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En los últimos años, nuestra actitud hacia la muerte y los moribundos ha cobrado una importancia primordial, al enfrentarse las generaciones del pasado "boom" de natalidad a la muerte de sus padres, y a la suya propia. A menudo las religiones, los valores y las estructuras sociales tradicionales ya no proveen el apoyo físico y espiritual que necesitan los moribundos, ni suplen las necesidades de aquellos que cuidan de ellos. En el último medio siglo, nuestros valores espirituales han cambiado drásticamente. Mucha gente ha abandonado las religiones tradicionales a fin de buscar soluciones alternativas a sus preguntas más íntimas y trascendentes. Mientras luchamos para darle sentido y dignidad al inmenso trastorno que la muerte provoca en nuestras vidas, este sorprendente y fascinante libro viene en nuestra ayuda como una calurosa y compasiva guía, en la que incluso asoma, de vez en cuando, el humor.
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Seitenzahl: 442
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OSHO
EL LIBRO DE LA VIDA Y LA MUERTE
Traducción del inglés de Miguel Portillo
Titulo original: THE UNKNOWN JOURNEY
© 2001 Osho International Foundation, www.osho.com/copyrights
OSHO® es una marca registrada de Osho International Foundation
www.osho.com/trademark
All rights reserved
© de la edición en castellano:
2003 by Editorial Kairós, S.A.
www.editorialkairos.com
Primera edición en papel: Febrero 2003
Primera edición en digital: Diciembre 2020
ISBN-10: 84-7245-535-1
ISBN-13: 978-84-7245-535-1
ISBN epub: 978-84-9988-868-2
ISBN kindle: 978-84-9988-869-9
Composición: Pablo Barrio
Diseño cubierta: Bullet Liongson
El material de este libro ha sido seleccionado entre varias charlas dadas por Osho ante una audiencia durante un periodo de más de treinta años. Todos los discursos de Osho han ido publicados íntegramente en inglés y están también disponibles en audio. Las grabaciones originales de audio y el archivo completo de textos se pueden encontrar on-line en la biblioteca de la www.osho.com.
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.
La vida se extiende a lo largo de mucho tiempo… setenta, cien años. La muerte es intensa porque no se extiende… llega en un único instante. La vida tiene que alargarse durante setenta o cien años, no puede ser tan intensa. La muerte llega en un instante, de repente, sin fragmentarse. Será tan intensa que no habrás conocido nunca nada igual. Pero si tienes miedo, si te escapas antes de que llegue, si estás inconsciente a causa del miedo, entonces te habrás perdido una oportunidad de oro. Si durante toda tu vida has aceptado las cosas, y cuando llega la muerte la aceptas paciente y pasivamente, y entras en ella sin realizar esfuerzo alguno por escapar, silenciosamente, entonces la muerte desaparece.
En las Upanishads aparece una antigua historia que siempre me ha gustado. Un gran rey llamado Yayati cumple cien años. Y ya estaba bien; había vivido muchísimo. Había disfrutado de todo lo que podía ofrecerle la vida. Fue uno de los reyes más grandes de su tiempo. Pero la historia es preciosa…
Llegó la Muerte y le dijo a Yayati:
–Prepárate. Te ha llegado la hora; he venido a buscarte.
Yayati vio a la Muerte y, aunque era un gran guerrero y había ganado muchas batallas, empezó a temblar y dijo:
–Pero si es muy pronto.
–¡Muy pronto! –respondió la Muerte–. Has vivido durante cien años. Incluso tus nietos son ya viejos. Tu hijo mayor tiene ochenta años. ¿Qué más quieres?
Yayati tenía cien hijos porque había tenido cien esposas. Le hizo una pregunta a la Muerte:
–¿Puedes hacerme un favor? Ya sé que te tienes que llevar a alguien. ¿Me dejarías vivir cien años más si pudiera convencer a uno de mis hijos para que se fuese contigo?
–No habrá ninguna pega si puedes encontrar a alguien dispuesto para venirse conmigo. Pero no creo… Si tú no estás listo, y eres el padre, y has vivido más y has disfrutado de todo, ¿por qué crees que estaría dispuesto a irse alguno de tus hijos?
Yayati llamó a sus cien hijos. Los mayores permanecieron callados. Se hizo un gran silencio, nadie dijo nada. Sólo uno de ellos, el más pequeño, de 16 años, se puso en pie y dijo:
–Yo estoy listo.
Incluso la Muerte sintió pena por el muchacho, y le dijo:
–Tal vez sea porque eres muy inocente. ¿Es que no ves que tus noventa y nueve hermanos están callados? Hay quien tiene ochenta años, setenta y cinco, setenta y ocho, setenta, otro tiene sesenta… han vivido… Y tú no has vivido nada. Incluso a mí me da pena tener que llevarte. Piénsatelo.
–No, precisamente es ver la situación lo que me hace estar tan seguro. No te sientas triste, me voy siendo totalmente consciente. Me doy cuenta de que mi padre no está satisfecho ni siquiera con cien años. ¿Qué sentido tiene pues continuar aquí? ¿Cómo podré yo estar satisfecho? Veo a mis noventa y nueve hermanos; ninguno de ellos está satisfecho. ¿Para qué seguir perdiendo el tiempo? Al menos le podré hacer un favor a mi padre. Que disfrute de cien años más en su vejez. Pero para mí se ha acabado. Hay algo que comprendo al ver la situación, una situación en la que nadie parece estar satisfecho: que ni siquiera viviendo cien años estaré satisfecho. Así que no importa si me voy hoy o de aquí a noventa años. Llévame contigo –dijo el chico.
La Muerte se llevó al muchacho. Y regresó al cabo de cien años. Y Yayati se encontró en la misma situación. Así que dijo:
–¡Qué rápidos han pasado estos cien años! Todos mis hijos de antaño murieron, pero cuento con otro regimiento nuevo. Puedo darte alguno de ellos. Apiádate de mí.
La historia dice que todo ese asunto se alargó durante mil años. La Muerte regresó diez veces. Y en nueve ocasiones se llevó a algún hijo, y Yayati pudo vivir cien años más. La décima vez, Yayati dijo:
–Aunque todavía estoy tan insatisfecho como la primera vez que viniste, ahora iré contigo, aunque no de buena gana, porque no puedo seguir pidiéndote favores. Son demasiados. Además, hay algo que he comprendido, y es que si en mil años no he hallado satisfacción, tampoco la hallaré en mil más.
Es el apego. Puedes seguir viviendo, pero cuando te sacuda la idea de la muerte empezarás a temblar. Pero si no sientes apego por nada, la muerte podría llegar en este mismo instante y la recibirías de buen humor. Estarías dispuesto a partir. Frente a alguien así, la muerte queda derrotada. La muerte sólo es vencida por aquellos que están dispuestos a morir en cualquier momento, sin oponer resistencia alguna. Se convierten en los inmortales, en budas.
Esta libertad es el objetivo de toda búsqueda religiosa.
La libertad respecto al apego es libertad respecto a la muerte.
La libertad respecto al apego es libertad respecto a la rueda de nacimiento y muerte.
La libertad respecto al apego te permite entrar en la luz universal y hacerte uno con ella. Y ésa es la mayor de las bendiciones, el éxtasis esencial más allá del cual no existe nada más. Entonces has llegado a casa.
«La muerte no puede ser negada repitiendo que no existe. Hay que reconocer a la muerte, pues nos encontraremos con ella, tendremos que vivirla. Tendremos que familiarizarnos con ella.»
En realidad, Dios no es el centro de la búsqueda religiosa… el centro es la muerte. Sin la muerte no existiría la religión. La muerte es la que hace que el hombre busque e indague más allá, en lo eterno.
La muerte nos rodea como un océano rodea una islita. La isla puede quedar inundada en cualquier instante. El instante siguiente puede que nunca suceda, el mañana puede no llegar nunca. Los animales no son religiosos por la sencilla razón de que no tienen conciencia de la muerte. No pueden concebirse muriendo, aunque vean hacerlo a otros animales. Que alguien observe a otro ser muriéndose y que llegue a la conclusión de que «yo también voy a morir», representa un avance espectacular. Los animales no están tan alerta ni son tan conscientes como para llegar a tal conclusión.
Y la mayoría de los seres humanos también son infrahumanos. Un ser humano es auténticamente maduro cuando llega a esta conclusión: «si la muerte le llega a todo el mundo, entonces yo no puedo ser una excepción». Una vez que dicha conclusión penetra en lo más profundo del corazón, la vida ya no vuelve a ser igual. No se puede seguir apegado a la vida como antes. ¿Qué sentido tiene ser tan posesivos si nos será arrebatada? ¿Por qué apegarse y sufrir si un día desaparecerá? ¿Para qué tanta desdicha, angustia y preocupación si la vida no va a durar para siempre? Si tiene que irse, se irá, y por tanto no importa cuándo. El momento deja de tener importancia: hoy, mañana, pasado mañana… la vida acabará yéndose.
El día en que seas consciente de que vas a morir, de que tu muerte es una certeza absoluta… sabrás que la única certeza en la vida es la muerte. Nada es tan absolutamente cierto. Pero no obstante, seguimos evitando la cuestión, la cuestión de la muerte. Seguimos ocupándonos en otras cosas. A veces hablamos de grandes temas –Dios, cielo e infierno– sólo para evitar la auténtica cuestión. La auténtica cuestión no es Dios, no puede serlo, porque ¿qué familiaridad tenemos con Dios?, ¿qué sabemos de Dios?, ¿cómo podemos indagar en algo que nos es totalmente desconocido? Sería una indagación vacua. Como mucho sería curiosidad juvenil, infantil, estúpida.
La gente estúpida pregunta por Dios, las personas inteligentes preguntan sobre la muerte. Las gentes que van por ahí preguntando sobre Dios nunca acaban de encontrarle, mientras que quienes preguntan sobre la muerte están destinados a encontrar a Dios… porque la muerte es lo que les transforma, lo que cambia su visión. Su conciencia está aguzada porque han planteado la auténtica cuestión, una cuestión auténtica, la más importante de la vida. Han creado un desafío tan enorme que no pueden seguir dormidos; hay que despertar, hay que estar lo suficientemente alerta como para hallar la realidad de la muerte.
Así es cómo empezó la búsqueda del Buda Gautama:
El día en que el Buda nació… su padre fue un gran rey, y él su único hijo, que nació cuando el rey envejecía; por ello su nacimiento fue motivo de una gran alegría en el reino. El pueblo había esperado mucho. El rey era muy amado por su pueblo; les había servido, había sido amable y compasivo con ellos, había sido muy cariñoso y había compartido sus bienes. Había convertido su reino en uno de los más ricos y maravillosos de aquellos tiempos. El pueblo rezaba para que su rey tuviese un hijo porque no tenía herederos. Y entonces nació el Buda, cuando el rey ya era anciano; un nacimiento inesperado. ¡Hubo una gran alegría y celebración! Todos los astrólogos del reino se reunieron para predecir el futuro del Buda. Se llamó Siddhartha, ése fue el nombre que le dieron. Siddhartha, porque significa satisfacción. El rey estaba satisfecho, su deseo estaba colmado, su más profundo anhelo se había cumplido… Quería un hijo, había querido un hijo toda su vida; por eso el nombre de Siddhartha, que significa satisfacción del deseo más profundo.
Ese hijo hizo que la vida del rey tuviese sentido. Los astrólogos, unos muy importantes, hicieron sus predicciones… Y todos ellos estuvieron de acuerdo menos uno muy joven, llamado Kodanna. El rey preguntó:
–¿Qué pasará en la vida de mi hijo? –Y todos los astrólogos levantaron dos dedos, excepto Kodanna, que sólo levantó uno.
El rey preguntó:
–Por favor, no me hablen con signos… Soy un hombre sencillo, no sé nada de astrología. Díganme, ¿qué significan esos dos dedos?
Todos ellos respondieron:
–Que o bien se convertirá en chakravartin –soberano del mundo– o que renunciará al mundo y se convertirá en un buda, una persona iluminada. Esas dos alternativas están latentes, y por eso alzamos dos dedos.
Al rey le preocupó la segunda alternativa, la de que renunciaría al mundo.
–Entonces seguimos con el mismo problema: ¿Quién heredará mi reino si él renuncia al mundo? –Y entonces preguntó a Kodanna–: ¿Por qué has levantado sólo un dedo?
Kodanna respondió:
–Estoy absolutamente seguro de que renunciará al mundo; se convertirá en un buda, en un iluminado, en un ser despierto.
Al rey no le gustó la contestación de Kodanna. La verdad resulta muy difícil de aceptar. Ignoró a Kodanna, que no fue recompensado; la verdad no obtiene recompensa en este mundo. Por el contrario, la verdad se castiga de mil maneras. De hecho, el prestigio de Kodanna cayó por los suelos a partir de aquel día. Como no fue recompensado por el rey, se corrió el rumor de que era un loco. Todos los astrólogos habían coincidido, y él fue el único en disentir.
El rey preguntó a los otros astrólogos:
–¿Y qué sugerís? ¿Qué debo hacer para que no renuncie al mundo? No quisiera que se convirtiese en mendigo, y no quisiera verle de sannyasin. Quisiera que fuese un chakravartin, soberano de los seis continentes. –La ambición de todo padre. ¿A quién le gustaría que su hijo o hija renunciase al mundo y se fuese a las montañas, para penetrar en su propia interioridad, para buscar e indagar en el yo?
Nuestros deseos son extravertidos. El rey era un hombre ordinario, como cualquiera, con los mismos deseos y ambiciones. Los astrólogos le dijeron:
–Puede arreglarse: proporcionadle todo el placer posible, rodeadle de tantas comodidades y lujos como sea humanamente posible. No permitáis que sepa nada sobre la enfermedad, la vejez, y sobre todo acerca de la muerte. No dejéis que sepa nada acerca de la muerte y nunca renunciará.
Tenían razón, porque la muerte es la cuestión central. Una vez que surge en el corazón, cambia tu manera de vivir. Ya no puedes seguir viviendo de la misma manera sin sentido. Si esta vida va a finalizar en la muerte, entonces esta vida no puede ser una vida real; entonces debe ser una ilusión. La verdad, para serlo, debe ser eterna; sólo las mentiras son momentáneas. Si la vida es momentánea, entonces debe ser una ilusión, una mentira, una idea falsa, un malentendido; la vida estará, pues, basada en la ignorancia. Debemos vivirla teniendo bien presente que acabará terminándose.
Podemos vivir de forma distinta para poder convertirnos en parte del eterno fluir de la existencia. Sólo la muerte puede proporcionar ese giro radical.
Así que los astrólogos dijeron: «Por favor, que no sepa nada acerca de la muerte». Y el rey se encargó de todo. Hizo construir tres palacios para Siddhartha, para que los ocupase en diferentes estaciones y en lugares distintos, de manera que nunca padeciese las inclemencias del tiempo. Cuando hacía demasiado frío contaba con otro palacio junto a un río donde siempre hacía más calor. Lo arregló todo para que nunca sintiese incomodidad alguna.
En los palacios donde vivía no se permitía la entrada a los ancianos; sólo a los jóvenes. Reunió a su alrededor a todas las jóvenes hermosas del reino para que permaneciese cautivado, fascinado, lleno de ensoñaciones y deseos. Se recreó un dulce mundo de ensoñaciones para él. A los jardineros se les ordenó que recogiesen las hojas muertas durante la noche; las flores marchitas también debían ser cortadas de noche, porque, ¿quién sabe…? tal vez al ver una hoja muerta pudiera empezar a preguntarse acerca de lo que le sucedía a la hoja, y esa pregunta pudiera hacer surgir la cuestión de la muerte. Al ver una rosa marchita o los pétalos caídos, podría preguntarse: «¿Qué le ha sucedido a esa rosa?», y empezar a cavilar y meditar sobre la muerte.
Se le mantuvo totalmente inconsciente de la muerte durante veintinueve años. ¿Pero durante cuánto tiempo puede evitarse? La muerte es un fenómeno tan importante… ¿Cuánto tiempo puede uno engañarse? Más tarde o más temprano tenía que acabar entrando en el mundo. El rey se estaba haciendo muy viejo y el hijo tenía que saber cómo funcionaba el mundo, así que poco a poco se le permitió recorrer las calles de la ciudad, pero siempre que lo hacía se apartaba a todos los ancianos y mendigos. Ningún sannyasin ni monje podía cruzar la calle mientras él pasaba, porque al ver a un sannyasin podría preguntar: «¿Qué clase de hombre es ése? ¿Por qué viste de color naranja? ¿Qué le ha pasado? ¿Por qué parece diferente, desapegado, distinto? Su mirada es diferente, también su manera de vestir, y su presencia tiene una cualidad particular. ¿Qué ocurre con ese hombre?». Y luego aparecería la cuestión del renunciamiento, y sobre todo la de la muerte… Pero llegaría un día en que acabaría pasando. No podía evitarse.
Nosotros hacemos lo mismo. Si alguien muere y el funeral pasa junto a nosotros, las madres meten a sus hijos en casa y cierran las puertas.
La historia es muy significativa, simbólica, típica. Ningún padre quiere que su hijo sepa nada acerca de la muerte, porque entonces, inmediatamente, empezará a hacer preguntas muy incómodas. Por eso construimos los cementerios fuera de las poblaciones, para que nadie tenga necesidad de ir allí. La muerte es un suceso central; el cementerio debería hallarse exactamente en el centro de la ciudad, para que todo el mundo pasase junto a él a todas horas. Al ir a la oficina, regresar a casa, ir al colegio, a la universidad, al volver a casa, al ir a la fábrica… para que así tuviéramos siempre presente la muerte. Pero construimos los cementerios fuera de la ciudad, y los embellecemos mucho, con flores y árboles. Intentamos ocultar la muerte, y en Occidente, sobre todo, la muerte es ahora un tabú. Así como antes el sexo era tabú, ahora la muerte es tabú.
La muerte es el último tabú.
Necesitamos una especie de Sigmund Freud. Un Sigmund Freud que pueda traer de vuelta la muerte al mundo, que pueda exponer a la gente al fenómeno de la muerte.
Cuando en Occidente muere una persona, su cuerpo se adorna, baña, perfuma, pinta. Ahora hay expertos que llevan a cabo esas tareas. Y si veis a un muerto o muerta, os llevaréis una sorpresa: ¡parece más vivo que cuando lo estaba! Le pintan el rostro, y sus mejillas están sonrosadas, y su rostro luminoso; parece estar durmiendo en un espacio calmo y tranquilo.
¡Nos engañamos a nosotros mismos! No es a él a quien engañamos, pues él ya no sigue ahí. No es nadie, sólo un cuerpo muerto, un cadáver. Pero nos engañamos a nosotros mismos al pintarle el rostro, engalanar su cuerpo y ponerle ropas hermosas, llevando su cuerpo en un coche caro, y con una gran procesión y mucho aprecio por la persona muerta. Nunca fue apreciada mientras estuvo con vida, pero ahora no hay nadie que la critique, todo el mundo la alaba.
Intentamos engañarnos a nosotros mismos; embellecemos todo lo posible la muerte de manera que la cuestión no surja. Y seguimos viviendo en la ilusión de que siempre es el otro el que muere: obviamente, no presenciaremos nuestra propia muerte, sino que siempre vemos morir a los demás. La conclusión es lógica: ¿por qué preocuparnos si siempre es el otro el que muere? Nos parece que somos excepcionales, que Dios ha hecho una regla distinta para nosotros.
Recuerda, nadie es una excepción. El Buda dijo: «Aes dhammo sanantano», «Sólo una ley lo rige todo, una ley eterna». Todo lo que le vaya a ocurrir a la hormiga le sucederá también al elefante, y sea lo que sea lo que le suceda al mendigo también le sucederá al emperador. La ley no distingue entre pobre o rico, ignorante o sabio, santo o pecador; la ley es justa.
Y la ley es muy comunista, iguala a las personas. No se interesa por quién somos. Nunca mira las páginas de los libros tipo Quién es quién. No se preocupa de si eres un pordiosero o Alejandro Magno.
Algún día Siddhartha tenía que hacerse consciente, y así sucedió. Iba a participar en un festival de la juventud; iba a inaugurarlo. Se suponía, claro está, que el príncipe inauguraría el festival juvenil anual. Era un atardecer hermoso; la juventud del reino se había reunido para bailar, cantar y divertirse toda la noche. El primer día del año… una celebración que duraría toda la noche. Y Siddhartha iba a inaugurarla.
Por el camino encontró lo que su padre siempre había temido que viese: se cruzó con todo ello. Primero vio a un enfermo, su primera experiencia de la enfermedad. Preguntó:
–¿Qué ha sucedido?
La historia es muy hermosa. Dice que su auriga iba a mentirle, pero un alma incorpórea tomó posesión de él, forzándole a decir la verdad. Tuvo que decir, a pesar de sí mismo:
–Ese hombre está enfermo.
Y el Buda preguntó inmediatamente:
–¿Entonces yo también puedo enfermar?
El auriga tenía intención de volver a mentir, pero el alma de un dios, un alma iluminada, un alma incorpórea, le obligó a decir
«Sí». Al auriga le desconcertó que quisiera decir no, pero las palabras que pronunció fueron:
–Sí, también vos enfermaréis.
A continuación se encontró con un anciano, e hizo las mismas preguntas. Luego con un cuerpo que era llevado al terreno de cremación, y surgió la misma pregunta… Y cuando el Buda vio aquel cuerpo muerto y preguntó:
–¿Entonces yo también moriré algún día? –y el auriga dijo:
–Sí, señor. Nadie es una excepción. Siento decíroslo, pero nadie es una excepción… incluso vos moriréis algún día.
El Buda dijo:
–Entonces da la vuelta. No tiene sentido acudir a un festival juvenil. Voy a enfermar, ya he envejecido y estoy a punto de morir. Si un día moriré, ¿qué sentido tiene toda esta tontería de vivir esperando la muerte? Antes de que llegue quisiera conocer algo que nunca muere. Ahora dedicaré toda mi vida a la búsqueda de algo eterno. Si existe algo eterno, entonces lo único que tiene sentido en la vida es esa búsqueda.
Y mientras decía eso tuvo el cuarto encuentro: un sannyasin, un monje, ataviado con una túnica naranja, que caminaba con paso meditativo. Y el Buda preguntó:
–¿Qué le ha sucedido a ese hombre? –Y el auriga respondió:
–Señor, eso es lo que estáis pensando hacer vos. Ese hombre ha visto la muerte y va en busca de lo eterno.
Esa misma noche, el Buda renunció al mundo; dejó su hogar en busca de lo inmortal, en busca de la verdad.
La muerte es la cuestión más importante de la vida. Y quienes aceptan el desafío de la muerte son inmensamente recompensados.
Si crees también dudarás. Nadie puede creer sin dudar. Que quede claro de una vez por todas: nadie puede creer sin dudar. Toda creencia es una tapadera de la duda.
Creer es sólo la circunferencia del centro llamado duda; porque la duda está ahí se crea la creencia. La duda duele, es como una herida, es dolorosa. La duda duele porque es una herida; te hace sentir el vacío interno, la ignorancia interior. Quieres ocultarla. ¿Pero crees que te ayudará esconder la herida tras una rosa? ¿Piensas que la rosa podrá hacer que la herida desaparezca? ¡Al contrario! Más tarde o más temprano la rosa empezará a apestar por culpa de la herida. La herida no desaparecerá a causa de la rosa; de hecho será la rosa la que desaparezca a causa de la herida.
Puede que consigas engañar a alguien que mire desde fuera –tus vecino podrían llegar a creer que no hay herida, sino una rosa–, ¿pero cómo podrás engañarte a ti mismo? Es imposible. Nadie puede engañarse a sí mismo; en lo profundo de ti mismo sabes la verdad, sabes que la herida existe y que intentas ocultarla tras una flor. Y sabes que la rosa es arbitraria: no ha crecido en ti, la has arrancado del exterior, mientras la herida crecía dentro de ti; la herida no la has arrancado del exterior.
El niño lleva la duda en sí, una duda interna, que es natural. A causa de ella indaga, y a causa de ella pregunta. Acompaña a un niño a dar un paseo matinal por el bosque, y te hará tantas preguntas que te aburrirá, que desearás decirle que se calle. Pero continuará preguntando.
¿De dónde provienen todas esas preguntas? Para él son naturales. La duda es un potencial interno; es la única manera en que el niño podrá inquirir, buscar e indagar. No hay nada malo en ello. Vuestros sacerdotes os han estado mintiendo, os han dicho que en la duda hay algo malo. Pero no es cierto. Es algo natural, y por ello debe ser aceptada y respetada. Cuando respetas tu propia duda, deja de ser una herida; cuando la rechazas, se convierte en herida.
Seamos claros: la duda en sí misma no es ninguna herida. Es una ayuda tremenda, porque te convertirá en un aventurero, en un explorador. Te llevará hasta los confines del universo en busca de la verdad, te convertirá en peregrino. No hay nada malo en dudar. La duda es hermosa, inocente, natural. Pero los sacerdotes no han hecho más que condenarla a lo largo de la historia. Y a causa de su condena, la duda, que podría haber florecido en confianza, se ha convertido en una herida. Condena lo que sea y se convertirá en una herida, rechaza cualquier cosa y se volverá una herida.
Mi enseñanza es que lo primero que hay que hacer es no tratar de creer. ¿Por qué? Si la duda está ahí, ¡es porque existe! No es necesario ocultarla. De hecho, hay que permitir su existencia, ayudarla, dejar que se convierta en la gran búsqueda. Que se convierta en las mil y una preguntas, y al final te darás cuenta de que las preguntas no son lo que importa, ¡sino los signos de interrogación! La duda no es una búsqueda para creer; la duda simplemente busca a tientas el misterio, lleva a cabo todo tipo de esfuerzos para entender lo inentendible, para comprender lo incomprensible… un esfuerzo a tientas.
Si buscas, si indagas, sin llenarte de creencias prestadas, sucederán dos cosas: la primera es que nunca tendrás creencia alguna. Recuerda, la duda y la incredulidad no son sinónimos. La incredulidad tiene lugar únicamente cuando ya has creído, cuando te has engañado a ti mismo y a los demás. La incredulidad sólo aparece cuando la creencia ha penetrado en ti; es una sombra del creer.
Todos los creyentes son incrédulos, sean hinduistas, cristianos o jainistas. ¡Los conozco a todos! Todos los creyentes son incrédulos porque creer conlleva ser incrédulo, que es la consecuencia del creer. ¿Puedes creer sin incredulidad? Es imposible; no puede ser según la naturaleza de las cosas. Si quieres ser incrédulo, el primer requisito es creer. ¿Puedes creer sin que la incredulidad entre por la puerta de atrás? ¿O es que acaso puedes ser incrédulo sin creer en primer lugar? Cree en Dios e inmediatamente aparece la incredulidad. Cree en el más allá y surge la incredulidad. La incredulidad es secundaria, el creer viene en primer lugar.
Pero hay millones de personas en el mundo que sólo quieren creer; no aceptan la incredulidad. Yo no puedo ayudarles, nadie puede hacerlo. Si sólo te interesa creer, también tendrás que sufrir la incredulidad. Permanecerás dividido, quebrado, esquizofrénico. No podrás sentir la unidad orgánica; habrás impedido que suceda.
¿Cuál es mi consejo? Primero, dejar de creer. Abandonar las creencias, ¡son basura! Confía en la duda, ésa es mi sugerencia; no intentes ocultarla. Confía en la duda. Eso es lo primero que tienes que hacer, confiar en tu duda y ver cuán hermosa es, qué maravillosa confianza ha penetrado en ti.
No digo creencia, sino confianza. La duda es un don natural; debe provenir de Dios. ¿De dónde si no? Has de llevar la duda en ti… confiar en ella, confiar en tu cuestionamiento y no tener prisa por llenarla y ocultarla mediante creencias tomadas prestadas del exterior, de los padres, los sacerdotes, los políticos, de la sociedad y la iglesia. Tu duda es algo hermoso porque es tuya; es algo hermoso porque es auténtica. Algún día, de esta duda auténtica florecerá la flor de la auténtica confianza. Será un florecimiento interior, y no una imposición del exterior.
Ésa es la diferencia entre creer y confiar; la confianza crece en tu interior, en tu interioridad, en tu subjetividad. La confianza es interna, al igual que la duda. Y sólo lo interior puede transformar lo interno. La creencia proviene del exterior; no puede servir de ayuda porque no alcanza el centro de tu ser, que es donde está la duda.
¿Cómo empezar? Confiando en tu dudar. Ése es mi método para obtener confianza. No creas en Dios, no creas en el alma, no creas en el más allá. Confía en tu duda, y la conversión habrá empezado al momento. La confianza es una fuerza tan poderosa que incluso si confías en tu duda la habrás iluminado. Y la duda es como la oscuridad. Esa pequeña confianza en la duda empezará a cambiar tu mundo interior, el paisaje interno.
¡Y cuestiona! ¿Qué has de temer? ¿Por qué tanta cobardía? Cuestiona… cuestiona todos los budas, cuestióname a mí, porque si existe alguna verdad, no temerá tu cuestionamiento. Si los budas son verdaderos, serán verdaderos; no necesitas creer en ellos. Cuestiónalos… y un día verás que la confianza ha surgido.
Cuando se duda y se duda hasta el fin, el resultado más lógico es que más tarde o más temprano tropezaremos con una verdad. La duda anda a tientas por la oscuridad, pero la puerta existe. Si el Buda pudo llegar a la puerta, si Jesús también pudo hallarla, si yo puedo encontrarla, ¿por qué no vas a poder tú? Todo el mundo puede llegar hasta la puerta, pero tienes miedo de andar a tientas, así que te limitas a sentarte en un rincón oscuro creyendo en alguien que ha encontrado la puerta. No conocemos a ese alguien, sólo has oído hablar de él a otros que a su vez lo han escuchado de boca de otros, y así sucesivamente.
¿Cómo es que crees en Jesús? ¿Por qué? ¡Si no le has visto! Y aunque le hubieses visto, no te habrías dado cuenta de que era él. El día que fue crucificado fueron miles los que se reunieron para verle, ¿y sabes lo que hicieron? ¡Le escupieron en la cara! Puede que tú también estuvieses en esa multitud, porque no eran diferentes de nosotros. La humanidad no ha cambiado.
Contamos con mejores carreteras y vehículos para que nos lleven de un sitio a otro, mejor tecnología –el hombre ha caminado por la Luna–, pero no ha cambiado. Por eso digo que muchos de vosotros podríais haber estado en la multitud que escupió a Jesús. No habéis cambiado. ¿Cómo podéis creer en Jesús? Le escupisteis en la cara cuando estaba vivo, ¿y ahora creéis en él, al cabo de dos mil años? Es un esfuerzo desesperado por ocultar vuestra duda. ¿Por qué creéis en Jesús?
Hay una sola cosa que si desapareciese de la historia de Jesús, todo el cristianismo se vendría abajo. Si una cosa, una sola cosa, como el fenómeno de la resurrección –tras ser crucificado y permanecer muerto durante tres días, Jesús regresó–; si sólo eso desapareciese, todo el cristianismo desaparecería. Creéis en Jesús porque tenéis miedo a la muerte, y él parece ser el único hombre que ha regresado de la muerte, que la ha derrotado.
El cristianismo se ha convertido en la mayor religión del mundo. El budismo no podrá ser tan importante, por la sencilla razón de que el miedo a la muerte ayuda a la gente a creer en Cristo más que en el Buda. De hecho, hay que tener agallas para creer en el Buda, porque el Buda dice: «Te enseño la muerte total». No está satisfecho con la muerte pequeña. Dice: «Esta muerte pequeña no sirve, porque regresarás. Yo te enseño la muerte total, la muerte suprema. Enseño la aniquilación, de manera que nunca tengas que regresar, para que desaparezcas, para que te disuelvas en la existencia, para que no existas más, nunca más; para que no quede rastro de ti».
El budismo desapareció en la India, totalmente. Un país del que se dice que es tan religioso, y el budismo desapareció por completo. ¿Por qué? Porque la gente cree en religiones que enseñan que viviremos tras la muerte, que el alma es inmortal. El Buda decía que lo único que valía la pena realizar es que no se es. El budismo no podía sobrevivir en la India porque no ofrecía un refugio contra el miedo.
El Buda no le dijo a la gente: «Creed en mí». Por eso su enseñanza desapareció de la India, porque la gente quiere creer. La gente no quiere verdades, quiere creencias.
Creer es fácil. La verdad es peligrosa, ardua, difícil; tiene un precio. Uno tiene que buscar e indagar, y sin garantías de que se hallará, sin garantías de que exista verdad alguna en ningún sitio. Puede que no exista.
La gente quiere creer, y el último mensaje del Buda al mundo fue: «Appo dipo bhava», «Sé tu propia luz». Sus discípulos lloraron, diez mil sannyasins le rodeaban… estaban tristes, claro está, y vertieron lágrimas; su maestro se iba. Y el Buda les dijo:
–No lloréis. ¿Por qué lloráis?
Ananda, uno de los discípulos, dijo:
–Porque nos dejáis, porque erais nuestra única esperanza, porque teníamos la esperanza de que a través de vos podríamos obtener la verdad.
Para responder a Ananda, el Buda dijo:
–No te preocupes por eso. Yo no puedo darte la verdad; nadie puede dártela, no es transferible. Debes alcanzarla por ti mismo. Sé tu propia luz.
Mi actitud es la misma. No necesitáis creer en mí. No quiero creyentes aquí. Quiero buscadores, pues el buscador es un fenómeno completamente distinto. El creyente no es un buscador. El creyente no quiere buscar, por eso cree. El creyente quiere evitar la búsqueda, por eso cree. El creyente quiere ser liberado, salvado, necesita un redentor. Siempre está buscando un mesías, alguien que pueda comer por él, masticar por él, digerir por él. Pero si soy yo el que come, a ti no se te pasará el hambre. Nadie puede salvarte excepto tú mismo.
Aquí lo que se necesitan son buscadores, indagadores, y no creyentes. Los creyentes son la gente más mediocre del mundo. Así que olvidaos de creer, pues os estáis buscando problemas. Empezáis creyendo en mí, y entonces surge la incredulidad, porque no estoy aquí para satisfacer vuestras esperanzas.
Yo vivo a mi manera, y no os tengo en cuenta. No tengo en cuenta a nadie, porque si empezamos a tener en cuenta a los demás, uno no puede vivir su propia vida de manera auténtica. Tened en cuenta algo y os convertiréis en farsantes.
George Gurdjieff solía decir a sus discípulos algo fundamental: «No tengáis en cuenta a los demás, si no no creceréis nunca». Y eso es lo que está sucediendo en todo el mundo, que todos se ponen a tener en cuenta a los demás: «¿Qué pensará mi madre? ¿Qué pensará mi padre? ¿Qué pensará la sociedad? ¿Qué pensará mi esposa, mi marido…?». ¿Qué puede decirse de los padres…? ¡Incluso temen a los hijos! Porque piensan: «¿qué pensarán nuestros hijos?». La gente tiene en cuenta a los demás, y entonces resulta que hay millones de personas a las que tener en cuenta. Si vamos por ahí teniendo en cuenta a todo el mundo, entonces nunca seremos individuos, sólo un batiburrillo. Con tantos compromisos como habéis adquirido, tendríais que haberos suicidado hace mucho.
Se dice que hay gente que muere a los treinta años y que los entierran a los setenta. La muerte sucede muy pronto. Creo que decir que a los treinta no es correcto, la muerte sucede incluso mucho antes. Alrededor de los veintiuno, cuando la ley y el estado te organizan, convirtiéndote en un ciudadano, ése es el momento en que muere una persona. De hecho, es cuando te reconocen como ciudadano: ahora ya no eres peligroso, ya has dejado de ser salvaje, ya no eres un bruto sin refinar. Ahora todo está bien en ti, todo correcto; ahora te han ajustado a la sociedad. Eso es lo que significa el que tu nación te conceda el derecho de voto: la nación puede estar ahora tranquila porque te ha destrozado la inteligencia, y por ello puedes votar. No hay nada que temer; ahora eres un ciudadano, un hombre civilizado. Has dejado de ser un hombre, ahora eres un ciudadano.
He observado que la gente muere alrededor de los veintiún años. A partir de entonces, la existencia es póstuma. En las tumbas deberíamos empezar por escribir tres fechas: nacimiento, muerte y muerte póstuma.
Se dice que una persona es ingeniosa cuando sabe resolver dificultades, y que es sabia cuando sabe cómo evitarlas. Sé sabio. ¿Por qué no cortarlo todo de raíz? No creas, y no habrá razón para ser incrédulo, y la dualidad nunca surgirá, y no necesitarás hallar una manera de salir de ello. Por favor, no os metáis en eso.
La verdad es individual, y la masa no se preocupa por la verdad. Le preocupa el consuelo; le preocupa la comodidad. La masa no consiste en exploradores, aventureros, en gente que se adentra en lo desconocido, valientes… que arriesgan sus vidas para hallar el significado de sus vidas y de la vida de todo lo que existe. La masa sólo quiere que le regalen los oídos con cosas agradables y cómodas, para así relajarse tranquilamente en esas palabras de consuelo.
La última vez que me acerqué por mi pueblo natal fue en 1970. Uno de mis antiguos maestros, con quien siempre había mantenido una relación cariñosa, se hallaba en su lecho de muerte, así que lo primero que hice fue dirigirme a su casa.
Su hijo me recibió en la puerta y me dijo:
–No le moleste, por favor. Está a punto de morir. Le quiere a usted, le ha estado recordando, pero sabemos que su presencia puede arrebatarle su consuelo. No le haga eso cuando está a punto de morir.
Yo le contesté:
–Si no estuviese precisamente a punto de morir habría hecho caso de tu consejo, pero ahora tengo que verle. Si justo antes de morir abandona sus mentiras y consuelos, su muerte tendrá un valor mucho mayor que el que ha tenido su vida.
Aparté al hijo a un lado y entré en la casa. El anciano abrió los ojos, sonrió y dijo:
–Me estaba acordando de ti y al mismo tiempo sentía miedo. Me enteré de que venías al pueblo y pensé que tal vez llegarías antes de que muriese y así podría verte por última vez. Pero al mismo tiempo sentí mucho miedo, ¡pues encontrarse contigo puede resultar peligroso!
Le dije:
–Ciertamente será peligroso. He venido en el momento justo. Quiero que acabe con todos sus consuelos antes de morir. Si puede morir inocente, su muerte tendrá un valor tremendo. Eche a un lado todo lo que sabe porque se trata de un conocimiento prestado. Aparte de sí a su dios porque sólo es una creencia. Aparte de sí la idea de cualquier cielo o infierno porque no son más que su codicia y su miedo. Ha permanecido aferrado a esas cosas durante toda su vida. Al menos, antes de morir, reúna el coraje suficiente… ¡ahora ya no tiene nada que perder!
»Un hombre moribundo no tiene nada que perder: la muerte lo hará todo pedazos. Es mejor que abandone sus consuelos por propia voluntad y que muera inocentemente, lleno de pasmo e interés, porque la muerte es la experiencia suprema de la vida. Es su auténtico crescendo.
El anciano dijo:
–Tenía miedo y ahora me pides lo mismo. He rendido culto a Dios durante toda mi vida, y ahora resulta que sólo es una hipótesis… Nunca lo he experimentado. He rogado a los cielos, y sé que ninguna de mis oraciones fue nunca contestada; no hay nadie para hacerlo. Pero ha sido un consuelo a través de los sufrimientos de la vida y de sus ansiedades. ¿Qué más puede hacer un hombre desvalido?
Le contesté:
–Ahora ya no está desvalido, ahora no hay ansiedad alguna, ni sufrimiento, ni problemas; todo eso pertenece a la vida. Ahora la vida se escurre de sus manos; tal vez pueda permanecer en esta orilla unos pocos minutos más. ¡Reúna valor! No vaya al encuentro de la muerte como un cobarde.
Cerró los ojos, y me dijo:
–Haré todo lo posible.
Toda la familia se hallaba reunida y estaban enfadados conmigo. Eran brahmanes de casta alta, muy ortodoxos, y no podían creer que el anciano estuviese de acuerdo conmigo. La muerte fue una conmoción tal que hizo pedazos todas sus mentiras.
Te puedes pasar la vida creyendo en mentiras, pero en la muerte sabes perfectamente bien que los barquitos de papel no te serán de gran ayuda en el océano. Es mejor saber que hay que nadar y que no se tiene barco alguno a mano. Aferrarse a un barquito de papel es peligroso; puede evitar que nades. En lugar de llevarte a la otra orilla, puede hacer que te ahogues.
Todos estaban enfadados conmigo, pero no pudieron decirme nada. El anciano cerró los ojos, sonrió y dijo:
–Es una desgracia que nunca te haya querido escuchar. Ahora me siento tan ligero, sin cargas. No tengo miedo alguno; no sólo no tengo miedo sino que siento curiosidad por morir y ver cuál es el misterio de la muerte.
Murió, y la sonrisa permaneció en su rostro.
En la historia de la mente humana se pueden hallar tres expresiones de muerte. Una de ellas es la del ser humano ordinario que vive apegado a su cuerpo, que nunca ha conocido nada mejor que el placer de la comida o el sexo, cuya vida no ha sido más que comida y sexo; que ha disfrutado de la comida, del sexo, llevando una vida muy primitiva; cuya existencia ha sido muy grosera, que ha vivido en el porche de su palacio, sin llegar a entrar nunca en él, y que ha pensado siempre que eso era la vida. En el momento de la muerte tratará de apegarse. Se resistirá a la muerte y luchará contra ella. La muerte llegará como una enemiga. Por eso en todas las sociedades del mundo la muerte aparece descrita como oscura y maligna. En la India dicen que el mensajero de la muerte es muy feo –oscuro, negro–, y que llega sentado en un búfalo grande e igualmente feo.
Ésa es la actitud normal. Esa gente ha errado; no han sido capaces de llegar a conocer todas las dimensiones de la vida. No han podido entrar en contacto con las profundidades de la vida y no han sabido volar hasta las cumbres de la vida. Se han perdido la plenitud y también la bendición.
Después está el segundo tipo de expresión de la muerte. A veces los poetas y filósofos han dicho que la muerte no es nada malo, que la muerte no es mala; que es apacible… un gran descanso, como dormir. Es mejor que la primera expresión. Al menos esas personas han conocido algo más allá del cuerpo; han llegado a conocer algo de la mente. No sólo se han alimentado de comida y sexo; no han invertido toda su vida sólo en comer y reproducirse. Han entrado en contacto con algo de la sofisticación del alma; son un poco más aristocráticos y cultivados. Dicen que la muerte es como un gran descanso; que uno está cansado, muere y descansa. Es descansada. Pero también ellos están lejos de la verdad.
Quienes han conocido lo más profundo de la vida, dicen que la muerte es divina. No sólo es un descanso, sino también una resurrección, una nueva vida y un nuevo comienzo; una nueva puerta que se abre.
Cuando Bayazid, un místico sufí, se moría, la gente que se había reunido a su alrededor –sus discípulos– se sorprendieron de repente porque cuando le llegó el último momento su rostro se tornó radiante, increíblemente radiante, con una hermosa aura. Bayazid era un hombre hermoso y sus discípulos siempre habían sentido ese aura a su alrededor, pero no con tanta intensidad. ¡Tan radiante!
Le preguntaron:
–Bayazid, dinos qué te sucede. ¿Qué te está ocurriendo? Danos tu último mensaje antes de irte.
Él abrió los ojos y contestó:
–Dios me da la bienvenida. Voy a su encuentro. ¡Adiós!
Cerró los ojos y dejó de respirar. Pero en el momento en que su respiración se detuvo sucedió una explosión de luz. La habitación se llenó de luz y luego ésta desapareció.
Cuando alguien ha conocido lo trascendente en sí mismo, la muerte no es sino otra cara de lo divino. Entonces la muerte se convierte en un baile.
La ilusión de la muerte es un fenómeno social. Hay que entenderlo en profundidad.
Ves morir a un hombre y entonces piensas que está muerto. Como tú no lo estás no tienes ningún derecho a pensar de esa manera. Es una tontería por tu parte haber llegado a la conclusión de que el hombre está muerto. Todo lo que puedes decir es: «No puedo determinar si es la misma persona tal y como la conocía yo antes». Decir cualquier otra cosa es peligroso y significa traspasar los límites de lo correcto.
Todo lo que uno puede decir es: «Hasta ayer, este hombre hablaba, ahora ya no habla. Antes solía caminar, ahora ya no camina. Lo que hasta ayer yo entendí que era su vida ya no continúa hoy. La vida que vivió hasta ayer ya no existe. Si hay alguna vida más allá, entonces que así sea; si no la hay, que sea lo que tenga que ser». Pero decir: «Este hombre está muerto» es ir demasiado lejos; es traspasar los límites. Uno sólo puede llegar a decir: «Este hombre ya no sigue vivo». Pues alguien que sabíamos que vivía ha dejado de hacerlo.
Emplear ese grado de negatividad está bien, pues eso es todo lo que conocíamos como su vida –sus luchas, sus amores, su comer y beber–, y ahora ya no está. Pero decir que el hombre está muerto es realizar una afirmación muy positiva. No estamos únicamente diciendo que fuese lo que fuese que se hallase presente en ese hombre ya ha dejado de estarlo, sino que decimos que ha pasado algo por encima de todo ello: este hombre está muerto. Estamos diciendo que el fenómeno de la muerte también ha ocurrido. Bastaría con que dijésemos que las cosas que antes sucedían alrededor de este hombre ya no tienen lugar. No sólo estamos diciendo eso, sino que también hemos añadido un nuevo fenómeno: que el hombre está muerto.
Nosotros, que no estamos muertos, que no tenemos conocimiento alguno de la muerte, rodeamos a esa persona, ¡y la declaramos muerta! La masa determina la muerte del hombre sin ni siquiera preguntárselo, ¡sin ni siquiera dejar que se pronuncie! Es como una sentencia parcial en un juzgado; la otra parte está ausente. El pobre tipo ni siquiera ha tenido la oportunidad de decir si estaba realmente muerto o no. ¿Comprendéis de qué estoy hablando?
La muerte es una ilusión social. No es una ilusión humana. La cuestión es que externamente sentimos que está muerto, pero se trata de un determinismo social, erróneo. En este caso, el fenómeno de la muerte está siendo determinado por personas no cualificadas. Nadie en la masa es un testigo adecuado porque nadie vio morir realmente a esa persona. ¡Nadie ha visto nunca morir a nadie! Nunca ha sido presenciado el acto de morir. Todo lo que sabemos es que hasta un cierto momento una persona está viva y que luego deja de estarlo. Eso es todo, más allá hay un muro. Hasta ahora nadie ha presenciado nunca el fenómeno de la muerte.
Incluso una persona cuya vida no ha sido más que una secuencia de comer, beber, dormir, moverse, discutir, amar, hacer amigos y crear enemistades, de repente, en el momento de la muerte, también percibe que la vida se le escurre entre los dedos. Que lo que había creído que era la vida no lo es en realidad. Ésos eran simplemente actos, visibles a la luz de la vida. Al igual que los objetos se ven en presencia de la luz, también la persona ha visto ciertas cosas cuando la luz de su interior estuvo presente. Tomó alimentos, hizo amigos, creó enemistad, construyó casas, ganó dinero y alcanzó una posición elevada; todo ello son cosas vistas a la luz de la vida. Ahora, en el momento de la muerte, se da cuenta de que se le escapan.
Así que ahora cree que se ha ido, que se muere y que pierde la vida para siempre. Ya ha visto morir a otras personas y la ilusión social de que el ser humano muere está grabada en su mente. Así que siente que se muere. Su conclusión también forma parte de esa misma ilusión social. Siente que se muere igual que otros han muerto antes que él.
Se ve a sí misma rodeada de sus seres queridos, de su familia y conocidos, que lloran amargamente. Ahora su ilusión empieza a confirmarse. Todo ello crea un efecto hipnótico en la persona. Toda esa gente –la situación es ideal–, el médico a su lado, el oxígeno preparado, toda la atmósfera de la casa ha cambiado, la gente llorando… Ahora esa persona está segura de su muerte. La ilusión social de que se está muriendo atenaza su mente. Los amigos y conocidos que la rodean empiezan a proyectar sobre la persona el hechizo hipnótico de que está a punto de morir. Alguien le toma el pulso. Todo ello convence a esa persona de que está a punto de morir, de que todo lo que siempre se ha hecho con los moribundos le está sucediendo ahora a ella.
Eso es hipnotismo social. La persona está totalmente convencida de que está a punto de morir, de que se está muriendo, de que se va. Esta hipnosis de muerte hará que se vuelva inconsciente, asustada y que esté horrorizada; le hará encogerse, sintiendo: «Estoy a punto de morir, estoy a punto de morir. ¿Qué debo hacer?». Superada por el miedo, la persona cerrará los ojos y en ese estado de miedo se volverá inconsciente.
De hecho, caer inconsciente es un mecanismo que solemos utilizar frente a todo lo que tememos. Si padecemos de dolor de estómago, por ejemplo, y si el dolor se hace insoportable, entonces caemos en la inconsciencia. Sólo es un truco que usamos para desconectar la mente, para olvidar el dolor. Cuando el dolor es demasiado agudo, caer inconsciente es un truco mental… pues no queremos seguir padeciendo el dolor. Cuando el dolor no desaparece, la única alternativa es desconectar la mente. Se “desconecta” para permanecer inconsciente del dolor.
Así pues, caer inconsciente es nuestra única manera de lidiar con el dolor insoportable. No obstante, recordad que no existe nada que se denomine «dolor insoportable»: sólo sentís dolor mientras resulta soportable. Tan pronto como alcanza un punto en que se vuelve insoportable, entonces desaparecéis; por eso nunca sentís dolores insoportables. No creáis una palabra si alguien dice que sufre un dolor insoportable, porque esa persona que os habla sigue consciente. Si el dolor se hubiese tornado insoportable estaría inconsciente. El truco natural hubiera funcionado y habría perdido la consciencia. Tan pronto como alguien traspasa el límite de lo soportable cae inconsciente.
Si incluso las enfermedades menores nos asustan lo suficiente como para caer inconscientes, ¿qué decir del pensamiento aterrador de la muerte? ¡La idea de la muerte nos mata! Perdemos la consciencia, y en ese estado inconsciente tiene lugar la muerte. Por lo tanto, cuando digo que la muerte es una ilusión no quiero decir que sea una ilusión que le suceda al cuerpo o al alma. Yo lo llamo ilusión social, un tipo de ilusión que hemos cultivado en todos los niños. Les adoctrinamos con la idea: «vas a morir, y así es como tiene lugar la muerte». Así que, para cuando el niño ha crecido, ya ha asimilado todos los síntomas de la muerte, y cuando dichos síntomas le son aplicables se limita a cerrar los ojos y cae en la inconsciencia. Está hipnotizado.
La técnica de la meditación activa es justo lo contrario. Se trata de una técnica para entrar conscientemente en la muerte. En el Tíbet esta técnica se conoce como bardo. Al igual que la gente hipnotiza a una persona en el momento de su muerte, de igual manera, la gente que utiliza el bardo proporciona sugerencias antihipnóticas a la persona moribunda. En el bardo