El hombre que pudo reinar - Rudyard Kipling - E-Book

El hombre que pudo reinar E-Book

Rudyard Kipling

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Beschreibung

"... Por lo tanto, así están las cosas, deberemos hacerlo solos, e irnos a otro lugar donde no esté lleno de hombres y uno pueda ir a la suya. No somos pequeños hombres, y no hay nada que nos de miedo, excepto las bebidas, y hemos firmado un contrato sobre eso. Por lo tanto, no vamos a ser reyes.""El hombre que pudo reinar" fue publicada en 1888 y es considerada una de las mejores novelas escritas por Rudyard Kipling.Este relato narra la historia de dos oficiales británicos que se convierten en los reyes de un remoto lugar en Afganistán llamado Kafiristán. El narrador de la historia, un periodista inglés, el cual parece estar altamente inspirado en la propia vida y trabajo de Kipling, conoce a nuestros dos protagonistas, Peachie Carnehan y Daniel Dravot, durante uno de sus viajes alrededor de la India. Carnehan y Dravor le explican su plan de continuar explorando el mundo más allá de la India y de convertirse en reyes de algún lugar. Con gran elocuencia y traza, Kipling nos presenta con una magnífica historia de aventuras, imprescindible para los amantes de este género. Sin embargo, la narración de la historia no se limita a centrarse en las hazañas y aventuras de nuestros protagonistas: el escritor va más allá de la ficción y también incluye en su historia una clara crítica a la supremacía blanca y británica de la época que reinaba en las colonias de este imperio. La novela está basada en la historia real de James Brooke, un soldado británico que se convirtió en el primer rajá blanco de Sarawak, un estado malasio en la isla de Borneo, y en Josiah Harlan, un aventurero estadounidense que durante uno de sus viajes a través de la India y Afganistán fue otorgado el título perpetuo de Príncipe de Ghor, en Afganistán. "El hombre que pudo reinar" fue adaptada a la gran pantalla en 1975 por John Huston y protagonizada por Sean Connery y Michael Cain. La película obtuvo cuatro candidaturas a los premios Óscar. -

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Rudyard Kipling

El hombre que pudo reinar

 

Saga

El hombre que pudo reinar

 

Original title: The Man Who Would Be King

 

Original language: English

 

Copyright © 1888, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726672367

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

La Ley, tal y como está formulada, establece una conducta vital justa, algo que no es sencillo mantener. He sido compañero de un mendigo una y otra vez, en circunstancias que impedían que ninguno de los dos supiéramos si el otro lo merecía. Todavía he de ser hermano de un príncipe, si bien una vez estuve próximo a establecer una relación de amistad con alguien que podría haber sido un verdadero rey y me prometieron la instauración de un reino: ejército, juzgados, impuestos y policía, todo incluido. Sin embargo, hoy, mucho me temo que mi rey esté muerto y que si deseo una corona deberé ir a buscarla yo mismo.

Todo comenzó en un vagón de tren que se dirigía a Mhow desde Ajmer. Se había producido un déficit presupuestario que me obligó a viajar no ya en segunda clase, que sólo es ligeramente menos distinguida que la primera, sino en intermedia, algo verdaderamente terrible. No hay cojines en la clase intermedia y la población es bien intermedia; es decir, euroasiática o bien nativa, lo cual para un largo viaje nocturno es desagradable; mención aparte merecen los haraganes, divertidos pero enloquecedores. Los usuarios de la clase intermedia no frecuentan los vagones cafetería; portan sus alimentos en fardos y cacerolas, compran dulces a los vendedores nativos de golosinas y beben el agua de las fuentes junto a las vías. Es por esto por lo que en la temporada de calor los intermedios acaban saliendo de los vagones en ataúd y, sea cual sea la climatología, se les observa, motivos hay, con desdén.

Mi vagón intermedio resultó ir vacío hasta que alcancé Nasirabad, cuando entró en mangas de camisa un gigantesco caballero de oscuras cejas y, siguiendo la costumbre de los intermedios, comenzó a charlar conmigo. Era un viajero y un vagabundo como yo mismo, aunque con un educado paladar para el whisky. Contaba historias sobre cosas que había visto y hecho, de los rincones recónditos del Imperio en los que había penetrado y de aventuras en las que arriesgaba su vida por comida para un par de días.

—Si la India estuviera llena de hombres como usted y como yo, que desconocen en igual medida que los cuervos dónde conseguirán su sustento para el día siguiente, no serían setenta millones los impuestos que esta tierra estaría pagando: serían setecientos —pronunció.

Observando su boca y su mentón, me sentí inclinado a mostrarme de acuerdo.

Charlamos sobre política (la política de la vagancia, que analiza las cosas desde su reverso, en el que la madera y el yeso no están pulidos) y comentamos el funcionamiento del servicio postal, debido a que mi amigo quería enviar un telegrama desde la siguiente estación a Ajmer, que ejerce de conexión entre la línea de Bombay y la de Mhow en los desplazamientos hacia el oeste. Mi amigo no tenía más capital que ocho exiguos annas, los cuales deseaba destinar a la cena, mientras que yo no contaba con dinero en absoluto a causa de las complicaciones presupuestarias mencionadas anteriormente. A todo esto se sumaba que yo me dirigía a una zona agreste en la que, si bien volvería a entablar contacto con el Tesoro, no existían oficinas de telégrafos. Me era, por tanto, imposible auxiliarlo en modo alguno.

—Podemos amenazar a un jefe de estación y obligarlo a que envíe el mensaje a crédito —propuso mi amigo—, pero esto significaría un interrogatorio sobre ambos y ando bastante ocupado estos días. ¿Dijo que regresará por esta misma línea en unos días?

—En diez días —respondí.

—¿No pueden ser ocho? Se trata de una cuestión bastante urgente.

—Puedo enviar su telegrama dentro de diez días, si eso le es de utilidad — propuse.

—No puedo confiar en que el cable le llegue, ahora que lo pienso. La situación es esta: saldrá de Delhi para Bombay el día 23. Eso significa que atravesará Ajmer en torno a la madrugada ese mismo día.

—Pero yo me dirijo al Gran Desierto Indio —le expliqué.

—Muy bien —asintió—. Usted cambiará de tren en la intersección de Marwar para entrar en territorio de Jodhpur. Tiene por fuerza que pasar por ahí. Por su parte, él llegará a la intersección de Marwar a primera hora de la mañana del día 24 a bordo del Bombay Mail. ¿Podría usted estar en Marwar a esa hora? No le supondrá un problema puesto que sé que son pocas las gangas que merecen la pena en esos estados centrales de la India..., incluso si finge ser corresponsal del Backwoodsman.

—¿Ha intentado usted ese truco en alguna ocasión?

—Una y otra vez; lo que pasa es que los funcionarios residentes terminan por descubrirlo y uno acaba escoltado hasta la frontera antes de que pueda clavarles un cuchillo. Pero volvamos a mi amigo. Necesito, me es imprescindible, transmitirle algo de boca a boca para que comprenda qué me ha sucedido; de lo contrario no sabrá adónde dirigirse. Sería un gesto más que amable por su parte si usted saliera de los estados centrales a tiempo para encontrarse con él en la intersección de Marwar y le dijera: «Se ha marchado al sur a pasar la semana . Él sabrá qué significa. Es un hombre corpulento, con la barba pelirroja, y de lo más elegante. Lo encontrará dormido como un caballero, con todo el equipaje colocado a su alrededor, en un compartimento de segunda clase. Pero no tema. Baje la ventanilla y diga: «Se ha marchado al sur a pasar la semana . Él comprenderá. Sólo le supone reducir su estancia en esas tierras dos días. Se lo pido como un desconocido... que se dirige al oeste —pronunció con especial énfasis en las últimas palabras.

—¿Usted de dónde viene? —le pregunté.

—Del este. Y espero que le haga llegar el mensaje en la Plaza... por el bien de mi Madre, así como de la suya.

Los caballeros ingleses no se ven fácilmente conmovidos por la memoria de sus madres; no obstante, por ciertos motivos que quedarán completamente aclarados, consideré oportuno aceptar.

—La cuestión no es banal —dijo—; por eso le pido que lo haga... y ahora sé que puedo fiarme de que así será. Un vagón de segunda clase en la intersección de Marwar y un hombre pelirrojo dormido en su interior. Asegúrese de recordarlo. Yo me apeo en la próxima estación y deberé permanecer allí hasta que él llegue o hasta que me envíe lo que preciso.

—Le transmitiré el mensaje si lo encuentro —concedí—, y por el bien de su Madre, así como por el de la mía, le advertiré algo: no intente recorrer los estados centrales de la India en este momento como corresponsal del Backwoodsman. Hay uno verdadero por esta zona y le puede acarrear problemas.

—Gracias —dijo sencillamente—; ¿y cuándo se marchará ese canalla? No puedo permitir morirme de hambre porque me esté arruinando el trabajo. Quiero atrapar al rajá de Degumber por lo que hizo con la viuda de su padre y darle un buen susto.

—¿Qué fue lo que hizo con la viuda de su padre?

—La atiborró de guindillas y la mató a zapatillazos colgada de una viga. Lo he descubierto y soy el único hombre que se atrevería a internarse en ese estado para conseguir una mordida.

Intentarán envenenarme, igual que hicieron en Chortumna cuando fui allí a saquear. Pero ¿le transmitirá mi mensaje al hombre de la intersección de Marwar?

Mi compañero se apeó en una pequeña estación secundaria y yo quedé pensativo. Había oído en más de una ocasión historias de hombres que se hacían pasar por corresponsales de periódicos y extorsionaban a los pequeños estados nativos, amenazándolos con airear determinadas cuestiones, pero nunca antes me había encontrado con alguien de esta calaña. Soportan una vida dura y generalmente mueren con gran celeridad. Los estados nativos tienen un terror absoluto a los diarios ingleses, que pueden arrojar luz sobre sus peculiares métodos de gobierno, por lo que hacen cuanto pueden por ahogar a los corresponsales en champán o volverlos completamente locos con carros tirados por cuatro caballos. No entienden que a nadie le importa un bledo la administración interna de los estados nativos, siempre y cuando la opresión y la criminalidad se mantengan dentro de unos límites decentes y el gobernante no permanezca drogado, borracho o enfermo del primer al último mes del año. Los estados nativos fueron creados por la Providencia con el objetivo de facilitar paisajes pintorescos, tigres y cuentos fantásticos. Son los rincones oscuros de la Tierra, de una crueldad inimaginable, con un pie en el ferrocarril y el telégrafo y el otro en los días de Harún al-Rashid.