El gran Gatsby - F. Scott Fitzgerald - E-Book

El gran Gatsby E-Book

F.Scott Fitzgerald

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Beschreibung

El Gran Gatsby es el retrato magistral de la sociedad neoyorkina que vive locamente la posguerra, a la que el enigmático magnate Jay Gatsby prodiga grandes fiestas. Una historia sobre la ambición, el desenfreno, la superficialidad, el dinero, el amor, pero, por encima de todo, sobre el deseo de recuperar el pasado.

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Akal / Clásicos de la Literatura / 3

F. Scott Fitzgerald

el gran gatsby

Traducción: María José Martín Pinto

El gran Gatsby es el retrato magistral de la sociedad neoyorkina que vive locamente la posguerra, a la que el enigmático magnate Jay Gatsby prodiga grandes fiestas. En este contexto, y con la ciudad de Nueva York como escenario, la historia se cons­truye bajo la óptica del narrador, Nick Carraway, quien se ve arrastrado por la brillante personalidad de Gatsby. La ambición, el desenfreno, la superficialidad, el dinero, el amor, mueven a los personajes de la novela, pero, por encima de todo, lo hace el deseo de traer de vuelta el pasado, la nostalgia que inunda a todo aquel que, pese a haber alcanzado todo lo deseado, siempre echa en falta algo que quedó atrás. La Primera Guerra Mundial había mostrado la crueldad sin límites a la que podía lle­gar el ser humano, pero también había abierto los ojos a una generación que deseaba cambiar su presente, y también disfrutarlo sin límites. Fitzgerald siempre fue consciente de que él no pertenecía ni pertenecería nunca a la clase alta, pero su éxito literario le abrió las puertas a ese mundo en el que Jay Gatsby encajaba tanto como él, y supo crear una historia en torno a ese personaje que le convertiría en eterno.

Francis Scott Fitzgerald (Saint Paul, Minnesota, 1896-Hollywood, California, 1940) está considerado como uno de los escritores más destacados de la literatura contemporánea estadounidense de la generación posterior a la Gran Guerra. Su primer éxito fue A este lado del Paraíso (1920), tras el cual llegaron otras dos novelas que obtuvieron elogiosas críticas: Hermosos y malditos (1922) y El gran Gatsby (1925). En ellas, Fitzgerald describió el lujo y la vida desenfrenada de la sociedad acomodada estadounidense de los felices años veinte, vida que él y su esposa, Zelda, gustaban llevar a la práctica. El ingreso de su mujer en un psiquiátrico marcaría un nuevo rumbo en la literatura de Fitzgerald. En 1934 publicó Suave es la noche, considerado como uno de sus mejores trabajos. Sus problemas económicos le arrastraron a la bebida y en 1940 murió de un fallo cardiaco a los 44 años de edad. Dejó inconclusa una novela, The Love of the Last Tycoon, que fue publicada en 1942 con el título de El último magnate.

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RAG

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Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Ediciones Akal, S. A., 2015

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4223-5

Introducción

EL ESCRITOR DE LA «GENERACIÓN PERDIDA»

Francis Scott Fitzgerald, considerado como uno de los escritores más destacados de la literatura contemporánea estadounidense, es autor de los retratos más vívidos de la generación posterior a la Gran Guerra, la conocida como «generación perdida», así como de su época, «los felices años veinte», de la «era del jazz» y de la ciudad de Nueva York.

Nacido en 1896, en St. Paul, Minnesota, en el seno de una familia acomodada, inició sus estudios en diversas escuelas católicas para finalmente ingresar en la Universidad de Princeton. Allí conoció a escritores y críticos literarios que tendrían una gran influencia en su dedicación posterior. En 1917, Fitzgerald abandonó la universidad para alistarse en el ejército, pues los Estados Unidos habían entrado en la Primera Guerra Mundial; sin embargo, nunca llegó a embarcar con destino a Europa. Durante sus días de entrenamiento, y con la idea de que podía morir en el frente, escribió su primera novela, The Romantic Egoist, cuya publicación fue rechazada por la editorial Charles Scribner’s Sons. Fue en aquella época cuando conoció a Zelda Sayre, la mujer con la que se casaría en 1920 y que marcaría, por su vida despreocupada y también por su enfermedad, la trayectoria vital y literaria de Scott Fitzgerald.

Su primer éxito llegaría con A este lado del Paraíso [This Side of Paradise] (1920) –realmente su The Romantic Egoist revisada y pulida–, en la que el público pudo identificar el sentimiento que predominaba en la generación de la posguerra, para la que «todos los dioses habían muerto y todas las creencias se habían perdido», de ahí la expresión acuñada por Gertrude Stein de «generación perdida». Los ingresos que el éxito reportó a Fitzgerald permitieron al matrimonio viajar constantemente a Europa y llevar una vida lujosa. En el viejo continente entablaron amistad con escritores expatriados como John Dos Passos y Ernest Hemingway, con los que vivirían la desenfrenada noche parisina; mientras que en Nueva York, su presencia también era frecuente en las fiestas de la alta sociedad y las de los clubes de jazz de moda, donde no todo era legal.

Tras A este lado del Paraíso escribió otras dos novelas que obtuvieron igualmente una calurosa acogida por parte de la crítica: Hermosos y malditos [The Beautiful and the Damned] (1922) y El gran Gatsby [The Great Gatsby] (1925). En ellas, Fitzgerald describió a la sociedad acomodada estadounidense de los felices años veinte, tras cuyo vivir desenfadado se escondía el desencanto e incluso la desesperación, que podía hacer estallar su mundo en pedazos. Precisamente la vida que el escritor y su mujer gustaban llevar a la práctica, si bien el derroche y el desenfreno podían sostenerse con suma dificultad. Para muestra, El gran Gatsby fue escrito en la Riviera francesa, donde él y su esposa se trasladaron a vivir hasta 1931. Con el fin de mantener su tren de vida, Fitzgerald tuvo que escribir para varias revistas y vender sus derechos para trasladar a la gran pantalla sus historias, pero los problemas financieros no dejaban de acuciarle, y no pocas veces tuvieron que acudir a su rescate su agente literario o su editor. El gran Gatsby, cuya adaptación al cine hizo Herbert Brenon en 1926, no le dio los réditos esperados, pese a ser considerada su obra maestra.

Cuando escribía su cuarta novela, Zelda fue diagnosticada de esquizofrenia. La enfermedad y los problemas económicos obligaron a Fitzgerald a abandonar la obra y a dedicarse a escribir relatos mucho más comerciales. En 1932 Zelda tuvo que ser ingresada en un hospital psiquiátrico en Baltimore y el escritor se refugió en una finca llamada «La Paix» para terminar su novela, Suave es la noche [Tender is the Night] (1934), que ha sido considerada como uno de sus mejores trabajos. El paralelismo de los protagonistas, un psiquiatra psicoanalista, Dick Diver, y su mujer, a la vez que paciente, Nicole, son evidentes con el matrimonio Fitzgerald. El ascenso y la caída de Diver son tanto la premonitoria historia del propio escritor como el relato de los héroes trágicos que protagonizan sus novelas.

Los últimos años de su vida los pasó separado de Zelda, que permaneció ingresada en distintos psiquiátricos de la costa Este. El escritor inició una relación con Sheilah Graham, una cronista de sociedad con la que convivió intermitentemente hasta su fallecimiento por un paro cardiaco en 1940. Tenía 44 años. Sus problemas económicos le habían arrastrado a la bebida, y de nada sirvieron sus exitosas novelas, así como sus trabajos para la emergente industria de Hollywood. Dejó inconclusa una novela, The Love of the Last Tycoon, basada en la vida del empresario cinematográfico Irving Thalberg, si bien fue publicada en 1942 con el título de El último magnate [The Last Tycoon] en base a las notas que había dejado el autor.

Alcoholizado y arruinado terminó su vida uno de los escritores considerados como portavoz de la generación de la posguerra, la que quiso vivir con desenfreno después de los horrores vividos, la generación de la ley seca que no paraba de emborracharse y de bailar al son del jazz, la música que puso banda sonora a la vida y a las obras de Francis Scott Fitzgerald.

LA TRAGEDIA DEL GRAN HÉROE

Cuando Francis Scott Fitzgerald concluyó El gran Gatsby, él mismo fue consciente de que había escrito una gran obra. En apenas cinco meses tras su establecimiento en la Costa Azul remató la que está considerada como una de las mejores novelas estadounidenses de la historia. La madurez de su redacción, en comparación con la que fuera su primera obra, A este lado del Paraíso, sorprendió a la crítica literaria; reacción que, como ya anticipamos, no motivó un aumento de las ventas. La aceptación del gran público no estuvo esta vez, como tantas otras, a la altura de una obra maestra. Sin embargo, la figura de Jay Gatsby quedaría para siempre impresa en el imaginario colectivo y consagrada como un auténtico mito.

La historia de Jay Gatsby, el enigmático magnate que habita en el West Egg de Long Island, corre paralela a la de su propio autor y a su ambición por pertenecer a una clase favorecida, despreocupada y que simplemente desea vivir plenamente el momento. La Primera Guerra Mundial había mostrado la crueldad sin límites a la que podía llegar el hombre, pero también había abierto los ojos a una generación que deseaba cambiar su presente, pero también disfrutarlo sin límites. Fitzgerald siempre fue consciente de que él no pertenecía ni pertenecería nunca a la clase alta; su procedencia católica marcaba una distancia imborrable con las viejas familias protestantes americanas que dominaban la clase adinerada. Pero su éxito literario le abrió las puertas a ese mundo en el que Jay Gatsby encajaba tanto como él, y supo crear una historia en torno a ese personaje que le convertiría en eterno.

La Prohibición, que estuvo vigente en los Estados Unidos desde 1920 a 1933, marcó también la literatura de esa generación perdida y, como no, la de Scott Fitzgerald. Frente a la libertad en el consumo y venta de alcohol en la Vieja Europa, Estados Unidos impuso la ley seca y, con ello, hizo proliferar un submundo al que debe mucho la historia de El gran Gatsby. De hecho, el propio Gatsby está inspirado en un personaje de la vida real, un traficante de ron y exoficial de la Primera Guerra Mundial llamado Cedric Max Gerlach.

Nick Carraway es el narrador de la historia, quien describe las situaciones, los personajes y los acontecimientos desde su óptica y dirige la historia de principio a fin. Sin embargo, es Jay Gatsby, el vecino objeto de curiosidad, asombro, rechazo y posterior admiración de Nick, quien termina por ser la estrella del relato. No en vano el escritor decidió que la obra tomara su nombre como título: su enigmática personalidad llena cada escena donde él aparece, pero asombrosamente también aquellas en las que no. Los personajes giran en torno a él y desgranan los temas centrales de la historia sin olvidarse de que quien los construye realmente es el gran Gatsby: la ambición, el desenfreno, la superficialidad, el dinero, el amor y, por encima de todo, el deseo de traer de vuelta el pasado, la nostalgia que inunda al hombre que, pese a haber alcanzado todo lo deseado, siempre echa en falta algo que quedó atrás.

Jay Gatsby es un desconocido que abre las puertas de su magnífica casa a la alta sociedad neoyorkina, a la que invita a grandes fiestas. Los que allí se reúnen no se interesan realmente por nadie, ni siquiera por su anfitrión, y se dejan llevar por el lujo y la opulencia sin preocuparse de su origen. Fitzgerald recrea los ambientes de estas grandes fiestas de la alta sociedad con la experiencia que le daba su asidua participación en ellas. Conoce bien la etiqueta y el protocolo y sabe distinguir a los aristócratas de los advenedizos, de ahí también su empeño por distinguir dónde habitan sus personajes, por dividirlos en localidades imaginarias diferenciadas: el West Egg, donde se instala Nick Carraway, y el East Egg, donde viven las clases más acomodadas. Precisamente es en esta última donde residen dos personajes clave, Daisy y su esposo Tom Buchanan, los cuales representan a la perfección los estragos de la pasión por el dinero. «Su voz está cargada de dinero», dice Gatsby de ella; y Nick reflexiona: «Eso era. Nunca me había dado cuenta antes. Estaba cargada de dinero: ese era el inagotable encanto que subía y bajaba en ella, su tintineo, el sonido de címbalos que tenía… muy arriba en un palacio blanco la hija del rey, la chica dorada…».

Daisy es el amor pasado de Gatsby y su reconquista, la recuperación del pasado, se convierte en el hilo conductor de la novela. Nick, a la sazón primo de Daisy, es el encargado de volver a reencontrarlos, y la historia a la que da inicio es la que le permite ir descubriendo algo más sobre Gatsby. Este es un veterano de guerra procedente de una familia humilde que pudo realizar sus estudios en la Universidad de Oxford ‒el acceso a esta estaba reservado antes del armisticio de 1919 a la aristocracia‒. Nadie conoce realmente su lugar de origen y detalles sobre su vida, pero su conexión con otro personaje, Wolfsheim, deja palpable que su fortuna procede de negocios ilegales. Como Gatsby, Wolfsheim también parece emular a un personaje de la vida real, Arnold Rothstein, famoso por sus implicaciones en el Escándalo de los Medias Negras, esto es, en los amaños de los partidos de la Serie del Mundial de 1919.

La relación de Gatsby con el hampa podría convertirlo en un perfecto villano, pero este papel se lo arrebata Tom Buchanan, pues Gatsby permanecerá siempre en la mente del lector como un héroe. Un héroe trágico porque, pese a lo que el dinero le ha proporcionado y lo que le ha permitido ofrecer a los demás, termina por quedarse solo. Únicamente Nick, que encarna la ética y la moral que el propio Fitzgerald reconoció más tarde no haber defendido en The Crack-Up, permanece a su lado.

Pese a que El gran Gatsby retrata una época muy concreta, así como a la generación que la disfrutó, aborda temas tan intemporales y universales que la convierten en una obra imperecedera. Así, el periódico Le Monde la situó entre los 100 mejores libros del siglo XX tras una encuesta realizada en 1999 entre 17.000 lectores franceses, que debían votar por el libro que le hubiese dejado una más profunda huella. Las adaptaciones a la gran pantalla se suceden, cosechando mejores o peores críticas, y sus estrenos siempre auguran éxitos de taquilla. Quizá la aceptación de El gran Gatsby, pese al paso de los años, resida en que es capaz de mostrarnos lo peor y lo mejor del ser humano; que nadie es totalmente inocente, ni totalmente culpable. Todos tenemos aspiraciones y sueños y no importa dónde se ha nacido para alcanzarlos. Pero al final de nuestras vidas, lo que hemos hecho tiene que tener un sentido... o al menos, que quede alguien que se lo conceda. Aunque nos arrastre el pasado.

Cronología

1896: Nace Francis Scott Key Fitzgerald en Saint Paul, Minnesota, el 24 de septiembre.

1903: Realiza sus primeros estudios en el colegio católico Holy Angels Convent, en Buffalo.

1905: Estudia en el centro católico Nardin Academy, en Buffalo.

1908: Entra en la Saint Paul Academy and Summit School de Saint Paul.

1911: Continúa sus estudios en la Newman School en Hackensack, Nueva Jersey.

1913: Inicia sus estudios en la Universidad de Princeton.

1917: Se alista en el ejército para participar en la Primera Guerra Mundial. Comienza a escribir su primera novela: The Romantic Egotist

1918: Envía The Romantic Egotist a ShaneLeslie, el novelista irlandés, que a su vez la remitió a su editor,Charles Scribner Sons, con surecomendación parasu publicación. Esta fue rechazada.

1919: Se promete con Zelda Sayre, a quien había conocido mientras realizada su entrenamiento militar en Camp Sheridan, pero ella rompe el compromiso. Corrige su novela.

1920: La novela sale publicada con el título This Side of Paradise [A este lado del paraíso]. Este año también publica Flappers and Philosophers, que reúne ocho artículos ya publicados en varias revistas y en suplementos: «The Offshore Pirate», «The Ice Palace», «Head and Shoulders» , «The Cut-Glass Bowl», «Bernice Bobs Her Hair», «Benediction» y «Dalyrimple Goes Wrong». Se casa con Zelda Sayre en la catedral de St. Patrick en Nueva York.

1921: Nace su única hija, Frances Scott Fitzgerald, el 26 de octubre.

1922: Tras numerosas correcciones a una primera versión, publica Hermosos y malditos[The Beautiful and Damned], que es adaptada este mismo año al cine mudo por el director William A. Seiter. Salen publicados susTales of the Jazz Age, que recopila 11 artículos previamente publicados en varias revistas y en suplementos: «The Jelly-Bean», «The Camel’s Back», «May Day», «Porcelain and Pink», «The Diamond as Big as the Ritz», «The Curious Case of Benjamin Button», «Tarquin of Cheapside», «O Russet Witch!», «The Lees of Happiness», «Mr. Icky» y «Jemina».

1925: Publica El gran Gatsby.

1926:El gran Gatsby es adaptado al cine por el director Herbert Brenon.

1932: Su mujer, Zelda, es diganosticada de esquizofrenia.

1934: Publica Tender Is the Night[Suave es la noche].

1937: Inicia una relación con Sheilah Graham. Zelda vive continuamente en centros psiquiátricos. Fitzgerald escribe guiones para la Metro-Goldwyn-Mayer y su última novela The Love of the Last Tycoon, basada en la vida del ejecutivo cinematográfico Irving Thalberg.

1940: Muere en Hollywood, California, de un ataque cardiaco, el 21 de diciembre. Es enterrado en el Cementerio de Saint Mary, en Rockville, Maryland.

1941: Se publica póstumamente la novela que dejó inconclusa con el título The Last Tycoon [El último magnate], gracias a su amigo Edmund Wilson, que la completó en base a las notas que Fitzgerald había dejado.

1945: Se publica The Crack-Up, una colección de ensayos reunidos y editados por Edmund Wilson, y que habían sido previamente publicados por la revista Esquire durante 1936: «The Crack-Up», «Pasting It Together» y «Handle with Care».

1948: Zelda muere en un incendio en el centro de atención psiquiátrica de Highland en Asheville, North Carolina.

EL GRAN GATSBY

Ponte el sombrero de oro, si eso la conmueve;

si puedes saltar alto, salta también para ella,

hasta que grite «Amante del sombrero de oro,

amante saltarín, ¡tienes que ser mío!.»

Thomas Parke D’InVilliers[1]

[1] Pseudónimo de F. Scott Fitzgerald a la vez que protagonista de su primera obra, A este lado del Paraíso.

CAPÍTULO 1

En mis años más jóvenes y vulnerables mi padre me dio un consejo al que llevo dándole vueltas desde entonces.

—Cada vez que se te ocurra criticar a alguien –me dijo–, recuerda que no toda la gente de este mundo ha tenido las mismas ventajas que tú.

No dijo nada más, pero siempre hemos sido inusualmente comunicativos de una manera reservada y comprendí que quería decir mucho más que eso. En consecuencia, me siento inclinado a reservarme todos los juicios, un hábito que ha hecho que se abran a mí muchas naturalezas curiosas y también me ha convertido en víctima de no pocos pelmazos veteranos. La mente peculiar detecta rápidamente esta cualidad y se adhiere a ella cuando aparece en una persona normal, y por eso en la universidad fui injustamente acusado de ser político porque estaba al tanto de los pesares secretos de hombres desenfrenados y desconocidos. La mayoría de las confidencias no fueron algo que yo buscara: con frecuencia he fingido sueño, preocupación o una frivolidad hostil cuando me daba cuenta a través de alguna señal inequívoca de que una revelación íntima se perfilaba en el horizonte; porque las revelaciones íntimas de los jóvenes, o al menos los términos en los que las expresan, suelen ser plagios o estar enturbiados por omisiones obvias. Reservarse los juicios es un asunto de esperanza infinita. Aún siento cierto miedo a perder algo si olvido que, como mi padre sugirió de forma tan elitista, y que yo repito de forma elitista, que el sentido de las normas básicas de la buena educación se reparte de forma desigual al nacer.

Y tras alardear de mi tolerancia de esta forma, tengo que admitir que tiene un límite. La conducta puede fundarse en la dura roca o en las húmedas marismas, pero a partir de cierto punto ya deja de importarme en qué se basa. Cuando volví del Este el pasado otoño sentí que quería que el mundo estuviera para siempre de uniforme y en una especie de posición de firmes ante la moral; ya no quería más excursiones desenfrenadas con atisbos privilegiados del interior del corazón humano. Solo Gatsby, el hombre que da nombre a este libro, quedaba exento de mi reacción: Gatsby, que representaba todo aquello por lo que siento un desprecio natural. Si la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos afortunados, entonces él tenía algo magnífico, una sensibilidad exacerbada a las promesas de la vida, como si estuviera emparentado con una de esas máquinas que detectan terremotos a diez mil millas de distancia. Esta sensibilidad no tenía nada que ver con esa blanda impresionabilidad que se dignifica bajo el nombre de «temperamento creativo»: era un extraordinario don para la esperanza, una disposición romántica como no he encontrado en ninguna otra persona y que no es probable que vuelva a encontrarme de nuevo. No, Gatsby resultó bien al final; es lo que convirtió a Gatsby en su presa, el polvo nauseabundo que flotaba en la estela de sus sueños, lo que canceló temporalmente mi interés por las penas frustradas y los breves júbilos de los hombres.

Mi familia ha estado compuesta por gente destacada y pudiente de esta ciudad del Medio Oeste desde hace tres generaciones. Los Carraway somos una especie de clan y, según la tradición, descendemos de los duques de Buccleuch[1], aunque el auténtico fundador de mi estirpe fue el hermano de mi abuelo, que llegó aquí en el cincuenta y uno, mandó a un sustituto a la Guerra Civil[2] y empezó con el negocio de la ferretería al por mayor con el que mi padre continúa hoy en día.

Nunca vi a este tío-abuelo, pero se supone que me parezco a él –sobre todo si tomamos como referencia el duro retrato que cuelga en el despacho de mi padre–. Me gradué en New Haven[3] en 1915, justo un cuarto de siglo después que mi padre, y un poco más tarde, participé en esa retrasada migración teutónica conocida como la Gran Guerra[4]. Disfruté tanto del contraataque que cuando volví me sentí inquieto. En lugar de ser el acogedor centro del mundo, el Medio Oeste ahora me parecía el borde del abismo del universo –de modo que decidí irme al Este y aprender el negocio de los bonos–. Todos mis conocidos se dedicaban a la bolsa, de modo que supuse que podría mantener a un soltero más. Todas mis tías y mis tíos lo hablaron como si estuvieran eligiendo una escuela preparatoria para mí, y finalmente dijeron: «Bueno, sí» con las caras graves e inseguras. Mi padre aceptó financiarme durante un año y, tras varios retrasos, llegué al Este en la primavera del veintidós pensando que era para establecerme de manera permanente.

Lo más práctico era buscar habitaciones en la ciudad, pero era la estación calurosa y yo acababa de salir de un paisaje de amplias extensiones de césped y de amables árboles, de modo que cuando un joven de la oficina me sugirió que cogiéramos una casa juntos en una ciudad cercana, me pareció una idea estupenda. Él encontró la casa, un bungaló endeble y deteriorado, por ochenta al mes, pero en el último minuto, la empresa lo envió a Washington y yo me fui solo al campo. Tenía un perro –al menos lo tuve durante unos días hasta que se escapó– y un viejo Dodge y una finlandesa que me hacía la cama y me preparaba el desayuno y que murmuraba máximas finlandesas delante de la hornilla eléctrica.

Me sentí solo durante un día más o menos hasta que una mañana un hombre, que había llegado aún más recientemente que yo, me paró en la carretera.

—¿Cómo se va al pueblo de West Egg[5]? –preguntó con impotencia.

Se lo dije. Y al continuar caminando, ya no volví a sentirme solo. Yo era un guía, un explorador, un pionero. Sin proponérselo, me había otorgado la carta de vecindad del barrio.

Y así, con el sol y con las enormes explosiones de hojas que crecían en los árboles, igual que crecen las cosas en las películas a cámara rápida, tuve esa convicción conocida de que la vida comenzaba de nuevo con el verano.

Por un lado tenía muchas cosas que leer, pero por otro, aquel aire joven y puro resultaba vivificante. Compré una docena de volúmenes sobre banca, créditos e inversiones en valores que reposaban en la estantería cubiertos de rojo y dorado como dinero nuevo recién acuñado, que prometían desvelar los brillantes secretos que solo Midas, Morgan y Mecenas conocían[6]. Y yo tenía, además, la sana intención de leer otros muchos libros. Sentía bastante inclinación por la literatura cuando estaba en la universidad –un año escribí una serie de solemnes editoriales para el Yale News[7]– y ahora iba a devolver todas esas cosas a mi vida para convertirme de nuevo en el más limitado de todos los especialistas, el «hombre polifacético». Esto no es solo un epigrama: la vida se ve mucho mejor desde una sola ventana, después de todo.

Fue cuestión del azar que yo alquilara una casa en una de las comunidades más extrañas de Norteamérica. Estaba en esa delgada y bulliciosa isla que se extiende justo al este de Nueva York, y donde hay, entre otras curiosidades naturales, dos raras formaciones de tierra. A veinte millas de la ciudad, un par de huevos enormes de idéntica silueta y separados solo por una estrecha bahía, sobresalen hacia el cuerpo de agua salada más domesticado del hemisferio occidental, el gran corral mojado de Long Island Sound[8]; no son óvalos perfectos –como el huevo de la historia de Colón, ambos están aplanados por el extremo por el que hacen contacto– pero su parecido físico debe ser fuente de perpetua confusión para las gaviotas que los sobrevuelan, y para los que no tenemos alas, el fenómeno más fascinante es su disimilitud en todos los aspectos excepto los de la forma y el tamaño.

Yo vivía en West Egg, el... bueno, el menos elegante de los dos, aunque esta sea una etiqueta muy superficial para expresar el extraño y no poco siniestro contraste entre ellos. Mi casa estaba en el extremo mismo de la punta del huevo, solo a cincuenta yardas del Sound, y apretujada entre dos casas enormes que se alquilaban por doce o quince mil por temporada. La que estaba a mi derecha era colosal, se mirase por donde se mirase. De hecho, era una imitación de algún Hôtel de Ville[9] de Normandía, con una torre a un lado, flamante bajo una fina barba de hiedra salvaje, y una piscina de mármol, y más de cuarenta acres de césped y jardín. Era la mansión de Gatsby. O más bien, como yo no conocía al señor Gatsby, era la mansión habitada por un caballero de ese nombre. Mi casa era un adefesio, pero era un adefesio pequeño, y la habían pasado por alto, de modo que yo tenía vistas al agua, una vista parcial del césped de mi vecino y la consoladora proximidad de los millonarios, y todo por ochenta dólares al mes.

Al otro lado de la estrecha bahía, los palacios blancos del elegante East Egg se reflejaban en el agua, y la historia del verano empieza realmente la tarde que fui hasta allí para cenar con la familia de Tom Buchanan. Daisy era prima lejana mía y yo había conocido a Tom en la universidad. Y justo después de la guerra pasé dos días con ellos en Chicago.

Su marido, entre otras y diversas dotes físicas, había sido uno de los extremos más poderosos que jamás jugara al fútbol en New Haven; de algún modo, una figura nacional, uno de esos hombres que alcanzan una excelencia tan crucial y limitada a los veintiuno, que todo lo que viene después sabe a anticlímax. Su familia era enormemente rica –incluso en la universidad, su liberalidad con el dinero era tema de reproche–, pero ahora había dejado Chicago y se había venido al Este haciendo tales alardes que cortaban la respiración: por ejemplo, se había traído una reata de ponis de polo desde Lake Forest[10]. Era difícil imaginar que un hombre de mi misma generación fuese lo suficientemente rico como para hacer eso.

No sé por qué vinieron al Este. Habían pasado un año en Francia sin ningún motivo en especial, y después vagaron de acá para allá sin descanso hacia cualquier lugar en el que la gente jugara al polo y además fuese rica también. Se habían instalado de forma permanente, me dijo Daisy por teléfono, pero yo no la creí. No conocía el corazón de Daisy, pero pensé que Tom seguiría moviéndose de un lado a otro eternamente buscando, con un poco de melancolía, la dramática turbulencia de algún irrecuperable partido de fútbol.

Y así es como una cálida tarde de viento fui hasta East Egg para ver a dos viejos amigos a los que prácticamente no conocía de nada. Su casa estaba aún más ornamentada de lo que yo esperaba, una alegre mansión roja y blanca de estilo colonial georgiano[11] con vistas a la bahía. El césped empezaba en la playa y corría durante un cuarto de milla hasta la puerta principal, saltando por encima de relojes de sol, de paseos de ladrillo y de palpitantes jardines, y cuando finalmente alcanzaba la casa, subía por el lateral en forma de brillantes enredaderas que parecían fruto del impulso de su carrera. La fachada se rompía con una fila de puertas francesas, brillantes ahora con reflejos dorados y abiertas de par en par a la cálida tarde de viento, y Tom Buchanan, vestido con ropa de montar, estaba de pie con las piernas separadas en el porche delantero.

Había cambiado desde los años de New Haven. Ahora era un hombre robusto de treinta años con el pelo pajizo, la boca dura y una actitud altanera. Dos ojos arrogantes y brillantes se habían convertido en el aspecto dominante de su cara y le daban la apariencia de estar siempre inclinándose hacia delante de manera agresiva. Ni siquiera la afeminada elegancia de su ropa de montar podía ocultar la enorme fortaleza de aquel cuerpo –parecía rellenar aquellas botas relucientes hasta el límite de la resistencia de los cordones superiores y cuando movía el hombro, se veía cómo se desplazaba una gran masa muscular bajo la chaqueta fina–. Era un cuerpo capaz de ejercer una gran fuerza, un cuerpo cruel.

Cuando hablaba, su voz de tenor áspera y ronca remarcaba la impresión de irritabilidad que transmitía. Había un toque de desprecio paternal en ella, incluso con la gente que le caía bien, y hubo hombres en New Haven que lo odiaron a muerte.

«No creas que mi opinión sobre este asunto es inapelable –parecía decir–, solo porque yo sea más fuerte y más hombre que tú.» Estábamos en la misma asociación universitaria, y aunque nunca fuimos íntimos, siempre tuve la impresión de que tenía buena opinión de mí y quería caerme bien con esa desafiante y áspera melancolía suya.

Hablamos durante unos minutos en el porche soleado.

—Tengo una bonita casa aquí –dijo, mientras sus ojos lanzaban una mirada inquieta alrededor.

Cogiéndome del brazo para hacer que me girara, extendió la ancha palma y recorrió la vista principal, recogiendo en aquel gesto un jardín italiano a menor altura, medio acre de intensas rosas olorosas, y una chata lancha a motor que golpeaba la marea a cierta distancia de la costa.

—Perteneció a Demaine, el hombre del petróleo[12]. –Hizo que me girara de nuevo, educadamente pero de manera abrupta–. Vamos dentro.

Pasamos por un alto vestíbulo hasta llegar a un espacio luminoso de color rosado, frágilmente unido a la casa por puertas francesas en ambos extremos. Las puertas francesas estaban entornadas y eran de un blanco brillante que contrastaba con la fresca hierba del exterior, que parecía penetrar un poco en la casa. El aire soplaba a través de la habitación, haciendo que las cortinas volaran hacia el interior en un extremo y hacia el exterior en el otro, como pálidas banderas, enredándolas y elevándolas hacia el techo de glaseado pastel de boda y después, meciéndolas sobre la alfombra de color vino, formando una sombra sobre ella como hace el viento sobre el mar.

El único objeto completamente estático de la habitación era un enorme sofá sobre el que dos mujeres jóvenes se mantenían a flote como si estuvieran sobre un globo anclado. Las dos iban de blanco y sus vestidos ondeaban y se tensaban como si el viento los acabara de traer de vuelta tras un corto vuelo por la casa. Debo haberme quedado inmóvil durante unos instantes escuchando los chasquidos y latigazos de las cortinas y el crujido de un cuadro que colgaba de la pared. Después hubo un retumbo cuando Tom Buchanan cerró las puertas francesas traseras y el viento apresado se extinguió dentro de la habitación, y las cortinas, las alfombras y las dos jóvenes se desinflaron lentamente hasta llegar al suelo.

La más joven de las dos me era desconocida. Estaba estirada todo lo larga que era sobre el extremo del diván, completamente inmóvil, con el cuello ligeramente levantado, como si sostuviera algo sobre él que pudiera caerse en cualquier momento. Si me vio por el rabillo del ojo, no dio muestras de haberlo hecho. Es más, me sorprendí a mí mismo a punto de murmurar una disculpa por haberla molestado al entrar.

La otra chica, Daisy, no hizo ademán de levantarse –se inclinó ligeramente hacia delante con una expresión seria después se rio–, con una encantadora y absurda risita, y yo me reí también y avancé hacia el interior de la habitación.