Será nuestro secreto - Empar Fernández - E-Book

Será nuestro secreto E-Book

Empar Fernández

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Noa, una tímida adolescente de catorce años, desaparece tras una función escolar en el exclusivo colegio privado Sain Michael's School, al que acuden los hijos de los miembros más destacados de la alta burguesía barcelonesa como el empresario, y padre de Noa, Víctor Renom. Cuando se hace evidente que Noa, una chica singular, no ha huido de casa, el subinspector Mauricio Tedesco pasa a encargarse del caso. Con su flema, sus silencios y su desencanto, se sumergirá en una trama que se irá enredando cuando comience a hacer preguntas y a descubrir todos los secretos que se esconden tras la apariencia, brillante e impoluta, de unas vidas expuestas al lujo y a la despreocupación, pero que también ocultan envidias, desamores e, incluso, la frustración de los deseos incumplidos. Con una prosa directa, limpísima, siempre elegante y en ocasiones inusitadamente incisiva y poética, Empar Fernández desentraña, con el escalpelo de una mirada asombrosamente observadora, la maraña de anhelos, ambiciones y hambre de poder que mueve a unos personajes a los que retrata, sin embargo, con una gran dosis se verdad no exenta, por momentos, de delicadeza, ternura y hasta compasión. En esa mezcla de desencanto y verismo, de realidad incisiva y, sin embargo, ausencia de rencor lo que hace de esta novela coral, al amparo de una trama criminal adictiva, una crónica asombrosamente ágil y certera de una élite atrapada en los demonios de su propia decadencia.

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Empar Fernández (Barcelona, 1962). Es profesora de Historia en un instituto público, columnista ocasional y novelista. En solitario ha publicado tanto novela negra con títulos como Sin causa aparentey la Trilogía de la culpa (La mujer que no bajó del avión, La última llamada y Maldita verdad, -nominada al premio Hammet y ganadora del Tenerife noir y del Cubelles Noir-) como novelas que abordan episodios de nuestra historia contemporánea Hotel Lutecia y La epidemia de la primavera, nominada al premio Espartaco a la mejor novela histórica.

 

Noa, una tímida adolescente de catorce años, desaparece tras una función escolar en el exclusivo colegio privado Sain Michael's School, al que acuden los hijos de los miembros más destacados de la alta burguesía barcelonesa como el empresario, y padre de Noa, Víctor Renom.Cuando se hace evidente que Noa, una chica singular, no ha huido de casa, el subinspector Mauricio Tedesco pasa a encargarse del caso. Con su flema, sus silencios y su desencanto, se sumergirá en una trama que se irá enredando cuando comience a hacer preguntas y a descubrir todos los secretos que se esconden tras la apariencia, brillante e impoluta, de unas vidas expuestas al lujo y a la despreocupación, pero que también ocultan envidias, desamores e, incluso, la frustración de los deseos incumplidos.

Con una prosa directa, limpísima, siempre elegante y en ocasiones inusitadamente incisiva y poética, Empar Fernández desentraña, con el escalpelo de una mirada asombrosamente observadora, la maraña de anhelos, ambiciones y hambre de poder que mueve a unos personajes a los que retrata, sin embargo, con una gran dosis se verdad no exenta, por momentos, de delicadeza, ternura y hasta compasión.En esa mezcla de desencanto y verismo, de realidad incisiva y, sin embargo, ausencia de rencor lo que hace de esta novela coral, al amparo de una trama criminal adictiva, una crónica asombrosamente ágil y certera de una élite atrapada en los demonios de su propia decadencia.

Será nuestro secreto

 

 

Será nuestro secreto

EMPAR FERNÁNDEZ

 

 

BARCELONA-2022

Primera edición: febrero del 2021

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ València, 241, 4.º

08007 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© 2022, Empar Fernández

© de la presente edición, 2022, Editorial Alrevés, S.L.

ISBN: 978-84-18584-29-9

Código IBIC: FF

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Desapareció sin más… Como un puño al abrir la mano.

DASHIELL HAMMETT,

El halcón maltés

… cuando ocurre una tragedia todos tendemos a suponer que quien la sufre es diferente. Especial. Que hay algo en él o en ella que lo convierte en el tipo de persona a la que le suceden cosas malas. Porque la alternativa, el hecho de que las cosas malas puedan sucederle a cualquiera, y en cualquier momento, resulta impensable.

EMMA FLINT,

Muertes pequeñas

VIERNES

NOA

Ya no queda nadie en la sala de actos cuando Noa la abandona con el violín en su funda y las partituras bajo el brazo. Muchos de los asistentes han querido felicitarla personalmente, le han estrechado la mano y en un gesto de cariño le han revuelto el cabello negro y tan lacio que ha regresado de inmediato a su lugar. Por eso, y porque no encontraba su abrigo por ninguna parte, ha tardado tanto en poder salir. La profesora la espera en el vestíbulo para apagar las luces y cerrar las puertas de la sala mientras Noa dobla las partituras y las guarda en el abrigo rojo del uniforme escolar.

—Hasta el lunes. Y muchas felicidades. Has tocado muy bien. Has nacido para tocar a Mozart. Sabía que no me equivocaba al asignarte la sonata 21. Lo sabía —añade felicitándose a sí misma.

A pesar de que los aplausos han sido generosos y de que está satisfecha de su interpretación, las palabras de la profesora no le arrancan una sonrisa. Para desconcierto de cuantos la conocen Noa apenas exterioriza nada. Solo en algunas ocasiones, cuando está con sus amigas y lejos de los adultos, deja entrever alguna emoción. Nada estridente. Una sonrisa compartida o un leve gesto de indignación o de enfado. Eso es todo. Raramente una risa despreocupada. Tiene un control absoluto. Su rostro, redondeado y pálido como el pan sin hornear, es el de una adolescente impasible. Sus ojos rasgados, dos grandes ojales abiertos en un cutis perfecto, no permiten comprender cómo se siente.

—Gracias. Hasta el lunes —responde a media voz con la mirada baja y el negro flequillo acariciándole la frente.

Los últimos coches desfilan ya en dirección a la Diagonal cuando sale al exterior. Noa observa la larga hilera de luces traseras encendidas. Hace horas que ha anochecido sobre Barcelona y una brisa helada sube desde el mar hasta las estribaciones de Collserola. Un escalofrío recorre la espalda de Noa como si una lagartija diminuta la cruzara de parte a parte. Hunde la cabeza entre los hombros y parece más pequeña y mucho más frágil de lo que es.

La profesora la saluda con la mano antes de cerrar la verja que impide el acceso al centro y situarse al volante escapando así al relente del anochecer.

Noa comprueba el móvil. El mensaje de mamá le aconseja que regrese con Vivi. Raúl, su hermano, tiene unas décimas y no se moverán de casa. No podrá ir a buscarla.

Lo siento, cariño. No voy a sacarlo de casa con fiebre.

Te quiero.

Pero Vivi, Viviana Alarcón, la primera en la lista de clase, no toca ningún instrumento, detesta las clases de música, no ha participado en el concierto y, desde luego, tampoco ha asistido como público. Difícilmente podrá llevarla a casa. Se lo ha dicho mil veces, pero hay detalles que su madre no consigue recordar. Asegura que tiene demasiadas cosas en la cabeza y Noa quiere creer que es verdad, pero siempre recuerda todo lo que concierne a Raúl.

Tampoco puede regresar con Chantal que ha cantado una de las primeras piezas. En el coche de su amiga, uno de los últimos en arrancar, no cabía una aguja. Padres y hermanos han asistido al concierto y ocupaban todas las plazas. En otras circunstancias los padres de Chantal la habrían acompañado hasta casa, pero Noa no se ha atrevido ni a acercarse. Desde la distancia su mejor amiga la ha mirado, ha sonreído, ha aplaudido sin ruido y, frunciendo los labios, le ha enviado un beso. Ha sido su manera de despedirse antes de ocupar uno de los asientos traseros y desaparecer camino de su casa.

Noa no tiene más amigas.

En el exterior del centro no queda casi nadie. Ni Gabriel, el conserje, que vive en una casa anexa al polideportivo. Nadie.

La noche es desapacible, hace frío y no tardará en llover. Padres, alumnos y profesores desaparecen sin perder tiempo.

A Noa le duele que su madre no haya previsto que se encontraría sola. Siente rabia, está enfadada y dolida y piensa en cómo hacerle saber que está muy disgustada. Apenas responderá cuando al llegar a casa Aitana quiera saber cómo ha ido el concierto, quizás incluso se niegue a cenar. Eso estaría bien. Desde luego no le explicará que todos la han felicitado y que su tutora la ha abrazado emocionada. Se encerrará en su habitación y no responderá cuando le pida que abra. Eso le dolerá, está segura. Chantal lo hace a menudo, pasa horas sin hablar con nadie. Su madre siempre acaba por disculparse.

Noa echa a andar estrechando la funda del violín contra su pecho. Ha de caminar hasta alcanzar la Diagonal, localizar en la gran avenida la parada de autobús y esperar que llegue el que le conviene. Podría pedir un taxi, pero solo lleva cinco euros y sabe que cuestan una pasta. Además, quizás a mamá no le parezca bien. Sabe que no quiere que se comporte como una cría consentida. Aitana no siempre está de buen humor y a veces Noa no sabe qué pensar. Cuando Raúl está enfermo su madre pierde el mundo de vista, se transforma. Si se trata de Raúl el resto del mundo deja de importar.

Si Víctor Renom, su padre, no estuviera de viaje en el sur de Francia, la habría venido a esperar, le habría estampado un par de besos y ahora estarían ya llegando a casa. Quizás incluso habría asistido al concierto y seguro que la habría felicitado. Él se declara un inútil y admira su facilidad para tocar un instrumento, se lo ha dicho más de mil veces. Muchas más. A Noa le encanta oírlo.

En la pendiente que la acerca a la ciudad la acera es ancha y las farolas están muy distanciadas y Noa Renom, que viste todavía el uniforme gris y rojo del Saint Michael’s School y carga con el violín, camina tan deprisa como puede. Una silueta diminuta en mitad de la nada. Alguna vez ha bajado la misma cuesta de la mano de Chantal, ambas con los brazos extendidos como si fueran a despegar en cualquier momento. Siempre ha sido divertido. Ahora aprovecha el desnivel para coger velocidad.

Unas gotas grandes como monedas antiguas se estrellan contra la acera y retumban en la funda del violín. Son pocas, pero suenan como pisadas a su alrededor. Una de ellas se desliza frente abajo hasta su nariz. Quisiera retirarla, pero no puede detenerse. No a oscuras y a solas. Se estremece y aprieta el paso. Corre casi sin tocar el suelo, como si volara. No hace el menor ruido. Es menuda y ágil y avanza muy deprisa. Desde que era pequeña Víctor la llama «su ratita» porque es rápida y silenciosa. Siguió haciéndolo cuando comprobó que la niña llegada de muy lejos sumaba años, pero apenas crecía, cuando constató que habiendo alcanzado la pubertad Noa continuaba pareciendo una criatura de corta edad y que siempre se movía con cautela.

Lo hace con cariño, pero ella preferiría algo más poético, algo relacionado con flores, mariposas o deslumbrantes estrellas que cuelgan del cielo. Aun así, adora que Víctor la llame «su ratita».

Nadie camina delante de Noa, tampoco se cruza con nadie. Solo un par de coches la adelantan sin detenerse. No queda ni un alma en las proximidades. Está completamente sola en unas calles en pendiente en las que no hay ni cafeterías, ni tiendas ni restaurantes. Por no haber no hay ni edificios de viviendas, solo algunas casas muy alejadas unas de otras y cercadas como pequeñas fortalezas. Calles desiertas de zona alta. Por no haber apenas hay luz que ayude a caminar.

La lluvia arrecia y la humedad traspasa las suelas de sus zapatos y alcanza ya sus tobillos. Noa tiembla de frío bajo el aguacero y sacude la cabeza cuando decenas de gotas alcanzan su rostro y se abisman cuello abajo. Tiembla. El agua empapa ya su abrigo y la funda del violín. Siente el corazón acelerado cuando enfila el último tramo, el que desemboca en la gran avenida, y unas irreprimibles ganas de llorar. Piensa que, empapada como está, nadie reparará en sus lágrimas.

Sigue corriendo y divisa ya la Diagonal y en ella los coches que circulan en ambas direcciones y las ristras de luces de Navidad. Son luces doradas que simulan campanas, estrellas y bolas decorativas. Suspira aliviada. Falta poco para llegar, apenas un par de minutos.

Un automóvil se acerca por su espalda, avanza despacio en la misma dirección que Noa. Puede oír el motor del vehículo que se aproxima y distinguir en la calzada el haz de luz cada vez más poderoso barriendo el asfalto. Se estremece al advertir que disminuye su velocidad y que casi se detiene.

No se atreve a mirar.

Aprieta el paso. Falta muy poco.

El vehículo se sitúa a su altura. Puede oír el siseo que hace la ventanilla del copiloto al bajar. El coche avanza junto a ella, a su misma velocidad. Llueve intensamente. El agua ha calado ya el abrigo rojo de paño y ha entrado en sus zapatos. Noa chapotea al andar.

Corre.

Cuando apenas faltan unos metros para llegar a la avenida, el coche se sitúa justo delante de Noa que se asusta y reprime un grito. El motor continúa encendido. La persona al volante se inclina y acciona la puerta del copiloto que se abre sobre la acera y casi le cierra el paso. Llueve a cántaros y no hay nadie en las proximidades.

Noa está a punto de tropezar y dar de bruces contra la acera. Trastabilla, resbala y se recupera casi sin aliento. Ha estado a punto de dejar caer la funda del violín. Cuando se endereza sigue sujetándola contra el pecho como si así pudiera retener el corazón para que no escape. No se detiene. Intenta sortear la puerta abierta del vehículo.

Está tan cerca.

Una voz reclama su atención.

—Noa.

AITANA

Debería haber llegado a casa a la hora de cenar, quizás algo más tarde si el concierto se alargaba con algún bis. Ha pasado mucho tiempo. Demasiado. Aitana ha llamado a su móvil decenas de veces y siempre en vano. Apagado o fuera de cobertura. Ha telefoneado a Vivi y a Chantal, ninguna de ellas sabe dónde está Noa, tampoco han hablado con ella en las últimas horas. Ni un mensaje ni una perdida. Nada. Ya no sabe a quién preguntar. No encuentra explicación y no se atreve a pensar en lo que le puede haber ocurrido. Tampoco en lo que Víctor pensará cuando se entere.

Chantal le ha explicado que la vio por última vez a la puerta del Saint Michael’s School cuando ya no quedaba casi nadie. Ha recordado que salió la última porque su solo era la pieza final, que estaba sola y que pensó que esperaba que la vinieran a recoger. Se ha disculpado entre lágrimas al saber que su amiga no había llegado a casa.

—No pensé que se quedaba sola. No me dijo nada. No lo sabía. Todos me felicitaban, todos me… No lo pensé. Lo siento, lo siento mucho. Nuestro coche iba lleno y no lo pensé… —ha repetido con la voz quebrada—. Creí que esperaba a su padre como otras veces, él siempre… No le pregunté. Si hubiera sabido que no…

Aitana no quiere escuchar más.

También ha hablado con su madre, con Sylvie Bertrand, que le arrancado el teléfono a su hija y se ha disculpado con aquel acento made in Paris que recalca a conveniencia para señalar un interés especial o alguno de sus siempre complejos estados de ánimo. Un acento algo impostado que Aitana ha empezado a detestar. Desolée, ha añadido antes de que Aitana, aparcando la cortesía, haya colgado sin despedirse.

Vivi no ha asistido al concierto. Nunca lo hace. Aitana lo ha recordado demasiado tarde. Su madre, Carlota, le ha preguntado a su hija si sabía dónde estaba Noa. Vivi ha respondido con una negativa.

—Ni idea.

No viven lejos y Carlota se ha ofrecido amablemente a quedarse con Raúl. La velada insinuación de su amiga, que ha sugerido que debería acudir a la policía, ha hecho que la voz se le llenara de lágrimas y que apenas pudiera seguir hablando. Se ha limitado a dar las gracias antes de cortar la comunicación.

Noa sigue sin llegar a casa y sin responder a sus llamadas. Apagado o fuera de cobertura. Aitana espera lo peor. Y ni tan siquiera sospecha qué es lo peor. Piensa en llamar a los hospitales, pero decide esperar a Víctor. No tardará en llegar. Acaba de llamarle y le ha hecho prometer que lo dejaría todo para regresar cuanto antes, que conduciría sin detenerse desde Perpignan hasta llegar a casa. No quiere estar sola. No puede. Siente demasiado miedo. Víctor le ha asegurado que apenas tardaría unas horas.

—Llama a la policía, denuncia la desaparición, que empiecen a buscarla cuanto antes —le ha gritado Víctor mientras alargaba su tarjeta para abonar la cuenta del hotel y se dirigía hacia el coche—. ¿Me oyes? Llama a la policía.

Sabe que Víctor tiene razón. Raúl, ligeramente adormecido por la fiebre, cambia de postura en el sofá. Aitana no lo pierde vista mientras telefonea a la comisaría más cercana. La de Les Corts es la única comisaría que recuerda. Tras un par de minutos de conversación trata de acostar a su hijo menor para esperar la llegada de los agentes. Raúl se resiste. Nunca acostumbra a poner las cosas fáciles. La fiebre ha bajado y el niño ha comprendido por la angustia en el rostro de su madre, por su impaciencia y por el timbre de su voz al teléfono, que algo muy grave está pasando.

Finalmente consigue que el niño se dé por vencido y regresa al salón. Sigue llamando a Noa que continúa sin responder. Lleva horas haciéndose mil reproches y sin perder de vista la pantalla del móvil. Tiene tanto miedo que apenas se atreve a moverse. Aguarda a los agentes que han prometido personarse para tramitar la denuncia. Aitana les ha hablado de Raúl y de su fiebre, no ha confesado que no quiere moverse de casa. Quiere creer que existe una explicación para el retraso de su hija y que quizás Noa regrese pronto empapada y triste. Si es así espera que pueda perdonarla. No quiere por nada del mundo que encuentre el piso vacío. No puede volver a fallarle. Otra vez no.

César, el portero de la finca, hace horas que ha acabado su jornada laboral cuando cerca ya de la medianoche dos mossos d’esquadra de uniforme pulsan el timbre del portal. Aitana se sobresalta y corre hacia el portero automático, espera que Raúl no se despierte. No necesita más problemas de los que ya tiene.

Los recibe en el descansillo y los invita a pasar al salón. Nunca antes la policía ha puesto el pie en el piso.

Se sientan en torno a la mesa de madera noble que Aitana rescató de una casa señorial venida a menos. Un agente joven y de sonrisa amable, que parece algo cohibido por la sobria elegancia de la pieza, le formula las preguntas acostumbradas y lo hace con delicadeza. Mientras tanto, su compañero rellena un formulario con sus respuestas. Lo hace despacio, con precisión, como si no quisiera dejarse ni un matiz, como si pretendiera recoger el tono en el que son formuladas. De vez en cuando el agente distrae la mirada en la alfombra de media hectárea en la que descansa los pies.

Aitana contesta sin titubear. Quiere acabar cuanto antes para que las patrullas salgan a la calle en busca de su hija.

—¿Ha hablado con sus amigos?

—Sí, sus amigas no saben nada. No saben dónde está ni han hablado con ella tras el concierto. Tampoco han recibido ningún mensaje.

—Necesitaremos nombres y teléfonos.

Busca en su móvil y facilita los datos de Vivi y de Chantal.

—¿Tuvieron alguna discusión? ¿Algo que pudiera hacerle sentir mal?

Niega sin convicción. Aitana le había deseado mucha suerte al despedirla en la puerta y le había estampado un beso en la coronilla. Noa es tan menuda. Ojalá le hubiera dado un gran abrazo, piensa. No lo hizo. Niega de nuevo. No hubo enfado ni reproches. Se resiste a admitir que su hija podría haberse sentido enojada, incluso desatendida, por haberla dejado sola a la salida del concierto en el que interpretaba un solo que llevaba meses ensayando.

—¿Siempre regresa sola a estas horas? —pregunta el agente que conoce la ubicación del centro educativo. Le sorprende que nadie esperara a Noa a la salida. Y, aunque intenta formular la pregunta sin que suene a recriminación, lo cierto es que no lo consigue.

Aitana niega. Se le atropellan las excusas al asegurar que siempre iban a recogerla y que confió en que regresaría con alguna amiga, que lo hacía a menudo y que no pensó que podía quedarse sola. Las lágrimas enturbian sus ojos y quiebran su voz.

—Si hubiera sabido que…

El policía que captura sus palabras inclina levemente la cabeza y la acerca a su hombro. Es un gesto leve, involuntario, que Aitana interpreta como lo que es: una forma de manifestar el desacuerdo.

Aitana baja la mirada y la abandona sobre la mesa.

—¿Sabe si salía con alguien?

Le ha sorprendido la pregunta. La idea ni tan siquiera le ha pasado por la cabeza. Niega de nuevo sin elevar la vista y con las manos sobre el regazo. Las mantiene encajadas una con la otra para que no tiemblen ni escapen a su control. ¿Salir con alguien? Noa, no.

Acabada la denuncia el agente pide ver la habitación de Noa y poder revisar su portátil.

—Desde luego.

Aitana se pone en pie y les precede. El mosso que anotaba sus respuestas abre mucho los ojos. En la pieza cabría su piso entero. Echan un vistazo al contenido de los cajones y del armario y el agente que ha formulado las preguntas anuncia que horas después, si Noa no ha aparecido, llevarán a cabo una inspección a fondo.

Aitana asiente.

Se llevan el ordenador que aguarda sobre la mesa de estudio y prometen tener informada a la familia. Le piden una prenda de ropa que no haya sido lavada y conserve el olor de la adolescente desaparecida.

—Quizás no lleguemos a necesitarla, pero si no le importa…

Tarda en comprender y al hacerlo se le escapa un gemido. Se dirige a un rincón de la habitación. En un cesto de mimbre está la ropa de su hija que todavía no ha pasado por la lavadora. Revuelve y saca una sudadera, la preferida de Noa. La prenda, de color rosa pálido, es varias tallas más grande de lo que requiere su cuerpo escuálido y luce una margarita dibujada con trazos blancos e irregulares a la altura del esternón. Le encantan las margaritas, recuerda al entregar la sudadera al agente.

—¿Me la devolverán cuando todo esto acabe? —pregunta Aitana con un hilo de voz—. Es su favorita y… —No continúa.

Piensa que a Noa le gustará recuperarla cuando vuelva a casa. Si vuelve a casa.

—Desde luego —responde Diego Cuesta, el mosso corpulento que lleva la voz cantante.

Su compañero, el más joven de los dos, Iván Cabrera, no ha abierto la boca, se ha limitado a anotar y a observar. A Aitana su mirada la perturba. Parece impasible, como si nada ni nadie pudieran conmoverle. Sus movimientos, casi parsimoniosos, contrastan con unos ojos de una intensidad poco habitual. A la madre de Noa la mirada de Iván le resulta avasalladora, como enfrentarse en duelo con una tuneladora. Antes de despedirse el agente que sostiene la sudadera de Noa insinúa que a menudo los adolescentes desaparecen unos días y regresan poco después sanos y salvos. Intenta en vano tranquilizar a la desconsolada madre. Su intención es buena y sus palabras amables, pero es evidente que no conoce a Noa. Aitana asiente, es su forma de agradecer el interés del agente.

Noa nunca haría algo así, nunca, piensa Aitana mientras cierra la puerta con un suspiro. Hubiera querido explicarle que Noa no es una adolescente como hay cientos, como hay miles. Noa es especial. En todo. No tiene secretos, jamás disgusta a sus padres, nunca. No traspasa los límites, ni siquiera se acerca. Noa es amable, juiciosa, ambiciosa y se esfuerza lo indecible por conseguir que se sientan orgullosos de ella.

Siempre lo consigue.

Es la mejor hija que una madre pueda desear.

Noa.

SÁBADO

AITANA

Consumida por un miedo atroz y solo comparable a la culpabilidad que la devora, aparca la cortesía y llama de nuevo a la policía poco después, durante las primeras horas de una madrugada infinita. Víctor no tardará y precisa saber si tienen alguna pista, confirmar que la están buscando, comprobar que no la han olvidado. Necesita hacer algo, aunque solo sea una simple llamada telefónica. Conoce a Víctor, perderá los nervios, la culpabilizará. Él y todos. Pretende, necesita poder tranquilizarlo, poder asegurarle que la encontrarán, que Noa aparecerá pronto y que lo hará sana y salva.

—Por ahora no tenemos nada. Es demasiado pronto. La avisaremos en cuanto sepamos alguna cosa.

Acaba de dar por finalizada la conversación con una agente de policía poco comunicativa cuando el ruido de las llaves en la puerta hace que se levante de golpe con estrépito de silla arrastrada y el corazón a mil. Por suerte, Raúl sigue durmiendo. Espera que tarde horas en despertar.

Se abalanza sobre su marido cuando este aparece en el umbral con el rostro descompuesto por el miedo. Aitana Nasarre esconde la cabeza en su cuello como si así pudiera escapar a tanto dolor.

Víctor, que lleva horas al volante, abandona el trolley en un rincón y la abraza sin desprenderse de la cartera que cuelga de su mano mientras pregunta casi sin aliento:

—¿Has sabido algo? ¿La han encontrado?

Aitana solo acierta a mover la cabeza para negar. Tiembla y llora sin reservas mientras su marido cierra la puerta a sus espaldas y regresa con ella al salón.

Víctor Renom advierte los ojos enrojecidos de su esposa y su expresión aterrada. Intenta reprimir el reproche que le sube a los labios, la misma hiriente observación que le ha acompañado mientras quemaba kilómetros de regreso a casa. No comprende cómo pudo no asegurarse de que Noa volvía a casa acompañada. No le cabe en la cabeza algo así. El enfado sube como la lava en dirección a los labios. Quema.

Aitana apenas consigue caminar, siente los pies como de barro mientras su estómago se contrae dolorosamente en presencia de su marido. En el rostro de Víctor reconoce la decepción y la ira. Avanza inclinada sobre sí misma con la mano a la altura del tórax. No acierta a hablar ni a seguir en pie. Desearía desaparecer para regresar días después cuando la pesadilla —espera con toda el alma que sea una pesadilla— haya acabado. Se sienta en el mismo lugar que ocupó mientras respondía a las preguntas de los policías. Sabe que la aguarda un nuevo interrogatorio y no espera clemencia. No la habrá.

Víctor no consigue contener las palabras afiladas como cristales rotos que se ha repetido mil veces al volante. De hecho, apenas lo intenta.

—¿En qué estabas pensando? ¿Me lo puedes decir? ¿En qué coño estabas pensando? Sabes perfectamente dónde está la escuela. De noche allí no queda nadie. Nadie. Es un desierto. Lo hemos hablado muchas veces. Noa no podía regresar sola. Nunca la dejamos sola. Nunca.

Calla unos instantes. No le queda aliento.

—Y no se habrá atrevido a llamar a un taxi. ¿Cómo iba a hacerlo? Nunca lleva tanto dinero, no hubiera podido pagarlo. Y no se le habrá ocurrido que podría pagar al llegar. No lo ha hecho nunca. Ella no sabe que…

Víctor se interrumpe. Se ahoga.

—¿Cómo has podido?

—Si me hubiera llamado… —susurra Aitana.

El aterrorizado padre de Noa insiste en seguir preguntando a pesar de que conoce la respuesta.

—¿Si te hubiera llamado? ¡Joder! ¿Ahora es culpa suya? No hablaste con alguna de sus amigas, no te aseguraste de que volvía acompañada y resulta que es culpa de Noa por no haberte llamado…

Aitana niega con la mirada clavada en sus manos. No se atreve a levantar la vista. Es tanto el peso de su negligencia que apenas consigue arrancar algunas palabras torpes.

—Pensé que volvería con Vivi. O con Chantal. Si hubiera sabido que…

—Si hubiera sabido… Si hubiera sabido… No lo entiendo, Aitana. Te juro que no lo entiendo. ¿En qué pensabas? Vivi no canta ni toca ningún instrumento. ¿Cómo puedes decir que no lo sabías? Llevan juntas toda la vida.

—Por favor… —suplica Aitana—. Ha sido un error, ha sido…

Víctor Renom golpea la mesa con el puño y lo hace muchas veces. Necesita sentir dolor. Aitana le suplica que pare.

—Despertarás a Raúl. Es mejor que no hagas ruido. No quiero que…

No le importa lo que quiera o no quiera, solo sabe que no puede esperar sin hacer nada. Se levanta de la silla y camina de un extremo a otro del salón.

¡Un error! —repite—. Un puto error. Vamos. No me jodas. Un error es echar sal al café. Esto es… Esto…

Tiene los ojos en llamas y las manos hechas puños. En algunas personas el miedo se transforma en ira. Es el caso de Víctor que siente que se abrasa por dentro y que podría emprender a golpes y a patadas la pared, la mesa o el cristal de las ventanas. Tan intensa es su cólera que podría golpear a su esposa hasta… No quiere hacerlo.

—¿Cómo has podido? —susurra cerrando los ojos y apoyando la frente en la cristalera helada que conduce a la terraza.

Aitana, sentada junto a la mesa, se derrumba, esconde la cabeza entre los brazos mientras los espasmos sacuden su cuerpo. Gime.

La voz de Víctor le hiela la sangre. No encuentra respuesta a la pregunta de su esposo, la misma que lleva horas incrustada en su mente.

—¿Cómo has podido?

CLARA

La llamada la sorprende con la taza de café en una mano y el móvil en la otra mientras comprueba los mensajes recibidos. Necesita saber que lo que siente es correspondido y tan real como la taza de loza que sujeta entre los dedos, por eso vive pendiente de unas palabras en la pantalla del teléfono móvil. Precisa de esas palabras para que las horas se acorten y el fin de semana junto a su marido acabe cuanto antes. El mensaje está allí, el primero de la secuencia diaria de mensajes de WhatsApp.

Buenos días (seguido de un corazón rojo y palpitante)

Apenas hace unos minutos que ha sido escrito. Clara sonríe. Para emprender el día le bastan dos palabras que apenas comprometen. Responde con el mismo texto y un corazón exactamente igual. Envía y con un suspiro eleva la vista hasta la ventana. Observa que ha dejado de llover. Ya era hora, piensa, y de nuevo sonríe a la nada. Ni puede ni quiere evitarlo. Apura en silencio los instantes de felicidad que le procura un mensaje tan breve. Justo en ese momento el teléfono vibra entre sus dedos. Se sobresalta y a punto está de dejarlo caer sobre la mesa.

—¿Lo has leído? —Es la voz de Amanda Saldaña, una profesora de Historia. Son amigas desde que Clara Dalmau puso el pie en el Saint Michael.

—No sé de qué me hablas.

—En Facebook, en Twitter, en Instagram… en todas partes. ¿No lo has leído? Es increíble. Me lo dicen y… Solo sé que Chantal Barrientos lo acaba de colgar.

—¿Qué es lo que acaba de colgar? No sé qué es lo que…

—Noa Renom ha desaparecido. No han vuelto a verla desde el concierto. Nadie fue a recogerla ayer por la noche y no regresó a casa. Eso es lo que dice Chantal y no creo que sea una broma.

—¿Noa? ¿Desaparecida?

—Se quedó sola y probablemente intentó llegar caminando a la Diagonal para volver a casa en autobús. Eso es lo que suponen, pero nadie sabe nada. La vieron sola a la salida del concierto. Lleva horas desaparecida. Dice que la policía la está buscando —añade.

Amanda habla muy deprisa urgida por la gravedad de la noticia.

—No puede ser. ¿Se quedó sola?

—Yo tampoco me lo explico. Conozco a la familia desde hace tiempo. No parecen tener problemas y juraría que nunca la han descuidado. Espero que no le haya pasado nada malo.

—Y yo.

Clara no puede creer que nadie conozca el paradero de Noa. Como orientadora del Saint Michael’s School sabe que Noa Renom no es el tipo de chica que se marcha de casa indignada tras una discusión o que decide tomarse unas horas de libertad sin tener en cuenta la angustia de su familia. Tampoco responde al perfil de la adolescente que se queda prendada de uno de sus compañeros y lo sigue al fin del mundo y más allá.

Noa Renom, no.

Recuerda haber hablado con ella el mismo viernes por recomendación de su tutora. La recibió en el despacho horas antes de que se desvaneciera, justo antes del patio. No era la primera vez, había hablado con ella en otras ocasiones. Siempre con un mismo propósito: hacerle comprender que debía rebajar su nivel de exigencia. Clara trataba de ayudarle a entender que nadie puede complacer a todo el mundo en todo momento. Es imposible. Un objetivo inalcanzable. Un despropósito. Recuerda que cuando acabaron la conversación sus amigas la esperaban en la puerta del despacho. Clara no advirtió nada preocupante.

Cuando comprueba que Chantal Barrientos alerta en las redes sociales de la desaparición de su amiga y pide ayuda para localizarla comprende que algo grave le debe de haber pasado a la chica juiciosa en exceso a la que había intentado convencer de que no debería exigirse tanto. También Vivi Alarcón se ha unido a la iniciativa y muy pronto son varios los alumnos de su curso y algunos profesores los que comparten el mensaje. La imagen de Noa proporcionada por Chantal es muy reciente y salta de un dispositivo a otro acompañada de un mensaje nada tranquilizador.

DESAPARECIDA

Noa viste una sudadera rosa con una gran margarita blanca y esboza una sonrisa tímida, casi furtiva. Justo detrás Clara reconoce la entrada del centro escolar y una parte de su edificio principal en la que puede leerse «Saint Michael» en grandes letras rojas. Un rojo oscuro, como de sangre coagulada, es el color que identifica al centro. Emblema, uniformes, logotipo… La fotografía no tarda en llegar también a su teléfono a través del WhatsApp.

No es un reto estúpido, ni un bulo ni una broma de mal gusto. Lo constata muy pronto en la actualización de las noticias que ofrece la prensa digital y que puede consultar a través del móvil.

BcNews

ÚLTIMA HORA

Joven desaparecida en Barcelona sobre las ocho de la noche de ayer

Nada se sabe de Noa Renom Nasarre, de catorce años de edad, desde que hacia las ocho de la noche de ayer abandonó el prestigioso centro escolar Saint Michael’s School.

Sara BASCONES

La adolescente acababa de participar en un concierto en el centro en el que está escolarizada. Al parecer se encontró sola a la salida del evento y se encaminó hacia la Diagonal en busca del autobús que la llevaría a casa.

Noa mide 1’55 m, tiene el cabello negro y lacio peinado con flequillo, es muy delgada y de origen chino.

Clara comprueba que también la prensa digital publica la misma imagen de Noa que corre por la red y acompaña la noticia del teléfono de los Mossos d’Esquadra y del de la familia Renom Nasarre. La redactora añade que la policía ruega la colaboración de todo aquel que pudiera haber visto a la joven.

Clara intenta recordar todo lo que hablaron la mañana del día anterior. Trata de rememorar todas sus preguntas y las respuestas proporcionadas por Noa, procura revivir cada uno de sus gestos, la entonación de sus frases y la expresión de sus ojos como dos delicadas rendijas. Rescata de algún rincón de su memoria casi todo cuanto Noa dijo y cuanto ella pudo intuir. Recuerda haber anotado el propósito de Noa de no defraudar nunca a sus padres, su preocupación constante por no disgustarlos, su desvelo. De ahí sus gestos de contrariedad, su enfado si en un examen la nota conseguida no es la esperada o si en un trabajo la calificación no le satisface. También su dificultad para ampliar su círculo de amistades. Por eso su esfuerzo constante, su rigidez. No es ambición, es miedo.

Aunque no lo formule abiertamente, Clara comprende que la adolescente vive atemorizada por la posibilidad irracional de que un día Víctor y Aitana decidan enviarla de regreso al orfanato. Está dispuesta a todo para evitarlo.

Recuerda haber tratado sin éxito de convencerla de que aquella era una idea absurda. Un disparate, un temor infantil. También que llegó a proponer la conveniencia de hablar de ello con sus padres. A cara descubierta, sin miedo. Noa se negó sin fisuras y aseguró que, si lo hacía, si los llamaba, no volvería a pisar el despacho.

Cuando Clara dio la conversación por terminada Noa, la alumna perfecta, la excelencia personificada, se limitó a levantarse y salir tras desearle buenos días.

¿Y si pasó algo por alto? ¿Y si Noa pedía ayuda y ella no supo reconocer las señales? ¿Y si…?

Busca en el mensaje de WhatsApp que acaba de recibir el teléfono de la familia de Noa.

Víctor responde tras una sola señal de llamada.

Apenas puede creer lo que Clara Dalmau tiene que decirle.

VÍCTOR

Con las primeras luces el móvil de Noa dejó de emitir el odiado mensaje. Ya no está apagado ni fuera de cobertura y así lo notifica Víctor a la policía. En la comisaría ya tienen constancia de que la señal del aparato ha desaparecido.

Es tanto el miedo que siente Víctor Renom que no cabe en su cuerpo de adulto, que lo sobrepasa y que rebota en las paredes del piso para abalanzarse de nuevo sobre él, para devorarlo. Nunca antes se ha sentido tan asustado. Ni cuando años atrás se salió de la carretera y el coche voló hasta estrellarse varios metros más abajo. Salió casi ileso. Una conmoción, algún corte y sangre en sus ropas al recuperar durante unos instantes la consciencia camino de la ambulancia. Nada grave. Solo el peor de los recuerdos hincado para siempre en su mente. De vez en cuando, en la duermevela, revive el accidente con tal intensidad que apenas consigue respirar, siente cómo las piernas flojean y cómo si el estómago se derritiera. Vuelve a experimentar el pavor que sintió cuando el vehículo dejó de seguir la curvatura de la carretera y se abismó. Recuerda la pavorosa sensación de perder el contacto con el suelo, de caer y de volcar seguida de inmediato de un fundido a rojo y negro.

Al pensar en la desaparición de Noa experimenta un terror feroz, paralizante, un pavor que se expande con una intensidad inimaginable. Un terror atroz que se le antoja capaz de reventar y de derramarse, un miedo que puede llegar a aniquilarlo. Aitana, hundida en el sofá, no deja de llorar, como si de alguna manera el llanto pudiera servir de expiación a su negligencia. Pase lo que pase cree que no le perdonará nunca que no pensara en asegurarse de que Noa regresaba a casa acompañada. Bastaba con llamar a Lina, su suegra, para que la recogiera. O a su propio hermano, a Gustavo Nasarre, que adora a la niña, no tiene ocupación conocida y siempre está dispuesto a echar una mano. O simplemente enviar un taxi a esperarla a la salida del concierto previa anotación de su licencia. Así de fácil.

Tampoco se perdonará a sí mismo que a Noa se le haya podido pasar por la imaginación que la enviarían de regreso al orfanato. Se recriminará mientras viva no haber logrado que la niña creciera con la confianza de que pertenecía a una familia que la cuidaría sin condiciones. No consigue alejar las palabras de Clara Dalmau que acaba de hablarle de sus temores, de la amenaza siempre presente en su ánimo de un regreso obligado a la institución en la que pasó sus primeros meses. Le ha hablado de su deseo de complacerles en todo para evitar un destierro a modo de castigo, de un aterrador regreso a un lugar que la adolescente no puede recordar y que probablemente ha convertido en su imaginación en una Casa de los Horrores. Víctor ha recordado justo en ese momento una conversación reciente iniciada por una pregunta de Noa tras haber oído hablar del infierno de los orfanatos chinos. También recuerda haberle dicho que no era un buen lugar para una niña.

Empantanado por el pánico no consigue permanecer quieto ni echar una cabezada. El miedo y la falta de sueño nublan su entendimiento. No logra pensar ni dejar de hacerlo. Imagina mil cosas. Cosas que siempre les pasan a otros. Todas malas. Algunas peores.

Noa.

Víctor le pide, le ordena, a su esposa que llame a su madre para que se ocupe del niño y que lo haga cuanto antes. Prefiere que Raúl abandone el piso en el que aguardan noticias y en el que apenas consiguen cruzar unas palabras sin romper a llorar o dirigirse un reproche. Aitana obedece de inmediato.

Lina llega muy pronto dispuesta a llevarse a Raúl y lo hace con los ojos desbordados por las lágrimas. No pregunta, sabe que Noa ha desaparecido y que la pareja alertó hace horas a la policía. También sabe que Víctor estaba en Montpellier y que Aitana quedaba al cuidado de sus hijos. Habían hablado aquella misma tarde. Lina había llamado para saber cómo seguía Raúl que por la mañana presentaba ya algo de fiebre. Advierte la culpabilidad oscureciendo la mirada de su hija y siente pena por ella. Quisiera asegurarles que Noa volverá. No se atreve. Retira una lágrima con el canto de la mano y le sonríe a Raúl.

Lina adora a su primera nieta, la niña con cara de luna. Espera que aparezca pronto, muy pronto. Se reprocha el no haberse ofrecido a recogerla la noche anterior. Ni tan siquiera había pensado en ello. A su manera también Lina se siente responsable de su desaparición, también ella cometió un descuido. Coge algunos juguetes y las medicinas para el catarro. Algo le dice que la estancia de Raúl puede prolongarse.

Aitana besa a su hijo en la frente antes de que abandone el salón de la mano de Lina. Lo nota algo caliente, probablemente la fiebre subirá de nuevo con el paso de las horas. Lo deja marchar, sabe que su abuela lo cuidará bien, como ella misma. Intenta sonreír y con un hilo de voz le asegura que no pasa nada, que todo se arreglará muy pronto.

Raúl pregunta por Noa, quiere decirle adiós.

Aitana balbucea que ha salido.

Víctor levanta al niño, lo abraza y persigue en su cuello su olor a criatura. Raúl, que nunca antes ha visto llorar a sus padres, comprende que no debe protestar ni seguir preguntando y no lo hace. Por una vez, solo una, obedece sin rechistar. Quizás intuye la magnitud del temor suspendido en el aire.

Apenas tardan unos instantes en desaparecer. Un taxi los espera junto al portal. El niño intenta en vano despedirse de su madre que le dice adiós desde la terraza. Lina anima a Raúl a entrar cuanto antes en el vehículo, prefiere que no vea a la mujer devastada que llora y se apoya en la barandilla para seguir en pie.

En el piso de la familia se suceden las horas muy despacio. Son amargas y tensas como la cuerda de un arco. En la calle se han secado ya las aceras y apenas queda algún charco que recuerda la lluvia reciente. Pasadas unas horas, cerca ya del mediodía, desquiciado por la falta de noticias y acumulando rabia por la insensatez de su mujer, Víctor decide llamar de nuevo a la policía. Es su derecho, piensa. Necesita saber si han averiguado alguna cosa, cualquier cosa. El número facilitado por los agentes pertenece a la comisaría de Les Corts al otro lado de la Diagonal y a pocas manzanas de su casa. La comisaría a la que Aitana llamó, la más cercana. Valora la posibilidad de personarse y forzar la presencia del comisario.

Desiste.

Una voz masculina pregunta en qué puede ayudarle. Víctor se traga lo que piensa y no le dice que lo que precisa es un milagro.

—Quiero hablar con el responsable de investigar la desaparición de mi hija.

—El nombre de su hija es…

—Noa Renom Nasarre. Noa, sin hache.

—De acuerdo. Voy a pasarle con la persona que le informará.

La agente que le atiende, una mujer joven, le pide a Víctor unos minutos. Necesita realizar la consulta. Tarda en contestar. Suena una melodía que no reconoce y que le ataca los nervios, como todas las pensadas para entretener una espera. Víctor se impacienta y golpea repetidamente la mesa del salón con el puño hasta hacerse daño. Sabe que el dolor arrastra el miedo, lo distrae. Aitana se sobresalta y cierra los ojos. Desearía confiar en alguna divinidad a la que poder rezar. Cualquier divinidad.

—Por el momento no tenemos nuevos datos, estamos hablando con las últimas personas que la vieron y hemos desplazado efectivos sobre el terreno. No hemos podido localizar el móvil, como ya saben la señal desapareció hace horas. También se ha pasado la alerta a las patrullas que están en la calle. No se preocupe, en cuanto sepamos alguna cosa…

—¿Que no me preocupe? ¿Que no me preocupe? ¿Cómo puede…? ¿Cómo…? Póngame con el comisario, con el inspector o con quien coño se encargue de la búsqueda de mi hija —ordena sin dejar de aporrear la mesa en el tono que emplearía para hablar con un empleado incompetente.

—El procedimiento no me lo permite, señor Renom, le he explicado cuanto sabemos hasta ahora. Es todo lo que puedo decirle. El inspector Tedesco no tardará en contactar con usted. Por el momento no tenemos más datos. Cuando sepamos algo más…

—A la mierda el procedimiento y a la mierda usted. Haga el favor de pasarme con ese inspector, o con el comisario. Necesito saber si tienen imágenes de mi hija. Quiero saber dónde…

—Lo lamento. El inspector no está aquí y el comisario no puede atenderle. Y tampoco podría facilitarle la información que…

—Quiero hablar con su superior y quiero hacerlo inmediatamente. ¿Me oye? Y espero que no me obligue a dirigirme directamente al conseller. Le aseguro que me conoce, me atenderá —brama en tono amenazador dispuesto a todo, incluso a mentir y a intimidar si es necesario—. Y quiero el número de su acreditación.

La agente conserva la calma. No es la primera vez que una conversación se tensa, de hecho, es algo muy frecuente, por eso es ella la que atiende las consultas, porque raramente se altera, porque su paciencia es a prueba de bombas, porque aseguran los que la conocen que no tiene sangre en las venas. Tampoco es la primera vez que se siente amenazada o enjuiciada por individuos prepotentes que parecen creer que el dinero y los contactos pueden solucionar cualquier cosa, incluso una desaparición. Está tranquila, la grabación demostrará que ha actuado según las normas. Según el puñetero procedimiento policial.

—Mi número es el…

Víctor cuelga sin esperar a que acabe. No piensa perder el tiempo. Sin mediar palabra recupera el abrigo del perchero y las llaves de la bandeja plateada en las que las deposita al llegar a casa. Antes de que pueda cerrar la puerta a su espalda puede oír la voz de Aitana que intenta saber adónde va.

—Por favor…

No contesta.

Ignora el ascensor, no quiere esperar en el rellano, no soportaría las preguntas de su mujer que abre la puerta e insiste en saber.

—Por favor, Víctor, dime…

Aborrece su voz y su llanto que se le antoja una impostura. No es justo con Aitana, lo sabe, pero todavía ignora si conseguirá perdonar su gravísimo error, su olvido.

Echa a correr escaleras abajo. Tiene el propósito de recorrer el trayecto que Noa debió de seguir bajo la lluvia la noche anterior a la salida del concierto. Hemos desplazado efectivos sobre el terreno, acaba de decir la agente. Le sorprende no haber pensado antes en la posibilidad de inspeccionar el lugar por sí mismo. Piensa seguir los pasos de su hija y comprobar que la policía hace lo que debe hacer. No tardará en anochecer y necesita sentir que hace algo, que de alguna manera forma parte activa de su búsqueda. No puede continuar de brazos cruzados esperando unas noticias que quizás no lleguen nunca. Cualquier cosa mejor que aguardar una llamada o la visita de un inspector de policía. Seguirá sus pasos, inspeccionará el lugar y preguntará a los caminantes si tiene ocasión.

No puede hacer otra cosa.

VÍCTOR

Enfila la Diagonal en dirección al Saint Michael y lo hace sobrepasando la velocidad máxima como si de la rapidez de su vehículo dependiera la vida de Noa. Es la hora de la sobremesa, han desaparecido los paseantes y solo unos cuantos runners y algunos jóvenes sobre sus patinetes eléctricos discurren por el lateral de la gran avenida. Las luces que anuncian la inminencia de la Navidad todavía no han sido encendidas. Recuerda cuanto le gustaban a Noa las luces de colores. Un tornado ocupa su mente y dispersa sus pensamientos en todas las direcciones. Cabecea mientras conduce y un observador atento distinguiría el movimiento de sus labios que repiten el nombre de su hija. Espera que Noa esté en casa para Navidad. No puede imaginar las fiestas sin ella. La vida sin ella. Sin Noa no habrá nada que celebrar en el futuro. No quedará vida por vivir.

Solloza sin dejar de pronunciar el nombre de su hija.

Anochecerá muy pronto. Sabe que apenas dispone de un par de horas, quizás algo menos, antes que la oscuridad se derrame sobre la ciudad. Con el anochecer en las estribaciones de Collserola apenas quedará visibilidad, las probabilidades de encontrar a Noa disminuirán como lo hará la luz del día.

Sigue cabeceando como si así pudiera propulsar el vehículo, como si pudiera salvar un abismo de tiempo y de espacio.

Mientras conduce, recuerda la primera foto que recibieron de la niña cuando todavía estaba en el orfanato y faltaban meses para poder viajar en su busca a un remoto rincón de la China. El primer contacto, le llamaron los técnicos de la agencia de adopción. Era una niña diminuta vestida como si la hubieran momificado en vida y daba sus primeros pasos sobre un suelo de arena ayudada por una mano de mujer. Una mano anónima, pequeña y enrojecida. Sin duda la mano de una mujer cuyo rostro no aparecía en la fotografía. En la imagen se encontraban al aire libre, junto a una gran puerta que se abría a un interior oscuro en el que nada podía distinguirse. El día era soleado y la niña, a la que habían peinado para que el cabello quedará fijado a la cabeza, tenía algo más de un año.

Conservan esa fotografía. Recuerda un antes y un después. También que Aitana lloró al verla. Había pasado un verdadero calvario. Ambos habían transitado durante varios años de una consulta médica a la siguiente, de un especialista a otro más prestigioso y más caro. Pruebas, intentos de todo tipo, todo en vano. No quedaba nada que no hubieran intentado. Nadie había conseguido explicar la pertinaz infertilidad de la pareja.

—A veces estas cosas pasan —había concluido uno de los últimos ginecólogos consultados para desesperación de Aitana.

Y por fin, tras meses de espera, recibieron la fotografía y con ella la posibilidad de adoptar una criatura que sería de ambos. Aquella imagen determinaba el fin de unos años marcados por la decepción y el desaliento.

Víctor recuerda que la quiso desde aquel primer momento, desde aquella primera fotografía de una niña que no sonreía ni miraba a la cámara, de una criatura de pupilas invisibles a la que sus cuidadoras llamaban Lian y que se concentraba en situar un pie delante de otro, en no caer. Una niña con dos nombres, Lian y Noa. Lian Chen. Noa Renom. Dos nombres para una sola y preciosa niña que acabaría llamándose Noa Lian Renom Nasarre. Siempre pensó que el apellido paterno, Renom, identificando a una criatura con dos nombres, con dos realidades, no dejaba de ser una circunstancia curiosa. Como si niña y estirpe paterna hubieran atravesado el cosmos para encontrarse. Noa Lian. Nunca lo comentó con nadie.

Todavía piensa en la imagen cuando deja atrás la Diagonal para iniciar el ascenso en dirección al Saint Michael. Le viene a la memoria la cuna de metal que Lian compartía con otra niña en el hospicio, los harapos mugrientos que la envolvían, el olor a letrina de la enorme sala en la que se hacinaban las criaturas huérfanas, la espantosa sensación de abandono. En aquella institución a la que viajaron en primavera casi todas las criaturas acogidas eran niñas. La política del hijo único había comportado que se multiplicaran los abandonos de las niñas recién nacidas y que los bebés se acumularan en centros como el que ambos visitaron en un confín del mundo para adoptar legalmente a Lian que pasó a llamarse Noa Lian. Un puñado de mujeres siempre atareadas se hallaba al cargo de decenas de criaturas, desde recién nacidos hasta preadolescentes que no parecían esperar mucho de la vida. Si algo no olvidará nunca es aquel olor a orín y a miseria.