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Andrea Braverman nos trae una nueva adaptación de este clásico de Robert L. Stevenson, en el que la exploración de la dualidad de la naturaleza humana queda expuesta ante la ética y la visión de la sociedad. Esta obra clásica del siglo XIX es un fascinante estudio de la psicología humana y una reflexión sobre la moralidad.
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© Letra Impresa Grupo Editor, 2024 / 1.a edición: enero de 2024 / Guaminí 5007 (C1439HAK), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina / Teléfono: 7501 1267
[email protected] / www.letraimpresa.com.ar
Verne, Julio
De la tierra a la luna / Julio Verne ; adaptado por Beatriz Actis. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Letra Impresa Grupo Editor, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-4419-56-9
1. Novelas de Aventuras. I. Actis, Beatriz, adapt. II. Título
CDD 843.9283
Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
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El abogado Utterson nunca sonreía. Era frío, hablaba poco y le costaba expresar sus sentimientos. Sin embargo, se hacía querer.
No se daba muchos gustos. Aunque disfrutaba el teatro, por ejemplo, hacía veinte años que no pisaba uno. En cambio, con sus amigos era generoso y tolerante. Prefería ayudarlos en vez de criticar o juzgar. Su cariño hacia ellos, como la hiedra, crecía con el tiempo, aunque no fuera reconocido.
Así era el vínculo que tenía con Richard Enfield, un pariente lejano y famoso en toda la ciudad. Muchos no entendían esa amistad, y los que se cruzaban con ellos durante sus habituales paseos de domingo contaban que apenas conversaban, que parecían aburridos y recibían con alegría al que quisiera acompañarlos.
Fue en uno de esos paseos que los amigos llegaron a una calle estrecha de un barrio comercial de Londres. Era tranquila los domingos, pero muy transitada el resto de la semana porque estaba repleta de negocios. Casi en la esquina, había un edificio siniestro, de dos pisos, sin ventanas a la calle. La puerta no tenía campanilla ni llamador; los vagabundos se refugiaban junto a ella y encendían sus fósforos contra la madera despintada.
El señor Enfield y el abogado Utterson caminaban por la vereda de enfrente cuando llegaron a ese edificio abandonado.
—¿Te fijaste alguna vez en esa puerta? —preguntó Enfield, señalándola con su bastón—. Cada vez que la veo, recuerdo un hecho muy extraño.
—¿De verdad? —se interesó Utterson—. ¿De qué se trata?
—Una madrugada de invierno —contó el señor Enfield—, caminaba por una calle iluminada por faroles pero totalmente desierta. De pronto, vi dos figuras: un hombre bajo, que corría hacia el este, y una niña de unos ocho o diez años, que también corría a toda velocidad por una bocacalle. Como era de esperar, al llegar a la esquina, el hombre y la niña chocaron. Y esta es la parte más horrible de la historia: la niña cayó al suelo, y el hombre, a pesar de escuchar sus gritos, no se detuvo. Perseguí entonces a ese ser monstruoso y logré alcanzarlo. Lo obligué a volver al lugar donde ya varios familiares consolaban a la niña. Estaba tranquilo y no se resistió, pero me miró de una forma tan fea que sentí escalofríos.
Enseguida llegó un médico, que era precisamente al que la niña había ido a buscar. Revisó a la pobrecita y dijo que no estaba lastimada, solo asustada.
Supongo que creerás que así termina la historia, pero sucedió algo curioso. Tanto los familiares de la niña como el doctor y yo sentimos un gran odio frente a ese hombre frío y despectivo. Lo amenazamos con hacer un escándalo. Le aseguramos que todo Londres se enteraría de lo mal que se había portado.
“Veo que pretenden sacar ventaja del accidente”, nos dijo. “Soy un caballero y no me gusta que hablen mal de mí. Díganme cuánto dinero quieren”.
Entonces le exigimos nada menos que cien libras para la familia de la niña. Solo faltaba conseguir el dinero a esa hora, y ¿adónde crees que nos llevó? Pues a la puerta de ese edificio abandonado. Sacó una llave, entró, y al rato salió con 10 libras y un cheque por el resto del dinero firmado por un nombre que no voy a revelar, pero es uno de los datos más jugosos de esta historia. Solo te diré que es un nombre muy famoso y que suele aparecer en los diarios. Me tomé la libertad de comentarle que me parecía sospechoso que alguien entrara de madrugada a un lugar así y saliera con un cheque de tanto dinero firmado por otra persona. Pero el hombre me miró con frialdad.
“No se preocupe. Me quedaré con ustedes hasta que abra el banco y yo mismo cobraré ese cheque”, dijo. Así que el médico, el padre de la niña, nuestro extraño amigo y yo pasamos el resto de la noche en mi casa. Por la mañana, después del desayuno, fuimos todos juntos al banco. Le entregué el cheque al empleado y le dije que sospechaba que la firma era falsa. Pero estaba equivocado, el cheque era auténtico.
—¡Increíble! —dijo Utterson.
—Veo que piensas igual que yo —respondió Enfield—. Sí, es una historia misteriosa. Porque el hombre que empujó a la niña es detestable, pero el que firmó el cheque es bondadoso y tiene una vida ejemplar. Para mí, fue un chantaje: un hombre honrado que fue obligado a pagar una fortuna por algún motivo. Por eso llamo a ese edificio “la casa del chantaje”.
—¿Y sabes si la persona que firmó el cheque vive ahí? —preguntó Utterson.
—Sería lógico… —respondió Enfield—, pero no. Sé que su casa está frente a una plaza.
—¿Y nunca preguntaste quiénes viven ahí? —quiso saber Utterson.
—No —fue la respuesta—. Cuanto más raro me parece el caso, menos preguntas hago.
—Es una buena decisión —dijo el abogado.
—Pero he investigado el edificio por mi cuenta —continuó Enfield—. No tiene otra puerta, y el único que entra y sale es el hombre del que te hablé. En el primer piso hay tres ventanas que dan a un patio. Están siempre cerradas pero limpias. También hay una chimenea que echa humo, así que alguien debe vivir allí.
—Aunque me has dicho que no te gustan las preguntas, quiero hacerte una más… —dijo Utterson—. ¿Cómo se llama el hombre que chocó con la niña?
—Bueno, no creo que tenga nada de malo decírtelo. Su apellido es Hyde.
—¿Y cómo es físicamente? —preguntó el abogado.
—Me cuesta mucho describirlo. Es bajo, extraño, desagradable. Causa rechazo, pero no sabría decirte por qué.
El abogado Utterson caminó un rato en silencio. Parecía confundido.
—¿Estás seguro de que tenía llave? —preguntó por fin.
—Mi querido amigo… —respondió Enfield.
—Puede parecer extraño —lo interrumpió sorprendido Utterson—, pero si no te pregunto cuál es el nombre de la persona que firmó el cheque, es porque ya lo sé. Si la historia que me contaste no es del todo cierta, estás a tiempo de decírmelo.