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Miniserie Bianca 197 El escándalo del siglo: ¡Se cancela la boda del multimillonario tras descubrirse que tiene una hija con otra mujer! La noche de pasión entre la inocente camarera Amelia Lindor y el magnate Hunter Waverly resulta inolvidable para ambos. La química y la conexión que se produjo entre ellos les deja marcados a fuego. Sobre todo a Amelia, a quien las consecuencias de ese encuentro le cambian la vida para siempre… Amelia se había mentalizado para decirle a Hunter que estaba embarazada, pero se echó atrás al enterarse de que él ya estaba comprometido con otra mujer. No estaba dispuesta a soportar más dolores de cabeza, y decidió criar a su hija sola. Pero cuando Tobias, el padre de Amelia, descubre quién es el padre de su nieta, irrumpe en plena ceremonia, centrándose toda la atención en Amelia... ¡y en su secreto!
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Seitenzahl: 202
Créditos
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Dani Collins
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El gran escándalo, n.º 197 - marzo 2023
Título original: Cinderella’s Secret Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411413978
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
AMELIA Lindor no podía entender qué le había pasado a su padre. Había regresado de su paseo matutino presuroso y le había pedido a su hija que lo llevara de Goderich a Niagara-on-the-Lake con urgencia.
Fue un viaje de tres horas que Peyton, el bebé de Amelia, no disfrutó. Para la niña de dos meses cualquier viaje en coche de más de veinte minutos era una tortura intolerable y se aseguraba de que todos lo supieran. Tras dos horas quejándose sin parar, por fin se había dormido profundamente.
El silencio fue un bendito alivio, pero echó por tierra el horario que Amelia había empezado a establecer con ella. Debería estar dándole de mamar en ese momento. Cuando aparcó y se agachó en el asiento trasero de su polvoriento pero fiable sedán, sus pechos ya estaban pesados y tensos. ¿Debía despertar a la niña para alimentarla o era mejor dejarla dormir y arriesgarse a tener pérdidas delante de todo el mundo?
–¿Cuánto tiempo estaremos aquí? –preguntó Amelia a su padre, pero solo obtuvo como respuesta un portazo. Salió del coche y le llamó–: ¿Papá?
–Te lo dije, tengo que ver a alguien –refunfuñó Tobias por encima del hombro mientras atravesaba el aparcamiento atestado en dirección a la bodega que había en aquel viñedo.
–¿Con quién? –dijo ella con exasperación.
No contestó. Ni esperó. Tobias tenía artritis y un corazón debilitado por la pena, pero segundos después ya había abierto de golpe la puerta y había desaparecido en su interior.
No tenía sentido. Cuando su padre quedaba con alguien, solía ser con sus compañeros jubilados de la mina de sal. Seis días a la semana se levantaba temprano para tomar su medicación, anotar la temperatura en su diario meteorológico y escuchar las primeras noticias. Salía en cuanto amanecía y se reunía con sus compañeros en la cafetería de dos calles más allá, donde tomaban café y discutían sobre política o el mal estado de las carreteras.
Esa misma mañana, uno de los compañeros dijo algo que hizo que su padre volviera a casa dando órdenes como el supervisor de mantenimiento que había sido hacía un tiempo. «Vamos. Esto no puede esperar». Como el único plan que Amelia tenía era el yoga infantil, se había vestido a toda prisa y… ahí estaban. Tobias se había negado a hablar durante el trayecto, así que ella se había pasado todo el rato buscando música en las emisoras de radio, tratando de calmar a Peyton e ignorando qué era lo que estaba pasando.
Soltando un suspiro de fastidio, tomó a Peyton en brazos con cuidado y fue tras su padre.
Una pareja salió por la puerta de entrada cuando Amelia se acercó, ambos vestidos de punta en blanco. El hombre llevaba un traje elegante; la mujer llevaba un vestido color amatista sin tirantes. Parecía una dama de honor. ¿Quién más se vestía así a las once y veinte de la mañana? ¿Era por eso que había globos morados y perlados en el cartel de bienvenida?
La mujer se detuvo bruscamente antes de chocar con Amelia. Le mostró una sonrisa forzada, como de contención.
–Hola, soy Vienna, la hermana del novio. –Se tocó la parte superior del pecho desnudo y luego señaló la sala de catas–. Ve hasta el final y sal por la parte de atrás. Verás la pérgola al fondo. Todos están sentados. Estamos a punto de empezar.
–No he venido a la boda. –Amelia hizo un gesto de disculpa al darse cuenta de que se estaban entrometiendo en una ceremonia–. Mi padre está buscando a alguien ahí dentro.
–Oh, vaya. –Vienna ladeó la cabeza–. ¿A quién busca? Hemos reservado toda la bodega para el evento. Puede que le conozca.
–La verdad es que no lo sé, pero nos iremos enseguida. Lo prometo. –Amelia dirigió una sonrisa al hombre que aún sostenía la puerta. El aire fresco y acondicionado del interior la estaba invitando a entrar–. Gracias.
–Es un placer –dijo en un tono de voz que algunos hombres empleaban cuando creían que estaban siendo encantadores, pero que en realidad resultaba repulsivo. No dejaba de mirar hacia su escote. El sujetador se marcaba realzando sus pechos bajo la camiseta, pero también llevaba un bebé recién nacido en brazos. «Debería darle vergüenza», pensó Amelia.
–Bien, Neal. ¿Qué es eso tan importante para que me hayas arrastrado hasta aquí cuando está a punto de empezar la boda? –soltó impaciente Vienna a su espalda mientras la puerta se cerraba.
Ya en el interior, Amelia parpadeó intentando adaptarse a la penumbra, dándole vueltas al nombre de Vienna en su mente. Era inusual, pero lo había oído en alguna parte. Al mismo tiempo, los sonidos y los olores de la sala de catas le evocaban recuerdos. El verano pasado, Amelia había aceptado un trabajo en una cervecería no muy lejos de allí. En sus días libres, ella y sus compañeros de trabajo habían recorrido las bodegas locales en bicicleta y se habían emborrachado en salas de cata como esa, con suelos de ladrillo y techos de viga levantados sobre postes. Aquel era un viñedo más grande, por lo que la sala tenía dos barras, una a cada lado. Detrás de cada una había filas y filas de botellas, mientras que el espacio intermedio estaba lleno de estanterías con productos gourmet, fina mantelería y copas de vino especiales.
Amelia bloqueó automáticamente los otros recuerdos que intentaban invadirla desde el pasado mes de julio. Aquellos que tenían que ver con cierto hombre melancólico que la había besado a la luz de la luna y le había advertido que no fuera a su habitación.
«Mi vida es un desastre ahora mismo. No será más que esta noche». Borró esos pensamientos de su cabeza y se puso a buscar a su padre. No estaba entre los invitados que se apresuraban a tomar una copa de vino antes de salir por las puertas hacia la ceremonia. ¿Habría ido hacia el jardín? ¿Estaría con uno de los invitados de la boda?
–Abuela. Aquí hay otra persona…
Una adorable niña de unos ocho o nueve años se plantó delante de Amelia tendiéndole un libro abierto.
–¿Quieres firmar el libro de visitas? –le preguntó. Estaba claro que el trabajo que le habían encomendado se lo tomaba muy en serio.
–Bienvenida –dijo esta vez una mujer mayor que llevaba un elegante vestido azul–. ¿Amiga de la novia o del novio?
–No estoy aquí para la boda. –Era algo que debía ser evidente a juzgar por la ropa informal que vestía. Su estómago empezaba a agriarse por lo inoportuna que era la misión de su padre–. ¿Has visto pasar a un hombre mayor? Lleva una camisa amarilla y pantalones marrones. Tiene una barba gris muy tupida.
–Creo que sí. –La niña hizo una mueca y miró a su abuela–. Tampoco quiso firmar.
–Dijo que tenía un mensaje importante para el novio. Le indiqué dónde estaba la casa de huéspedes. –La mujer mayor señaló hacia una puerta de cristal que conducía a un pasillo cubierto–. Los padrinos de boda están tomando algo para ponerse a tono. –Ella guiñó un ojo–. ¿Nos disculpas? Hannah y yo necesitamos ir a nuestros asientos.
–Por supuesto. Gracias. –Amelia se dio la vuelta para empezar a recorrer el pasillo, pero su mirada se fijó en la pizarra que había detrás de la barra.
La pizarra negra estaba adornada con una cenefa de orquídeas de seda en color púrpura y blanco. Las letras caligrafiadas decían: Felicidades, Hunter y Eden.
El corazón de Amelia se detuvo de golpe y luego empezó a latir con pánico.
«No. No, papá. No. Nooooo».
–Siempre supuse que me casaría en el viñedo de mi tía –había dicho la prometida de Hunter Waverly cuando se hizo oficial su compromiso–. Las bodas son su especialidad. Ella hará lo que sea por mí.
Hunter había aceptado porque un novio nunca debía decepcionar a su novia cuando esta ponía todo su empeño en celebrar una boda al aire libre en un viñedo junto a un lago. ¿Acaso no era lo más bucólico? Celebrar la ceremonia allí lo hacía todo más fácil.
Para cualquiera de los presentes aquella boda era perfecta. El sol de junio brillaba desde un cielo sin nubes. Había una suave brisa procedente del agua, suficiente para evitar que Hunter se acalorara en su traje mientras salía a la pérgola. Si se había producido algún problema típico de aquellas ocasiones, seguro que ya se había arreglado antes de que Hunter pudiera enterarse.
Los invitados tomaron asiento, se informó de que la novia estaba lista y el oficiante indicó al trío de cuerda que terminara su pieza.
Todo estaba yendo sobre ruedas, pero Hunter estaba muy tenso.
«Trastorno de estrés postraumático», pensó con desazón. Durante la mayor parte de su vida, cada ocasión especial se había convertido en un completo desastre. Había tenido la tentación de insistir a Eden para que celebrasen una pequeña ceremonia, pero eso habría sido una cobardía.
El oficiante se presentó con su padrino. Remy asintió, acarició su solapa y sonrió con fuerza. Había algo que le reconcomía desde hacía meses. Hunter lo notó en la fiesta de compromiso, pero no le gustaba invadir la privacidad de los demás y Remy tampoco hizo amago de querer hablar de ello.
Por el micrófono que permitiría a los invitados escuchar sus votos, oyó la voz de Eden preguntar:
–¿Funciona? –Su tono de voz era más alto de lo normal.
Los nervios de la boda. Una novia tenía derecho, y Hunter se negaba a dejarse contagiar. Aquel matrimonio era ventajoso para ambos.
Eden había heredado la participación mayoritaria en Bellamy Home & Garden el año anterior. El valor de sus acciones había disminuido en los últimos años, pero era un icono canadiense que transmitía confianza, especialmente en las comunidades rurales. Eden enderezaría el barco cuando dispusiera del dinero de Waverly. El hecho de que su unión matrimonial incluyera un plan para utilizar a Bellamy como hoja de ruta para llevar la nueva generación de tecnología inalámbrica de Wave-Com a todos esos lugares remotos tampoco le vendría mal.
Por su parte, Hunter estaba reparando la reputación de Waverly uniéndose al nombre de Bellamy. Wave-Com había sufrido en los años posteriores a la muerte de su padre, plagado de desagradables peleas legales y un intento de adquisición por parte de su madrastra, que había intentado hacer lo imposible por quedarse con la empresa que habían heredado los hijos de su marido.
Aquel día se pasaría página a todos esos escándalos. Con aquella sofisticada boda, repleta de celebridades locales y dinastías extranjeras, Hunter daba una imagen de respetabilidad, valores familiares y estabilidad. Incluso podría decir que también clase. Porque Eden era inteligente, culta y aplicada. Era conocida por su filantropía y admirada por su gusto por la moda hecha en Canadá. Su abuelo había sido una voz muy querida en la radio, y su madre seguía aportando consejos semanales de confección en uno de sus programas.
Eden también era adecuada en otros aspectos. Vienna los había presentado, prometiendo implícitamente que las reuniones familiares serían siempre agradables y civilizadas. Eden quería tener hijos de inmediato, y Vienna también estaba dispuesta a formar su propia familia. Sus hijos crecerían juntos.
Lo mejor de todo es que Hunter encontraba a Eden atractiva, pero no demasiado atrayente. Su matrimonio se iba a construir fundamentalmente desde la amistad y el respeto. Por otro lado, Hunter sería un marido fiel, no como su padre, que se había visto constantemente envuelto en escándalos.
Aquel matrimonio era exactamente lo correcto para todos los interesados.
Sin embargo, tenía un nudo en el estómago que era incapaz de deshacer.
Era el lugar. Mientras Hunter respiraba el aroma de la hierba recién cortada y oía los patos en el lago y el zumbido de las abejas, le asaltaban a la mente recuerdos impúdicos. Una risa musical y un hombro suave bajo sus labios. Un pelo fino que olía a flores frescas.
Aquella noche había sido solo una aventura, se recordaba a menudo. Pero era muy difícil de olvidar, y durante mucho tiempo había rememorado cada momento vivido. «No vayas a trabajar», le había dicho. «Me quedaré otra noche».
«¡Basta ya!». ¿Qué clase de novio esperaba a su novia pensando en aventuras de una noche?
Tal vez fuera una forma de purgar su conciencia.
Se estaba despidiendo de la soltería, de su libertad sexual, porque a partir de ese día solamente pertenecería a una sola persona.
La música se desvaneció y se hizo el silencio.
La oficiante cubrió su micrófono con la mano y preguntó:
–¿Listos?
Hunter sacó la petaca del bolsillo de su abrigo y la encendió. Al ver la luz verde, asintió con la cabeza y volvió a recolocarse la chaqueta. Miró a los invitados. Había unos doscientos dispuestos a ambos lados del pasillo enmoquetado, todos sonriendo con expectación.
Comenzaron a sonar las primeras notas de la marcha nupcial. Miró hacia lo alto de la escalera desde la terraza, donde apareció su prima de tres años con un vestido de volantes. Una dama de honor adolescente, prima de Eden, sostenía firmemente la mano de la pequeña y utilizaba la otra para sujetar la barandilla mientras comenzaban a descender.
–¡Tú!
El grito detuvo aquel momento sublime, creando una quietud que hizo callar las notas angelicales y el susurro de las hojas de las viñas cercanas. Incluso el murmullo del agua en la orilla pareció contener la respiración.
Entonces, una voz más alta, femenina y angustiada, se sumó:
–¡Papá, no! ¡Por favor!
ERA el tipo de boda que Amelia solo podía soñar y que jamás estaría a su alcance.
Al echar un vistazo desde la pasarela, vio macetas de gardenias y begonias colocadas en los extremos de las hileras de sillas blancas. Los postes y el techo de listones de la pérgola estaban cubiertos de glicinas. El telón de fondo era una impresionante vista del lago, desde donde se vislumbraba el horizonte de Toronto como una pequeña isla flotante.
A la derecha de la pérgola había un puente arqueado sobre un riachuelo, perfecto para las fotos de los novios antes de que se dirigieran al pabellón lleno de mesas rústicas con mantelería y vajilla fina y una cristalería preciosa.
Era un cuento de hadas perfecto y su padre lo estaba arruinando. Amelia se separó de la pasarela para interceptar a Tobias cuando salía de la casa de huéspedes y se dirigió hacia la pérgola. Todo el mundo giró su atención hacia ella, haciéndola sentir más torpe, mientras sujetaba a Peyton firmemente intentando no tropezar en la hierba.
Oh, Dios, míralo. Hunter Waverly estaba tan guapo con aquel traje. Iba bien afeitado y era tan alto, con unos hombros tan anchos… que se le iban los ojos sin poder evitarlo. Desde la plataforma de hormigón de la pérgola se le veía aún más alto y miraba sorprendido a Tobias justo antes de desplazar su mirada hacia Amelia mientras esta corría detrás de su padre.
A ella le pareció que Hunter se sobresaltó al reconocerla.
Entonces se sintió desnuda. Y pequeña. Más pequeña incluso que cuando salió de su habitación de invitados hacía un año. El sentimiento de vergüenza todavía le duraba y ahora debía añadir otra humillación. Su corazón se resquebrajaba. Se le aceleró el pulso al sentirse desprotegida y con su bebé tan expuesto. Allí. Delante de cientos de ojos, donde se veía claramente el abismo que existía entre el tipo de vida tan diferente que llevaba cada uno.
Hunter había comprado un viñedo para su novia. A ella solo le había ofrecido la calderilla que tenía en la cartera.
–¡Tú! –volvió a decir su padre. Se notaba que estaba haciendo un esfuerzo por mantener el control. Evitó el intento de Amelia de agarrarle el brazo–. Ignoras a tu propia carne y sangre, dejas a la madre de tu hijo a su suerte mientras tú… –Su mano impaciente señaló con desdén a los invitados, el bucólico entorno y la unión amorosa que estaba a punto de ser bendecida.
–Papá, por favor. Te lo ruego. –Amelia consiguió agarrarlo y tiró de él–. Vamos. Nos vamos. Lo siento mucho.
La amable abuela miraba a Amelia como si fuera una mofeta que se hubiera metido en la cocina. Amelia no podía mirar a nadie más, especialmente a Hunter. El estómago se le había revuelto en el fondo de la garganta.
–Está mejor sin ti. –Su padre se deshizo de su agarre–. Pero tus amigos y tu familia deberían saber qué clase de hombre eres. Tu mujer debería saber con quién se casa. ¡Maldita sea! Si ni siquiera alimentas y ni vistes a tu hija. –Su padre agitó el dedo hacia Hunter–. Y por lo que veo, puedes permitírtelo más que de sobra, ¡así que deja de ser un granuja y hazte cargo como un hombre!
–¡Papá! –gritó ella–. Él no lo sabía. ¿De acuerdo? Nunca se lo conté. –Si no hubiera tenido a la pequeña e indefensa Peyton acurrucada en sus brazos, hubiera deseado morir en aquel momento.
Alguien en la multitud soltó una carcajada.
Su padre miró a su hija de refilón.
–Un hombre tiene derecho a saber, Amelia.
–Tengo derecho a decidir sobre mi bebé. –Estaba furiosa con él.
–¡Y yo, como abuelo y padre, también tengo derecho! –le ladró él directamente.
Tobias era cariñoso, pero era tan anticuado a veces… Era de la vieja escuela, y mucho más protector después de perder a Jasper. Pero ¿cómo había averiguado lo de Hunter?
–¿Es cierto? –La voz de Hunter era profunda y tensa y sonaba como si hablara con los dientes apretados, incluso cuando resonaba desde un altavoz a su izquierda.
Oh, Dios.
Con un gruñido, se arrancó el cable de la solapa y sacó algo del bolsillo, entregándoselo al hombre que estaba a su lado.
–¿Lo es? –preguntó de nuevo, ahora sin la reverberación de los altavoces.
–Por supuesto que no –mintió ella descaradamente–. Todo esto es un horrible malentendido. Siento mucho la interrupción –añadió dirigiéndose a la multitud. Tenía el rostro como un tomate, hervía de vergüenza. Estaba mareada y apenas podía ver bien.
–Acabas de decir que no me lo habías dicho. Que no lo sabía –señaló Hunter con una discreta indignación.
«Ahí te lo dejo, idiota».
–Hunter –dijo Remy dándole un codazo.
Hunter levantó la mirada sobre la cabeza de Amelia, y esta miró por encima del hombro y hacia arriba.
La novia se acercó a la barandilla de la terraza. Estaba preciosa, con el pelo negro como la noche y unos hombros bronceados, acentuados por la blancura de su vestido de satén sin tirantes. Su velo captaba la luz del sol y creaba un efecto de halo de ángel alrededor de su asombrado y hermoso rostro.
¿Podría ser peor aquel momento?
Claro que sí. Peyton empezó a revolverse y a gemir, restregando la cara contra el cuello de Amelia, buscando el pezón que quería.
Los pechos llenos de Amelia estaban listos.
«No. Por favor, no».
Pero la tensión en sus pechos se convirtió en escozor. Las lágrimas se asomaron a sus ojos al notar el calor húmedo que empezó a empapar las almohadillas de su sujetador, goteando por los bordes hasta manchar su camisa.
Mortificada, Amelia se giró y volvió a la pasarela. Detrás de ella, oyó que algo caía como un zapato.
Miró hacia atrás y vio que el ramo de la novia, un precioso ramo de rosas marfil entremezclado con helechos primaverales, había aterrizado en el césped.
Hunter odiaba los escándalos en público.
Lamentablemente, era algo que le resultaba demasiado familiar. Con un movimiento de cabeza desde la terraza, Vienna le aseguró que se quedaría con Eden, y acompañó a su novia de vuelta a la suite de luna de miel.
A través de los altavoces, la voz llorosa de Eden gritó:
–¿Es verdad?
–Yo me encargo –le dijo Remy a Hunter, al tiempo que le apretaba el brazo. Acto seguido, indicó con un gesto al organizador de la boda que debía cortar el micrófono.
Hunter salió de la pérgola y pasó rozando al padre de Amelia, que todavía seguía rumiando más palabras para calificarle.
Mientras perseguía a la mujer que podía o no tener a su bebé en brazos, la mente de Hunter era un torbellino. Ningún pensamiento parecía querer asentarse. Eso no era propio de él. Sabía cómo afrontar los problemas y solucionarlos. Lo hacía desde su undécima fiesta de cumpleaños, la primera ocasión en la que su madrastra lo había arruinado todo con su comportamiento vergonzoso. Y la última vez que había celebrado su aniversario. «Tengo que encauzar mi vida», se decía. Pero el encauzamiento para él era el matrimonio. Con Eden. No podía dejar que eso se descarrilara por una mujer con la que había tonteado una vez. Bueno, tres veces. Había sido una noche muy activa, pero solo había sido sexo. No podía haberse quedado embarazada. Claro que no.
–La mujer con el bebé… –le espetó a uno de los camareros de la sala mientras miraba hacia la salida del aparcamiento–. ¿Se ha ido?
–Ella pidió un lugar para sentarse y…
Hunter dejó de escuchar y siguió el dedo que señalaba hacia la vuelta de la esquina, atravesando una puerta cerrada etiquetada como «Dirección».
–Disculpa. –Amelia miró fijamente desde el asiento bajo la ventana en el que estaba sentada.
Su rostro era de un rojo intenso. Las raíces oscuras de su pelo eran tan largas que solo el moño deshilachado de la parte superior de su cabeza seguía siendo rubio. Parecía mucho más joven sin el maquillaje que llevaba cuando la conoció. Sus cejas estaban fruncidas y su boca apretada.
–Fuera –dijo ella con más insistencia.
Aunque no se veía nada, estaba claramente molesta mientras acunaba al bebé contra un pecho y con una manta rosa cubriéndola.
Hunter se sintió incómodo, aunque ya había visto amamantar a un bebé.
–¿Es cierto?
–¡Fuera!
Puso los ojos en blanco y se volvió hacia la puerta cerrada, adelantándose para cerrarla.
–Insistiré hasta tener una prueba, no tengo tiempo para juegos. Hay una mujer a mi lado que merece saberlo. –Merecía saberlo.
Amelia murmuró algo y dijo:
–Oh… Sí, lo sé. –Parecía estar hablando con el bebé, porque se oyó un grito de protesta y luego–: Ya está. Todo mejor. –Suspiró.
Se reanudó el silencio, roto por los tragos del bebé.
Mientras se giraba con recelo hacia ella, Hunter hacía algunas cuentas rápidas, tratando de averiguar si era posible. Nueve meses desde julio llevarían el nacimiento a abril.
Amelia se había echado la manta al hombro y el bebé estaba ahora oculto bajo la tela. Amelia no levantaba la mirada del suelo.
–¿Qué edad tiene…? –¿Un niño o una niña? Su padre había dicho «hija», pero tal vez había entendido mal. ¿Podría ser él realmente responsable de aquel bebé?
–Nueve semanas. Casi diez –admitió Amelia con sorna.
Mayo. Junio. Hunter maldijo por dentro.
Amelia sintió cierto remordimiento por haber ocultado al bebé durante meses.