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Las más altas cimas del horror gótico y el refinamiento literario llevan la firma de Edgar Allan Poe. En esta edición acompañado por las ilustraciones de Scafati que exploran los claroscuros donde las manchas de tinta se confunden con las de sangre.
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Seitenzahl: 78
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Título original de los relatos:
The Black Cat; The Pit and the Pendulum; The Premature Burial
© 2005, de las ilustraciones: Luis Scafati
© 2005, de la traducción: Elvio E. Gandolfo
© 2009, Libros del Zorro Rojo
Barcelona - Buenos Aires - Ciudad de México
www.librosdelzorrorojo.com
Esta obra es una realización de Libros del Zorro Rojo.
Dirección Editorial:
Fernando Diego García
Dirección de Arte:
Sebastián García Schnetzer
Edición:
Luisa Borovski
Corrección:
Sonsoles Facal Álvarez
Primera edición de bolsillo: febrero de 2009
I S B N : 978-84-10228-19-1 Depósito legal: B-6913-2009
El derecho a utilizar la marca «Libros del Zorro Rojo» corresponde exclusivamente a las siguientes empresas: albur producciones editoriales s.l. y LZR Ediciones s.r.l.
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.
Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Financiado por la Unión Europea-Next Generation EU.
Primera edición en formato digital: octubre de 2023
Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto 451
El gato negro
No espero ni solicito que crean el relato muy salvaje, y sin embargo muy hogareño, que voy a escribir. Estaría loco si lo esperase, en un caso donde hasta mis sentidos rechazan su propia evidencia. Sin embargo, loco no estoy, y con gran seguridad puedo decir que no sueño. Pero mañana moriré, y hoy aliviaré mi alma. Mi propósito es presentar ante el mundo, de modo sencillo, sucinto y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos cotidianos. Con sus consecuencias, esos acontecimientos me han aterrado, torturado, destruido. Sin embargo no trataré de exponerlos. Para mí, han representado poco más que el Horror, para muchos parecerán menos terribles que baroques (1). En el futuro tal vez pueda encontrarse algún intelecto que reduzca mi fantasma a lo común: un intelecto más calmo, más lógico, y mucho menos excitable que el mío, que percibirá, en las circunstancias que detallo con temor reverencial, nada más que una sucesión vulgar de causas y efectos muy naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y humanidad de mi carácter. La ternura de mi corazón era incluso tan llamativa como para convertirme en blanco de las bromas de mis compañeros. Me encantaban en particular los animales, y mis padres me complacían con una gran variedad de mascotas. Pasaba con ellas la mayor parte del tiempo, y nunca estaba tan feliz como cuando las alimentaba o las acariciaba. Esta particularidad de mi carácter se acentuó con los años, y al llegar a la edad adulta, derivaba de ella una de mis principales fuentes de placer. Difícilmente necesite explicar la naturaleza o la intensidad de la gratificación que se obtiene a quienes hayan apreciado el afecto de un perro fiel y sagaz. En el amor de un animal hay algo desinteresado y dispuesto al sacrificio que llega directo al corazón de aquel que ha tenido oportunidad frecuente de poner a prueba la pálida amistad y la fidelidad, tenue como una telaraña, del mero Hombre.
Me casé joven, y fui feliz al descubrir en mi esposa un temperamento afín al mío. Al observar mi afición por las mascotas, no perdió oportunidad de conseguir las que eran más agradables en su especie. Teníamos aves, peces de colores, un perro espléndido, conejos, un mono pequeño, y un gato.
Este último era un animal notablemente grande y hermoso, negro por completo, y sagaz en un grado asombroso. Cuando hablaba de su inteligencia, mi esposa, que no dejaba de tener el corazón un poco teñido por creencias supersticiosas, hacía alusiones frecuentes a la antigua idea popular, según la cual todos los gatos negros eran brujas disfrazadas. No hablaba en serio sobre este punto: me atrevo a mencionar el asunto sólo porque lo recordé, por casualidad, en este preciso momento.
Plutón –así se llamaba el gato– era mi mascota y mi compañero de juegos preferido. Sólo yo lo alimentaba, y él me seguía por toda la casa. Era complicado impedirle que me siguiera por las calles.
Nuestra amistad duró de este modo unos cuantos años, en los cuales mi temperamento y mi carácter –gracias al papel decisivo del Demonio de la Ebriedad– habían experimentado (me ruboriza confesarlo) un cambio radical hacia lo peor. Día a día yo me volvía más malhumorado, más irritable, más indiferente a los sentimientos de los demás. Llegué a emplear un lenguaje desconsiderado con mi esposa. Al final incluso la traté con violencia física. Mis mascotas, desde luego, estaban hechas para sentir el cambio de mi carácter. No sólo las descuidé, sino que las agredí. Por Plutón, sin embargo, aún conservaba la suficiente consideración como para refrenar el maltrato, aunque no tenía escrúpulos para maltratar a los conejos, al mono, y hasta al perro, cuando por accidente, o por afecto, se cruzaban en mi camino. Pero la enfermedad progresó en mí –¡qué enfermedad hay como el Alcohol!– y al final hasta Plutón, que ahora se iba poniendo viejo, y por lo tanto un poco fastidioso... hasta Plutón empezó a padecer los efectos de mi mal carácter.
Una noche, al volver a casa, muy embriagado, de una de mis correrías por la ciudad, imaginé que el gato evitaba mi presencia. Lo agarré, y en su temor ante mi violencia, me infligió una leve herida en la mano con los dientes. Me invadió de pronto la furia de un demonio. Ya no estaba en mis cabales. Mi alma original pareció volar de inmediato fuera de mi cuerpo, y una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, electrizó cada fibra de mi cuerpo. Extraje del bolsillo del chaleco una navaja, la abrí, aferré por la garganta al pobre animal, ¡y le saqué con deliberación uno de los ojos de la órbita! Me ruborizo, ardo, me estremezco mientras anoto la condenable atrocidad.
Cuando la razón volvió a mí por la mañana –una vez que disipé durmiendo los vapores de la orgía nocturna– experimenté un sentimiento mitad horror, mitad remordimiento, por el crimen del que había sido culpable; pero en el mejor de los casos, era un sentimiento ambiguo y débil, y el alma permanecía intacta. Volví a zambullirme en el exceso, y pronto ahogué en vino todo recuerdo de la hazaña.
Entretanto el gato se recobró con lentitud. La órbita del ojo perdido presentaba, por cierto, un aspecto temible, pero el animal ya no parecía sufrir ningún dolor. Seguía dando vueltas por la casa como de costumbre, pero, como podía esperarse, huía con extremo terror cuando yo me acercaba. Me restaba lo suficiente de mi antiguo corazón para sentirme apenado ante el rechazo evidente de una criatura que en otros tiempos me había amado. Pero este sentimiento pronto dio paso a la irritación. Y después llegó, para mi destrucción definitiva e irrevocable, el espíritu de la Perversidad. La filosofía no toma en cuenta este espíritu. Sin embargo, no estoy tan seguro de que mi alma viva, como de que la perversidad es uno de los impulsos primitivos del corazón humano: una de las facultades, o sentimientos primarios, que dirige el carácter del Hombre. ¿Quién no se ha descubierto cien veces cometiendo una acción malvada o estúpida, sin otro motivo que saber que no debería hacerlo? ¿Acaso no sentimos una inclinación permanente, a pesar de nuestro buen juicio, a violar lo que es Ley, sólo porque entendemos que lo es? Este espíritu de la perversidad, digo, contribuyó a mi destrucción final. Fue aquel insondable y gran deseo del alma de irritarse a sí misma –de violentar su propia naturaleza– lo que me urgió a continuar y por último a consumar la herida que le había infligido a la bestia inofensiva. Una mañana, a sangre fría, deslicé el nudo de una soga alrededor de su cuello y lo colgué de la rama de un árbol; lo colgué con lágrimas en los ojos, y con un amargo remordimiento en el corazón; lo colgué porque sabía que me había amado, y porque no me había dado motivos de ofensa; lo colgué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que pondría tan en peligro mi alma mortal como para colocarla –si tal cosa era posible– incluso más allá del alcance de la misericordia infinita del Dios Más Misericordioso y Más Terrible.
La noche del día en que se ejecutó esta acción cruel, me sacó del sueño el grito de «¡fuego!» Las cortinas de mi cama estaban en llamas. Toda la casa ardía. Fue con gran dificultad que mi esposa, una criada y yo mismo pudimos escapar del incendio. La destrucción fue completa. Toda mi riqueza terrenal quedó consumida, y de allí en adelante me resigné a la desesperación.
Estoy por encima del débil intento de establecer una secuencia de causa y efecto entre el desastre y la atrocidad. Pero estoy detallando una cadena de hechos, y no deseo dejar ni siquiera un eslabón posible fuera de lugar.