El forastero misterioso - Mark Twain - E-Book

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Mark Twain

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Beschreibung

Un invierno de 1590 un extraño personaje llega por sorpresa a Eseldorf, una aldea de Austria. Se llama Satán y es capaz de hacer cosas prodigiosas. El forastero misterioso no tardará en poner patas arriba a toda la vecindad, y no sólo por sus espectaculares obras sino también por su empeño en ridiculizar la condición humana, para él mucho más salvaje que el mundo de los animales. Con un derroche de imaginación que traspasa la frontera de la literatura fantástica, Mark Twain se ríe de los ritos religiosos y de la crueldad social mediante un humor ácido y provocador, mucho más amargo del que utilizó en la mayoría de las obras que le han hecho famoso. Considerado uno de los títulos más satíricos y mordaces de su autor.

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Mark Twain

EL FORASTERO MISTERIOSO

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-303-9

Greenbooks editore

Edición digital

Mayo 2019

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-303-9
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Indce

CAPÍTULO PRIMERO

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPITULO V

CAPITULO VI

CAPITULO VII

CAPITULO VIII

CAPITULO IX

CAPITULO X

CAPITULO XI

CAPÍTULO PRIMERO

Fue el año 1590. Invierno. Austria quedaba muy lejos del mundo y dormía; para Austria era todavía el Medioevo, y prometía seguir siéndolo siempre. Ciertas personas retrocedían incluso siglos y siglos, asegurando que en el reloj de la inteligencia y del espíritu se hallaba Austria todavía en la Edad de la Fe. Pero lo decían como un elogio, no como un menosprecio, y en este sentido lo tomaban los demás, sintiéndose muy orgullosos del mismo. Lo recuerdo perfectamente, a pesar de que yo solo era un muchacho, y recuerdo también el placer que me producía.

Sí, Austria quedaba lejos del mundo y dormía; y nuestra aldea se hallaba en el centro mismo de aquel sueño, puesto que caía en el centro mismo de Austria. Vivía adormilada y pacífica en el hondo recato de una soledad montañosa y boscosa, a la que nunca, o muy rara vez, llegaban noticias del mundo a perturbar sus sueños, y vivía infinitamente satisfecha. Delante de la aldea se deslizaba un río tranquilo, en cuya superficie se dibujaban las nubes y los reflejos de los pontones arrastrados por la corriente y las lanchas que transportaban piedra; detrás de la aldea se alzaba una ladera llena de arbolado, hasta el pie mismo de un altísimo precipicio; en lo alto del precipicio se alzaba ceñudo un enorme castillo, con su larga hilera de torres y de baluartes revestidos de hiedras; al otro lado del río, a una legua hacia la izquierda, se extendía una ondulante confusión de colinas revestidas de bosque, y rasgadas por serpenteantes cañadas en las que jamás penetraba el sol; hacia la derecha, el terreno estaba cortado a pico sobre el río, y entre ese precipicio y las colinas de que acabamos de hablar, se extendía en la lejanía una llanura moteada de casitas pequeñas que se arrebujaban entre huertos y árboles umbrosos.

La región toda, en muchas leguas a la redonda, era una propiedad hereditaria de cierto príncipe, cuyos servidores mantenían perpetuamente el castillo en perfecta condición para ser ocupado, a pesar de que ni él, ni su familia aparecían por allí más de una vez cada cinco años. Cuando llegaban es como si hubiese llegado el señor del universo, aportando con él todas las magnificencias de los reinos del mismo; y cuando se marchaban, dejaban tras ellos un sosiego que se parecía mucho al sueño profundo que se produce después de una orgía.

Para nosotros, los niños, era Eseldorf un paraíso. No resultaba la escuela para nosotros una carga excesiva; en ella nos enseñaban principalmente a ser buenos cristianos, a reverenciar a la Virgen, a la Iglesia, y a los santos, por encima de todo. Fuera de esos temas no se nos exigía que aprendiésemos mucho, a decir verdad no se nos permitía. El saber no era bueno para las gentes vulgares y quizá podía descontentarles con la suerte de Dios les había señalado en este mundo, y Dios no tolera que nadie esté descontento de sus planes. Teníamos dos sacerdotes. Uno de ellos era un clérigo muy celoso y enérgico; se llamaba padre Adolfo y era muy apreciado.

Quizá en ciertos aspectos puedan haber existido sacerdotes mejores que el padre Adolfo, pero no hubo jamás en nuestra comunidad otro por el que sintiesen todos un respeto más solemne y reverente. Este respeto nacía de que él no experimentaba miedo alguno del diablo. Era el único cristiano de cuantos yo he conocido del que pudiera afirmarse eso con verdad. Por esa razón la gente sentía profundo temor del padre Adolfo; pensaban que aquel hombre poseía alguna cualidad sobrenatural, pues de otro modo no se habría mostrado tan audaz y seguro. Todo el mundo habla del demonio con dura antipatía, pero lo hacen de un modo reverente, no en tono de guasa; aplicaba al demonio todos los calificativos que le acudían a la lengua; y al oírlo sus oyentes se escalofriaban; con mucha frecuencia se refería al diablo en tono de mofa y de burla; al oírle las gentes se santiguaba, y se alejaban rápidamente de su presencia, temerosos de que fuese a ocurrir algo terrible.

El padre Adolfo se había encontrado más de una vez cara a cara con Satanás y lo había desafiado. Se sabía que esto era verdad. El mismo padre Adolfo lo decía. Jamás hizo de ello un secreto, sino que lo pregonaba en todas las ocasiones. Y de que lo que decía era verdad, por lo menos en una ocasión, existía la prueba, porque en esa ocasión se peleó con el enemigo malo y le tiró con intrepidez una botella; allí, en la pared de su cuarto de estudio, podía verse el rojo manchón donde la botella había golpeado quebrándose.

Pero al que todos nosotros queríamos más, y por el que sentíamos una pena mayor era por el otro sacerdote, el padre Pedro. Había gentes que lo censuraban con que si en sus conversaciones se expresaba diciendo que Dios era todo bondad y que hallaría modo de salvar a todas sus pobres criaturas humanas. Decir eso resultaba una cosa horrible, pero nunca se pudo disponer de prueba terminante que atestiguase que el padre Pedro hubiera dicho cosa semejante; además, no parecía responder a su propia manera de ser el decirlo, porque era en todo momento un hombre bueno, cariñoso y sincero. No se le acusaba de que lo hubiese dicho desde el púlpito, donde toda la congregación hubiera podido oírle y dar testimonio, sino únicamente fuera, en conversación; naturalmente resultó tarea sencilla para algún enemigo suyo el inventarlo.

El padre Pedro tenía un enemigo, un enemigo muy poderoso, a saber: el astrólogo que vivía, allá en el fondo del valle, en una vieja torre derruida, y que pasaba las noches estudiado las estrellas. Todos sabían que ese hombre era capaz de anunciar por adelantado guerras y hambres, cosa que, después de todo, no era muy difícil, porque por lo general había siempre una guerra o reinaba el hambre en alguna parte. Pero sabía también leer por medio de las estrellas, y en un grueso libraco que tenía la vida de cada persona, y descubría los objetos de valor perdidos; todo el mundo en la aldea, con excepción del padre Pedro, sentía por aquel hombre un gran temor. Incluso el padre Adolfo, el mismo que había desafiado al demonio, experimentaba un sano respeto por el astrólogo cuando cruzaba por nuestra aldea luciendo su sombrero alto y puntiagudo y su túnica larga y flotante adornada de estrellas, con su libraco a cuestas y con un callado, del que se sabía que estaba dotado de un poder mágico.

El obispo mismo, según la voz corriente, escuchaba en ocasiones al astrólogo, porque además de estudiar las estrellas y profetizar, daba grandes muestras de devoción, y éstas, como es natural, causaron impresión al obispo.

Pero el padre Pedro no fue de los compraron acciones al astrólogo. Lo denunció abiertamente como a un charlatán, como a un falsario que verdaderamente no tenía conocimientos de nada, no otros poderes superiores a los de cualquier ser humano de categoría ordinaria y condición bastante inferior. Como es natural esto hizo que el astrólogo odiase al padre Pedro, y desease acabar con él. Todos creímos que había sido el astrólogo el que puso en circulación la historia de aquel chocante comentario del padre Pedro, y quien la había hecho llegar hasta el obispo. Se decía que el padre Pedro había dirigido aquel comentario a su sobrina Margarita, aunque Margarita lo negó y suplicó al obispo que la creyese y que librase a su anciano tío de la pobreza y del deshonor. Pero el obispo no quiso escuchar nada. Suspendió indefinidamente al padre Pedro, aunque no llevó la cosa hasta excomulgarlo con solo la declaración de un testigo; nuestro padre Pedro llevaba ya un par de años fuera, y el otro sacerdote nuestro, el padre Adolfo, estaba al cargo de su rebaño.

Aquellos habían sido años duros para el anciano sacerdote y para Margarita. Ambos habían sido muy queridos, pero eso cambió, como es natural, cuando cayeron bajo la sombra del ceño obispal. Muchos de sus amigos se apartaron de ellos por completo y los demás se mostraron fríos y alejados. Margarita era, al ocurrir el doloroso suceso, una encantadora muchacha de dieciocho años; tenía la cabeza mejor de la aldea, y en esa cabeza más cosas que nadie. Enseñaba el arpa y se ganaba, gracias a sus propias habilidades, lo que necesitaba para vestir y para dinero de bolsillo. Pero sus alumnos la fueron abandonando uno tras otro; cuando se celebraban bailes y reuniones entre los jóvenes de la aldea, la olvidaban; los mozos se abstuvieron de ir a su casa, todos menos uno, Guillermo Meidling, y este bien podía haber dejado de ir; Ella y su tío se sintieron tristes y desorientados por aquel abandono y deshonor, desapareciendo de sus vidas el resplandor del sol. Las cosas fueron empeorando cada vez más durante los dos años. Las ropas se iban ajando, el pan resultaba cada vez mas duro de ganar. Y había llegado ya el fin de todo. Salomón Isaacs les había prestado el dinero que creyó conveniente con la garantía de la casa, y en este momento les había avisado que al día siguiente se quedaría con la propiedad.

CAPÍTULO II

Éramos tres los muchachos que andábamos siempre juntos; habíamos andado así desde la cuna, porque nos tomamos mutuamente cariño desde el principio, y ese afecto se fue haciendo más profundo, a medida que pasaban los años: Nicolás Barman, hijo del juez principal del pueblo; Seppi Wohlmeyer, hijo del dueño de la hostería principal, la del Ciervo de Oro, que disponía de un bello jardín, con árboles umbrosos que llegaban hasta la orilla del río, teniendo además lanchas de placer para alquilar; el tercero era yo, Teodoro Fischer, hijo del organista de la iglesia, director también de los músicos de la aldea, profesor de violín, compositor, cobrador de tasas del Ayuntamiento, sacristán, y un ciudadano útil de varias maneras y respetado por todos.

Nosotros nos sabíamos las colinas y los bosques tan bien, como pudieran sabérselas los pájaros; porque, siempre que disponíamos de tiempo, andábamos vagando por ellos, o por lo menos, siempre que no estábamos nadando, paseando en lancha o pescando, o jugando sobre el hielo, o deslizándonos colina abajo.

Además, teníamos libertad para correr por el parque del castillo, cosa que tenían muy pocos. Ello se debía a que éramos los niños mimados del más viejo servidor que había en el castillo: de Félix Brandt; con frecuencia íbamos allí por las noches para oírle hablar de los viejos tiempos y de cosas extrañas, para fumar con él —porque el nos enseñó a fumar— y para tomar café; aquel hombre había servido en las guerras, y se encontró en el asedio de Viena; allí, cuando los turcos fueron derrotados y puestos en fuga, encontraron entre el botín sacos de café, y los prisioneros turcos explicaron sus cualidades y la manera de hacer con ese producto una bebida agradable; desde entonces siempre tenía café consigo, para beberlo él y también para dejar atónitos a los ignorantes.

Cuando había tormenta, nos guardaba a su lado toda la noche; y mientras en el exterior tronaba y relampagueaba, él nos contaba historias de fantasmas y de toda clase de horrores, de batallas, asesinatos, mutilaciones y cosas por el estilo, de manera que encontrábamos en el interior del castillo un refugio agradable y acogedor; las cosas que nos contaba eran casi todas ellas producto de su propia experiencia. Él había visto en otro tiempo muchos fantasmas, brujas y encantadores; en cierta ocasión se perdió en medio de una furiosa tormenta, a medianoche y entre montañas; a la luz de los relámpagos había visto bramar con el trueno al Cazador Salvaje, seguido de sus perros fantasmales por entre la masa de nubes arrastrada por el viento. Vio también en cierta ocasión un íncubo, y varias veces al gran vampiro que chupa la sangre del cuello de las personas mientras están dormidas, abanicándolas suavemente con sus alas, a fin de mantenerlas amodorradas hasta que se mueren.

Nos animaba a que no sintiésemos temor de ciertas cosas sobrenaturales como son los fantasmas, asegurándonos que no hacían daño a nadie, limitándose a vagar de una parte a otra porque se encontraban solos y afligidos y sentían necesidad de que los mirasen con cariño y compasión; andando el tiempo aprendimos a no sentir temor, y llegamos incluso a bajar con él, durante la noche, a la cámara embrujada que había en las mazamorras del castillo. El fantasma se nos apareció sólo una vez, cruzó por delante de nosotros en forma muy mortecina para la vista, y flotó sin hacer ruido por los aires; luego desapareció; Félix nos tenía tan bien adiestrados que casi ni temblamos. Nos dijo que en ocasiones se le acercaba el fantasma durante la noche, y le despertaba piándole su mano fría y viscosa por la cara, pero no le causaba daño alguno; lo único que buscaba es simpatía, y que supiesen que estaba allí. Pero lo más extraño de todo resultaba que Félix había visto ángeles —ángeles auténticos bajados del cielo— y que había conversado con ellos. Esos ángeles no tenían alas, iban vestidos y hablaban, miraban y accionaban exactamente igual que una persona corriente, y no los habría tomado usted por ángeles, a no ser por las cosas asombrosas que ellos hacían y que un ser mortal no hubiera podido hacer, y por el modo súbito que tenían de desaparecer mientras se estaba hablando con ellos, lo que tampoco sería capaz de hacer ningún ser mortal; nos aseguró que eran agradables y alegres, y no tétricos y melancólicos, como los fantasmas.

Fue después de una charla de esa clase, cierta noche de mayo, cuando a la mañana siguiente nos levantamos y nos desayunamos abundantemente con él, para acto continuo bajar, cruzar el puente y dirigirnos a lo alto de las colinas a la izquierda, hasta una cubierta de árboles que constituía el lugar preferido por nosotros; teníamos aún en la imaginación aquellos relatos extraños, y nuestro ánimo se hallaba impresionado por ellos, cuando nos tumbamos sobre el césped para descansar a la sombra, fumar y hablar de todo ello. Pero no pudimos fumar, porque nuestro poco cuidado nos había hecho dejar olvidados el pedernal y el acero.

Al poco rato vimos venir hacia nosotros, caminando descuidadamente por entre los árboles, a un joven que se sentó en el suelo junto a nosotros y empezó a hablarnos amistosamente como si nos conociese. Pero no le contestamos, porque era forastero y nosotros no estábamos acostumbrados a tratar con forasteros, sintiendo cortedad delante de ellos. Venía ataviado con ropas nuevas y de buena calidad; era bien plantado, de cara atrayente y voz agradable, y de maneras espontáneas, elegantes y desembarazadas, y no reservón, torpe y desconfiado como los demás muchachos. Nosotros queríamos tratarle como amigo, pero no sabíamos como empezar. A mí se me ocurrió de pronto ofrecerle una pipa, y me quedé pensando si lo tomaría con el mismo espíritu afectuoso con que yo se la ofrecía. Pero me acordé de que no disponíamos de fuego, y me quedé pesaroso y defraudado. Pero él alzó la vista, alegre y complacido, y dijo.

—¿Fuego? Eso es cosa fácil; yo os lo proporcionaré.

Me sentí tan asombrado que no pude hablar, porque yo no había pronunciado una sola palabra. Agarró la pipa entre sus manos y sopló en ella; el tabaco brilló al rojo y se alzaron del mismo espirales de humo azul. Nosotros nos pusimos de pié de un salto, e íbamos a echar a correr; era cosa natural, y en efecto corrimos algunos pasos a pesar de que él nos suplicaba anheloso que nos quedásemos, dándonos su palabra de que no nos causaría daño alguno, y de que lo único que deseaba era amistarse con nosotros y hacernos compañía. Nos detuvimos pues, y permanecimos en nuestro sitio, deseosos de volver junto a él, porque nos moríamos de curiosidad y de admiración, pero temerosos de arriesgarnos a ello. El joven seguía insistiendo de una manera suave y persuasiva; cuando vimos que la pipa no estallaba ni ocurría nada, recobramos poco a poco nuestra confianza, y por fin nuestra curiosidad pudo más que nuestros temores; nos arriesgamos a retroceder, aunque lentamente y dispuestos a salir huyendo a la menor alarma.