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Cuando el buque de investigación Idun arriba al puerto de Smögen la madrugada de un día de invierno, el jefe de campaña Kaj Malmberg es hallado asesinado en su camarote. Esa misma noche la víctima iba a entregar un premio importante, y la noticia de su muerte provoca un escándalo en el ámbito de la investigación marina. Pero ¿quién de los ocupantes del barco tenía motivos para asesinar al jefe de campaña? ¿Seguirá a bordo o habrá desembarcado en Smögen? ¿Y qué tiene esto que ver con un suceso acaecido durante los gélidos inviernos de la Segunda Guerra Mundial? Los policías Dennis Wilhelmson y Sandra Haraldsson se verán envueltos en un caso que pondrá en peligro no solo su amistad, sino también relaciones importantes fuera de las fronteras de Suecia cuando se ven obligados a embarcar en el Idun, pues, a pesar de las protestas, recibe permiso para completar su recorrido. “El pescador en el hielo” es la intrigante continuación de la serie “Asesinato en Smögen” y el segundo libro tras “El morador de la playa”. Si te gustan las novelas de Camilla Läckberg, no te pierdas las historias policiacas de la autora superventas sueca Anna Ihrén.
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El pescador en el hielo
Asesinato en Smögen
Anna Ihrén
Traducido por María José Vázquez
Título original: Isfiskaren
© Anna Ihrén, 2022
Traducido por: María José Vázquez
© de esta edición: Word Audio Publishing International/Gyldendal A/S, Copenhagen 2022
Klareboderne 3, DK-1115
Copenhagen K
www.gyldendal.dk
www.wordaudio.se
Diseño de cubierta: Emma Graves
ISBN 978-91-80347-06-8
Esta es una obra de ficción. Todos los personajes, organizaciones y eventos retratados en esta novela son productos de la imaginación del autor o se utilizan ficticiamente.
Todos los derechos reservados. Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).
Para
Dan-Robert, Tim y Bella.
Un paisaje helado. Una capa blanca sobre todo lo vivo y lo muerto. Gotas de agua convertidas en hielo y cristales de nieve. Un corazón palpitante. Calor. Ni balanceos ni cambios de rumbo bruscos. El ruido sordo y uniforme del motor diésel. La superficie del agua, inmóvil y negra, en el canal abierto en el hielo. Le quedaba aún tanto por hacer. La verdad estaba tan cerca. Pero todo estaba guardado en su cabeza. Solo allí y en ningún otro sitio. No había dejado nada por escrito. Los secretos lo acompañarían a la eternidad y la idea le dolió. Las lágrimas resbalaron por los finos surcos de su rostro. Se mezclaron con los regueros de sangre que manaban de su cuerpo. Jamás se había parado a pensar en cómo sería morir. Su miedo al futuro se había centrado en la demencia y otras enfermedades que pudieran atrofiarle el cerebro. Dolencias que pudieran impedir a sus circunvoluciones cerebrales concebir cosas que a nadie más se le ocurrirían. Lo había disfrutado. Había disfrutado de tener un cerebro más agudo que el de todos los demás. Jamás había conocido a ser superior. Hasta entonces. Era evidente que había juzgado mal la situación, y jamás sabría por qué. Pero algo lo reconcomía por dentro. Algo de su pasado lo había perseguido y había acabado atrapándolo. Intentó gritar. Deseaba tanto decir algo. Intentó abrir la boca, pronunciar una última palabra. Pero las fuerzas lo habían abandonado. Gota a gota. La oscuridad lo abrazó y, en el mismo instante, el dolor se desvaneció por completo.
1
El casco azul del Idun atracó con elegancia en el muelle nevado. El práctico había guiado sus maniobras con gran precisión en la negra noche entre los peñascos y los islotes frente a la costa de Sotenäs. Con sus algo más de ciento treinta y un pies de eslora, el buque ocupaba un espacio considerable en el muelle del puerto pesquero. El resto del puerto de Smögen estaba desierto, salvo por el buque de pasaje M/S Soten, que ocupaba su acostumbrado amarre de invierno, más cerca del muelle Smögenbryggan. Salvo el capitán, los marineros y la cocinera, todos dormían todavía. Uno de los marineros saltó a tierra y encendió un cigarrillo, a pesar de que el bigote se le había llenado de carámbanos que le tapaban la boca.
—¡Joder, Jan! ¡Menuda rasca! —le dijo a su compañero en danés mientras su aliento formaba una gran voluta de vaho.
—Anda, ayúdame —replicó el marinero que se había quedado a bordo y estaba ocupado en lanzar la amarra al grueso noray.
Una vez finalizadas las operaciones de amarre, dieron las gracias al práctico y subieron al puente de mando, donde ya se encontraba el capitán. Había mucho que hacer antes del cambio de turno, pero primero pensaban tomarse un bien merecido descanso.
—Déjalo aquí —indicó el capitán, apartando algunos papeles y cartas náuticas de la mesa de navegación.
La cocinera Jimena había llegado en el momento justo con una bandeja en la que llevaba un termo y una fuente de bocadillos abiertos al estilo danés. El capitán asintió en gesto de aprobación al examinar la comida. La campana del barco sonó siete veces, faltaba solo media hora para las cuatro.
—En todo caso, tenemos suerte con la comida —dijo sin mirar a Jimena.
Los dos marineros dejaron elegir al capitán primero. Se alegraban de que no le gustara el pescado ni el marisco; este último incluso lo comparaba con comer escorpiones. Tampoco tocó la crujiente solla con salsa tártara, limón y eneldo. Jan y Carsten se sirvieron del pescado y cogieron también unas rebanadas de pan con una montaña de gambas recién peladas encima. Carsten le guiñó un ojo a Jimena. Que merecía la pena estar a bien con la cocinera del barco era algo que ya había aprendido durante su primer viaje, muchos años atrás. Además, le venía de perlas que Jimena fuera una espectacular diosa marina. Jan le dio un codazo en el costado y Carsten volvió a concentrarse en su desayuno mientras Jimena salía igual de silenciosa que había entrado.
—¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí? —preguntó Jan.
—Zarparemos cuando termine la conferencia a la que asisten los investigadores en el Hotel Smögens Hafvsbad —contestó el capitán.
—¿Y cuándo será eso? —quiso saber Carsten, esforzándose en que su pronunciación danesa fuese comprensible.
—Todavía no lo sé, pero probablemente mañana por la tarde.
—¿Podemos organizar una fiesta a bordo con barra libre? —inquirió Carsten—. El sábado fue el cumpleaños de Jan. —El capitán parecía de buen humor y era conveniente aprovechar para hacerle todas las preguntas de una vez.
—Esta noche estoy invitado al banquete junto con todos los investigadores, así que el barco estará vacío hasta mañana porque nos quedaremos a dormir en el hotel. Podéis organizar una fiesta para la tripulación, pero no invitéis a demasiadas damas esta vez, que no pase como en la última fiesta en Copenhague. —El capitán Jakob Odinsson alzó los ojos de la rebanada de pan con paté que estaba comiendo, arrugó la frente hasta que se le juntaron las oscuras cejas sobre el nacimiento de la nariz y lanzó una mirada severa a Carsten, que se echó hacia atrás al mismo tiempo que asentía, obedientemente y con vehemencia, para mostrar su respeto por el capitán.
La fiesta en Copenhague había sido la mejor en muchos años; en absoluto esperaba poder organizar algo parecido en Smögen, donde el frío glacial parecía haber congelado a todos los seres vivos. Se daría por satisfecho si encontraba a algunas empleadas del servicio de asistencia domiciliaria o tal vez a alguna que otra profesora del colegio, si es que tenían colegio en aquella isla. Pero de lo que tenía más ganas era de pillarse una buena cogorza. El Idun había pasado casi un mes en el océano Ártico y, durante ese tiempo, le había tocado hacer la guardia del perro —desde medianoche hasta las cuatro— casi cada día. Ya faltaba poco para que lo relevara la marmota de Asbjörn; en cuanto el noruego saliera de su camarote, se iría él a la cama. Si pensaba ir en busca de algunas damas para la fiesta, primero tenía que reunir fuerzas durmiendo.
***
Jimena Vega bostezó y miró el reloj. Los horarios de la cocinera de un barco eran salvajes. El próximo verano terminaría la carrera en la Facultad de Ciencias Naturales de Gotemburgo y solicitaría una plaza de investigadora en el Idun tras la renovación del buque en primavera. Mientras trabajase en la cocina de a bordo, el capitán y todos los bobos de su tripulación podían tratarla como les viniese en gana, pero como investigadora no se dignaría ni a mirarlos. Aunque Carsten era un chico mono que la había ayudado a mantener el calor en su estrecha litera cuando navegaban entre icebergs, ahora que estaban atracados en el puerto tocaba volver a la vida civilizada. Y Carsten no formaba parte de esta. Él lo sabía y ella también era consciente de que, en cuanto el marinero pudiera, saldría, ataviado con su elegante uniforme, en busca de las damas que estuvieran invernando en la isla de Smögen para invitarlas a bordo. Si se daba prisa, podría dormir una hora antes de ponerse con el desayuno para los demás. Carsten se había empeñado en que ella preparase el típico smørrebrød danés, una especie de bocadillos abiertos que consistían en una rebanada de pan de centeno cubierta con diferentes ingredientes, en lugar de servir un tazón de muesli con leche, como solían hacer los demás cocineros; y la tripulación le estaba muy agradecida. En medio del frío invernal, les reconfortaba poder desayunar solla recién frita o albóndigas con Kartoffelsalat —ensalada de patatas— como decían los daneses. Toda la tripulación procedía de Dinamarca, salvo Asbjörn, que era noruego. Al capitán, que era de la provincia de Värmland, en el interior de Suecia, el marisco no le decía nada; por eso tampoco entendía qué problema había en dejar de pescar gambas, que figuraban en la lista roja de especies amenazadas.
Ella y Felicia, una doctoranda de Kungshamn que formaba parte del personal científico, eran las únicas mujeres a bordo. Recordó que había prometido llevarle una taza de chocolate a Kaj Malmberg, el director de investigación del Idun, que odiaba pasar frío y agradecía tener algo que le diera un poco de calor en el camarote, sobre todo por las mañanas. Kaj sería su jefe y por eso se esmeraba en cumplirle todos los deseos. Tenía la impresión de que el científico la apreciaba y pensaba aprovecharlo. Kaj Malmberg ocupaba el camarote del capitán, el único con litera doble en el buque. En esos viajes fletados por la universidad, el capitán tenía que contentarse con el camarote del primer oficial, situado enfrente, y no le hacía ni pizca de gracia. Jimena llamó a la puerta y esperó a que Kaj la mandara pasar.
***
Peter Malmberg preparó las mesas con puntillosidad. Lógicamente, podría haber encargado esa tarea, y muchas otras, al personal del restaurante del hotel, pero jamás se le habría pasado por la cabeza tal cosa. Para él, el montaje y la decoración de las mesas eran como un cuadro para un artista: sería inconcebible que otra persona escogiera el color y decidiera dónde dibujar los trazos del pincel en el lienzo. Peter veía así su trabajo y tal vez por eso ahora lo contrataban para organizar las cenas más glamurosas. Dispuso los platos a intervalos de cuarenta y cinco centímetros, a cuatro centímetros del borde de la mesa. Las copas, colocadas en fila, también debían guardar una distancia de cuatro centímetros respecto al borde del plato. Utilizar un metro le resultaba imprescindible, a pesar de que, con el tiempo, había desarrollado buen ojo para las distancias y las proporciones. Los manteles blancos no mostraban ni una sola arruga. Había pedido a la lavandería que los planchasen varias veces, pues ese día era una ocasión especial y quizá jamás estaría tan cerca de un evento similar al banquete de los Nobel. El menú, obra del cocinero más prestigioso de la costa occidental de Suecia, se mantenía todavía en secreto, excepto para él, que era responsable de toda la organización. Las flores, las servilletas y la porcelana las había seleccionado teniendo en cuenta las exquisiteces que se servirían. Todo era perfecto, de no ser por el pequeño detalle de que su hermano sería el invitado de honor en aquella cena. El afortunado de Anders Malmberg recibiría un premio y pronunciaría un discurso ante la élite científica. Su padre, Kaj Malmberg, se frotaría las manos a su lado, lleno de orgullo por haber educado a uno de los investigadores marinos más prometedores e interesantes del mundo. Que su otro hijo, Peter Malmberg, dirigiese una exitosa empresa de eventos y lo contratasen como organizador de muchas de las fiestas más exclusivas de Escandinavia no contaba para nada. «¿Todavía sigues atendiendo la barra?», solía preguntarle su padre cuando en alguna rara ocasión se veían en la casa familiar en Näset, al suroeste de Gotemburgo, o en la casa de veraneo en Smögen.
Su madre le había pedido que se quedara a dormir para que la familia pudiera celebrar reunida los triunfos, pero él se había excusado. En Smögens Hafvsbad le habían preparado una habitación que podría compartir con su querido Puff, una mezcla de caniche y chihuahua. «Esa rata no pasa de la puerta», había dicho su padre. Que su progenitor era un auténtico imbécil ya lo sabía, pero cuando oía llamar rata a Puff se le despertaban unos sentimientos que lo asustaban. Multitud de veces había deseado que sufriera un infarto o cualquier otra dolencia derivada del estrés constante, pero era solo un anhelo recóndito al que se había acostumbrado en cierto modo. En cambio, la rabia y la frustración que experimentaba ante las declaraciones de su padre sobre Puff eran algo mucho más palpable y brutal.
Colocó la última servilleta de tela doblada con la máxima meticulosidad en forma de majestuoso cisne negro. Las servilletas negras eran poco habituales, pero, cuando todos los demás elementos de la sala eran blancos, el efecto que se conseguía era extraordinario. Además, el cisne posaba con su largo cuello humildemente inclinado hacia el comensal, con las alas extendidas sobre el plato. La magnífica imagen lo hizo estremecerse al contemplar los ochenta y nueve cubiertos. En breve le llevarían la decoración floral y confiaba en que las rosas rojas, suspendidas del techo cual gotas de sangre, crearían el efecto dramático exacto que perseguía. Sonó su móvil. Era Jimena Vega. ¡Estupendo! La cocinera le explicaría cuál era la situación en el Idun y le daría los detalles que necesitaba para terminar la planificación.
***
Tras un rápido golpe con los nudillos, se abrió la puerta. Dennis dio un respingo y se le cayó lo que tenía en las manos.
—¿Has quedado bien en la foto? —preguntó Sandra alegremente. Como siempre, había irrumpido en su despacho sin esperar a que la mandara pasar.
—¡Vaya susto me has dado! —exclamó Dennis, inclinándose para recoger del suelo su pasaporte nuevo, pero Sandra se le adelantó.
—¡No, no! Quiero verla —dijo, y le dio la espalda antes de abrir el documento.
—Todavía no la he visto ni yo —protestó Dennis.
—Claro que la has visto —replicó Sandra mientras examinaba la página con la imagen y sus datos personales—. Estás muy serio, pero es el aspecto que quieren que tengamos ahora en la foto del pasaporte —concluyó.
—Tuve que repetirla dos veces antes de que el fotógrafo estuviera satisfecho.
Desde que el pesquero Dolores se había hundido el verano pasado, vivía de alquiler en una habitación encima del estanco de Gösta. Anthony se había mudado a casa de Monica el día después de que Sandra y él los vieran caminando del brazo por delante del campo de fútbol de Havsvallen. Monica no había desperdiciado ni un segundo. Al fin había encontrado a un hombre al que amar por encima de todo y que también se había quedado prendado de ella. Anthony había llamado a Dennis para decirle que a Gösta, el casero, no le importaba que se quedase él con la habitación. Dennis había ayudado a Anthony a recoger todas las fotos y documentos que este había acumulado durante su intensiva investigación genealógica y que, en adelante, guardaría en la habitación que Monica le había asignado como despacho en su casa de pescadores.
Una vez que Anthony se hubo llevado todas sus cosas, Dennis se dio cuenta de que no tenía nada para amueblar la estancia. En ella quedaban tan solo un viejo escritorio, una nevera pequeña, una cama individual y un sillón. La abuela de Sandra le había tejido una alfombra alargada y Sandra había insistido en llevarlo a un mercadillo de segunda mano en Väjern, donde encontraron una mesa de comedor antigua con cuatro sillas y una placa de cocina portátil.
—¿Ya estás haciendo la maleta? —comentó Sandra—. Pero no te vas antes del veintiséis, ¿verdad?
—No, Victoria se quedó superdecepcionada cuando le dije que pensaba irme ahora, después de celebrar Santa Lucía, así que cambié los billetes.
—Por lo que veo, Victoria sabe imponerse —dijo Sandra, pero se dio cuenta al momento de que a su jefe le irritaba que comentase el carácter de su hermana.
Empezó a sonar el móvil de Dennis, que contestó y escuchó con atención lo que le decían.
—¡Mierda! —maldijo Dennis.
Sandra lo observó detenidamente.
—¡Mierda! —repitió y, antes de colgar, añadió—: Ya vamos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Sandra frunciendo el ceño.
—El buque de investigación Idun atracó de madrugada en el puerto pesquero. Kaj Malmberg y su equipo de investigadores han hecho escala en Smögen para participar en una conferencia, pero alguien acaba de encontrarlo muerto en su camarote.
—¿A Kaj Malmberg? Pero si iba a entregar un premio hoy en Smögens Hafvsbad.
—Exacto, pero parece que tendrán que pedirle a otro que lo haga —concluyó Dennis. Se enfundó rápidamente su parka azul y empezó a bajar las escaleras.
***
Claes Jäger los invitó a sentarse a las mesas y a servirse del café recién hecho que había llevado Jimena. Era evidente que tiritaban de frío. Aparte de en el salón, la temperatura a bordo era exageradamente baja. Se ocuparía de arreglarlo. En cuanto lo informaron del brutal asesinato de Kaj Malmberg en su camarote, había convocado a los investigadores a una reunión de urgencia. Ahora se encontraban todos reunidos en el comedor, salvo Felicia, que esperaba en su camarote a que llegara la ambulancia, y Anders Malmberg, el hijo de Kaj, que había ido a ver a su madre a la residencia familiar en Smögen. Felicia estaba conmocionada tras el macabro hallazgo. Jimena Vega le había pedido que entrase en el camarote de Kaj porque no le había abierto después de que la cocinera llamase varias veces a su puerta a primera hora. Claes dio comienzo a la reunión resumiendo los sucesos.
—¿Y qué pasará ahora con la conferencia y la entrega del premio? —inquirió Cheng, un investigador muy ambicioso de la región de la desembocadura del río de las Perlas, no lejos de Hong Kong, que estudiaba la posible relación de las alteraciones conductuales de los osos polares con el cambio climático.
—He telefoneado a Regina Löfdahl, la rectora de la Universidad de Gotemburgo. Ya está en el hotel y quiere que nos reunamos esta noche, aunque el contenido del acto será distinto. Comenzaremos con una ceremonia de homenaje a Kaj Malmberg. Regina dará un discurso.
—¿No es un poco fuerte celebrar una fiesta después de lo sucedido? —intervino George, que había trabajado muchos años con Kaj.
—En cierto modo tienes razón —admitió Claes—, pero Regina cree que sería bonito que nos reunamos para recordarlo. También están las cuestiones prácticas. La prensa ya ha llegado y se nos echarán encima en cuanto terminemos aquí. Por eso la policía ha convocado una rueda de prensa a las once en el hotel. El capitán y yo también asistiremos.
—La cena no es hasta las siete. ¿Qué hacemos hasta entonces? —quiso saber Martin, que, junto a Felicia, se contaba entre los investigadores más jóvenes a bordo.
—La policía os interrogará a todos a lo largo de la jornada. Aquí tengo un horario aproximado que intentarán respetar en la medida de lo posible. —Claes puso una hoja en una de las mesas—. Mientras esperáis vuestro turno, propongo que intentéis descansar juntos o solos. La policía nos va a enviar a dos enfermeras para que haya todo el día personal especializado a quien os podáis dirigir si necesitáis hablar.
Tras contestar todas las preguntas, Claes abandonó la sala y se dirigió al puente. Tenía que coordinarse con el capitán antes de reunirse con los medios. Se había producido una catástrofe a bordo que atraería la atención de la comunidad científica de todo el mundo y era vital gestionar bien esa atención que iban a recibir. No podían permitir que nada ensombreciera el Idun, el enorme proyecto de su renovación y las futuras campañas previstas. Regina Löfdahl había sido muy clara en ese punto. Kaj Malmberg había quedado fuera de la carrera y ahora era él, el eterno segundo, Claes Jäger, quien ostentaba el rango máximo a bordo y en todo el proyecto. Ahora Regina solo lo tenía a él como apoyo y él le demostraría que no tenía nada de lo que preocuparse.
***
Sandra cerró la puerta del coche y se ajustó con fuerza el abrigo. Junto a la lonja soplaba un viento glacial y, tras solo unos momentos, ya notaba la cara entumecida.
—¿Por qué coño tiene que hacer tanto frío? —le preguntó a Dennis, a quien no parecía afectarle el viento polar.
—Solo quince días más —contestó Dennis con una sonrisa, y empezó a batir los brazos para hacer ver que salía volando.
—¿De verdad te crees que te van a dar vacaciones con lo que ha pasado? —Sandra se volvió hacia él, mirándolo con los ojos entornados.
—Pues no tengo pensado consultarlo —replicó Dennis—. Me han concedido las vacaciones y, además, ahora te tienen a ti, que ya eres toda una agente con mucha experiencia y valor —rio Dennis. Le gustaba el invierno tan poco como a Sandra, pero, a diferencia de ella, se vestía como correspondía a la época. Llevaba ropa interior térmica, un forro polar y una parka que abrigaba mucho, y por eso no tenía ni pizca de frío.
Sandra le lanzó una mirada que podría haber fulminado a cualquiera, pero Dennis no dejó de sonreír. Pronto abandonaría ese lugar gélido y se iría a México. Ya se imaginaba las palmeras ondeando al viento, la playa de arena blanca caribeña que le encantaba y la deliciosa gastronomía. Comería ceviche y pico de gallo hasta que le salieran por las orejas.
En la pasarela los recibieron dos hombres de la tripulación. Uno estaba apoyado contra la barandilla con un cigarrillo colgado de la comisura de los labios, mientras que el otro se puso firme e hizo un gesto con la mano para invitarlos a subir a bordo, quizá en un intento de compensar la desidia de su compañero.
—Es por ahí —dijo el hombre uniformado que se había puesto recto, y señaló el camino al puente de mando.
—Gracias —contestó Sandra, arrugando la nariz ante la nube de humo que el hombre de la barandilla parecía haber soplado adrede en su dirección.
Comenzó a subir con agilidad la empinada escala para acceder a la guarida del capitán. Tras el cristal distinguió algunas sombras y supuso que serían el capitán y algún que otro cargo importante a bordo, que ya los esperaban.
—¡Te mueves como un gato de navío! —le gritó Dennis cuando consiguió alcanzarla en la cubierta superior.
—A ver si dejas de chinchar —replicó Sandra—. Empiezas a ser insoportable.
Dennis rio a carcajadas. Nada podía alterar su mundo. Se sentía feliz y contento porque lo esperaban solo montones de diversión; aunque entendía a Sandra, que pasaría todo el invierno metida en aquel agujero helado. Pero cuatro semanas pasaban deprisa. Antes de que Sandra se diera cuenta, él ya estaría de regreso y podrían tomar cada uno su latte en el coche helado, pero primero tocaba disfrutar de los días de Navidad en casa de su hermana y después llegarían las maravillosas vacaciones.
Sandra abrió la puerta del puente de mando. Dennis echó un vistazo al buque antes de seguirla. «Tremendo barco —pensó—, tiene cuarenta metros de eslora fijo».
—Soy Sandra Haraldsson, de la policía de Kungshamn. Solo queríamos avisar de que ya estamos aquí. Desde este momento, somos nosotros los que damos las órdenes a bordo.
El capitán Jakob Odinsson permaneció en silencio con la cabeza inclinada hacia atrás. A su lado, Claes Jäger, el subdirector de investigación, empezó a toquetear nerviosamente un instrumento que sus dedos habían encontrado. No pudo evitar poner una leve sonrisa cuando asintió en dirección a Sandra para mostrar que comprendía la importancia de sus palabras.
—Interrogaremos a todas las personas que van a bordo durante la jornada. Empezaremos por ustedes en cuanto hayamos inspeccionado el buque. El equipo de la científica está en camino y también recibiremos otros refuerzos —detalló Sandra, y se dio la vuelta enseguida para volver a salir. Dennis le hizo un leve saludo militar al capitán a espaldas de su compañera y sonrió a modo de disculpa antes de apresurarse a seguirla.
***
Felicia temblaba en su litera. Era evidente lo mucho que la había afectado el hallazgo. Sandra se dirigió a ella en tono calmado.
—Tranquila —dijo—, hemos llamado a una ambulancia y no tardará en llegar. Tu madre también viene de camino.
Felicia lloró con más fuerza. Se cubrió el rostro con las manos y se giró para apartarse de Sandra, que le acariciaba la espalda con delicadeza.
Dennis asomó la cabeza.
—¿Puedes venir un momento? —preguntó.
Sandra miró a Jimena, que había entrado con una taza de té en una bandeja.
—Jimena, quédese con ella hasta que yo vuelva, por favor. No tardaré —rogó Sandra antes de salir a hablar con Dennis.
El camarote de Felicia se encontraba en el pasillo de los pasajeros y el de Kaj Malmberg, en el de la tripulación. Dennis entró delante de Sandra en el camarote del capitán, que era más grande que el de Felicia y contaba con baño propio. En la litera doble estaba tendido Kaj, desnudo y sin edredón. Sandra se tapó la boca al verlo. Su cuerpo casi parecía el de un erizo: desde el cuello hasta el vientre sobresalían mangos de cuchillo que trazaban un patrón regular. Sandra calculó a ojo que debía haber unas dos docenas de cuchillos clavados en el cuerpo lacerado. De cada herida había manado una enorme cantidad de sangre, que se había extendido por las sábanas y el edredón. Sandra se giró para salir, pero Dennis la agarró del abrigo para detenerla.
—¡Mira! —exclamó, señalando el vientre de Kaj Malmberg. A la altura del ombligo se veía un objeto que parecía de metal dorado. Era imposible saber qué representaba porque estaba cubierto de sangre en su mayor parte.
Banco de arena Skagens Rev, 18 de diciembre de 1941
Gustaf Simonsson contempló el mar hasta donde le alcanzaba la vista. El traje de pesca impermeable, la pipa y el gorro de pescador con orejeras lo mantenían caliente, pero la visibilidad era casi nula. La aguanieve y la niebla se habían extendido como una manta húmeda sobre el cabo norte de Jutlandia. Se encontraban a un par de millas náuticas al norte del banco de arena Skagens Rev.
—¡Simonsson, nueve y media a babor! —gritó August con los labios apretados. En tierra firme costaba entender su dialecto de Smögen, pero a bordo sonaba con una fuerza que hacía llegar el mensaje hiciera el tiempo que hiciera.
Gustaf escudriñó el agua. Por el lado de babor pasaba un banco de peces. Hasta el momento, la pesca había sido escasa y todos estaban firmemente determinados a no volver de vacío. Al fin y al cabo, faltaba poco para la Nochebuena y, si regresaban con las redes llenas, se ganarían un buen dinero antes de las fiestas. Había visto la casa de muñecas en la tienda del comerciante y sabía que a sus dos hijas les encantaría tenerla, pero cien coronas no se conseguían por arte de magia. Largó la red de arrastre con ayuda de la manivela y vio cómo se detenía un momento sobre las pequeñas crestas de las olas antes de desaparecer en las profundidades como un gran guante de portero. A ver si había llegado la hora de llenar la bodega de arenques. Cada estación ofrecía sus especies típicas: el invierno, arenques; la primavera, caballas; y el otoño daba las mejores gambas, cangrejos y cigalas. El bacalao se podía pescar todo el año, pero para eso había que navegar hasta Saltstraumen, en el norte de Noruega, y era una travesía larga. Ahora era época de arenque.
—Vamos a ganar unas buenas perras —dijo August, que se había puesto al lado de Gustaf y chupaba su pipa.
August era un pescador con larga experiencia. Al igual que Gustaf, empezó a salir a pescar con su padre a los siete años; para disgusto de su madre, que, sin embargo, entendía —igual que la madre de Gustaf— que aquella era la escuela que su hijo necesitaba para poder mantener a su familia cuando le llegase el momento. August no había pisado nunca una escuela, pero Gustaf sí que había asistido varios años a la de Breberg. Su padre lo había ayudado con el inglés lo mejor que había podido. Gustaf se entristeció al pensar en él. El anciano ya solo era una sombra de su antiguo yo. A Gustaf le habría gustado que Greta lo hubiera conocido en la plenitud de su vida, cuando era el pescador más fuerte y apuesto de Smögen y todo el mundo lo admiraba y elogiaba por sus conocimientos sobre el mar y la pesca. Pero esa época había pasado a la historia; ahora, la mayor parte del tiempo su esposa se irritaba porque su suegro estaba atado a la mecedora y no podía hacer nada de utilidad. El reuma galopante había encogido y retorcido su cuerpo.
—¡Iza la red! —gritó August. Los cables tensos le indicaban que el copo estaba lleno.
Gustaf giró con todas sus fuerzas la manivela y Lill-Osborn vino a ayudarlo, mientras que Hanses Olle, cuya experiencia y conocimientos sobre la pesca le permitían actuar más como patrón que como marinero, se contentó con supervisar la operación. Cuando el copo salió a la superficie, brillaron en él millones de arenques que saltaban y se retorcían. La visión fue como un bálsamo para su espíritu. Con esa única captura ya llenarían la mitad de la bodega y con otra igual cumplirían su misión, pero, si no tenían suerte, tampoco volverían a casa de vacío.
Subieron a bordo el pesado copo repleto de arenques; ahora solo importaban August, Lill-Osborn, Hanses Olle, Gustaf, el pescado y la embarcación. La visibilidad había empeorado aún más; ya no veían más allá de la barandilla. En el mismo instante en que Gustaf iba a vaciar la red sobre la abertura de la bodega, se oyó un estruendo ensordecedor contra el casco por estribor y pareció que explotaba todo el barco.
—¡Diablos! —exclamó August y, en un abrir y cerrar de ojos, se plantó junto al bote salvavidas.
El golpe había sido tan violento que su instinto le indicó que el barco se iría a pique. Muy rápidamente. La red seguía colgada del cabrestante y Gustaf se quedó petrificado sujetando la manivela. Miró a August, que, a pesar de sus dedos rígidos, soltó los cabos con pericia y lanzó enseguida el bote al agua. Cuando este empezó a cabecear junto al casco del Henny, August los instó a abandonar el buque. Los hombres se encaramaron a la barandilla y saltaron. Todos cayeron al agua, excepto August, que supo mantener la calma y bajó por la escalera de cuerda. Los tres hombres nadaron desesperadamente hacia el bote, que golpeaba contra el pesquero. Lill-Osborn llegó el primero, pero no consiguió sujetarse al borde y su cabeza desapareció bajo una ola. August lo agarró con fuerza del cuello y lo subió a bordo. Juntos rescataron primero a Gustaf y, luego, entre los tres, utilizaron toda su fuerza para izar a Hanses Olle. Tras la dura batalla contra el mar, se dejaron caer al suelo, exhaustos y calados. Gustaf sintió cómo el frío le penetraba en los huesos y supo que no conseguiría sobrevivir mucho más tiempo.
2
Helene Berg había sacado cada carpeta, cada hoja y cada cachivache que el personal de la comisaría había ido depositando en el archivo. Cada año, cuando se ponía a buscar la decoración de Navidad, aprovechaba para hacer una limpieza a fondo, y cada año se encontraba la sala igual de desordenada y polvorienta que la vez anterior. Ese año había comprado una impresora de etiquetas y pensaba hacer rótulos para todo. A partir de ahora, en todas las estanterías y cajones estaría indicado el contenido correspondiente. «Si es que saben leer, el año que viene el archivo estará en mejores condiciones», pensó. Así podría dedicarse a otras tareas que en realidad le parecían más importantes. Sin embargo, no se atrevía a imaginarse qué pasaría si dejaba de hacer su gran limpieza anual. El contenido se iría desbordando por las laderas de Kungshamn y acabaría llegando al puerto, de eso estaba segura. En la Escuela Superior de Policía les habían enseñado que el orden era fundamental, pero se preguntaba si sus colegas habían recibido la misma formación o si es que se habían saltado más de una clase. Porque era evidente que mantener las cosas ordenadas les traía sin cuidado. Y ahora Dennis se iba cuatro semanas a México. ¿A quién se le ocurría ausentarse durante tanto tiempo seguido de la comisaría? Quizá en verano se podía hacer, ya que contaban con agentes de refuerzo, pero en invierno solo estaban Helene, Stig, Dennis y Sandra a tiempo completo, aunque era cierto que los compañeros de Uddevalla les echarían un cable si lo necesitaban. El otoño había transcurrido sin sobresaltos. Desde el gran despliegue en verano, cuando los medios se habían vuelto locos a raíz de la desaparición de Åke Strömberg y del hallazgo del cadáver de Sebastian Svensson en la dársena del puerto, prácticamente no había sucedido nada de importancia. Sí que se había denunciado el robo de bicicletas, de un par de motores de barco y alguna otra cosa, pero nada de asesinatos ni delitos graves. Según Helene, había sido un otoño normal en lo que a trabajo se refería.
Ahora, un maremágnum de objetos ocupaba todo el suelo del archivo y el pasillo; tenía que apurarse en limpiar las estanterías para volver a colocarlo todo en su sitio antes de que llegasen sus compañeros. Acababa de poner detergente en un barreño con agua cuando le sonó el móvil. Contestó y se quedó inmóvil en la cocina, con una mano metida en el agua.
—Voy ahora mismo —dijo Helene con el rostro desencajado por el espanto—. No, no, voy ahora mismo —repitió antes de agarrar el abrigo y la bufanda y salir corriendo en dirección al coche.
***
—Ya están todos trabajando —dijo Dennis—. La científica sigue en el camarote. El equipo de Miriam ha examinado el cuerpo y han prometido que nos enviarán un informe preliminar lo antes posible.
—Perfecto —celebró Sandra—. Los agentes encargados de dirigir los interrogatorios también han llegado y les he pedido que nos envíen unas notas breves tras cada entrevista para que podamos estar al tanto.
—Vayamos a ver a la mujer de Kaj Malmberg —resolvió Dennis—. Su hijo Anders ya está con ella y el hermano mayor, que parece que era el responsable de la ceremonia de esta noche, va de camino.
—Sí, el organizador de eventos Peter Malmberg. Sabes quién es, ¿no? —preguntó Sandra.
—Pues no, ni idea —respondió Dennis.
—Es el que organiza todas las bodas de famosos y los estrenos de cine más importantes en Suecia —continuó Sandra en un tono que revelaba su irritación por comprobar, una vez más, que Dennis nunca se enteraba de nada.
—Pensaba que Micael Bindefeld era al que quería contratar todo el mundo —se defendió Dennis.
—Sí, sí, es un organizador fantástico, pero ahora Peter Malmberg es el que pisa fuerte.
Cuando salieron a la pasarela para marcharse, Sandra evitó mirar al tripulante que le había soplado el humo en la cara.
—Vigile quiénes acceden al barco o salen de él durante las próximas horas —le ordenó Sandra con la mirada fija al frente.
—¡Hay que joderse! —maldijo Carsten en danés, y lanzó la colilla al agua.
Sandra siguió su camino y Dennis asintió, divertido, en dirección al danés cuando pasó junto a él. Tenía claro que no era el momento más oportuno de ponerse a discutir con Sandra.
***
Por respeto, dadas las circunstancias, Dennis y Sandra se quitaron los abrigos y el calzado en el vestíbulo donde Anders Malmberg salió a recibirlos. Ninguno dijo nada. En la casa, decorada en tonos marítimos, reinaba un silencio total. Birgitta Malmberg, la viuda, los esperaba sentada muy recta en el salón y alzó los ojos cuando entraron. Vestía un traje beige con una blusa azul hielo debajo. Anders se acomodó en uno de los sillones frente a su madre. El otro lo ocupaba su hermano mayor, Peter, ataviado con un traje negro y un pañuelo rojo en el bolsillo de la pechera, y con el cabello peinado hacia atrás. Anders, en cambio, tenía el pelo alborotado y llevaba una chaqueta de lana azul y blanca abotonada hasta arriba con unos bonitos broches plateados. Parecía un hijo pródigo que hubiera estado errante por el mundo durante varios meses sin preocuparse demasiado ni por su higiene ni por su aspecto.
Dennis se acercó a Peter y le estrechó la mano a la vez que murmuraba unas palabras de pésame. Luego se sentó en una de las sillas acolchadas con un bonito respaldo tallado en madera pintada de blanco, y Sandra lo imitó.
—Les damos nuestro más sentido pésame —dijo Sandra en voz baja, y miró a Birgitta, que se había girado hacia ella.
—Gracias —contestó Birgitta, y sacó un pañuelo que se puso bajo la nariz. Estaba visiblemente afectada.
—Lamento decirles que debemos hacerles algunas preguntas —anunció Sandra sin dejar de mirar a Birgitta.
—¡Por el amor de Dios! ¿Es que no pueden esperar? —intervino Peter con vehemencia, inclinándose hacia delante.
—Comprendo que están de duelo —prosiguió Sandra—, pero nos encontramos ante un crimen tan grave que debemos iniciar sin demora una investigación por asesinato.
—Podría haber más personas en peligro —afirmó Dennis—. El autor ha actuado con gran brutalidad y encarnizamiento. Debemos hacer todo lo posible por detenerlo.
—¿Ya saben que ha sido un hombre? —preguntó Birgitta con la mirada vacía.
—No lo sabemos —respondió Sandra—, en estos momentos todavía no sabemos nada. Pero les mantendremos informados en la medida de lo posible. —Sacó una tarjeta y la dejó en la mesita junto a Birgitta, que la miró de reojo, como si fuera un insecto repugnante que acababa de descubrir.
—¿Cuándo vieron a su padre por última vez? —inquirió Dennis, dirigiéndose a los hermanos en los sillones. Se podía intuir el parecido que tenían, a pesar de que quedaba bien disimulado bajo los diferentes estilos que habían elegido.
—No he visto a Kaj desde su cumpleaños, en verano. Yo organicé la fiesta —explicó Peter, y se miró las manos como si estudiara la manicura.
—Papá y yo cenamos juntos en el Idun ayer —declaró Anders, y miró a su madre—. Quería que nos coordinásemos para la entrega del premio esta noche. Yo había escrito un discurso de agradecimiento y quería leérselo.
—¿A qué hora fue eso? —interrogó Sandra.
Anders movió la cabeza suspirando, como si le fuera a servir para recordar mejor.
—Diría que nos despedimos sobre las nueve —contestó—. Los dos estábamos cansados y queríamos irnos a dormir temprano.
—¿Tomaron alcohol? —continuó Sandra.
Dennis la miró y se pasó una mano por delante de la cara.
—¿Es mi hermano sospechoso de asesinato? —preguntó Peter.
—No, no, qué va —negó Dennis—. En estos momentos nos mantenemos neutrales.
—Es importante que sepamos quién fue la última persona en ver a su padre con vida —aclaró Sandra—. Reconstruir sus últimas veinticuatro horas es vital para la investigación. Por eso les rogamos que contesten a las preguntas aunque les parezcan indiscretas.
—Compartimos una botella de tinto —dijo Anders—, pero yo solo bebí una copa.
—¿Sabe si su padre tenía enemigos o si había alguien que quisiera hacerle daño? —preguntó Dennis, dirigiéndose a Anders.
—Más bien, tendría que preguntar si había alguien que no quisiera hacerle daño… —resopló Peter, mirando a su madre.
—Tu padre era un hombre muy admirado que había cosechado muchos éxitos —objetó Birgitta.
—¡Quieres decir que era un capullo! —exclamó Peter, poniéndose en pie. Se acercó a una elegante vitrina y giró la llave para abrirla y servirse un whisky.
—¡Cállate! —intervino Anders—. No hables así de papá. Era un genio. —Hasta ese momento, Anders había parecido la calma en persona, pero las manchitas rojas que se le veían en el cuello delataban su indignación por los comentarios de su hermano.
—Qué vas a decir tú si eras el favorito de Kaj —replicó Peter, bebiéndose el whisky de un trago—. No puedes hablar mal de él. Si no, cómo ibas a aceptar todos los premios en cuyos jurados participaba.
—¡Ya basta! —imploró Birgitta—. Hay que respetar a los muertos.
—¡Y una mierda! —maldijo Peter, y abandonó el salón.
Todos se quedaron sentados en silencio y oyeron temblar los cristales cuando Peter dio un portazo en el porche.
—Les pido disculpas —dijo Birgitta—. Está conmocionado por lo sucedido. Supongo que no es tan raro que reaccione así.
—No, lo entendemos —convino Dennis—. Podemos volver mañana. Según tenemos entendido, la universidad celebrará un homenaje en recuerdo de su esposo esta noche. —Dennis se levantó de la silla.
—Sí —confirmó Birgitta—, allí estaremos, aunque solo sea un rato.
—¿Cuándo vio a su marido por última vez? —preguntó Sandra, sin hacer ningún ademán de levantarse.
—Me llamó ayer a las diez de la noche —respondió Birgitta—, pero llevaba un mes de campaña en el barco, de modo que no lo veía desde mediados de noviembre. —Miró por el ventanal más grande del salón, orientado al oeste. Una gruesa capa de hielo llegaba a las rocas y las playas—. No debía hacer tanto frío desde el invierno gélido de 1942 —comentó, y sus palabras sonaron como si se hubiera trasladado a otro mundo.
—Nos vamos —dijo Dennis, cogiendo a Sandra por un brazo—. Hasta luego.
Anders los acompañó hasta el vestíbulo en silencio. Esperó a que se hubieran puesto los abrigos y el calzado, y cerró la puerta tras ellos.
***
Victoria se miró en el espejo. Se había pasado el otoño siguiendo la dieta 5:2 para prepararse para la inminente boda, y Björn se había unido a su plan espontáneamente. Los lunes y los jueves el menú era el mismo: un huevo coronado con un poco de caviar y unas tiras de puerro para desayunar; requesón con una naranja cortada en dos y espolvoreada con frutos secos picados para comer; y una sopa tailandesa aderezada con aceite de sésamo para cenar, a la que le solían poner chile picado, albondiguillas al limón, zanahoria rallada y unas habas de edamame. Los dos primeros meses, Victoria había adelgazado cuatro kilos y Björn, cinco; desde entonces, la báscula no se movía.
—¿Me ayudas? —preguntó Victoria cuando Björn pasó a su lado con Anna en brazos.
—¿A qué? —respondió Björn con una pregunta, y dejó a la niña en el suelo, junto a la mesita del centro.
—Pues a subirme la cremallera de la espalda —contestó Victoria, irritada. ¿Es que no era evidente?, pensó. Björn empezó a subir la cremallera con gran cuidado, milímetro a milímetro. Cuando pareció que no quería subir más, tiró de ella con fuerza.
—¿Sabías que Anthony y Monica van a tener un bebé? —preguntó mientras tiraba de la cremallera cada vez con mayor fuerza.
—¡Cuidado! —advirtió Victoria—. Se puede romper.
—Quizá sea demasiado pequeño —señaló Björn con cautela.
—¡Quieres decir que yo estoy demasiado gorda! —sentenció Victoria.
—Nooo, solo que tal vez te iría bien una talla más. Pero es precioso —añadió Björn, afanado en la cremallera.
—No hay una talla más —repuso Victoria, desesperada—. La cuarenta y seis es la más grande.
—¿Por qué no llevas el bonito vestido negro que utilizabas cuando estabas embarazada? —propuso Björn, contento de haber tenido una idea tan brillante.
—¿En serio crees que voy a ir con un vestido de premamá a una boda? —inquirió Victoria.
—Podrías pedirle consejo a Dennis —apuntó Björn al ver que él no estaba acertando.
—Dennis no entiende de esto —replicó Victoria.
—Ah, ¿no? —dijo de pronto una voz detrás de ellos. Dennis los miraba desde la puerta del salón, suspendido del dintel por los dos brazos.
—Estoy gorda —declaró Victoria, enfurruñada, sentándose en uno de los sofás. Subió a Anna a su regazo, pero la niña quería volver al suelo. Acababa de aprender a caminar sujetándose a los muebles y había descubierto que podía alcanzar todas las cosas prohibidas de mamá y papá si se ponía de puntillas y se estiraba lo suficiente.
—Pero si tengo la hermana más guapa del mundo —aseguró Dennis, acomodándose en el sofá a su lado—. ¿Hay sitio para mí aquí?
Victoria lo pellizcó en el brazo tan fuerte que Dennis se retorció de dolor.
—¡Ay! ¡Ayúdame, Björn! —chilló Dennis.
—No, tendrás que apañártelas solo —replicó Björn—. Yo bastante tengo con ayudarme a mí mismo.
—¿Tan mala es contigo? —preguntó Dennis, mirando a su hermana con una mueca de fingida severidad.
—Soy una bruja —confesó Victoria, tapándose la cara con las manos.
—No, no —intervino Björn—. Solo eres un poco cascarrabias a veces, nada para echarse a temblar.
Dennis rodeó a su hermana con el brazo y apoyó su cabeza contra la suya.
—Mamá y tú os largáis y listo —se lamentó Victoria.
—Ya, ya, pero ¿por qué no venís también? —preguntó Dennis—. Coged un poco de dinero de la herencia de Björn. Os puedo reservar los billetes ahora mismo.
Dennis se levantó para ir a buscar su tableta.
—No sé —vaciló Björn—. Tenemos que comprar madera para hacer una terraza aquí, y para la otra casa necesitamos un deshumificador nuevo.
—Uf, vaya rollo —comentó Dennis—. Mirad, aquí tengo un hotel familiar que parece genial.
Victoria miró las fotos. El hotel estaba construido al estilo de un antiguo palacio romano. En el centro tenía una zona de piscinas y todo el complejo estaba rodeado de palmeras.
—¡Qué bonito! —exclamó Victoria, señalando las terrazas de las habitaciones.
Theo había dejado a un lado sus coches para averiguar qué miraba su madre con tanto interés. Estudió las imágenes con atención, arrugando su frentecilla.
—Al agua —dijo al cabo de unos instantes—, al agua.
—¡Un bebé! —exclamó Victoria de sopetón, mirando a Björn—. ¿Monica va a tener un bebé?
***
Anthony se giró hacia Monica, que estaba sentada en la cama con el portátil en el regazo. Su melena negra brillaba sobre la almohada de satén rojo. Todo el dormitorio estaba decorado en negro, rojo y blanco. Anthony no sabía decir si le gustaba o no, pero estaba claro que era diferente. Ni siquiera recordaba de qué color era la habitación de su piso de Greenwich. Se imaginaba que sería gris beige, pero no se atrevería a jurarlo. En cuanto le había escrito a su hermana para decirle que se quedaría en Suecia, su sobrina Therese le había enviado un correo electrónico preguntándole si se podía instalar en su apartamento de Nueva York. Soñaba con ser cantante en los musicales de Broadway y, mientras tomaba clases de canto, pensaba trabajar de camarera en el Red Rooster de Harlem. Anthony había llamado a su hermana para convenir un alquiler, pues no se podía permitir dejarle el piso gratis. Aunque Monica todavía no le había pedido ninguna aportación por vivir en su casa, por el momento él vivía de ahorros.
Su jefe se había reído de él cuando le había pedido una excedencia de un año. «¿Es que has conocido a una sueca?», le preguntó, y comenzó a silbar. Anthony se puso rojo como un tomate; no porque se avergonzase de haberse enamorado, sino por la forma de expresarse de su jefe. Al mismo tiempo, Buck le felicitó, y dos semanas después Monica recibió un ramo de rosas rojas y rosas en casa. «So sweet!», exclamó al ver el ramo, dejándole claro que en el futuro cercano querría que la llevara a Nueva York a conocer a sus amigos. Ya había pasado medio año desde entonces y a él todavía no se le había ocurrido cómo ganarse la vida. Por suerte, Monica tenía un buen sueldo, pero no podía vivir a costa de ella eternamente.
—Mira —dijo Monica—, ¡qué cosita más mona!
Anthony apoyó la cabeza en su brazo.
—¿Qué es? —preguntó.
—Pues lo que ves —contestó Monica—. Un cachorro de pomerania.
—Es negro —comentó Anthony.
—Sí, los hay de todos los colores. También se llama spitz enano alemán. ¡Es que son taaan monos! Quiero uno así. ¿Qué te parece?
Monica lo miró con ojos centelleantes.
—Ningún problema —respondió él—, pero ¿quién cuidará de él cuando estés trabajando en Gotemburgo?
Lo miró ladeando la cabeza y se echó a reír.
—Pues tú, evidentemente —replicó Monica—. Estás en casa y puedes encargarte del cachorro cuando yo no esté. Y cuando esté yo, pues lo cuidamos entre los dos.
Anthony ya se imaginaba al cachorro mordisqueando todos sus documentos y fotografías del despacho. Estaba contentísimo de que Monica le hubiera dejado una habitación para él, pero no tenía puerta y el cachorro podría corretear por allí a sus anchas y destrozarlo todo. No tenía mucha experiencia con perros, pero una de sus compañeras de trabajo se había llevado un cachorro a la oficina durante un tiempo en que no tenía a nadie que cuidara de él. El animal era un encanto, pero muy travieso. Un día entró en el despacho del jefe y se zampó —o, mejor dicho, pulverizó— el contenido de las carpetas de clientes. El jefe estuvo a punto de que le diera un infarto y, finalmente, aceptó comprar un programa informático de gestión de pedidos.
—¿No tendríamos que esperar un poco más antes de comprar un cachorro? —sugirió Anthony con cautela.
Monica lo miró afligida.
—Quiero un bebé —contestó con la mirada clavada en él.
—Comprendo —dijo Anthony, abrazándola. No iba a ganar esa batalla. Pensó que ya podía despedirse de dormir por las mañanas durante los próximos diez años o más. Hasta que cumpliera los setenta, tendría que levantarse arrastrándose cada mañana a las seis en punto para sacar a pasear al perrito. Los días que Monica trabajase era evidente que no podría encargarse y los días que estuviera en casa, lo más probable era que delegase la tarea en él, teniendo en cuenta que a su novia solían pegársele las sábanas.
—Entonces, ¿es que sí? —preguntó Monica, que seguía mirándolo fijamente.
—Sí, claro —contestó Anthony, y la besó en la cabeza.
La felicidad que vio en sus ojos valía un mundo. Cuando estuviera muerto, podría dormir todo lo que quisiera, eso seguro. Además, quizá el cachorro lo ayudaría a quitarse la curva de la felicidad que se le había empezado a marcar.
***
Helene Berg subió disparada a bordo, sin siquiera detenerse a saludar a Carsten, que hacía guardia en la pasarela del buque siguiendo las órdenes de Sandra.
—¡Eh, oiga! —gritó Carsten a su espalda, con el cigarrillo en la comisura de los labios.
—¡Mi hija! —gritó Helene a su vez, girándose para mostrarle su placa sin detenerse, aunque para el marinero debió ser suficiente, porque se limitó a encogerse de hombros y se dio la vuelta otra vez.
Helene descendió por la escala para acceder al pasillo de popa. La mayoría de las puertas de los camarotes estaban cerradas, pero le llegaron voces del interior de uno que tenía la puerta abierta. Corrió hasta allí y se detuvo en seco al ver lo que había dentro.
—¡Hola, Helene! Gracias por venir tan deprisa —saludó Dennis, dándose la vuelta hacia ella.
—¿Quién es? —preguntó Helene, asustada, señalando hacia el hombre que yacía con el cuerpo perforado por multitud de cuchillos sobre un cobertor con estampado de estrellas.
Los agentes de la científica y la forense ya estaban revisando minuciosamente el camarote hasta el último rincón.
—Se llama Kaj Malmberg —contestó Miriam Morten, la forense, girándose hacia Helene y Dennis tras haber estudiado el cuerpo en profundidad, y añadió—: Le han clavado un total de veinticuatro cuchillos. Al parecer, dos de las puñaladas fueron mortales y, probablemente, se realizaron en último lugar, teniendo en cuenta la cantidad de sangre que ha manado de todas las heridas. La autopsia nos dará una respuesta segura. Es posible que el autor posea excelentes conocimientos de anatomía, ya que ha encontrado los puntos de apuñalamiento más convenientes con gran estilo.
—¿Con gran estilo? —repitió Sandra, que se había vuelto a hacer un hueco en el camarote después de ir al baño. Todavía no se había acostumbrado a ver cadáveres y, además, la víctima había sido sometida a una violencia de extrema brutalidad, según había destacado Miriam.
—Sí, bueno, en todo caso, con gran precisión —puntualizó Miriam.
Uno de los agentes de la científica se acercó a Dennis.
—Ya hemos tomado muestras del erizo —dijo, tendiéndole un objeto dorado—. Cuando le hayáis echado un vistazo, me lo llevo para hacer más análisis. Intentaremos averiguar de dónde procede.
—¿Es de oro? —inquirió Dennis.
—Sí, es de oro con pequeños rubíes en los ojos y un diamante negro en la nariz. O eso creemos.
—Debe ser muy valioso —apuntó Sandra.
—Sí, calculo que solo el oro ya se iría a las cincuenta mil coronas; con el trabajo y las piedras preciosas, será aún más.
—O sea, que a Kaj Malmberg no lo han asesinado por dinero —pensó Dennis en voz alta.
—Al menos, no por una cantidad insignificante —añadió Sandra.
—Venganza —sentenció Helene—. Venganza pura y dura. —Se quedó contemplando el cuerpo fijamente, como si intentara dilucidar qué podía haber hecho Kaj Malmberg para merecer algo tan cruel.
—O envidia —especuló Sandra.
—¿Dónde está Felicia? —quiso saber Helene.
—Ven, te acompaño —dijo Sandra, cogiendo a Helene de un brazo.
***
El capitán salió del puente de mando y bajó hacia la pasarela. Carsten seguía allí, congelándose y todavía con un cigarrillo humeante en la comisura de los labios.
—Puedes marcharte —le dijo Jakob Odinsson.
—¿Y quién se queda de guardia? —preguntó Carsten.
—Ya me encargo yo de solucionarlo —contestó el capitán, asintiendo con la cabeza—. La policía ha precintado la zona de la tripulación, de modo que no puede acceder nadie. Pero, como el salón queda fuera, podéis llevar allí a vuestros invitados. Confío en que esta vez la fiesta sea más moderada. —Miró a Carsten con tal intensidad que hasta el valiente danés se ruborizó.
—¡Gracias, capitán! —dijo Carsten, sinceramente agradecido. Estaba cansado hasta la médula. Cansado de no estar nunca en tierra firme y cansado de no poder conocer nunca a gente normal y quizá empezar una relación con alguien. Durante aquella campaña, había notado con especial intensidad que no le apetecía nada seguir navegando. Pero ¿a qué se iba a dedicar? Seguramente, a ningún director de Recursos Humanos de Copenhague que tuviera dos dedos de frente se le ocurriría contratar a un viejo lobo de mar que quería establecerse en tierra firme.
—Dejaremos el buque sobre las tres para ir al hotel a registrarnos. Lo ideal es que estés de vuelta para esa hora. La guardia nocturna hacedla según el horario establecido, pero podéis acortar los turnos para que sean de cuatro horas y no de seis.
Carsten ya le había cambiado la guardia a Asbjörn, de modo que a él le daba igual, pero agradeció de todos modos su consideración al capitán. Parecía que Asbjörn no notara el frío. El marinero se mantenía plantado durante las guardias resoplando como una morsa, con una nube de vaho de su propio aliento flotándole alrededor de la cabeza, pero sin mostrar señal alguna de estar congelándose. Carsten empezaría la guardia a las cuatro de la tarde y después estaría libre desde las ocho de la noche hasta las ocho de la mañana. ¡Iba a pasárselo en grande! Pero ahora solo le quedaban tres horas para encontrar algunas damas para la fiesta; caballeros ya tenían más que suficientes a bordo. Sacó los bonitos carteles que había encargado imprimir y anotó la fecha y la hora, las ocho de la noche. Había bautizado la fiesta con el nombre de Tropical Ice y había puesto la foto de una puesta de sol en el Caribe con la silueta de una pareja bajo una palmera en la playa. Introdujo los carteles en una bolsa de plástico con sus dedos helados y se puso en marcha.
***
Helene Berg cogió la mano de su hija. Había esperado con ella en el camarote hasta que llegó la ambulancia y después la acompañó al hospital de Uddevalla. Ahora estaba sentada junto a su cama y la contemplaba mientras dormitaba. Le sorprendía un poco que su hija hubiera sufrido un shock tan grande al descubrir a su jefe en aquel estado. Felicia se mostraba sensible en algunos aspectos, pero también era fuerte y más resiliente que la mayoría. ¿Cuántas personas eran capaces de resistir aquellas campañas científicas en medio del frío glacial y los temporales como Felicia había hecho valientemente? Helene seguro que no podría.
—¿Cómo estás, cielo? —preguntó Helene con delicadeza.
Felicia miró a su madre, pero no dijo nada y apartó su mano.
—Cuéntame qué ha pasado —volvió a intentar Helene.
—No lo entenderías nunca, mamá —contestó Felicia, volviendo el rostro hacia la ventana.
***
Sandra estaba sentada a su escritorio de la comisaría cuando Dennis asomó la cabeza. Ni ella ni Dennis fueron capaces de rechazar los puestos que Camilla Stålberg les había ofrecido a principios del otoño. Dennis quería quedarse en Smögen a toda costa; Sandra, por su parte, pensaba que, al menos en otoño e invierno, había muy poco movimiento en la región de Sotenäs, pero aun así también había aceptado. Recibir la oferta de un trabajo fijo después de varios años de penurias económicas como estudiante era un lujo.
—¿Me acompañas a Hunnebostrand?
—¿Qué tenemos que hacer allí? —quiso saber Sandra.
—He pensado ir a visitar a la hermana de Kaj Malmberg. Parece que ahora mismo no vamos a sacar nada en claro de la señora Malmberg, y sus hijos también están conmocionados. Por eso creo que es mejor esperar a que pase la ceremonia de esta noche.
—¿Vamos a comer primero una pizza Scampi, la que lleva colas de cangrejo? ¿O no la tienes permitida en tu dieta prevacaciones? —preguntó Sandra con sorna.
—Podemos compartir una pizza —aceptó Dennis, y golpeó el marco de la puerta con la mano para que Sandra se diera prisa.
Sandra se enfundó el abrigo y lo siguió. Se montaron en el coche patrulla y dejaron Kungshamn atrás.
—No nevaba tanto en la región de Bohuslän desde el invierno de 1942 —comentó Sandra.
—¿1942? —repitió Dennis—. Birgitta también lo mencionó. ¿Qué tuvo de especial?
—Aquí se conoce como el «invierno gélido» de 1942 —explicó Sandra—. Hoy viene un artículo en el diario Bohusläns Tidning. La dársena del puerto se congeló por completo, y los niños saltaban sobre témpanos de hielo entre Kleven y Smögen mientras los padres los miraban muertos de miedo. Los pesqueros anclaban en un canal sin hielo y unos caballos de labor famélicos arrastraban las cajas de pescado sobre trineos hasta tierra firme. Los hombres pescaban en el hielo durante varios días seguidos para poder alimentar a sus familias.
—Pues debía ser un ambiente agradable en cierto modo —dijo Dennis—. Imagínate poder viajar en el tiempo para ver cómo vivían.
—Ya, muy bonito, siempre y cuando pudiéramos volver al presente raudos y veloces —replicó Sandra mientras tecleaba algo en su móvil.
—¿Qué haces?
—Filete de bacalao a la parrilla con ragú de marisco y patatas cocidas con eneldo —contestó Sandra—. Tal vez deberíamos pedir esto, pero la pizza de colas de cangrejo está de muerte.
—Primero, vamos a trabajar un poco —decidió Dennis—. Ya sabes, antes es la obligación que la devoción.
—Estoy muerta de hambre y tengo más frío que un perro chico —repuso Sandra, y miró por la ventanilla mientras Dennis torcía para coger la calle en dirección al puerto de Hunnebostrand.
***
Aunque hacía un frío de mil demonios, cuando Carsten se acordaba de sus mejillas rojas de frío y los carámbanos que se le formaban en el bigote cuando estaban en el Ártico, casi le parecía que la temperatura en las callejuelas de la isla era agradable. Se había dado el lujo de hacerse un tratamiento de spa en el Hotel Balneario Smögens Hafvsbad. Una mujer vestida con bata de enfermera, de pechos generosos y fuertes brazos rollizos, le dio un masaje con aceites con aroma a azahar y cedro. En la sauna dejó que el calor le calentara todos los huesos. Luego, la masajista lo afeitó a conciencia, dejándole tan solo una barba corta y el bigote. Por último, le lavó la cara con algún producto limpiador y, a continuación, le aplicó con las yemas de los dedos una crema protectora para reparar su piel castigada por el frío. Su primera idea había sido invitarla a la fiesta, pero en realidad no le apetecía. A pesar de que había recorrido casi todas las partes de su cuerpo, Carsten no había sentido nada, lo cual era inusual en él. Por eso decidió darse una vuelta por Smögen para ver si encontraba alguna mujer más en aquella isla. Hasta el momento, todas las calles y callejuelas por las que había pasado estaban vacías y todas las tiendas, cerradas.