El diván de Becca - Lena Valenti - E-Book
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El diván de Becca E-Book

Lena Valenti

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Beschreibung

La historia más adictiva y divertida de Lena. Publicada por Penguin Random House y rediseñada por nosotros y añadiendo dos títulos inéditos. Ahora es una pentalogía. Primer volumen de «El diván de Becca», la trilogía más adictiva, divertida y de alto voltaje de Lena Valenti. Esta es la historia de amor entre Becca, una psicóloga mediática que sigue métodos poco ortodoxos, y Axel, su guapísimo pero inescrutable cámara. Mientras sus destinos se encuentran y separan, un peligro se cierne sobre Becca, y Axel será el único capaz de salvarla. Tras varias exitosas intervenciones en Gran Hermano, como psicóloga de apoyo a los concursantes, que la convierten en Trending Topic en twitter, el director de la productora le ofrece a Becca Ferrer la oportunidad de su vida: un programa con el que recorrerá España tratando fobias inverosímiles y extremas con sus sorprendentes métodos. Se trata de El diván de Becca. Al mismo tiempo, su novio decide terminar la relación que ha mantenido con ella durante cinco años. Destrozada, Becca ve en el programa una oportunidad dorada para huir de la tristeza y comenzar de nuevo. Lo que no esperaba era conocer a Axel. Y sobre todo, lo que no esperaba era sentir esa atracción tan poderosa hacia un hombre rudo, borde y perdonavidas. ¿Qué le pasa a Becca? Quizá tanto tratar fobias ajenas ha hecho que olvide que con el amor no se juega... La vida y el amor son sólo para valientes. No temas y déjate llevar. ¡Un fenómeno romántico con más de 100.000 risas vendidas!

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Primera edición: junio, 2015

 

Corrección morfosintáctica y estilística:

Editorial Vanir

Del diseño de la cubierta: ©Editorial Vanir, 2021

Del texto: Lena Valenti, 2021

www.editorialvanir.com

De esta edición: Editorial Vanir, 2021

 

Editorial Vanir

www.editorialvanir.com

[email protected]

Barcelona

 

ISBN: -978-84-17932-29-9

 

 

 

Bajo las sanciones establecidas por las leyes quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet— y la distribución de ejemplares de esta edición y futuras mediante alquiler o préstamo público.

 

 

 

 

 

Esta historia va dedicada a todas esas personas

que me han enseñado que valiente no es quien no tiene miedo.

Valiente es el que teme y a pesar de eso sigue adelante.

También se la dedico a mis amigas «Supremas»,

a las que a algunas de ellas no veo tanto como quisiera pero siguen estando en mi corazón siempre: a Noelia, Miriam,

Lorena, Dunia, Fina, Tere, Mireia, Cristina y Anabel.

Gracias por enseñarme cosas, por las risas, los desfases, las locuras, los llantos, por enfadaros conmigo a veces,

y por quererme tanto como yo os quiero a vosotras.

Somos «Beccarias» de la vida, y espero que lo sigamos siendo siempre.

¡Os ailoviu mucho!

 

Índice

 

 

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1

 

 

 

 

Detrás del cristal del confesionario de Gran Hermano, el rostro histriónico de la mujer de Frankenstein me devuelve la mirada. Debo aclarar que esa mujer en realidad es un hombre musculoso y parecido a Hugh Jackman y se llama Lolo. Pero se siente muy mujer, reconoce abiertamente su condición de gay y, aunque no lo reconociera, también se sabría: mi queridísimo Lolo tiene pluma suficiente como para rellenar mil almohadas. Como Lolo es un hombre muy dramático, sabía que iba a elegir ese personaje. Pero ha habido un error en el envío de la peluca: pedimos la cabellera de Elisabeth Lavenza (nombre que se le dio a la novia de Frankenstein de 1935), pero en vez de eso, nos adjuntaron la de Marge Simpson.

Es decir, competencia de la agencia de atrezzo: nivel cigoto. Mi sobrino de cinco años sería más competente al respecto, y seguramente me debatiría el nivel valorándolo como un pokémon. Me diría con su vocecilla: «Tita, este es nivel Magikarp claramente». En su opinión, ser un Magikarp, al parecer, es para cortarse las venas. Y lo suele argumentar diciéndome que es inútil en combate y que solo sirve para salpicar.

Me llamo Becca Ferrer. Soy psicóloga, nacida en Barcelona. Y, como ya habréis adivinado, trabajo en la plantilla de terapeutas de este famoso reality, que ya va por su decimocuarta edición.

Estamos en Halloween, en pleno directo, y como tal, la prueba semanal se centra en este día. Pero algo ha salido realmente mal, hasta el punto de que me encuentro en la tesitura de calmar a uno de los concursantes de Guadalix de la Sierra, porque sé que, si no lo consigo, Lolo puede hacer algo por lo que sería expulsado. Y aunque no tengo la culpa de esta situación, me siento muy responsable de mis chicos.

Estas cosas siempre me despiertan la ansiedad.

En principio, la prueba iba a ser muy divertida. Queríamos invitar de nuevo al payaso enano para que les lanzara tartas a la cara, y, por otra parte, los Cazafantasmas iban a entrar a la casa para capturar uno a uno a todos los concursantes y avivar el nerviosismo de los Hermanos.

Todo iba sobre ruedas, la música del Exorcista no dejaba de reverberar en las paredes de la casa más famosa de la televisión. El equipo de psicólogos y cámaras del programa no dejábamos de reírnos ante las ocurrencias de los participantes. Habíamos visto de todo: gritos, carreras por los pasillos, resbalones, histeria colectiva, chistes malos producto del miedo…

Pero se la hemos jugado a Lolo. No hay otra explicación. Y eso lo ha decidido el Súper. Aunque estoy convencida de que ni siquiera él se imaginaba que el desenlace iba a ser este.

Para poneros en antecedentes, os voy a explicar un poco cómo es mi trabajo.

Formo parte de un gabinete de psicólogos que Zeppelin ha contratado para hacer la criba de los concursantes de GH (además de otros programas, aunque yo solo trabajo en este).

Después de hacer varias selecciones, empezamos a trabajar con las novecientas personas seleccionadas, aunque anteriormente eran diez mil. Diez mil espartanos en cola, algunos normales, otros muy frikis, y otros Legionarias y Yoyas en potencia. Entre ellos se encuentran siempre los perfiles que tanto nos gustan: la oveja negra, el pacificador, el alborotador, el pasota, el conflictivo, el espiritual, el estratega… A estos novecientos les realizamos una serie de cuestionarios. Descartamos a los que tienen determinadas patologías, y después les pasamos filtros de personalidad e inteligencia, hasta que nos quedamos con solo sesenta personas a las que les hacemos una entrevista clínica sobre inteligencia emocional muy completa. Eso reduce la selección a veinticuatro personas.

Con la criba considerablemente reducida, decidimos pasar un día, tanto el psicólogo como el redactor, con cada uno de estos veinticuatro aspirantes para observarlos de primera mano y ver otros rasgos de su personalidad así como posibles estrategias que puedan poner en práctica para afrontar otras situaciones como las que se encontrarán en la casa.

Veinticuatro informes después, nos quedamos solo con doce. Los definitivos afortunados para concursar en Gran Hermano.

Detrás de los cristales de la casa hay tres psicólogos clínicos que se hacen cargo cada uno de cuatro concursantes. Lolo es uno de los que yo tengo a mi cargo. Y me duele en el alma verlo ahí de esta manera, tan aterrorizado, con las pupilas dilatadas y la peluca lila torcida como la torre de Pisa.

Me la han jugado, y lo sé. Lo sé tanto como diría Julio Iglesias en su famosísimo meme.

Y ¿sabéis por qué? No, claro que no lo sabéis.

Porque, aunque yo no entrevisté a Lolo ni lo analicé, todos vimos las pruebas de cámara de los concursantes. Era un tipo divertido, graciosísimo y muy extrovertido, además de increíblemente inteligente. Pero Lolo tenía una pequeña tara, una fobia llamada «Ex». En la prueba de cámara, Lolo dijo claramente que lo único que no encajaba bien y lo desequilibraba era ver a su ex; por esta razón, después de su fallida relación, Lolo se había ido a vivir a otra comunidad, para no encontrarse furtivamente con él.

Pero el Súper había decidido invitar al ex al programa, disfrazado de Cazafantasmas. Maldito Súper. Federico es un morboso; ese es su nombre, por cierto. Suele hacer estas cosas, y nosotros siempre le decimos que es bajo su responsabilidad.

Para él, sin embargo, su responsabilidad es la audiencia, y el índice de share, y adora las situaciones límites que hacen que los indicadores se disparen.

Federico sabe que yo también las adoro. Una de las reglas de la selección de la criba es dar con personas estables mentalmente, extrovertidas y dinámicas pero que además sean muy emotivas para que, suceda lo que suceda en la casa, les afecte mucho, pero no hasta el punto de traumatizarlas.

Lolo está a un paso de rebasar esa línea. Y yo debo impedirlo. Federico acaba de lanzarme el guante, porque le gusta desafiarme. Debo demostrarle que puedo controlar a Lolo antes de que haga una locura, como abandonar el programa por propia voluntad. Lolo no puede afrontar la multa por abandonar. Ni él ni nadie medianamente normal. ¿Quién tiene doce mil euros en el banco para desprenderse de ellos así como así?

Me concentro y observo a mi concursante favorito.

La novia de Frankenstein me devuelve la mirada. Tiene el pelo lila manchado de nata y una cereza deslizándose por el lado izquierdo. También tiene nata en la mejilla y en la barbilla. El payaso enano le había dado de lleno. Pero cuando Lolo vio que entraban los Cazafantasmas y divisó a su ex entre ellos, se fue corriendo del salón en dirección al confesionario, al grito de «¡Me cago en mis muertos!», con tan mala suerte que se había resbalado y se había dado un leñazo en el pasillo. Leñazo que habían visto más de cinco millones de personas.

—Hola, Elisabeth Simpson —lo saludo queriendo sacarle una sonrisa, pero no lo consigo.

—No me toquéis los cojones —dice, tajante, mirando a todas partes, buscando un rostro en el que poder volcar toda su ira. Se le ha corrido parte del maquillaje. En otras circunstancias eso sería divertido y cómico. Ahora no—. ¿Qué mierda hace Rodrigo vestido de bombero? ¿Qué hace aquí?

—No va de bombero —le corrijo—. Va de Cazafantasmas.

—¿Cazafantasmas? ¡Ese hombre solo caza rabos y mariposones! ¡Es un perro infiel! —exclama moviendo enérgicamente las manos—. Yo… Yo no puedo estar aquí. —De repente, toda la seguridad que Lolo tiene se desdibuja en el puchero que asoma a sus labios y a su barbilla—. Sácame de aquí, te lo ruego… Esto es demasiado para mí. —Se cubre el rostro con las manos y adquiere una pose derrotada sobre el sillón rojo de las verdades. Yo percibo su pena, y su pena me aflige. Una de las razones por las que entiendo muy bien a mis pacientes es porque tengo muy desarrollada la destreza básica de la comunicación interpersonal. Mi ser rebosa empatía. Por si no lo sabéis, «empatía» viene del griego empatheia y significa ‘sentir adentro’.

Y es un arma de doble filo. Con el tiempo he aprendido a observar esas emociones como ajenas a mi persona, como si yo fuera una observadora, aunque las sienta muy adentro, tanto como la palabra indica. Y eso me ayuda a comprender a los que vienen a mí. Entiendo por lo que están pasando y siento lo que ellos sienten.

Igual que ahora siento claramente el dolor y el miedo de Lolo. Teme hacer el ridículo delante de Rodrigo, teme volver a mirarle, y amarle de nuevo aunque no lo merezca. Le da pavor darse cuenta de que no lo ha superado, aunque yo creo que sí. Y le aterroriza seguir viendo vacío en los ojos de su ex, como si lo que tuvieron no hubiera sido importante, y en lugar de todo el amor que él le profesó, solo encontrara nada.

—Lolo, ¿estás ahí? —le pregunto.

Lolo sigue con el rostro cubierto por sus manos, en silencio, negando con la cabeza.

—No.

—Sí estás ahí. —Hago una pausa—. Lolo, si no sales, tus compañeros y tú perderéis la prueba semanal. Los Cazafantasmas tienen diez minutos para coger a cada uno de tus compañeros y encerrarlos en el granero. Si lo consiguen en esos diez minutos, perderéis la prueba. No puedes huir.

—No voy a salir —continuó en modo de negación—. Me quiero ir. Me siento traicionado por el programa… Traerme a Rodrigo es lo peor que habéis podido hacer.

Y era verdad. Era una puñalada por la espalda que solo Federico podía atreverse a asestar. Mis compañeros me miran esperando que yo obre la magia y lo retenga. Todos creen en mí y saben que puedo hacerlo. Yo no estoy tan segura, pero me encanta la sensación de tener el poder para ayudar a Lolo y hacerle un clic en la cabeza.

—¿Por qué no me cuentas qué pasó?

—¿Cómo?

—Dime por qué odias a Rodrigo… y qué es lo que te da miedo de él. Si lo dices en voz alta, el miedo se achica.

—¿Qué quieres que te diga? —Se descubrió el rostro. Sus ojos negros lanzaban rayos y centellas—. ¿Que esa perra de ahí afuera se acostó con mi mejor amigo? ¿Que a día de hoy aún siguen juntos? ¿Que ambos se rieron de mí y me hicieron sentir como una mierda? En un zarpazo de gata me quedé sin amigo y sin novio. —Chasquea sus dedos—. Así, ¡plas! Verlo me supera. Me supera mucho…

—¿Por qué le das poder para estar todavía en tu vida y en tu cabeza? Él te dejó ir, te cambió por otro. Eres tú el que te aferras a él.

—No está en mi cabeza. Está aún en mi corazón —se excusa queriendo transmitirme su aflicción. Si el corazón está de por medio, todo es mucho más serio y sensible, ¿verdad? Pero a Lolo no le hacen falta las sensiblerías. Lolo necesita un bofetón.

—No, Lolo. Son los residuos de sus recuerdos los que están en tu cabeza. De tu corazón lo expulsaste cuando lo rompió.

—Remarco esto último con contundencia porque lo creo a pie juntillas—. A ver, ¿qué te gustaría hacerle?

—Quiero retorcerle el pescuezo.

—Prueba otra vez —dije imprimiendo una risa en mi voz, como el famoso gag de la bofetada y las rimas sórdidas. Necesitaba que él viera que esa conversación no era agresiva. Que solo quería ayudarle.

—Lo que de verdad me gustaría es mirarle a la cara y no sentir nada. Ser capaz de sonreírle y verlo como el mierda que es, no como el hombre que me rompió el corazón. Me encantaría… —Su rostro adquiere un rictus ensoñador y decidido, como si él mismo se viera haciendo realidad lo que pensaba—. Joder, me encantaría sacarlo de mi vida como una manguera saca la mugre de los coches, o las hojas muertas del jardín.

—Bien. Y ¿qué te detiene?

—¿Qué?

—Que por qué no lo haces.

Veo la sorpresa de Lolo ante mi pregunta; más bien, la sorpresa de todos los demás que me miran como si estuviese loca.

—¿Cómo dices?

—Joder, Lolo, lo que oyes. —Sé que no debo hablar así en esta franja televisiva. La prueba semanal se emite en directo. Pero creo que Lolo me atiende mejor si le hablo sin tapujos. Hay personas que necesitan tacto, otras que no quieren que te involucres demasiado para no violar su intimidad. Pero Lolo y sus ojos negros me ruegan que lo ayude desesperadamente—. Este programa, mi bella Elisabeth, te da unas herramientas para poder solucionar y meditar sobre tus cuentas pendientes en el exterior, no es solo una cápsula en la que el tiempo y el espacio desaparecen sin más. Puedes aprovecharlo en tu beneficio. Si lo que quieres es eso, si lo que necesitas hacer para expiar los demonios que Rodrigo te ha dejado es sacarlo de tu vida a base de manguerazos, te digo que en el jardín dispones de una manguera kilométrica. ¿Por qué no la utilizas como terapia de choque?

—¿Quieres que… lo moje?

—No. Yo no quiero nada de eso. Pero es lo que quieres tú. Creo que puede ser un catalizador para ti. Puedes limpiarte tú mismo. Nuestra mierda es solo nuestra. O tomas la decisión ahora, Lolo, o en dos minutos se acaba el tiempo. Y tu ex y sus amigos están metiendo a todos los Grandes Hermanos en el granero. No te queda tiempo.

Lolo mira a todas partes, en todas las direcciones. Puedo escuchar la batalla que libra en su interior. Los soldados de «voy a hacerlo» luchan a muerte contra los soldados de «no puedo hacerlo».

—¡Lola! —le grito en femenino. Él se siente muy mujer, ¿no? Tal vez si espoleo esa parte, el resultado sea más inmediato. Ya sabéis…, por eso de que las mujeres somos mucho más vengativas que los hombres. Bien. Él fija la mirada en el cristal y por fin veo que lo tengo en mis manos—. No puedes permitir que ningún hombre te deje por otro. Nunca. Le diste toda tu vida a Rodrigo, y acabaste muy mal. Hoy ha llegado el momento de enterrar el sufrimiento, los miedos y la depresión. ¡Mueve tu culo, coge ahora mismo la manguera y rocíale con tanta fuerza que salga despedido de la casa! ¡Sácalo de tu vida!

—¿De verdad?

—Hazlo.

—Pero…

—Hazlo.

—¿Eso es legal? —Empieza a levantarse del sillón. Las ganas y la emoción le pueden.

Su mirada ha adquirido un brillo de decisión, y también apocalíptico. Empiezo a dudar de si es buena idea o no.

—Hazlo y demuéstrale quién tiene la manguera más larga y más potente. —Lo acabo de soltar y ya me estoy arrepintiendo. Mis compañeros se ríen. Lolo frunce el ceño, pero una curva ascendente se dibuja en sus labios, como la de un pitbull. Está sonriendo. Y lo mejor: lo va a hacer.

Lo que graban las cámaras a continuación, cuando Elisabeth Lavenza con una sobredosis de hormonas y batidos, y unos brazos como piernas, sale corriendo al jardín en busca de la manguera, sé que va a hacer historia.

Hay personas que tienen un halo de celebridad a su alrededor. Lolo es una de esas personas. Sé que cuando salga de este programa, le lloverán las ofertas para trabajar en televisión. Y sé que lo que está haciendo va a ser trending topic en todas partes. Paso a narraros lo que sucede a continuación. Lolo y su peluca lila de Marge aparecen detrás del payaso enano, que está preparado para lanzar una nueva tarta y acojonar a otra concursante, Patricia la pija, oculta detrás del sofá.

Lolo agarra al payaso por la cinturilla de los pantalones, al grito de «¡Ven aquí, Willow!», lo levanta y lo mete dentro del baúl del comedor, que hace las funciones de puf. ¡Lo ha encerrado ahí! No me lo puedo creer. El enano se llama Alfredo, y es claustrofóbico.

—Pero… ¡¿qué coño hace?! —me pregunta Rafael, el jefe de psicólogos clínicos.

Yo encojo los hombros con una sonrisa de oreja a oreja.

—Se está vengando —contesto, nerviosa.

En ese momento, mientras Lolo sale corriendo hasta el jardín a por la manguera, con su vestido blanco y algo siniestro ondeando al viento, los cuatro Cazafantasmas lo divisan y deciden ir a por él.

La cámara enfoca a Rodrigo. El tipo se lo está pasando de maravilla, y disfruta con la idea de saber que su presencia allí todavía afecta a su ex.

Es un vanidoso. ¿Por qué lo sé? Porque no hay que analizar a las personas para ver que a algunas el egocentrismo les sale por las orejas. Como a Rodrigo.

En ese momento me siento como una cheerleader. Mi hooligan interior está deletreando las iniciales de Lolo, dando saltitos y vitoreándolo. Pero mi fachada de psicóloga clínica no transmite nada de eso. Tengo que permanecer seria, como si analizase fríamente la situación. Me subo las gafas de ver Gucci de pasta negra (que, por cierto, no necesito, pero me gusta cómo me quedan) y carraspeo como si lo tuviera todo controlado.

No sé qué va a pasar. Rafael permanece de brazos cruzados, mirándome de reojo. Aunque en realidad nadie se atreve a apartar los ojos de la imagen hipnótica que nos devuelve el monitor. Lolo ha puesto en marcha la manguera a la máxima potencia.

—¿Alguien me puede decir por qué tenemos una manguera de potencia antiincendios en el jardín? —susurra Rafael, estupefacto al ver cómo el chorro de agua impacta en los Cazafantasmas y los lanza, literalmente, por los suelos.

—Ni idea —contesto. Rafael tiene razón: esa manguera no es normal. Me entra la risa.

Lolo se ríe como un loco, sujetando con sus increíbles brazos musculados la manguera. Se ceba con Rodrigo. Lo hace a conciencia.

—¡Toma, guarra! ¡Fantasma! —le grita a Rodrigo—. ¡Gusanaaa!

«¿Gusana?», me vuelvo a reír.

—¡Yo tengo la manguera más larga! —exclama Lolo. Corrección: Lolo no es Elisabeth Lavenza. Es Carrie, joder.

Su ex tiene el pelo rubio empapado y pegado a la cara. El chorro impacta con tanta fuerza en los cuerpos de los Cazafantasmas que los impulsa resbalando por el suelo hasta la puerta de salida, donde permanecen atontados por la potencia del agua. Y el jardín de Gran Hermano, por unos segundos interminables y de estrellato televisivo, se convierte en un campo de concentración.

Los demás concursantes que aún no han sido cazados, se colocan a espaldas de Lolo, partiéndose de la risa y señalando a los Cazafantasmas.

—¡Vete! ¡Olvida mis ojos, mi cara, mis labios! —Se equivoca con la letra—. ¡Y pega la vuelta! —Lolo canta eufórico. El chorro mueve a Rodrigo como un rodillo—. ¡Llevamos cuatro días a base de yogures! ¡Por mis ovarios que ganamos la prueba semanal! —añade.

La cámara enfoca el rostro triunfador de Lolo. Y sé, por la increíble sonrisa que lucen sus labios y por la seguridad de sus ojos negros, que el manguerazo le ha servido como terapia. Y que, al menos, le he ayudado para que dejara de sufrir y de huir de Rodrigo.

Y eso me emociona y me hace sentir bien. No hay nada más gratificante que ayudar a los demás.

También sé que ese vídeo, lo que ha sucedido esa noche, con el payaso enano, al que llamarán Willow el resto de las ediciones GH, y los manguerazos vengativos de Elisabeth Simpson, pasará a la historia de la cadena, y de los índices de audiencia.

Y es maravilloso.

 

 

Lo de Lolo ha desencadenado algo.

No sé el qué. Solo sé que mi jefe, Federico, el Súper, ha pedido verse conmigo en la calle Guadiana, en Guadalix; allí resido en una casa de alquiler con mi compañera psicóloga de GH, Nerea. Cuando nuestro turno acaba, solo nos quedan fuerzas para desplazarnos hasta allí e hibernar, hasta el día siguiente. Observar a cuatro personas de perfiles distintos durante medio día, y estudiar sus conductas, puede ser agotador.

Esta no ha sido la única vez que he tratado con un concursante de este modo. Es decir, lo de Lolo no es un caso aislado. Sé que mis métodos son extraños, sé que no soy una psicóloga al uso. Pero la mayoría de los psicólogos no tienen empatía, se rigen por unos datos y unos test y con eso ayudan con mayor o menor éxito a sus pacientes. Pero yo no puedo ser así, porque siento y padezco como ellos, percibo lo que ellos y comprendo a la perfección cuáles son los mecanismos que sus mentes ajustan para sobrellevar determinadas situaciones. Esa es mi herramienta más fiable. Si sé cómo se sienten, si recibo sus ondas y me afectan por igual, sabré cómo puedo echarles una mano desde el exterior. Pero para ello tengo que romper con sus esquemas y chocar de frente contra sus miedos y preocupaciones.

La terapia con Lolo ha generado el hashtag #Loloylagusana, convertido ya en trending topic. Estoy conduciendo mi Mini amarillo, con techo negro, cristales tintados y dos franjas negras en el capó. Antes tenía el Mini antiguo, pero lo vendí a un coleccionista. No sabía que iban tan buscados y que la gente los compraba por tanto dinero. Me saqué una gran suma de dinero y a continuación compré el nuevo modelo, además de algunas virguerías propias de una mujer de mi edad. Y no. No son liposucciones ni tetas nuevas. Tengo veintiocho años, por Dios.

Por ahora, mi cuerpo me lo curro yo; esto quiere decir, cualquier menú que empiece por Mac o acabe por King al mediodía, y piña y pollo a la plancha por la noche, por eso de equilibrar, ya me entendéis. Mi amiga Nerea se ríe de mí y de mis dietas. Y yo digo que cada uno engorda y adelgaza como quiere. Mi cuerpo no es un yoyó, mido uno sesenta y cinco, y peso sesenta kilos desde hace unos cuantos años. Creo que me lo puedo permitir. Y si no pudiera, lo haría igual. Comer es un placer.

No soy un palo, estoy bien y me siento a gusto. Mis pechos siguen apuntando al norte en vez de al sur, y si me pongo un vestido no parezco un chorizo embutido. Eso ya es bueno.

Me miro en el retrovisor y, cuando lo hago, veo el Mercedes de Federico aparcar detrás de mí. Es demasiado puntual.

Me repaso las pestañas con kohl, y mis ojos azules me devuelven la mirada. Intento arreglarme el amasijo de rizos caoba como puedo. Mi cabeza es como una broma de mal gusto, ¿sabéis? Tengo el pelo como si fuera Medusa. Los rizos largos se me disparan por todas partes, son intratables. Cuando veo un anuncio de L’Oréal en la tele, con esas modelos riéndose orgullosas de sus melenas lacias (a fuerza de unas cuantas horas de peluquería, ¿a quién quieren engañar?) y dicen lo de «Porque yo lo valgo», me apetece arrancarles la cabellera en plan indio. Bueno, no tan drástico, pero sí que cogería una maquinilla de afeitar y…

El claxon del Mercedes me saca de mis divagaciones. Os lo advierto. Divago. Y mucho.

Es increíble cómo algo se puede convertir en viral. Han hecho un hashtag incluso de #loquelesaledelaollaalapsicologadeGH. Un hashtag sobre mí. Increíble.

No sé cómo sentirme al respecto, la verdad. Sé que mi manera de interactuar con los concursantes es diferente. Muchos de mis colegas me dirían: «No puedes hacer eso», «No puedes involucrarte tanto»…

Lo que pasa es que soy una persona que no hace caso de lo que dicen los demás y, seguramente, ese último hashtag es muy acertado, porque siempre hago lo que me sale de la olla; siempre con conciencia, claro.

Bueno. Veamos qué quiere Fede.

Salgo del coche y me humedezco los labios con cacao. Son rosados, ni gruesos ni finos, pero tienen una forma muy bonita. Reviso mi indumentaria. A los jefes hay que darles buena impresión. Siempre intento ir bien vestida al trabajo. Aunque los psicólogos no salgamos por pantalla, me gusta sentirme bien conmigo misma. Si la imagen que me devuelve el espejo me agrada, me siento más segura, capaz de poder mirar a los ojos a mi jefe y decirle: «Lolo tenía derecho a su venganza melodramática. No me juzgues».

Mi look es como el de Paula Echevarría, ni tan mona ni tan estupenda, aclaro, pero, al menos, sí bien vestida, con ese toque trend, chic, fashion, o lo que sea, que es lo mismo que decir: no sé vestirme, mi capacidad para combinar es igual que la de Agatha Ruiz de la Prada en un mal día, y como soy capaz de ir como un payaso, miro el blog de mi amiga Pau y siempre acierto. Y es que es verdad. Parafraseando al personaje de una serie histórica de televisión: «Qué mona va siempre esta chica». Por eso no me complico.

Hoy llevo unos tejanos Guess ajustados, una blusa roja medio metida por la cinturilla del pantalón y unas botas marrones con tacón. De acuerdo, mi pelo es de un rojo oscuro, y la blusa igual no queda demasiado bien. Pero a mí me gusta. Y chitón.

No me quito las gafas de ver, porque me hacen interesante y Paula también se las pone a veces. Aunque Federico sabe perfectamente que no las necesito.

Este hombre es un alto ejecutivo de Zeppelin y podría ser mi padre. Se parece un poco a Flavio Briatore. Toma todas las decisiones que un alto ejecutivo puede tomar, sean las que sean. Su pelo canoso es rizado, pero lo lleva tan engominado que parece que un camello le haya dado un lametón en la cabeza. Su americana es cara, lo mismo que el maletín negro que sujeta con la mano derecha; pero ninguno de esos dos complementos son más caros que el sello de mafioso que luce en el dedo corazón y que asegura que es el anillo de boda. Porque conozco a su despampanante mujer, sino diría que se casó con M. A. Barracus.

—Buenas noches, Becca.

Deben de ser las once y media. Para que Federico quisiera verme, algo he tenido que hacer muy mal. Pero como ya os he dicho, lo de Lolo no ha sido un caso aislado. La he liado otras veces.

—Buenas noches, señor Federico.

Él me mira de arriba abajo y sonríe de un modo que me pone nerviosa. Pero no nerviosa mojabragas, no os confundáis, sino nerviosa me hago caquita.

—Te he dicho que me llames Fede, Becca.

—Por ahora no, gracias. Esperaré a ver qué me tiene que decir y después tal vez le tutee.

Él asiente con una risa sardónica y busca la entrada de la casa. Las farolas de la calle alumbran los pórticos de los adosados, y alguna mariposa nocturna revolotea alrededor de sus halos. Nerea y yo vivimos en uno de esos.

Nerea vino del País Vasco, y yo de Barcelona. Ambas coincidimos para vivir juntas la aventura de Gran Hermano. No sé si mi compañera estará durmiendo o no. Lo más probable es que esté enganchada al canal GH, controlando a sus chicos.

—Me hubiera gustado hablar contigo de esto en un lugar más apropiado —dice Fede, que me precede hasta la puerta blanca de la entrada.

Meto la mano en el bolso Marc Jacobs, una de las chucherías que me compré con la venta del Mini antiguo, y busco las llaves de la casa. ¿Me lo parece o me tiemblan los dedos? Si me despidiera sería una mierda, la verdad. A ver, no es que no tenga donde caerme muerta. En Barcelona tengo una consulta y un loft precioso —y pagado hasta el último céntimo— en el barrio de Sant Andreu. Pero Gran Hermano es una buena oportunidad para conseguir contactos. No quisiera desaprovecharla por mis atrevidos consejos a los concursantes, y la cara de Fede tiene toda la pinta de ejecutivo gruñón con la hoja de despido en el maletín.

Entro en la casa, enciendo la luz y está todo en silencio. Nerea me ha dejado una nota sobre la mesa de la entrada. «Me he ido a cenar con Pedro. Llegaré tarde. Un beso.»

Dejo la nota sobre la mesa y siento un aguijonazo de envidia. Nerea y Pedro se gustan mucho, y se han conocido tras los cristales del reality. Yo tengo a mi novio en Estados Unidos, y no puedo disfrutar de él.

Si, además, Fede me echa, seré una desgraciada total. Espero tener helado de nueces con macadamia en el congelador. Mientras dejo el bolso en el perchero y me recojo el pelo en un moño alto y mal hecho, le pregunto:

—¿Quiere tomar algo?

—Un café bien cargado.

Nos vamos hasta el isla de la cocina blanca y granate. Allí Fede se sienta en el taburete de diseño de color rojo y apoya los codos en la encimera impoluta que hay en el centro de la estancia.

No os voy a engañar: este chalet, en Barcelona, costaría un pastizal. Estamos hablando de una casa de unos doscientos metros cuadrados, con jardín, piscina y todos los lujos que la gente rica se puede permitir. Pero una casa de estas características perdida en el monte, pierde valor. Aun así, los contactos de Zeppelin (Fede) han conseguido que Nerea y yo vivamos aquí de gorra.

Mientras busco dos vasos estilizados para servir el café, y la Nespresso se pone en funcionamiento, escucho cómo Fede abre el maletín y saca un portátil Mac Air plateado. Lo abre, toquetea un poco su interface, hasta que da con lo que busca.

—Siéntate a mi lado, Becca —dice sin dobles intenciones—.

Quiero mostrarte algo.

Yo me acerco hasta mi taburete con los dos vasos de café recién servidos. Son de vainilla. Espero que al Súper no le moleste.

Tengo la garganta seca.

Fede abre el QuickTime y me enseña un vídeo perfectamente montado de mis intervenciones en lo que llevamos de programa. Y al lado, unos índices de audiencia con unos puntales hiperaltos.

—¿De qué va todo esto? —pregunto, confusa.

 

 

 

 

2

 

 

 

 

Él no me contesta ipso facto, claro. Es un superjefe y, como tal, le encanta la tensión y el misterio. Y a mí me están entrando ganas de ir al baño. Pero me mantengo impasible y estoica a su lado, mientras mis ojos contemplan todo el vídeo.

Lo que veo son varias anécdotas del confesionario, y mi voz de fondo. Me asombro de lo tranquila que sueno en televisión, cuando lo que en realidad me sucede en esos momentos es que estoy recibiendo la avalancha de sentimientos de los concursantes, y mi cabeza intenta racionalizar y entenderlos para poder servir de ayuda.

Sentado en el taburete, Federico se está descojonando, hasta tal punto que se le saltan las lágrimas. Me quito las gafas y las coloco en el canalillo de mi blusa roja. No entiendo qué le hace tanta gracia. Y no para, el tío.

Después de varios cortes en los que solo salen los Hermanos escuchando mi voz, llega una nueva secuencia. Carlos, el más joven de los participantes, con el pelo rubio desteñido y piercings en la cara, aparece en la pantalla, con el rostro pálido y temblores. Es punk.

Recuerdo ese momento a la perfección. Eran las seis de la tarde.

—Mira esto, Becca —dice Federico al tiempo que se limpia el rostro de lágrimas—. Es buenísimo.

Yo hago una mueca de incredulidad. Pienso que si su intención es reñirme o, en el peor de los casos, despedirme, no debería reírse de ese modo, o al final el momento perderá todo su suspense. Doy un sorbo largo a mi café y presto atención.

—¡Necesito un cigarro ya! —grita Carlos con las ojeras muy marcadas.

—No os queda nicotina, Carlos. No tenéis dinero para tabaco y vas a tener que aguantar toda la semana así.

—¿Que tengo que aguantar toda la semana, dices? —repite; parece estar a punto de abalanzarse contra el cristal—. Lo estoy pasando realmente mal. Me tiembla el cuerpo y tengo palpitaciones.

—Es ansiedad. La falta de nicotina te provoca ansiedad. Es como un mono.

—He intentado hacerme un puro de césped con el canuto del rollo de papel higiénico. Creo que es más que mono lo que tengo —aclara pasándose las manos por el pelo, tirando de él sin escatimar fuerzas.

—Carlos… —intento que me escuche. La abstinencia a cualquier droga es un suplicio físico.

—Quiero fumar.

—No hay tabaco…

—Quiero fumar…

—Tienes que prepararte una estrategia para pelear contra tu ansiedad. No es bueno estar así.

—¡No quiero estrategias! ¡Quiero un puto cigarro!

—¡Carlos! —grito de repente. Él se queda muy quieto, asombrado por el tono—. ¡Métete el dedo en la oreja!

A mi lado, Federico está doblado de la risa. Yo lo miro a él y a la pantalla del Mac alternativamente. ¿Por qué se ríe? Intenté ayudar a Carlos como mejor sabía.

—¿Que me meta el dedo en la oreja?

—¡Sí! ¡Corre! ¡Corre! ¡Hazlo!

El punk levanta una mano, con una cara totalmente cómica y poco crédula. Introduce el índice en el oído y se queda con la vista fija en el cristal. Arquea las cejas negras y se humedece los labios.

—¿Hola? —pregunta en esa posición.

—¡Dime cinco marcas de leche! ¡Deprisa!

Tres arrugas de estupefacción aparecen en el entrecejo de Carlos. Casi pega la cara al cristal como una mano loca.

—¿Cinco…?

—¡Carlos! ¡Haz lo que te digo!

—Asturiana, Celta, Pascual… —El tipo se queda pensando un rato—. Hacendado… ¿Hacendado es una marca?

—Sí. Venga, te falta una.

—Nestlé.

Carlos sonríe, orgulloso por haber contestado con diligencia. Yo me quedo callada unos segundos y recuerdo por qué: le pregunté a Rafael si Nestlé era una marca de leche también. Después de comprobar que Carlos había acertado, continué con él.

—¿Me dais un paquete de tabaco por haberlo adivinado? —pregunta Carlos con voz de ángel y sonrisa picarona.

—No, Carlos. Mírate las manos.

Carlos pone cara de hastío y levanta la mano libre. Extiende sus dedos y arquea las cejas llenas de piercings.

—¿Lo notas? —Quiero que él vea el efecto que esa irrupción en sus pensamientos obsesivos ha provocado en su sistema nervioso.

—No tiemblan —dice él.

—Exacto. ¿Qué tal van las palpitaciones?

Se lleva esa misma mano al pecho y respira más tranquilo.

—Ya no las tengo.

—Bien. Carlos, tu ansiedad se dispara cuantos más pensamientos repetitivos tienes. Has entrado al confesionario a punto de tener una crisis porque no has dejado de pensar en tu falta de tabaco, retroalimentando tu histeria. El programa no os va a dar tabaco si antes no os lo ganáis en una prueba, y mucho menos lo hará porque no sepas controlar tus impulsos. Tus pataletas serán peores para ti. ¿Es eso lo que quieres?

—No, joder. Solo quiero que se me pase esto…

—Te puedo ayudar a cortar ese flujo de pensamientos negativos. Cuando esto te pase, tienes que hacer algo que rompa el círculo vicioso. Métete el dedo en la oreja y anima a tus compañeros a que te pregunten marcas de cualquier cosa. Te ayudará a focalizar en algo distinto.

—Pero es absurdo.

—Puede, pero funciona. Tienes que hacer terapia de choque a tu mente. Sorprenderla.

Carlos asiente, no muy convencido. Se da media vuelta, preparado para abandonar el sillón rojo.

—Carlos.

—¿Sí?

—Ya puedes quitarte el dedo de la oreja.

—No, no —contesta—. Me tranquiliza.

La puerta blanca del confesionario se cierra y, al mismo tiempo, Federico cierra la tapa del portátil.

—Y… Fin. —Con esas palabras acompaña su acción.

—¿Fin? Fin ¿de qué? ¿De contrato? —digo esperando lo peor.

—Sí. Exacto.

—¿En serio? —El alma se me cae a los pies. Pero ya me lo imaginaba. Visto por televisión, todo lo que hago parece extraño y demasiado loco—. Si es por mis métodos… Puedo hacerlo todo más convencional.

—Es precisamente por tus métodos. —Federico echa mano de su maletín de la muerte y el despido, y saca más gráficos—.

¿Ves estos picos? —dice señalando.

—Sí. —Están en azul y sobrepasan una franja media y roja—.

¿Son tus picos de hipertensión mientras me escuchabas?

—No digas estupideces. Son los índices de audiencia que registramos cada vez que emiten las sesiones del confesionario contigo.

—Y… —un rizo rebelde se me escapa del moño y cae lánguido sobre mi rostro. Lo retiro rápidamente—, ¿eso es muy malo?

Federico me mira como si hubiera nacido ayer.

—A ver, niña, despierta… ¿Desde cuándo es malo que seamos líderes de audiencia?

—Claro. Desde nunca.

—Me importa un bledo cómo lo seamos. Simplemente, queremos liderar la programación, ¿entiendes? Y tú nos ayudas con tus extrañas aportaciones un tanto lunáticas.

—Mmm, ya… No sé si me gusta cómo lo dices.

—Becca. —Fede toma su café con delicadeza y lo menea arriba abajo según habla—. Tal vez no seas consciente de lo que está pasando contigo, pero en las redes sociales solo hablan de ti. El Gato asegura que el mejor fichaje de GH en años has sido tú. Tus intervenciones salen continuamente en Zona Zapping. ¡La psicóloga de GH es trending topic en España! —exclama, emocionado, con una sonrisa.

—Son solo fenómenos pasajeros. —Intento rebajar su extraña euforia. Creo que está sacando las cosas de madre—. Es meramente anecdótico.

—No lo es —concluye Federico—. No seas tan humilde.

—No lo soy. Pero, sinceramente —me levanto del taburete, abrumada—, no creo que debas darle mayor importancia de la que tiene.

—Pero se la doy. —Federico se levanta conmigo—. Yo y todos los directivos de Zeppelin. Y también la productora de la competencia, que está interesada en ti…

—¿Que otra productora está interesada en mí? —Abro los ojos como platos—. ¿Cuál? ¿Desde cuándo se interesan en mí?

¡Yo no soy nadie!

—Trending topic en España desde hace dos semanas…

—¿Dos? —No sabía que habían sido tantos días. Nerea me obligó a crearme una cuenta de Twitter. De hecho, no sé muy bien cómo van las redes sociales. Pero mi colega me dijo que la creara para que estuviera al día de lo que decían de mí. El caso es que no me quita el sueño lo que digan o dejen de decir, y hasta hace un par de días no la creé. Pero, al parecer, han dicho muchas cosas. Por supuesto, también tengo detractores, compañeros de profesión que deploran mis métodos. Y es normal. Porque mis métodos rompen con los suyos. Y ¿sabéis qué? Funcionan. He hecho un mix y he creado mi propio método.

—Querida, sí eres alguien. Y se interesan en ti desde que tú sola revientas los índices, guapa. Y… —levanta el índice para silenciarme—, ni lo sueñes. No pienso decirte quién va detrás de ti sin que antes escuches nuestra propuesta. Quiero asegurarme de que te vas a quedar con nosotros y de que tengo la primera opción.

—Esto raya lo absurdo…

—De eso nada —asegura, muy seguro de sí mismo. Fede puede estarlo perfectamente; con ese anillo de mafioso, cualquiera…—. Eres doctorada en Psicología Clínica, especialista en fobias y coach de PNL.

Sí. Todo eso soy yo. Fede lo sabe muy bien. Me licencié en la Universidad de Barcelona y decidí especializarme en el tratamiento de fobias, esos miedos, desorbitados o no, que nos golpean y que pueden llegar a condicionar nuestra vida diaria. Puede que, debido a mi especie de don empático, sea capaz de comprender mejor a los pacientes y adivinar incluso aquello que no me cuentan. Leo perfectamente el lenguaje corporal.

En mi consulta, ubicada en una amplia oficina de la avenida Diagonal, es lo que trato con mis pacientes. Y he llegado a tener en cartera a gente famosa cuyos nombres, por privacidad y ética profesional, jamás revelaré.

—Eres un diamante por pulir, Becca. Y quiero hacer un programa a tu medida.

Un momento. Creo que no he escuchado bien. ¿Ha dicho un programa a mi medida? ¿Un programa de televisión?

—¿Cómo has dicho? —Me siento de nuevo en el taburete, que aún está caliente.

—Becca, tienes gancho. Tienes mucho sentido del humor. Y por alguna razón, la gente, sin conocerte, te adora y se ríe contigo. Si sales en televisión y te ven, acabarán enamorados de ti. —Mira mis rizos, y yo me imagino que en realidad solo visualiza cabezas de crías de vencejo saliendo de él—. Créeme, causarás sensación. Eres un gran producto.

—¿Quieres que me sienta como un tampón? No soy un producto. Soy una persona, Federico.

—Me encantas porque ni siquiera ves el potencial que tienes… ¿Tú te has visto? —Esta vez sí me repasa de arriba abajo, como haría un sexagenario con una veinteañera.

—Cada mañana, cuando me miro al espejo.

Me considero una chica del montón. Y cuando digo que me considero una chica del montón, lo digo de verdad. Es decir, que no creo que de mí se pueda conseguir más que una melena rizada y curiosa y unos grandes ojos azules. Tengo una boca grande que en ocasiones me parece un buzón. Los labios demasiado gruesos, y cuando me río me salen unos hoyuelos extraños en la comisura de los labios, tirando hacia el mentón. Federico dice que hago reír a la gente, y la verdad es que no lo hago a propósito. Pero los hoyuelos significan poder para hacer reír a los demás. Se supone que, si una situación es tensa, tengo la capacidad para destensarla con un comentario o un chiste malo. Y me viene de perlas para encargarme de la gente ansiosa por las fobias. Curioso, ¿no?

Pero continuemos con mi cuerpo. No soy explosiva. Al menos, no creo serlo. Tengo un cuerpo tirando a normal. No tengo demasiado pecho y creo que mis caderas son de vaquero, perfectas para unas cartucheras en potencia que tarde o temprano me saldrán. De hecho, si no fuera por el kickboxing, tendría el culo como Nanny McPhee. Lo mejor de mí son mis hombros, y mis piernas.

Pero no vivo obsesionada con mi cuerpo; quiero decir que me consiento mucho con la comida. Es más, cuando Fede se vaya, voy a engullir el Ben & Jerry’s como la gorda de espíritu que me considero que soy.

—Becca —esta vez, Federico cambia el tono paternalista por el de magnate—, creo que una persona con toques de genio como tú debería tener su propio programa. No quiero que te me escapes, ni que te eches a perder detrás de unos cristales opacos que nadie ve. No puedes ser solo una voz. Por eso mi propuesta va a ser suculenta. Este es tu programa. —De golpe, despliega un cartel imaginario frente a mí y arquea las cejas—. El diván de Becca.

—¿El diván de Becca?

—Un reality sobre las fobias más inverosímiles y extremas. Tú serás como una especie de Encantador de perros o de Super Nanny, como quieras verlo. Tratarás a los pacientes afectados por esas fobias y los ayudarás a superar sus traumas valiéndote del coaching o de lo que decidas utilizar.

—¿Los grabarás en mi consulta de Barcelona? —pregunto, todavía sin comprender de qué va la cosa. ¿Se supone que van a venir a mi consulta y grabarán las sesiones en directo?

—No. Mejor aún. Viajarás y visitarás a tus pacientes. Te acompañarán un cámara y un especialista de sonido. Tú decidirás todo: las preguntas a hacer, tus planos, los de tus pacientes, lo que debes hacer para ayudarles. No importa si debes pasar una semana o un mes con cada uno de ellos. Sea lo que sea, Becca, no escatimaremos en gastos, te lo aseguro. Lo que nos pidas, te lo daremos.

Juro que nunca, jamás, he tenido un ataque de pánico, pero reconozco los síntomas a la perfección, y estoy convencida de que empiezo a tener uno.

—Tendrás un asistente de moda. —A continuación, saca un sobre del dichoso maletín y lo desliza por la encimera de la isla hasta dejarlo entre mis manos—. En cada programa podrás elegir, entre las marcas promotoras, lo que desees ponerte. Ropa, zapatos, peluquería… Lo que necesites para lucir esa melena de leona en todo su esplendor.

—¿En serio? —Eso sí que me parece fascinante—. ¿Has dicho «melena de leona»? —rectifico.

—No se me dan bien las comparaciones —se disculpa torpemente—. Mira, te quiero sí o sí. Esta es mi oferta económica.

—Golpea el sobre con el dedo corazón—. Piénsalo durante esta noche. Medítalo con la almohada o con quien tú quieras. Llama a David, cuéntaselo. —Fede, como buen Súper, comandante del programa y de Zeppelin, conoce todos los detalles de la vida personal y profesional de las personas que trabajan para él. Debe hacerlo, porque meter a alguien en la estructura de una cadena no es moco de pavo—. Si me dices que sí, nos reuniremos para ultimar todos los flecos.

—Federico, ¿haces esto por un trending topic? ¡Es de locos!

—No sé cómo controlar el rumbo que puede adquirir mi vida a partir de esta noche y necesito comprender por qué ven tan claro algo que yo jamás me he planteado.

—¿Por un trending topic? —Fede niega con la cabeza y resopla, incrédulo—. Becca, si ya eres famosa sin que te vean, imagínate lo que pasará cuando lo hagan. Tú tienes encanto, y yo detecto un filón en cuanto lo veo.

—¿Encanto? Encanto tiene Blanca Suárez o Úrsula Corberó. No yo.

—Date esta oportunidad y verás. —Fede me guiña el ojo mientras abre la puerta de mi casa. Me ha lanzado una bomba y ahora se dispone a marcharse.

Miedo me da abrir ese sobre. Cuando lo haga, mi vida cambiará.

—¡Espera un momento! Si digo que sí, ¿cuándo empezaría?

—¡Lo antes posible! —grita desde la calle.

Escucho el portazo, con todas las palabras y propuestas de Fede flotando alrededor de mi cabeza como pajaritos.

Me doy cuenta de que estoy sola, como la isla de la cocina, ante una decisión que puede darme la oportunidad que buscaba. Lanzarme de cabeza, o bien otorgarme una popularidad que, a la larga, puede ser perjudicial para mi carrera.

Tomo el sobre entre mis dedos y lo abro.

Es un jodido cheque en blanco. Federico quiere que yo ponga la cifra. Madre mía… Un escalofrío nervioso recorre mi columna vertebral y me froto la nuca.

Necesito hacer una sola llamada para tranquilizarme y escuchar la única voz serena y cuerda que da sentido a mi mundo.

Si llamo a David, él me aclarará las ideas.

Voy a hacer un FaceTime con él, a sabiendas de que no son horas.

Pero David siempre está para mí. Me sonreirá comprensivo y me dirá: «¿Qué te pasa, mi cabecita loca?».

David es, sin lugar a dudas, el hombre de mi vida. Llevamos juntos cinco años. Nos conocimos en la Ciudad Condal; él trabajaba como asesor financiero de una empresa americana con sede en la Diagonal, y a mí me contrataron para que hiciera coaching a los trabajadores y les enseñara a relajar tensiones y a sobrellevar la presión del agresivo mercado económico.

Cuando entré en la sala de reuniones, me encontré con una mesa repleta de tiburones trajeados que acarreaban con la responsabilidad de cuidar y ampliar grandes cuentas internacionales con tantos ceros que yo jamás vería en mi vida.

No superaban los treinta años. Yo entonces tenía veintitrés.

No me fijé en él nada más entrar; de hecho, no me di cuenta de que existía hasta que, después de hablar largo y tendido sobre técnicas de PNL (programación neurolingüística) para templar los nervios, levantó la mano para hacer un repaso global de todo lo que yo había explicado (que no era poco) y, a continuación, preguntarme por la ubicación de mi consulta privada en Barcelona.

En realidad, cuando David empezó a enumerarme todas las acciones de PNL que yo había referido, con esa voz suave y a la vez masculina, me quedé un poco colgada de él. Un hombre que escuchaba con tanta atención era una mina de oro para mí. Y a medida que hablaba, me fijé en su pelo rubio y liso, y en las ondas adorables que le hacía en el cogote. Sus ojos marrones me miraban con una picardía sutil, como si me desnudaran casi pidiéndome permiso. Y me gustó.

Me gustó el tacto y el respeto que los demás cerdos salidos no me mostraban, y que se esmeraban más en ver de qué color llevaba las bragas que en prestar atención a mis indicaciones.

Con el tiempo, David y yo nos fuimos viendo. Vino a mi consulta, por supuesto. Estaba muy interesado en el coaching para empresarios. Y doy fe que las dos primeras sesiones conmigo atendía muy concentrado a lo que decía. Pero en la tercera no dejó de mirarme los labios. Y, claro, no os voy a mentir: pasó lo que tenía que pasar.

Nos enganchamos.

Aún recuerdo perfectamente aquel momento. El beso que nos dimos al despedirnos fue increíble. Pausado, muy meditado en nuestras fantasías. Fuego lento. Caliente y húmedo a la vez, pero no demasiado duro como para arrasar con las brasas, sino con el ritmo adecuado para mantener la llama.

Me gustan esos besos. Siento que me dejo llevar y que bailo con él, como si solo nosotros pudiésemos escuchar la melodía. Me devuelven a la tierra con suavidad, mecida por la seguridad de sus labios.

Me han besado de muchas maneras.

Tuve un ligue que me besaba en plan reggaeton, ya sabéis:

«Mamasita, dame más gasolina…». En fin, muy deprimente. Luego, uno que lo hacía en plan Mojinos Escocíos, del tipo:

«Ojú, que buena tá… Chiquilla tan tienna… Te voy a comé tó el buyuyu». ¿Perdón? «Estoy más quemao que el senisero de un bingo». Sin comentarios. Y después, una noche loca de cuya borrachera no quiero acordarme, tuve la desgracia de encontrarme con el Mojino Escocío con un cruce de Eros Ramazzotti. Esta especie se encuentra por Ibiza, os aviso. «Yo quiero una madona, que caliente la mia pizza y poco a poco se la coma… Por eso lloro en la mia cama, porque dicen que el que no llora no mama». ¿Hola? ¿Eres imbécil?

Pero no hablemos de mis bochornosos patinazos ligueros, porque, obviamente, no tuvieron futuro.

David, en cambio, me besó en silencio y de un modo apasionado. Él no me cantaba, gracias a Dios. Pero no le hizo falta: yo escuchaba las campanas de boda de fondo, y eso que no pienso casarme jamás.

Y la primera vez que hicimos el amor… Sonrío como una tonta.

Estábamos hechos el uno para el otro, sin ánimo de parecer pedante y demasiado romántica. Pero estar en su cama era como sentirse en casa, territorio seguro y protector. Me encantó cómo me tocó, con reverencia y, al mismo tiempo, sabiendo exactamente qué tenía que hacer y cómo hacerlo.

Recuerdo sus manos sobre mi piel, el modo en que me quitó la ropa, con lentitud, sin dejar de mirarme a los ojos. Su modo de acariciarme los pezones (que tengo ultrasensibles) y de besarlos. La manera que tuvo de colocarse entre mis piernas y después de prepararme concienzudamente, penetrarme, para no salir de allí hasta que no consiguiera que me corriese dos veces seguidas. Y no paró en toda la noche.

Y yo… Yo me enamoré sin más. Con la comodidad de saber que si me lanzaba al vacío, él siempre me cogería.

Y así ha hecho.

Cinco años después, sigo queriéndolo como el primer día. Y no llevo bien su ausencia. Nada bien. David trabaja ahora en Estados Unidos como agente de la empresa franquicia para la que trabajaba en Barcelona. Es una pieza clave en los negocios internacionales, y cada vez tiene más responsabilidades y menos tiempo.

Hace dos años que trabaja allí. Nosotros intentamos pasar temporadas juntos aquí y allí y procuramos hacer coincidir nuestras vacaciones. No nos vemos tanto como quisiéramos, y menos ahora que yo trabajo en GH, pero lo importante es que sigamos queriéndonos ver como al principio. Mantenemos una relación a distancia, pero tenemos plena confianza el uno en el otro. Además, yo soy incapaz de querer a otro que no sea él. Y a él le pasa lo mismo.

El ansia por llamarle y verle a través de la pantalla del portátil hace que se me acelere el corazón como una tonta. ¿Qué dirá cuando sepa que me han ofrecido un reality como protagonista? Se alegrará, seguro. Sus éxitos son los míos. Y los míos, los suyos.

En la pantalla de mi Mac aparece la ventana oscura del FaceTime. Tres señales de llamada y, si todo va bien y David está disponible, me contestará.

La pantalla se abre y me muestra su rostro, aseado e impoluto, como siempre, tan bien parecido que verlo hace que se me iluminen los ojos.

David también sonríe sinceramente a mi reflejo y me saluda como siempre he esperado que haga:

—¿Qué te pasa, cabecita loca?

—Hola, rubio. ¿Estás solo? —le contesto yo, coqueteando y bromeando a la vez.

David asiente y se frota los ojos. No hace mucho que se ha levantado. Se habrá dado su ducha matutina y ahora está preparado para desayunar y, después, ir al trabajo.

—Hola, pelirroja. ¿Cómo estás? ¿Qué te cuentas?

—Bien. —Toco la pantalla del ordenador con mis dedos y me abraza la melancolía—. Ains… Es verte y sonreír. Te echo mucho de menos.

David sonríe y me devuelve el gesto, aunque sus ojos no parecen verme del todo.

—Yo también a ti.

Intento no hacer caso a su reacción vacía y extraña. Debe de estar agotado por trabajar tanto. Pobrecillo, se desloma.

—David, tengo algo que contarte. Y es alucinante —le digo, emocionada.

Eso despierta su interés.

—¿Ah, sí? ¿Qué es? ¿Te vienes a Estados Unidos a vivir?

—No. Pero Zeppelin me ha ofrecido un reality para mí sola. Él frunce el ceño.

—¿Qué?

—Los índices de audiencia cuando hablo con los concursantes en el confesionario se disparan, y Federico cree que tiene que apostar por mí. Se llamará El diván de Becca y viajaré por toda España haciendo de coach, tratando fobias extremas y adicciones, ayudando a la gente.

Sé que estoy sonriendo feliz como una perdiz una vez se lo he contado a él. Y al oírlo de mi boca en voz alta, me doy cuenta de que es una increíble realidad. No puedo estar más emocionada. Pero David no parece tan eufórico como yo. Eso me desinfla como un globo, y no gradualmente. Parece que David haya clavado un alfiler en mi burbuja de complacencia y la haya reventado de golpe. No sé por qué, pero está muy raro.

—¿No te parece tan alucinante como a mí, David?

—Es alucinante, Becca —resopla, algo confuso y agotado. Está muy agobiado. Parece que tenga ganas de decirme algo, pero mide demasiado las palabras, como siempre. Él es de los comedidos. No le gusta montar espectáculos, ni fuera de su casa ni tampoco en la intimidad. Tiene una estricta educación.

—¿Qué te pasa, cariño? Sabes que me lo puedes contar todo.

—Es que, Becca… —Levanta la mirada y la centra en el monitor. Y lo que me dicen sus ojos no me gusta nada—. Si ya es difícil que nos veamos desde que trabajas en Gran Hermano, si además te han ofrecido esto ahora… No vamos a poder vernos. Llevamos dos meses sin estar juntos. Si aceptas el programa, vas a ser muy popular, estarás muy ocupada…

—¿Cómo? Espera un momento —lo interrumpo, sorprendida—. Tomaré vuelos exprés, como siempre hago, para…

—Gastas demasiado, Becca.

—Es mi dinero y lo gasto como quiero, David, y…

—Empiezo a estar cansado de esto. Nuestra relación no debería ser así. No quiero que sea así. —Se frota los labios con los dedos.

Está tan preocupado que mi primer impulso es el de ir a consolarlo, aunque parezca que tenga intención de dejarme. No lo puedo soportar. Ya me empieza a doler, y aún no ha sido claro conmigo.

—¿Cansado? ¿De qué hablas? ¿De qué estás cansado, David?

—De esto. —Mueve las manos hacia el monitor—. De tener que vernos así. Quiero poder tocar a mi novia siempre que quiera. El otro día —prosigue, nervioso e incómodo—, me costó pensar en ti como en mi pareja.

—¿Qué dices, David?

—Becca —resopló, rendido—. Pareces más una amiga que tengo por internet que la mujer que está conmigo. Tenemos una relación más de colegueo que de otra cosa. Y yo… Yo ya no quiero esto. Pensé que, con el tiempo, tú te vendrías a Estados Unidos a vivir conmigo. Podrías trabajar aquí como terapeuta. En este país están todos tarados, y por cada bebé que nace adjudican a un psicólogo de por vida.

Tengo una imagen mental de lo que es mi felicidad con David. Es como un marco con una fotografía. Ahora, el cristal se está resquebrajando y desdibujando su cara junto a la mía.

—Mi carrera está aquí. Por ahora no me puedo ir —contesto, acongojada. Tengo la extraña manía de permitir que las emociones se reflejen siempre en mi voz—. Te respeté cuando dijiste que te ibas a trabajar fuera. Lo acepté. Yo también esperaba que regresaras a Barcelona como directivo con tu propia empresa bajo el brazo. Te lo ofrecieron y lo rechazaste. Y yo estuve a tu lado, apoyándote en tu decisión, aunque deseaba que volvieras. —Voy a echarme a llorar. Ya no veo por culpa de las lágrimas—. Pero, igualmente, yo puedo seguir con esto. —No quiero ser consciente de lo que David está tratando de decirme—. Soy yo la que coge aviones para vernos, no tú. —Nunca le había echado en cara esto—. Al principio sí que viajabas, pero con el tiempo te has acomodado. Y desde hace un año soy yo la que coge los vuelos.

—Becca… —susurra, algo afectado—. No quiero que cojas más vuelos para venir a verme. Es injusto para ti y para mí. Yo quiero tener una vida más normal. Y tú deberías desear tenerla.

—Pero mi vida me gusta como está. ¿Has conocido a otra?

—No. No hay otra persona —replica, ofendido.

Y es verdad. David jamás me mentiría al respecto. Pero eso hace que me frustre más, porque me está dejando sin la necesidad de haber tenido un desliz de esos que te rompen los esquemas cuando menos te lo esperas.

—Te he sido fiel en estos cinco años. No he necesitado estar con nadie más.

—¿Y ahora sí? —le recrimino—. Por eso me dejas, ¿no es así? Porque quieres una novia de verdad.

Su silencio es tan elocuente que no me cabe la menor duda sobre sus necesidades. David se siente solo, y quiere tener una pareja real a su lado. Yo, en cambio, siempre he creído en mi relación con él como algo más místico y espiritual, irrompible y auténtico. No necesitamos estar pegados el uno al otro para demostrarnos lo mucho que nos queremos. Tarde o temprano íbamos a estar juntos. Solo hacía falta aguantar un poco más.

Pero si él, sorprendentemente, necesita otro tipo de relación…

¿Cómo lo puedo retener? Dios, me siento tan traicionada.

Él no lo sabe. O tal vez sí. La cuestión es que está rompiendo mi corazón en pedazos. Y me duele mucho.

—Tengo que irme a trabajar, Becca… —intenta disculparse—. ¿Quieres que hablemos de esto en otro momento?

Encima va a ponerme esa voz condescendiente de: «En realidad, soy un buen tipo».

—No. No hay nada más que hablar. —Me limpio las lágrimas de un manotazo—. Lo tienes muy claro.

—Me ha costado mucho decirte esto.

—Sí, ya veo. Tanto, que has esperado a que fuese yo quien contactara contigo. Porque desde hace unos días no sé nada de ti. Ahora ya sé por qué, cobarde. —Si fuera un dragón, echaría fuego por la boca.

—No tienes que insultarme. A mí me duele acabar con esto tanto como a ti.

—Lo dudo.

—No quiero perder el contacto contigo.

—Olvídate de eso. No soy tu amiga en ese sentido. Ni tampoco tu terapeuta.