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Esta conferencia, pronunciada en Buenos Aires en 1940, muestra el modo de Zweig de entender el arte, y de realizarlo. Desde el asombro, el arte aparece como lo sublime, que supera al hombre y apunta a la esfera de Dios como artista supremo. El libro incluye también la conferencia La historia como poetisa: una historia que hace arte, al tiempo que muestra sus momentos más sublimes.
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Portadilla
Índice
Introducción
El misterio de la creación artística
La historia como poetisa
Créditos
«Pero si no profundo, Erasmo poseía un espíritu extraordinariamente amplio; si no era un pensador hondo, pensaba, en cambio, recta, clara y libremente, en el sentido de Voltaire y de Lessing; un modelo de comprensión y de hacer comprensibles las cosas, un difundidor de la ilustración en el sentido más noble de la palabra. Extender la claridad y la veracidad era para él una función natural. Todo lo embrollado le repugnaba». Se trata de un fragmento de la famosa biografía que Stefan Zweig escribió sobre Erasmo de Rotterdam, con quien se sentía especialmente identificado, especialmente en su apasionada vocación humanista: Zweig se veía a sí mismo como defensor de los valores culturales de Occidente y confiaba en las capacidades de la humanidad para progresar, pues la historia había mostrado repetidas veces la presencia de hombres geniales que habían orientado el destino colectivo. En la estela de esa fe y de ese estilo claro y elegante de pensar y comunicar, se encuentran los dos ensayos recogidos en estas páginas.
Durante enero y febrero de 1939 Zweig estuvo de gira por diversas ciudades de Estados Unidos dando la conferencia «Mortal Beings and Immortal Art». Sería la misma que el 29 de octubre de 1940 pronunciaría en Buenos Aires, en español, con el título «El misterio de la creación artística». El texto quintaesencia el modo de comprender el arte —y de realizarlo— del propio Zweig, y expresa un buen número de rasgos de la estética y el ethos del Romanticismo, vertebrados aquí en el eje artista-obra-proceso creativo.
Zweig parte de la experiencia del asombro ante el arte, un asombro ante el mismo hecho de la creación artística, pero igualmente ante la esencial inefabilidad que embarga a artistas, críticos y espectadores cuando quieren expresar su experiencia. El arte aparece en estas páginas como lo sublime, lo que supera al hombre y apunta a la esfera de Dios, artista supremo por su poder creador desde la nada, así como límite al que el artista humano se acerca. El artista tendría en el poder divino algún tipo de misteriosa parte con la que vencer la mortalidad, haciendo visible la inmortalidad a través de su obra. Esta participación le convierte en genio, pese a aparecer ante sus contemporáneos como un hombre o mujer cualquiera, pues lo decisivo son los momentos de iluminación, de posesión por un furor divino que propician una salida de sí (éxtasis).
Pero si Zweig señala este aspecto de la creación artística, que implica un estado de radical recepción y pasividad instrumental en el artista, no puede dejar de reconocer también en este una actitud conscientemente luchadora por realizar aquella inspiración, así como la reclusión ensimismada en un mundo interior, personal y de naturaleza imaginaria. Así las cosas, ¿qué podemos saber de algo tan inefable? Y de modo aún más radical, ¿por qué querríamos saberlo, si ya contamos con la experiencia de la obra de arte, sea como creadores, sea como receptores? A la segunda objeción, responde que hacerse la pregunta por el cómo conduce a una indagación, la indagación a la constatación de la imposibilidad de saber, y esta redunda finalmente en un acrecentamiento del asombro, y por lo tanto del placer estético. Con respecto a la primera, aduce la existencia de testimonios directos de los artistas, así como de borradores de sus trabajos que son pistas de un proceso original que no obedece a una ley preestablecida, sino que tiene la virtud de instaurar su ley propia, solo válida para sí misma en su búsqueda de la perfección. El relato de testimonios y de detalles de los borradores se va a convertir en el núcleo argumentativo de este ensayo.
En consonancia con sus puntos de partida románticos, Zweig afronta creativamente el reto que se ha autoimpuesto de elucidar estos interrogantes, y lo va a hacer mediante metáforas (por ejemplo, su luminosa recurrencia a la analogía con la criminología) y dejando que los mismos hechos de la vida de los artistas muestren su poder persuasivo. Así, el modo expositivo de Zweig evita la indagación sistemática empírica-especulativa, por lo que no es extraño constatar que, tras haber afirmado con contundencia un rasgo, traiga también a colación su contrario: está hablando, a fin de cuentas, de una realidad misteriosa, donde lo que parece una relación de contradicción se muestra como de complementariedad, aunque no sepamos el cómo —de ahí el asombro— de esa relación.
Podemos suponer el éxito retórico de este modo de comunicar de Zweig entre los auditorios que en 1939 y 1940 escucharon esta conferencia: posiblemente encontraron, de un modo ameno, coincidencias con sus propias vivencias del arte, así como atractivas sugerencias para renovar la comprensión; algo que, pese al tiempo transcurrido, el texto todavía tiene la virtud de conseguir entre los lectores de hoy.
Como indica la nota aclaratoria que habitualmente encabeza las ediciones de «La historia como poetisa», originariamente se trataba de una conferencia para ser pronunciada en el XVII Congreso Internacional del PEN Club, que había de celebrarse en septiembre de 1939 en Estocolmo, pero que el inicio de la Segunda Guerra Mundial imposibilitó. De este modo la circunstancia histórica vino a jugar un papel en el significado que este escrito tendría para los futuros lectores, un papel que el mismo Zweig podría definir como de coautoría y que ejemplificaría por la vía de los hechos la misma tesis que el texto expone.
Ya en el título se declara el hilo conductor que estructura la argumentación: la historia como un agente capaz de hacer poesía, arte. Pero en 1939 ni el recurso retórico de la personificación, ni lo que se quiere significar con ello, constituían una novedad entre las reflexiones de Zweig. En el final de la introducción a su obra Momentos estelares de la Humanidad, publicada en 1927, se puede leer: «La Historia se basta a sí misma al dar forma a los hechos en el parto de aquellos momentos sublimes; puesta a hacer de poetisa o creadora de tragedias, no hay bardo que pueda superarla». Y es que Zweig había ejercido a lo largo de su carrera de escritor una mirada estética, plásticamente refiguradora de la imagen de la realidad, y muy especialmente de la realidad histórica; una mirada que se maravillaba ante la aparición de lo prodigioso, comprendido bajo las características y modos de ser propios de una obra de arte. Desde ahí se entiende que a lo largo de décadas dedicara tantas energías creativas al género biográfico, centrado en personajes geniales que, análogamente a los artistas, habían sido modeladores de su propio tiempo. Uno de los personajes de su Novela de ajedrez se preguntará: «¿No es acaso lo más fácil del mundo considerarse un gran hombre cuando no se tiene la menor idea de que hayan existido alguna vez un Rembrandt, un Beethoven, un Dante, un Napoleón?».
Pero Zweig trasciende el papel que tuvieron los propios genios, llegando a atribuir a la historia en sí la energía y la capacidad de conjuntar lo discordante y contradictorio, como un artista que trae a su obra la variedad, el contraste, la riqueza y la complejidad. Según el relato que Zweig presenta en estas páginas, la historia ejerce durante largos tiempos de maestra, enseñando las impresionantes imágenes de los momentos estelares cargados de significado; pero durante esa tarea repone fuerzas, se represa y prepara para sus nuevas creaciones, los nuevos acontecimientos que aparecerán fulgurantes, plenos de fuerza y diversidad en un espectáculo sublime.
Con facilidad reconocemos en esta antropomórfica visión artística de la historia los propios talentos que Zweig ejercita a la hora de pintar con plasticidad un abigarrado momento histórico, o de componer y presentar con tensión teatral unos acontecimientos. En ese empeño por confeccionar una imagen narrativa unitaria de la vida de un hombre o mujer, de una época y, en suma, del paso de la humanidad por el mundo, Zweig estaba apostando —seguramente por última vez— contra las fuerzas ciegas y destructoras de la barbarie, a favor del triunfo de la claridad y la belleza de la civilización occidental.
José Manuel Mora Fandos
De todos los misterios del universo, ninguno más profundo que el de la creación. Nuestro espíritu humano es capaz de comprender cualquier desarrollo o transformación de la materia. Pero cada vez que surge algo que antes no había existido —cuando nace un niño o, de la noche a la mañana, germina una plantita entre grumos de tierra— nos vence la sensación de que ha acontecido algo sobrenatural, de que ha estado obrando una fuerza sobrehumana, divina. Y nuestro respeto llega a su máximo, casi diría, se torna religioso, cuando aquello que aparece de repente no es cosa perecedera. Cuando no se desvanece como una flor, ni fallece como el hombre, sino que tiene fuerza para sobrevivir a nuestra propia época y a todos los tiempos por venir —la fuerza de durar eternamente, como el cielo, la tierra y el mar, el sol, la luna y las estrellas, que no son creaciones del hombre, sino de Dios—.