EL DIARIO DE ANA FRANK - Anne Frank - E-Book

EL DIARIO DE ANA FRANK E-Book

Anne Frank

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Beschreibung

Annelies Marie Frank, - Anne Frank - conocida en español como Ana Frank (Fráncfort del Meno, 12 de junio de 1929 - Bergen-Belsen, febrero o marzo de 1945), fue una niña alemana con ascendencia judía, mundialmente conocida gracias al Diario de Ana Frank, la edición de su diario íntimo, donde dejó constancia de los casi dos años y medio que pasó ocultándose, con su familia y cuatro personas más, de los nazis, en Ámsterdam (Países Bajos) durante la Segunda Guerra Mundial. Una vez fueron descubiertos en su escondite, Ana y su familia fueron capturados y llevados a distintos campos de concentración alemanes. El único superviviente de los ocho escondidos fue Otto Frank, su padre. Ana fue enviada al campo de concentración nazi de Auschwitz el 2 de septiembre de 1944 y, más tarde, al de Bergen-Belsen, donde murió de tifus alrededor de mediados de febrero de 1945, unos dos meses antes de que el campo fuera liberado. En 1947, apenas dos años después de terminada la guerra, su padre publicó el diario bajo el título La casa de atrás (en neerlandés, Het Achterhuis).  El Diario de Ana Frank es uno de los testimonios más conmovedores de una víctima del delirio a que llegó el mundo por la acción de los nazis. 

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Anne Frank

EL DIÁRIO DE ANA FRANK

Edición definitiva

LeBooks Editora publica obras clásicas que se encuentran en dominio público.

Prefacio

Annelies Marie Frank, conocida en español como Ana Frank (Fráncfort del Meno, 12 de junio de 1929 - Bergen-Belsen, febrero o marzo de 1945), fue una niña alemana con ascendencia judía, mundialmente conocida gracias al Diario de Ana Frank, la edición de su diario íntimo, donde dejó constancia de los casi dos años y medio que pasó ocultándose, con su familia y cuatro personas más, de los nazis, en Ámsterdam (Países Bajos) durante la Segunda Guerra Mundial.

Una vez fueron descubiertos en su escondite, Ana y su familia fueron capturados y llevados a distintos campos de concentración alemanes. El único superviviente de los ocho escondidos fue Otto Frank, su padre. Ana fue enviada al campo de concentración nazi de Auschwitz el 2 de septiembre de 1944 y, más tarde, al de Bergen-Belsen, donde murió de tifus alrededor de mediados de febrero de 1945, unos dos meses antes de que el campo fuera liberado.

En 1947, apenas dos años después de terminada la guerra, su padre publicó el diario bajo el título La casa de atrás (en neerlandés, Het Achterhuis).

Una lectura emocionante.

LeBooks Editora

Sumario

Introducción

El Diario de Ana Frank

Introducción

El viernes 10 de mayo de 1940 al amanecer, Hitler lanzó ochenta divisiones que irrumpieron, simultáneamente, en Bélgica y Holanda. Junto con las tropas, llegó la siniestra Gestapo para hacer cumplir entre otras, las leyes raciales dictadas por el régimen nazi.

Los Frank, como otras familias judías alemanas, habían emigrado a Holanda, en 1933, huyendo del antisemitismo. Se instalaron en Ámsterdam. A la llegada de los alemanes no pudieron abandonar el país y, el lunes 6 de julio de 1942, se refugiaron en el «anexo secreto», ubicado en las mismas oficinas de Otto Frank. Hoy la casa es un museo.

Menos de un mes antes, Ana, la hija menor de sólo trece años, había comenzado a escribir su Diario. Lo hace hasta el 10 de agosto de 1944. Tres días después, hacia las 10.30 de una mañana de verano, irrumpe en el anexo la Grüne Polizei y sus ocho habitantes, más sus protectores Kraler y Koophuis, son arrestados y enviados a campos de concentración.

El Diario de Ana Frank es uno de los testimonios más conmovedores de una víctima del delirio a que llegó el mundo por la acción de los nazis. Fue encontrado, en medio del caos dejado por la Gestapo en el refugio, por las buenas amigas Miep y Elli, junta a doce relatos y una novela inconclusa, todos escritos por Ana en holandés. Será su padre Otto Frank, el único sobreviviente de la familia, quien lo publicará en alemán en 1954.

Después de la detención, son llevados al campo de concentración de Westerbock, todavía en Holanda. Más tarde a Auschwitz, en Polonia, donde Ana pierde su larga cabellera. Los nazis rapaban a las mujeres porque el cabello era materia prima para correas de trasmisión y ayudaba a cerrar herméticamente los submarinos.

Hacia fines de octubre de 1944, Margot y Ana son trasladadas al campo de concentración de Bergen-Belsen, en Alemania. Margot muere en febrero de 1945. Ana en marzo del mismo año, dos meses antes de la entrada de las tropas británicas al campo; dos meses antes de la liberación de Holanda. Ana Frank todavía no cumplía los dieciséis años, había nacido el 12 de junio de 1929...

El Diario de Ana Frank

12 de junio de 1942.

Espero poder confiártelo todo, de un modo como no he podido hacerlo hasta ahora con nadie, y espero que seas un gran apoyo para mí.

28 de septiembre de 1942 (Añadido)

Hasta ahora has sido para mí un gran apoyo, y también Kitty, a quien escribo regularmente. Esta manera de escribir en mi diario me agrada mucho más y ahora me cuesta esperar cada vez a que llegue el momento para sentarme a escribir en ti.

¡Estoy tan contenta de haberte traído conmigo!

Domingo, 14 de junio de 1942.

EL VIERNES DESPERTÉ ya a las seis. Era comprensible, pues fue el día de mi cumpleaños. Pero no podía levantarme tan temprano y hube de apaciguar mi curiosidad hasta un cuarto para las siete. Entonces ya no soporté más y corrí hasta el comedor, donde nuestro pequeño gato, Mohrchen1, me saludó con efusivo cariño. Después de las siete fui al dormitorio de mis padres y, enseguida, con ellos al salón para encontrar y desenvolver mis regalos. A ti, mi diario, te vi en primer lugar, y sin duda fuiste mi mejor regalo. También me obsequiaron un ramo de rosas, un cactus y unas ramas de rosas silvestres. Fueron los primeros saludos del día, ya que más tarde habría bastante más. Papá y mamá me entregaron numerosos regalos y mis amigos tampoco se quedaron atrás en materia de mimarme. Entre otras cosas me regalaron un libro titulado, «Cámara Oscura», un juego de mesa, muchas golosinas, un rompecabezas, un broche, las «Sagas y Leyendas de Holanda» de Joseph Cohén, otro libro encantador, «Las Vacaciones de Daisy en la Montaña» y algún dinero. Con éste me compré las leyendas mitológicas griegas y romanas. ¡Fantástico!

Enseguida vino Lies y partimos juntas a la escuela. Comencé siguiendo el ritual holandés de obsequiar golosinas a mis maestros y compañeros de clase y luego nos pusimos a trabajar.

¡Y, basta por hoy! ¡Estoy tan contenta de tenerte!

Lunes, 15 de junio de 1942.

El sábado por la tarde ofrecí una fiesta de cumpleaños. Exhibimos una película, «El Guardafaro» (con Rin Tin Tin), que gustó mucho a mis amigas. ¡Nos entretuvimos como locas! Había muchos jóvenes y jovencitas. Mamá siempre quiere saber con quién pienso casarme más adelante. Creo que se extrañaría bastante si supiera que es con Peter Wessel con quien me casaría, pues siempre me hago la tonta cuando me pregunta. Con Lies Goosens y Sanne Houtman somos compañeras de clase desde hace diez años y ellas son muy buenas amigas. Entretanto conocí a Jopie Van Der Waal en el Liceo Judío. Nos juntamos bastante y ella es ahora mi mejor amiga. Lies ha trabado una amistad profunda con otra chica y Sanne va a otro colegio y se ha hecho de nuevas amigas.

Sábado, 20 de junio de 1942.

No he anotado nada durante un par de días, pues quise reflexionar sobre el significado y la finalidad de un diario de vida. Me causa una sensación extraña el hecho de comenzar a llevar un diario. Y no sólo por el hecho de que nunca había «escrito». Supongo que más adelante ni yo ni nadie tendrá algún interés en los exabruptos emocionales de una chiquilla de trece años. Pero eso en realidad poco importa. Tengo deseos de escribir y, ante todo, quiero sacarme algún peso del corazón.

«El papel es más paciente que los seres humanos», pensaba a menudo, cuando apoyaba melancólicamente la cabeza en mis manos ciertos días en que no sabía qué hacer. Primero deseaba quedarme en casa, enseguida salir a la calle, y casi siempre seguía sentada donde mismo empollando mis tribulaciones. ¡Sí, el papel es paciente! No tengo la menor intención de mostrar alguna vez este cuaderno empastado con el altisonante nombre de «Diario de Vida», salvo que fuera a LA amiga o EL amigo. Y seguramente no le interesará mucho a nadie.

Y ahora he llegado al punto alrededor del cual gira todo este asunto de mi diario de vida: ¡en realidad no tengo amiga! Quiero explicar esto en más detalle, pues nadie comprende que una muchacha de sólo trece años se sienta tan sola. Y, por cierto, llama la atención. Tengo padres, amorosos y querendones, una hermana de 16 años y, si los sumo, unos treinta conocidos, más o menos. Tengo una corte de admiradores que me dan en todos los gustos y que durante las horas de clase suelen manipular algún espejo de bolsillo hasta que logran capturar una sonrisa mía. Tengo parientes, unos tíos y unas tías realmente encantadores, una linda casa y, en realidad, no me falta nada, salvo... ¡una amiga! Con ninguno de mis conocidos puedo hacer otras cosas que bromear o cometer disparates. Me es imposible expresarme de veras y me siento interiormente abotonada. Tal vez esa falta de confianza sea un problema mío, pero las cosas son así, lamentablemente, y no logro superar mi condición.

Por eso el diario. ¡Con el fin de exacerbar aún más en mi la idea de la amiga ausente, no anotaré sólo hechos en mi diario, como suele hacer el grueso de la gente, sino que este diario mismo será mi amiga y esa amiga habrá de llamarse KITTY!

Nadie sería capaz de comprender mis conversaciones con Kitty si no cuento antes algo de mí. Muy a mi pesar narraré brevemente lo que ha sido mi vida hasta ahora.

Cuando se casaron mis padres, papá tenía 36 años y mamá 25. Mi hermana Margot nació en Frankfurt del Meno en 1926. Yo nací el 12 de junio de 1929. Por ser judíos debimos emigrar a Holanda en 1933, país en que mi padre asumió el cargo de director de Travis, S.A. Esta colabora estrechamente con la firma Kolen & Co., cuyas oficinas están en el mismo edificio.

Nuestra vida transcurrió llena de sobresaltos, pues nuestros parientes que no salieron de Alemania cayeron bajo el peso de la persecución desencadenada por las leyes de Hitler. Tras el pogrom de 1938, los dos hermanos de mamá huyeron a América. Nuestra abuela se refugió con nosotros. Entonces tenía 73 años. Después de 1940 terminaron los buenos tiempos. Primero vino la guerra, luego la rendición, enseguida la entrada de los alemanes a Holanda. Y así comenzó la miseria. Un decreto dictatorial siguió a otro y los judíos se vieron especialmente afectados. Tuvieron que llevar una estrella amarilla en su vestimenta, entregar sus bicicletas y ya no podían viajar en tranvía, para no hablar de automóviles. Los judíos sólo podían hacer compras entre 3 y 5 de la tarde, y sólo en tiendas judías. No podían salir a la calle después de las ocho de la tarde y tampoco salir a sus balcones o jardines después de esa hora. Los judíos tenían vedados los teatros y los cines, así como cualquier otro lugar de entretenimiento público. No podían ya nadar en las albercas públicas o practicar el tenis o el hockey. Se les prohibieron todos los deportes. Los judíos tenían prohibido visitar a sus amigos cristianos. Los niños judíos deben acudir exclusivamente a escuelas judías. Así se amontonan las prohibiciones arbitrarias. Toda nuestra vida estaba sometida a este tipo de presiones. Jopie suele decirme: «Ya no me atrevo a hacer casi nada, pues siempre pienso que puede estar prohibido».

Abuela murió en enero de este año. Nadie sabe cuánto la quería y cuánto la echo de menos. En 1934 ingresé al jardín infantil del Colegio Montessori y después seguí allí. El año pasado tuve a la directora, la Sra. K, como jefa de mi clase. Al concluir el año nos despedimos emocionadas y lloramos largo rato abrazadas. Margot y yo debimos proseguir nuestros estudios en el Liceo Judío a partir de 1941.

Nosotros cuatro estamos bien ahora, y así llegó el momento actual y prosigo mi diario.

Sábado, 20 de junio de 1942.

Querida Kitty:

Comienzo de inmediato. Hay tanta paz ahora. Papá y mamá han salido y Margot está de una amiga jugando al ping-pong. Últimamente también yo me he aficionado bastante a ese juego. Dado que nosotros, los jugadores de ping-pong, somos tremendamente dados a tomar helados, nuestras partidas suelen terminar con una excursión a las heladerías todavía permitidas para los judíos: la «Delfi» y el «Oasis». Nunca nos preocupamos demasiado por si llevamos suficiente dinero en el monedero, puesto que entre los clientes de las heladerías suelen haber amables caballeros de nuestro círculo de conocidos o algún admirador perdido, los que siempre nos ofrecen más helado del que realmente podemos tomar.

Supongo que debe sorprenderte oírme hablar, a mi edad, de admiradores. Desafortunadamente es un mal inevitable en nuestra escuela. Cuando un compañero me propone acompañarme a casa en bicicleta y se entabla una conversación, nueve de cada diez veces, se trata de un muchacho enamoradizo y ya no deja de mirarme. Al cabo de un tiempo el arrebato comienza a disminuir, especialmente porque yo no presto demasiada atención a sus miradas ardientes y sigo pedaleando a toda velocidad. Cuando el joven no cesa en sus intenciones, yo me balanceo un poco sobre mi bicicleta, se cae mi cartera y el muchacho se ve obligado a bajarse para recogerla, tras lo cual me las ingenio para cambiar enseguida de conversación.

Esto es lo que sucede con los más cándidos. Hay otros, por supuesto, que me tiran besos o tratan de apoderarse de mi brazo, pero ésos equivocan el camino. Bajo diciendo que puedo pasarme sin su compañía, o bien me considero ofendida, y les digo claramente que se vayan a su casa.

Bueno, la base de nuestra amistad ha quedado establecida. ¡Hasta mañana, Kitty!

Tuya, Ana

Domingo, 21 de junio de 1942.

Querida Kitty:

Toda nuestra clase tiembla, pues pronto se reunirá el consejo de profesores. La mayoría de los alumnos se pasan el tiempo haciendo apuestas sobre los que pasarán de curso. Nuestros dos vecinos de banco, Wim y Jacques, que han apostado el uno al otro su capital de vacaciones, nos divierten mucho a Miep de Jong y a mí. De la mañana a la noche se les oye decir: «Tú pasarás». «No». «Sí». Ni las miradas de Miep, implorando silencio, ni mis accesos de ira correctora pueden calmarlos.

Personalmente pienso que la mitad de nuestra clase debería repetir, visto el número de holgazanes que en ella hay, pero los profesores son la gente más caprichosa del mundo; pero quizá por esta vez actúen en el sentido adecuado.

En cuanto a mí, no tengo mucho miedo; creo que saldré del paso. Me entiendo bastante bien con todos mis profesores, que son nueve en total, siete hombres y dos mujeres. El viejo señor Kepler, el profesor de matemáticas, anduvo muy enfadado conmigo durante un tiempo porque yo charlaba demasiado. Finalmente me impuso un castigo: escribir una composición sobre el tema: Una charlatana. ¡Una charlatana! ¿Qué podía escribirse sobre eso? Ya veríamos luego; después de haberlo anotado en mi cuaderno, traté de quedarme callada.

Por la tarde, en casa, terminados todos mis deberes, mi mirada tropezó con la anotación de la composición. Me puse a reflexionar mordiendo la punta de mi estilográfica. Evidentemente, yo podía, con letra grande, separando las palabras todo lo posible, garabatear algunos disparates y llenar las tres páginas fijadas, pero la dificultad residía en demostrar de manera irrefutable la necesidad de hablar. Seguí pensando y, de repente, encontré la solución que me dejó satisfecha. Argumenté que la charla excesiva es un defecto femenino, que yo me esforzaría por corregir un poco, aunque sin librarme de él totalmente, pues mi propia madre habla tanto como yo, si no más; en consecuencia, poco puede hacerse por remediarlo, ya que se trata de un defecto heredado.

Mi argumento hizo reír mucho al señor Kleper; pero, cuando en la clase siguiente yo reincidí en mi parloteo, me impuso una segunda composición. Tema: Una charlatana incorregible. Volví a salir del paso, después de lo cual el señor Kepler no se quejó durante dos lecciones. A la tercera realmente exageré.

— Ana, otro castigo por charlar. Tema: Cua, cua, cua, dice la señora Patagua.

Carcajada general. Yo me eché a reír con mis compañeros, aunque sabía que mi imaginación estaba agotada sobre el tema. Necesitaba encontrar algo nuevo, algo original. La casualidad vino en mi ayuda. Mi amiga Sanne, buena poeta, se ofreció a redactar la composición en verso, de principio a fin. Me alegré. ¿Klepler quería burlarse de mí? Me vengaría, burlándome yo de él dos o tres veces mejor.

Los versos resultaron magníficos. Se trataba de una mamá pata y de un papá cisne, con sus tres patitos; éstos, por charlar demasiado, fueron mordidos a muerte por su padre. Afortunadamente, la broma agradó a Kepler. Leyó el poema ante nuestra clase y en varias otras, acompañando la lectura con comentarios.

Desde entonces, no he vuelto a ser castigada, Kepler sólo bromea sobre el tema.

Tuya, Ana

Miércoles, 24 de junio de 1942.

Querida Kitty:

¡Qué calor! Todos nos sentimos sofocados; y con esta temperatura debo ir caminando a todas partes. Recién ahora empiezo a comprender qué cosa tan maravillosa es un tranvía; pero a nosotros, los judíos, ese placer ya no nos está permitido. Tenemos que valernos de nuestras piernas como único medio de locomoción. Ayer, a la hora del almuerzo, tuve que ir al dentista, que vive en Jan Luykenstraat, bastante lejos de la escuela. Al regreso, casi me dormí en clase. Por fortuna, la asistente del dentista, que es de veras comprensiva con nosotros, me dio de beber.

Sólo se nos permite utilizar la balsa para atravesar el canal, y eso es prácticamente todo. En el Muelle Joseph Israéls hay una barquita que hace el servicio. El barquero accedió de inmediato cuando le preguntamos. ¡No es por culpa de los holandeses que los judíos soportan tantas penurias!

Durante los feriados de Semana Santa me robaron la bicicleta, y papá entregó la de mamá a una familia amiga para que se la cuidara ¡Cuánto desearía no ir a la escuela! Afortunadamente, las vacaciones se acercan; una semana más de sufrimiento, y todo habrá terminado.

Ayer en la mañana tuve una sorpresa bastante agradable. Al pasar por delante de un depósito de bicicletas, oí que alguien me llamaba. Dándome vuelta, vi a un muchacho encantador, a quien había conocido la víspera, en casa de mi amiga Eva. Se me aproximó, un poco tímido, y se presentó: Harry Goldman. Quedé ligeramente sorprendida, incapaz de comprender bien qué quería. Era muy sencillo: Harry deseaba acompañarme a la escuela.

— Como vas en la misma dirección... está bien — dije yo, de modo que caminamos juntos.

Harry tiene ya dieciséis años, y conoce muchos cuentos divertidos. Esta mañana estaba nuevamente allí, y supongo que lo mismo ocurrirá en los próximos días.

Tuya, Ana

Martes, 30 de junio de 1942.

Querida Kitty:

En realidad, no he tenido tiempo de escribir hasta hoy. Pasé la tarde del jueves en casa de unos amigos. El viernes, tuvimos visitas, y así sucesivamente hasta hoy. Durante la semana, Harry y yo hemos empezado a conocernos mejor. Ya me ha contado una buena parte de su vida: llegó a Holanda solo, y vive en casa de sus abuelos. Sus padres se quedaron en Bélgica.

Harry tenía novia: Fanny. La conozco: es un modelo de dulzura y de aburrimiento. Desde que se encontró conmigo, Harry se ha dado cuenta de que Fanny le da sueño. Yo le sirvo, pues, de despertador o de estimulante, como tú quieras. Nunca se sabe en qué puede uno ser útil en la vida.

El sábado en la noche, Jopie se quedó a dormir en casa, pero el domingo, después de mediodía, se fue a reunir con Lies, y yo me aburrí lo indecible. Harry tenía que venir a verme al anochecer, pero me telefoneó alrededor de las seis. Atendí el teléfono, para oírle decir:

— Habla Harry Goldman. Por favor, ¿puedo hablar con Ana?

— Si, Harry, soy yo.

— Buenas tardes, Ana. ¿Cómo estás?

— Bien, gracias.

— Siento no poder ir luego, pero tengo algo que decirte. ¿Te molestaría que pasara por ahí dentro de diez minutos?

— Está bien... Hasta luego.

— Hasta luego. Estaré en tu casa en unos minutos.

Me cambié de vestido y me arreglé un poco el pelo. Enseguida, me asomé a la ventana, nerviosa. Por fin lo divisé. Tuve que dominarme para no correr escaleras abajo. Esperé hasta que sonó el timbre. Bajé a abrir la puerta, y él fue derecho al grano:

— Escucha, Ana. Mi abuela te encuentra demasiado joven para mí, y dice que debo salir con la Lours. ¡Pero tú sabes que ya no me gusta Fanny!

— No, no sabía. ¿Pelearon?

— No, al contrario. Yo le había dicho a Fanny que, puesto que no nos entendíamos muy bien, era inútil verse a cada momento; que ella podía seguir yendo a nuestra casa cuando quisiera y que yo confiaba poder ir a la suya como amigos. Yo tenía la impresión de que ella frecuentaba a otros muchachos, por eso, hablé del asunto con displicencia. Ahora bien, eso no era verdad. Mi tío me dijo que debo disculparme con Fanny, pero naturalmente que yo no lo creo necesario, y por eso he roto. Desde luego, ésa no es más que una entre varias razones. Mi abuela insiste en que yo salga con Fanny y no contigo, pero no pienso hacerlo. Los viejos son a veces tan anticuados, que no tienen arreglo. Necesito a mis abuelos, pero, en cierto sentido, ellos también me necesitan a mí... Tengo libre la tarde del miércoles, porque mis abuelos me creen en clases de artesanía. En realidad, voy a reuniones del movimiento sionista. Mis abuelos no me lo permitirían, porque están en contra del sionismo. No soy partidario fanático, yo tampoco, pero el movimiento significa algo, y de cualquier modo me interesa. Sin embargo, en los últimos tiempos no me han gustado esas reuniones, y tengo la intención de dejarlas. Iré allí por última vez el miércoles próximo. En ese caso, yo podría verte siempre el miércoles en la tarde, el sábado en la tarde y en la noche, el domingo en la tarde, y quizá con más frecuencia todavía.

— Pero si tus abuelos se oponen, no podrás hacerlo a espaldas de ellos.

— El amor siempre encuentra un camino.

En ese momento, al pasar por delante de la librería de la esquina, vi a Peter Wessel que hablaba con dos amigos. Fue la primera vez, en mucho tiempo, que me saludó. Eso me causó una inmensa alegría.

Harry y yo seguimos caminando y, por último, nos pusimos de acuerdo para una cita: yo debía encontrarme ante su puerta, el día siguiente, cinco para las siete de la tarde.

Tuya, Ana

Viernes, 3 de julio de 1942.

Querida Kitty:

Ayer, Harry vino a casa para conocer a mis padres. Yo había comprado una torta, bizcochos y pasteles para el té. Había un poco de todo. Pero ni Harry ni yo teníamos deseos de quedarnos quietos en una silla, sentados el uno al lado del otro, y nos fuimos a pasear. Eran ya las ocho y diez cuando él me trajo a casa. Papá estaba muy enojado. Dijo que no debía regresar tan tarde, pues es peligroso para los judíos encontrarse fuera después de las ocho. Tuve que prometerle que, en lo sucesivo, regresaría diez para las ocho.

Mañana, estoy invitada a casa de él. Mi amiga Jopie siempre me hace bromas sobre Harry. En verdad, yo no estoy enamorada. Pero tengo el derecho de tener un amigo. Nadie encuentra nada de extraordinario en que yo tenga un compañero, o, según la expresión de mamá, un cortejante.

Eva me ha contado que una noche, estando Harry en casa de ellos, ella le preguntó:

— ¿A quién prefieres, a Fanny o a Ana?

— Eso no te importa — le contestó él.

Durante todo el resto de la velada, no tuvieron ya ocasión de hablar juntos, pero, al irse, él le dijo:

— Si quieres saberlo, prefiero a Ana. Pero no se lo digas a nadie. Y se fue.

Me doy cuenta de que Harry se ha enamorado de mí. Yo lo encuentro divertido, y que cambia mi vida. Margot diría de él: «Harry es un buen muchacho». Opino lo mismo, y hasta algo más. Mamá no termina de alabarlo: buen mozo, bien educado, muy amable... Me encanta que todo el mundo, en casa, lo halle de su gusto. Él también ha simpatizado con mi familia, pero encuentra a mis amigas demasiado niñas, y tiene razón.

Tuya, Ana

Domingo, 5 de julio de 1942.

Querida Kitty:

La fiesta de graduación de curso transcurrió como deseaba. Mis notas no son del todo malas, tengo un insuficiente, un 5 en álgebra, un 6 en dos asignaturas, y en las otras varios 7 y dos 8. Diez es la nota máxima. En casa estaban muy contentos, pues, a propósito de puntos mis padres no son como los demás. Al parecer, les importa poco que las notas sean buenas o malas. Para ellos basta con que yo esté bien y me sienta feliz, y que no sea insolente; lo demás, según ellos, se arreglará solo. En cuanto a mí, opino lo contrario; no quiero ser mala alumna después de haber sido admitida provisionalmente en el liceo, puesto que he saltado un año al salir de la Escuela Montessori. Pero con el traslado de todos los niños judíos a las escuelas judías, el director del liceo, después de alguna presión, consintió en recibirme, lo mismo que a Lies, a título de prueba. Yo no quería defraudar la confianza del director. El resultado de Margot es brillante, como siempre. Si la promoción cum laude existiera en el liceo, ella la habría obtenido ¡tiene una cabecita tan inteligente!

Papá, en estos últimos tiempos, se queda a menudo en casa porque ya no puede bajar oficialmente al negocio. ¡Qué sensación tan desagradable debe ser la de sentirse inútil! El señor Koophuis ha retomado la empresa Travies y el señor Kraler la firma Kolen & Cía. El otro día, cuando nos paseábamos alrededor de nuestra plaza, papá empezó a hablar de la clandestinidad. Decía que iba a ser muy difícil para nosotros vivir completamente separados del mundo exterior.

— ¿Por qué hablar de eso? — le pregunté.

— Escucha, Ana — repuso — tú sabes bien que, desde hace más de un año, nosotros transportamos muebles, ropas y enseres a casa de otra gente. No queremos que nuestros bienes caigan en manos de los alemanes, y menos aún queremos ser nosotros quienes caigamos en sus garras. No los esperaremos para irnos. No dejaremos que nos detengan.

— Pero, papá, ¿para cuándo será eso?

Las palabras y la seriedad de mi padre me habían angustiado.

— No te inquietes. Nosotros nos ocuparemos de todo. Diviértete y aprovecha tu libertad todo el tiempo que aún puedas hacerlo.

Eso fue todo. ¡Ojalá esos sombríos días estén aún distantes!

Tuya, Ana

Miércoles, 8 de julio de 1942.

Querida Kitty:

Parece que hubieran pasado años entre el domingo a la mañana y hoy. ¡Cuántos acontecimientos! Como si el mundo entero se hubiera trastornado de repente. Sin embargo, ya vez, Kitty, todavía vivo, y, como dice papá, es lo principal.

Sí, en efecto, vivo todavía, pero no me preguntes dónde ni cómo. Tú no comprendes nada de nada hoy ¿verdad? Por eso me es necesario, primero, contarte lo sucedido a partir del domingo a la tarde.

A las tres (Harry acababa de irse para volver más tarde) llamaron a nuestra puerta. Yo no lo oí, porque estaba leyendo en la terraza, perezosamente reclinada al sol en una silla de lona. De pronto, Margot apareció por la puerta de la cocina, visiblemente turbada.

— Papá ha recibido una citación de la SS — cuchicheó — Mamá acaba de salir para ir a buscar al señor Van Daan. (Van Daan es un colega de papá y amigo nuestro).

Yo estaba aterrada: todo el mundo sabe qué significa una citación; imaginó inmediatamente los campos de concentración, las celdas solitarias. ¿Íbamos a dejar que llevaran allí a papá?

— Naturalmente, no se presentará — dijo Margot, mientras que ambas esperábamos en el salón el regreso de mamá.

— Mamá ha ido a casa de los Van Daan para saber si podemos habitar, desde mañana, nuestro escondite. Los Van Daan se ocultarán allí con nosotros. Seremos siete.

Cayó el silencio. Ya no podíamos pronunciar una palabra más, pensando en papá, que no sospechaba nada. Había ido a visitar a unos ancianos al hospicio judío. La espera, la tensión, el calor, todo eso nos hizo callar.

De repente, llamaron.

— Es Harry — dije yo.

— No abras — dijo Margot, reteniéndome.

Pero no era necesario. Oímos a mamá y al señor Van Daan que hablaban con Harry antes de entrar y que luego cerraban la puerta detrás de ellos. Cada vez que sonaba el timbre, Margot o yo bajábamos muy sigilosamente, para ver si era papá. Nadie más debía ser recibido.

Van Daan quería hablar a solas con mamá, de modo que Margot y yo dejamos la habitación. En nuestro dormitorio, Margot me confesó que la citación no era para papá, sino para ella misma. Asustada de nuevo, empecé a llorar. Margot tiene dieciséis años. ¡Quieren, pues, separar de sus familias y llevarse a muchachas de su edad! Afortunadamente, como mamá ha dicho, no irá. Papá, al hablarme de la clandestinidad, sin duda hacía alusión a esta eventualidad.

Ocultarse... ¿Adónde iríamos a ocultarnos? ¿En la ciudad, en el campo, en una casa, en una choza, cuándo, cómo, dónde?... Yo no podía formular estas preguntas que se me iban acudiendo una tras otra. Margot y yo nos pusimos a guardar lo estrictamente necesario en los bolsones del colegio. Empecé por meter este cuaderno, enseguida mis rizadores, mis pañuelos, mis libros de clase, mis peines, viejas cartas. Estaba obsesionada por la idea de nuestro escondite, y puse las cosas más inconcebibles. No lo lamento, porque me interesan más los recuerdos que los vestidos.

Por fin, a las cinco, papá regresó. Telefoneamos al señor Koophuis para preguntarle si podía venir a casa esa misma noche. Van Daan partió en busca de Miep. (Miep está empleada en las oficinas de papá desde 1933, y es nuestra gran amiga, lo mismo que Henk, su flamante esposo). Miep vino para llevarse su cartera llena de zapatos, de vestidos, de abrigos, de medias, de ropa interior, prometiendo volver a la noche. Luego se hizo la calma en nuestra vivienda. Ninguno de los cuatro tenía ganas de comer, hacía calor y todo parecía extraño. Nuestra gran sala del primer piso había sido subalquilada a un tal señor Goudsmit, hombre divorciado, que pasaba de los treinta, y que al parecer no tenía nada que hacer esa noche, porque no logramos librarnos de él antes de las diez; todos los intentos disimulados para hacerle marchar antes habían resultado vanos. Miep y Henk van Santen llegaron a las once, para volver a irse a medianoche con medias, zapatos, libros y ropa interior, metidos en la cartera de Miep y en los bolsillos profundos de Henk. Yo estaba extenuada, y, aun dándome cuenta de que era la última noche que iba a pasar en mi cama, me dormí de inmediato. A la mañana siguiente, a las cinco y media, mamá me despertó. Por suerte, hacía menos calor que el domingo, gracias a una lluvia tibia que iba a persistir todo el día. Cada uno de nosotros se había vestido como para vivir en el refrigerador, con el fin de llevarse todas las ropas posibles. Ningún judío, en estas circunstancias, hubiera podido salir de su casa con una valija llena. Yo llevaba puestos dos camisas, tres calzones, un vestido, encima una falda, una chaqueta, un abrigo de verano, dos pares de medias, zapatos acordonados, una boina, una bufanda y otras cosas más. Me ahogaba antes de partir, pero nadie se preocupaba por eso.

Margot, con su cartera llena de libros de clase, había sacado su bicicleta para seguir a Miep hacia un destino desconocido, al menos, en lo que a mí se refiere. Como vez, yo seguía sin saber dónde quedaba el lugar misterioso en que nos refugiaríamos. A las siete y media, cerramos la puerta de nuestra casa. El único ser viviente al que pude decir adiós fue mi gato, que iba a encontrar un buen hogar en casa de vecinos, según nuestras últimas instrucciones en una breve carta al señor Goudsmit.

Dejamos en la cocina algo de carne para el gato y la vajilla del desayuno; las camas quedaron deshechas, todo daba la impresión de una partida precipitada. Pero ¿Qué nos importaban las impresiones? Teníamos que irnos a todo trance, salir de allí, partir hacia un lugar seguro. Lo demás no contaba ya para nosotros.

La continuación, mañana.

Tuya, Ana

Jueves, 9 de julio de 1942.

Querida Kitty:

Nos pusimos en camino bajo una lluvia tupida, papá y mamá llevando cada cual una bolsa de provisiones llena de toda clase de cosas colocadas de cualquier modo, y yo con mi bolsón repleto a reventar.

Las personas que se dirigían a su trabajo nos miraban compasivamente, sus rostros expresaban el pesar de no poder ofrecernos un medio de transporte cualquiera; nuestra estrella amarilla era lo bastante elocuente.

Durante el trayecto, papá y mamá me revelaron en detalle la historia de nuestro escondite. Desde hacía varios meses, habían hecho transportar, pieza por pieza, una parte de nuestros muebles, lo mismo que ropa de casa y parte de nuestra indumentaria; la fecha prevista de nuestra desaparición voluntaria había sido fijada para el 16 de julio. A raíz de la citación, hubo que adelantar diez días nuestra partida, de manera que íbamos a contentarnos con una instalación más bien rudimentaria. El escondite estaba en el inmueble de las oficinas de papá. Es un poco difícil comprender cuando no se conocen las circunstancias; por eso, tengo que dar explicaciones. El personal de papá no era numeroso los señores Kraler y Koophuis, luego Miep, y, por último, Elli Vossen, la taquidactilógrafa de veintitrés años, todos los cuales estaban al corriente de nuestra llegada. El señor Vossen, padre de Elli, y los dos muchachos que le secundaban en el depósito no habían sido puestos al corriente de nuestro secreto.

El edificio está constituido de la siguiente manera: en la planta baja hay un gran almacén que sirve de depósito. Al lado de la puerta del almacén está la puerta de entrada de la casa, detrás de la cual una segunda puerta da acceso a una escalera. Subiendo esta escalera, se llega ante una puerta, en parte de vidrio esmerilado, en el que se lee Contabilidad en letras negras. Es el escritorio que da al canal; una amplia sala, muy clara, con archivos en las paredes, y ocupada por un personal actualmente reducido a tres. Ahí es donde trabajan, durante el día, Elli, Miep y el señor Koophuis. Atravesando una especie de vestuario, donde hay un cofre y un gran armario que contiene las reservas de papeles, sobres, etc., se llega a una pequeña habitación bastante oscura que da al patio; antes era la oficina del señor Kraler y del señor Van Daan, y ahora es el reino del primero. Además, puede llegarse a la oficina del señor Kraler por una puerta vidriada al final del vestuario, que se abre desde el interior de la oficina, y no desde afuera.

Por la otra salida de la oficina del señor Kraler hay un corredor estrecho, y se pasa enseguida por delante de la carbonera y, subiendo cuatro escalones, se llega al fin al aposento que es el orgullo del inmueble, en cuya puerta se lee: Privado. Allí se ven muebles oscuros e imponentes, el linóleo cubierto de hermosas alfombras, una lámpara magnífica, un aparato de radio, todo de primer orden. Al lado de esta habitación, una gran cocina espaciosa, con un fogón de gas con dos hornillas y una pequeña caldera para baño. Al lado de la cocina, el WC. Ese es el segundo piso.

En el corredor de la planta baja hay una escalera de madera blanca, al cabo de la cual se encuentra un rellano que forma también corredor. Allí se ven puertas a derecha e izquierda; la de la izquierda lleva al frente de la casa, donde hay grandes habitaciones que sirven de depósito y almacén, y de allí puede subirse al desván. Puede llegarse también a las habitaciones delanteras por la segunda puerta de entrada, trepando por una escalera empinada, bien holandesa, como para quebrarse todos los huesos.

La puerta de la derecha lleva a nuestro anexo secreto. Nadie en el mundo sospecharía que esta simple puerta pintada de gris disimula tantas habitaciones. Se llega a la puerta de entrada subiendo algunos peldaños; al abrirla, se entra en el anexo.

Frente a esta puerta de entrada, una escalera empinada; a la izquierda, un corredor pequeño lleva a una habitación que se ha transformado en el hogar de la familia, así como en la alcoba del señor y la señora Frank; al lado, el cuarto más chico es el estudio y alcoba de las señoritas Frank. A la derecha de la escalera hay una habitación sin ventana con mesa de tocador para las abluciones; hay también un pequeño reducto donde se ha instalado el W.C., lo mismo que una puerta con acceso al dormitorio que yo comparto con Margot.

Al abrir la puerta del rellano del tercer piso, sorprende encontrar tanto espacio y tanta luz en el anexo de una casa tan vieja; las casas que bordean los canales de Ámsterdam son las más antiguas de la ciudad. Esta gran habitación, equipada con una cocina de gas y un fregadero, que antes sirvió de laboratorio, está destinada a ser el dormitorio de los esposos Van Daan, así como cocina, sala, comedor, estudio o taller.

Un cuarto pegado al corredor servirá de alcoba para Peter Van Daan. Hay un desván tan grande como las habitaciones que sirven de depósito en el piso de abajo. Y ya te he mostrado en su totalidad nuestro hermoso «anexo secreto».

Tuya, Ana

1. Oficinas.

2. Oficina de Otto Frank.

3. Estante y acceso secreto, en el rellano.

4. Habitación del Sr. y la Sra., Frank y Margot.

5. Habitación de Ana y el Sr. Dussel.

6. Sala de baño.

7. Cocina, comedor, y cama del Sr. y la Sra. Van Daan.

8. Habitación de Peter y acceso al desván.

9. Desván.

Viernes, 10 de julio de 1942.

Querida Kitty:

Seguramente te he aburrido con esa larga y fastidiosa descripción de nuestra nueva vivienda, pero aun así me parece importante que tú sepas dónde hemos venido a parar.

Ahora, la continuación de mi relato, porque, claro, no había terminado. Tan pronto como llegamos a la casa sobre el Prinsengracht, Miep nos hizo subir al anexo. Cerró la puerta detrás de nosotros y quedamos solos. Como había llegado en bicicleta antes, Margot nos aguardaba ya. Nuestra gran habitación, así como las otras, se encontraban en un desorden inimaginable. Todas las cajas, trasladadas al escritorio en el transcurso de los meses precedentes, yacían en el suelo, sobre las camas, por todas partes. En el cuarto, ropa de cama, frazadas, etc., se apilaban hasta el techo. Había que ponerse a trabajar inmediatamente, si queríamos dormir esa noche en lechos decentes. Ni mamá ni Margot se hallaban en condiciones de cooperar; se dejaron caer sobre los colchones, agotadas y desdichadas. Mientras que papá y yo, los «ordenadores» de la familia, queríamos comenzar al momento.

Todo el día estuvimos vaciando cajas, arreglando los armarios, poniendo orden, para por fin caer muertos de fatiga en camas bien hechas y, bien limpias. No habíamos comido nada caliente en todo el día, cosa que no nos había preocupado en absoluto; mamá y Margot se sentían demasiado cansadas y deprimidas como para comer, y tanto papá como yo estábamos excesivamente ocupados para pensar en eso.

El martes a la mañana reanudamos el trabajo inacabado. Ellie y Miep, que se ocupan de nuestro aprovisionamiento, habían ido a buscar las raciones. Papá preparó un rudimentario enmascaramiento de las luces para impedir que nos vieran desde afuera; fregamos y lavamos el piso de la cocina. Hasta el miércoles, no tuve un minuto para pensar en la convulsión que, de la noche a la mañana, cambiaba completamente mi vida. Por fin, he encontrado un momento de tregua para contarte todo esto y para darme cuenta también de lo que me ha sucedido y de lo que puede ocurrir todavía.

Tuya, Ana

Sábado, 11 de julio de 1942.

Querida Kitty:

Ni papá ni mamá ni Margot han podido habituarse aún al carillón del Westerturm, que suena cada cuarto de hora. A mí me pareció maravilloso, desde el primer momento, sobre todo de noche, cuando un sonido familiar da aliento. ¿Te interesa quizá saber si me gusta mi escondite? Debo decirte que yo misma no lo sé aún. Creo firmemente que nunca podré considerarme en mi hogar en esta casa, lo que no significa que ella sea lúgubre. Tengo más bien la impresión de que estoy en una pensión muy curiosa. Tal opinión a propósito de un escondite puede parecerte extraña, pero yo no lo veo de otra manera. Nuestro anexo es ideal como refugio. Aunque se inclina para un lado y es húmedo, no se encontraría un escondite tan cómodo en el resto de Ámsterdam y quizá en toda Holanda.

Nuestro dormitorio, con sus paredes lisas, parecía desnudo; gracias a papá, que con antelación trajo mis fotos de artistas de cine y mis postales, pude poner manos a la obra con cola y pinceles, y he ilustrado profusamente mi cuarto. Queda mucho más alegre, y cuando lleguen los Van Daan, veremos lo que se puede hacer con la madera del desván; acaso sea posible sacar de ella algunos armarios y estantes.

Mamá y Margot se han repuesto un poco. Ayer, por primera vez, mamá se sintió lo suficientemente bien como para hacer una sopa de arvejas, pero, charla que te charla, se olvidó de ella, a tal punto que fue imposible arrancar de la cacerola las arvejas carbonizadas.

El señor Koophuis me ha traído un libro, Boek voor de Juegd. Anoche, los cuatro fuimos a la oficina privada para oír la radio de Londres. Yo estaba tan preocupada pensando que alguien pudiera oírla, que literalmente supliqué a papá que volviéramos arriba, al anexo. Comprendiendo mi angustia, mamá subió conmigo. También en otros casos tenemos mucho miedo de ser oídos o vistos por los vecinos. Confeccionamos cortinas el primer día de nuestra llegada. No son cortinas propiamente dichas, compuestas como están de retazos de tela diferentes en cuanto a la forma, el color, la clase y el diseño. Papá y yo cosimos estos retazos con la torpeza de los profanos en el oficio. Estos ornamentos abigarrados han sido sujetos con chinches a las ventanas, y ahí quedarán hasta que salgamos de aquí.

El edificio de la derecha está ocupado por una gran casa mayorista, el de la izquierda por un fabricante de muebles. ¿Podrán oírnos? Nadie se queda en esos inmuebles después de las horas de trabajo, pero no hay que fiarse. Hemos prohibido a Margot que tosa de noche, pues ha pescado un fuerte resfriado, y la atiborramos de codeína.

Pienso con alegría en la llegada de los Van Daan, a quienes esperamos el martes; será más divertido y habrá menos silencio. Es sobre todo el silencio lo que me asusta por la tarde y por la noche. Daría cualquier cosa para que uno de nuestros protectores viniera a dormir aquí.

No te imaginas cuán opresivo resulta el hecho de no poder salir nunca, y tengo muchísimo miedo de que seamos descubiertos y fusilados.

Durante el día, debemos caminar silenciosamente y hablar en voz baja, para que no nos oigan en el depósito.

Me llaman.

Tuya, Ana

28 de septiembre de 1942. (Añadido)

Me angustia más de lo que puedo expresar el que nunca podamos salir para fuera, y tengo mucho miedo de que nos descubran y nos fusilen. Eso no es, naturalmente, una perspectiva demasiado halagüeña.

Septiembre de 1942 (Añadido)

Papá siempre es muy bueno. Me comprende de verdad, y a veces me gustaría poder hablar con él en confianza, sin ponerme a llorar enseguida. Pero eso parece tener que ver con la edad. Me gustaría escribir todo el tiempo, pero se haría muy aburrido.

Hasta ahora casi lo único que he escrito en mi libro son pensamientos, y no he tenido ocasión de escribir historias divertidas para poder leérselas a alguien más tarde. Pero a partir de ahora intentaré no ser sentimental, o serlo menos, y atenerme más a la realidad.

Viernes, 14 de agosto de 1942.

Querida Kitty:

Hace un mes que te dejé, pero en verdad no había bastantes novedades para contarte. Los Van Daan llegaron el 13 de julio. Los esperábamos el 14, pero como los alemanes habían empezado a inquietar a una cantidad de gente entre el 13 y el 16, con citaciones a diestro y siniestro, los Van Daan prefirieron llegar un día antes, para mayor seguridad. El primero en aparecer a las nueve y media de la mañana, cuando todavía estábamos desayunando, fue Peter, el hijo de los Van Daan, que está por cumplir dieciséis años. Es un muchacho de modales suaves, desgarbado y tímido, que trajo consigo a su gato, Mouschi. No espero gran cosa de él, como compañero. El señor y la señora Van Daan llegaron media hora más tarde. La señora provocó nuestra hilaridad al sacar de su sombrerera un enorme orinal.

— Sin él no puedo vivir — declaró.

Era el primer objeto que encontraba su sitio fijo, debajo del diván que les sirve de cama. El señor Van Daan no había traído el orinal, sino su mesa plegadiza para el té.

Desde el comienzo hicimos todas las comidas juntos en una atmósfera de cordialidad. Después de tres días, todos sentimos que nos habíamos transformado en una sola familia. Era evidente que, habiendo formado aún parte durante toda la semana de los habitantes del mundo exterior, los Van Daan tenían muchas cosas que contarnos. Entre otras, lo que más nos interesaba era qué había sido de nuestra casa y del señor Goudsmit.

El señor Van Daan nos relató lo siguiente:

— El lunes a la mañana, el señor Goudsmit me telefoneó para preguntarme si podía pasar por su casa, cosa que hice inmediatamente. Estaba muy nervioso. Me mostró una carta dejada por los Frank, y se mostró dispuesto a llevar el gato a casa de los vecinos, en lo que estuve de acuerdo. El señor Goudsmit temía una investigación, y por eso examinamos todas las habitaciones, poniendo en ellas un poco de orden; también despejamos la mesa del desayuno. De pronto, observó sobre el escritorio de la señora Frank un anotador en el cual estaba escrita una dirección de Maastricht. Aun sabiendo que la había dejado intencionalmente, simulé sorpresa y susto, rogando al señor Goudsmit que quemara aquel maldito papel sin tardanza.

«Aunque todo el tiempo simuló no saber nada acerca de la desaparición de ustedes, después de haber visto aquel trozo de papel, se me ocurrió una cosa. Señor Goudsmit — dije — me parece recordar algo que podría estar relacionado con esta dirección. Un oficial de jerarquía se presentó en la oficina, hace alrededor de seis meses. Estaba destinado a la región de Maastricht, parecía ser un amigo de juventud del señor Frank, y le prometió ayudarlo en caso necesario’. Dije que, según todas las probabilidades aquel oficial había debido mantener su palabra, facilitando de una u otra manera el paso de la familia Frank a Suiza, a través de Bélgica. Le recomendé que contara eso a los amigos de los Frank que pidieran noticias de ellos, aunque sin hablar necesariamente de Maastricht. Enseguida, me marché. La mayoría de los amigos de ustedes han sido puestos al corriente. Lo he sabido por diversos conductos».

Nosotros encontramos esta historia muy divertida, y nos reímos aún más de la fuerza de imaginación de la gente, de la que nos daban prueba otros relatos del señor Van Daan. Así hubo quien nos vio partir, a las cuatro, al romper el alba, montados en bicicleta; y una señora que pretendía saber a ciencia cierta que habíamos sido metidos en un auto militar en plena noche.

Tuya, Ana

Viernes, 21 de agosto de 1942.

Querida Kitty:

La entrada de nuestro escondite ha sido ahora adecuadamente disimulada. El señor Kraler era del parecer de colocar un armario delante de la puerta de entrada (hay muchos allanamientos a causa de las bicicletas ocultas), un armario giratorio que se abriera como una puerta.

El señor Vossen se ha esforzado como ebanista para la fabricación de este armatoste. Entretanto, fue puesto al corriente de nuestra permanencia en el anexo, y se muestra servicial a más no poder. En este momento, para poder llegar a las oficinas, hay que encorvarse primero y luego saltar, porque los peldaños han desaparecido. Al cabo de tres días, todos teníamos chichones, porque chocábamos ciegamente contra el bajo dintel de la puerta. Por eso, en el reborde pusimos un para golpes: una bolsita rellena de virutas. ¡Veremos cómo resulta eso!

No hago gran cosa en materia de estudios; he decidido prolongar mis vacaciones hasta septiembre. Luego, papá será mi profesor, pues temo haber olvidado mucho de cuanto aprendí en la escuela.

No hay que contar con cambios en nuestra vida. No me entiendo en absoluto con el señor Van Daan; en cambio, él quiere mucho a Margot. Mamá me trata a veces como a una criatura, lo que me parece insoportable. Fuera de eso, no vamos mal. Peter sigue sin gustarme, es tan aburrido; se la pasa tendido en la cama la mitad del tiempo a veces hace algún trabajo de carpintería, y luego vuelve a la cama. ¡Qué tonto!

El tiempo es hermoso y, a pesar de todo, lo aprovechamos soleándonos sobre un catre en el desván, por donde el sol entra a raudales a través de una claraboya.

Tuya, Ana

21 de septiembre de 1942. (Añadido)

El señor Van Daan está como una malva conmigo últimamente. Yo lo dejo hacer, sin oponerme.

Miércoles, 2 de septiembre de 1942.

Querida Kitty:

El señor y la señora Van Daan han tenido una pelea terrible. Nunca había oído cosas semejantes, porque papá y mamá no pensarían jamás en gritarse así. La causa: una verdadera insignificancia, por la que no valía la pena reñir. En fin, cada cual tiene sus gustos.

Naturalmente, para Peter, la cosa es muy desagradable, pues debe tomar partido por uno u otro. Pero, como es tan susceptible y perezoso, nadie lo toma en serio. Ayer estaba insoportable porque tenía la lengua azul en vez de roja; desde luego, esta singularidad desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Hoy sufre de tortícolis y se pasea con una bufanda anudada al cuello; el «caballero» se queja también de lumbago. También suele experimentar dolores en el corazón, los riñones y los pulmones. Es un verdadero hipocondríaco (es ésa la palabra, ¿verdad?).

Entre mamá y la señora Van Daan hay bastantes desinteligencias; existen, desde luego, razones para ello. Te daré un ejemplo: la señora Van Daan ha retirado del armario donde se encuentra nuestra ropa en común todas sus sábanas, que eran tres. Ella juzga natural que la ropa de mamá sirva para todo el mundo. Se va a sentir muy decepcionada cuando compruebe que mamá ha seguido su ejemplo.

Además, se siente muy molesta porque nos servimos de su juego de mesa y no del nuestro para uso común. Trata por todos los medios de saber qué hemos hecho de nuestros platos de porcelana, los cuales están mucho más cerca de lo que ella supone: en el desván, alineados en cajas de cartón, detrás de cartapacios. Los platos son inhalables, permanecerán allí tanto tiempo como nosotros. ¡Siempre tengo mala suerte! Ayer dejé caer un plato sopero perteneciente a la señora; se hizo trizas.