El italiano implacable - Miranda Lee - E-Book
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El italiano implacable E-Book

Miranda Lee

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Beschreibung

Lo que no podían comprar sus miles de millones… Sergio Morelli solo tenía que chasquear los dedos para conseguir todo lo que quisiera. Todo, menos Bella Cameron. Por mucho que el deseo que sentía por su impresionante hermanastra lo hubiese desquiciado, no se había permitido a sí mismo poseerla. Había creído que era una cazafortunas como su madre. Entonces, cuando Bella lo llamó inesperadamente para refugiarse en la apartada casa familiar del lago Como, su deseo insatisfecho renació y Sergio, incapaz de resistirse más, decidió implacablemente que había llegado el momento de sofocar ese fuego. Sin embargo, la noche que pasaron juntos solo sirvió para avivar más la pasión…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Miranda Lee

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El italiano implacable, n.º 164 - mayo 2020

Título original: The Italian’s Ruthless Seduction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-185-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SERGIO pensó que debería estar más contento. Cerró el grifo de la ducha, salió a una lujosa alfombrilla de baño y tomó una toalla más lujosa todavía. Ese día se había convertido en multimillonario y sus dos mejores amigos también. Si eso no le alegraba, ¿qué lo haría?

Frunció el ceño y se secó con fuerza. ¿Por qué no estaba más contento? ¿Por qué no estaba apasionado con los cuatro mil seiscientos millones que les habían pagado por la franquicia de Wild Over Wine? ¿Por qué se sentía vacío después de haber firmado el contrato?

Las personas sabias decían que lo gratificante era el camino, no el destino, se recordó encogiendo los anchos hombros. Lo cierto, e indiscutible, era que los tres integrantes del Club de los Solteros habían llegado al destino. Bueno… casi. Ninguno de los tres había cumplido treinta y cinco años, aunque lo harían pronto. Faltaban dos semanas para su cumpleaños.

Sonrió con ironía al recordar la noche que crearon el Club de los Solteros. Eran muy jóvenes, se habían sentido plenamente maduros y, a los veintitrés años, se creían mayores que la mayoría de los alumnos de su curso en Oxford. Se sentían seguros de sí mismos, todos eran muy guapos, muy inteligentes y muy ambiciosos.

Al menos, Alex y él habían sido ambiciosos. Jeremy, quien ya tenía ingresos privados, se había dejado llevar.

Había sido un viernes por la noche, varios meses después de que se hubiesen conocido, en la habitación de Jeremy, naturalmente. Su habitación era mayor y mejor que la que compartían Alex y él. Estaban más que embriagados cuando él, que solía ponerse filosófico cuando bebía, les preguntó cuáles eran sus metas en la vida.

–Desde luego, no el matrimonio –había sido la respuesta tajante de Jeremy.

Jeremy Barker-Whittle era el hijo menor de una dinastía de banqueros que se remontaba generaciones. Su familia, quizá por esa riqueza desmesurada, estaba repleta de divorcios, y sus dos amigos ya se habían dado cuenta de que Jeremy era bastante escéptico respecto al matrimonio.

–A mí tampoco me interesa el matrimonio.

Alex Katona estudiaba en Oxford con una beca Rhodes, era de Sídney, sus orígenes eran de clase trabajadora y su cociente intelectual, casi el de un genio.

–Estaré demasiado ocupado trabajando como para casarme. Pienso ser multimillonario antes de cumplir treinta y cinco años –añadió Alex.

–Yo también –había coincidido Sergio.

Aunque Sergio era heredero de la empresa Morelli, con sede en Milán, sabía muy que esa empresa familiar no iba tan bien como había ido. Se temía que cuando la heredera, sería preferible no heredarla. Si quería triunfar en la vida, tendría que hacerlo por sus propios medios, y eso también implicaba no casarse.

Así había nacido el Club de los Solteros y sus estatutos se redactaron en una noche muy… animada.

La primera regla, algo sentimental y optimista para tres hombres de veintipocos años, era que serían amigos toda la vida. En ese momento, habían estado muy borrachos, se habían bebido unas cuantas botellas del interminable suministro de maravilloso vino francés que tenía Jeremy. Sin embargo, y sorprendentemente, seguían siendo amigos íntimos diez años después a pesar de haber participado en negocios juntos. Sergio no discutía por qué había salido bien su amistad, pero lo agradecía. No podía imaginarse que pudiera haber algo que llegara a romper el lazo que los unía.

Sergio, sin embargo, se había reído de la segunda regla, de que tenían que vivir la vida a tope.

Eso, traducido para ellos, significaba que iban a acostarse con cualquier chica atractiva que los mirara de reojo, y los tres lo habían hecho, con creces, mientras estuvieron en Oxford. Sin embargo, cuando se graduaron y pasaron a la vida real, se habían hecho más selectivos. Al menos, Sergio, y prefería a las mujeres que ofrecían algo más que sus cuerpos. Mujeres con profesiones, clase y conversación. Mujeres que, algunas veces, eran mayores que él, al contrario que las de Alex, que parecían ser más jóvenes a medida que él envejecía.

–Las jóvenes, ni se quejan ni critican ni se pegan como una lapa, como las mayores –le comentó un día a Sergio–. Tampoco quieren que me case con ellas.

Alex era contrario al matrimonio, pero no por principio, por sí mismo. Él, al contrario que Jeremy, no era escéptico, sus padres y hermanos habían disfrutado de matrimonios felices. En cuanto a Jeremy, se había convertido en un playboy consumado y sus… amigas entraban y salían a una velocidad de vértigo. Nadie se aburría antes de una chica que Jeremy, pero siempre había otra dispuesta a ocupar el sitio de la anterior. La fortuna, el atractivo y el encanto de Jeremy conseguían que las mujeres cayeran rendidas a sus pies. Naturalmente, también se enamoraban de él, un sentimiento que nunca era correspondido. Jeremy no se enamoraba y dejaba un reguero de corazones rotos por toda Gran Bretaña y media Europa. Sergio lo censuraba, pero Jeremy se encogía de hombros y decía que él no tenía la culpa si era caprichoso, que era un defecto genético. Su padre iba por el tercer matrimonio y su madre por el cuarto… ¿o era el quinto?

Por todo eso, ni Alex ni Jeremy tenían ningún inconveniente con la tercera regla, que los socios del Club de Solteros no podían casarse antes de los treinta y cinco años, algo que todavía parecía lejanísimo.

Aun así, Sergio siempre había sabido que acabaría casándose, a pesar de toda la amargura que le había producido el segundo matrimonio de su padre y su posterior divorcio. Al fin y al cabo, era italiano y la familia era importante para él, pero había mantenido la idea en punto muerto mientras trabajaba obsesivamente para conseguir el objetivo principal del Club de los Solteros: ser multimillonario antes de cumplir treinta y cinco años.

Algo que, por fin, había conseguido ese mismo día.

Otra oleada de melancolía se adueñó de él al tener que aceptar que ese día también señalaba el fin, a efectos prácticos, del club. Naturalmente, los tres seguirían siendo amigos, pero a distancia. Él volvería pronto a Milán para ocuparse de la empresa familiar, que había ido decayendo gravemente desde hacía un año, desde la muerte de su padre. Alex volvía al día siguiente a Australia para ampliar su ya próspera empresa de promociones inmobiliarias. Y Jeremy se quedaría en Londres, donde se compraría una empresa. Seguramente de publicidad.

Sabía que esa noche, cuando les contara a Jeremy y Alex que pensaba casarse, ellos también comprenderían que el Club de los Solteros tenía los días contados. Sin embargo, así era la vida, ¿no? Nada seguía igual y los cambios eran inevitables.

Salió del cuarto de baño con firmeza positiva y decidió que se tomaría el matrimonio como otra meta, como un reto y un viaje nuevos.

Entonces, ¿qué tipo de esposa quería? Sergio se lo preguntó mientras entraba en el inmenso vestidor con un armario que era la envidia del mismísimo Jeremy. Pasó de largo todos los impresionantes trajes italianos que tenía, eligió unos pantalones negros hechos a medida para parecer informales y se los puso.

Tendría que ser una mujer relativamente joven porque quería tener más de un hijo. No podría pasar de los veintitantos años. También tendría que ser atractiva físicamente, decidió mientras se ponía una camisa blanca. No se imaginaba casándose con una chica anodina, aunque tampoco podía ser impresionante. Las mujeres impresionantes daban problemas a los hombres.

Estaba abotonándose la camisa cuando sonó su teléfono móvil. Frunció el ceño y volvió al dormitorio para tomar el móvil de la cama, donde lo había dejado. Muy pocas personas tenían su número privado. Alex y Jeremy, naturalmente, y Cynthia. Cambiaba el número todos los años y le gustaba la privacidad que eso le daba. Serían Jeremy o Alex para decirle que iban a retrasarse, como de costumbre. No podía ser Cynthia porque habían roto hacía un mes y ella ya se había hecho a la idea de que no iban a reconciliarse.

Arqueó las cejas cuando tomó el móvil y vio que era una llamada anónima. Arrugó los labios con furia ante la posibilidad, nada descabellada, de que un virtuoso le hubiese pirateado su número privado. Ya le había pasado un par de veces.

–¿Quién es? –preguntó con rabia.

Se hizo un breve silencio antes de que oyera la voz titubeante de una mujer.

–Soy… Soy, Bella…

La impresión fue tal que lo dejó sin respiración y sin voz.

–Sergio… –siguió ella después de un silencio tenso–. Eres tú, ¿verdad?

–Sí, Bella, soy yo.

A Sergio le maravilló que hubiese conseguido parecer normal, porque no sentía nada ni remotamente normal por dentro. El corazón le retumbaba entre las costillas y la cabeza… La cabeza había dejado de pensar de forma coherente. Estaba llamándole Bella, la increíblemente hermosa Bella, la que había sido su hermanastra y su torturadora.

–Dijiste que… si alguna vez necesitaba tu ayuda… podía llamarte. Me… Me diste tu número en el funeral de tu padre… ¿No te acuerdas?

–Sí, me acuerdo –reconoció él cuando el cerebro consiguió ponerse en marcha.

–Voy a tener que llamarte luego –soltó ella de repente antes de cortar la llamada.

Sergio dejó escapar un improperio, miró fijamente el teléfono y lo agarró con fuerza para dominar las ganas de tirarlo contra la pared.

Fue de un lado a otro durante cinco minutos mientras se preguntaba en qué lío se habría metido, aunque no debería importarle. Ella, evidentemente, no había vuelto a acordarse de él desde que sus padres se divorciaron, ¡y eso había sucedido hacía once años! El año pasado, cuando se presentó en el funeral de su padre, lo hizo por su padre, no por él. Le enfurecía estar esperando que ella volviera a llamarlo cuando debería estar yendo a restaurante. Había reservado a las ocho y ya era casi la hora. Si tuviera el más mínimo sentido común, dejaría de pensar en Bella y se marcharía.

Se rio de sí mismo mientras elegía los zapatos y los calcetines y empezaba a ponérselos. ¿Cuándo había podido dejar de pensar en Bella una vez dentro de su cabeza?

Quizá hubiese podido olvidarla si hubiese seguido siendo una mujer desconocida que llevaba una vida tranquila en Australia, pero el destino no había sido así de considerado. Bella, después de haber ganado un exigente concurso en la televisión australiana, poco antes de que Dolores le pidiera el divorcio al padre de él, se había convertido en una famosa intérprete de musicales y había protagonizado espectáculos por todo el mundo, sobre todo, en Broadway y Londres. Su exquisito rostro había aparecido en televisión, en los autobuses, en carteles publicitarios… Él había dominado las ganas de ir a verla sobre el escenario porque sabía que si la veía, se le reavivaría ese deseo desbordante que había despertado en él hacía tiempo… y cuyo recuerdo todavía lo atenazaba por dentro.

Sin embargo, el destino volvió a ser desconsiderado con él cuando, hacía unos tres años, Jeremy lo llevó una noche a una gala benéfica a la que asistía la familia real y en la que, sin que él lo supiera, Bella había sido una de las intérpretes invitadas. Verla cantar y bailar había sido una auténtica tortura.

Sin embargo, lo peor no había llegado todavía esa noche y Jeremy le comunicó, mientras caía el telón, que había recibido una invitación para asistir a la fiesta posterior al concierto que se celebraba en el hotel Soho. Él podría haberse negado a acompañarlo, pero una curiosidad perversa había superado su primera intención, que había sido emborracharse hasta perder el conocimiento en su piso de Canary Wharf. En cambio, había ido a la fiesta, donde Bella había entrado tan contenta del brazo de su último acompañante, un atractivo actor francés de poco talento y con fama de mujeriego. Habían formado una pareja deslumbrante. La exquisita belleza rubia de ella era el contraste perfecto con el atractivo moreno del francés. Bella llevaba un etéreo vestido de noche blanco y él iba todo de negro… La había observado de lejos, la había observado y la había deseado, y los celos lo habían corroído por dentro cada vez que el francés la había tocado, que habían sido muchas.

Ya no se acordaba bien de lo que le había dicho cuando ella lo vio por fin, dejó un rato a esa sanguijuela y fue a hablar con él. No había sido grosero, no era su estilo porque su padre le había inculcado la cortesía y los buenos modales desde que era muy pequeño. Seguro que le había dicho algo halagüeño sobre su actuación. Sin embargo, sí podía recordar la delatora erección mientras miraba su boca moverse para decir algo que no escuchó. Jamás, ni antes ni después, había sentido algo así. Su cercanía física había despertado en él un deseo casi incontrolable.

Aun así, lo había controlado y había hablado un momento con ella, hasta que su servicial y posesivo acompañante se había acercado y se la había llevado. Entonces, cuando estuvo en su casa, solo y a salvo en el dormitorio, dio rienda suelta a sus emociones, atravesó la puerta del cuarto de baño de un puñetazo, se rompió dos dedos, se dio una ducha de agua fría y lloró como un bebé.

Su mano tardó unas semanas en curarse, lo mismo que tardó él en poner cierta distancia con sus sentimientos autodestructivos por Bella. Le había ayudado hablar con Alex y Jeremy, aunque su consejo había sido el típico de ellos.

–Tienes que acostarte con más mujeres –le había recetado Alex.

–Además, lo más probable es que no sea gran cosa en la cama –había añadido Jeremy–. Alex tiene razón. El mar está lleno de peces, solo tienes que echar un poco más las redes.

Lo hizo un tiempo y, durante un mes, se acostó con más mujeres que desde hacía años. Todas habían sido revolcones de una noche y todas habían sido guapas, rubias, con los ojos azules y con cuerpos preciosos.

No obstante, esa vida no acababa de convencerle y había encontrado a Cynthia, una atractiva divorciada que era muy buena en la cama y a la que no le importaba que no la amara. Poco a poco, Bella fue quedándose relegada a un rincón de la cabeza, donde se quedó casi todo el tiempo.

Sin embargo, cuando Alex le había contado que Bella había roto con el francés, no había podido negar que había sentido cierta satisfacción. Aunque no le gustó tanto enterarse de que había empezado a salir con un oligarca ruso que había ganado miles de millones con el petróleo y el gas y había invertido su fortuna en una cadena de hoteles de lujo. El ruso, otra vez según Alex, tenía una reputación espantosa de conquistador con predilección por las rubias famosas. Él había sacudido la cabeza con abatimiento al enterarse. No era la primera vez que Bella salía con un hombre de dudosa reputación. Aparte del actor francés, había salido con una estrella del rock con problemas con las drogas y con un jugador de polo argentino que cambiaba de novia tanto como de caballo. Ninguna de esas relaciones había durado mucho, pero la prensa rosa se había frotado las manos durante esas aventuras… y después. Se habían preguntado una y otra vez cuándo encontraría Bella el verdadero amor.

Miró fijamente el teléfono y se detestó por preocuparse por ella, se despreció por solo volver a querer oír su voz. Sin embargo, ¿por qué no había llamado otra vez? Le había parecido que estaba nerviosa de verdad. Además, ¿por qué había cortado la llamada tan bruscamente? ¿Acaso había entrado en la habitación su último amante y la había encontrado hablando por teléfono con otro hombre? ¿Estarían maltratándola?

Bella, aunque le iba muy bien en su profesión, elegía muy mal a los hombres, y solo ella tenía la culpa.

Soltó otro improperio por el tortuoso derrotero que habían tomado sus pensamientos. Ya no era responsabilidad de él. No lo había sido desde el divorcio de sus padres y ¡no debería preocuparse por ella lo más mínimo! Sin embargo, por algún perverso motivo, se preocupaba. Quizá por eso le había dado su número de teléfono privado y le había dicho que le llamara si le necesitaba alguna vez cuando se presentó, con aspecto tenso y cansado, en el funeral de su padre.

No la había reconocido al principio. Llevaba un sombrero negro enorme, peluca morena y gafas oscuras. Cuando ella le había dicho quién era, él tampoco reaccionó como habría esperado, con un arrebato de anhelo desorbitado. Además, cuando le dio las condolencias y se disculpó por cómo había tratado la madre de ella al padre de él, solo había sentido tristeza. Al rememorarlo, la única explicación que podía encontrar era que el dolor por la muerte de su padre le había alterado las hormonas hasta el punto de que ni siquiera la presencia de Bella lo excitaba. Más aún, recordaba que había querido seguir hablando con ella, pero que alguien se había acercado para hablar con él y que Bella se había despedido apresuradamente antes de desaparecer.

Nunca les había contado a Jeremy y a Alex que aquella morena misteriosa era Bella. En aquella época la depresión se había adueñado de él después del funeral. Cuando por fin salió del pozo, se arrepintió de haberle dado el número de teléfono a Bella, porque ese gesto la había puesto otra vez en la primera fila de su cabeza.

Le había costado un esfuerzo inmenso volver a arrinconarla y que solo fuera un recuerdo desesperante, pero de vez en cuando, como en esa noche, se escapaba de la mazmorra mental donde la había encerrado y se convertía en un suplicio.

La verdad, era penoso. Desesperado consigo mismo, se guardó el teléfono en el bolsillo del pantalón y se dirigió hacia la puerta dispuesto a no dedicarle ni un segundo más a esa mujer infernal. Sin embargo, otra cosa se le pasó por la cabeza nada más cerrar la puerta.

¡Podría estar embarazada!

Si Bella se había quedado embarazada por casualidad, algo muy improbable, no necesitaría que él la ayudara. Tenía dinero de sobra para contratar niñeras o lo que necesitara. Desde luego, no le pediría a un hombre, y menos a él, que la convirtiera en una mujer honrada. Eso era una fantasía, y si bien había tenido muchas fantasías sobre Bella a lo largo de los años, en ninguna había aparecido el matrimonio.

Las mujeres como Bella no estaban hechas para el matrimonio, estaban hechas para que las admiraran y desearan. Estaban hechas para llevarlas a la cama, no para llevarlas al altar. En cuanto a los hijos… era evidente que Bella no había sentido nunca las ganas de reproducirse. La había criado una mujer con una ambición obsesiva por que su hija fuese rica y famosa. Él creía que Dolores se había casado con su padre para que pagara a su hija los estudios de baile y canto. Ella había seducido a un viudo italiano solo y vulnerable y lo había atrapado para que se casara con ella mediante un supuesto embarazo que había desaparecido por arte de magia en cuanto tuvo el anillo en el dedo. Él no podía demostrar que no había estado embarazada, pero siempre lo había sospechado, y cuando pidió el divorcio en el momento en que la profesión de Bella despegó, sus sospechas se habían confirmado. Aunque no se lo dijo a su padre. El pobre hombre se quedó destrozado porque había querido de verdad a Dolores y a Bella.

No culpaba completamente a Bella por lo que había llegado a ser. Se sabía que las madres que se ocupaban de la carrera artística de sus hijos tenían hijos con problemas, y Bella, evidentemente, tenía problemas. Si no, ¿por qué había salido con toda una serie de hombres que tenían una fama peor que dudosa y que nunca iban a hacerle feliz? Le parecía como si Bella viviera en un reality show permanente y que permitía que unos hombres que solo la querían como un trofeo, no como una persona, la pasearan por delante de los fotógrafos.

Sin embargo, ¿quién era él para juzgarla? Ya tampoco era una persona para él. No lo había sido desde la noche de la fiesta de su decimosexto cumpleaños, la noche cuando se convirtió en su objeto de deseo, un deseo tan fuerte que no lo sofocaba del todo ni el tiempo ni la distancia ni otra mujer en la cama. ¿Acaso creía que la quería? Eso era cómico.

El teléfono sonó en ese instante y se le paró el pulso. Lo sacó del bolsillo y ni siquiera se molestó en mirar el nombre.

–¿Sí? –preguntó con cierta brusquedad.

–Soy Alex. Perdona, pero estamos metidos en un atasco y vamos a retrasarnos un poco.

–¡Maldita sea, Alex! –exclamó Sergio con rabia porque no era Bella–. Si me compré un piso en Canary Wharf fue porque estaba cerca de todos los sitios.

Y porque la torre donde estaba su piso de lujo tenía una piscina climatizada, un gimnasio fantástico y un restaurante de primera.

–Ya, pero es jueves por la noche, ya sabes. Además, Jeremy ha tardado una barbaridad en cambiarse. No serán más de quince minutos. Siéntate a la mesa y pídete una copa. Me parece que la necesitas.

–Es posible que tengas razón –reconoció Sergio con un suspiro.

–¿Pasa algo?

–No. Es que estoy un poco cansado.

–Ha sido un día fantástico –replicó Alex–. Eres un negociador increíble. Ahora, relájate con un whisky, llegaremos enseguida.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

BELLA tardó más de cinco minutos en dejar de temblar. Aunque había cortado la llamada, todavía tenía el corazón acelerado y la boca seca y la cabeza le daba vueltas. Jamás había tenido un ataque de pánico así, pero lo sabía todo sobre ellos, conocía una compañera que sufría ataques de pánico antes de los estrenos. Sabía cuáles eran los síntomas, pero nunca había tenido uno.

Era verdad que había estado un poco nerviosa antes de llamar a Sergio, pero eso era natural. Todavía tenía remordimientos por cómo había tratado su madre al padre de él. Si era sincera consigo misma, creía que no tenía derecho a pedirle que la ayudara después de lo que había hecho su madre. Si alguien tenía la culpa del ataque de pánico, ¡era su madre!

No se había enterado de lo mal que su madre había tratado al padre de Sergio hasta mediados del año anterior. Una noche, mientras daba consejos a su hija sobre los hombres y el matrimonio, Dolores reconoció que había fingido un embarazo para cazar al empresario italiano, que nunca lo había amado de verdad y que solo había querido garantizarse el respaldo económico que necesitaba para convertir a su hija en una estrella. La declaración que hizo de que había pedido el divorcio porque su marido ya no la quería había sido una mentira.

Se había quedado tan espantada por la confesión a sangre fría de su madre que se sintió obligada a buscar al hombre al que había llegado a llamar «papá» y a disculparse. Había sido difícil encontrarlo porque no se decía nada de él en Internet, pero acabó consiguiéndolo gracias a un detective privado y se enteró de que Alberto estaba ingresado, al borde de la muerte, en un hospital de Milán. El remordimiento hizo que lo dejara todo y que tomara un vuelo a Milán para decirle cara a cara que siempre lo recordaría con mucho cariño y que le agradecía de verdad todo lo que había hecho por ella.

Sin embargo, ya había muerto cuando llegó al hospital. Por eso fue al funeral, disfrazada, claro. No había querido causar ningún problema a la familia, sobre todo, a Sergio. Sabía que si los fotógrafos la reconocían, el funeral podría convertirse en un circo.

Había sido uno de los días más difíciles de su vida. Se había sentado sola en aquella catedral inmensa y fría y había presenciado en silencio el evidente dolor de Sergio mientras se preguntaba si su madre sería culpable, indirectamente, de la muerte de su padre. Dolores había estresado mucho a Alberto Morelli durante los ocho años que había durado su desdichado matrimonio.

Sin embargo, él no había mostrado esa desdicha cuando estaba con ella. Siempre había sido muy bueno con ella, como Sergio, quien había sido un hermano mayor maravilloso que siempre estaba dispuesto a oírla cantar y a verla bailar. Si miraba atrás, se daba cuenta de que había sido increíblemente paciente con ella, una virtud que no solía asociarse con chicos adolescentes. Sergio solo tenía quince años cuando su padre se casó con su madre y ella era una niña bastante tonta y muy precoz de diez años. Era un niño reservado, pero muy inteligente y asombrosamente dotado para el deporte. Solían jugar al baloncesto en el jardín cuando él quería descansar un poco de los estudios.

Le había echado muchísimo de menos cuando le mandaron a la universidad en Roma porque su padre no quería que olvidara las raíces italianas. Ella tenía trece años entonces y era muy delgada, era la única chica de su clase que no había llegado a la pubertad. Después, solo había visto a Sergio tres veces al año: en Semana Santa y Navidad, cuando él volvía a Sídney para pasar unos días, y durante dos semanas en julio, cuando toda la familia veraneaba en la villa familiar del lago Como.

¡Aquellas vacaciones le habían entusiasmado! Los dos se lo habían pasado muy bien, se habían bañado y habían remado, pero, en general, solo habían vagueado.

Aunque se acordaba de que la última vez Sergio se había pasado casi todo el tiempo metido en su cuarto para preparar los exámenes finales. Al año siguiente, sus padres ya se habían separado, Sergio ya se había marchado a Oxford para seguir estudiando y ella ya había estado de camino a Broadway y el estrellato. Su relación, que a ella le había parecido estrecha, había dejado de existir de repente. Había echado de menos a su hermano mayor al principio, pero pronto se encontró inmersa en su profesión y en la atención que conllevaba. Al final, ojos que no veían, corazón que no sentía.