El miedo en el cuerpo - Empar Fernández - E-Book

El miedo en el cuerpo E-Book

Empar Fernández

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Beschreibung

Un niño juega en un parque del centro de Barcelona dando patadas a un balón rojo. En un descuido de su madre, el niño desaparece. ¿Dónde ha ido? ¿Se ha perdido o se lo ha llevado alguien? ¿Por qué sus padres se muestran tan nerviosos? Lo están porque ese niño, Daniel, es diferente a los demás. Es autista y, por tanto, carece de las herramientas que tal vez otros niños tendrían, en su misma situación, para pedir ayuda en una ciudad populosa a veces indiferente, a veces al acecho y casi siempre llena de peligros. Pronto el inspector Tedesco, incentivado por un interés personal, se pone tras la pista del niño perdido. Lo que ignora es que ese caso, en apariencia único y aislado, lo enfrentará a una trama criminal organizada responsable de más secuestros infantiles. El miedo en el cuerpo es una novela en donde el suspense avanza y se cierne sobre los protagonistas y los propios lectores haciéndoles contender el aliento hasta casi atenazarlos, pero que demuestra también una gran empatía, incluso ternura, al tiempo que brilla en muchos de los temas característicos de la autora: una visión social profundamente humana, la comprensión y la apertura de miras hacia los demás, por diferentes que sean, la globalización y banalización del mal y cómo, por encima de todo, y solo a veces, la solidaridad y la humanidad logran salir adelante.

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Empar Fernández (Barcelona) es autora de novelas que abordan la historia europea contemporánea (Mentiras capitales, Hotel Lutecia, Irina, La epidemia de la primavera —finalista del Premio Espartaco de Novela Histórica—), de obras de divulgación histórica de carácter local, de ensayos humorísticos y de numerosas novelas de género negro escritas en solitario (Sin causa aparente, La mujer que no bajó del avión, La última llamada y Maldita verdad —Premio Tenerife Noir, Cubelles Noir y finalista del Premio Hammett—) o a cuatro manos junto a Pablo Bonell (Las cosas de la muerte, Mala sangre, Un mal día para morir o Líbranos del mal).

Recientemente ha publicado Som uns pringats, novela juvenil incluida también en el género delictivo. En 2022 recibió el Memorial Antonio Lozano del Festival Granada Noir por el empeño en evidenciar la desigualdad y la injusticia social presente en toda su obra.

Será nuestro secreto (Alrevés, 2022) es la primera novela protagonizada por el inspector de los Mossos d’Esquadra Mauricio Tedesco y su equipo y ha tenido una gran acogida por parte de los lectores y de la crítica. El miedo en el cuerpo es la segunda entrega de la serie.

 

El miedo en el cuerpo

Un niño juega en una plaza del centro de Barcelona dando patadas a un balón rojo. En un descuido de su madre, el niño desaparece. ¿Dónde ha ido? ¿Se ha perdido o se lo ha llevado alguien?

Daniel carece de los recursos que poseen otros niños de su misma edad en parecida situación. Niños que serían capaces de pedir ayuda en una ciudad en la que los acechan mil peligros. Daniel está solo, completamente solo.

Pronto el inspector Tedesco, incentivado por un interés personal, trata de seguir la pista del niño perdido. Lo que ignora es que ese caso, en apariencia único y aislado, lo enfrentará a una trama criminal organizada responsable de más secuestros infantiles.

El miedo en el cuerpo permite al lector acompañar a Daniel en su deambular por una ciudad hostil y sentir el miedo y la estupefacción de un niño de siete años que no reconoce nada ni a nadie.

Después de Será nuestro secreto, con gran acogida y unas críticas inmejorables, Empar Fernández vuelve con la segunda entrega de la serie protagonizada por el inspector de los Mossos d’Esquadra Mauricio Tedesco y su equipo policial, donde el lector encontrará muchos de los rasgos que caracterizan la obra de la autora: una visión social profundamente humana y empática, la dificultad que representa adaptarse a un mundo cambiante y la progresiva banalización del mal.

El miedo en el cuerpo

El miedo en el cuerpo

EMPAR FERNÁNDEZ

 

 

Primera edición: octubre de 2023

Para Josep Forment, siempre con nosotros

 

 

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ València, 241, 4.º

08007 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© 2023, Empar Fernández

© de la presente edición, 2023, Editorial Alrevés, S.L.

Printed in Spain

ISBN: 978-84-19615-37-4

Código IBIC: FF

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

Vendrán más años malosy nos harán más ciegosvendrán más años ciegosy nos harán más malos.

Vendrán más años tristesy nos harán más fríosy nos harán más secosy nos harán más torvos.

RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO, 1993

Es honra de los hombres proteger lo que crece,cuidar que no haya infancia dispersa por las calles,evitar que naufrague su corazón de barco,su increíble aventura de pan y chocolate,transitar sus países de bandidos y tesorosponiéndole una estrella en el sitio del hambre,de otro modo es inútil ensayar en la tierrala alegría y el canto,de otro modo es absurdoporque de nada vale si hay un niño en la calle.

ARMANDO TEJADA GÓMEZ, 1955

MIÉRCOLES

 

 

LUCÍA

Lucía trata de convencer a su hijo para que la siga. Implora. Le promete que se sentarán un buen rato en una plaza muy grande en la que podrá jugar a pelota todo lo que quiera. Una plaza llena de niños, animada, repleta de gente en movimiento, en la que podrá chutar tanto como quiera, la plaza dels Àngels.

No sirve de mucho. Daniel se niega a avanzar, quizás ni la escucha. Lucía no puede saberlo. Desde luego, no la mira. No pregunta, no lo hace nunca. Daniel no quiere saber. No parece interesarle casi nada. Como si caminase el día entero con una escafandra en la cabeza.

Lucía no tiene otro remedio que tirar de su mano para conseguir que ponga un pie delante de otro. Con una mano sujeta con determinación los dedos de su hijo, con la otra sostiene como puede y en alto el vestido tres cuartos color gris nubarrón que ha traído para la última prueba. Por lo menos así lo espera Lucía, que sea esta la última prueba. Es la cuarta vez que la señora Rovira, la del número 9 de la calle Gravina, junto al hotel Reding, la «señorona», como ella la llama para sus adentros, le pide que vuelva para un retoque.

¡Un retoque!

—Que si me ciñe un poco demasiado y parece que tenga lo que no tengo, que si le faltan un par de dedos en la costura, que si me tira la sisa, que si la cintura, que si…

Cargada de puñetas, de kilos y de dinero, eso es lo que está, piensa Lucía cada vez que hilvana una nueva compostura. ¡Lo que no tiene! Si la buena mujer tiene de todo, está llena de lorzas y en la piel no le caben ya más frunces. Pero Lucía Torres ha aprendido a morderse la lengua y a callar lo que piensa. A la fuerza los ahorcan. En cada ocasión baja la cabeza en señal de asentimiento y procede a corregir lo incorregible.

—Dentro de un par de días lo tiene usted aquí —ha prometido. Y todo lo que recibe Lucía, a cambio de una paciencia infinita, son las gracias y siempre a contrapelo, como de refilón, un querer y no querer. Un agradecimiento que no lo es y que se parece extraordinariamente a una humillación. Mientras tanto, la señora Dita Rovira (Lurditas Rovira para algunos, Maldita Rovira para Lucía Torres) se desviste con ruido de brazaletes.

De hecho, Lucía detesta la plaza dels Àngels. Demasiado grande, demasiado ruido, demasiada gente y muy pocos niños, pero no importa. A Daniel tampoco. La abruma el blanquísimo, enorme y algo desolado edificio del Museu d’Art Contemporani, la desconcierta la doble rampa de acceso, la marean los monopatines que ruedan en todas las direcciones posibles, los patinetes, las bicicletas, las decenas de paseantes que salen de todas partes. Le incomodan los indigentes acurrucados en los rincones y envidia a los jóvenes sentados en el suelo y recostados contra los muros que ofrecen el rostro al sol como si estuvieran completamente solos. La aturden los guiris que a veces le salen al paso, plano en mano, con preguntas que no consigue entender, los que hacen cola para visitar las salas del museo o los que, rebosantes las vejigas de cerveza, se alivian buscando algún rincón apartado. A Lucía le desagrada el olor a orina que aflora con la llegada del buen tiempo y frunce la nariz mientras avanza tirando de su hijo por la calle de Montalegre, entre el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona y la Facultat de Geografia i Història.

Acostumbrada como está a no moverse de la placita de su barrio en la que todo está a mano —los bancos, la fuente que el ayuntamiento inutilizó hace años, la papelera y el muro repleto de grafitis contra el que Daniel estrella mil veces el balón—, la plaza dels Àngels le resulta hostil, campo ajeno. Pero no le queda otro remedio.

La señora Rovira, que la citó a las 17:30, todavía no ha llegado. La sirvienta le ha indicado que la señora ha llamado y ha dicho que se retrasará una media hora y que le ruega que vuelva dentro de un rato. Pero la muchacha no la ha invitado a pasar, ni a sentarse, ni le ha ofrecido agua o un par de galletas para Daniel. Se ha limitado a cerrarle la puerta en las narices.

Daniel la sigue a remolque con la pelota que acarrea en una bolsa del supermercado colgando de su puño. Su humor empeora por momentos. No soporta bien los cambios, ni las contrariedades, se adapta peor que mal a los imprevistos y Lucía teme que, de un momento a otro, se plante y se niegue a caminar.

La rutina lo es todo, con Daniel no existe otra manera. Si por ella fuera, habría entrado en un bar, habría dejado la funda con el vestido sobre una silla, habría pedido un cortado corto de café y habría dejado deslizarse los minutos pensando en sus cosas. Descansando, que tanta falta le hace. Quizás incluso habría mirado la televisión unos instantes. Pero Daniel tiene mal esperar, por eso ha decidido acercarse hasta la plaza, sacar la pelota de la bolsa y dejar que Daniel vaya a lo suyo, que no es otra cosa que machacar un muro a pelotazos. Siempre desde la misma distancia, si es posible siempre con la misma intensidad, casi sin moverse del sitio. Una vez, otra, muchas más. Hasta que, extenuado, recupera la pelota, la introduce en su bolsa y se acerca a su madre. Es su forma de decir que da el juego por acabado y que quiere regresar a casa.

Cuando ambos desembocan en la plaza dels Àngels, Lucía deja escapar un suspiro. Recorre con la vista la vasta extensión esperando encontrar un banco libre o, en su defecto, un espacio en alguna de las largas rampas que conducen al museo. No hay bancos en los que dejarse caer, pero la pasarela en pendiente es muy larga y el desnivel permite sentarse y descansar así los huesos. Hay ya algunas mujeres varadas junto a la rampa, unas se han sentado con las piernas en alto, sin tocar el suelo, otras simplemente se apoyan en el murete. Esperan a que sus hijos acaben la merienda antes de regresar a casa.

Algunas criaturas, pocas, de todas las edades y razas del orbe, atraviesan la plaza subidos a sus monopatines infantiles, en bicicletas de colores o calzando patines en línea. Un puñado de skaters cabalgan sus tablas en todas las direcciones o admiran las proezas ajenas. Algunos han superado ya la primera juventud. Y hasta la segunda.

Un joven greñudo sentado en el suelo rasguea una guitarra mientras una chica muy menuda y vestida de negro de los pies a la cabeza lo escucha completamente absorta, como si en la plaza no quedara nadie, como si ambos fueran los únicos supervivientes de un cataclismo. La chica está de pie frente al músico, tiene los ojos cerrados y sus párpados, sombreados también de negro, parecen un par de oquedades, como si no tuviera ojos. El resultado es algo siniestro. La chica, ajena a todo, también al patín eléctrico que está a punto de arrollarla, se balancea levemente al ritmo de una melodía que solo ella parece oír. Se le antojan seres de otro mundo.

Dos hombres muy mayores charlan apoyados en sus bastones a poca distancia. Uno de ellos agita una mano en el aire y habla a gritos, el otro parece escuchar con la vista baja, clavada en el pavimento. En la plaza, paradas o en tránsito, hay varias decenas de personas. Demasiadas, piensa Lucía, que no siente mucho interés. Le duele el brazo alzado en el que sostiene el vestido envuelto en una funda de plástico y decide poner proa hacia la rampa.

Liberada del vestido a punto de «última» prueba que deposita cuidadosamente junto a ella, Lucía Torres le señala a Daniel un espacio libre en un muro entre dos aparcamientos para bicicletas. Es un muro liso de ladrillos ocres, la parte rehabilitada recientemente del Convent dels Àngels, y no hay cristales ni ornamentos que Daniel pueda destrozar a pelotazos. Daniel comprende.

Lucía saca la pelota de su bolsa de plástico y se la ofrece. Es como abrir la puerta de un chiquero. No hay palabras, no son necesarias. En los peores días, los más bajos, sospecha que las palabras son inútiles, que no los llevan a ninguna parte y que a Daniel no le hacen ningún bien. No las necesita. Por eso Lucía se repliega y calla. A menudo permanece horas y horas sin más conversación que la que mantiene mentalmente con ella misma. Pero eso solo ocurre cuando la desesperanza la devora y no puede con su alma. Aunque debe reconocer, qué otra cosa puede hacer, que desde que el taller de confección para el que trabajaba cerró sus puertas con un «adiós, muy buenas» y una indemnización de miseria, los días bajos son casi todos. Ya no hay rutina para Lucía, ni largos viajes en metro con una novela atrapada entre los dedos, ni risas durante el almuerzo con las compañeras, ni chismorreos, y lo que es peor, ni el sueldo que recibía cada mes. Una miseria, pero un sueldo fijo al fin y al cabo.

Solo hay llamadas de tarde en tarde, encargos como el de la señora Rovira. Requerimientos de antiguas clientas, conocidas del taller, a las que llamó, aparcando el orgullo y la esperanza de encontrar un nuevo empleo, cuando se vio en la puta calle. Les dijo que estaba dispuesta a coser para ellas, les aseguró que no tendrían que desplazarse, que las atendería a domicilio y que les haría un precio ajustado, mejor que el del taller. Algunas tienen cuerpos difíciles, demasiado cortos, demasiado gruesos, achaparrados, cargados de pecho o de espaldas, hechuras propias y poco afortunadas que requieren numerosos ajustes y que las aludidas no encuentran en el prêt à porter. Otras, las más exigentes, pretenden imitar detalles o modelos enteros, caprichos exclusivos, vestidos a copiar de una revista, como si imitando con toda exactitud el vestido o la falda pudieran reproducir un estilo envidiable y un cuerpo pluscuamperfecto.

Lo mismo hicieron otras. Cada una de sus compañeras del taller pilló lo que pudo. Pensaron en gente a la que podían localizar y que bien podía pagar a una buena modista. Una modista como Lucía Torres, apurada y con años de oficio, que visitara a sus clientas en sus casas, que no tuviera manías si tenía que volver veinte veces o si la prenda se precisaba de hoy para mañana. Una modista que cobrara barato, un precio fijo, pactado, y que no escatimara las horas. Clientas como Dita Rovira se jactan en sus narices, y no se privan, de que no les viene de unos euros y, sin embargo, escatiman hasta el último céntimo.

A Lucía se la llevan los demonios.

—Yo no creo que después de la pandemia la gente lo pase peor, yo vivo igual, creo que se lo inventan para tener algo de que hablar —repite sistemáticamente la Rovira con aire de desinterés, mientras se alisa una arruga o tira de la tela para modificar la largada de una falda.

Pues a mí, piensa Lucía, la puta pandemia me está acabando de joder la vida. Yo en el paro y siempre de un lado para otro y Antonio con un pie en la calle. Cualquier día se encuentra que la cafetería no vuelve a abrir y ves y reclama, que si te he visto…

Y lo que más le repatea es que todas las clientas la citan por la tarde, cuando no le queda otro remedio que arrastrar a Daniel por toda la ciudad y contra su voluntad. Si puede hablarse de voluntad. Quizás sería más acertado hablar de obstinación o de intransigencia. Con lo fácil que sería acudir por las mañanas cuando Daniel está en la escuela y ella dispone de muchas horas.

Dita Rovira se pasa el día de la peluquería al masajista, y de este al dietista, que para lo que le sirve bien podía quedarse en casa y ahorrarse un dinero. Dice que tiene las mañanas ocupadas. Y Lucía calla y promete volver para la próxima prueba.

En todo y en nada piensa Lucía mientras se encarama a la rampa y se sienta con un suspiro sobre la piedra ligeramente recalentada de la plaza. Le quedan los pies colgando a unos centímetros del suelo.

Está cansada, muy cansada, y solo espera llegar a casa antes de que Antonio se presente con un humor de perros, el humor de los últimos tiempos. A su marido los peores pensamientos le rondan la cabeza. Está convencida de que si Antonio se queda en el paro, se derrumba. No es como ella que, a fuerza de aguantar, ya lo aguanta todo. Su marido no le teme al trabajo, ni se queja cuando a las seis de la mañana suena el despertador de lunes a sábado, pero se lo toma todo a la tremenda, se desespera… Es de aquellos hombres que no ven salida al final del túnel, ni la intuyen, no encuentran fuerzas ni para buscarla. Y no hay noche que Antonio, su Antonio, no llegue a casa para decirle que cada día entra menos gente en el bar, que en lugar de los cuarenta bocadillos diarios de media antes del virus, andan por los veinticinco y no se recuperan.

—Esto no va a mejor, no va a mejor —le dice mil veces, y le asegura que se pasa ratos bien largos de brazos cruzados—. Los de la obra de la esquina hace tres meses que no cobran, han parado y ya no aparecen. ¿Para qué van a venir? Alguno pasa de vez en cuando por si se presenta el contratista, para cantarle las cuarenta y darle un par de hostias si se tercia. Pide una cerveza, pero se trae el bocadillo de casa.

Siempre las mismas observaciones y cada vez más agrias, los mismos comentarios desalentadores.

—¡Ah! Y por si fuera poco, los pocos que entran compran el tabaco en el estanco y se ahorran unos céntimos.

Y desde que Sebastián Bermejo —el propietario del bar, el que se queda tras la barra mientras Antonio se ocupa de las mesas y de la terraza— se ausentó la semana pasada durante un par de horas sin explicarle adónde iba ni por qué, Antonio no ha dejado de pensar que está buscando la manera de ponerlo en la calle.

—Seguro que ha ido al gestor, como si lo viera, Lucía, como si lo viera. Yo, en su caso, también lo haría. Hay tardes que las pasamos mano sobre mano, mirando la tele. Él cree que no me doy cuenta, pero está desesperado. Yo creo que le vende el bar a un chino y me pone en la calle. A su edad, con los hijos colocados y fuera de casa… En cuanto pueda, vende y se jubila.

No piensa en otra cosa. Lucía sabe que Antonio espía las conversaciones telefónicas de Bermejo, que se acerca a la barra cuando lo ve hablando con algún desconocido y que no le quita ojo. Sabe que ha dejado de darle algún recado si no lo ha visto muy claro y que su marido, con la mejor de las intenciones y en contra de sus intereses, añade las propinas a la caja para que el jefe, una buena persona donde las haya, no repare en que lo recaudado al final del día es cada vez menos.

Está convencido de que, tras veintiún años de no hacer otra cosa que servir mesas, no hay más salida para él que conservar lo que tiene, aunque lo que tiene sea bien poco y penda de un hilo.

—Ramírez, el de la óptica, ha dejado de venir. O se ha muerto o lo han echado. Una de dos. Antes no pasaba día que no viniera un par de veces, y ahora…

Bom… bom… bom.

Y está Daniel, que, por lo que puede comprobar de un vistazo, se ha situado frente a la pared que acaba de indicarle. Se ha plantado como siempre a unos ocho o nueve metros con los brazos a lo largo del cuerpo, la vista fija a medio muro, y así, como cada tarde, ha iniciado ya la larga tanda de chuts.

Bom… bom… bom.

La pelota roja de Daniel golpea el muro a intervalos precisos, como si un metrónomo marcara el ritmo al que debe producirse cada nuevo impacto. El niño consigue encajarla entre el poste de un farol y una papelera. No falla nunca, chuta siempre de la misma manera y con parecida fuerza. La pelota se estrella una vez y otra en un espacio sorprendentemente pequeño.

Bom… bom.

Es un alivio.

TEDESCO

Completar un informe es uno de los lados oscuros de un oficio que los tiene a puñados. Mauricio Tedesco continúa aborreciendo pasar a negro sobre blanco el resultado de una investigación. No es hombre de letras, ni de números. El cuerpo le pide aceras, bordillos, esquinas, plazas, portales o tiendas de ultramarinos. Siempre recuerda la palabra «ultramarinos» de cuando todo parecía llegar de muy lejos. Sin embargo, a diferencia del presente global, pocos, muy pocos, eran los productos que llegaban del otro lado del océano. Era otro mundo. Los supermercados eran colmados, en las bodegas todavía se compraba a granel y el vino se trasegaba en barriles. El policía es hombre de años atrás, del siglo XX, cuando todavía podías encontrar una mercería que no hubiera echado el cierre o un zapatero remendón con sus clavos diminutos y su sucio delantal de hule.

La vida ha cambiado tanto, ha dado tantas y tantas vueltas, que a veces no sabe cómo enfrentarla. Todo le resulta muy difícil, cada vez más y más difícil desde que enviudó hace pocos años, desde que perdió a Fina y con ella desapareció la mitad de sí mismo. Incluso las palabras precisas que tiempo atrás recordaba sin problemas, se han tornado huidizas, esquivas. Tarda horas en redactar un atestado inteligible y razonablemente veraz.

Intenta describir con detalle la redada que la tarde anterior se llevó a cabo a pocos pasos del Camp Nou. Apenas avanza y suspira de puro hastío. Interrumpe la redacción del maldito informe por enésima vez para dejar que el santo escape al cielo lo antes posible. El curso de sus pensamientos es difícil de predecir y pasa de una cosa a otra sin orden ni concierto. No puede evitar pensar que si hubiera querido trabajar en un despacho habría tratado de conseguir empleo en un banco cuando todavía estaba a tiempo.

Su madre no le aconsejaba otra cosa.

—Tú, que vales, hijo, colócate en un banco. Un banco es para siempre.

Los paneles de cristal que recubren la comisaría entera le permiten distraer la mirada y fijarla en la calle. No importan ni el velo de polvo ni las marcas de las gotas de una lluvia reciente. Todo es más interesante en las calles.

El padre del inspector Mauricio Tedesco fue un soldado italiano, Franco Tedesco, de los pocos que se quedaron aquí cuando se retiraron sus escuadrones tras haber bombardeado zona republicana. Franco Tedesco se afincó en Madrid por miedo a regresar a Ferrara, ciudad en la que al parecer tenía algún asunto pendiente. Años después se trasladó a Barcelona y conoció a Rosaura Serra, con la que se casó a pesar de la oposición frontal de la familia de la joven, de sólidas convicciones antifranquistas. Solo tuvieron un hijo, Mauricio, que tardó años en llegar, y cuyo nacimiento inminente provocó la espantada de un padre que pasaba de los cincuenta y que sintió un intenso y repentino ataque de nostalgia. Un progenitor que se marchó para no volver. No llegó a sujetar a su hijo en brazos, nunca le ofreció un consejo ni intentó mantener el contacto. Solo recibió de él un apellido remoto y una extraña y perdurable sensación de desamparo. En eso piensa el inspector cuando contempla a un hombre pasear llevando a su hijo de la mano. Ambos parecen felices.

Mauricio pasó media infancia escuchando las amargas quejas de su madre y los reproches de su abuela, filtrando todo su resentimiento destilado y maldiciendo la memoria de un progenitor miserable del que su madre afirmaba que les había arruinado la vida.

Informar sobre una redada que no tiene más objetivo reconocido que amedrentar a los camellos que pasan cocaína y a las prostitutas que tras la pandemia buscan su lugar en las calles, es un puro trámite. Hombres y mujeres de toda latitud y condición pasan unas horas en las dependencias policiales y quedan en libertad tras haberles tomado huellas, datos y comprobado sus papeles. Es lo más aburrido del mundo y uno de los trabajos más inútiles.

Algunas de las mujeres —las más miserables, las más desesperadas, también algunas de las más jóvenes, temerosas ante la amenaza de ser repatriadas— juran en varias lenguas que no volverán a reincidir, que iban camino de su casa o que el hombre les salió al paso, que las acosaba. No les queda otra. Nadie parece creerlas. Alguna, más habituada a este tipo de operativos, consulta el reloj, resopla y maldice porque da la noche por perdida.

Superada la pandemia, a diario se reciben algunas protestas vecinales por prostitución invasiva y por tráfico de estupefacientes en las proximidades del estadio. Les Corts no es uno de los distritos más conflictivos de la ciudad. Apenas hay reyertas con arma blanca ni riñas de todos contra todos, como ocurre en otros barrios, ni robos con violencia, pero sea cual sea el delito, los informes son siempre complicados, mortalmente aburridos y largos como un día entero sin pan.

Aunque le cueste reconocerlo, la evidencia es la evidencia, el inspector Tedesco daría cualquier cosa por ver aparecer en la puerta a un agente con un caso urgente que requiera ausentarse del despacho y dejar por unas horas de buscar las palabras justas. Un crimen, un accidente, un drama en cualquiera de sus manifestaciones.

Fina decía de él que pensaba como un policía y que no dejaba de serlo en ningún momento, que vivía de la tragedia ajena. Cuando quería burlarse de su esposo, y era a menudo, decía que era como un vampiro y que, como los vampiros, Mauricio Tedesco se alimentaba de sangre. El inspector le llevaba la contraria, llegaba a enfadarse con ella, se negaba a reconocer lo que ha acabado siendo un hecho. El tiempo, ese juez inexorable, acaba por poner las cosas en su sitio.

Es un madero y piensa como un madero.

Y como el buen madero se crece en la desgracia ajena.

LUCÍA

Bom… bom… bom.

El chico que atormenta la guitarra no está lejos, sigue sentado con las piernas cruzadas a pocos metros sobre la rampa. La melodía ha adquirido un ritmo algo acelerado, más intenso, subrayado por el golpear de la pelota contra el muro.

Bom… bom… bom.

Daniel parece incansable.

Ahora es el joven el que ha cerrado los ojos para aumentar su concentración mientras la chica, que al abrirlos parece haber cobrado vida, ha abandonado el balanceo y danza insinuante frente a él moviendo los brazos y rizando los dedos.

Bom… bom… bom.

Se mueve de una forma extraña y a Lucía le recuerda a un animal sigiloso, pero no sabría decir a cuál de ellos.

Bom… bom… bom.

Quizás a una serpiente. Mejor aún, a una pantera. Una pantera negra como la de El libro de la selva que tanto le gusta a Daniel. La chica viste de negro de pies a cabeza y lleva en las muñecas pulseras con pinchos e imperdibles. Una sarta de imperdibles enormes le rodea el cuello y pende sobre su ombligo al descubierto. Lucía se fija en que sus labios y sus uñas también son negros.

Bom, bom, bom.

Espera que sus pensamientos no lo sean. Pero la cara de la chica no es de felicidad, ni tan siquiera de un leve bienestar. Sus rasgos, lejos de parecer relajados, están tensos, como en guardia. Su piel muy blanca contrasta con cierta saña con los ojos y los labios ferozmente oscurecidos. Lucía se distrae mirando a la muchacha, que, si bien está en la plaza dels Àngels, no es ningún ángel, no lo parece. Tampoco un diablo. Quizás solo es una chica algo excéntrica, una chica abatida que se mueve rítmicamente con las piernas algo flexionadas, como si siempre estuviera a punto de saltar o de echar a correr.

Bom… bom… bom.

Se mueve más lentamente de lo que reclama la música, como si acabaran de hipnotizarla y otra música, una balada mucho más triste, sonara en su interior solo para ella.

Bom… bom… bom.

Daniel sigue chutando contra la pared. En cierta manera su constancia, su enfurecida obstinación, resultan tranquilizadoras. El ruido confirma la proximidad del niño y le permite distraer la mirada.

Por unos instantes, Lucía olvida a la Maldita Rovira, a Antonio y a Daniel, y solo se fija en la chica que se contorsiona sin el menor rubor. No parece importarle que la miren. Casi nadie lo hace, solo Lucía, que siente cierta forma de envidia. Las uñas negras apartando el aire, los labios también negros entreabiertos, como los de un pez, las piernas cortas y algo separadas, los tobillos gruesos, tobillos de estibador, y la vista en ninguna parte.

Bom… bom… bom.

La pelota se estrella contra el muro a intervalos siempre exactos. Lucía no necesita mirar para saber que su hijo sigue allí.

Bom… bom… bom.

Aposentada sobre la rampa, se cruza el bolso sobre el pecho, saca el paquete de Ducados y enciende un cigarrillo.

Bom… bom… bom.

La chica sigue moviéndose. Ahora hace círculos con un pie en el aire, como si dibujara. El viejo del bastón que grita cerca de su amigo habla ahora de los obispos y de la maldita falta que nos hacen.

—Que aconsejen a su padre —le dice, mientras agita el cayado como si también él fuera un pastor de almas. La espalda de su amigo sigue exageradamente arqueada, cruelmente deformada por la enfermedad. No ha dejado ni por un momento de mirar las losas de la plaza. Resignado a no perder de vista el suelo, el hombre asiente y calla—. Que aconsejen a su padre, si saben quién es —añade el del bastón en alto, y ríe su propio chiste. Le faltan algunos dientes.

Bom… bom… bom.

—Que no, Paula, que no. Que no me vengas con tonterías. Si no quieres jugar, no juegues. Si no quieres patinar, no patines, por mí como si te sientas en un rincón. Si quieres te los quitas, nos vamos a casa y sanseacabó, pero dar la murga, hija mía, eso sí que no. Eso sí que no, Paula, cariño, que estoy baldada.

Una mujer discute con su hija a pocos pasos. Ambas acaban de llegar y la madre busca con la vista un lugar en el que dejar pasar el rato.

Bom… bom… bom.

Daniel sigue maltratando la pared.

—Y es que no son horas —repite la mujer cuando la niña ya se aleja.

Y Lucía puede entenderla perfectamente aunque solo sea media tarde. No son horas. Lo que ella daría por estar en su casa, en su máquina de coser, con Daniel a su lado pasando una y mil veces las bolas de madera de su juego preferido. Un juego de contar. 1, 2, 3… 56, 57, 58… Terco, extrañamente obstinado, como si no se tratara de un juego, sino de una disciplina infernal.

La mujer carga con una mochila y con dos bolsas repletas del supermercado, sostiene su chaqueta y la de su hija colgando de su antebrazo y con la mano derecha sujeta los zapatos que la niña se ha quitado momentos antes para calzarse un par de patines de color morado y rosa.

Resopla y se apoya contra el desnivel, muy cerca de Lucía.

Bom… bom… bom.

Tiene cara de cansada, no sonríe, parece irritada. Lucía reconoce la fatiga en su enfado. También ella le habla así a Daniel cuando no puede más. Dos medias lunas oscuras festonean sus párpados inferiores. La mujer suspira ostensiblemente. Parece exhausta.

Bom… bom… bom.

Paula se aleja enfurruñada en dirección a un grupo de niñas a las que les explica lo injusta y malvada que es su madre, mientras esta se libera trabajosamente de tanta carga.

Bom… bom… bom.

Daniel continúa castigando a conciencia la pared.

—¿Tienes fuego? —le pregunta a Lucía la mujer que se ha desprendido ya de bolsas y mochila y las ha alineado sobre la rampa, junto al vestido color nubarrón que sigue en su funda—. ¿Tienes fuego? —insiste, mientras se encarama para sentarse y se lleva la mano al bolsillo de una americana ligera y de mal corte.

Lucía, que no puede dejar de fijarse en esas cosas, le tiende el mechero con una media sonrisa mientras apura su cigarrillo y mira el reloj. Queda apenas un cuarto de hora.

Bom… bom… bom.

—Estos críos se han creído que estamos aquí para servirles. Como si yo no tuviera otro trabajo. A la mía solo le falta un látigo —explica la mujer, mientras, con una mueca, comprueba que el fuego ha prendido y que su hija esquiva un patinete eléctrico con más fortuna que pericia—. ¡Dios bendito!

Bom… bom… bom.

Lucía asiente. No abre la boca. No le gusta dar explicaciones ni acostumbra a hablar de Daniel. Es complicado, demasiado cansado, prefiere escuchar. Lucía no se entera de todo lo que dice y se limita a cabecear a modo de conformidad.

Bom… bom… bom.

La mujer viste una americana holgada y negra sobre el pantalón oscuro. Es evidente que acumula unos kilos de más en las caderas y en torno al vientre y que no ha encontrado mejor manera de disimularlos. El cabello, rojizo y ralo, es mucho más oscuro en las raíces. En el cigarrillo ha quedado el rastro del pintalabios que es de un rojo intenso como la sangre fresca.

Bom… bom… bom.

—Pretende que invite a todas sus amigas a merendar. ¡Hay que joderse! He salido de casa con el sol y todavía no he llegado. Estoy como para ponerme a recoger muñecas y platos por los rincones. Demasiadas películas.

Bom… bom… bom.

—Un día de estos me pide que invite a los padres a una barbacoa o que prepare una fiesta de pijamas. Como si lo viera —continúa con sorna, mientras deja el aire sembrado de anillos de humo.

Bom… bom… bom.

No parece esperar respuesta. No la necesita.

—¿Y el dinero? —pregunta. Pero no es una pregunta. Lucía lo sabe y no se molesta en contestar—. Es como si el dinero creciera en los árboles. La mía solo sabe pedir. Tiene una boca que ni los frailes.

Bom… bom… bom.

Lucía asiente de nuevo, lo hace por educación, para no desairarla, pero no puede evitar pensar que sus problemas le bastan y le sobran y que los de la mujer difícilmente conseguirán impresionarla. Además, Daniel no acostumbra a pedir muchas cosas y jamás ha traído un amigo a casa. Qué más quisiera.

Bom… bom… bom.

Ni a un amigo ni a nadie. Pero Lucía asiente sin perder de vista el vestido que bajo su funda transparente tiene ya el mismo color que el cielo, un cielo encapotado al que acaba de echarle una mala mirada. Solo faltaría un aguacero para acabar de complicarle la vida.

—¡Si se echa a llover se ha acabado la plaza, los patines y la Biblia en verso! —exclama la mujer.

Lucía, sin perder de vista el cielo, asiente y calla. Lo hace por pura educación. ¿Explicar su vida a la primera mujer que se le pone a tiro? Desde luego que no. Ni pensarlo. No sabría por dónde empezar. Quizás empezaría por hablarle de Daniel.

Bom… bom… bom.

A falta de amigos, en más de una ocasión les han aconsejado la compañía de un animal, un perro afable, un cachorro dócil para que ambos, niño y animal, crezcan juntos. Con los animales establecen lazos que se nos escapan, les han asegurado alguna vez. No es nada seguro, no siempre funciona, pero por probar…

Bom… bom… bom.

Antonio no quiere ni oír hablar de perros y ella prefiere no meter animales en un piso que es como un puño. No quiere más trabajo, ni más obligaciones.

Bom… bom… bom.

Si algo le sobra son obligaciones.

—Dicen que los niños son peores, que no paran quietos y que están siempre con la pelota. Yo, con una cría repelente como la que me ha tocado, voy servida —continúa la mujer, que es capaz de fumar, hablar y pensar sin dejar de controlar cada uno de los movimientos de su hija y de echar un vistazo alusivo a Daniel, que, a poca distancia, no ha dejado ni por un momento de chutar contra la pared con todas sus fuerzas.

Bom… bom… bom.

—A mí solo me faltaría eso, una pelota —añade.

Bom… bom… bom.

—Es mi hijo.

Y Lucía no consigue evitar que su voz suene a advertencia.

—Guapo, un niño bien guapo. Necesitan moverse, ¿verdad? Es lo que tienen los niños, que no saben parar. Tengo una amiga que…

Lucía asiente. Daniel es un niño guapo, muy guapo. Una preciosidad silenciosa. Y es cierto, lo necesita, necesita moverse, necesita una pelota, su pelota, no cualquier pelota. Y una pared contra la que estrellarla varios centenares de veces a intervalos exactos. Meterlo en casa cuando sale del centro es una tortura para todos, sobre todo para él. Por eso Lucía detesta la lluvia, porque cuando llueve no hay pelota, ni pared, ni descanso para nadie.

Bom… bom… bom.

Un par de monjas de piel oscura que visten de corto, peinan el pelo crespo en una cola baja y llevan en el cuello un rosario de madera pasan muy arrimadas a la pared del convento, justo entre Daniel y el muro que amarillea. Intercambian sonrisas con complicidad. Parecen buenas amigas. Probablemente lo son.

Bom… bom… bom.

Caminan despacio, charlan, sonríen y enseñan al mundo unos dientes blanquísimos. Daniel no altera el ritmo y sigue chutando.

Bom… bom… bom.

—¡Daniel, para! —chilla Lucía.

La advertencia llega demasiado tarde. La pelota amenaza a la más joven a la altura de la ingle. La muchacha insinúa un grito y se protege con las manos que ambas traen cruzadas sobre el vientre para amortiguar el chute. Pasado el susto, se santigua y sigue andando. Su compañera se detiene un instante y lanza a Daniel una mirada afilada capaz de atravesar los gruesos muros del museo cercano.

Daniel no la mira, no se inmuta.

Bom… bom… bom.

Lucía se sobrecoge y calla. Suspira y da gracias a quien corresponda porque las cosas no hayan ido a mayores. La monja indignada se reúne con su compañera, que ya sigue su camino y que ha vuelto a cruzar las manos esta vez a la altura de su ombligo.

Bom… bom… bom.

—Y con los maridos no puedes contar para nada. Yo no sé el tuyo, pero el mío es un inútil, y no es de los peores, el pobre. Él dice que hace lo que puede, pero puede poco. Eso o es que no da para más.

Lucía la oye hablar mientras apaga el cigarrillo contra el suelo. Se refiere ahora a una de sus amigas cargada de hijos y de deudas a la que el marido acaba de abandonar.

Bom… bom… bom.

—El muy cabrón tiene una frutería y se ha puesto a vivir con una de las dependientas. Y ella en la inopia. ¡Hay que joderse!

Las 17:49. Unos diez minutos más, calcula Lucía.

Un suspiro.

Bom… bom… bom.

NELSON

A César Nelson Freire todo el mundo lo llama Nelson en una muestra de desprecio absoluto por el escalafón. Lo de bautizarlo como César Nelson fue idea de su madre, Micaela Freire, que consideró que para haber nacido chiquito y en los huesos mandaba más que un almirante, casi como un emperador. Y, aunque barajó la posibilidad de cristianarlo como Augusto Napoleón, acabó por prevalecer la primera intención, la mejor: César Nelson Freire.

Casi como un emperador, el emperador de su casa, un piso de treinta metros cuadrados en la Riera Baixa, en el corazón del Raval, junto a una tienda de telas y accesorios para la danza del vientre. Durante unos años, ambos compartieron la vivienda con una tía de la criatura. La tía Karen, la hermana menor de Micaela. Karen se marchó en cuanto pudo no sin haber insinuado que el «joven emperador», mal que le pesara, y le pesaba mucho porque era el único sobrino que tenía a este lado del Atlántico, era francamente insoportable. Un déspota diminuto al que mejor habría sido llamar Nerón, o Calígula, o, en su defecto, cualquier tirano de teleserie habría servido.

Karen no se lo pensó dos veces. Cambió el piso de su hermana por uno algo mayor que compartía con otras cuatro mujeres. Ninguna de ellas tenía hijos en las proximidades, pero algunas habían reunido una vasta prole transoceánica. En cuanto pudo, Karen se decidió, hizo la maleta y pasó —sin pensárselo dos veces— a tender un colchón sobre el suelo entre el lavabo y la cocina y a utilizar por turnos fogones y retrete. Todo a cambio de una noche entera de descanso.

El piso entero de Micaela Freire, un tercero en el número 1 de la Riera Baixa, se colmaba día y noche con el llanto de una criatura de mal conformar que no dormía nunca cuando tocaba hacerlo y al que el pediatra se limitaba a diagnosticar acumulación de gases. El ritmo cambiado, pobrecito, decía su madre, y lo disculpaba así cuando el llanto arreciaba de madrugada y desbordaba las tres únicas ventanas de la vivienda y el hueco que daba al patio de vecindad. Y, aunque aquello era un no vivir, y Micaela apenas conseguía dormir un par de horas seguidas, nadie la oyó quejarse.

Le pesaban los pies, la cabeza, los brazos, los párpados. Se pasaba el día bostezando y andaba siempre medio arrastrándose con su bata azul, sus guantes de látex y sus deportivas de trabajo de una casa a la siguiente. Pero nadie oyó de sus labios un lamento. Tampoco le puso nunca a su hijo la mano encima.

Y no le faltaron ganas.

Pero, por fortuna, no hay mal que cien años dure. Eso es lo que dicen. Nelson dejó de llorar y alargó las horas de sueño. Ahora madre e hijo ocupan el piso a solas y en una paz relativa. Ella en la única habitación, y Nelson en un sofá-cama que Micaela abre al caer la noche encajándolo entre la mesa del comedor y la ventana. Por eso, cuando la maestra preguntó, por curiosear, qué alumnos tenían televisor en su habitación, Nelson, sin faltar a la verdad, levantó el brazo. Un televisor, y de los grandes.

Hace años que ya no brama a medianoche como alma en pena. Ya no golpea las paredes con lo primero que pilla, como aprendió a hacer tras conseguir alzarse y poner un pie detrás de otro. A pesar de ello, Micaela no ha dejado de recorrer su piso sin hacer el menor ruido. Se ha acostumbrado a escuchar la radio muy bajita y a llevar siempre el móvil colgado de su cuello. Se habituó cuando Nelson era un bebé y ella no tenía dinero para un televisor. Utilizaba auriculares y caminaba descalza para no despertar a su hijo cuando este parecía dormir.

En el presente, Nelson no soporta bien las tardes a solas en un piso desierto esperando a que Micaela llegue derrengada, rota. Por eso, a sus escasos diez años, pasa horas en las calles y en las plazas del Raval en busca de partidos de fútbol improvisados, participando en torneos espontáneos que se acaban en un suspiro y sumándose a todas y cada una de las justas deportivas que se organizan en la vecindad. Disfruta como nadie de la libertad que le otorga la ausencia de su madre.

Nelson asiste a la escuela diariamente con cierto desinterés y consigue pasar casi desapercibido. No se significa, ni para lo bueno ni para lo malo. Lo hace por ella, por su madre, porque ella confía en su hijo y no necesita más problemas de los que ya tiene.

Micaela cree ciegamente que Nelson tendrá un futuro mejor, un trabajo mejor, una casa mejor que ofrecer a sus hijos que serán sus nietos si la vida y los santos acompañan. Y si en el aula no destaca, en el patio de la escuela las cosas son muy diferentes.

Nelson sigue siendo un chico muy bajito para su edad, de tez cobriza y escasa corpulencia, pero sobre la pista de cemento no conoce rival, es una centella. Siempre es uno de los primeros en ser elegido si se tercia jugar un partido. Todos saben que se esmera hasta las últimas consecuencias por atrapar un balón, driblar a un contrario o encajar entre los palos una vaselina de manual.

Y a menudo lo consigue. Algunos han empezado ya a llamarlo «la pulga». Nelson no recuerda mayor felicidad.

¡La pulga!

No hay día que no llegue a casa señalado. Un golpe en el codo, un rasguño sangrante en la rodilla, una mano dislocada, un tirón en la pierna, la insinuación de un esguince. Le pierde el fútbol, juega a básquet como el mejor de los bases y es hábil si la actividad propuesta requiere una carrera, un esprint, un buen salto o un quiebro efectuado a la velocidad de la luz.

En busca de un par de críos y de una pelota en solfa, Nelson ha olvidado la mochila escolar sobre la mesa, ha cogido de una caja de cartón un puñado de galletas y separado un trozo de chocolate de la pastilla que Micaela ha dejado sobre la mesa. Se dispone a remontar la Riera Baixa hasta alcanzar la calle del Carme. Las instrucciones de Micaela son claras y precisas, no dan pie a error ni margen al malentendido. En su ausencia intenta alejarlo a toda costa del sur del Raval, el corazón del antiguo Barrio Chino. A su entender, lo peor de lo peor.

—Si has de salir tú, tira siempre hacia arriba, hijo, hacia Pelayo, hacia la plaza de Catalunya, que no me entere yo que bajas de la calle Hospital. Que no me entere yo, Nelson, que no me entere.

Y así era. Efectivamente, Micaela no se había enterado nunca.

Nelson conoce el Raval en toda su extensión como la palma de la propia mano. Pasa tardes enteras de una plaza a la siguiente, de los jardines del Doctor Fleming a la plaza de les Caramelles o al sombreado patio de la Biblioteca de Catalunya. Conoce bien la rambla del Raval y muy a menudo patea Nou de la Rambla de punta a rabo, de la rambla de les Flors al Paral·lel. De hecho, hasta lo reconocen los mossos d’esquadra que patrullan por parejas las callejas del Barrio Chino. Algunas de las prostitutas varadas en Sant Ramon, en Marquès de Barberà, o en algunos de los oscuros pasajes en los que no hay salida para nadie, lo saludan al paso y alguna, a la vista de sus ojos como dos carbones, hasta le envía un beso que impulsa aire a través con un soplido.

—Guapetón, morenazo.

Que no me entere yo, repetía Micaela. Y no se enteraba. De haberlo hecho, Micaela se hubiera puesto a temblar de puro miedo, se le habría contraído el estómago hasta convertirse en una dolorosa bola en el centro del cuerpo y quizás hasta se hubiera desmayado del susto al verle corresponder con una sonrisa a las mujeres que se le insinuaban ya en mitad de la calle a pesar de no tener más que diez años y una carencia evidente de recursos para costearse sus favores. A pesar de todos los pesares.

Con las llaves del piso colgadas del cuello, Nelson ha tirado hoy hacia arriba, hacia Pelayo, tal y como le aconseja su madre cada mañana antes de desaparecer en un santiamén escaleras abajo con la bata azul ya puesta para ganar tiempo. Comprueba con desencanto que ni en la plaza de Maria Aurèlia Capmany ni en la de Joan Amades se presenta la menor oportunidad de un par de chuts en compañía. Cruza Pedró de la Creu y echa un vistazo a la plaza de les Caramelles en la que todo son críos pequeños de los que no sirven ni para marcarse unos pases.

Apurando la tarde, se acerca hasta la plaza dels Àngels.

No le gusta la plaza, es una plaza rara, llena de entradas, de salidas, de rincones. Le marea tanto movimiento. Prefiere los espacios más pequeños, se dejan conocer mejor. Gente que pasa por todas partes, cochecitos de bebé, skaters, bicicletas, hombres y mujeres que protestan airadamente aunque la pelota ni les haya rozado y que le repiten mil veces que no es lugar para chutar.

Bom… bom… bom.

Pero es una plaza grande y cabe tanta gente que siempre acostumbra a encontrar un par de chavales de su misma edad y parecida y solitaria condición con los que pasarse el balón hasta el hastío.

Bom… bom… bom.

Y así es, contra uno de los muros color ocre opuestos al Museu d’Art Contemporani, un chaval de parecida estatura machaca a solas una pared. Bom… bom… bom. Es la pared de uno de los edificios cuya utilidad Nelson desconoce por completo. A Micaela no le gustaría saber que profana a pelotazos las paredes de un lugar sagrado, pero Micaela no se entera, nunca se entera.

Nelson se acerca al chico, se sitúa a pocos metros, cruza las manos a la espalda y aguarda a que se canse o se detenga.

Bom… bom… bom.

Espera que lo mire en algún momento para preguntarle si quiere que jueguen juntos. Normalmente basta con esperar muy cerca, la vista fija en el balón y cara de deseo. Siempre acaban por preguntar y Nelson es cauteloso y borda las aproximaciones.

Sin embargo, el chico no hace nada parecido. Sigue chutando con la vista al frente.

Bom… bom… bom.

Sin parar, sin alterarse. Siempre con la misma intensidad, en la misma dirección, con una puntería notable resultado de meses y meses de esforzada práctica. Absorto.

Bom… bom… bom.

—¿Puedo? —pregunta Nelson, acercándose al chico, que se limita a seguir chutando y que no lo mira.

No parece haberle oído.

Bom… bom… bom.

—¿Puedo? —insiste, señalando la pelota y situándose a un par de pasos por si el chico en realidad no le hubiera entendido. Quizás no oye bien.

Nelson comprueba que es algo más alto y un poco más robusto que él. Casi todos sus compañeros, incluso los de los cursos inferiores, son más altos y fuertes que Nelson. Lleva años constatando que es pequeño para su edad, pero raramente son más veloces.

Bom… bom… bom.

El chico que chuta no responde. Ni pestañea.

Nelson decide esperar un poco más, aunque se siente algo incómodo viendo ir y venir una pelota y sin poder ni tocarla.

Booom.

La pelota roja se estrella contra el muro con más fuerza de la habitual. Quizás el chico ha visto a Nelson y se ha alterado. Acaba de lanzar un cañonazo que, de haber pillado a un viejo o a un niño, probablemente lo habría tumbado sin remedio.

Rebota la pelota en la pared y lo hace ligeramente desviada respecto a la trayectoria de anteriores trallazos y Daniel no puede volver a chutarla. La pelota ha regresado como una bala, pero no lo ha hecho a los pies de Daniel como acostumbra, sino algo más allá, muy cerca de Nelson. La pelota lo rebasa y se aleja en dirección al museo.

Nelson echa a correr con la intención de recogerla y de renovar su ofrecimiento. ¿Puedo? Se muere de ganas de probar lo que es capaz de hacer con una pelota tan ligera. Corre, se agacha, recupera la pelota y en un santiamén la tiene en sus manos y se encamina hacia Daniel con la intención de proponerle un partido a dos. No es que a Nelson le guste jugar contra un solo adversario, pero no parece haber otra posibilidad en las inmediaciones.

Daniel, que ha permanecido paralizado y confuso durante unos instantes siguiendo la imprevisible deriva de su pelota roja, echa a correr en dirección a Nelson y lo hace bruscamente, como en un arranque. La expresión de su cara no es tranquilizadora, de hecho casi no hay expresión, pero hay algo en el chico, algo en sus ojos, en sus labios apretados, en su forma acelerada de respirar, que alarma a Nelson, que sostiene la pelota sin acertar a comprender.

Daniel tiene las manos cerradas y algo adelantadas y corre hacia Nelson con todas sus fuerzas y la mirada en llamas, como si le fuera la vida en ello.

Daniel corre y Nelson, sin saber muy bien cómo ni por qué, siente miedo del chico que a punto está de abalanzarse sobre sus huesos. Corre y escapa como una exhalación sin soltar la pelota y con el corazón en un brinco.