El Sr. Utterson, el abogado, era
un hombre de rostro duro en el cual no brillaba jamás una sonrisa;
frío, lacónico y confuso en su modo de hablar; poco expansivo;
flaco, alto, de porte descuidado, triste, y sin embargo, capaz no
sé por qué, de inspirar afecto. En las reuniones de amigos, y
cuando el vino era de su gusto, había en todo su ser algo
eminentemente humano que chispeaba en sus ojos; pero ese no sé qué,
nunca se traducía en palabras; sólo lo manifestaba por medio de
esos síntomas mudos que aparecen en el rostro después de la comida,
y de un modo más ostensible, por los actos de su vida. Era rígido y
severo para consigo mismo; bebía ginebra cuando se hallaba solo,
para mortificarse por su afición al vino; y, aunque le agradaba el
teatro, hacía veinte años que no había penetrado por la puerta de
ninguno. Pero tenía para con los demás una tolerancia particular; á
veces se sorprendía, no sin una especie de envidia, de las
desgracias ocurridas á hombres inteligentes, complicados ó
envueltos en sus propias maldades, y siempre procuraba más bien
ayudar que censurar. "Me inclino,—tenía por costumbre decir, no sin
cierta agudeza—hacia la herejía de Caín; dejo que mi hermano siga
su camino en busca del diablo." Con ese carácter, resultaba á
menudo, que era el último conocido honrado y la última influencia
buena para aquellos cuya vida iba á mal fin; y aún á esos, durante
todo el tiempo que andaban á su alrededor, jamás llegaba á
demostrar ni siquiera la sombra de un cambio en su manera de
ser.
Sin duda era fácil esa actitud
para Utterson, pues era absolutamente impasible, y hasta sus
amistades parecían fundadas en sentimientos similares de natural
bondad. Es característico en un hombre modesto el aceptar de manos
de la casualidad las amistades, y eso es lo que había hecho el
abogado. Sus amigos eran sus parientes ó aquellos á quienes había
conocido desde hacía mucho tiempo; sus afecciones, como la hiedra,
crecían con el tiempo, pero no procedían de ninguna inclinación
especial. De ahí, sin duda, provenía la amistad que le unía á
Ricardo Enfield, uno de sus lejanos parientes, y hombre que
frecuentaba mucho la sociedad. Para algunos había en ello un
enigma; ¿qué podrían hallar uno en otro, y qué podía haber de común
entre ambos? Los que los encontraban en sus paseos del domingo,
referían que no se hablaban, que parecían sombríos, y que la
aparición ó la llegada de algún amigo era acogida por ellos con
evidentes signos de satisfacción y hasta de consuelo.
Á pesar de todo, ambos daban gran
importancia á aquellos paseos, que eran como el principal placer
para ellos, y no sólo rechazaban todas las demás distracciones,
sino que prescindían en absoluto de los negocios, para disfrutar
con mayor libertad de sus paseos.
La casualidad hizo que en una de
aquellas excursiones, cruzasen una callejuela situada en un barrio
comercial de Londres. Era sumamente tranquila, pero en los días de
trabajo había en ella un comercio activo. Sus habitantes hacían
todos buenos negocios, esperaban hacerlos mejores en el porvenir, y
dedicaban el sobrante de sus beneficios al embellecimiento de sus
residencias, de tal suerte, que las fachadas de las tiendas
alineadas á lo largo de la calle parecían invitarlo á uno como
hubieran podido hacerlo dos hileras de sonrientes vendedoras. Hasta
el domingo, cuando aquellos atractivos encantos estaban ocultos y
la calle parecía relativamente desierta, ofrecía marcado contraste
con las inmediaciones, bastante sucias, contraste parecido al de un
fuego brillante en medio de un bosque sombrío; no cabe duda de que
aquellas persianas recien pintadas, aquellos bronces relucientes, y
aquella nota de limpieza y de alegría sorprendían y agradaban á los
transeúntes.
Á dos casas de distancia de la
esquina de la calle, á mano izquierda yendo hacia el Este, la línea
se hallaba cortada por la entrada de un callejón sin salida, en el
que se levantaba un edificio de aspecto triste, cuyos aleros se
extendían sobre la calle. Tenía dos pisos, ninguna ventana, solo
una puerta en la planta baja, y el muro deteriorado que se elevaba
hasta el extremo superior; en todo demostraba aquella construcción
largo tiempo de abandono y descuido. La puerta, en la cual no había
ni campanilla ni picaporte, estaba deteriorada y sucia. Los vagos
acostumbraban sentarse en el escalón de ella, y la utilizaban para
encender fósforos; los muchachos de las escuelas habían probado sus
cuchillas en las molduras; y durante muchísimo tiempo nadie se
había preocupado de rechazar á aquellos visitantes, ó de reparar
sus daños.
El Sr. Enfield y el abogado
cruzaban por el otro lado de la callejuela, y al llegar frente á
aquel edificio, el primero señaló á la puerta con su bastón.
—¿Habéis observado alguna vez
esta puerta?—preguntó; y cuando su amigo le hubo contestado
afirmativamente, añadió:—se halla enlazada en mi memoria con una
historia harto singular.
—¿De veras?—dijo Utterson, con
una ligera alteración en la voz—¿qué historia es esa?
—Hela aquí—replicó el Sr.
Enfield.—Regresaba á mi casa desde un punto lejano, á eso de las
tres de la madrugada, una obscura noche de invierno, y mis pasos me
llevaron á una parte de la ciudad en donde no se veía más que los
faroles. Todo el mundo dormía; las calles se hallaban iluminadas
como para una procesión y completamente desiertas; mi ánimo había
llegado á hallarse en aquel estado en que se desea ardientemente
ver á un agente de policía. De pronto ví dos personas: una de ellas
era un hombrecillo que caminaba á buen paso hacia el Este, y la
otra una niña de ocho á diez años que corría tanto como le era
dable, por una calle transversal. Al cruzarse en la intersección de
las dos calles, chocaron uno con otro, y el hombre pisoteó con la
mayor calma el cuerpo de la niña, dejándola tendida en el suelo y
continuando su camino. Aquello no era el proceder de un hombre,
sino más bien el del diablo indio Juggernaut. Lancé un grito, eché
á correr, cogí á mi hombre por el cuello, y lo llevé al punto en
donde ya, alrededor de la criatura, que se quejaba lastimosamente,
había varias personas. Estaba enteramente tranquilo, y además, no
opuso la menor resistencia, pero me lanzó una mirada que me
infundió verdadero terror. Las personas que habían salido de la
casa inmediata eran todas de la familia de la niña, y poco después
llegó el médico, á quien habían ido á buscar. En realidad, la
criatura no estaba gravemente herida, sino más bien asustada, según
dijo el facultativo; y tal vez podríais suponer que las cosas no
pasaron de ahí; pero había una circunstancia curiosa. Desde el
primer golpe de vista había experimentado yo odio contra el
agresor, así como la familia de la niña, lo cual era muy natural.
Lo que más me sorprendió fué la conducta del médico. Era un tipo
ordinario, sin nada de particular, con un marcado acento escocés, y
de aspecto tranquilo y pacífico; pero no pudo menos de experimentar
la misma conmoción que nosotros; cada vez que miraba á mi
prisionero, veía yo que el doctor palidecía y contenía el deseo de
arrojarse sobre él. Yo comprendía lo que pensaba, y él á su vez,
también comprendía mi pensamiento; y como no era posible asesinar á
aquel hombre, optamos por lo mejor. Le dijimos que nos proponíamos
hacer tanto ruido respecto de aquel asunto, que su nombre sería
maldecido de un extremo á otro de Londres. Mientras le decíamos
esto, nos vimos obligados á defenderlo contra las mujeres, que
parecían tan exaltadas como harpías. En mi vida he visto una
reunión de caras que demostrasen el odio que aquéllas; y en medio
de todos, nuestro hombre, parecía hacer alarde de una presencia de
espíritu brutal, sarcástica—como desafiando á todos, aunque en el
fondo yo veía que estaba asustado.
—Si lo que deseais—dijo—es sacar
dinero á costa de este incidente, me declaro vencido. Todo
caballero desea evitar el escándalo—añadió;—decidme la suma que
pretendeis.