El peso del silencio - Martha Barilari - E-Book

El peso del silencio E-Book

Martha Barilari

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Beltran Bastian es un adolescente que vive con sus padres en una solitaria montaña pirenaica a finales del siglo XIX, alejado de la civilización, y que pasa los duros inviernos observando, en silencio, cómo cae la nieve a través de su ventana. Poco a poco, las circunstancias de su vida van convirtiéndolo en un joven fuerte y robusto, que pronto se deja llevar por los impulsos más primitivos, hasta transformarse, definitivamente, en una bestia capaz de aniquilar a sus víctimas sin escrúpulos. La extraña y dominante relación que establece con su madre, los traumas de una turbia infancia, los nuevos estímulos que recibe del mundo exterior, y los personajes de dudosa reputación que se cruzan en su camino, formarán la compleja personalidad de este joven, que se debate constantemente entre el bien y el mal, entre su naturaleza salvaje y la ternura infantil que aún conserva en algún lugar recóndito de su interior, y entre el verdadero amor y los placeres de la carne. Muerte, sangre y los crímenes más atroces se dan lugar en esta historia, tan aterradora como triste, que no deja ni un atisbo de esperanza para los acontecimientos más despiadados.

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Martha Barilari

EL PESO

DEL

SILENCIO

Primera edición. Diciembre 2023

© Martha Barilari

© Editorial Esqueleto Negro

www.esqueletonegro.es

[email protected]

ISBN Digital 978-84-126549-9-8

Queda terminantemente prohibido, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal.

Indice

Prólogo

Capítulo 1. Mamá

Capítulo 2. Papá

Capítulo 3. El cura

Capítulo 4. La caza

Capítulo 5. El principio

Capítulo 6. La feria

Capítulo 7. La matanza

Capítulo 8. La cena

Capítulo 9. La huida

Capítulo 10. El beso

Capítulo 11. El amante

Capítulo 12. Las preguntas

Capítulo 13. La hija del capitán

Capítulo 14. El marido de la vecina

Capítulo 15. Réquiem

Capítulo 16. La búsqueda

Capítulo 17. La chica rubia

Capítulo 18. El cortejo

Capítulo 19. La tumba

Capítulo 20. El baile

Capítulo 21. La Navidad

Capítulo 22. El experimento

Capítulo 23. La ley

Capítulo 24. La boda

Capítulo 25. La noche de bodas

Capítulo 26. El peso del silencio

Prólogo

Vivimos tiempos frenéticos. El ritmo acelerado de nuestro día a día nos impide pisar el freno o, simplemente, bajar el pie del acelerador. Es un signo de debilidad. Padecemos una sobre estimulación con base a información en tiempo real y sustituimos las conversaciones por melodías de moda atronando por los auriculares. Lo sabemos, lo asumimos, lo aceptamos. Y lo detestamos. Si somos capaces de soportarlo es debido a que, en breves ocasiones, tenemos la opción de bajar el volumen o, directamente, de apagarnos. Huimos del bullicio, del frenesí, de los miles de anuncios que nos bombardean para cobijarnos en las montañas, el campo o el pueblo. Buscamos esa comunión con la naturaleza, con lo sencillo, con lo pausado. En verdad, necesitamos algo mucho más básico y menos apreciado. Queremos silencio.

«La música no puede avanzar sin los silencios», decía el compositor francés Pierre Boulez. Es cierto. Somos incapaces de sostener el ritmo de vida actual sin estas incursiones temporales —y necesarias— en el silencio. Hacerlo nos reconforta, ayuda a clarificar ideas y recarga las mermadas energías. Apreciamos su efecto balsámico; siempre y cuando seamos nosotros quienes acudamos en su búsqueda. De no ser así, ¿qué sucede cuando nos lo imponen? ¿Cuándo nos roban la voz, despojan del habla y acallan nuestros gritos? El silencio se vuelve denso, prolongado. Un castigo. El silencio pesa.

En esta novela, obra finalista del primer certamen de literatura «Lestat de Lioncourt», Martha nos habla de esta privación. Ahonda en el origen y profundiza en las consecuencias. Y lo hace con su estilo habitual: con un puñado de frases sencillas —en apariencia; con ella nada lo es— que te atrapan con un único objetivo. Golpear donde más duele; en las emociones primarias. Para ello, Martha, nos propone una estancia en una casa aislada en la población oscense de Sasé, ubicada en la ladera derecha del barranco de Santiago, en medio de un invierno crudo, de los de antes. Esa insularidad geográfica moldea la personalidad de nuestro protagonista, Beltrán, así como los lazos afectivos que se establecen con su madre y padre. Los tres son personajes creíbles, repletos de ambigüedad y claroscuros. Porque de eso va «El peso del silencio»: es un retrato familiar donde la dominación, el castigo y el mutismo es la forma más pura de amor familiar. Si algo sabemos de determinados personajes que han conseguido, por propio derecho, asentarse en la cultura popular, hay una forma de amor profunda, urgente, callada, que producen personas con necesidades especiales. Que se lo digan a Robert Bloch, Tobe Hooper o a la propia Martha.

Pasen y lean. Disfruten de la estancia en los estertores del siglo diecinueve donde el silencio duele. Y pesa.

Le aconsejo que grite de vez en cuando. Lo agradecerá.

Ángel Alonso

A todas las almas encadenadas al silencio.

Capítulo 1. Mamá.

Beltrán Bastian miraba por la ventana abstraído. Su madre le había ofrecido leche caliente y pan para cenar, pero no. La respuesta había sido no. Un no callado. Un no omitido. Un no silencioso.

No.

Porque Beltrán sabía lo que venía después de la leche. Blanca como la nieve silenciosa.

Después de la leche venían los gemidos de placer. La lujuria turbia, tan presente y tan habitual. «Como en la casa de cualquier niño», pensaba él. «Sí, todos los niños como yo vivirán esto cada día. Sí. Como yo.»

Hacía frío. La nieve no había dado tregua en las últimas semanas. La nieve. Blanca. Limpia. Silenciosa. Especialmente densa en aquel gélido invierno de 1898.

Miraba por la ventana. Y la nieve seguía cayendo. Como una cortina. No, como un visillo. Porque alcanzaba a intuir el sendero que bajaba hacia el valle de La Solana, ese por el que pasaba su padre una vez a la semana hasta Sasé, el pueblo oscense más cercano en la ladera derecha del barranco de Santiago. Un pueblo pirenaico aislado del mundo adonde no llegaba nada: el médico se encontraba a una hora y media de camino en caballería, el cura daba misa una vez al mes y el pan se amasaba cada quince días. Entraban en calor gracias al fuego, a las gruesas mantas de lana que tejían y a las mulas en el cuarto adosado a la casa. Las ovejas, las gallinas y los jabalíes eran su sustento, además del huerto en el que sembraban hortalizas y frutas de temporada, y el trueque les proporcionaba los enseres más básicos de manos de vendedores ambulantes o comercios en El Fiscal, otro pueblo más alejado donde los negocios eran más numerosos.

La vida en el campo era dura. Extremadamente dura bajo las adversas condiciones meteorológicas de los Pirineos. Las montañas se ahogaban en nieve durante muchas semanas de terrible invierno en las que nada crecía excepto el dolor del frío trepando por los huesos hasta el tuétano. La casa de la familia Bastian había sufrido muchos desperfectos a causa de las inclemencias a lo largo de los años, y allí, en lo alto del cerro, tan aislada y alejada de la vida, el silencio era mucho más intenso. El agua provenía de un pozo al que accedían por un camino de piedra muy empinado, se aseaban pocas veces a la semana y reservaban toda el agua que acumulaban para cocinar y beber, ya que era muy fatigoso llenar cubos y cubos y cargar con ellos todo el recorrido bajo la nieve. Las tareas resultaban mucho más duras, casi como burlas crueles de la naturaleza. Beltrán solía ayudar a su padre a limpiar el huerto de nieve y a alimentar a los animales y, a veces, le dolían tanto las manos que perdía sensibilidad y la piel parecía necrosarse muy despacio.

Las mulas que tenían soportaban bien las bajas temperaturas, por lo que cargaban con los bultos más pesados durante el día y calentaban la casa durante la noche, cuando descansaban en la habitación adyacente que les servía de establo.

La primavera y el verano lo llenaban todo de vida, y resultaba todo mucho más bonito y agradable. Salir a pasear por el campo, bajar al pueblo, abrir los corrales de los animales para que disfrutaran de los prados… Confraternizar con los vecinos y salir de la cueva en la que se sumergían durante las tinieblas invernales se convertía en la mayor motivación de niños y familias.

Beltrán miraba por la ventana. Pero su alma no estaba ahí. No estaba en el mundo rural invadido por enormes prados pastados por animales o invadidos de huertos que apenas daban frutos. Su alma estaba escondida. En alguna parte. Lejos. Muy lejos de esa ventana, de esa casa en medio de la nada más inhóspita. En medio del dolor más aterrador. Su alma estaba en lo más profundo: allá donde los gritos se convierten en susurros y el sufrimiento apenas se siente. Allá, en algún lugar de la infancia…

—Beltrán, hijo, vamos a la cama, que ya es tarde.

La madre, envuelta en una gruesa bata de lana de oveja de color beige, pasaba días sola. Con su hijo. Las jornadas se hacían eternas a pesar de que la oscuridad llegaba pronto. Las horas no parecían tener fin. La poca luz del sol y el canto de las aves marcaban el ritmo. Y el silencio protagonizaba los tiempos.

—Beltrán, te estoy hablando.

El muchacho miraba por la ventana. Se imaginaba corriendo por un jardín cuidado y lleno de flores, con más niños a su alrededor. Niños que sonreían sin nieve.

—¡Vamos! ¡Ya! —le ordenó enfadada, apuntándole con el dedo índice de la mano derecha y señalándole el camino hacia la alcoba trasera, única habitación donde dormía toda la familia unida.

Papá. Mamá. E hijo.

Una familia unida.

«Mamá se quitó la bata. A pesar del duro trabajo en el campo, mantenía una belleza casi etérea. Sus movimientos eran delicados. Parecía flotar en el aire y mecerse como un hada. Mamá se quitó el camisón. Su piel era clara y suave. Y su mirada turquesa me atravesaba como una flecha en plena batalla. Ella sonreía. Y me dedicaba sus ademanes sensuales y cálidos. Mamá se recostó a mi lado. Olía muy bien. A pan recién hecho. A flores silvestres. Su pelo rubio y ondulado le rozaba los hombros con tanta delicadeza que yo no podía evitar extasiarme. Era mamá. Sus manos, aunque llenas de callos y cicatrices, resultaban agradables al tacto. Mamá me acarició el rostro. Besó mis labios. Descendió despacio recorriendo mi párvulo cuerpo casi inerte. Inmóvil. Deslizó su lengua por mis pezones y la humedad me excitó hasta la mayor dureza que había alcanzado nunca. Ella se percató y rio. Un rayo de felicidad la atravesó mientras a mí me atravesaba la vergüenza. Mamá agarró mi cosa y la chupó. Movía la cabeza de arriba abajo. Una y otra y otra vez. Y yo me endurecí aún más. Más. Más. Una sensación inexplicable me invadía desde mi centro. Mamá se llevó la mano al suyo. A su centro. Sin dejar de lamerme se tocó. Movimientos repetitivos que la ponían nerviosa. Ella también estaba excitada. Mamá dejó de chuparme y me pidió que la tocara. Mientras ella me tocaba. Que nos tocáramos. Me incorporé un poco y la toqué. Metí mis dedos en su centro mientras ella endurecía más y más el mío. La toqué. La toqué. La toqué por dentro. Mamá puso los ojos en blanco. Yo tenía que mover los dedos hacia dentro como me había enseñado. Y acariciar el resto de su cuerpo con ternura al principio, con intensidad al final. Mamá comenzó a hacer esos ruidos. Suspiros entrecortados. Gritos en voz baja. Pero cada vez más fuertes. Yo también tenía ganas de hacerlos, pero ella no quería que los hiciera —una vez no lo pude evitar y me ató a la valla del establo durante tres días—. Una corriente eléctrica parecía querer atravesarme, entrar en mí y estallar desde mi centro hacia cada pequeña parte de mi cuerpo. Pero mamá no quería. Mamá gritó más fuerte. Respiró más rápido. Mamá echó la cabeza hacia atrás y mi mano se empapó. Yo tenía muchas ganas de gritar. Gritar. Gritar. De dolor. De excitación. De miedo. De sofoco. Pero entonces mamá dejó de tocarme. Mamá no me miró. Mamá se dio la vuelta y se durmió. Y yo me desplomé. Y también me di la vuelta. Como siempre. En silencio.»

Beltrán se despertó con el sol y la llamada de los gallos, pero no había tenido ninguna pesadilla. Solo había sido una vez más. Como tantas otras desde hacía tantas noches.

Se levantó y se sentó en la banqueta junto a la ventana. Miraba por la ventana.

La nieve.

Y el silencio.

Capítulo 2. Papá.

El padre llegó a mediodía. Bajo la ventisca y el temporal resultaba mucho más difícil desplazarse y las comunicaciones entre los pueblos era nula, por lo que pasaban la mayor parte del invierno incomunicados. Se marchaba hasta El Fiscal, cargado de quesos, corderos, pollos, lana y patatas, y alguna vez incluso un jabalí, y los cambiaba por pescado, sal, o cualquier otro alimento.

Cuando el padre entraba en casa todo era festejo. La madre lo abrazaba. Lo besaba. Lo agasajaba con toda clase de mimos. Beltrán lo ignoraba. Ausente. Aislado de la vida. Como si no estuviera. Hasta que le pedían que se uniera a ellos.

El padre lo tocaba. Mientras la madre se tocaba. Mientras Beltrán tenía que tocar a su padre.

Y si gritaba; y si gemía; y si lloraba; y si… Beltrán luchaba con todas sus fuerzas para comportarse como un muñeco. Pero, a veces, no lo conseguía. Porque no era un muñeco. Era un niño casi adolescente. Perdido. Aturdido. Confundido.

«Papá me ha agarrado mi cosa con tanto ímpetu que he gritado y se ha enfadado. Después me ha hecho daño. Porque ellos ya no han seguido gritando más. Ni han mojado nada. Me ha hecho daño. Papá me ha sacado al patio desnudo bajo la nieve, y me ha atado a la valla del establo una vez más. Me ha tirado un plato con judías secas. Y una manta. Papá ha entrado en casa dando un portazo. Un portazo tan fuerte que pensaba que todo se caería a pedazos. Pero después, a lo lejos, he oído más gritos de esos que yo no puedo dar. Y he sentido el frío y el miedo entrando en mí con un dolor más profundo que el que me hace papá cuando entra en mí.»

Beltrán se acercaba a las ovejas y ellas le daban calor, porque el frío lo teñía todo de azul. El cielo lucía un azul grisáceo. La nieve era una cama celeste sobre el pasto. La niebla se convertía en gotas de añil transparente. La atmósfera húmeda y helada invadía cada rincón de miedo y soledad. Nadie podría aguantar allí. El infierno no era ese lugar lleno de fuego del que hablaba el cura un domingo al mes. El infierno era la nieve sin parar de caer durante semanas, acumulándose en caminos y puertas y prados. El hielo haciéndote perder el equilibrio en cada paso. La inestabilidad. El vaho en cada respiración. La piel congelándose. Los párpados endureciéndose. Los dedos oscureciéndose. Los labios agrietándose. El dolor del cuerpo rompiéndose hasta que deja de doler. Porque ya está roto.

Las ovejas le habían salvado la vida a Beltrán en varias ocasiones. Ellas calmaban su dolor a base de lana. A base de calidez. A base de aceptarlo como uno más. Y de comer pasto congelado y beber las gotas que comenzaban a caer de los carámbanos que se formaban en el tejado.

Beltrán miraba su ventana desde fuera. Pero no conseguía distinguir nada. Solo veía sus pensamientos. Sus sueños. O sus alucinaciones. Tenía tanto frío que tiritando se le habían partido ya varios dientes. Tenía tanto frío que ya no sabía si lo que veía era real o no. Porque veía ovejas y jabalíes danzando alrededor de un fuego azul que no se movía, que era como una roca. Una roca que estallaba en mil pedazos. Pedazos que se le incrustaban en la piel de la cara, de los brazos, del torso… y le provocaban agujeros que no paraban de sangrar. Una sangre caliente que le hacía entrar en calor. Una sangre que bebía saciándose como los animales que devoran a sus presas. Porque tenía tanta hambre y tanta sed que su propia carne le resultaba apetecible. Y así, lleno de heridas, se mordía, se arrancaba el poco pellejo que le quedaba y lo masticaba. Se masticaba haciendo un ruido depredador y salvaje. Se alimentaba de su propio cuerpo sucio. De su propia sangre. De su propio horror.

Su padre salía alguna vez. A coger leña o a buscar algún trasto viejo o a mover a los animales de un sitio a otro. O a pegarle a su hijo con un palo para recordarle quién mandaba ahí. O a quitarle a las ovejas de encima para que muriera de frío. Y entonces Beltrán volvía a ser un niño asustado. Volvía en sí y recordaba donde estaba. Miraba a su alrededor y volvía. Volvía. Volvía. Y deseaba ser de verdad un animal más. Deseaba con todas sus fuerzas ser un animal más.

Beltrán tenía la mirada perdida. Las heridas le escocían. Los pensamientos le escocían.

El miedo le escocía. El tiempo le escocía.

El silencio le escocía. En la cabeza. Se detenía el mundo y nada se movía excepto la nieve que no dejaba de caer. Y el silencio le dolía en los oídos. Que era tan intenso y pesaba tanto que aturdía.

Beltrán se acurrucaba en su manta empapada y fría. Y esperaba que la muerte le abrazara.

Sabía que era lo único que realmente lo salvaría de la vida. Que si la vida era eso, no la quería.

Capítulo 3. El cura

El cura pasaba un domingo al mes por Sasé para oficiar misa. Beltrán y sus padres caminaban a la salida del sol hacia el pueblo durante los cincuenta minutos que los separaban y llegaban a la ermita, donde todos los vecinos se reunían para escuchar la palabra de Dios y chismorrear.

Beltrán se sentaba con los demás niños. Pero no se relacionaba con ninguno. Todos tenían edades diferentes y, en su mayoría, eran más pequeños. Le parecían muy chillones y malcriados. No hablaba con nadie. Solo se limitaba a saludar con algún gesto seco si es que alguna vecina del pueblo hablaba con su madre delante de él.