El dique de Hermiston - Robert Louis Stevenson - E-Book

El dique de Hermiston E-Book

Robert Louis Stevenson

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Beschreibung


Una obra maestra. Centrada en torno al antagonismo existente entre su protagonista, Archie Weir, y su padre, Lord Hermiston implacable representante de la justicia en quien se encarna, «la angustiosa incomprensión que padeció el novelista en su juventud por parte de su padre», los casi nueve capítulos que nos dejó el autor de «La isla del tesoro»  compendian todas las cualidades de su genio creador. Acompaña al texto un apéndice que expone el desarrollo argumental que Stevenson proyectaba dar al resto de la novela.

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Robert Louis Stevenson

Robert Louis Stevenson

EL DIQUE DE HERMISTON

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-289-6

Greenbooks editore

Edición digital

Mayo 2019

www.greenbooks-editore.com

UUID: 1b23d78a-7e37-11e9-aef4-bb9721ed696d
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Indice

EL DIQUE DE HERMISTON

Introducción

Capítulo I

Capítulo II

Capitulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capitulo VI

Capítulo VII

Capitulo VIII

Capítulo IX

EL DIQUE DE HERMISTON

Robert Louis Stevenson

He visto caer la lluvia y aparecer el arco iris

en Lammermuir. He escuchado otra vez

atentamente el doblar de campanas de mi ciudad cimera.

Y aquí lejos he escrito, embebido en mis lares y mi raza.

Toma tú lo que he hecho: tuyo es. Porque

¿quién si no tú bruñó la espada, sopló el rescoldo medio extinto, sostuvo la diana aún más alta, en el elogio parca, pródiga en los consejos?

Así ahora, al fin, si hay en mi esfuerzo algo de bueno, si alguna hazaña he hecho, si una chispa de fuego arde en la página imperfecta, tuya sea la alabanza.

Introducción

En lo más remoto de una región del páramo, donde no se divisa casa alguna, se alza un montón de piedras entre el brezo y, un poco al oriente, según se baja por la ladera, se ve una tumba con unos versos medio borrados. Ahí fue donde Claverhouse mató de un tiro al Tejedor Orante de Balweary, y el cincel del «Viejo Mortalidad» se ha oído desde entonces en aquella losa solitaria. La historia y la tradición local han señalado con un dedo manchado de sangre esa fosa que yace entre colinas y, desde que el Cameroniano dejara allí su vida en desvarío glorioso hace doscientos años, sin lamentarlo y sin saber por qué, el silencio aterciopelado del musgo ha vuelto a ser hollado por armas de fuego y lamentos agónicos.[1]

Orante, para introducirnos en los dos actos de violencia que enmarcarán la novela. El primero, en su contexto adecuado: la historia y la cultura escocesas (esa tumba está conectada con los «pactistas» o covenanten), y al segundo, que Stevenson no llegó a describir, se alude en la última frase de la «Introducción».

Es de notar que la tumba de un tejedor efectivamente existe en las inmediaciones de Buckstane, cerca de Edimburgo. Compton Mackenzie, en su breve estudio sobre Stevenson (1968), dice que oyó contar al propietario de una finca cercana a Buckstane que Stevenson, cuando era joven, había frecuentado aquel lugar y se había enamorado de la hija menor de la familia, llamada Christina, como la protagonista de Weir. Un lugar de encuentro preferido por los novios era esa tumba del tejedor. Los «pactistas» o covenanters tomaron su nombre de un documento, el Pacto Nacional, escrito y jurado en 1638, treinta y cinco años después de la unión de Escocia con Inglaterra bajo Carlos I, rey que mostró escaso interés por el calvinismo, tan arraigado en Escocia. Cinco años después, se formó el llamado Pacto y Liga Solemnes, que agrupaba a creyentes fanáticos escoceses, dispuestos a hacer respetar su religión en su propio país y a extenderla a Inglaterra. A estos hombres del segundo Pacto se refiere el texto de la «Introducción». Su nombre antiguo era Brezal del Diablo, pero el lugar es conocido ahora por el Mojón de Francie. Durante algún tiempo se dijo que el

Claverhouse: John Graham de Claverhouse, vizconde de Dundee (1648-89), Bonnie Dundee (Dundee El Hermoso), ha quedado en la memoria del pueblo como enemigo implacable y cruel de los «pactistas». Stevenson lo presenta aquí matando fríamente a un pobre tejedor que está orando.

Old Mortality: La extraña figura de Roben Paterson (1715-1801), conocido como el Viejo Mortalidad, aparece brillantemente evocada en la introducción a la novela del mismo título de Walter Scott, en la que éste trata de los «pactistas». El «Viejo Mortalidad», puritano ejemplar, pasó la segunda mitad de su vida viajando por Escocia para esculpir y erigir monumentos a los «pactistas» muertos por sus creencias.

Cameroniano: Los «cameronianos» representaban el ala extrema de los «pactistas» o covenanters y sólo plantearse la posibilidad de un modus vivendi con el Gobierno, lo consideraban el mayor pecado. Toman el nombre de Richard Cameron (1648-80), que dividió a los covenanters condenando totalmente a cualquier clérigo que aceptara pactar, poco o mucho, con el Gobierno.

espectro de éste merodeaba por allí. Aggie Hogg lo encontró al anochecer junto a las piedras y el espectro le habló dando diente con diente, de forma que sus palabras eran indescifrables. Y persiguió a Rob Todd media milla (si alguien puede creerse lo que Robbie cuenta) con lastimeras súplicas. Pero vivimos tiempos de incredulidad. Los aderezos de la superstición desaparecen rápidamente y los hechos verdaderos de la historia sobreviven en la memoria de la gente del campo, escuetos e imperfectos, como los huesos casi a flor de tierra de un gigante que estuviera sepultado allí. Hasta el día de hoy, en las noches de invierno, cuando la nevisca clavetea en las ventanas y el ganado descansa en el establo, continúan contando, entre el silencio atento de los jóvenes y los añadidos y enmiendas de los viejos, la leyenda del Justicia Mayor y de su hijo, Hermiston el Joven, que desapareció sin dejar rastro, de las dos Kirsties y de los Cuatro Hermanos Negros de

Cauldstaneslap, y de Frank Innes, «el abogado joven y tontaina» que llegó a aquellos páramos para encontrar su Destino. [2]

[1] Al comenzar, Stevenson describe la tumba del Tejedor
[2] Es de suponer que el Francie nombrado aquí sea Frank Innes, el joven abogado que morirá asesinado en el mismo lugar que el Tejedor.

Capítulo I

Vida y muerte de la señora Weir

El Justicia Mayor[1] era un forastero en aquella parte del país, pero a su esposa la conocían desde niña, como a los antepasados que la precedieron. Los Rutherford de antaño, caballeros de Hermiston, de quienes ella era el ultimo vástago, se habían hecho famosos en otros tiempos por malos vecinos, malos ciudadanos y malos maridos, aunque fueran buenos para sus propiedades. Se contaban historias sobre ellos en veinte millas a la redonda e incluso su nombre aparecía impreso en alguna página de la historia escocesa, no siempre para bien. Uno de ellos mordió el polvo en la batalla de Flodden, otro fue ahorcado en el portón de su torre por Jaime V, un tercero cayó muerto en una juerga con Tom Dalyell y un cuarto —el padre de Jean— murió cuando presidía el Club Luciferino que él había fundado.4 Muchos en Crossmichael vieron con satisfacción ese castigo, porque

4 Jean Rutherford: Procedía, sin duda, de una vieja familia ingobernable.

Flodden: Una de las mayores derrotas de los escoceses a manos de los ingleses (1513). Aproximadamente, 15.000 escoceses murieron en esa batalla cerca del río Tweed. Ahorcado en el portón de su torre por Jaime V: Jaime V (1512-42) hizo un gran esfuerzo por reducir la desobediencia y el poder de las mejores familias de Escocia y colgó a algunos miembros de la familia Armstrong a la puerta de su casa.

Tom Dalyell: General Thomas Dalyell (1599-1685), enemigo implacable de los «pactistas». Carlos II le hizo, en 1666, comandante en jefe de todas sus tropas en Escocia y venció a los covenanters en Rullion Green, batalla que se nombra en la novela varias veces.

aquel hombre gozaba de mala reputación entre los de arriba y entre los de abajo, entre los mundanos y los temerosos de Dios. Cuando falleció, había diez cargos pendientes contra él, ocho de los cuales eran de peso. Y la misma suerte alcanzó a sus representantes: a su capataz, su mano derecha en infinidad de chanchullos de mano izquierda, le tiró su caballo una noche y se ahogó en Kye-Skairs, en un fangal de turba. Y su procurador no le sobrevivió tampoco mucho tiempo (aunque los abogados se alimentan a cucharadas llenas), y murió de repente de un derrame.

A lo largo de todas estas generaciones, mientras un Rutherford montaba a caballo con los muchachos o alborotaba en la taberna, siempre había una esposa pálida en el hogar, entre los muros de la vieja torre, o, más tarde, en la casa solariega. Toda esa serie de mártires pareció aguardar su hora demasiado tiempo, pero al final se vengaron en la persona de Jean, su ultima descendiente. Llevaba el nombre de los Rutherford, pero era hija de sus esposas atemorizadas. Al principio, no carecía de encanto. Los vecinos la recordaban de niña, cuando tenía un asomo de diablillo travieso, mínimas rebeldías apacibles, pequeños regocijos melancólicos e incluso un destello de belleza temprana que acabaría malográndose. Se marchitó al crecer y (ya sea por los pecados de los hombres de su estirpe o por los sufrimientos de sus mujeres) llegó a la madurez deprimida y, por decirlo así, desfigurada. No había en ella sangre de vida, ni alegría, ni fuerza; era piadosa, nerviosa, tierna, lacrimosa e incompetente.

Para muchos era un enigma que se hubiera casado, tan hecha como estaba a la hechura de las solteronas. Pero el destino la colocó en el camino de Adam Weir, el nuevo Fiscal Mayor, [2]un hombre bien considerado, que había ascendido en la escala social tras vencer no pocos obstáculos y que, por lo tanto, comenzaba a pensar con retraso en buscar esposa. Le interesaba más la obediencia que la belleza, pero, así y todo, pareció impresionado cuando la vio por primera vez. «¿Quién es?», preguntó volviéndose hacia su anfitrión. Y cuando lo supo: «Ya», dijo. «Parece que tiene buenos modales. Me recuerda...» Y después, tras una pausa (que algunos han sido lo bastante osados como para atribuirla a evocaciones sentimentales), «¿Es devota?», preguntó, y, poco más tarde, a petición suya, se la presentaron. La amistad, que resultaría irreverente calificar de cortejo, se desarrolló con la habilidad acostumbrada en el señor Weir y se convirtió en leyenda en el Parlamento, o, mejor dicho, en el origen de muchas leyendas. Le describían entrando en el gabinete, arrebolado por el oporto, avanzando resuelto hacia la joven y llenándola de palabras agradables, ante las cuales la azorada doncella sólo acertaba a decir en una especie de agonía: «¡Oh, señor Weir!», «¡Ay, señor Weir!», o «¡Tenga compasión de mí, señor Weir! Se contaba que en la víspera misma de su compromiso, alguien se había acercado a la pareja de tórtolos y había entreoído una exclamación de la joven en el tono de quien habla solo por hablar: «¡Dios nos libre, señor Weir! ¿Ycómo acabó?», y la réplica en tono grave del pretendiente: «Ahorcado, señora. Ahorcado.» Los motivos de esa relación, por ambas partes, fueron muy discutidos. El señor Weir debió de creer que su prometida le convenía de algún modo. Quizá fuera de esa clase de hombres que piensan que una cabeza vacía es un ornato en la mujer, opinión que se paga siempre cara en esta vida. Acerca de su estirpe y de sus bienes, no cabía la menor duda.

Sus antepasados viajeros y el pleitista de su padre habían acumulado bienes de sobra para Jean. Había dinero en metálico y acres de tierra bien cumplidos prestos a caer en manos del marido para procurar dignidad a sus descendientes y un título cuando fuera llamado a la Judicatura para él. Por parte de Jean, quizá hubiera algo de fascinación, producto de la curiosidad, hacia ese animal macho desconocido que se le acercó un día con la rudeza de un labriego y el aplomo de un abogado. Siendo él opuesto, radicalmente, a todo lo que ella conocía, amaba o entendía, es posible que le pareciera el extremo de su sexo, aunque dudosamente el ideal. Y, además, era un hombre difícil de rehusar. Apenas sobrepasados los cuarenta en los días de su boda, parecía aún más viejo y a la fuerza de su virilidad se añadía la dignidad senatorial de los años; todo ello causaba, quizá, un respeto irreverente, pero respeto al fin. La abogacía, la judicatura y el testigo más experto y remiso, se inclinaban ante su autoridad. ¿Por qué no iba a hacerlo Jeannie Rutherford?

Dije antes que un error sobre mujeres necias se paga siempre y lord Hermiston lo empezó a pagar pronto. Su casa de George Square era llevada lamentablemente. Nada respondía a los gastos de manutención, excepto la bodega, de la que él se cuidaba por sí mismo. Cuando las cosas iban mal en la cena, como solía ocurrir, milord miraba a su mujer, sentada al otro extremo de la mesa: «Esta sopa sería mejor para nadar en ella que para tomársela.» O le decía al mayordomo: «Ven aquí, McKillop, llévate esta pata de radical; dásela a los franceses, y a mí me traes unas ranas. Es triste que me pase el día en el Tribunal colgando radicales y, de cena, no me den nada.» Esta no era más que una forma de expresarse, por supuesto, y jamás en su vida había colgado a un hombre por radical. La Ley, de la que era fiel ministro, ordenaba otra cosa y, sus gruñidos, eran, sin duda, más bien humorísticos, aunque había en ellos una intención recóndita. Tal como los formulaba, con su voz resonante, y subrayados por ese gesto suyo conocido en el Parlamento como «la cara de ahorcar de Hermiston», le metían a la mujer el miedo en el cuerpo. Ella permanecía sentada frente a él, muda y anhelante. A cada plato, como un nuevo martirio, revoloteaba su mirada hacia el semblante de milord y volvía a posarse sobre la mesa; si él comía en silencio, un consuelo inefable la invadía; si había quejas, el mundo se le anegaba en sombras. Salía a buscar a la cocinera, que era siempre su hermana en el Señor. «Ay, hija mía, que terrible es que el señor no esté contento en su propia casa», comenzaba diciendo, rezaba entre sollozos con la cocinera, y la cocinera, luego, rezaba con la señora Weir, pero la comida al día siguiente no era ni una brizna más apetitosa. Y la cocinera que la sustituía (cuando venía), era aún peor, si eso fuera posible, aunque igual de piadosa. Sorprendía a veces que lord Hermiston soportara todo aquello como él lo hacía. En realidad, era un viejo estoico y voluptuoso que se conformaba con buen vino y en abundancia. Pero en ocasiones estallaba. Quizá media docena de veces en la historia de su matrimonio. «¡Venga! ¡Llévate esto de aquí y tráeme pan y queso!», había exclamado una vez con voz de trueno y haciendo gestos extraños. A nadie se le ocurrió disuadirle ni ofrecer excusas. Se interrumpió el servicio. La señora Weir, sentada a la cabecera de la mesa, lloraba sin disimulo y el señor, frente a ella, masticaba su pan y su queso con indiferencia ostentosa. Sólo una vez aventuró una súplica la señora Weir cuando él pasó junto a ella para dirigirse al despacho:

—¡Oh, Edom! —gimió bañada en lágrimas con voz trágica, extendiendo sus manos hacia él y estrujando un pañuelo empapado en una de ellas.

Él se paró y la miró airado, ocultando en su mirada una chispa de humor:

—¡Tonterías! —dijo—. ¡Tú y tus tonterías! ¿Qué es lo que puedo esperar de una familia cristiana? ¡Una sopa cristiana es lo que yo quiero! Tráeme una muchacha que sepa, simplemente, cocer una patata, aunque sea una puta que haga la carrera por las calles.

Y, con esas palabras, que en los tiernos oídos de la señora Weir sonaron a blasfemia, se marchó a su despacho y cerró la puerta detrás de él.

Así se gobernaba la casa de George Square. Era mejor en Hermiston, donde Kirstie Elliott, hermana de un labrador vecino y prima lejanísima de la señora, lo tenía todo a su cargo y mantenía la casa aseada y una buena mesa servida con cocina de campo. Kirstie era una mujer de las que entran pocas en docena, capaz, limpia, inolvidable; en su juventud había sido buena moza y era todavía hermosa como un pura sangre y sana como el viento en la colina. Fuerte de carnes, voz y colores, llevaba la casa con alma apasionada, sin parar jamás y no sin lucha. No mucho más devota de lo que en aquellos tiempos requería la decencia, causaba muchas preocupaciones a la señora Weir, que lloraba y rezaba por ella. El ama y la señora volvían a interpretar los papeles de Marta y María y, aunque con escrúpulos de conciencia, María descansaba como en una roca en la fuerza de Marta. Incluso lord Hermiston tenía a Kirstie en particular estima. Había pocas con las que él se relajara tan alegremente, pocas a las que él dedicara tantas chirigotas. «Kirstie y yo vamos a bromear», confesaba con buen humor mientras untaba la mantequilla en los bollos que hacía Kirstie y ésta servía la mesa. Siendo un hombre que no necesitaba de nadie simpatía ni amor, y buen conocedor de hombres y hechos, quizá sólo una verdad le habría cogido por sorpresa: saber que Kirstie le odiaba. Criada y amo, imaginaba él, hacían buena pareja. Ambos duros, mañosos, sanos, dos tipos de Escocia inconfundibles, sin un pelo de tonto ninguno de los dos. Pero la verdad era que la criada había divinizado a su señora, siempre gimiente y cansada, a la que rodeaba de mimos y, a veces, cuando servía la mesa, casi se le escapaban las manos hacia las orejas de milord.

hablaba de le cambiaba la voz y estremecía al niño hasta la médula. Y cuando el populacho les abucheó a todos ellos un día, yendo en el carruaje de y les silbó y gritó: «¡Abajo el perseguidor! ¡Muera el verdugo Hermiston!», y mamá se cubrió los ojos y sollozó y papá bajó el cristal, sacó la cabeza y miró a la chusma con su cara imponente y divertida, sonriente y amarga, como decían que miraba a veces cuando dictaba sentencia, Archie, por un instante, lo encontró todo bastante divertido para no alarmarse, pero, cuando se quedó a solas con su madre, le faltó tiempo para alzar su vocecilla aguda y preguntarle: «¿Por qué han llamado perseguidor a papá?»