El efecto Graham - Elle Kennedy - E-Book

El efecto Graham E-Book

Elle Kennedy

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Beschreibung

Es la chica de oro, pero acaba de hacer un trato con el chico malo Gigi Graham tiene tres objetivos: entrar en el equipo nacional de hockey femenino, ganar el oro en las Olimpiadas y alejarse de la alargada sombra de su padre, Garrett Graham, uno de los mejores deportistas de todos los tiempos. Para ello, necesita ayuda, y el candidato perfecto es Luke Ryder, uno de los nuevos capitanes del equipo de hockey de la Universidad de Briar. Luke es bastante antipático, testarudo e insoportablemente atractivo. Pero tal vez los dos puedan salir ganando: Gigi mejora su juego y, de paso, le habla bien de Luke a su padre, que está buscando un ayudante para un campamento de hockey, y claro, trabajar con Garrett Graham sería un sueño hecho realidad. ¿Qué podría arruinar este plan? La química que surge entre ellos. Es un juego peligroso, pero a veces vale la pena correr riesgos.   No te pierdas el primer libro de la adictiva serie Campus Diaries, best seller del New York Times de la autora superventas de Kiss Me

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El efecto Graham

Elle Kennedy

Serie Campus Diaries 1
Traducción de Andrea Arroyo

Contenido

Página de créditos
Sinopsis
Prólogo
Transcripción de Los Reyes del Hockey
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Lista de titulares
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Transcripción de Los Reyes del Hockey
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Transcripción de Los Reyes del Hockey
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Los chicos del disco
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Mensajes
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Al rojo vivo
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Agradecimientos
Sobre la autora
Notas

Página de créditos

El efecto Graham

V.1: octubre de 2024

Título original: The Graham Effect

© Elle Kennedy, 2023

© de la traducción, Andrea Arroyo Valverde, 2024

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2024

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial de la obra.

Se declara el derecho moral de Elle Kennedy a ser reconocida como la autora de esta obra.

Diseño de cubierta: Sourcebooks

Adaptación de cubierta: Taller de los Libros

Ilustración de cubierta: Monika Roe

Corrección: Isabel Mestre, Susana Herman

Publicado por Wonderbooks

C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10

08013, Barcelona

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-18509-93-3

THEMA: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

El efecto Graham

Es la chica de oro, pero acaba de hacer un trato con el chico malo

Gigi Graham tiene tres objetivos: entrar en el equipo nacional de hockey femenino, ganar el oro en las Olimpiadas y alejarse de la alargada sombra de su padre, Garrett Graham, uno de los mejores deportistas de todos los tiempos. Para ello, necesita ayuda, y el candidato perfecto es Luke Ryder, uno de los nuevos capitanes del equipo de hockey de la Universidad de Briar.

Luke es bastante antipático, testarudo e insoportablemente atractivo. Pero tal vez los dos puedan salir ganando: Gigi mejora su juego y, de paso, le habla bien de Luke a su padre, que está buscando un ayudante para un campamento de hockey, y claro, trabajar con Garrett Graham sería un sueño hecho realidad. 

¿Qué podría arruinar este plan? La química que surge entre ellos. Es un juego peligroso, pero a veces vale la pena correr riesgos. 

No te pierdas el primer libro de la adictiva serie Campus Diaries, best seller del New York Times de la autora superventas de Kiss Me

«Una novela romántica de hockey muy adictiva ambientada en la universidad. Tan romántica como picante, dejará a los lectores esperando con ganas la siguiente entrega.»

Publishers Weekly

«El efecto Graham es la cumbre de la escritura de Elle Kennedy: flirteo magnético, una química embriagadora […] y un montón de escenas calientes. Devoré este libro de una sentada.»

K. A. Tucker, autora best seller de Alaska sin ti

«Increíblemente adorable, totalmente encantador y sexy, El efecto Graham tiene todo lo que podrías desear de un romance universitario: una pareja compuesta por un personaje gruñón y uno simpático, una escena muy picante en las duchas, ¡y una heroína que juega al hockey!»

Meghan Quinn, autora best seller del USA Today

«¿Un jugador de hockey sexy? ¡Sí! ¿Nueva serie de Elle Kennedy? ¡Sí! El efecto Graham es una lectura deliciosa, divertida y sexy, ¡no te la pierdas!»

Jill Shalvis, autora best seller del New York Times

«¡Este libro lo es todo!»

Sarina Bowen, autora best seller del USA Today

#wonderlove

Prólogo: ¿Es famoso o qué?

Gigi

Hace seis años

Cuando era pequeña, un amigo de mi padre me preguntó qué quería ser de mayor.

Le respondí con orgullo:

—¡La Copa Stanley!

Mi yo de cuatro años pensaba que la Copa era una persona. De hecho, por lo que deducía de las conversaciones entre adultos que tenían lugar a mi alrededor, mi padre conocía en persona al señor Copa Stanley (se reunió con él varias veces, en realidad), un honor reservado tan solo a la élite. Lo que significaba que Stanley, quienquiera que fuera ese gran hombre, tenía que ser una especie de leyenda. Un fenómeno. Una persona a la que uno debe aspirar a ser.

Nada de convertirse en mi padre, un mero atleta profesional. O en mi madre, una simple compositora galardonada.

Yo sería la Copa Stanley, y sería la puta ama.

No recuerdo quién me reventó la burbuja. Probablemente, mi hermano gemelo, Wyatt. Es un revienta-burbujas empedernido.

Pero el daño ya estaba hecho. Mientras que nuestro padre le puso un apodo normal a Wyatt cuando éramos pequeños, el auténtico e infalible «campeón», a mí me apodó Stanley. O Stan, cuando les da pereza pronunciar la palabra completa. Incluso a mamá, que finge que no soporta los odiosos apodos que se utilizan en el mundo del hockey, se le escapa de vez en cuando. La semana pasada, le pidió a Stanley que le pasara las patatas durante la cena. Es una traidora.

Esta mañana, se ha añadido otro traidor a la lista.

—¡Stan! —grita una voz desde la otra punta del pasillo—. Salgo a por café para tu padre y el resto de los entrenadores. ¿Quieres algo?

Me giro para mirar al asistente de mi padre.

—Me prometiste que no me llamarías así.

Tommy tiene la decencia de parecer arrepentido. Luego, tira toda la decencia por la ventana.

—Mira, no mates al mensajero, pero quizá ya es hora de que aceptes que es una batalla perdida. ¿Quieres un consejo?

—No. 

—Te recomiendo que hagas tuyo el apodo, mi niña preciosa.

—Nunca —murmuro—. Pero haré mío el «mi niña preciosa». Sigue llamándome así. Me hace sentir delicada, pero poderosa.

—Trato hecho, Stan. —Al tiempo que se ríe de mi cara de indignación, pregunta—: ¿Café?

—No, no hace falta. Pero gracias.

Tommy sale corriendo, como un haz de energía imparable. Ha sido el asistente personal de mi padre durante los últimos tres años y nunca lo he visto tomarse ni cinco minutos de descanso. Lo más seguro es que sueñe que trota sobre una cinta de correr.

Continúo por el pasillo hasta que llego a los vestuarios femeninos, donde me quito con rapidez las zapatillas y me calzo los patines. Son las siete y media de la mañana, lo que significa que tengo tiempo de sobra para calentar. En cuanto comience la concentración, se desatará el caos. Hasta entonces, tengo toda la pista para mí sola. Solo yo y la bonita y reluciente capa de hielo fresco, todavía intacta antes de que todas las cuchillas la rayen.

La pulidora de hielo está finalizando su última vuelta cuando salgo. Aspiro mi aroma favorito en el mundo: el aire helado y el olor penetrante de los suelos recubiertos de goma. El aroma metálico de mis patines recién afilados. No puedo describir cuánto me gusta respirar todo esto.

Salto a la pista de hielo y doy un par de vueltas lentas y relajadas. Ni siquiera participo en esta concentración juvenil, pero el cuerpo me exige que no me salte mi rutina. Desde que tengo uso de razón, siempre me despierto temprano para hacer mi propio entrenamiento privado. A veces me dedico a hacer ejercicios simples. Otras, tan solo me deslizo sobre el hielo sin rumbo fijo. Durante la temporada de hockey, cuando tengo que asistir a los entrenamientos oficiales, procuro no excederme demasiado en estos pequeños ejercicios. Pero esta semana no estoy aquí para jugar, sino para ayudar a mi padre. Así que no hay nada que me impida dar una vuelta a la pista a toda velocidad.

Patino duro y rápido. Vuelo detrás de la red, hago un giro cerrado y, luego, acelero con fuerza hacia la línea azul. Cuando disminuyo la velocidad, el corazón me late tan fuerte que, por un momento, ahoga la voz que proviene del banquillo local.

—¡… estar aquí!

Me doy la vuelta y veo a un chico de mi edad ahí plantado.

Lo primero que distingo de él es que tiene el ceño fruncido.

Lo segundo, que, a pesar de su ceño fruncido, es increíblemente guapo.

Tiene uno de esos rostros atractivos que pueden lucir un ceño fruncido sin consecuencias estéticas. En realidad, eso lo hace todavía más atractivo. Le da un aire duro, de chico malo.

—Oye, ¿me has escuchado? —Su voz es más profunda de lo que esperaba. Debería emplearla en cantar baladas countries en un porche de Tennessee.

Salta por encima de la puertecilla y sus patines golpean el hielo. Me doy cuenta de que es alto. Me saca unos cuantos centímetros. Y creo que nunca había visto unos ojos de esa tonalidad de azul. Son muy muy oscuros. De un azul zafiro metálico.

—Perdona, ¿qué? —pregunto mientras intento no mirarlo fijamente. ¿Cómo es posible que alguien sea tan atractivo?

Lleva unos pantalones negros de hockey y un jersey gris que se adaptan a la perfección a su complexión alta. Es un poco larguirucho, y, aunque solo tenga quince o dieciséis años, ya tiene la constitución de un jugador de hockey.

—He dicho que no deberías estar aquí —espeta.

Y, en ese mismo momento, despierto de mi sueño. Ah, vale. Este tío es un idiota.

—¿Y tú sí? —replico. La concentración no empieza hasta las nueve. Estoy cien por cien segura de ello porque ayudé a Tommy a fotocopiar los horarios de todos los participantes para sus kits de bienvenida.

—Sí. Es el primer día de la concentración de hockey. He venido a calentar.

Sus ojos magnéticos me recorren el cuerpo. Se fija en mis pantalones ajustados, mi sudadera morada y mis calentadores rosa chicle.

Con una ceja arqueada, añade:

—Te habrás confundido de fechas. La concentración de patinaje artístico es la semana que viene.

Entrecierro los ojos. Rectifico: este tío es un auténtico idiota.

—En realidad, yo…

—Va en serio, princesita —me interrumpe con la voz tensa—. No puedes estar aquí.

—¿Princesita? ¿Te has mirado en el espejo? —respondo—. Eres tú el que parece que interpreta el papel del príncipe encantador.

La irritación que se refleja en su expresión enciende la mía. Por no mencionar el brillo engreído de sus ojos, el cual hace que me decida a meterme con él.

¿Cree que no debería estar aquí?

¿Y me llama princesita a mí?

Sí…, que te den mucho por culo, capullo.

Me meto las manos en los bolsillos traseros y le dirijo una mirada inocente.

—Lo siento, pero no pienso irme. Mira, necesito practicar mis giros y saltos y, por lo que veo… —Señalo la enorme pista vacía con una mano—… hay espacio más que suficiente para que los dos podamos entrenar. Ahora, si me disculpas, esta princesita tiene que retomar sus ejercicios.

Vuelve a fruncir el ceño.

—Te he llamado así porque no sé cómo te llamas.

—¿Y no se te ha ocurrido preguntármelo?

—Está bien —refunfuña con voz gutural—. ¿Cómo te llamas?

—No es asunto tuyo.

Levanta las manos de golpe.

—Lo que tú digas. ¿Quieres quedarte? Quédate. Maréate si te apetece con tanta vuelta. Pero no vengas arrastrándote cuando aparezcan los entrenadores y te echen a patadas.

Tras decir eso, se aleja sobre los patines y mancilla mi prístino hielo con las profundas marcas de sus cuchillas. Se desliza en el sentido de las agujas del reloj, de modo que, por despecho, yo me muevo en sentido contrario. Cuando nos cruzamos al completar la vuelta, me lanza una mirada. Le sonrío. Entonces, como soy una idiota, me agacho y realizo una serie de giros a ras de suelo. Agachada sobre una sola pierna, extiendo la pierna libre frente a mí y la agarro, de modo que me cruzaré directamente en su camino durante su segunda vuelta. Lo oigo suspirar con fuerza antes de cambiar de dirección para esquivarme.

La verdad es que sí que practiqué un poco de patinaje artístico cuando era pequeña. No era lo bastante buena ni estaba lo bastante interesada en ello para seguir practicándolo, pero papá insistió en que las clases me vendrían bien. Estaba en lo cierto. El hockey es un juego físico, pero el patinaje artístico requiere más finura. Tan solo un mes después de aprender los conceptos básicos, ya apreciaba mejoras importantes en mi equilibrio, velocidad y postura. Los ejercicios de fuerza física que perfeccioné durante esas lecciones me ayudaron a ser mejor patinadora. Mejor jugadora de hockey.

—Oye, en serio, apártate de mi camino. —Se detiene, de modo que algunas esquirlas de hielo rebotan en sus patines—. Bastante tengo con compartir la pista contigo. Al menos ten la decencia de respetar mi puto espacio personal, princesita.

Me levanto al terminar los giros y me cruzo de brazos.

—No me llames así. Mi nombre es Gigi.

Resopla.

—Qué sorpresa. Es un nombre típico de patinadora artística. Déjame adivinar. Es el diminutivo de un nombre cursi y extravagante como… Georgia. No. Gisele.

—No es un diminutivo —respondo con frialdad.

—¿En serio? ¿Es Gigi a secas?

—¿De verdad estás juzgando mi nombre? Porque ¿cuál es el tuyo? Seguro que es un nombre de machito. Tienes cara de Braden o Carter.

—Ryder —murmura.

—Qué sorpresa —lo imito y me echo a reír.

Por un momento, su expresión es aterradora, pero luego se torna en simple irritación.

—Apártate de mi camino, joder.

Cuando me da la espalda, sonrío y le saco la lengua. Si este capullo va a fastidiarme mi preciosa mañana en el hielo, lo mínimo que puedo hacer es sacarlo de quicio. Así que me vuelvo lo más invasiva posible. Cojo velocidad, con los brazos extendidos a los lados, antes de hacer otra serie de giros.

Maldita sea, qué divertido es el patinaje artístico. Lo había olvidado.

—Allá vamos, ahora sí que te la cargarás —suelta Ryder con voz maliciosa. También se distingue una pizca de satisfacción.

Disminuyo la velocidad y escucho el fuerte eco de unos pasos tras las puertas dobles al otro lado de la pista. 

—Será mejor que te vayas, Gisele, antes de que cabrees a Garrett Graham.

Patino hacia Ryder y me hago la tonta.

—¿Quién?

—¿Estás de coña? ¿No sabes quién es Garrett Graham?

—¿Es famoso o qué?

Ryder me mira fijamente.

—Es una leyenda del hockey. Esta concentración es suya.

—Ah, ya. Es que yo solo sigo a patinadores artísticos.

Muevo la coleta ante él y me deslizo a su lado. Quiero hacer un último movimiento, sobre todo para ver si todavía recuerdo algo de lo que aprendí en las clases.

Cojo velocidad. Mantengo el equilibrio. No llevo puntera porque el patín es de hockey, pero no la necesito para realizar este salto. Tomo una curva y gano impulso mientras despego el patín del hielo y giro en el aire.

El aterrizaje es horrible. Mi cuerpo no está bien alineado. Además, he girado demasiado, pero, de alguna manera, consigo no caerme de bruces. Me estremezco ante mi total falta de gracia.

—¡Gigi! ¿Qué demonios haces? ¿Quieres partirte un tobillo o qué?

Me vuelvo hacia el metacrilato, desde donde mi padre me fulmina con la mirada, a unos seis metros de distancia. Lleva puesta una gorra de béisbol y una camiseta estampada con el logo de la concentración, un silbato le cuelga del cuello y agarra un vaso de café humeante con una mano.

—Lo siento, papá —grito, avergonzada—. Solo estaba haciendo el tonto.

Oigo un sonido ahogado. Ryder se acerca a mí con sigilo y se le oscurecen los ojos azules.

Inclino la cabeza a un lado y le lanzo una sonrisa inocente.

—¿Qué?

—¿Papá? —gruñe entre dientes—. ¿Eres la hija de Garrett Graham?

No puedo evitar reírme al percibir su indignación.

—Y no solo eso. Hoy os ayudaré con los ejercicios de tiro.

Entrecierra los ojos.

—¿Juegas al hockey?

Le doy una palmadita en un brazo.

—No te preocupes, principito, no seré dura contigo.

Transcripción de Los Reyes del Hockey

Fecha de emisión original: 28/07

© The Sports Broadcast Corporation

Jake Connelly: Y, hablando de auténticos desastres, supongo que es el momento perfecto para pasar a nuestra siguiente sección. Hay grandes noticias en el mundo del hockey universitario: la fusión de Briar e Eastwood. Estamos hablando de tu alma mater, G.

Garrett Graham: Mi hija también va ahí. Todo queda en familia, ¿sabes?

Connelly: En una escala del uno al diez, en la cual el uno es una catástrofe y el dos, el apocalipsis, ¿cuál es la gravedad del asunto?

Graham: Bueno, no pinta bien.

Connelly: Creo que eso es quedarse corto.

Graham: A ver, sí. Pero vamos a analizarlo. Si dejamos a un lado el hecho de que es algo que no tiene precedentes, que dos equipos de hockey sobre hielo masculino de primera división se fusionen es algo inaudito. Pero supongo que podría tener ciertas ventajas. Chad Jensen quiere hacerse con un equipo inigualable. Es decir, ¿Colson y Ryder en una misma alineación? Sin mencionar a Demaine, Larsen y Lindley. ¿Y con Kurth como guardameta? Es innegable que el equipo será imparable.

Connelly: Sobre el papel, sin duda. Y soy el primero en dar crédito a quien lo merece. Chad Jensen es el entrenador más condecorado del hockey universitario. Doce incursiones en el Frozen Four1 y siete victorias durante su estancia en Briar. Tiene el récord de victorias de campeonato…

Graham: ¿Tu suegro te paga para que le des bombo? ¿O lo haces gratis para conseguir puntos de aprobación extra?

Connelly: Habló el hombre que ganó tres de los siete campeonatos bajo el mandato de Jensen…

Graham: Vale, está bien. Ninguno de los dos es imparcial. Bromas aparte, Jensen hace milagros, pero ni siquiera él puede borrar décadas de intensa rivalidad y hostilidad. Briar e Eastwood han luchado por la supremacía durante años. ¿Y esperan que estos chicos jueguen limpio de repente?

Connelly: Tiene mucho trabajo por delante, eso seguro. Pero, como tú mismo has dicho, ¿y si consiguen hacer que funcione? ¿Trabajar como un solo equipo? Podríamos ver algo increíblemente mágico.

Graham: Eso o los chicos se matarán entre sí.

Connelly: Supongo que estamos a punto de descubrirlo.

1. La magia de los capullos sexys y malotes

Gigi

Un jugador de hockey no es alguien que juega al hockey.

Alguien que juega al hockey se presenta en la pista una hora antes de que empiece el partido, se pone los patines, juega los tres periodos, vuelve a ponerse la ropa de calle y se marcha a casa.

Un jugador de hockey se desvive por el hockey. Siempre estamos entrenando. Dedicamos todo nuestro tiempo al juego. Nos presentamos dos horas antes al entrenamiento para perfeccionar nuestro juego. Mental, físico y emocional. Fortalecemos, acondicionamos y llevamos nuestros cuerpos al límite. Dedicamos nuestra vida al deporte.

Jugar a nivel universitario requiere un compromiso bestial, pero es un desafío al que siempre he querido enfrentarme.

Una semana antes de que empiecen las clases en la Universidad de Briar, vuelvo a mi rutina matutina habitual. La pretemporada es genial porque me permite pasar más tiempo con mis amigos y mi familia, levantarme tarde y atiborrarme de comida basura, pero siempre celebro el inicio de una nueva temporada. Me siento perdida sin el hockey.

Esta mañana hago los ejercicios en una de las dos pistas del centro de rendimiento de Briar. Una simple práctica de tiro en la que acelero al girar la curva y estampo el disco en la red. A pesar de que me reprendo cada vez que fallo, no hay nada como el sonido de un disco al chocar contra la valla en un estadio vacío.

Sigo así durante una hora más o menos, hasta que advierto que el entrenador Adley me hace gestos desde el banquillo local. Tengo el jersey de entrenamiento empapado en sudor cuando patino hacia él.

Una media sonrisa le asoma en los labios.

—No deberías estar aquí.

Me quito los guantes.

—¿Quién lo dice?

—Lo dice el reglamento de la NCAA2 con respecto a los entrenamientos en pretemporada.

Sonrío.

—Con respecto a los entrenamientos oficiales liderados por el cuerpo técnico. Solo estoy patinando en mi tiempo libre.

—No tienes que esforzarte tanto, G.

—Guau —bromeo—. ¿Estás diciendo que no quieres que rinda al cien por cien?

—No, quiero que guardes un poco de combustible en el depósito para… —Se detiene y se ríe entre dientes—. ¿Sabes qué? Nada. Siempre me olvido de que hablo con una Graham. De tal palo, tal astilla.

Mi chispa de orgullo se ve ligeramente apagada por una pequeña punzada de resentimiento. Cuando tu padre es famoso, tiendes a pasar mucho tiempo a su sombra.

Cuando empecé a jugar, sabía que siempre me compararían con mi padre. Papá es una leyenda viva, y no hay más. Ha batido tantos récords que ya es imposible llevar la cuenta. El tío jugó de forma profesional hasta los cuarenta. E, incluso a esa edad, lo petó en su última temporada. Podría haber seguido jugando fácilmente uno o dos años más, pero papá es inteligente. Se retiró en la cima. Igual que Gretzky, con quien lo comparan sin cesar.

Esa pequeña punzada de resentimiento es lo que necesito para contenerme. Lo sé. Si hay alguien con el que quieres que te comparen, es con uno de los mejores atletas de todos los tiempos. Creo que solo estoy sensible por todas las advertencias misóginas que vienen incluidas en todos los elogios que he recibido a lo largo de los años.

«Ha jugado muy bien… para ser una niña».

«Sus estadísticas son impresionantes…. para ser una mujer».

Nadie le dice a un jugador masculino de hockey que ha jugado increíblemente bien para ser un hombre.

A decir verdad, el hockey masculino y el femenino son dos mundos muy diferentes. Las mujeres tienen menos posibilidades de seguir jugando después de graduarse, la liga profesional no tiene tantos seguidores y los salarios son bastante más bajos. Lo entiendo: un partido de la NHL, la Liga Nacional de Hockey, probablemente reúne tropecientos mil espectadores más que todos los partidos de hockey femenino juntos. Los hombres merecen cada centavo que cobran y cada oportunidad que les brindan.

Esto quiere decir que tengo que aprovechar cada oportunidad que me dan como jugadora femenina.

¿Y eso qué significa?

Los Juegos Olímpicos, cariño.

Formar parte de la selección estadounidense y ganar el oro olímpico es mi objetivo desde que tenía seis años. Y me he esforzado por conseguirlo desde entonces.

El entrenador me abre la puerta del banquillo.

—¿Tu padre aún tiene intención de venir este año para alardear en su concentración?

—Sí, en algún momento de esta semana. Primero necesita un poco de tiempo para recuperarse. Solo hace una semana que volvimos de nuestro viaje anual a Tahoe.

Cada año, mi familia pasa el mes de agosto en el lago Tahoe, donde nos reunimos con nuestros amigos y familiares más cercanos. Es un ir y venir constante de visitantes durante todo el verano.

—Este año, algunos de los antiguos compañeros del equipo de Boston de papá hicieron acto de presencia y digamos que cada mañana nos encontrábamos el muelle lleno de hombres borrachos e inconscientes —añado con una sonrisa en los labios.

—Que Dios se apiade del lago.

Adley es plenamente consciente de que papá y sus compañeros pueden liarla muy parda. Era el entrenador asistente de los Bruins cuando mi padre jugaba con ellos. De hecho, fue él quien se llevó a Tom Adley para que dirigiera el programa femenino en Briar.

Aunque quisiera escapar de la sombra de mi padre, su apellido está en la fachada del edificio. El Graham Center. Gracias a su donación, el programa femenino se renovó por completo hace unos diez años. Nuevas instalaciones, nuevo cuerpo técnico, nuevos reclutadores para encontrar el mejor talento al acabar el instituto. Años atrás, el programa palidecía en comparación con el masculino, hasta que papá lo revitalizó. Dijo que quería que contara con un programa sólido si decidía ir a Briar cuando fuera mayor.

Si decidía.

Ja.

Como si fuera a ir a otro sitio.

—De todos modos, ¿qué haces aquí? —le pregunto al entrenador mientras bajamos por el túnel.

—Jensen me ha pedido que lo ayude con sus entrenamientos de pretemporada.

—Oh, mierda, ¿empiezan hoy?

—Sí, así que hazme un favor y pide a las chicas que guarden silencio. Es un entrenamiento a puerta cerrada. Si Jensen os ve, fingiré que no sabía nada.

—¿Qué quieres decir con que las chicas…?

Pero el entrenador ya ha desaparecido por la esquina de camino a las oficinas.

Me doy por respondida cuando entro en el vestuario y veo a un par de mis compañeras de equipo congregadas ahí.

—Hola, G. ¿Te quedas a ver ese espectáculo de mierda? —La capitana de nuestro equipo, Whitney Cormac, me sonríe desde el banco donde está sentada.

—Por supuesto, joder. No me lo perdería por nada del mundo. Pero Adley dice que tenemos que pasar desapercibidas o Jensen se cabreará.

Camila Martínez, una compañera de tercer año, resopla con fuerza.

—Creo que Jensen estará demasiado ocupado intentando domar a esos pitbulls rabiosos para darse cuenta de que merodeamos por las gradas.

Saco mi neceser de la taquilla.

—Me doy una ducha rápida y os veo ahí fuera.

Dejo a las chicas en la zona de los vestuarios y me meto en las duchas. Mientras sumerjo la cabeza bajo el chorro de agua caliente, me pregunto cómo demonios sobrevivirá el equipo masculino a la fusión de Briar e Eastwood. Es un cambio demasiado radical para el programa y ha sucedido tan rápido que pilló desprevenidos a muchos de los jugadores.

Desde hace décadas, la Universidad de Eastwood ha sido nuestro rival más acérrimo. El mes pasado, se fue a pique. Me refiero a que cerraron toda la universidad. Al parecer, la matriculación estaba en mínimos históricos y básicamente lo único que mantenía a flote a la universidad eran algunos de sus programas deportivos, en especial el de hockey masculino. Era evidente que Eastwood cerraría sus puertas y que todos esos atletas se verían abandonados a su suerte. Entonces, la Universidad de Briar entró en acción, se metió para salvar la situación y los rescató como una puta ama. Lo que significa que ahora Eastwood es parte de Briar, un acontecimiento que conlleva muchos cambios.

Su campus, situado en Eastwood, Nuevo Hampshire, a una hora en coche al norte de Boston, ha cambiado de nombre y ha pasado a llamarse oficialmente Campus Eastwood de Briar. Las clases a tiempo completo todavía se imparten allí, pero, para simplificar las cosas, se cerraron todas las instalaciones deportivas y se decidió que esos edificios se utilizarían con otros fines.

Y, por supuesto, lo más importante: el equipo masculino de hockey de Briar ha absorbido al equipo masculino de hockey de Eastwood.

El entrenador, Chad Jensen, tiene ahora la nada envidiable tarea de coger dos plantillas enormes y condensarlas en una. Muchos de los chicos que fueron titulares en ambas universidades perderán sus puestos.

Por no mencionar que todos se odian a muerte.

No pienso perderme esto por nada del mundo.

Termino de ducharme y, después, me pongo unos vaqueros descoloridos y una camiseta sin mangas. Me recojo el pelo mojado en una cola de caballo y me pongo un poco de crema hidratante en la cara porque el aire del estadio siempre me reseca la piel.

Mis compañeras me esperan en las gradas. Han sido listas y han evitado la zona de los banquillos de los jugadores, de modo que se han sentado a la izquierda de los banquillos de los sancionados, varias filas más arriba. Lo bastante cerca para escuchar cualquier provocación, pero lo bastante discreto para que, con suerte, no llamemos la atención de Jensen.

Whitney se aparta un poco para que pueda sentarme a su lado.

Los sonidos ahogados de los grandullones inmaduros que se acercan por el túnel me llenan de emoción.

Frente a mí, Camila se frota las manos y me mira con entusiasmo.

—Allá vamos.

Salen en grupos de dos y de tres. Un par de estudiantes de segundo por aquí, algunos de último año por allá. Llevan jerséis de entrenamiento tanto negros como grises. Veo que algunos chicos se tiran de las mangas con incomodidad y mala cara, como si llevar los colores de Briar los pusiera físicamente enfermos.

—Me siento un poco mal por los chicos de Eastwood —comento.

—Yo no me siento mal para nada —replica Camila con una sonrisa de oreja a oreja—. Nos entretendrán durante al menos un año.

Dirijo la mirada hacia la pista. No todo el mundo lleva puesto el casco todavía, y una cara familiar me llama la atención. El corazón me late con fuerza al verlo.

—Case está como un tren —dice Whitney con un tono de complicidad en la voz. Es odioso.

—Supongo —respondo, evasiva.

Pero tiene razón. Eso es lo que lo hace odioso. Mi exnovio es ridículamente guapo. Alto y rubio, con unos ojos azul claro que adquieren la tonalidad del cielo estival cuando hace gala de su encanto.

Está hablando con su amigo Jordan Trager. No me ha visto, y doy gracias al cielo. La última vez que nos vimos fue en junio, aunque nos hemos enviado algún que otro mensaje durante el verano. Quería venir a verme. Le dije que no. No me fío de mí misma cuando estoy con Case. El mero hecho de que el corazón me haya dado un pequeño vuelco hace un momento me confirma que he hecho bien en no verlo este verano.

—Oh, Dios mío, me he enamorado.

Camila desvía mi atención de Case hacia otro chico recién llegado.

Vaya, vaya. No se puede negar que es atractivo. Pelo rubio oscuro, ojos gris claro y una cara que podría detener el tráfico. Tiene que ser de Eastwood, porque es la primera vez que lo veo.

Camila está prácticamente babeando.

—Creo que nunca me había excitado tanto el perfil de un tío.

Algunos chicos ya han empezado a calentar y patinan cerca de la valla, con el palo en la mano. Escudriño a los jugadores, pero no reconozco a ninguno.

Camila se inclina hacia adelante y echa un vistazo hacia abajo.

—¿Quién es Luke Ryder? —pregunta con curiosidad—. Dicen que Jensen ni siquiera lo quería.

—Ya, claro, no quería al que ocupa el primer puesto en todo el país —contesta Whitney con aspereza—. Lo dudo mucho.

—Oye, el chico tiene su reputación —replica Cami—. No culparía a Jensen por querer mantener un programa impecable.

Tiene algo de razón. Todos vimos lo que pasó en el Mundial Juvenil hace un par de años, cuando Luke Ryder y un compañero de equipo se enzarzaron en el vestuario después de que los estadounidenses se llevaran el oro a casa. Ryder le rompió la mandíbula al tío, que terminó en el hospital. El incidente se mantuvo en completo secreto, o al menos las razones que lo motivaron. Todavía no se ha confirmado quién comenzó la pelea, pero, a juzgar por el número de lesiones que sufrió el otro jugador, parece que Ryder tenía una cuenta que saldar.

Por lo que he oído, no se ha metido en ninguna pelea desde entonces, pero darle una paliza a un compañero es algo que te persigue para siempre. Es una mancha en tu historial, da igual cuáles sean tus estadísticas de puntuación.

—Es ese —digo mientras señalo un punto sobre el hielo.

Luke Ryder se desliza hacia el rubio al que Cami todavía hace ojitos y otro chico con el pelo oscuro muy corto. Vislumbro la mandíbula cincelada de Ryder antes de que se ponga el casco y se dé la vuelta.

Aún es tan atractivo como lo recordaba. Solo que ya no es ese larguirucho de quince años. Es todo un hombre, fibrado y musculoso. Su cuerpo emana pura fuerza.

No lo he visto en persona desde la concentración juvenil que mi padre dirigió hace cinco o seis años. Hasta la fecha, todavía me enfurezco cuando pienso en cómo me menospreció. Me dijo que no debía estar en el hielo. Además, asumió que era patinadora artística. Y, por si fuera poco, me llamó princesita. Capullo. Fue realmente divertido borrarle esa sonrisa arrogante de la cara cuando, más tarde, hicimos un dos contra uno y los sorprendí con una finta a él y a otro chico antes de anotar en la red. Son esas pequeñas cosas las que me hacen feliz.

—Es jodidamente sexy —comenta Whitney.

—Es la magia de los capullos sexys y malotes —apunta Cami—. Los hace aún más atractivos.

Todas soltamos una risita.

—¿Es un chico malo y sexy? —cuestiona Whitney.

Cami se ríe y asevera:

—Bueno, es evidente que es un chico malo. Basta con mirarlo. Pero, sí, tiene la reputación de ser un completo ligón. Pero no de manera convencional, claro.

Le doy un empujoncito en la espalda y sonrío.

—¿Qué significa eso? ¿Cómo se liga de forma poco convencional?

—Significa que no se esfuerza por echar un polvo. No persigue a nadie ni va de jugador engreído. Mi prima lo vio en una fiesta el año pasado y me contó que el tío se queda de pie en el rincón todo el tiempo, taciturno. No habló con nadie en toda la noche y, aun así, un enjambre de chicas ansiosas se le tiró encima. Básicamente, el tío tiene donde escoger.

Un silbido atraviesa el aire. Por instinto, todas prestamos atención, aunque ni siquiera es nuestro entrenamiento.

El entrenador Jensen se desliza por el hielo seguido de sus dos entrenadores asistentes y Tom Adley. Hace sonar el silbato otra vez. Dos pitidos agudos.

—¡En formación! Quiero dos filas en el centro de la pista. —Su voz resuena en el amplio estadio.

Se colocan los cascos y los protectores faciales y se reajustan los guantes mientras el equipo se alinea.

—¿Eastwood no tenía una plantilla de al menos treinta jugadores? —le pregunto a Whitney.

Ella asiente con la cabeza.

—Dicen que han dividido los entrenamientos de pretemporada en dos grupos. Seguramente, este solo es el primero.

Esbozo una sonrisa burlona cuando veo cómo se alinea el equipo. Los chicos de Briar se han juntado hombro con hombro. Los de Eastwood han hecho lo mismo. Ryder está en medio de las dos filas, con la mandíbula apretada en una línea rígida.

—Muy bien —ruge Jensen antes de dar una palmada—. No hay tiempo que perder. Tenemos mucho que hacer esta semana para cerrar la plantilla. Empezaremos con un ejercicio básico de tirar y defender. Desahogaos un poco, ¿vale?

Los otros entrenadores colocan a todos en posición detrás de la red. Debido a la alineación en la que estaban antes, la mayoría de las parejas está formada por un chico de Briar y uno de Eastwood.

Esto será divertido.

—Quiero que el primer jugador que tome posesión tire a portería. El segundo jugador tiene que defender y recuperar el disco.

Toca de nuevo el silbato para que empiecen. Es uno de los ejercicios más sencillos que existen y, aun así, la emoción me recorre el cuerpo. Me encanta este juego. Todo lo relacionado con el hockey es pura excitación.

Jensen arroja el disco a la esquina de detrás de la red opuesta y la primera pareja corre hacia allí, junto a la valla. Sus jerséis no llevan nombres ni números, por lo que no sé a quién estoy mirando.

En la segunda pareja, en cambio, distingo a Case al instante. No por su aspecto, sino por su estilo característico, tan explosivo. Case Colson tiene una de las medias de precisión de tiro más altas de todo el hockey universitario. También podría quitarle el puesto a la mayoría de los porteros de la NHL. No por nada, Tampa lo seleccionó.

—Esto es mucho más aburrido de lo que pensaba —se queja Whitney—. ¿Dónde están los fuegos artificiales?

—Ya te digo —mete baza Cami—. Salgamos de aquí…

En cuanto pronuncia esas palabras, los fuegos artificiales estallan.

Comienzan con una fuerte presión ofensiva de Jordan Trager. Igual que en el caso de Case, he visto suficientes partidos de Briar para identificar el estilo agresivo de Trager. Es un matón de primera. También es un imbécil rabioso, por lo que, cuando el otro jugador va a devolverle la agresión, sé que Trager está metiendo cizaña, como siempre.

En menos de un parpadeo, ya se han quitado los guantes.

En un partido oficial de hockey universitario, las peleas están prohibidas. Expulsarían a estos dos idiotas del partido y estarían sentados en el banquillo en el siguiente. Durante un entrenamiento, suele estar muy mal visto y lo más seguro es que los amonesten.

Pero ¿en el entrenamiento de hoy?

Jensen se limita a observar.

—Joder. —Whitney sisea entre dientes cuando el jugador de Eastwood le da un puñetazo a Trager en la mejilla izquierda.

El grito de furia de Trager resuena en la pista. Un instante después, los dos hombres se enzarzan en una pelea y agarran el jersey del otro mientras los puños vuelan. Sus compañeros de equipo sueltan gritos fuertes y salvajes mientras se acercan a ellos.

Cuando los dos jugadores se caen al hielo con las piernas y los patines enredados, Cami suelta un sonido de alarma.

—¿Por qué Jensen no los detiene? —exclama.

Chad Jensen está a tres metros de distancia y parece aburrido. Todo a su alrededor es un caos. Los chicos de Briar incitan a Trager. Los jugadores de Eastwood animan a su chico. Case intenta acercarse para intervenir, pero el capitán de Briar, David Demaine, le da una palmada en un brazo y lo detiene.

—Hostia puta, Doble D también lo permite —se maravilla Camila.

Coincido en que eso es bastante chocante. Demaine es tranquilo como el que más. Seguro que es por sus raíces canadienses.

Nadie se hace cargo hasta que unas gotas carmesíes tiñen la capa blanca de hielo.

Arqueo las cejas cuando me doy cuenta de que es Ryder. Su ancho cuerpo sale despedido y se desliza con rapidez. Al instante, aleja a su compañero de equipo de Eastwood de Trager.

Cuando este se levanta e intenta abalanzarse contra el otro, Ryder se interpone entre los dos jugadores enrojecidos. No sé qué le dice a Trager, pero, sea lo que sea, lo detiene en seco.

—Dios, eso ha sido ardiente —musita Whitney.

—¿Detener una pelea? —pregunto, divertida.

—No, ha conseguido callar a Trager. Eso es un puto milagro.

—No hay nada más sexy que eso —conviene Cami. Todas nos echamos a reír.

Trager es un idiota fanfarrón y agresivo. Lo toleraba cuando salía con Case, pero había días en los que incluso eso era difícil. Supongo que es el único punto positivo de nuestra ruptura. Ya no tengo que lidiar con Trager.

Jensen toca el silbato y a continuación su voz autoritaria se une a la refriega.

—Se acabó el entrenamiento. Largaos de mi puto hielo.

—Salgamos de aquí nosotras también —sugiere Whitney con apremio.

Estoy totalmente de acuerdo. Jensen debe de saber que estamos aquí, pero, aunque no nos haya echado antes, acabamos de presenciar que su entrenamiento se ha convertido en una pelea sanguinolenta.

Sin decir nada más, las tres nos escabullimos por el pasillo. Cuando llegamos al pie de las gradas, tenemos que tomar una decisión. O bien ir hacia el túnel de los vestuarios, donde los jugadores huyen con el rabo entre las piernas, o intentar salir por las puertas dobles que hay al otro lado del estadio, donde se reúnen Jensen y los entrenadores.

Para evitar exponernos a la ira de Jensen, tomamos la decisión tácita de eludir esa salida. Llegamos a la entrada del túnel al mismo tiempo que un par de jugadores de Eastwood.

Luke Ryder se sobresalta por un segundo cuando me ve. Después, entrecierra los ojos, esos ojos azul oscuro que nunca he olvidado, y deja escapar una media sonrisa.

—Gisele —se burla.

—Principito —le devuelvo la pulla.

Con una suave risa, me dedica una última mirada antes de alejarse.

2. Nada de mascotas. Nunca

Ryder

Me arriesgaré y diré que la primera impresión que hemos dado no ha sido la mejor.

Tal vez me equivoque. Puede que a Chad Jensen le guste que haya sangre en sus entrenamientos. Quizá es el tipo de entrenador que necesita una pelea sobre el hielo para distinguir a los hombres de los niños, como en El señor de las moscas.

Pero su mirada asesina me dice que no, no es ese tipo de entrenador.

Su expresión se vuelve turbulenta y se impacienta mientras todos intentamos buscar un asiento. Jensen solo nos ha dado cinco minutos para quitarnos el uniforme del entrenamiento y cambiarnos, de modo que todos estamos agobiados y desaliñados. Nos metemos las camisas por los pantalones y nos peinamos el pelo con las manos mientras entramos en la sala de prensa.

En esta habitación, hay el doble de chicos que en el hielo. El segundo grupo de entrenamiento ya estaba reunido aquí, viendo el vídeo de un partido con uno de los entrenadores asistentes. Todos los integrantes del segundo grupo nos miran con cautela a los recién llegados.

Hay tres filas de asientos frente a una pantalla enorme, que es el elemento central de esta sala. Para ser sincero, estas instalaciones son mucho mejores que las de Eastwood. Las sillas no solo están acolchadas, sino que, además, son giratorias.

El entrenador Jensen se planta en el centro de la sala, mientras que los tres asistentes se apoyan en la pared junto a la puerta, impávidos.

—¿Os habéis desahogado? —pregunta con frialdad.

Nadie dice ni una palabra.

Por el rabillo del ojo, veo que Rand Hawley se frota la mandíbula. Ha recibido un buen golpe del lacayo de Colson. Aun así, no debería haber permitido que Trager lo sacara de sus casillas.

Como he jugado contra Briar estos últimos dos años, estoy familiarizado con todos los miembros de su plantilla. Conozco la mayoría de sus estadísticas y sé con quién debo tener cuidado. Trager siempre ha sido un sujeto al que hay que vigilar. Tiene fama de ser un matón fanfarrón y se le da genial forzar penalizaciones.

A pesar de todo, no es mi mayor competidor. Ese honor es para… Echo un vistazo al rubio de tercer año sentado en primera fila.

Case Colson.

En realidad, es el único tío de esta sala por el que debo preocuparme. Un jugador de primera. Es el mejor jugador de Briar, lo que significa que, sin duda, estará en la primera línea.

Mi línea.

Bueno, a menos que Jensen me joda vivo y me ponga en la segunda línea.

No sé qué es peor. No jugar en primera línea… o jugar en la misma línea que Colson. ¿Se supone que de repente tengo que confiar en que un jugador de Briar me cubrirá las espaldas? Sí, claro.

—¿Seguro que ya estáis bien? —pregunta el entrenador mientras nos escruta—. ¿Nadie más quiere sacarse la polla y comparar tamaños? ¿Sacudírsela para ver quién es el más hombre?

Más silencio.

Jensen se cruza de brazos. Es un hombre alto e imponente, con los ojos oscuros y el pelo canoso, y todavía tiene los hombros muy anchos y tonificados para los sesenta años que debe de tener. Parece al menos diez años más joven.

Sin lugar a dudas, este hombre es el mejor entrenador de hockey universitario. Es probable que esa sea la razón por la que todavía me duele que me rechazara cuando quise venir a Briar.

Había esquivado a los reclutadores desde mi último año de instituto. Incluso a los de Briar, mi primera opción de universidad. Pero, después de la graduación, cuando llegó el momento de tomar una decisión, no había ninguna beca de Briar sobre la mesa. Todavía recuerdo la mañana en que me tragué mi orgullo y solicité hablar con Jensen por teléfono. Joder, incluso habría viajado desde Phoenix hasta Boston para hablar con él en persona. Sin embargo, me dejó bien claro por teléfono que, después de una «rigurosa consideración», había determinado que yo no encajaba del todo en su programa.

Bueno, le ha salido el tiro por la culata, ¿no?

Ahora no solo estoy aquí, sino que soy el mejor jugador de esta sala. Un seleccionado en primera ronda, por el amor de Dios.

—Bien. Ahora que la competición de machitos ha terminado, quiero aclarar algo. Si alguna vez volvéis a faltar al respeto a mi hielo durante un entrenamiento, no representaréis a esta universidad como miembros de mi equipo de hockey.

Rand, que no tiene filtro ni sabe percibir la tensión del ambiente, decide replicar.

—Con el debido respeto, entrenador —dice con aspereza—. Eastwood no ha empezado una mierda. Ha sido culpa de Briar.

—¡Tú eres de Briar! —gruñe Jensen.

Eso hace que mi compañero cierre la boca.

—No lo habéis pillado. Ahora sois un equipo. Eastwood no pinta nada ya. Todos sois miembros del equipo masculino de Briar.

Varios jugadores se revuelven en sus asientos, notablemente incómodos.

—Escuchad, sé que esta situación no es la ideal, ¿vale? La fusión ha sido una decisión de última hora. No habéis tenido mucho tiempo para cambiaros a otras universidades o buscar otros programas. Os han jodido a base de bien —se limita a afirmar.

Por un breve segundo, sus ojos se posan en los míos; luego los aparta y se centra en otra persona.

—Y os prometo que haré todo lo que esté en mi mano para meteros en otro equipo si no entráis en esta plantilla.

Esta generosa oferta me sorprende. Jensen tiene fama de ser un capullo insensible, pero puede que tenga un lado más amable.

—Dicho esto, el caso es que sois casi sesenta jugadores y la plantilla final estará formada por menos de la mitad. No es un buen pronóstico. —Su tono es sombrío—. Muchos de vosotros no formaréis parte de este equipo.

El silencio se vuelve ensordecedor. Escucharlo decir eso con tanta naturalidad no es agradable. Ni siquiera para mí. Tengo plena confianza en que Jensen no me quitará el puesto en esta plantilla, pero, aun así, siento una punzada de temor.

—Bien, esta semana se desarrollará de la siguiente manera. Como nos han fastidiado a todos, la NCAA nos ha dado permiso para realizar una concentración de una semana con el fin de reducir nuestros números. Al acabar esta semana, publicaré la plantilla definitiva, así como los titulares para el primer partido. Después, el entrenador Maran, el entrenador Peretti y yo nos reuniremos y ultimaremos la alineación. ¿Alguna pregunta?

No se levanta ni una mano.

—Dicho esto, me gustaría que designarais a dos capitanes provisionales para esta concentración. Luego, una vez establecida la plantilla, podréis votar de nuevo o quedaros con los dos que hayáis elegido hoy.

¿Dos?

Levanto la cabeza, sorprendido. Miro a Shane Lindley, mi compañero de equipo y mejor amigo. Él también parece intrigado y los ojos oscuros le brillan. Técnicamente, Eastwood entró en esta fusión sin capitán. El nuestro huyó tras el anuncio y se trasladó a Quinnipiac. Esperar que el capitán se hundiera con su barco era demasiado. El capitán actual de Briar es el francocanadiense David Demaine.

—Creo que, por el bien de la unidad del equipo, la cocapitanía es lo mejor. Quiero que escojáis un jugador de la plantilla vigente de Briar y uno de la de Eastwood.

—Creía que todos éramos un solo equipo —murmura alguien de la última fila con sarcasmo.

La agudeza auditiva del entrenador es formidable.

—Lo sois —espeta al quejica—. Pero no soy tan tonto como para creer que el hecho de pronunciar estas palabras haga que así sea. No soy una maldita hada madrina que agita su varita y consigue que todo sea perfecto, ¿vale? Creo que la mejor manera de cerrar esta brecha es tener a dos capitanes, al menos durante esta semana, para que trabajen juntos y os recuerden que somos un equipo…

—Propongo a Colson —interrumpe Trager de forma apagada, con el labio hinchado.

Jensen aprieta la mandíbula por la interrupción.

—Propongo a Ryder —grita mi compañero Nazzy.

Reprimo un suspiro.

Vale, esto no empieza con buen pie.

Es obvio lo que pasa. Han escogido a los dos mejores jugadores para ser capitanes. No precisamente los dos jugadores que deberían ser capitanes. Para empezar, los dos somos de tercero. Es probable que la mayoría de los jugadores de último año que hay en esta sala se merezcan ser capitanes mucho más que nosotros.

Y, segundo, no tengo madera para ser capitán, joder. ¿Están locos? Mi personalidad no es apta para el liderazgo. No estoy aquí para repartir paz y amor.

Maldita sea, solo quiero que me dejen en paz.

Case Colson está igual de enfadado por que lo hayan incluido en esta farsa. No obstante, cuando miro a mi alrededor, solo veo un mar de rostros decididos. Mis compañeros de Eastwood piden guerra, y varios de ellos asienten con determinación. Los jugadores de Briar muestran la misma entereza.

El entrenador ve lo mismo que yo en sus rostros. Se preparan para el enfrentamiento.

Deja escapar un suspiro.

—¿Lo tenéis? ¿Queréis a Colson y Ryder?

Toda la sala manifiesta su aceptación. Esto es una declaración de intenciones, aquí y ahora. Cada bando quiere que el otro sepa que su jugador, su superestrella, está al mando.

—Me cago en la puta —murmuro en voz baja.

Shane se ríe. A mi otro lado, Beckett Dunne resopla. Me gustaría decir que mis mejores amigos representan el clásico dúo del ángel y el demonio, en el que uno es un idiota y el otro se sienta sobre mi hombro y me suelta toda esa chorrada de la amabilidad y la compasión. Me encantaría decir eso.

Pero, en realidad, los dos son unos capullos que se lo pasan en grande a costa de mi miseria.

—Ryder, ¿estás de acuerdo con esto? —La mirada aguda de Jensen se encuentra con la mía.

No estoy nada de acuerdo con esto.

—Sí, claro —miento—. Me parece bien.

—¿Colson? —pregunta Jensen.

Case mira al capitán de la temporada pasada. Demaine asiente de inmediato con la cabeza.

—Si eso es lo que quiere el equipo… —musita Colson.

—Bien. —Jensen camina hacia la tarima para apuntar algo en su cuaderno.

Joder, que Dios me ayude.

Y, aun así, a pesar de que me han encasquetado una responsabilidad que no quiero, no puedo negar que me siento aliviado porque sé que Jensen no intentará deshacerse de mí esta vez.

El entrenador deja sus notas y camina hacia la pizarra que hay detrás de la pantalla con un rotulador negro en la mano.

—Bueno, ahora que ya hemos decidido eso, tenemos que repasar algunas cosas antes de que empiece la concentración. Número uno: lo que ha pasado hace nada con el primer grupo… Ni una puta vez más. ¿Queda claro?

Jensen mira directamente a Jordan Trager y Rand Hawley. Entonces, frunce el ceño porque ninguno de los dos muestra ni una pizca de arrepentimiento. Solo petulancia.

—En esta universidad no nos peleamos —advierte—. Si volvéis a hacerlo, ateneos a las consecuencias.

Se da la vuelta para escribir algo en la pizarra.

NADA DE PELEAS

—Número dos, y esta es muy importante, de modo que espero que estéis atentos, joder. No suavizaré mi lenguaje por un puñado de idiotas como vosotros. Si vuestra piel es demasiado fina para soportar algunas palabrotas, entonces no sé qué hacéis jugando al hockey.

Escribe algo más.

QUE OS JODAN

Shane se ríe en voz baja.

—Número tres: una vez al año, más o menos, a algún imbécil se le ocurre la descabellada idea de que el equipo necesita una mascota. Una criatura en forma de cabra, cerdo o algún otro maldito animal de granja. No toleraré más esas ideas. No os molestéis en proponérmelas: rechazaré vuestra petición. En el pasado se produjo un incidente desafortunado y ni yo mismo ni la propia universidad formaremos parte de eso otra vez. Hace veinte años que no tenemos mascota y seguiremos sin tenerla para toda la eternidad. ¿Entendido?

Como nadie responde, nos mira fijamente.

—¿Entendido?

—Sí, señor —respondemos todos.

Se vuelve hacia la pizarra.

NADA DE MASCOTAS. NUNCA

—¿Cuál crees que fue ese incidente desafortunado? —me susurra Beckett al oído.

Me encojo de hombros. No tengo ni puta idea.

—Quizá era una gallina y se la comieron por accidente —sugiere Shane.

Beck palidece.

—Qué siniestro.

—Muy bien, eso es todo. —Jensen da una palmada—. Grupo uno, lo habéis jodido todo; podéis iros a casa. Os veré mañana a las nueve de la mañana. Grupo dos, os veo en la pista en quince minutos.

La sala cobra vida cuando todos nos levantamos y avanzamos entre los asientos hacia el pasillo. Jensen me llama antes de que llegue a la puerta.

—Ryder.

Miro por encima del hombro.

—¿Señor?

—Ven un momento, por favor.

Me trago la inquietud y me dirijo hacia él.

—¿Qué pasa, entrenador?

Se queda callado por un momento y se limita a observarme. Es desconcertante, y resisto la tentación de juguetear con las manos. La gente no suele intimidarme, pero este hombre tiene algo que hace que me suden las manos. Tal vez es porque sé que jamás me quiso en su equipo.

Odio saber eso, joder.

—¿La capitanía será un problema? —pregunta al final.

Me encojo de hombros.

—Supongo que lo descubriremos pronto.

—Esa no es la respuesta que quiero escuchar, hijo. —Repite la pregunta—: ¿La capitanía será un problema?

—No, señor —digo obedientemente—. No será un problema.

—Bien. Porque mi equipo no puede estar en guerra. Tienes que dar un paso adelante y ser un líder, ¿lo entiendes?

Mi autocontrol me abandona por un segundo.

—¿Le dará la misma charla a Colson?

—No, porque no la necesita.

—¿Y yo sí? Ni siquiera me conoce.

«Joder, cierra la puta boca», me reprendo a mí mismo. Desafiar a mi nuevo entrenador no me aportará nada bueno.

—Sé que la unidad del equipo no es tu fuerte. Sé que el liderazgo no te sale de forma natural. Ambos sabemos que tus antiguos compañeros de equipo te han elegido por tu habilidad y no por tu liderazgo. Y una decisión como esa siempre termina en tragedia. Dicho esto, no suelo interferir en la elección del capitán del equipo y tampoco interferiré ahora. Pero te vigilaré, Ryder. Te vigilaré con atención.

Consigo mantener las manos pegadas a los costados en lugar de cerrarlas en puños, que es lo que de verdad quiero hacer.

—Gracias por el aviso. ¿Puedo irme ya?

Asiente con energía.

Salgo y, una vez en el pasillo, suelto un fuerte suspiro. Toda esta situación es una mierda. No tengo ni idea de lo que pasará, pero, a juzgar por los acontecimientos de esta mañana, no será agradable.

Me lleva unos minutos orientarme y descubrir cómo salir del edificio. Las instalaciones de hockey de Briar son más grandes que las de Eastwood y algunos pasillos parecen un laberinto. Al final, consigo salir al vestíbulo, un espacio enorme con banderines colgados de las vigas y las paredes recubiertas de jerséis enmarcados. A través de la pared de cristal de la entrada, veo que varios de mis amigos holgazanean en el exterior.

—Qué mañana más divertida —comenta Shane cuando me uno a ellos.

—Maravillosa —coincido.

El sol me golpea la cara, por lo que me pongo las gafas de sol. Cuando me mudé a la costa este desde Arizona después del instituto, di por hecho que, en septiembre, en Nueva Inglaterra hacía fresco. No esperaba que las temperaturas veraniegas duraran tanto, a veces hasta bien entrado el otoño.

—Esperemos que el grupo dos lo haga mejor que nosotros —dice Mason Hawley con una sonrisa irónica. Mason es el hermano pequeño de Rand y, la mayor parte del tiempo, también su guardián.

—Lo dudo —refuta Shane—. No hay manera de arreglar esta mierda.

Para confirmar su declaración, un puñado de chicos de Briar sale del estadio y sus expresiones se oscurecen en cuanto nos ven. Se detienen en lo alto de las escaleras e intercambian miradas cautelosas. Entonces, Case Colson le murmura algo a Will Larsen y el grupo se pone en marcha.

Colson y yo nos miramos fijamente. Solo dura un instante, y luego él rompe el contacto visual y pasa por nuestro lado. El grupo llega al final de las escaleras sin mirarnos siquiera.

—Qué recepción más cálida —masculla Beckett a sus espaldas.

Su acento australiano siempre se vuelve más pronunciado cuando es sarcástico. La familia de Beck se mudó a los Estados Unidos cuando tenía diez años. Básicamente, América le quitó el acento a hostias, pero siempre está ahí, escondido bajo la superficie de su voz.

—En serio, me siento superquerido —añade Shane—. Tanta hospitalidad y amabilidad por parte de Briar me marea, joder.

—Esto es una puta mierda —murmura Rand mientras no deja de observar a los jugadores de Briar. Endereza los hombros y se vuelve hacia mí—. Tenemos que reunirnos con urgencia. Enviaré un mensaje al grupo. ¿Podemos ir a vuestra casa?

—El segundo grupo todavía está en el entrenamiento —señala Shane.

Pero Rand ya ha sacado su teléfono.

—Les diré que estén ahí a mediodía.

Sin esperar confirmación, envía el mensaje. Y esta es la razón por la que, un par de horas después, el salón de nuestra casa está abarrotado de gente.

Shane, Beckett y yo nos mudamos a esta casa la semana pasada. La que teníamos en Eastwood era más grande, pero no hay muchas opciones de vivienda fuera del campus, en Hastings, la pequeña ciudad más cercana a Briar. Mientras que antes tenía mi propio baño, ahora lo comparto con Beckett, quien se echa demasiados productos en el pelo y ocupa toda la encimera del lavamanos. Para ser un casanova, a veces se pasa con los potingues.

Hablando de ligones, Shane es el nuevo recién nombrado y, en lugar de prestar atención a Rand, le escribe a una chica que ha conocido en el Starbucks hace literalmente una hora. Shane lleva desde junio intentando reparar su corazón roto. Aunque, si le preguntas, te dirá que la ruptura fue de mutuo acuerdo.

Spoiler: eso no existe.

—A ver, callaos de una vez —ordena Rand. Su hermano y él son de Texas y ambos conservan un ligero acento, pero, mientras que Mason tiene la típica actitud sureña relajada, su hermano mayor siempre está tenso—. Tenemos que hablar del tema de la plantilla.

Espera a que todos se callen y me mira.

—¿Qué? —murmuro.

—Ahora eres el capitán. Tienes que empezar la reunión.

Me apoyo contra la pared y me cruzo de brazos.

—Quiero que conste que no quería ser capitán y que sois unos capullos por hacerme esto.

Shane se descojona.

—Ya, bueno, te jodes —me dice Rand mientras pone los ojos en blanco—. Habían nombrado a Colson. ¿Qué se suponía que debíamos hacer?

—¿No escogerme? —sugiero con frialdad.

—Teníamos que pronunciarnos. Presentar a nuestro mejor jugador contra el suyo.

—No es su mejor jugador —interviene Austin Pope, dubitativo. El chico de pelo rizado está de pie cerca de uno de los sillones de cuero junto a otros estudiantes de primero.

Rand lo mira fijamente.

—¿Qué has dicho, novato?

—Solo digo que ya no existe eso de «su mejor jugador» y «nuestro mejor jugador». Ahora todos estamos en el mismo equipo.

Su tono desdichado refleja a la perfección cómo nos sentimos.

—Lo que tú digas. ¿Podemos hablar ya de la plantilla? —pregunta Rand, impaciente.

—¿Qué pasa con ella? —cuestiona Beckett con voz aburrida. Mientras escribe algo en su teléfono, escucha la conversación a medias—. Jensen elegirá a quien quiera.

—Vaya, menudas palabras de motivación. —Nuestro portero de segundo año, que está sentado en un sofá gris, se ríe.

—En realidad, no tenemos por qué preocuparnos, ¿no? —Ahora Austin tiene mala cara—. No puede echarnos a todos, ¿verdad? ¿Qué pasa si va y elimina a todos los de Eastwood de un plumazo?

Todos lo miran.

—¿Qué? —pregunta el adolescente, nervioso.

Shane sonríe.

—Jugarás en el Mundial Juvenil en un par de meses. Es obvio que entrarás en el equipo, chico.

Austin es el jugador con más talento que jamás haya visto. Aparte de mí, claro. Eastwood se apresuró a reclutarlo el año pasado, y todos estuvimos encantados cuando aceptó. En primavera, nadie habría imaginado que toda nuestra puta universidad se iría a pique.

Lo que me jode es que solo veinticinco chicos de Eastwood escogieron trasladarse a Briar. Varios de nuestros compañeros, la mayoría de los cuales iban a empezar su último año, abandonaron el barco en cuanto se anunció la fusión. Algunos se trasladaron a otras universidades. Otros empezaron a jugar de forma profesional. Unos pocos directamente dejaron el equipo. No entiendo a los desertores. Los auténticos jugadores de hockey