El implacable griego - Sarah Morgan - E-Book

El implacable griego E-Book

Sarah Morgan

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Beschreibung

El implacable millonario griego quería su recompensa… en la cama Bajo las órdenes de Angelos Zouvelekis, Chantal no tuvo más remedio que hacerse pasar por su futura esposa. El poderoso magnate la bañaría de joyas y lencería fina… pero ella se lo pagaría en especie. Por mucho que admirara su cuerpo, Angelos creía que Chantal no era más que una ambiciosa cazafortunas. Pero entonces descubrió algo que desmontó todas sus arrogantes teorías: Chantal había llegado virgen a su cama.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2008 Sarah Morgan

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El implacable griego, N.º 1891 - agosto 2024

Título original: The Greek’s Innocent Virgin

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410742239

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Al escuchar el sonido de la voz de su padre, Angelos Zouvelekis interrumpió la conversación que estaba manteniendo con el embajador griego en Francia y se giró hacia él.

–¿A quién has encontrado? –el hecho de que su padre hubiera hecho el esfuerzo de acudir aquella noche allí era una buena señal. Unos meses atrás era un hombre roto, reacio a salir de su aislada villa tras su segundo y doloroso divorcio en seis años.

–A la mujer perfecta para ti –su padre sacudió la cabeza con incredulidad, pero se le formaron unas arruguitas alrededor de los ojos cuando sonrió–. A veces me pregunto si de verdad eres mi hijo. Este lugar está lleno de mujeres hermosas, y ¿a qué te dedicas tú? A hablar con hombres aburridos vestidos de traje. ¿Qué hice mal contigo?

Al ver la sorpresa reflejada en los ojos del embajador, Angelos se disculpó educadamente y se llevó a su padre a un aparte.

–Para mí, esta noche es un asunto de negocios. Celebro este baile todos los años. Su propósito es hacer que los ricos y famosos se desprendan de parte de su dinero.

–Negocios, negocios, negocios –visiblemente exasperado, su padre alzó las manos al cielo–. ¿Los negocios te dan calor por la noche? ¿Te hacen la cena? ¿Crían a tus hijos? Tú siempre estás con los negocios, Angelos, ¡y ya eres millonario! ¡Tienes dinero de sobra! No necesitas más. ¡Lo que necesitases una buena mujer!

Varias cabezas se giraron hacia ellos, pero Angelos se limitó a reírse.

–Esta noche no estoy ganando dinero, lo estoy repartiendo. Y estás asustando a la gente. Compórtate. Además, no necesito que me busques una mujer.

–¿Por qué? ¿Ya has encontrado una por ti mismo? No, claro que no. Al menos, no la adecuada. Pierdes el tiempo con mujeres que no serían buenas esposas.

–Por eso las elijo –murmuró Angelos, pero su padre frunció el ceño con desaprobación.

–¡Ya sé a quién escoges! Lo sabe todo el mundo, Angelos, porque sale en todas las revistas. Una semana es Savannah, la siguiente una tal Gisella… Ninguna te dura más de unas semanas, y siempre están muy, muy delgadas –con su fuerte acento griego marcando las palabras, Costas Zouvelekis emitió un sonido de desesperación–. ¿Cómo vas a ser feliz con una mujer que no disfruta comiendo? Una mujer así, ¿cocinaría para ti? No. ¿Disfrutaría de la vida? No, por supuesto que no. Las mujeres que escoges tienen piernas y pelo y son como atletas en la cama, pero ¿se ocuparán de tus hijos? No.

–No necesito una mujer que cocine. Tengo personal para eso –Angelos se preguntó por un instante si después de todo no habría sido un error invitar a su padre a aquel evento en particular–. Y no tengo hijos de los que deba ocuparse una mujer.

Su padre resopló exasperado.

–¡Ya sé que no tienes hijos, y yo quiero que los tengas! ¡Es a eso a lo que me refiero! Tienes treinta y cuatro años, ¿y cuántas veces te has casado? Ninguna. Yo tengo setenta y tres, y me he casado tres veces. Ya es hora de que empieces a alcanzarme, Angelos. ¡Hazme abuelo!

–Ariadne ya te ha hecho abuelo dos veces.

–Eso es diferente. Ella es mi hija, y tú, mi hijo. Quiero estrechar entre mis brazos a los hijos de mi hijo.

–Me casaré cuando encuentre a la mujer adecuada, no antes.

Angelos se llevó a su padre hacia la terraza que rodeaba la sala de baile y se contuvo para no recordarle que sus dos últimos intentos de matrimonio habían supuesto un desastre emocional y financiero. Él no pensaba cometer de ninguna manera el mismo error.

–¡No encontrarás a la mujer adecuada saliendo con las que no debes! ¿Y qué estamos haciendo en París? ¿Por qué no puedes celebrar este baile en Atenas? ¿Qué tiene de malo Atenas?

–El mundo no se limita sólo a Grecia –Angelos contuvo un bostezo mientras la conversación se desviaba hacia otro tema típicamente familiar–. Mis negocios están por todo el globo terráqueo.

–¡Y nunca he comprendido por qué! ¿Tuve yo que salir de Grecia para conseguir mi primer millón? ¡No! –Costas miró hacia la sala de baile–. ¿Dónde se ha metido? Ya no la veo.

Angelos alzó las cejas en gesto interrogante.

–¿A quién estás buscando?

–A la mujer con cuerpo de diosa. Era perfecta. Y ahora ha desaparecido. Era todo ojos y curvas y parecía muy dulce. Esa chica sí que será una buena madre. Me la imagino con tus hijos pequeños subidos al regazo mientras una musaka se enfría en tu mesa.

Angelos miró a su padre con ojos divertidos.

–Te sugiero que no le digas eso a ella. En estos tiempos es una herejía hacerle ese tipo de comentarios a una mujer. Todas tienen aspiraciones bastante distintas.

–Las mujeres que tú escoges tienen otro tipo de aspiraciones –dijo su padre con voz fiera mientras buscaba por la habitación con la mirada–. Créeme, ésta estaba hecha para ser madre. Si a ti no te gusta, tal vez me interese a mí.

Angelos dejó escapar un profundo suspiro. Cielos, otra vez no. ¿Es que su padre no aprendería nunca?

–Prométeme que esta vez sólo te acostarás con ella. ¡No te cases! –le advirtió agarrando un vaso de zumo de naranja de la bandeja de un camarero que pasaba por allí y cambiándolo por la copa de champán que tenía su padre en la mano.

–Tú sólo piensas en la cama y en el sexo, pero yo tengo otro respeto por las mujeres.

–Necesitas desarrollar una manera más cínica de relacionarte con el sexo opuesto –le aconsejó su hijo–. ¿Qué respeto te demostró Tara cuando te dejó después de seis meses y se llevó dinero suficiente para el resto de su vida?

Los nudillos de su padre se pusieron blancos al apretar el vaso.

–Ambos cometimos un error.

¿Un error? Angelos se mordió la lengua. Estaba convencido de que, en lo que a Tara se refería, aquel matrimonio había sido un rotundo éxito. Ahora era una mujer todavía joven y extremadamente rica.

Su padre se desinfló ante sus ojos, dejando expuesta su vulnerabilidad.

–Estaba muy confundida. No sabía lo que quería.

–Sabía perfectamente lo que quería –replicó Angelos, debatiéndose entre la opción de hundir todavía más a su padre resaltando la despiadada eficacia de la campaña de Tara, o dejar el tema y arriesgarse a que, incluso después de dos divorcios semejantes, su confiado padre siguiera sin haber aprendido la lección que tenía que aprender.

Costas suspiró.

–Una relación debería estar basada en el amor y el cariño.

Angelos se estremeció al escuchar aquella peligrosa y sentimental observación y se dijo que debía instruir a su equipo de seguridad para que revisaran a todas las mujeres que mostraran el más mínimo interés por su padre, para protegerlo de futuros ejemplares sin escrúpulos.

–¿Es que tus dos últimos matrimonios no te han enseñado nada sobre las mujeres?

–Sí. Me han enseñado que no te puedes fiar de las delgadas –Costas recuperó algo de ánimo–. Pasan demasiada hambre como para llevar la vida de una mujer normal. La próxima vez me casaré con una de tamaño adecuado.

–Después de todo lo que ha pasado en los últimos seis años, ¿todavía crees que el amor existe?

El rostro de su padre se descompuso.

–Estuve enamorado de tu madre durante cuarenta años. Por supuesto que creo que el amor existe.

Maldiciéndose por su falta de tacto, Angelos le puso a su padre una mano en el hombro.

–Deberías intentar dejar de reemplazarla –le dijo con brusquedad–. Lo que vosotros teníais era algo poco común.

Tan poco común que Angelos había perdido toda esperanza de encontrarlo. Y no estaba dispuesto a conformarse con menos.

–Volveré a encontrarlo.

«Pero no sin antes arruinar a la familia con costosos acuerdos de divorcio», pensó su hijo.

–Quédate soltero –Angelos se pasó la mano por la parte posterior del cuello con gesto frustrado–. Es menos complicado.

–No pienso quedarme solo. No es natural que el hombre esté solo. Y tú no deberías estarlo tampoco.

Viendo que su padre estaba a punto de lanzarle otro discurso sobre las virtudes de las mujeres con curvas, Angelos decidió que la conversación había durado demasiado.

–No tienes que preocuparte por mí. Estoy viendo a una mujer –no era una relación como la que su padre esperaba, pero eso no hacía falta que se lo dijera.

–¿Tiene la talla adecuada? –su padre torció el gesto.

–Tiene la talla perfecta –respondió Angelos pensando en la actriz de Hollywood con la que había pasado dos noches extremadamente excitantes en la cama la semana anterior. ¿Volvería a verla? Probablemente. Tenía el cabello y las piernas que tenía que tener y desde luego, era una atleta en la cama. ¿Estaba interesado en casarse con ella? En absoluto. Se aburrirían el uno al otro en menos de un mes, por no hablar de la vida entera.

Pero los ojos de su padre reflejaban auténtica esperanza.

–¿Y cuándo voy a conocerla? Nunca me presentas a tus novias.

–Cuando una mujer sea importante para mí, la conocerás –aseguró Angelos con dulzura–. Y ahora quiero presentarte a Nicole. Es mi directora de Relaciones Públicas aquí en París, y le encanta comer. Sé que tendréis muchas cosas de que hablar.

Guió a su padre hacia la fiel Nicole, hizo las presentaciones necesarias y se giró de nuevo hacia la sala de baile. Entonces se quedó paralizado con la atención concentrada en la mujer que estaba justo delante de él.

Caminaba como si fuera la dueña del lugar, con un suave balanceo de caderas y una sonrisa apenas esbozada en los labios ligeramente pintados. Llevaba el rubio cabello recogido en lo alto y su vestido rojo brillante era como un océano de color deslumbrante en medio de tanto negro predecible y aburrido. Parecía un pájaro exótico volando entre una bandada de cuervos.

Olvidándose al instante de la actriz de Hollywood, Angelos la observó durante un momento y luego sonrió él también lentamente. Su padre estaría satisfecho por partida doble, pensó mientras avanzaba decidido hacia aquella misteriosa mujer. En primer lugar, porque estaba a punto de dejar de pensar en los negocios y centrar sus atenciones en la búsqueda del placer, y en segundo lugar, porque la fuente de aquel placer tenía curvas, sin lugar a dudas. Y no era que él necesitara que cumpliera con las tareas domésticas que su padre había enumerado. No le interesaba una mujer que cocinara, limpiara o criara niños. A aquellas alturas de su vida, lo único que esperaba de una mujer era entretenimiento, y aquélla parecía creada exactamente para tal fin.

 

 

«Sonríe, avanza, sonríe, no sientas pánico».

Era como estar otra vez en el patio del colegio, con los acosadores haciendo círculo como gladiadores mientras el malévolo grupo de chicas presionaba mirando con sádica fascinación.

El recuerdo era tan aterradoramente real, que se despertaron en ella sentimientos de humillación y terror, pillándola desprevenida. No importaba la cantidad de años que habían transcurrido, el pasado siempre estaba allí.

Hizo un esfuerzo por librarse de sus antiguas inseguridades. Era ridículo pensar en ello ahora, cuando aquella parte de su vida había terminado tanto tiempo atrás.

Aquel lugar no era el patio del colegio, y aunque tal vez los acosadores siguieran allí, ellos ya no podían verla a ella. Su disfraz era perfecto.

¿O no?

No tendría que haberse vestido de rojo. El rojo la hacía sobresalir como un trozo de beicon. Y si no comía algo enseguida, se iba a desmayar. ¿Es que en aquellos bailes nadie comía? Con razón estaban tan delgados.

Deseando no haberse puesto a prueba de aquel modo, Chantal trató de cruzar con naturalidad la sala. «La confianza lo es todo», se recordó a sí misma. «La barbilla alta, y la mirada también. El rojo está bien. Sólo es gente. No dejes que te intimiden. No saben nada de ti. Por fuera pareces básicamente uno de ellos, y no pueden ver quién eres por dentro».

Para distraerse, Chantal utilizó su habitual juego de fantasía, el que se había inventado para sobrevivir en el ambiente sin ley ni compasión en el que vivía de niña. Su vida había seguido el mismo patrón. Un nuevo patio de juegos, una nueva tanda de mentiras. Una nueva capa de protección.

¿Quién iba a ser aquella noche?

¿Una heredera, tal vez? ¿O posiblemente una actriz? ¿Quizá una modelo?

No, una modelo no. No sería capaz nunca de convencer a nadie de que era modelo. No era lo suficientemente alta ni delgada. Se detuvo a considerar sus opciones. Nada demasiado complicado, aunque no temía que la descubrieran, porque nunca volvería a ver a aquellas personas. Sólo por esa noche, podía ser quien quisiera ser. ¿Una italiana arruinada con un montón de títulos y sin dinero?

No. Aquél era un baile solidario. No serviría admitir que no tenía dinero.

Sería mejor una heredera. Una heredera que deseaba mantenerse de incógnito para evitar a los cazafortunas.

Sí, ésa estaba bien. La excusa para no gastarse un dinero que no tenía podía ser que no quería atraer la atención sobre su persona.

El salón de baile era increíble. Tenía los techos muy altos y estaba lleno de resplandecientes candelabros. Tenía que hacer un esfuerzo para no quedarse mirando las pinturas ni las estatuas y adoptar una expresión de natural indiferencia, como si aquél fuera su mundo y semejante exhibición de arte y cultura la rodeara a diario.

–¿Champán? –oyó la pregunta a su espalda, y se giró rápidamente con los ojos muy abiertos para encontrarse con un hombre tan espantosamente guapo que todas las mujeres de la sala lo estaban mirando con deseo.

Le temblaron las piernas.

La primera palabra que le vino a la mente fue «arrogante». La segunda, «arrollador».

Sus ojos oscuros brillaban con fuerza mientras la observaba con perturbador interés y le tendía una copa. ¿Qué tenían las chaquetas de los trajes de noche, pensó, que convertían a los hombres en dioses? Aunque aquel hombre no necesitaba la ayuda de ropa buena para destacar. Habría tenido buen aspecto con cualquier cosa, o con nada. También era la clase de hombre que no la habría mirado dos veces en circunstancias normales.

Una súbita explosión de calor sensual se apoderó de su cuerpo, deslizándose desde la pelvis a los muslos. Él no la había tocado. Ni siquiera le había estrechado la mano. Y sin embargo…

«Peligroso» fue la palabra que finalmente la llevó a dar un paso hacia atrás.

–Creí que conocía a todos los invitados de la lista, pero está claro que me equivoqué –el hombre hablaba con una confianza en sí mismo que era la herencia natural de los ricos y poderosos. Tenía la voz seductora y suave, y alzó una de sus oscuras cejas en espera de que ella se presentara.

Chantal estaba todavía tratando de comprender la reacción de su cuerpo, e ignoró la pregunta que le hacían sus ojos. No estaba por la labor de presentarse, principalmente porque no estaba en la lista de invitados. Era poco probable que alguien la invitara a un evento de aquellas características.

Lo observó durante un instante, examinando la perfección de su estructura ósea y la indolente burla de sus ojos. La estaba mirando como miraba un hombre a una mujer a la que quisiera llevarse a la cama, y durante un instante, Chantal se olvidó de respirar.

«Definitivamente peligroso».

La química que había entre ellos era tan intensa y tan inexplicable que se sentía sofocada y caliente.

El sentido común le decía que aquél era el momento de soltar una excusa elegante y seguir avanzando. No podía permitirse coquetear con nadie, porque eso atraería la atención sobre ella.

–Sin duda eres un hombre al que le gusta tener el control de su hábitat.

–¿Lo soy?

–Si esperas conocer a todos los invitados de la lista, entonces sí. Eso sugiere una necesidad de ejercer el control, ¿no crees?

–O tal vez sólo sea selectivo respecto a la gente con la que quiero pasar mi tiempo.

–Lo que significa que prefieres lo predecible a lo posible. Conocer a todo el mundo limita las posibilidades de sorprenderse.

Los ojos oscuros de Angelos brillaron apreciando lo que veía y escuchaba.

–No soy fácil de sorprender. Según mi experiencia, lo posible se convierte casi siempre en lo probable. La gente es predecible hasta el aburrimiento –su boca formaba una curva sensual, y Chantal supo, sencillamente, lo supo, que aquel hombre sabría todo lo que había que saber sobre cómo besar a una mujer.

Durante un instante, la imagen de su hermosa y oscura cabeza inclinándose sobre ella le resultó tan real que no fue capaz de responder. Los ojos de aquel hombre se dirigieron hacia su boca, como si estuviera imaginando una fantasía similar.

–¿Cómo? ¿No me lo discutes? ¿No quieres demostrar que estoy equivocado? –Angelos deslizó la mirada por el escote curvilíneo de su vestido y la dejó un instante detenida en su estrecha cintura–. Dime algo de ti que pueda sorprenderme.

Todo lo relacionado con ella le sorprendería.

Su pasado. Su verdadera identidad. El hecho de que no fuera quien se suponía que era.

–Estoy muerta de hambre –dijo con sinceridad, y él se rió con ganas.

El sonido hizo que varias cabezas se giraran en su dirección, pero a él no pareció importarle.

–¿Eso es lo más sorprendente de ti?

Chantal miró a su alrededor y descansó la mirada sobre la imposible delgadez de la mujer que tenía más cerca.

–Admitir que te gusta la comida con este tipo de gente sorprende mucho.

–Si tienes hambre, entonces debes comer –Angelos levantó una mano para atraer la atención de un camarero con la natural seguridad en sí mismo de alguien acostumbrado a estar al mando. Chantal lo observó con envidia, deseando poseer aunque fuera una fracción de su desenvoltura.

–Creí que los canapés eran de mentira.

–¿Pensabas que su propósito era poner a prueba el control de los invitados?

–Si es así, entonces creo que voy a suspender ese examen –sonriendo al camarero, Chantal le dio el vaso vacío y amontonó varios canapés en la servilleta, resistiendo la tentación de agarrar la bandeja entera y vaciar su contenido en el bolso para más tarde–. Gracias. Tienen un aspecto delicioso –el camarero hizo una reverencia y se retiró.

–Y dime, ¿por qué tienes tanta hambre? –el hombre le miró el cabello–. ¿No has comido en todo el día porque has estado en la peluquería?

No había comido en todo el día porque había hecho doble turno sirviendo comida a otras personas. Y porque no tenía sentido gastarse el dinero en comida cuando iba a haber un cóctel gratis.

–Algo así –deslizándose un trocito de pastel caliente en la boca, Chantal hizo un esfuerzo por no gemir de placer cuando la textura y el sabor le hicieron explosión en el paladar–. Están deliciosos. ¿No quieres probar uno?

El hombre tenía los ojos clavados en sus labios, y aquella conexión tan simple bastó para encenderle a Chantal un fuego alrededor de la pelvis. Estaban en un salón de baile lleno de gente. Entonces, ¿por qué sentía como si se encontraran los dos solos?

Sonrojándose, se dio cuenta de que necesitaba en serio, pero muy en serio, marcharse de allí. Pero en aquel momento, el hombre le agarró un canapé de la servilleta y el gesto le resultó extrañamente íntimo. Chantal se estaba preguntando cómo comer podía llegar a resultar tan íntimo cuando él le sonrió, y fue una sonrisa tan irresistiblemente sexy que no pudo hacer otra cosa más que sonreír a su vez.

–Tienes razón, están deliciosos –el hombre alzó una mano y le quitó suavemente una miga de la comisura de los labios–. Hasta el momento, lo único que sé de ti es que te gusta comer y que no te pasas la vida obsesionada por tu figura. ¿Vas a darme más pistas?

–¿Por qué?

–Me gustaría que te presentaras.

Ella sintió que le daba un vuelco el corazón.

–Si yo te digo mi nombre, tú tendrás que decirme el tuyo, y es mucho más divertido si seguimos siendo dos extraños.

Él guardó silencio durante un instante.

–¿No sabes quién soy?

–Por supuesto que no.

El tenue brillo de sus ojos le dio a entender a Chantal que aquélla no era la respuesta que esperaba.

–De acuerdo –dijo entonces él arrastrando las palabras–. Nada de nombres. Y dime, ¿cómo te describirías a ti misma?

¿Como una mentirosa, una tramposa y un fraude?

–La percepción que alguien tiene de sí mismo es siempre distinta a la que tienen los demás –murmuró Chantal con intencionada vaguedad–. Pero me gusta considerarme… Adaptable.

–¿No vas a decirme quién eres realmente?

Chantal no quería pensar en quién era realmente.

Conteniendo un escalofrío, Chantal esbozó una sonrisa que confiaba en que fuera misteriosa.

–¿Importa eso? Tal vez sea una princesa. O la directora ejecutiva de una empresa. O una heredera dispuesta a ocultar su identidad.

–Todas esas personas están incluidas en la lista de invitados. ¿Cuál de ellas eres tú? ¿La princesa, la heredera o la directora? –su tono era burlón, pero sus ojos resultaban escrutadores y cortantes, y Chantal supo que tenía que dar por finalizada la conversación y salir de allí al instante. La inteligencia de aquel hombre estaba fuera de toda discusión, y no tardaría mucho en darse cuenta de que había algo en ella que sonaba falso.

Por mucho que tratara de enterrarlo, la oscuridad de su pasado estaba siempre allí, recordándole constantemente que todo aquello era una farsa.

–Soy una mujer. El tipo de mujer que prefiere no ser encasillada. Me gusta pensar que nuestros horizontes pueden ser tan anchos como nosotras deseemos que sean.

–¿Crees que yo encasillo a las mujeres?

–Estoy segura de que lo haces constantemente. Todo el mundo lo hace –tratando de aparentar que pertenecía a aquel ambiente, Chantal fingió que sonreía en gesto de saludo a alguien que cruzaba la sala.

Ahora que habían terminado los canapés, el hombre se hizo con dos copas más de champán de la bandeja de un camarero que pasaba por allí y le tendió una a ella.

–El mero hecho de que estés aquí, ya me dice mucho de ti.

–¿De veras? –Chantal le dio un largo sorbo a su copa.

–Sí –él entornó ligeramente los ojos mientras la miraba a la cara–. Las entradas de esta velada están muy cotizadas y son difíciles de conseguir. Si estás entre los elegidos, será porque eres muy rica.