El espejo de la noche - Alberto Rubilar Mege - E-Book

El espejo de la noche E-Book

Alberto Rubilar Mege

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Beschreibung

En los recovecos de la ciudad se esconde una verdad inquietante. Somos libres, vagamos sin rumbo. Carismático. Engañoso. Las cadenas de la razón ceden ante los deseos de un supuesto mesías, el conductor de un viejo Mustang azul. Todo se presta para el caos y los juegos macabros. Un thriller que te hará cuestionar nuestra verdadera naturaleza, esa delgada línea entre el hombre y la bestia. Solo la noche tiene la respuesta.

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© El espejo de la noche

Sello: Nepenthe

Primera edición digital:

© Alberto Rubilar

Director editorial: Aldo Berríos

Ilustración de portada: Camilo Palma

Corrección de textos: Virginia Gutiérrez

Diagramación digital: Marcela Bruna

Diseño de portada: Marcela Bruna

_________________________________

© Áurea Ediciones

Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile

www.aureaediciones.cl

[email protected]

ISBN impreso: 978-956-6183-82-2

ISBN digital: 978-956-6386-21-6

__________________________________

Este libro no podrá ser reproducido, ni total

ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

San Pedro de la Paz - Región del Biobío, Chile

Parroquia “El Buen Pastor”, 31 de diciembre—¿Y si los enfermos mentales ven el mundo real? ¿Y si todos los que se consideran normales simplemente no pueden entenderlo, y siempre han estado equivocados? Hay un gran hombre que una vez fue llamado loco… —proclama levantando un dedo al cielo.

“Gloria, Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra a los hombres paz”, cantan los feligreses con particular devoción mientras el sacerdote predica en una humilde capilla envuelta por los atribulados vientos del sur.

—Damos por hecho leyes que rigen a las sociedades modernas, pero son tan frágiles como un ojo contra una espina. —Aprecia por un segundo la pasión de sus feligreses—. Caminamos por las calles viendo las caras de las personas y solo vemos máscaras. Manejamos por la noche en la carretera a ciento veinte kilómetros por hora y confiamos ciegamente en que el conductor del lado hará lo correcto y seguirá por su pista. Que, al cruzar ante un semáforo, el auto se quedará quieto mientras caminamos frente a él. Pero a veces nos podemos equivocar rotundamente… —Su voz se hace más lenta, mirando al ya oscurecido horizonte por la ventana.

“Te alabamos y te bendecimos, te adoramos y te recibimos, nuestro porvenir y nuestra memoria son de tu grande y eterna gloria”. Las guitarras siguen sonando, y más pasión acompaña los cánticos y las manos extendidas al cielo.

—¿Y si los locos son más que los normales? Muchos se han camuflado en el mundo, pero con un leve impulso, un pequeño empujoncito de un ser superior, finalmente se atreverán a ser ellos mismos. Lejos del resto, de todos los que se creen sanos.

“Señor Dios, nuestro padre, señor Dios hijo, escúchanos. Piedad, señor, Tú, que quitas el pecado del mundo”. La emoción de las guitarras y alabanzas es más contenida.

—La Sagrada Escritura habló de esto. Solo hay que hacer la interpretación correcta. Ya vimos a uno así venir con anterioridad: no vamos a cometer el mismo error de no escuchar el llamado, de no seguirlo ahora, de crucificarlo…

“Escúchanos, escúchanos Tú, que estás a la derecha del Padre”.

El sacerdote da dos pasos al costado, lanzando una vela blanca encendida a un leño cubierto en bencina ante la atenta mirada de sus feligreses, que bajan el tono de su canto.

“Piedad, piedad, piedad, Señor. Solo Tú eres santo, solo Tú, señor, solo Tú, Altísimo Jesucristo”.

—¡¿Te consideras normal?! ¡¿Lo seguirás?! —exclama el sacerdote viendo avivarse las llamas.

“Con el santo espíritu en la gloria de Dios padre. Amén, amén, amén”. Las guitarras dan paso a un estremecedor sonido: los gritos de intenso dolor de una mujer en el fuego.

Los feligreses están en completo silencio. El fuego crece, consumiendo el cuerpo de la mujer; se siente el olor inolvidable del cabello quemado, de la carne quemada. Todos lo absorben como parte del ritual ante la pira.

Cierran los ojos y levantan las manos en perfecta sincronía.

Capítulo 1 - Se hará tu voluntad

—¿Qué es esto? Saquen esa jeringa, no quiero… ¿Qué me están haciendo? ¡Déjenme, déjenme!—No debió despertar. Duérmelo. ¡Duérmelo!

***

Muchos años después

—Cuatro elefantes se balanceaban sobre la tela de una araña. Como veían que resistía fueron a buscar a un camarada —canta con entusiasmo una pequeña familia.

El padre mira a su esposa, ella le sonríe y mira a su hija de cuatro años, sentada en el asiento trasero. La noche es oscura, nublada y un poco lluviosa, pero la calidez dentro del auto opaca todo lo exterior.

—Uno más, Pacita —propone el padre, mirando a su pequeña por unos segundos.

—Cinco edefantes, se badanceaban, sobde la tela de una adaaaaña. Como veían, que desistía… —canta modulando con torpeza la pequeña.

—¡Amor! ¡Cuidado! —exclama la esposa al ver unos enormes focos que sobrepasan la altura de su auto.

***

La noche del 30 de diciembre

—¡No! —grita un hombre sentándose en su cama, ojos bien abiertos. Algo extraño hay en esos ojos. Seca con una mano la transpiración en su frente. “Solo fue una pesadilla, otra vez la misma pesadilla”.

—¿Hijo? —se escucha desde la habitación contigua.

—Ya voy, viejita…

“Fue en el cinco, impar… estoy seguro de que fue en impar”, piensa el hombre acariciando las desgastadas yemas de sus dedos con ansiedad.

—¿Otra vez con pesadillas, el niñito? —reclama la misma voz de señora.

—¡Ya voy, mamá! —responde el hombre, respira profundo, presionando los puños de sus manos tratando de darse calma, camina a la habitación de su madre.

“¿Es hoy 30 de diciembre?”, piensa.

—Me despiertas todas las noches con la misma fruncia, gritando y lloriqueando como mocoso.

—Viejita, ¿necesitas algo?

—Dormir necesito… —sisea la señora con rabia—. Y tú, que eres viejote ya, puros problemas.

—¿Qué dijo, mamá?

—¡Que me duele todo y tú eres puros problemas! Y vacíame la caca, que ya está llena la bolsa.

El hombre, de un metro ochenta, camina arqueado. Prende la luz de la pieza, , coge la chata del baño y camina hacia su madre, blanca, pálida, con claros signos de no poder mover ninguna parte de su cuerpo, excepto la boca y sus ojos negros, que, inquisitivos, persiguen a su hijo.

—Deja de preocuparte por los muertos, preocúpate por los vivos.

El hombre mueve la cabeza, desconecta la sonda que lleva el excremento hacia la bolsa, inspira y aguanta la respiración mientras vacía el envase de las heces de su madre.

—Eres tan… ¡Respira! Te crees muy superior porque estudiaste y yo no. “No puede respirar la caca de su madre”. Se cree muy hombrecito —reclama la señora.

—Viejita, por favor, no empecemos —responde desganado el hombre mientras sigue en su tarea.

—Tus papás, las únicas personas programadas para quererte, no te quisieron, y apenas pudieron te dejaron solo conmigo como tu carga, como una escoba con un trapo viejo que no puede soltar. —La señora expulsa una risa forzada, soltando saliva que le chorrea hasta el cuello.

—Si te hubieran querido, no habrías sido mi carga por tantos años y yo no estaría así, ni tú… Solo, así estás… Solo conmigo, un trapo viejo, y ni este trapo viejo te quiere. Me tienes cansada. No te va a querer nadie, nunca —dice la señora subiendo el tono, mientras el hombre abre la llave del agua limpiando el envase, tal vez solo para ignorar las hirientes palabras de la mujer. Se mira al espejo tratando de buscar calma. Un ojo anaranjado y el otro azul miran otro ojo anaranjado, otro azul.

—¡Me escuchas! Solo cumplimos con nuestro deber, pero por dentro, solo vacío. Si tu padre hubiese tenido solo una gota, tan solo una gota de amor por ti… pero ¡ni tu esposa ni tu hija te aguantaron! No las culpo. Eres un energúmeno, ni siquiera un hombre —agrega la señora. Dándose cuenta de fue demasiado lejos, se arrepiente de sus palabras casi de inmediato.

—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate! —grita el hombre, sin dejar de mirar el espejo. La mujer deja de hablar, un frío profundo inunda rápidamente la habitación, y las manos del joven comienzan a temblar. Sus ojos no parpadean. Están fijos en sus manos. Suelta el envase que hace un ruido metálico revotando contra la tina, se tapa los oídos con las manos mojadas, mientras continúa hablando, haciendo pausas para escuchar respuestas tras cada oración. En sus brazos se pueden ver múltiples agujeros de jeringas; su blanca piel está morada.

—Sé que quiere que le dé fin a su vida, pero no puedo —murmura el hombre mientras el chorro de agua sigue corriendo.

—Eso es justo lo que no quiero, no quiero hacerla sufrir —sigue hablando, escuchando las respuestas que al parecer solo él puede oír.

—No me pidas eso, por favor, no puedo hacer lo mismo de nuevo… —protesta en voz más alta. La señora puede escuchar desde la habitación y cambia su semblante; la saliva sigue chorreando por su cuello lleno de surcos arrugados propios de la edad.

—Hijo… Mátame de una vez, no me dejes sufrir más… —gime la señora con un temblor en la voz, ante los oídos sordos del hombre.

—Lo sé, lo sé, Señor, por favor… Esta vez es diferente, es mi madre —replica apretando un puño mientras una lágrima aparece en su ojo azul.

—¡Hijo! —grita la madre, soltando más saliva. El hombre sigue sin escucharla.

—Pero qué hago con lo que siento en mi pecho, que se acumula más y más fuerte —recalca en voz alta subiendo la mirada, buscando ver algo en el vacío—. No puedo, por favor, no me hagas hacerlo. Te lo pido por favor, no otra vez. —Las lágrimas comienzan a caer solas por el costado derecho de su rostro.

—¡Deja de ser un cobarde! —sigue gritando la señora. Ahora sí puede escucharla: en su mente ve su boca en primera plana, dientes sueltos, saliva abundante, los correazos de los domingos por escaparse de la misa, los golpes de varilla por hacer travesuras. Todo se vuelca en su mente de golpe.

“Esa boca”, piensa cerrando un ojo en un guiño forzado.

—Nunca, Señor. “Yo soy la espada, y tu manto sagrado me cubre” —dice el hombre recuperándose, borrando las lágrimas de su cara, con la espalda recta mientras sale del baño mirando fijamente a su madre.

—Tu voluntad será, Señor —declara admirando los ojos negros, de ascendencia italiana, de su aún hermosa madre.

—¿Hijo? —pregunta casi entendiendo lo que está a punto de ocurrir.

El hombre camina a su habitación, abre su cajón, y saca una pistola y un cuchillo corvo.

—¡Sebastián! —exclama la mujer.

El hombre vuelve raudo con el corvo en su mano. Mira a su madre fijamente recostada e inmóvil sobre la cama. Sus ojos se entrecruzan y ella exhala un aliento con sabor a entrañas. Da la sensación de que llevaba años alojado en sus ancianos pulmones, esperando este momento. “Descansar al fin, Dios mío”.

—Madre, el amor que sentí por ti fue enorme: nunca lo olvides. Pero lo que viene es algo más grande, mucho más que la casualidad de nuestro vínculo —afirma con convicción el hombre levantando sus hombros y con las manos apuntando a todo lo material que los rodea. Su madre cierra los ojos.

—Por fin, señor, por fin le diste la fuerza a mi hijo. Déjame morir, solo no me dejes sufrir más, por favor te lo pido. —La señora vuelve a mirar con sus oscuros ojos los heterocromáticos de su hijo.

—La mitad de tu deseo será cumplido, madre amada. Hoy morirás… Pero debes pagar el costo de irte antes de tiempo —establece con calma el hombre al costado de la cama.

—Hijo, por favor, no más sufrimiento.

El hombre le abre la boca con una mano y con fuerza tira la lengua de la señora, que no puede moverse debido a su enfermedad. Solo gime guturalmente y abre los ojos como pidiendo clemencia. Sebastián no suelta esa lengua viperina.

—Lo siento, madre, esto es más fuerte. Recibe este honor. —Sebastián respira profundo—. El filo de esta hoja es como un hilo de seda: pasará y no lo sentirás, lo prometo.

—Ebahtián, ni hiuiega zoy gu vegaguega magre, gno go agas… ga no hiego, ga gnooooo…

De un solo movimiento, él le corta la lengua lo más profundo que puede. Esta queda en su mano y en la otra, el cuchillo goteando. Da un paso atrás y no deja de observar a su madre. La sangre brota por su boca más y más. Sebastián mira el lento río de lava roja bañar el pijama y luego las blancas sábanas de la anciana, aceptando en su pecho la culpa y el dolor de lo que acaba de hacer.

—¿Aún crees que voy a dudar? —Sebastián abre bien los ojos, al mismo tiempo que la mirada aterrada de su madre lo persigue pidiendo piedad, clemencia, que acabe con su dolor rápidamente. Pero no será como ella quiere; será una larga noche para ambos.

“Nunca más oiré esa voz; esa voz que a veces, pocas veces, fue tierna”, piensa Sebastián con nostalgia en su pecho, sin dejar de mirarla.

—Cuando niño fuiste todo para mí, pero ahora debo seguir adelante —le dice a su madre, que se ahoga en su propia sangre, salpicada en las arrugas de la cara, en los ojos, en el cuello.

Sebastián da dos pasos y le habla al oído:

—Como el agua fría que acaricia tu cuerpo, no te resistas a este agradable sufrimiento. Respira y deja que el dolor viaje por tu cuerpo —susurra, cerrándole los ojos.

Luego camina hacia el baño, escuchando los gemidos ahogados de su madre. El chorro de agua continúa corriendo, posa bajo este el cuchillo y lo limpia suavemente, como en ritual, al igual que la lengua de su madre. Una vez limpia de sangre, la apoya en su pecho.

—Será esto lo que conservaré de ti, amada madre pasajera. —Sube su mirada—. Mi camino continúa. Nunca más una jeringa de heroína tocara mi cuerpo, te lo prometo…

Capítulo 2 - La luz de la divinidad

31 de diciembreSebastián sube a su auto, un Mustang azul, adornado con caballos brillantes al frente y al costado. Y comienza a cabalgar, frase misteriosa para cualquier persona, pero para él tenía todo el sentido del mundo. Ese auto no era un auto, eran sus pies, era parte de él, era algo que se había hecho mucho más profundo en su ser: un cómplice, una extremidad, parte de sí mismo. Sin él no era él. No era un vehículo, era un motor, y él también se sentía un motor para lograr los objetivos que alguien de más arriba, dentro de su alma y su conciencia, le estaba pidiendo cumplir. A su lado había una copa, hierba dorada con agua caliente, de la cual sorbía al menos una vez por minuto durante todo el día.

Mientras recorre las calles, observa a las personas fijamente, más de lo normal. Las analiza, las juzga, sigue conduciendo, mirando todo alrededor. Algunas personas suben a su vehículo. Es su trabajo por elección: transportar personas de un lugar a otro, conversar con ellas. Escucha oscuros secretos, gratas vivencias, información preciosa. El día pasa rápido cuando todo es tan interesante.

Las luces de su carro se encienden solas. La energía de su cuerpo aumenta levemente, con lo que nota que ya es de noche. “Un día más o un día menos, este país de mierda está todo roto, me agradan los humanos, pero ahora todo está mal. Cómo pudimos cambiar tanto en tan poco tiempo. Los Ramones tenían razón en esta canción, Poison Heart”, piensa mientras escucha el tema en su auto y se estaciona a un costado de su casa.

“Hoy fueron al menos sesenta personas más”, se dice a sí mismo apagando el vehículo.

“Si tan solo la gente pensara igual que yo, este planeta sería mucho mejor”. Vuelve a respirar mirando las calles oscuras que lo rodean, los faroles de la cuadra nuevamente sin luz.

“Me conformaría con que existieran unos pocos iguales a mí. Cuatro Sebastianes y este mundo ya sería mejor”.

Gotas de lluvia comienzan a caer sobre su parabrisas. Respira profundo y las ve caer con sosiego, pestañeando con asincronía. Entonces, algo llama su atención y gira la cabeza.

—¿Quién anda ahí? —pregunta.

Gira con aguda atención, pero tranquilo, con la parsimonia del que controla cada situación. Siente como si alguien le hablara desde la espalda; no ve nada. “Siempre sentí esta voz desde adentro”, piensa mientras su ojo azul se cierra con fuerza. Sebastián baja de su corcel y camina hacia su casa, saca las llaves y mira hacia arriba: las gotas de agua comienzan a caer con más fuerza. Gira y empuña una mano, preparado, recordando sus clases de artes marciales mixtas. La pistola en su cintura no suele ser usada, pero siempre está a un segundo de salir.

Mira al suelo, extrañado, lo vuelve a observar con detenimiento: pasto, un cuadrado muy específico de adorno en el pasto llama su atención, en esas flores que durante años cultivó.

Un vecino pasea con un cachorrito y lo mira fijamente, con el hipnotismo del que quiere conversar contigo a como dé lugar, pero su mascota no quiere. Chillando, trata de alejarse del cuerpo de Sebastián. Es tanto su miedo que logra soltar la correa y arranca. Su dueño sigue caminando sin importarle. Se pone de rodillas frente a Sebastián y baja la cabeza justo sobre el adorno en el pasto, esperando con orgullo una acción que, ya sabe, va a ocurrir. La pupila del ojo izquierdo y anaranjado de Sebastián se inflama.

Un pequeño cilindro metálico atraviesa la cabeza del vecino, vaciando todas sus ideas preconcebidas sobre ese manto verde floreado que comienza a iluminarse.

Sebastián aprecia con excitación cómo lentamente la sangre y el agua colman el dibujo de un rostro en un cuadrado perfecto, como la pintura abstracta de una criatura.

Aparta el cuerpo inerte y de rodillas comienza a escarbar. Su ojo anaranjado brilla de emoción, la sangre fresca lo ayuda a ablandar la tierra, sus uñas son garras que enardecidas arrancan las flores, el pasto y la tierra. La lluvia comienza cada vez a caer con más fuerza, refrescando su espalda.

Con el sonido del disparo, los vecinos se asoman temerosos por las ventanas, pero al verlo ahí, escarbando su luz, sus miradas cambian a admiración. Se ponen de pie como en ordenada secuencia y comienzan uno a uno a apoyar las palmas en las ventanas, mientras los faroles de la calle comienzan a titilar.

Sin notarlo, Sebastián sigue arrancando el pasto… lo arranca todo en un cuadro de un metro de diámetro. Mueve la tierra húmeda y lodosa de agua mezclada con sangre y por fin, sus ojos se abren enormes y sonrientes. Finalmente ve lo que esperó durante casi cuarenta años.

—Veo tu luz, te haces presente ante mí, por fin. —Sebastián no aparta la mirada de la tierra en una emoción de divinidad. Sigue hablando solo, haciendo las mismas pausas que antes, como si alguien respondiera a sus palabras.

—Te escucho fuerte y claro; ¿esto es lo que creo que es?

—Lo siento, perdón. Sé que soy un simple mortal; no tenía intención de ofenderte. —Se arrodilla y pone sus manos en el suelo—. No soy más que un suspiro de tu eternidad —Espera un momento en silencio, escuchando atento.

—Gracias por permitirme ver tu luz y hablar contigo. —Una pausa y una sonrisa.

—Este artefacto sagrado será el inicio de la nueva gloria eterna —declara levantando un mango de lo que parece ser un arma antigua, con escrituras jeroglíficas talladas. La sangre recorre cada detalle escrito en ese artefacto, como sediento de vida.

—Como ordenes… si una joven es lo que pides, ese será tu cordero mañana —concluye poniéndose de pie, mirando el cuerpo inerte en el suelo, notando con soberbia las miradas curiosas que desde las ventanas se posan sobre él. La calma acaricia su alma. Y de un segundo a otro, fuegos artificiales inundan la ciudad.

“Es el festejo de esta nueva venida. Antes vine en paz y no funcionó. Actuaré como siempre debí hacerlo”, piensa Sebastián inflando su pecho.

Capítulo 3 - Amelia

Es de noche y su coche brilla como siempre. Sebastián está a segundos de volver a su casa después de otro día de transportar personas, personas que curiosas repiten la misma pregunta: ¿por qué alguien como él y con ese vehículo está usando esa App de transporte y no haciendo otra cosa?—Está bien, una última pasajera; tú mandas —comenta Sebastián a la nada, deteniendo su auto junto a una hermosa joven.

—¿Amelia? —pregunta el hombre sonriente, mostrando sus perfectos dientes blancos, alineados, como si tuviera incluso más de los que corresponde. Sus ojos redondos y brillantes hipnotizan con sus colores. Le da la bienvenida a la indefensa joven rubia que, confiada, pone un enorme bolso dentro del auto, luego sube, las delgadas piernas a la vista, la falda muy corta, su esbelto cuerpo sobre el vehículo tapizado de cuero que la llevaría a su destino, aunque tal vez no el digitado en la aplicación.

Él la mira por el espejo retrovisor, luego se voltea y la observa de frente a los hermosos ojos pardos de la joven.

—Bienvenida. ¿Cuál será nuestro destino? —le pregunta, dejando un siniestro espacio entre sus palabras.

Ella, con un dejo de coquetería, se distrae por los colores de los ojos del conductor. Recoge su pelo detrás de su oreja, tal vez por la inexperiencia de una joven que no llega a los veinte años. Le dice adónde se dirige sonriendo de vuelta, mientras acomoda su pequeña cartera, su falda y su celular.

—Podemos seguir el camino que nos da la App, pero yo conozco uno mucho mejor —propone Sebastián.

—El que usted quiera —responde con confianza la joven, sin saber la puerta que acaba de abrir ni la que ha cerrado.

—Entendido —responde el conductor con una leve sonrisa.

***

Catorce minutos más tarde

—Y mi familia no lo entiende. Este deporte no es mi pasión: un arco y una flecha, ¿cómo puedo ser feliz solo con eso? Necesito más en mi vida… —sigue contando la joven entre lágrimas—. La depresión es algo real, es una enfermedad física. Me tratan de dar ánimo y es lo que menos quiero; no quiero tener esa vida normal que quieren para mí. Trabajo, casa, hijos, no me importa nada de eso, mascotas, porque siempre la familia quiere que hagamos lo ellos creen que es mejor para nosotros. ¿No tenemos derecho a elegir algo distinto? Algo que nos haga llenar este vacío que sentimos dentro. No sé ni siquiera si quiero llegar a mi casa así, disculpa todo este drama… —concluye la joven mientras avanzan las luces de los faroles haciendo sombras continuas por la enorme ventana panorámica en el techo del auto.

—Nadie en tu familia va a entenderte, Amelia, menos todavía la persona que más lo esperas: tu padre Raymundo —responde Sebastián con la seguridad del que sabe exactamente de lo que está hablando.

Ella seca sus lágrimas y mirando sus manos, se detiene por un segundo.

—Nunca te dije el nombre de mi padre… —comenta mirando la nuca del conductor.

—Tendré más cuidado la próxima vez que abra la boca —dice Sebastián, exagerando el tono de disculpa.

—¿De qué estás hablando? ¿Con quién hablas? —pregunta la joven, los latidos. de su corazón acelerados.

—Es ella, ¿verdad? —pregunta Sebastián, mirando hacia el asiento del copiloto.

—Me bajo acá. Por favor.

Sebastián mira hacia atrás con la misma sonrisa que la recibió en un principio, de ojos y dientes.

—Nos falta muy poco para llegar, Amelia. Yo puedo llenar ese vacío que sientes por dentro —le guiña su ojo anaranjado lentamente.

—Para ¡ahora! O voy a saltar, te lo juro…

—No hay necesidad de alterarnos. Puedes volver a fracturarte esa hermosa rodilla derecha si lo haces, como cuando eras pequeñita…

“Cómo sabe eso, qué pasa acá”, piensa Amelia. Mira hacia la calle vacía y luego su bolso. “No puedo sacar mi arco en tan poco espacio, qué hago, qué hago”. Con desesperación tira del pestillo de la puerta y en el mismo movimiento la abre. Sin importarle que el vehículo siga en marcha, se arroja al suelo. Sebastián ya había disminuido la velocidad, como esperando esa reacción. Veinte kilómetros por hora solo la hicieron tropezar, pero sintió el crujido en su rodilla derecha, recordando el momento en su infancia en que se la fracturó. Sebastián detiene el auto y baja analizando los alrededores; al no ver testigos, camina lentamente. Ella se arrastra de espaldas en el oscuro y pedregoso cemento.

—Por favor, no sé qué pasa, pero mi familia tiene mucha plata, te pueden pagar lo que sea —ruega la joven, las piedrecillas rasguñándole los muslos, sintiendo el dolor en la rodilla. Sebastián la alcanza sin problemas y la mira desde arriba.

—No es dinero, Amelia. Eso es fácil de conseguir, pero lo que vamos a tener nosotros es algo mucho más especial.

—Por favor, no… Por favor, déjame ir, llévate mi bolso. —La joven deja brotar las lágrimas mientras sigue tratando de arrastrarse. Va pensando en los consejos de su padre, de su familia, a los que nunca escuchó.

—¡Ayuda! —grita repentinamente.

Sebastián se para detrás de ella y, cruzando su musculoso brazo derecho por el delicado cuello de la joven, hace palanca con el brazo izquierdo, cerrando completamente sus vías respiratorias.

—Shhhhhh, descansa. Ya estás en los brazos de tu verdadero padre —le susurra al oído mientras ella cierra con lentos pestañeos su último atisbo de conciencia. Trata de luchar contra lo inevitable aleteando con las manos, dejando tras un leve tiritón todo su cuerpo laxo sobre los brazos de Sebastián, al que le brillan ambos ojos con emoción.

Capítulo 4 - Comenzando a entender

—Me encantan los sonidos de las cosas en completo silencio, son perfectos. Tic tac, clip, clap, tuc, tuc… Cada cosa tiene su auténtico sonar, perfecto para lo que es. Es como si quisieran mostrarse ante nosotros con su mejor canto, incluso sabiendo que nuestros sentidos nos engañan… ¿No te parece? —le pregunta Sebastián a Amelia, que cuelga de los pies. Una soga la amarra al techo de un oscuro sótano.

—Mmmhgg, mhgngmm. —Lágrimas caen por sus ojos y recorren su frente hasta golpear el frío suelo de cemento. Sebastián lo observa y espera el gratificante sonido: “plic, plic” para inspirar con satisfacción—. Es perfecto —comenta mirando a la joven con ternura, pasándole un dedo tiernamente por el delicado rostro que tiene al menos veinte años menos que él.

—Tú eres perfecta… Ya van cuatro días y creo que vas entendiendo lo que está pasando. Lo intentaremos una vez más: te relataré lo que escribí para ti y luego me dirás lo que piensas —pronuncia teatralmente Sebastián, tomando su libreta de anotaciones.

“Era una playa tranquila. Ella caminaba descalza, apreciando el placentero roce de cada grano de arena entre los dedos de sus pies. A su espalda asomaba un cálido sol, tocando con suavidad sus frágiles y agotados hombros. La brisa con sus pétalos de aire mecía sus cabellos dorados, estimulando con caricias cada milímetro de su suave y delicado cuerpo”.

—¿Te gusta? —le pregunta mirando a los ojos a una aparentemente más calma Amelia mientras le saca la mordaza de la boca.

Ella no emite ningún sonido, solo una respiración profunda y placentera. Sus ojos pardos, inyectados por la sangre que cae desde sus pies a su cabeza, lo miran fijamente, como si algo hubiese cambiado.

Sebastián lo comprende perfectamente. Con la mano izquierda la toma de la nuca y la levanta; con su mano derecha suelta la cuerda de sus pies, luego posa la misma mano en su espalda, tomándola en sus brazos como un recién casado a su esposa en su primera noche juntos. Ella acomoda su boca, moviendo sus aún sensuales y jóvenes labios, pese a la resequedad de quien no se ha hidratado bien durante días. Pestañea con lentitud, como un felino que entiende por fin la situación.

—Es exactamente lo que estaba soñando… eras tú, verdad, ese sol que apacigua mi dolor, eres tú —le dice, sus ojos llenos de lágrimas, como quien ve frente a ella un milagro revelado. Siente el tranquilizador calor que irradia el cuerpo de Sebastián; él la aprieta contra su pecho y besa su frente.

—Amelia… —pronuncia como quien comienza a creer lo que está pasando, pero aún no puede—. Es ella, verdad, la primera de mis hijas —trata de decir con todo el convencimiento que en ese momento posee, esperando la respuesta—. Gracias… —continúa mirando hacia atrás, luego vuelve a mirar a Amelia—. Hoy conocerás la divinidad que, devolviéndome lo arrebatado, me volverá a despertar. Gracias a nuestros sacrificios volveré a dar prosperidad y libertad a este oscuro planeta.

Amelia mueve lentamente la cabeza para ver la sombra que se proyecta a espaldas de Sebastián. Abre los ojos y como poseída por un enigma resuelto, comienza a temblar. Vuelve a mirar a la cara a Sebastián y ve la solemnidad de su captor. De golpe exhala todo el aire de su pecho y se deja caer completamente en sus brazos fuertes, que ahora sostienen el peso de su cuerpo debilitado.

—Puedo sentirlo, es tan… reconfortante, siento que es como volver a nacer —susurra Amelia con los ojos cerrados.

—Pronto sabrás tu misión en todo esto —asegura Sebastián, respirando profundo—. Pronto podrás sentir tu verdadero ser… tan real como ahora me tocas a mí. —Vuelve a llenar de aire de su pecho, erizando cada folículo de su cuerpo—. Pronto entenderás lo que tenemos que hacer… Esto es solo el inicio, hija mía, así comienza nuestro camino… Amelia —concluye besándola con ternura.

Capítulo 5 - Primera sangre

“Este será un gran invierno”, piensa Sebastián mirando las nubes negras sobre su cabeza. Seis meses de trabajo en su carruaje, conociendo a personas; Amelia, encargada de las redes sociales y de esparcir el mensaje. Pero hoy será un día especial.

—Otro día, otra aventura —se dice a sí mismo deteniéndose en un semáforo. Una señora se acerca a su ventana vendiendo rosarios; Sebastián baja la ventana y Amelia lo mira.

—Sebastián, no es necesario.

Sebastián observa a su nueva hija por el espejo retrovisor, respira profundo y empuja desde la frente a la señora, haciéndola rebotar de espaldas y golpearse la nuca en el suelo. Todos los rosarios quedan esparcidos en torno a ella.