Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
En todos nosotros habita la dualidad del bien y el mal. Pero ¿qué pasaría si lográramos acceder a ese mal absoluto y este se apoderara de nuestro cuerpo? Esta es la pregunta que se responde en esta novela, donde el Dr. Jekyll, un doctor pacífico y respetable, crea una fórmula que abre la puerta a un ser que es pura maldad… Esta historia clásica de Stevenson se acompaña en esta bella edición en tapa dura por ilustraciones a todo color que rescatan el espíritu oscuro del original; de igual manera, la historia fue fielmente traducida por Pedro Lama.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 144
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Stevenson, Robert Louis, 1850-1894
El extraño caso del dr. Jekyll y Mr. Hyde / Robert Louis Stevenson ; traducción de Pedro Lama ; ilustraciones de Gonzalo Rodríguez. --Bogotá: Panamericana Editorial, 2021.
168 p. ; 21 cm. -- (Literatura juvenil)
ISBN 978-958-30-6354-1
l. Novela inglesa I. Lama, Pedro, tr. II. Rodríguez, Gonzalo, il.JII. Tít. IV. Serie823.8 cd 21 ed.AGB7508
El extraño caso del
Dr.Jekyll
y Mr.Hyde
Dr.Jekyll
y Mr.Hyde
El extraño caso del
Dr.Jekyll
y Mr.Hyde
Robert Louis Stevenson
Traducción de Pedro Lama
Ilustraciones de Gonzalo Rodríguez
Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.
Segunda edición, junio de 2021
Primera edición en Panamericana Editorial Ltda.,
diciembre de 1997
© Panamericana Editorial Ltda.
Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 601) 3649000
www.panamericanaeditorial.com
Tienda virtual: www.panamericana.com.co
Bogotá D. C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Traducción
Pedro Lama Lama
Ilustraciones
Gonzalo Rodríguez Villamizar
Ilustración de cubierta
Diego Nicoletti
Diagramación
Marca Registrada
ISBN DIGITAL: 978-958-30-6544-6
Contenido
9 Prólogo
15 Historia de la puerta
28 En busca de Mr. Hyde
45 El doctor Jekyll estaba bastante tranquilo
51 El caso del asesinato de Carew
61 El incidente de la carta
72 El singular incidente del doctor Lanyon
81 Incidente en la ventana
86 La última noche
111 El relato del doctor Lanyon
126 Henry Jekyll hace una declaracióncompleta del caso
161 Nota biográfica
Este relato hace parte de una tradición profun-damente arraigada en la literatura británica del siglo XIX: la novela fantástica, de misterio o de horror. Mr. Hyde, esta criatura de características monstruosas –doble y otro yo del Dr. Jekyll–, puede ser relaciona-do con otros personajes literarios de la época: el mons-truo creado por el doctor Frankenstein, el retrato de Dorian Gray o Drácula. Ficciones que participan del imaginario decimonónico, y que a su vez constituyen la continuación de uno de los tópicos fundamentales del romanticismo: la búsqueda y el encuentro con el otro, con el doble. También son, de alguna manera, la representación literaria de una de las preocupacio-nes primordiales de la filosofía y de la ciencia de ese entonces: la investigación de las profundidades del ser, de los abismos del sueño.
Prólogo
Búsqueda, investigación y creación de ese otro yo desconocido al que esta literatura fantástica da vida y hace surgir, con la apariencia del monstruo. Monstruo que es, entonces, una metáfora del recóndito interior del ser humano, y que es denominado por los cientí-ficos, filósofos y escritores del siglo, de innumerables formas: conciencia humana, subconsciente, mal, de-monio, etc. Y es en este adentrarse en las profundi-dades del yo que la novela de misterio entra en con-tacto, se funde, con la psicológica; de ahí que el Dr. Jekyll sea muchas veces clasificado dentro de este último género. El monstruo es también una imagen del otro lado, no sólo del ser humano sino, de la so-ciedad victoriana que con su estricta moralidad pre-tende controlar y reprimir la naturaleza del hombre. Mr. Hyde surge de las profundidades del pantano, de los instintos, de los placeres prohibidos.
El origen mismo de esta historia es una pesadilla, de la cual surge la idea de escribir la novela. La forma en que está escrita refleja el lenguaje de los sueños, el contacto onírico con el “otro” interior. La narra-ción descriptiva en la que los hechos son contados a partir de enumeraciones ininterrumpidas –las frases como los hechos se suceden separados tan sólo por un punto y coma–, le da a los acontecimientos rela-tados la continuidad propia de los sueños. Así como el ritmo vertiginoso de la novela, debido justamente
a esta narración enumerativa, y las analogías utiliza-das, en las que, por ejemplo, Mr. Hyde es asociado con un dios hindú –Juggernaut– o con un demo-nio, y Londres se convierte en una ciudad fantasma-górica, irreal. Las descripciones de los espacios, de la ciudad, envueltos por la bruma, dan a las acciones una atmósfera de pesadilla y misterio.
Pero a pesar de estar la narración en contacto tan estrecho con lo onírico y con temas propios del ro-manticismo, su escritura, por el contrario, se distan-cia de un lenguaje emotivo y sentimental. Su lenguaje es rico, pero elaborado y medido; sus descripciones son poéticas pero a la vez precisas: la palabra no se deja llevar por la emoción, es exacta e irremplazable.
La narración tiene la estructura de una novela de misterio. Por ejemplo, hay un personaje-investigador encargado de develar el enigma: Mr. Utterson, quien en su búsqueda del pretendido chantajista del Dr. Jekyll y del asesino de Carew (hechos que inician y desencadenan la acción), va progresivamente desen-marañando para el lector el misterio de la novela.
El viaje de Stevenson a Samoa, en el Pacífico me-ridional, coincide en muchos puntos con su creación literaria y con los tópicos románticos tan presentes en ella. Enfermo de tuberculosis realiza este viaje al otro lado del mundo, lejos de las restrictivas normas
de su sociedad, encontrándose con lo radicalmente opuesto, lo otro. En su descripción del jefe Ko-o-amu podemos encontrar los elementos de su interés y fascinación por la dualidad del hombre y por el “mal”: «…gran caníbal en su día, ya se iba comiendo a sus enemigos mientras volvía a casa tras haberlos matado; y sin embargo es un caballero perfectamen-te afable e ingenuo; ningún tonto, por lo demás».
Ese encuentro final con lo otro, no es más que la realización de una de las obsesiones más recurrentes en la vida y la obra de Stevenson. Desde su tempra-na juventud, porque su educación fue regida dentro de estrechos marcos calvinistas, hasta su última mo-rada, la presencia del bien y del mal como entes ope-rantes en el mundo, no dejó de inquietarlo y seducir-lo. Por tal motivo encontramos esa preocupación en gran parte de su obra, pero especialmente en El ex-traño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hydees donde la an-gustia, como una pesadilla, recorre cada línea, cortan-do el aliento del lector, envolviéndolo en la sombra de los otros que todos llevamos dentro, como la niebla y el rumorenvuelven este Londres fantástico, sus-pendido en el terror de las profundidades de la naturaleza humana.
Pedro Lama
A
KATHARINE DE MATTOS
Está mal desatar los lazos que Dios decretó para unir; Seguiremos siendo los hijos del brezo y del viento.Lejos del hogar, ¡oh!, todavía es para ti y para míQue hermosa florece la retama en el país del norte.
El abogado Mr. Utterson era un hombre de semblante austero, que nunca fue iluminado por una sonrisa; frío, parco y tímido en el discurso; retraído en los sentimientos; delgado, alto, apaga-do, monótono y sin embargo extrañamente ado-rable. En reuniones amistosas, y cuando el vino era de su gusto, algo eminentemente humano ful-guraba de sus ojos; algo en efecto que nunca se reflejó en su conversación, pero que se expresaba no sólo en estos símbolos silenciosos del rostro
Historia de la puerta
después de la cena, sino de manera más fuerte y frecuente en los actos de su vida. Era severo con-sigo mismo; bebía ginebra cuando estaba solo, para reprimir un gusto por los vinos añejos; y aunque disfrutaba el teatro, no había cruzado las puertas de ninguno en veinte años. Pero era reco-nocido por su tolerancia hacia los otros; a veces maravillándose, casi con envidia, ante la intensi-dad de los espíritus involucrados en fechorías; y en caso de algún apuro estaba más inclinado a ayudar que a reprobar. «Me inclino por la herejía de Caín –solía decir de forma curiosa–; dejo que mi hermano se vaya al demonio por su propio ca-mino.» Conforme a esto, su suerte usualmente era ser la última persona respetable y la última buena influencia en las vidas de hombres que iban cues-ta abajo. Y a éstos, con tal de que vinieran a su despacho, nunca les mostró ni una sombra de cambio en su conducta.
Sin duda este comportamiento le resultaba fácil a Mr. Utterson, pues era reservado en el mejor de los casos, y aún sus amistades parecían estar fun-dadas en una similar comunión del buen carácter. Es señal de un hombre modesto aceptar su círculo de amigos ya establecido por la ocasión, y esa era la forma de ser del abogado. Sus amigos eran los de su misma sangre, o aquellos a quienes había
conocido desde hace mucho; sus afectos, como la hiedra, eran producto del tiempo, no impli-caban idoneidad en el objeto. De ahí, sin duda, el vínculo que lo unía al señor Richard Enfield, su pariente lejano, hombre muy conocido en la ciudad. Para muchos era difícil entender lo que estos dos veían el uno en el otro, o qué tema po-dían encontrar en común. Rumoraban los que se los encontraban en sus caminatas dominicales, que no decían nada, que parecían particularmente aburridos, y que acogerían con evidente alivio la aparición de un amigo. A pesar de esto, los dos hombres concedían gran importancia a estas ex-cursiones, las consideraban la joya principal de ca-da semana, y no sólo eludían las oportunidades de placer, sino que incluso resistían los llamados de negocios, para poder disfrutarlas sin interrupción.
Sucedió en uno de estos paseos que su camino los condujo a una callejuela de un barrio concu-rrido de Londres. La calle era pequeña y lo que podríamos llamar tranquila, pero entre semana operaba un próspero comercio. Parecía que a to-dos los habitantes les iba bien, y todos esperaban ambiciosamente que les fuera aún mejor, dispo-niendo del excedente de sus ganancias en coque-terías; así que las fachadas de las tiendas se suce-dían a lo largo de esa calle con apariencia incitadora,
como filas de vendedoras sonrientes. Aun los do-mingos, cuando ocultaba sus encantos más flori-dos y quedaba relativamente vacía de tránsito, la calle relucía al contrastar con los sucios alrededo-res, como un fuego en el bosque; y con sus persia-nas recién pintadas, sus cobres bien lustrados, y esa nota general de limpieza y alegría, inmediatamen-te llamaba la atención y agradaba al transeúnte.
A dos puertas de una de las esquinas, a mano iz-quierda yendo hacia el este, la hilera era interrumpi-da por la entrada de un patio interior; y justo en ese punto, el aguilón de un siniestro edificio sobresalía en la calle. Era de dos pisos: no tenía ventanas, sólo una puerta en el piso de abajo y la fachada ciega, de un muro descolorido, en el superior; mostraba en cada rasgo, las marcas de una prolongada y sórdida negligencia. La puerta, que no tenía ni campana ni aldaba, estaba agrietada y desteñida. Los vagabun-dos entraban agachados al nicho y encendían fósfo-ros en los paneles; los niños hacían negocios en las escaleras; un escolar había probado su cuchillo en las molduras; y por cerca de una generación, nadie había aparecido para ahuyentar a estos visitantes fortuitos o para reparar sus destrozos.
Mr. Enfield y el abogado estaban del otro lado de la callejuela, pero cuando se acercaron a la en-trada, el primero levantó su bastón y señaló.
–¿Alguna vez notó esa puerta? –preguntó. Y cuando su acompañante respondió afirmativamen-te añadió–: Está asociada en mi memoria con una historia muy extraña.
–¿De verdad? –dijo el señor Utterson, con un leve cambio de voz–, ¿y de qué se trata?
–Bueno, ocurrió así –contestó Mr. Enfield–. Regresaba a casa desde algún lugar en el fin del mundo, hacia las tres de una negra mañana de invierno, y mi camino me llevó a través de una parte de la ciudad donde literalmente no había na-da que ver además de faroles. Calle tras calle, toda la gente dormida, calle tras calle, todo iluminado como para una procesión, todo tan vacío como una iglesia, hasta que finalmente me asaltó ese es-tado de ánimo en el que un hombre escucha y escucha anhelando ver a un policía. De repente, vi dos figuras: una era la de un hombre pequeño que caminaba a buen paso hacia el este, y la otra una niña de tal vez ocho o diez años que salía co-rriendo de una bocacalle, tan rápido como le era posible. Pues bien, señor, como era de esperarse, al llegar a la esquina se dieron de bruces; y luego vino la parte horrible del asunto, pues el hombre pisoteó tranquilamente el cuerpo de la niña y la dejó en el piso gritando. No suena tan terrible al
oírlo, pero fue infernal de ver. No parecía un hombre; era como un maldito juggernaut1Di un grito, me eché a correr, agarré a mi caballero por el cuello, y lo traje de vuelta al sitio donde ya ha-bía un grupo considerable de gente en torno a la niña en llanto. Él se mostraba del todo indiferen-te y no opuso resistencia, pero me miró de una manera tan repulsiva, que hizo que el sudor co-rriera por mi cuerpo. Las personas que habían apa-recido eran familiares de la niña; y al poco tiempo llegó el médico a quien ella había salido a buscar. Pues bien, la niña no estaba tan mal; un poco asustada, según el matasanos y se podría suponer que ahí terminaba todo. Pero se presentó una cu-riosa circunstancia. Yo había sentido aversión por mi caballero a primera vista. Así como también la familia de la niña, lo cual era natural. Pero el caso del médico fue el que me impactó. Era un botica-rio del montón, sin edad ni color particulares, con un fuerte acento de Edimburgo, y casi tan emo-tivo como una gaita. Pues bien, él estaba como el resto de nosotros; cada vez que miraba a mi pri-
1 Deidad de la mitología hindú llamada también Jagannãth; equivale a Krishna, octavo avatar (manifestación, encarna-ción o descenso) de Visnú. Tiene su templo en la ciudad del mismo nombre, llamada también Puri. Cada año, en junio o julio, 200 servidores se enganchan al carro del dios y lo conducen al templo; según la leyenda, a su paso se arrojan los peregrinos para ser aplastados bajo sus ruedas.
sionero, yo veía al matasanos palidecer y enfer-marse con el deseo de matarlo. Sabía lo que esta-ba pensando, tanto como él sabía lo que yo pensaba; y al no ser el asesinato una posibilidad, optamos por otra alternativa. Le dijimos al hom-bre que podríamos y haríamos tal escándalo de esto, que su nombre apestaría de un extremo a otro de Londres. Si tenía amigos y buena reputa-ción, nosotros nos encargaríamos de que los per-diera. Y todo el tiempo, a la vez que lo atacába-mos con saña, hacíamos lo posible por mantener a las mujeres alejadas de él, pues estaban enarde-cidas como arpías. Nunca había visto un círculo de rostros tan lleno de odio; y ahí en el medio estaba el hombre, con una especie de negra, des-deñosa frialdad (también asustado, yo podía ver eso) pero, señor, manejando la situación realmen-te como Satanás.
»–Si ustedes deciden hacer fortuna de este ac-cidente –dijo–, estoy en verdad desprotegido. Todo caballero desea evitar un escándalo. Designen us-tedes la cantidad.
»Pues bien, le exigimos cien libras para la fami-lia de la niña; a él evidentemente le hubiera gusta-do librarse; pero había algo en todos nosotros que indicaba que teníamos malas intenciones, y al final
se dio por vencido. El paso siguiente era conseguir el dinero; ¿y a dónde cree que nos llevó sino a ese lugar de la puerta? Sacó la llave con desprecio, entró, y más tarde volvió con la cantidad de diez libras en oro y un cheque del Coutts por el resto, hecho a nombre del portador y firmado con un nombre que no puedo mencionar (aunque sea ese uno de los puntos de mi historia), pero era un nombre bastante conocido y que se podía ver im-preso a menudo. La cifra era exorbitante; pero la firma, si resultaba genuina, era mucho más valio-sa. Me tomé la libertad de señalarle a mi caballero que todo este negocio parecía irregular, y que en la vida real un hombre no entraba en un sótano a las cuatro de la mañana y salía de éste con un cheque de otro hombre por cerca de cien libras. Pero él seguía absolutamente tranquilo y despectivo.
»–No se inquieten –dice– me quedaré con us-tedes hasta que los bancos abran y yo mismo co-braré el cheque.
»Así que todos nos pusimos en camino: el mé-dico, el padre de la niña, nuestro sujeto y yo, y pasamos el resto de la noche en mis recámaras; y al día siguiente, después de desayunar, fuimos en masa al banco. Yo mismo entregué el cheque, y dije que tenía razones para creer que era falso.
Nada de eso. El cheque era genuino.
–Vaya, vaya –dijo Mr. Utterson.
–Veo que usted opina como yo –dijo Mr. En-field–. Sí; es una historia