he dejado el trabajo en Topside, y con muy poca antelación. No me volverán a contratar, lo que significa que, a menos que encuentre otra cosa con rapidez, tendré que volver a mi casa en Kansas con el rabo entre las piernas, justo como mi exnovio predijo que iba a hacer.
Lo peor es que este empleo parecía ser una señal de que las cosas iban a mejorar, de que iba a poder salir del agujero en el que estoy metida. Pero toda la suerte que pudiera haber tenido en la vida se esfumó cuando acepté el anticipo. ¿Por qué iba a ser esto diferente?
Al final, termino por ir al despacho de Jonathan, que está a la derecha de la cocina. Es pequeño y soleado, y austero tipo zen. Aparte del escritorio y el sillón, la única decoración consiste en un helecho solitario de color verde llamativo y dos fotos enmarcadas, una de Jason y otra de nosotros tres, riendo mientras nos acaricia la brisa y con las luces del muelle de Santa Mónica a nuestras espaldas.
Le doy un sorbo a mi café frío y empiezo a tomar nota de los mensajes del fin de semana a la espera de que me despidan. Casi casi he asumido la idea, cuando me llama por teléfono a mediodía. Pero sigo teniendo encogido el estómago. Nunca antes me han despedido. Ni tampoco he perdido tanto dinero de golpe.
—Esta mañana —comienza, con rigidez— estaba… sorprendido. Solo quiero asegurarme de que sabes a lo que has venido. No es un trabajo fácil.
Siento una oleada de alivio recorrerme las venas, como si se hubiera abierto una válvula de vapor. No estoy segura de qué es lo que le ha hecho cambiar de opinión, pero la verdad es que no me importa.
—Está bien.
—Trabajarás muchas horas —continúa—, y tendrás que hacer… otras cosas también.
Me hundo en el sillón.
—Eso me suena al tipo de sugerencia vaga que hacen los depravados —suelto, con una risa incómoda.
Él responde con un completo silencio. Al parecer, he vuelto a estropear una conversación con uno de mis intentos inoportunos de hacer gracia.
—No —responde al fin—. Pero quizá haya cosas sobre mi estilo de vida que encuentres desagradables.
—¿Te refieres a la impertinencia? —digo sin pensar. Yo misma me increpo por mi falta de filtro. Necesito un bozal—. Da igual. No me importan las cosas desagradables. No pasa nada.
—Bien —dice, soltando un suspiro de desilusión. Es evidente que esperaba que me marchara yo sola—. Puedes quedarte hasta que regrese Jonathan. Y estoy seguro de que te lo ha dicho, pero voy a recalcártelo: nadie puede tener mi número personal. Nadie.
Jonathan ya me lo había explicado con la misma ansiedad que tendría si estuviera hablando de códigos nucleares. Tengo que tomar el mensaje si alguien llama y remitir los escritos que me parezcan relevantes, tanto personales como de cualquier otro tipo. Pero las únicas personas que tienen el número de Hayes son su amigo Ben, Jonathan y ahora yo… Así que sabrá quién tiene la culpa si se filtra.
—Tengo que asegurarme de que te dejen en paz. Me lo ha dicho Jonathan.
—Exacto —replica—. Incluida tú.
Y entonces cuelga sin una palabra más.
Suspiro con fuerza y cierro los ojos. Van a ser seis semanas muy muy largas.
He descubierto que no un hay día tan malo que no pueda empeorar al pasar por delante de la nueva valla publicitaria de mi exnovio. Tras caminar junto a varias cafeterías de hipsters y fruterías orgánicas de camino al trabajo, la cara bonita de Matt me sonríe desde el lateral de un edificio de diez pisos, colocada tan bien que no hay manera de evitarla sin apartar por completo la mirada de la carretera.
El primer gran salto de Matt fue en una película sobre la época de Vietnam, Write Home, en la que interpretaba a un soldado joven cuya muerte hizo llorar a todos los espectadores. Su cara bonita fue lo primero que llamó la atención de la gente: los labios plenos, los ojos azules, los rasgos perfectos. Pero creo que lo que terminó por ganarse a todo el mundo fue que había hecho, básicamente, una versión de sí mismo: dulce, serio, bienintencionado. Un chico sencillo que se preocupaba por quienes había a su alrededor y quería volver a casa, con su chica.
Es la cara que sigo viendo cuando miro la valla: el estudiante de segundo de instituto que se enamoró, de manera inexplicable, de un ratón de biblioteca de catorce años. El chico dulce que me llevó al baile de graduación, que protagonizó casi todas mis primeras veces. ¿No debería ver ahora toda su falsedad cuando levanto la cabeza y lo miro? De verdad que odio no poder hacerlo. Porque si todavía sigo sin saber qué es lo que fue mal con Matt, ¿cómo voy a poder saberlo cuando ocurra con otra persona?
Llego a la casa de Hayes. Recojo los periódicos y desconecto la alarma. No voy a dejar que Matt me estropee el día.
Coloco el café de Hayes sobre la encimera y le añado el azúcar, no vaya a ser que él mismo tenga que abrir el sobrecito y removerlo…
Me preparo, cuando lo escucho bajar las escaleras, para recibir la misma actitud amarga que mostró ayer, pero casi ni me mira cuando entra en la cocina. A pesar de que se le nota que está agotado, es difícil apartar la mirada de él, y me respeto mucho menos a mí misma por ello. Esos hombros anchos y esos labios sugerentes no lo convierten en un ser humano decente.
Da un sorbo al café y cierra los ojos.
—Ibuprofeno —ordena—. En el cajón de la izquierda —dice en voz baja y ronca.
Hubo un tiempo en que podría haber sentido lástima por él. Pero ahora estoy centrada en seguir dándome pena a mí misma, y él es lo suficientemente mayorcito como para saber qué ocurre cuando te emborrachas hasta perder el sentido.
Encuentro el bote y se lo paso.
—¿Cómo llegaste a casa? —pregunto.
Él entrecierra los ojos.
—Poco cualificada y moralista. La combinación ganadora —murmura, y se echa después más pastillas en la mano de las que debería—. Hay un servicio que te lleva el coche a casa si has estado bebiendo. ¿Cuál es la agenda?
Cruzo la habitación para recogerla de la impresora. Aunque Hayes suele tener un día de cirugía y un día de consulta médica a la semana, el motivo de su fama —aparte de su polla, claro está— se debe a que dedica el resto de los días, fines de semana incluidos, a hacer visitas a domicilio. Las famosas no quieren arriesgarse a que les hagan una foto con la cara magullada y ensangrentada, así que Hayes va a visitarlas como si fuera un médico de los de antes, aunque se centra más en hinchar los labios que en amputar extremidades.
Frunce el ceño cuando se la entrego. No tengo ni idea de si es por mi culpa o por la agenda, pero Jonathan me avisó de que Hayes se pone de muy mal humor los días que le tocan las visitas a domicilio.
Que son casi todos los de la semana, así que, para ser más preciso, Jonathan bien podría haber dicho que siempre se pone de muy mal humor.
Se levanta.
—Hay una mujer arriba. Encárgate de que se marche cuando se levante.
La mandíbula se me desencaja. Supongo que esta es una de las cosas a las que se refirió de pasada ayer.
—¿No quieres…, ya sabes, despedirte de ella?
Levanta una sola ceja imperiosa y vuelve a coger su café.
—¿Por qué iba a hacerlo, cuando te tengo a ti para que te ocupes de ello?
—¿Y cómo se supone que la voy a sacar de tu casa, exactamente? ¿Tienes algún arma de fuego, por casualidad?
Escucho un ligero gruñido que podría tratarse de una carcajada, o quizá se trate de su forma de decir «Cierra la puta boca» sin necesidad de hablar.
—Llévatela a desayunar —responde, como si hubiera hecho esto un millón de veces antes—. Es mejor no terminar nunca las cosas en mi casa, por si acaso se niegan a marcharse. Ah, y envíale unas flores.
Pongo los ojos en blanco con tanta exasperación que creo que se me van a quedar así para siempre.
—¿Y qué tengo que poner en la nota?
Él se encoge de hombros y se levanta.
—No lo sé. Ya se te ocurrirá algo, estoy seguro.
—No esperes que te llame —sugiero.
Se frota la frente.
—Qué estúpido de mi parte pensar que serías capaz de encargarte de ese único detalle sin recibir instrucciones. Limítate a darle las gracias por una velada encantadora o algo así.
—Vale. ¿Cómo se llama?
Se detiene y me mira mientras piensa, como si creyera que la respuesta me va a aparecer en la frente.
—¿Lauren? —sugiere—. ¿O Eva?
—¿De verdad me estás diciendo que ni siquiera sabes el nombre de la mujer en la que metiste tu pene anoche?
Su mirada se desvía hacia mi boca durante un buen rato y después la aparta y deja escapar un suspiro lento y controlado.
—¿De verdad me estás diciendo que no te puedo pedir que hagas una maldita cosa sin tener que escuchar tu opinión al respecto?
Supongo que tiene razón, pero no puedo pasarlo por alto.
—Es que no me puedo imaginar que ni siquiera sepas su nombre.
—Solo salgo con mujeres que no esperan nada de mí —explica, y se da la vuelta para marcharse—. Aprenderme sus nombres les daría falsas esperanzas.
—Me encargaré de que se vaya —replico, frunciendo el ceño mientras lo veo irse.
Ha dicho exactamente la gilipollez que esperaba que dijera. Lo único que ocurre es que no creía que lo fuera a decir en un tono tan… infeliz.
El ama de llaves, Marta, llega una hora después. Nos conocimos ayer, pero no tuvimos una conversación muy larga porque mis conocimientos de español se limitan a lo que he visto de Dora la exploradora con mi sobrina, lo cual no resulta especialmente útil en mi situación actual. No recuerdo ni un solo episodio en el que Dora tenga que decirle a Botas que hay una mujer desnuda arriba.
—Señorita —digo, señalando hacia el piso superior antes de imitar que estoy durmiendo al colocar mi cabeza sobre una almohada imaginaria—. Dormir. —Ella parece comprenderlo. Lo más probable es que se trate de algo habitual por aquí.
Dejo dormir a Lauren/Eva durante unas horas más, esperando que sea ella misma quien se marche de casa, pero al ver que no ocurre, me rindo y subo a la habitación de Hayes. A diferencia del resto de la casa, parece que su dormitorio sí está bien aprovechado, viendo toda la ropa que hay por el suelo y la rubia totalmente desnuda que hay sobre su cama. Camino despacio en su dirección. De verdad, no sé qué haría si pisara un condón usado. Amputarme el pie, lo más seguro.
—Eh —digo cuando llego a su lado—. ¿Lauren? ¿Eva?
No hay respuesta.
—¿Abby? ¿Gwyneth? ¿Judi Dench?
Doy una palmada. Sigue sin ocurrir nada. Empiezo a preguntarme si está muerta, y ahí es cuando mi cerebro de escritora se dispara. Veo cómo todo ocurre ante mis ojos: me doy cuenta de que está rígida, cojo el teléfono para llamar al 911 y escucho la voz de Hayes al otro lado, diciéndome que sabía que no podía confiar en mí, y entonces bajan unas rejas y me dejan encerrada dentro.
«Le dije a Jonathan que no superarías la prueba».
Tiendo la mano y le muevo el hombro mientras alzo cada vez más la voz, hasta que casi grito.
Por fin, levanta la cabeza. Tiene el maquillaje restregado por toda la cara y por las caras sábanas de Hayes.
—¿Por qué me gritas? —murmura.
Deja caer la cabeza de nuevo sobre la almohada. ¿Quién demonios duerme tan profundamente en la casa de un completo extraño?
—Lo siento —replico—. La mujer de la limpieza tiene que entrar. Son las diez y media.
Abre los ojos como platos, salta a toda prisa de la cama y recoge su sujetador del suelo.
—Mierda, mierda, mierda. Tengo que estar ya en el juzgado. No me da tiempo a ir a casa.
Recoge su diminuto vestido rojo del suelo.
—Voy a procesar un caso de agresión sexual hoy. Oh, Dios, esto es horrible.
Todavía sigo en shock, procesándolo —pensaba que cualquiera que viniera a casa con Hayes estaría en el lado oscuro de la ley, no al contrario—, cuando sus ojos se detienen en mi traje nuevo, comprado precisamente para este trabajo.
Por favor, no me lo pidas, pienso. Sí, ganaré veinticuatro mil de los grandes si completo las seis semanas, pero ni eso podrá cubrir lo que debo si no termino el libro.
—¿Podemos hacer un intercambio? —me pide—. Te lo ruego. Por favor, cámbiate de ropa conmigo.
—No puedo llevar… eh… eso todo el día —contesto, con un estremecimiento—. Acabo de empezar en este trabajo y…
—¿Pero no está él trabajando? —pregunta—. Ni siquiera se va a enterar.
Quiero decirle que no. Nunca me va a devolver la ropa, sobre todo cuando Hayes no la llame nunca más. Pero parece tan preocupada —y me ha sucedido demasiadas veces en mi vida que un simple error pareciera provocar el fin del mundo— que le cojo el vestido rojo de las manos.
De todas formas, no me va a ver nadie.
—Necesito que te reúnas conmigo en Malibú —dice Hayes exactamente quince minutos más tarde.
Es un giro de guion que debería haber previsto sin dudarlo si me paro a pensar en cómo me ha ido en el último año.
—Eh… ¿vale? —Me miro el vestido rojo, que apenas me cubre los muslos.
—¿Hay algún problema? —pregunta. No hemos intercambiado ni diez palabras y ya está indignado—. O quizá sea mejor preguntar: ¿hay alguna parte de este trabajo con la que no tengas ningún problema?
—Ninguna en absoluto. —A menos que poseas un código de vestimenta para tus empleados—. Ya voy de camino.
Cojo las cosas que me ha pedido y me subo al coche, preguntándome mientras recorro la ciudad cómo demonios voy a explicarle por qué llevo puesto lo que parece ser un camisón sexy.
A pesar de la inminente humillación, empiezo a relajarme cuando giro hacia el norte por la autovía del Pacífico. ¿Cómo no iba a hacerlo si tengo el mar a mi izquierda y delante de mí la carretera que serpentea por los acantilados? Con las ventanas bajadas y una brisa cálida que me trae el olor a agua salada y a arbustos de salvia, todo parece ir bien en el mundo, incluso aunque sea un mundo en el que casi voy desnuda.
Me reúno con él delante de una casa en la playa que quizá cueste más al año de lo que yo ganaré en toda mi vida. Saco de la parte trasera del coche la nevera que me ha pedido y que contiene relleno y bótox, me giro y me lo encuentro esperando con seriedad junto a su coche, mirándome.
—¿Llevas… llevas puesto el vestido de la chica con la que salí ayer? —pregunta, horrorizado.
El lado positivo de no tener nada que perder es que… no tengo nada que perder.
—¿Te gusta? —susurro, levantando una mirada nerviosa y esperanzada hacia él—. Me he librado de ella, justo como pediste.
Se queda paralizado. Está algo confundido y aterrorizado.
—¿Qué? —ladra.
Me muerdo el labio y junto las manos como una colegiala penitente.
—Pensé que te gustaría. Ahora podremos estar juntos para siempre.
Se le abre la boca, y puedo adivinar sus pensamientos a la perfección: «Esto no puede estar pasando. Oh, Dios mío, ¿qué ha hecho?».
Quiero continuar con la farsa, pero, en cambio, me siento sobre el capó de mi coche y empiezo a reírme.
—Joder. Ojalá pudieras verte la cara. Tu invitada llegaba tarde a los juzgados y me ha pedido mi ropa.
Deja escapar un suspiro.
—Joder. —Se pasa las manos por su bonito pelo y se lo deja todo alborotado. Madre mía, cómo me gustaría hacer lo mismo solo una vez—. Espera. ¿Te ha pedido tu ropa y le has dicho que sí?
Yo me encojo de hombros.
—Estaba muy angustiada.
Se queda mirándome como si esperase que le explicara algo más, y, como no lo hago, tiende la mano para coger la nevera.
—Qué bonito de tu parte —añade con expresión de disgusto, y después se marcha.
Lo más extraño es que parecía mucho más cómodo cuando creía que quizá fuese una asesina.
Me gusta considerarme a mí misma como alguien que antepone la familia a todo, pero cuando el nombre de mi hermana mayor aparece en la pantalla de mi teléfono, me planteo dejar que salte el buzón de voz. Hasta la muerte de mi padre, el verano pasado, Liddie era mi mejor amiga. Ahora, sin embargo, parece que el espacio que hay entre nosotras no puede salvarse, y lo último que necesito después de un largo día de trabajo es uno de sus sermones inevitables sobre Matt.
—Todo el mundo comete errores —me dice cada vez que hablamos, porque para ella Matt es parte de la familia, el mejor amigo de su marido, una pieza inseparable de nuestra adolescencia. Dice que parece que falta algo cuando estamos todos juntos menos Matt. Me pregunto si alguna vez se le ha ocurrido que yo también podría sentir que me falta algo. Que cuando los veo a ella y a Alex juntos haciendo de familia feliz con su hija, estoy viendo dónde se supone que debía haber acabado tras diez años con la misma persona.
Apenas he saludado cuando se lanza a hablar sobre las últimas noticias de su ovulación/futuro embarazo, lo cual es otra fuente de irritación para mí. Tampoco es que me importe que trate de quedarse embarazada, pero esa obsesión suya me fastidia. A veces parece que ni siquiera ha lamentado la muerte de nuestro padre; no había acabado todavía el funeral y ya estaba ojeando un libro de nombres para bebés, como si se hubiera lavado las manos del asunto y ya está.
—Pensaba que estaba ovulando, pero me he hecho un test y ha salido negativo —me cuenta.
Me siento sobre la cama con un tazón de ramen. Matt pensó que estaba siendo generoso al dejar que me quedara con nuestros muebles antiguos que no valían nada, pero después de que se marchara tuve que hacer recortes. Nuestra cama king-size ocupa tanto espacio en la habitación que no hay hueco para nada más, y, por tanto, hace las veces de sofá, escritorio y mesa del comedor en uno.
—Pero ¿sabes? Dicen que cuando la mucosa cervical se espesa…
—Liddie, estoy comiendo —la interrumpo—. Y ya sabes lo que pienso sobre la mucosa cervical. ¿Has hablado con Charlotte?
Nuestra hermana pequeña, que hace cuatro meses que está ingresada en un centro hospitalario, dice que no se siente sola allí, y Liddie tiende a tomarse sus palabras al pie de la letra por motivos que no alcanzo a comprender. Charlotte sigue siendo la misma chiquilla que nos dijo que estaba bien, una y otra vez, y después se tomó un bote entero de aspirinas.
—Esta semana no. Estoy muy ocupada con Kaitlin durante el día, y es difícil poder hablar con ella de noche. ¿Qué tal el trabajo nuevo?
Como insistió en que este trabajo era una idea terrible, no tengo otra opción que decir que me va bien, aunque quizá sea un tanto exagerado: Hayes no ha pensado que la broma de hoy fuera tan divertida como yo creía.
—De verdad que me pagan cuatro mil dólares a la semana por responder al teléfono.
—Con esa boquita tuya, no contaría con que durase mucho —anuncia—. Todavía no sé por qué tuviste que darle a mamá todo el anticipo.
Cierro los ojos con fuerza. Liddie no es capaz de aliviar la situación financiera de nuestra familia de ninguna manera, pero no duda en criticarme a mí por intentarlo.
—No me di cuenta de que no iba a poder escribir el libro —contesto en tono cortante. Le había dado a mi madre el anticipo para que pagara la hipoteca. Si hubiera sabido que terminaría pagando todo el tratamiento de Charlotte con tarjetas que no me puedo permitir, igual me lo habría pensado antes.
—Todavía tendrías tiempo de acabar el libro si no hubieses aceptado ese estúpido trabajo —añade. Escucho el sonido de platos de fondo—. Y no te haría falta si le pidieses a Matt el dinero. Habla con él. Es de la familia.
Rechino los dientes tan fuerte que seguramente pueda escucharlo en Minnesota.
—No. No lo es.
Y aunque me envenenaran y Matt fuese el único que tuviese el antídoto, no aceptaría su ayuda. Si me estuviera ahogando y él me tirara un flotador, usaría lo que me quedase de energía para sacarle el dedo. Que la mitad de lo que dijo al final sea verdad no me hace estar menos furiosa. Recuerdo el fuego que me quemaba por dentro cuando rompimos. «Se lo demostraré», me decía cien veces al día. Ese fuego sigue estando ahí, pero cada vez que lo veo en una revista o leo los cotilleos sobre él en internet, parece como si ya hubiese ganado él.
—Deja que trate de arreglar las cosas —me ruega.
—Las cosas que rompió no se pueden arreglar.
Al menos, no puede hacerlo él. Ni nadie, probablemente. Que me parta un rayo si le dejo tirar dinero a espuertas para que se absuelva de culpa.
Hayes está bajando las escaleras cuando llego a la mañana siguiente. Hoy le toca día de oficina: consulta, relleno, consulta, bótox, consulta…, durante todo el día, a intervalos de quince minutos. Parece haberse preparado para ello bebiendo cantidades ingentes de alcohol y durmiendo poco. Solo llevo tres días con él, pero ya de antes no me esperaba otra cosa.
—Tienes un aspecto horrible —digo.
—¿Juzgarme entraba dentro de tu lista de obligaciones? —pregunta; se pone los dedos en las sienes y se sienta en un taburete—. No lo recuerdo muy bien.
Le pongo dos ibuprofenos junto a su café y le paso la agenda. Uno de estos días voy a añadir un folleto sobre alcoholismo funcional.
—¿Has visto el mensaje de tu… eh… nueva amiga? ¿Keeley? —cuestiono.
Sigue mirando la agenda, pero asiente. Todavía no me puedo creer que les dé a esas mujeres el número de su asistente. Está mal lo mires por donde lo mires.
—¿Así que de verdad no hay nadie que consiga tu número? —Quizá suene más exasperada de lo que debería, dado que me ha tildado de moralista cada vez que hemos hablado.
—Nadie —contesta—. Y me refiero a nadie. Ni el presidente. Ni el papa. Ni siquiera mi propia madre.
Se me escapa una carcajada de estupefacción.
—No lo dices en serio, ¿verdad? Lo de tu madre.
Levanta una ceja y me mira, cansado. «Otra vez me estás juzgando», dice ese ceño.
—Si llama, limítate a pasarme el mensaje. Pero ten una pequeña conversación con ella si te parece bien.
—Excelente. Utilizaré ese tiempo para practicar mi acento inglés —replico—. «Muy buenos días tenga usted, milady».
La verdad es que podría mejorar mucho el acento. Parezco un pirata de dibujos animados.
—Nadie utiliza esa expresión en Inglaterra desde hace al menos un siglo.
—¡Por las barbas de Neptuno! ¡Ojo al parche con su hijo, distinguida señora! —Meneo el brazo con alegría, como si fuera el capitán Jack Sparrow.
Su boca se mueve casi imperceptiblemente, y observo un atisbo del hoyuelo que he visto en fotos.
—Espero que no vayas a hacer un casting para un personaje de época británico dentro de poco.
—Es evidente que no voy a hacer ningún casting. Mi trabajo de camarera era un sueño hecho realidad, y ahora también estoy cumpliendo mi sueño de echar a mujeres de una patada de tu cama, y espero que, igualmente, el de conversar largo y tendido con tu madre.
Ya está recogiendo sus cosas y preparándose para olvidarme durante el resto del día. Ojalá no me hubiera desviado del tema de su madre con mis torpes intentos de hacerlo reír.
—Sé que no es de mi incumbencia, pero… —empiezo a decir.
Él suspira profundamente.
—Me parece que eso no te detendrá.
—¿Qué pasó con tu madre?
Me mira durante tanto tiempo que estoy segura de que me va a mandar a la mierda, pero en su lugar se encoge de hombros.
—Me amenazó con quitarme de su testamento si no rompía con mi novia —anuncia—. No le hice caso. Un fallo evidente por mi parte, porque al final terminó teniendo razón.
La palabra «novia» me golpea como un martillo. Nunca soñé con escucharla de sus labios a menos que fuese de broma.
—Tenías novia…
Espero a que remate el chiste; sin embargo, suspira y se pasa una mano por el pelo.
—Lo creas o no, la mayor parte de mi vida he sido monógamo en serie. Pero, claro, ya he visto la luz en ese aspecto.
Escucho un matiz de arrepentimiento en su voz, lo veo en su mirada perdida, pero pestañea y esa expresión desaparece de inmediato.
¿Cómo se pasa de ser un monógamo en serie a ser… Hayes? ¿Qué tiene que ocurrir para que alguien cambie de manera tan drástica?
—¿De verdad te ha eliminado del testamento? —pregunto.
Vuelve a encogerse de hombros, como si no tuviera importancia.
—Ya había terminado en la facultad de Medicina por aquel entonces y no necesitaba su dinero. Pero me mudé aquí, cerca de mi padre, y nunca me perdonó por ello.
Yo también estoy empezando a odiar un poco a su madre.
—Supongo que ya no tengo que preguntarte con quién de tus padres tienes mejor relación.
Su cara se ensombrece.
—Quizá opines así. —Se levanta para marcharse—. Pero eso es porque no te he contado lo que hizo mi padre.
Se va y me deja con un pequeño dolor en el pecho. Solo con mirarlo podrías pensar que tiene todo lo que un hombre querría: aspecto, riqueza, mujeres que se le echan encima por doquier…
Pero también tiene una madre despreciable, un padre que podría ser peor, ningún hermano que se sepa y una novia por la que lo arriesgó todo y que ya no está a su lado. ¿A quién acude cuando las cosas van mal? ¿Dónde pasa las vacaciones? Parece mantenerse siempre tan ocupado que casi no tiene tiempo de preguntarse si su vida está un poco vacía sin ningún tipo de familia a su lado. Si no se tratara de Hayes Flynn, el conquistador de mil actrices destrozadas, me preguntaría si no es ese exactamente el problema.
La pequeña oficina soleada junto a la cocina de Hayes es mi lugar feliz. O podría serlo si no tuviera que hacer mi trabajo.
Hoy, como siempre, me siento con la agenda abierta delante del portátil y me hundo cada vez más en el sillón mientras escucho a mujeres ricas y guapas describir sus defectos. Como poco, resulta descorazonador. El dinero, en mi opinión, solo parece haberles dado más tiempo para descubrir qué es lo que odian de sí mismas, y las ha llevado a llamar casi llorando para lamentarse sobre sus patas de gallo o las líneas sobre los labios superiores. La cirugía plástica no tiene nada de malo, pero lo que me molesta es su desesperación, su necesidad urgente, como si nada más importara. Les doy las citas deseando poder decirles, en cambio, que hace un tiempo precioso fuera, que pueden hacer todo lo que quieran y que dejen de lloriquearle a una desconocida por la simetría de sus fosas nasales.
Cuando acabo con las llamadas, imprimo facturas y me marcho a hacer las compras del día para Hayes: unas maquinillas de afeitar a un precio ridículamente caro en una tienda de Melrose y patatas fritas y Marmite de una tienda en San Fernando Valley.
Cuando regreso a mi estudio —un nombre glamuroso para una habitación del tamaño de un trastero y casi con la misma luz natural— estoy agotada.
Me preparo un tazón de ramen y me siento al fin a ocuparme de lo que de verdad considero mi trabajo. El que, por lo visto, soy incapaz de hacer.
Las cien primeras páginas del libro fluyeron de mis dedos. Aisling y Ewan son unos jóvenes amantes que se han colado por el agujero de un muro que separa a las hadas de los humanos. Se supone que solo va a ser por un tiempo, porque Aisling tiene un hermano pequeño al que cuidar, pero la riqueza y opulencia del mundo de las hadas resulta mucho más atrayente de lo que esperaban. Cuando Ewan se niega a marcharse —tras cambiar de una forma que ni él mismo es capaz de reconocer—, Aisling tiene que salvarlo de sí mismo y volver a través del agujero antes de que se cierre para siempre.
En su momento, no me di cuenta de que estaba escribiendo sobre mí y Matt, que los pequeños cambios que había sufrido desde que nos fuimos a Nueva York me molestaban mucho más de lo que estaba dispuesta a admitir. Estaba demasiado ocupada horrorizándome por haber sido capaz siquiera de escribir sobre ello. En el programa de mi máster en Bellas Artes se nos pedía que escribiésemos sobre cosas sombrías y muy reales, como, por ejemplo, un día de la vida de una secretaria que quiere suicidarse, o sobre cinco personas atrapadas juntas en un ascensor que se desmoronan poco a poco. Escribir un romance de fantasía por la noche fue mi secreto más vergonzoso durante mucho tiempo, y lo que más disfruté. Y ahora que se supone que debo escribirlo, ya no quiero.
Cuando las palabras no acuden, cuando me encuentro a mí misma pensando en rendirme, cierro el portátil y me pongo ropa para correr. Tampoco es que me encante correr de noche en Los Ángeles, pero es necesario. A menudo, la frustración que me provoca el libro resulta difícil de soportar, y el ejercicio es el único método que tengo para acabar con ella.
Tomo el camino que serpentea por la playa y que va desde Santa Mónica a Venice, esquivando a turistas borrachos durante todo el camino mientras le doy vueltas a la historia. ¿Por qué no puedo acabarla? El libro está atascado en el momento en que Aisling debe intervenir para salvar a Ewan de sí mismo, y me resulta imposible continuar más allá.
Aumento el ritmo hasta que los pulmones me queman y las piernas me pesan. ¿Habrían sido distintas las cosas si me hubiese quedado para acabar la carrera? ¿Habría podido escribir el libro con facilidad? ¿Me habría valorado Matt un poco más de lo que lo hizo?
Sin embargo, Matt había conseguido su primer gran papel en Los Ángeles y me necesitaba a su lado, y yo acababa de firmar el contrato para el libro y precisaba un respiro de todas formas. En ese momento, la elección me pareció evidente.
Al igual que Hayes, me mudé aquí para estar cerca de alguien que no me merecía, y renuncié a cosas que me importaban por una persona que ya no está conmigo. Supongo que tiene sentido que viva su vida como si, en realidad, nada importara.
Estoy empezando a sentirme igual con la mía.
A la mañana siguiente, de camino al trabajo, llamo a Liddie para recordarle la fiesta de cumpleaños de Charlotte por Zoom de esa tarde.
Ella gime.
—¿Por qué vamos a hacerla tan tarde? Es justo la hora de acostarse de Kaitlin y, además, estoy ovulando, así que… eh… Alex y yo tenemos planes.
—Porque no es tarde donde yo vivo, y una de las dos tiene que trabajar. Ah, y qué asco.
Entro en el camino circular de Hayes justo cuando una mujer que se parece un montón a mi hermana sale por la puerta principal.
—Tienes una doble que está saliendo de la casa de Hayes —digo.
—¿Eres tú? —pregunta con una carcajada. Supongo que me lo merezco. Las tres hermanas Bell nos parecemos un montón—. Quizá deberías preguntarte a ti misma por qué se está tirando a alguien que se parece tanto a su asistente.
—Con todas las mujeres con las que se acuesta, algo así iba a ocurrir tarde o temprano —replico, y después cuelgo.
Hayes ya está junto a la encimera, esperando.
—Tu cita era igualita a mi hermana —digo, colocando el café delante de él—. Aunque mi hermana todavía seguiría aquí contándote lo que estás haciendo mal.
Coge el café y lo huele, como si estuviera comprobando si tiene veneno.
—No me sorprende en absoluto saber que a un familiar tuyo le encante dar consejos que nadie le ha pedido. Pero si le hiciera a tu hermana lo que le acabo de hacer a la mujer que se acaba de marchar, estaría demasiado agotada como para hablar.
Se me remueve un músculo que tengo oxidado en el estómago, pero hace casi un año desde que rompimos Matt y yo, y más o menos ese tiempo desde que tuve relaciones, así que me niego a sentir culpa alguna por la reacción instintiva de mi cuerpo a Hayes, siempre y cuando no me dé por actuar en consecuencia.
—Ya veo que una noche contigo tiene que ser agotadora —replico mientras él se levanta—. Apuesto a que no dices «por favor» ni «gracias» ni una sola vez.
—Exacto, porque los hombres que dicen «por favor» y «gracias» durante el sexo suelen denominarse «clientes».
Trato de no reírme con todas mis fuerzas. Se me escapa una sonrisita, pero la controlo con rapidez.
Me pasa una nota escrita en un post-it.
—Necesito que te encargues de esto.
Se marcha sin decir «por favor» ni «gracias», y sin despedirse. Me voy al despacho, dejo mi bolso en el suelo e ignoro el timbre del teléfono durante el tiempo que tardo en leer el post-it que me ha entregado.
Para mi gran alivio, no me pide que saque a ninguna mujer desnuda de su cama, pero quiere una reserva para el viernes en un restaurante que solo las da con un mes de antelación, necesita que arregle el coche con el que se acaba de marchar y me pregunta sobre unos «folletos» sin decirme siquiera a cuáles se refiere.
Al fin, me rindo y llamo a Jonathan. He estado tratando de darle espacio, pero no tengo ni idea de qué hacer aquí, y me muero por saber más sobre la niña de diez meses a la que ya han llamado Gemma. Me prometió enviarme fotos cuando se marchó y todavía no he recibido nada.
—¿La habéis conocido? —exijo de inmediato, saltándome todas las formalidades.
—Todavía no —responde, con un suspiro de frustración—. El orfanato nos está poniendo un obstáculo detrás de otro.
Pobre Jonathan. Su pareja y él llevaban años esperando en la lista de adopción antes de que consiguieran esto.
—Lo siento mucho. ¿Hay algo que pueda hacer?
—No —contesta—, pero quizá tengamos que quedarnos aquí más tiempo del esperado. No te supone un problema, ¿verdad?
Me río con remordimientos, me recuesto en el sillón y coloco los pies sobre el escritorio.