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Poco después de la guerra de Secesión, un coronel empobrecido encuentra un diamante macizo. Lo mantiene en secreto y, explotándolo con inteligencia, se convierte en el hombre más rico del mundo. Retirado en el paraje recóndito que rodea su preciosa montaña, construye un palacio donde procrea en aislamiento y su progenie crece y se reproduce. Los pocos invitados que acceden al fortificado y diamantino reducto del clan Washington quedan condenados a no salir jamás salvo con los pies por delante por temor a que desvelen el secreto. Sin embargo, la tranquilidad se alborota cuando Percy Washington invita al joven John Unger, a pasar un lujoso verano en Montana. Unger, deslumbrado por tanta riqueza, conocerá el amor, la muerte y la decepción, experiencias que cambiarán radicalmente su vida. Aunque todo parece indicar que tampoco él se librará del cruel destino que le aguarda, a veces el destino tiene más facetas que el más grande de los diamantes...-
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Seitenzahl: 79
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F. Scott Fitzgerald
Saga
El diamante tan grande como el Ritz
Original title: The Diamond as Big as the Ritz
Original language: English
Copyright © 1922, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726521054
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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El diamante tan grande como el Ritz apareció por primera vez en la revista The SmartSet, en junio de 1922. Titulado primero El diamante en el cielo, este clásico de la novelabreve fue rechazado por el Post y por otras revistas de gran circulación, incluso despuésde que Fitzgerald eliminara entre cuatro y cinco mil palabras. (Los fragmentoseliminados se han perdido.) Comprimiría aún más el relato, suprimiendo ochocientaspalabras más, al corregirlo para su publicación en el volumen Cuentos de la era del jazz. Los responsables de las revistas consideraron el cuento incomprensible, blasfemo, o unadesagradable sátira contra los ricos. The Smart Set sólo le pagó a Fitzgerald 300 dólares,aunque entonces su cotización en el Post ascendía a 1.500 dólares por un relato largo. Fitzgerald se desanimó por la reacción de las revistas ante su cuento, «en el que heinvertido tres semanas de verdadero entusiasmo… Pero, por Dios y Lorimer, me haré ricoa pesar de los pesares». Cuando lo incluyó en Cuentos de la era del jazz, Fitzgeraldexplicó que El diamante…
«… lo escribí exclusivamente para mi propio placer. Mi estado de ánimo se caracterizabaentonces por una absoluta ansia de lujo, y el relato se me ocurrió como un intento desaciar aquella ansia con manjares imaginarios.
» Un conocido crítico ha tenido el gusto de considerar esta extravagancia lo mejor quehe escrito. Yo prefiero El pirata de la costa.»
John T. Unger descendía de una familia notable, desde hacía varias generaciones, en Hades, pequeña ciudad en la ribera del Misisipí. El padre de John había conservado el título de campeón de golf aficionado en numerosas y reñidas competiciones; la señora Unger era conocida en los antros del vicio y la corrupción, como decían en el pueblo, por sus arengas políticas; y el joven John T. Unger, que apenas había cumplido los dieciséis años, sabía bailar todos los bailes a la moda de Nueva York antes de ponerse pantalones largos. Ahora tenía que pasar algún tiempo lejos de casa. El respeto por la educación impartida en Nueva Inglaterra, verdadero azote de todas las ciudades de provincia, a las que arrebata cada año los jóvenes más prometedores, había alcanzado a sus padres. Lo único que podía satisfacerlos era que estudiara en el colegio de San Midas, cerca de Boston. Hades era demasiado pequeña para su querido e inteligente hijo.
Pero en Hades —como bien sabe cualquiera que haya estado allí— los nombres de los más elegantes colegios preuniversitarios y las más elegantes universidades significan muy poco. Sus habitantes llevan tanto tiempo alejados del mundo que, aunque presumen de estar al día en moda, costumbres y literatura, dependen en gran medida de lo que les llega de oídas, y una ceremonia que en Hades se consideraría perfecta sería juzgada «quizá un poco cursi» por la hija del rey de las carnicerías de Chicago.
Era la víspera de la partida de John T. Unger. Mientras la señora Unger, con maternal fatuidad, le llenaba las maletas de trajes de lino y ventiladores eléctricos, el señor Unger le regaló a su hijo una billetera de asbesto atiborrada de dinero.
—Acuérdate de que aquí siempre serás bien recibido —le dijo—. Puedes estar seguro, hijo, de que mantendremos viva la llama del hogar.
—Lo sé —contestó John con voz ronca.
—No olvides quién eres y de dónde vienes —continuó su padre con orgullo—, y no hagas nada de lo que te puedas avergonzar. Eres un Unger… de Hades.
Y el viejo y el joven se estrecharon la mano, y John se alejó llorando a mares. Diez minutos después, en cuanto cruzó los límites de la ciudad, se detuvo para mirarla por última vez. El anticuado lema Victoriano inscrito sobre las puertas le pareció extrañamente atractivo. Su padre había intentado muchas veces cambiarlo por algo con más garra y brío, aleo como «Hades: tu oportunidad», o incluso un simple «Bienvenidos» estampado sobre un caluroso apretón de manos dibujado con luces eléctricas El viejo lema era un poco deprimente, pero en aquel momento…
Así que John miró por última vez la ciudad y luego, con resolución, se encaró a su destino. Y, mientras se alejaba, las luces de Hades contra el cielo parecían llenas de una cálida y apasionada belleza.
El Colegio Preuniversitario de San Midas está a medía hora de Boston en un automóvil Rolls-Pierce. Nunca se sabrá la distancia real, porque nadie, excepto John T. Unger, ha llegado hasta allí como no sea en un Rolls-Pierce, y probablemente un caso como el de Unger no volverá a repetirse. San Midas es el colegio preuniversitario masculino más caro y selecto del mundo.
Los dos primeros cursos transcurrieron apaciblemente. Todos los alumnos eran hijos de reyes de las altas finanzas, y John pasó los dos veranos invitado en alguna playa de moda. Aunque apreciaba mucho a los amigos que lo invitaban, los padres le sorprendían porque todos parecían cortados por el mismo patrón, y, desde su juvenil punto de vista, a veces se maravillaba de su excesiva similitud. Cuando les decía dónde vivía, le preguntaban despreocupadamente: «Hace calor allí, ¿no?», y John se veía obligado a añadirle a la respuesta una débil sonrisa: «Desde luego que sí». Habría respondido con mayor cordialidad si todos no repitieran siempre el mismo chiste, a veces con una variante que no le parecía menos odiosa: «Allí no te quejarás del frío, ¿no?».
A mediados del segundo curso, pusieron en la clase de John a un chico tranquilo y atractivo que se llamaba Percy Washington. El recién llegado tenía modales agradables y vestía extraordinariamente bien, incluso para San Midas, pero, a pesar de todo, quién sabe por qué, se mantenía al margen de los otros chicos. El único con quien hizo amistad fue John T. Unger, pero ni siquiera con John hablaba abiertamente de su casa y su familia. No había ninguna duda de que era rico, pero, aparte de lo poco que podía deducir, John no sabía casi nada de su amigo, así que, cuando Percy lo invitó a pasar el verano en su casa del Este, fue como si le prometieran un banquete para saciar su curiosidad. Aceptó sin vacilar.
Ya en el tren, Percy se volvió, por primera vez, más comunicativo. Y un día, mientras comían en el vagón-restaurante y hablaban de los defectos de algunos de sus compañeros de colegio, Percy cambió de repente de tono e hizo una observación inesperada:
—Mi padre —dijo— es, con mucho, el hombre más rico del mundo.
—Ah —respondió John cortésmente. No sabía qué contestar a semejante confidencia. Pensó contestar: «Es magnífico», pero le sonaba a hueco; y estuvo a punto de decir: «¿De verdad?», pero se contuvo, porque hubiera parecido que dudaba de la afirmación de Percy. Y una afirmación tan asombrosa como aquella no admitía dudas.
—El más rico, con mucho —repitió Percy.
—He leído en el Almanaque Mundial —empezó a decir John— que en Estados Unidos hay uno que gana más de cinco millones al año, y cuatro que ganan más de tres millones, y…
—Ah, eso no es nada —la boca de Percy se curvó en una mueca de desprecio—. Capitalistas de cuatro cuartos, financieros de poca monta, pequeños comerciantes y prestamistas. Mi padre podría comprarles todo lo que tienen y ni siquiera lo notaría.
—Pero ¿cómo…?
—¿Que cómo no figura en las listas de Hacienda? Porque no paga impuestos. Si acaso, paga un poco, pero no de acuerdo con sus ingresos reales.
—Debe de ser muy rico —se limitó a decir John—. Me alegro. Me gusta la gente muy rica. Cuanto más rica es la gente, más me gusta —había un brillo de apasionada franqueza en su cara morena—. En Semana Santa me invitaron los Schnlitzer-Murphy. Vivian Schnlitzer-Murphy tenía rubíes tan grandes como huevos, y zafiros que parecían bombillas encendidas.
—Me encantan las joyas —asintió Percy con entusiasmo—. Prefiero que en el colegio nadie lo sepa, claro, pero yo tengo una buena colección. Colecciono joyas como otros coleccionan sellos.
—Y diamantes —dijo John con pasión—. Los Schnlitzer-Murphy tenían diamantes como nueces…
—Eso no es nada —Percy se le acercó y bajó la voz, que ahora sólo era un susurro—. Eso no es nada. Mi padre tiene un diamante más grande que el Hotel Ritz-Carlton.